Las zapatillas radioactivas

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Segarra comprendió la profundidad de su metida de pata. Santacruz giraba como un derviche y cambiaba la voz cuando los roles lo exigían. Lo frenó en un giro y dijo: —Si se la dan a Dora que se la den, pero podemos pescar a alguno allí en su casa. Déjeme buscar la pistola y salimos en el Nissan para el barrio de las batallas. —Batalla vamos a encontrar, comisarito. Yo manejo. —¡Hello! —dijo Carmelo— ¿Qué hago con la? Tengo más horas con. —Guárdelas para mañana, Carmelo. Pase todo a máquina, quede a la orden. Por ahora se acabó —contestó Segarra. Corrieron escaleras abajo. Al vuelo, mientras avisaban al portero que estaban en misión, Segarra le lanzó el llavero del coche a Santacruz. Las llaves —así se las habían dado— estaban fijadas a un zapatito de bebé. Santacruz corrigió la posición del asiento y arrancó desde Río Amazonas como un tornado. Llovía que era una barbaridad. Cortó por el callejón de la Merced y el petardeo del escape retumbó contra las altas paredes de piedra de la iglesia. Clavó el freno al llegar a Nueva York y a velocidad desconsiderada bajó por la pendiente que lleva a avenida Independencia. En la calle mojada, el pavimento desparejo daba abundantes ocasiones para que se formaran charcos y lagunillas. El Nissan levantaba cortinas de agua que caían implacables sobre los transeúntes. ¡Taxista tenías que ser, cabrón!, y expresiones similares acompañaron su recorrido de bólido. Ya en el cruce del Obelisco, siempre atascado de colectivos, golpeó con las manos sobre el volante en plena desesperación. El semáforo cambiaba inútilmente las señales ya que allí no se rendía nadie, y si hubiesen estado a pie o en bicicleta les hubiera ido mucho mejor. De repente, se abrió un pequeño espacio. Santacruz bajó su ventanilla, arrancó y semitapándose la boca con una mano, con la cabeza afuera, aulló ”¡emergencia!” y puso a 79


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