Las zapatillas radioactivas

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—Y desapareció nomás, caray. ¿Le parece migajitas? —Lamento no poder... —¡Claro que poder! ¡Qué poder ni que ocho cuartos! Ahora de inmediato le voy a hacer una pregunta y contésteme bien bonito —alzó la voz Santacruz. ¿Qué busca este cholo —pensó el doctor—que en mi casa barrería el jardín, vestido con ese uniforme payasesco y gritándome, a mí, al hijo del fundador de la cátedra de apendicectomía, a mi, que tengo un Mercedes Benz? Santacruz lanzó su pregunta: —¿Porqué no me ofreció asiento? Esto lo acabó de convulsionar. Cuando las papadas dejaron de temblarle, articuló perdón disculpe y señaló una de las dos sillas con posabrazo que completaban el mobiliario. Santacruz la ocupó y no lo dejó reponerse: —¿Nadie vio nada ayer? ¿Nadie estaba en alguna de las ventanas a la calle? —Ahí son consultorios. ¿No vio que son vidrios opacos? —Se pueden abrir. —No. —¡Madres!—dijo Santacruz. Se levantó y se fue. Pasó con veloz taconeo ante las enfermeras y las miradas de pacientes y funcionarios lo siguieron hasta que abrió y cerró la puerta cancel. Las mejillas le ardían de la bronca. En la calle se detuvo, respiró hondo, giró el cuerpo y miró hacia las ventanas malditas. De todos modos, tenían una estrecha hoja lateral que sí podía abrirse. Atisbando por allí, semioculto por la persiana, divisó nada menos que al mismísimo doctor Pelayo y Pidal. —¡Culebra! —musitó Santacruz. Que no se podían abrir, buey. Pues ahí está, se podían, pendejo. Que no se podían abrir. Carmelo estaba sentado en un extremo de la mesa, dispuesto a llevar actas. Segarra resumió sus visitas al Mono y a Los Chan31


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