El club de las 5 de la mañana

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asistentes del millonario, siempre tan profesionales y excepcionalmente hospitalarios, fueron invitados a la velada. Era algo irreal, algo realmente especial. Durante un instante, la emprendedora reflexionó sobre el encanto de esa noche y recordó una frase que tenía pegada en la puerta de la nevera familiar cuando era niña. Era de Dale Carnegie, el escritor de libros de autoayuda: «Una de las cosas más trágicas que conozco de la naturaleza humana es que todos tendemos a posponer la vida. Todos soñamos con algún mágico jardín de rosas en el horizonte, en vez de disfrutar de las rosas que florecen hoy delante de nuestra ventana». La emprendedora sonrió para sí misma. No solo se había enamorado de un buen hombre. Estaba empezando a experimentar una fecunda alegría de vivir.

A las 5 de la mañana del día siguiente, el sonido de un helicóptero quebró la serenidad que solo se presenta a esa hora del día. La emprendedora y el artista esperaban en la playa, como habían prometido al millonario. Esperaban la siguiente lección, cogidos de la mano con fuerza, pero él no aparecía por ningún lado. Una de las integrantes del personal de servicio, vestida con una impecable camisa de color azul celeste, unas bermudas rojas y sandalias de cuero, salió sigilosamente de la casa del magnate. —Bonjour —dijo amablemente—. El señor Riley me ha pedido que les acompañe a su helipuerto. Me ha dicho que tiene un gran regalo para ustedes. Pero hemos de darnos prisa. Hay poco tiempo. Los tres corrieron por la playa, subieron por un sendero, bordeado por frondosos árboles, atravesaron un jardín en el que había carteles de madera, con frases de algunos famosos líderes, así como uno que rezaba «Propiedad


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