¡Y tú creías que sabías amar!

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Nieves Mesón

¡Y TÚ CREÍAS QUE SABÍAS AMAR!


¡Y TÚ CREÍAS QUE SABÍAS AMAR! 2ª Edición: Septiembre 2011 © 2011 Nieves Mesón © 2011 Divalentis S.L. Divalentis S.L. www.divalentis.com Telf. 964 535 516 Texto: Nieves Mesón ISBN: 978-84-936923-4-6 Depósito legal: Impresión: No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna manera o de ningún medio, ya sea electrónico, fotocopia, por registro o por otros medios, sin el permiso previo o por escrito de los titulares de los derechos.


ÍNDIC E P r e se n ta c i ón .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ................pág 9 P r ó l ogo . . . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ................ pág 11 P r i m e r a p a r te: La v i d a m isma .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ................pág 15 1 - Ins a ti s f acci ón. La u ra .. .. .. .. .. .. ............... pág 17 2 - A ns ied ad. Di a na .. .. .. .. .. .. .. .. .. ................ pág 25 3 - Res p ons a bi l i dad patol ógi ca . Anabel..... pág 33 4 - E g o es p i ri tu a l . Na ta l i a .. .. .. .. .. ............... pág 39 5 - Intol er a nci a. Ros a. .. .. .. .. .. .. .. .. .............. pág 45 6 - D ece pci ón. E l ena .. .. .. .. .. .. .. .. ................ pág 51 7 - D es encu entro. Pi l a r.. .. .. .. .. .. .. ............... pág 57 8 - C om petenci a des l eal . S a ra. .. .. .............. pág 63 9 - Re pr es ión. B el én. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .............. pág 69 1 0 - A bneg aci ón. A na. .. .. .. .. .. .. .. .. .............. pág 79 1 1 - Ingénu o roma nti ci s mo. S u s a n a........... pág 85 1 2 - R a bi a encu bi er ta. Mar ta .. .. .. ............... pág 97 1 3 - Res ignaci ón. A mparo. .. .. .. .. ................ pág 105 1 4 - Inm a du rez . Ca r men.. .. .. .. .. .. ............... pág 111 1 5 - C u lpa . A l ba .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ............... pág 117 1 6 - Pr e potenci a . Lol a. .. .. .. .. .. .. .. ............... pág 123 1 7 - A ba ndono. Cl ara .. .. .. .. .. .. .. .. ................ pág 127 1 8 - O r f a ndad emoci ona l . I s a bel ............... pág 133 1 9 - Infi d el i dad. E s ther. .. .. .. .. .. .. ................ pág 139 2 0 - Fr a ca s o. E va. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ............... pág 149 Se gu n d a pa r te: pág 157 La m i sm a vid a , p er o con sci en te................. E p í l ogo . . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..........

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PRESENTACIÓN Estas páginas son un homenaje a todas las mujeres que han aparecido en mi vida, por abrirme su corazón y hacerme partícipe de sus infidelidades, sus fantasías, sus verdades y sus mentiras. Cada una de ellas fue un espejo en el que pude mirarme y en el que me reconocí. Entre todas descubrimos que cuando el amor se acaba, no queda más remedio que volver a amar. Un reto que hay que enfrentar cada día, porque de otra manera, el corazón parece marchitarse y la mente, tratando de compensar esta gran pérdida, nos ofrece todo tipo de artificios externos que acaban convirtiéndose en polvo ante nuestros ojos. Dice un proverbio chino: “Antes de emprender la gran tarea de salvar al mundo, da tres vueltas por tu propia casa” Sólo hay que girar la cabeza hacia un lado y con toda seguridad, nos encontraremos con alguien que necesita que lo amemos. Puede que este libro sea útil para concienciarnos de la incomunicación que existe entre hombres y mujeres, y tal vez nos ayude a que, en la medida de nuestras posibilidades, aprendamos a darle al otro aquello que realmente necesita. Nuestros hijos, sin duda, nos lo agradecerán.

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PRÓLOGO Soy cotilla. Ejerzo esta profesión desde los tres años. Me gusta mirar a la gente y conocer sus intimidades. De pequeña, me colaba en el salón de la casa de mi abuela, en las reuniones familiares, para escuchar las conversaciones de los mayores, mientras mis hermanos y mis primos se entretenían jugando. —Pero..., ¿ya está esta niña aquí? ¡Vete ahora mismo con los demás! ¡Estas cosas no las deben escuchar los niños! —gritaban mis tías, cuando se percataban de mi presencia en un rincón. A mí me parecía fascinante todo lo que decían. —Pablo bebe mucho y parece ser que a veces le pega. —Ya decía yo que veía a Teodora algo triste últimamente. —Luís está yendo otra vez al casino. Y está perdiendo mucho dinero. —Ya sabes, es de familia. Su padre también era jugador. Y su primo Antonio, arruinó a toda la familia, se jugó hasta la camisa. —Dicen que Antonio se ha enamorado de una gallega de veintidós años. —¿No anda él cerca de los cuarenta? —Ya te digo, y tan cerca; yo creo que los cumple este año. Y se va a fijar en una mujer que podía ser su hija. Nos la traerá un día de estos, ya sabes como es. —Pues a mí no me hace ninguna gracia. —Parece que Juan, el del quinto, tiene un lío de faldas. —Pobre Mercedes, y con cuatro hijos. Era mucho más interesante escucharles a ellos que jugar al aburrido escondite inglés. 11


Unos cuantos años después continuaba haciendo acopio de información. En verano observaba a la gente en la playa. Había un matrimonio que se colocaba, cada día, a la derecha de mi toalla. Los dos pasaban el día enfrascados en el periódico o la novela de turno, con el entrecejo fruncido, con cara de pocos amigos, mientras su hijo, en el agua, se desgañitaba haciendo todo tipo de ruidos para captar su atención, mirándolos de reojo mientras simulaba luchar contra un monstruo marino. Ninguno de sus padres levantaba la vista de la lectura ni se dirigía la palabra en toda la mañana, hasta que aparecía otra pareja en escena. Entonces nuestros amigos se levantaban de inmediato, con una amplia sonrisa en los labios y el niño salía del agua para formar parte de la bonita estampa familiar: la madre lo atraía hacia sí y lo abrazaba, mientras su vecina comentaba lo mayor que estaba y el niño la miraba asombrado por el inesperado gesto de cariño. Todo era armonía en un feliz día de playa. Tras las efusivas despedidas, nuestra pareja volvía a su novela de setecientas páginas mientras el niño, aburrido, se sentaba a jugar con la arena, detrás de sus padres, en la sombra que proyectaba una de las tumbonas. Durante todo ese tiempo ya me había puesto en la piel de cada uno de ellos, había abandonado mi realidad y había vivido la suya. —Esa pareja no tiene absolutamente nada que decirse. La incomunicación es absoluta. El niño se encuentra muy solo; es increíble el poco caso que le hacen...—pensaba yo, mientras les observaba.

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No podía evitarlo, la atracción que me producían las historias ajenas era irresistible. Mis amigas lo sabían y me contaban su vida por entregas. Yo escucho muy bien. —Se ha mudado al piso de al lado una mujer guapísima. Fernando la mira con disimulo cuando coincidimos en el portal, o al salir de casa. Y el otro día, cuando el ascensor estaba subiendo, vi que se levantaba haciendo como que iba a coger algo y se asomaba a la mirilla. A continuación escuché el sonido de la puerta de mi vecina, al cerrarse. Sentí una rabia espantosa... —Debe ser la menopausia, tengo la libido bajo mínimos. Le he dicho a Paco que se busque una amante si le apetece, pero que yo no quiero que me toque siquiera. Es que parece un pulpo, me pone histérica.... Todo este material se había ido almacenando en mi cerebro durante muchos años en los que no desperdiciaba ninguna oportunidad para continuar tomando datos. En una ocasión, sentada con mi marido en una cafetería, miraba con disimulo hacia la mesa de al lado, ocupada por un matrimonio y su hija, de unos diecisiete años. La niña estaba furiosa y el padre también. —Como montes el número, te parto la cara —dijo el padre en un tono apenas audible. La madre, temblando de pies a cabeza y con infinita humildad, trataba de conciliar la situación, sugiriéndole a la niña que pidiera ese zumito de tomate que le gustaba tanto. —No me apetece un zumo. Quiero irme. —Nena, ya verás como te gusta, con unas patatitas —añadía la madre, atemorizada. —¡Al final la vamos a tener! —exclamó el padre, con la cara contraída por la ira. 13


¡Dios mío, como se humillaba la madre para evitar un estallido de violencia! —¡Hola! Me dijo David. Regresé de la otra dimensión y me di cuenta de que estaba con él y que tenía delante una infusión que se había quedado helada. A continuación pasé a relatarle, con todo lujo de detalles, el resultado de mi análisis. Y es que después de tantos años de investigar en vidas ajenas, era capaz de describir con absoluta precisión el carácter de una persona y los pormenores de su vida después de unos minutos de observación. —¡Soy increíble! —pensaba yo, muy orgullosa de mí misma. —¡Yo no siento que tú me quieras!—exclamó de sopetón mi marido, cuando acababa de mostrarle mis dotes de “videncia”. Me quedé estupefacta. —Lo que más te gusta de mí es que siempre te escucho, pero no te interesa mi opinión —continuó—. No te interesan mis cosas. No quiero reprocharte nada pero creo que es importante que sepas como me siento porque tengo la sensación de que crees que conoces mucho a la gente, pero a mí no me conoces. Yo estaba desolada. Como si me hubieran sacado del cuerpo y me hubieran dejado en un lugar que desconocía por completo. Él llevaba mucho tiempo pensando de esta manera y yo no me había dado cuenta. ¿Cómo era posible que hubiera estado tan ciega? Me sentía avergonzada de haber presumido tanto de mi empatía y mi talento para comprender el alma humana, cuando la realidad era que ni siquiera era capaz de ver lo que estaba sintiendo la persona que tenía a mí lado. ¡Y yo creía que sabía amar…! 14


PRIMERA PARTE:

LA VIDA MISMA

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1 - Insatisfacción. Laura —Laura, voy a hacerte unas preguntas, pero no pienses en la respuesta. Contesta lo primero que te venga a la cabeza. Si no tuvieras miedo ni te sintieras culpable, ¿qué harías ahora mismo con tu vida? —Me iría a una playa exótica y tendría una aventura con un negro, que me sonriera con unos dientes muy blancos, y me volviera loca. ¡Vaya! No sé por qué he dicho esa tontería —añadió de inmediato—. Bueno, me has dicho que dijera lo primero que se me ocurriera y ha sido eso. Es una fantasía que todas tenemos, ¿no? Una especie de terapia de choque. Pero..., ¿después, qué? Tendría que pensar en algo definitivo. Yo sé que estoy en crisis, que necesito un cambio. Pero no sé por donde empezar. Si no tuviera miedo, ni me sintiera culpable, le diría a Santiago que a veces me gustaría hacer el amor con otro hombre; sentir pasión. Creo que no sé lo que es eso. Puede que no sea importante, pero a veces la idea me asalta como una obsesión. Será por sentirme viva.

—¿Puedes escribir en una lista diez aspectos que te gusten de tu marido? Después de unos minutos, con el bolígrafo en la mano, el papel sigue en blanco. —¿No eres capaz de escribir nada? —Es alucinante, no se me ocurre ninguna cosa que me guste de él. Yo creo que esto ocurre desde hace tiempo. —¿Si te hubiera pedido que enumeraras los defectos te habría resultado más fácil? —Sí, creo que me faltaría papel —responde, riendo nerviosa. 17


—¿Te imaginas que él tuviera que hacer una lista de diez cosas que le gustaran de ti y no fuera capaz de elegir ninguna? —¡Ay, qué horror! Sería terrible para mí. Pero bueno, qué bobada, a él no le ocurriría eso. —¿Estás segura? Durante unos segundos te ha cabido la duda de que así fuera, aunque en seguida has tratado de desechar el pensamiento —¡Qué tontería, es imposible!

No puede evitarlo, se fija en su barriga y en lo mal que le sientan esos pantalones, en ese ruidito que hace al sorber el café y que la exaspera, en su manera de fruncir el entrecejo mientras lee el periódico, en la voz que pone al teléfono cuando habla con su madre y en lo mucho que la ha decepcionado como padre. Esa multitud de pequeños detalles, que por separado parecen insignificantes, en conjunto acaban por fastidiarla y su licenciatura en medicina ya no consigue deslumbrarla. En realidad, hace mucho tiempo que dejó de admirarlo y él lo sabe, aunque nunca hablen de ello. Santiago estaba loco por Laura desde los trece; desde que la vio por primera vez vestida con el uniforme del colegio. Le costó años conquistarla, Laura se lo puso muy difícil, pues le molestaba que estuviera tan colgado y que babeara por ella de esa manera. Al final, sin poner mucho de su parte, pareció corresponder a sus requiebros. Él estudiaba medicina y eso le hacía ganar puntos ante sus ojos. Un 18


marido médico le aseguraba una vida estable, sin grandes sobresaltos. Y aunque Laura siempre fue muy racional, bastante seca y muy poco dada a prodigarse en caricias, el ardor de Santiago era tan grande, que apenas se notaba su displicencia. Siempre fue una chica lista, pero le faltó valor para tomar decisiones. Estuvo esperando esa gran oportunidad que tenía que llegar, ese momento en el que al fin iba a descubrir cuál era el propósito de su existencia, pero nunca ocurrió. A los quince años, pasaba horas y horas en su casa, tumbada en la cama, escuchando los 40 principales mientras su madre la sermoneaba. —¡Laura, ponte a estudiar, no pierdas más el tiempo, a ver si vas a suspender el curso! Esa letanía se repetía varias veces cada tarde, al volver del colegio. Ella trataba de empujar las horas para que llegara pronto el viernes y poder salir con sus amigos a beber leche de pantera -una mezcla de alcohol de garrafa y una pizca de leche, aderezada con canela- y algunos días bebía demasiado. Una vez que empezaba, no podía parar. Necesitaba anestesiar su cerebro para no ser consciente de que su vida no le gustaba. Fumar le encantaba. Tener el cigarro en la mano le hacía ganar un montón de puntos ante los demás. Se sentía madura, mujer de mundo, seductora. Un simple tubo de papel y algo de humo conseguían más que una carrera de arte dramático, la convertían en una mujer nueva. El estómago le molestaba, tenía problemas de gastritis, pero no podía dejar el vicio y volver a ser el personaje gris y malhumorado que se instalaba en su anatomía cuando no tenía al lado el paquete de tabaco.

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Laura volvía siempre antes de las once, pero sin ser capaz de mantener la verticalidad. Disimulaba, al entrar, intentando ir directamente a la habitación, pero para ello era imprescindible atravesar la diagonal del salón y en el camino, solía golpearse con la esquina de algún mueble, aunque de su boca no salía ni un leve gemido. —¿Vas a cenar algo? —su madre le hacía la pregunta de rigor. Ella contestaba con un sonido más corto que un monosílabo para no delatarse…, y daba resultado, porque su madre continuaba con sus crucigramas y ella podía tumbarse a observar cómo daba vueltas el techo de la habitación. Solía terminar yendo al baño a devolverle al universo todo lo consumido aquella tarde, una mezcla de licor, perritos calientes y tabaco. —Pero, hija, ¿otra vez has comido algo que te ha sentado mal? Estaba convencida de que aunque se hubiese chutado heroína, su madre no se hubiera percatado del asunto. Lo único importante era aprobar. Consideraba insufrible compartir con sus hermanos el único cuarto de baño de la casa, comer viendo el telediario y que en su casa no compraran el periódico, ni chocolate con churros los domingos por la mañana. Odiaba tener tanto pecho, odiaba no tener una hermana y aborrecía a sus profesores; por eso no estudiaba nada. —Eres igual que tu padre —sentenciaba su madre. Y con esa frase quería decir que había heredado de su progenitor esa manía de ver siempre el vaso medio vacío. La vida, en general, era un fastidio. En su casa no había ningún tipo de aliciente. Sus padres, según ella, se habían equivocado en todo. Su madre hizo crucigramas, sentada en 20


la mesa del comedor, todos los días durante los veinticuatro años que ella vivió en la casa familiar y siempre llevaba esas zapatillas descoloridas –total, para estar en la cocina trajinando...-, una especie de leotardos de espuma con una gomita que pasaba por debajo del pie y un jersey lleno de bolas, con ese pelo tan corto y tan cómodo, tan poco sexy que a Laura llegaba a dolerle. Y su padre, sentado enfrente del televisor sin decir nada, tomando una manzanilla porque siempre tenía mal el estómago, haciendo tiempo para irse a dormir y empezar otro día, mientras ella los miraba viendo la película de turno, con una gorra puesta porque la lámpara del salón hacía reflejo en la pantalla, pasando por momentos incómodos cuando las escenas eran tiernas y su madre levantaba la cabeza del crucigrama, mirando por encima de las gafas de cerca. —¡Cuánta estupidez! —decía refiriéndose a uno de esos tiernos besos que ella nunca tuvo la oportunidad de gozar. Laura odiaba en especial aquella frasecita: “Si nos toca la quiniela, vamos a tirar la casa por la ventana…” Su madre nunca tuvo la oportunidad de tirar la vivienda, más bien la conservó como un mausoleo, con las fotos de comunión de sus hijos; la de su hermano Vicente, negro como un tito volviendo de la mili en Melilla; la abuela de joven, sentada en un sofá de terciopelo propiedad del fotógrafo; el cenicero con forma de isla que Laura le trajo de Mallorca; un leopardo dorado de metal que a su padre le regalaron en el banco; una figurita de San Pancracio y la copa que ganó su hermano Alberto corriendo una maratón. Cada objeto que llegaba se adueñaba de una porción de la librería del salón, impidiendo que el polvo se acumulara en ese pequeño reducto y poco a poco iba absorbiendo la energía del entorno.

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Aun siendo adulta, al entrar en casa de sus padres, una mezcla de imágenes del pasado, olores y emociones, la abofeteaba sin piedad y tardaba un rato en sobreponerse. Sacaba un cigarro de la cajetilla y con la primera bocanada se tragaba la angustia que le producían aquellos recuerdos; para eso estaba el bendito tabaco, a falta de padres dotados de inteligencia interpersonal que detectasen los impactos emocionales provocados por aquellos rancios objetos. Cuando empezó a salir con Santiago, durante un tiempo, casi fue feliz. Él la admiraba, le gustaba cualquier cosa relacionada con ella, hasta sus padres. Laura no entendía como podía estar tan ciego, pero se dejaba querer, no le costaba mucho esfuerzo. Él tenía las cosas muy claras, su carrera y su novia eran lo más importante. Laura en segundo lugar, pero entonces no le importaba, así no la agobiaba tanto. Trató de quererle, de estar satisfecha con su nueva vida, pero esa tendencia suya al pesimismo acabó con el poco entusiasmo que tenía. Se autoconvenció de que Santiago ya no era el de antes y ya no estaba enamorado de ella. Ahora está harta; harta de sí misma, de su propia vida, de la monotonía. Le echa la culpa a él y de esta forma no reconoce que en su interior hay un agujero negro que no se llena con nada, fabricado de frustración y de nostalgia. —¡Háblame de tu matrimonio! —Con mi marido no soy feliz. Ni contigo ni sin ti, como dice la canción. Me aburre mi vida y de eso él no tiene la culpa. Yo soy la responsable de mis elecciones, pero en su presencia, me vuelvo gris. Imagino que los demás ven en Santiago a un hombre lleno de vitalidad, con sentido del humor, incluso sensual; pero yo no he sabido apreciarlo. 22


Desde el principio pensé que la balanza estaba descompensada. Que yo valía más que él, fíjate qué tontería. Me imagino que no le gustaría nada escuchar esto. Creo que le di una oportunidad, y no la aprovechó. No me ha llegado su amor. No me ha llegado al alma. Le ha faltado intuición para saber lo que necesitaba. Es verdad que se lo he puesto muy difícil, pero aun así, debería haber investigado a fondo, hasta encontrar la manera de derribar el muro que siempre he colocado entre los dos. Creo que es miedo lo que tengo. Miedo a darme cuenta de que no sé querer y que no le puedo dar nada. Y aun así, le pediría que fuera tan generoso que me ayudara a recuperar la savia que he perdido por una grieta que se hace cada vez más grande. Necesito ternura, porque estoy acartonada, deshidratada, marchita. Se lo digo muchas veces, sin palabras, pero no me capta. Con palabras no soy capaz. Sólo surgen reproches de mi boca. Si él viera en mí al mirarme, lo que ando buscando, sería todo más fácil. Yo, en el espejo, no soy capaz de encontrarlo. ¿Es egoísmo? Supongo que tendré que empezar por mí. Si no, ¿qué puedo darle? —Santiago, voy a pedirte algo. Dime diez cosas que te gusten de tu mujer. —No se, tendría que decir que todo, ¿no? O nada —añade bromeando—. Bueno, me gusta su don de gentes... y es muy buena ama de casa, muy ordenada —dice después de pensar un rato—. ¡Y la energía que tiene! Está siempre haciendo cosas. Bueno, de repente, al pensar en cosas que me gustan me bombardean todas las que no me gustan…, porque no para un momento, a veces me pone nervioso. —¿Algo más? 23


—Me inspira confianza, no sé por qué. Como si ella tuviera siempre la solución para cualquier cosa. Qué formal todo, ¿verdad? —dice pensativo—. Me estoy poniendo muy serio, no parece que esté hablando de la mujer con la que me he casado; parece que hablo de la secretaria del hospital. Creo que cada vez estamos más distantes. Es que pienso que mi opinión no cuenta, que no me valora. A ver si esto de las preguntas y respuestas va a ser contraproducente —comenta riendo, nervioso—. ¿Cuántas van? Me cuesta trabajo. —Van cuatro. Quedan seis. —Se preocupa por la ropa, por ir a la moda… No se me ocurren más. —¿Te imaginas que a Laura le pidieran que hiciera lo mismo que tú estás haciendo ahora y no pudiera escribir nada?¿Qué crees que sentirías? —Que no me extrañaría nada. Siempre me está cambiando la ropa. Lo que yo elijo nunca le gusta. “No te pongas esos zapatos, no te peines así, no te pega esa camisa, esa cazadora te queda mal”. Luego, en el hospital, es distinto. Me gusta que me suelten un piropo o que me digan algo. Yo, fíjate qué tontería, me hago el gracioso. Pero es que necesitas que te miren, saber que existes para los demás. Llevas ocho horas trabajando y si no te mira ni Dios, sales de allí triste. Si no tratas de seducir, aunque sea de forma ingenua, estás como muerto.

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