Diarios de motocicleta

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que parecían custodiar el sitio, cuidando de la tran quilidad de los míticos personajes que sin duda lo ha hitarían. La tenue llovizna que azotaba nuestras caras desde un rato antes empezó a tomar incremento v se convirtió a poco en un buen aguacero. El conductor del camión llamó a los "doctores argentinos", y nos hizo pasar a la "caseta", es decir la parte delantera del vehículo, el summum de la comodidad en esas regiones. Allí inmediatamente nos hicimos amigos de un maestro de Puno a quien el gobierno había dejado cesante por ser aprista. El hombre, que tenía sangre indígena, además de aprista, lo que para nosotros no representaba nada, era un indigenista versado y profundo que nos deleitó con mil anécdotas y recuerdos de su vida de maestro. Siguiendo la voz de su sangre había tomado parte por los aymarás en la discusión interminable que conmueve a los estudiosos de la civilización de la región, en contra de los coyas a quienes calificaba de ladinos y cobardes. El maestro nos dio la clave del extraño proceder de nuestros compañeros de viaje: el indio deja siempre a la Pachamama, la madre tierra, todas sus penas, al llegar a la parte más alta de la montaña, y el símbolo de ellas es una piedra que va formando las pirámides como la que habíamos visto. Ahora bien, al llegar los españoles como conquistadores a la región, trataron inmediatamente de extirpar esa creencia y destruir el rito, con resultados nulos; los frailes decidieron entonces "correrlos para el lado que disparan" y pusieron una cruz en la punta de la pirámide. Esto sucedió hace cuatro siglos (ya lo narra Garcilaso de la Vega), y a juzgar por el número de ífl" dios que se persignaron, no fue mucho lo que ganaron los religiosos. El adelanto de los medios de transporte 140


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