no abras nunca esa puerta

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NO ABRAS NUNCA ESA PUERTA

Arturo Francisco


Había cosas que Manfred ODIABA. Así, con todas las letras: ODIA-BA. Por ejemplo, la sémola con leche. O la gelatina de fruta. O los pulóveres tejidos. ¡Ni tía Rosa que, quieras o no, se los regalaba todos los años para su cumpleaños, ni nadie en el mundo podían obligarlo a usarlos! Esas no eran las únicas cosas que Manfred ODIABA. Había más. Por ejemplo, los zapatos lustrados. O los álbumes de fotos. O... ¡Tío Herrmann! Bueno, la verdad sea dicha, tío Herrmann no era una cosa, sino más bien un tipo, es decir, un hombre, es decir, un viejo. ¡Un viejo insufrible, inaguantable, insoportable y...! ¡Y todo lo demás! Aunque, la verdad sea dicha, no es que no le gustara, este hombre, es decir, este viejo, es decir, este tío Herrmann. Y no es que no lo quisiera, a este hombre, es decir, a este viejo, es decir, a este tío Herrmann. No, no. Porque, la verdad sea dicha, a tío Herrmann lo... ¡Lo amaba! Sí. O mejor dicho... ¡No! ¡A TÍO HERRMANN LO ODIABA! Lo odiaba tanto, pero tanto que... Siempre diciéndole, este tío suyo, “ya voy a hacer de vos un hombre, quieras o no”. ¡Un hombre! ¡Qué barbaridad! ¡Querer hacer de un niño, un hombre!


Tanto, pero tanto lo odiaba, a este hombre, a este viejo idiota, a este tío Herrmann, que prefería no verlo NUNCA. Lo cual era imposible, porque su tío estaba siempre en todas partes. Regañándolo, retándolo de la mañana a la noche. Que Manfredo esto, que Manfredo aquello. ¡No me llamo Manfredo, me llamo Manfred! protestaba él. Pero igual, para su tío, él era Manfredo... ¡Y basta! ¡Ah, qué alivio, esos tres días que su tío se fue de viaje a... ¿A dónde? A una ciudad del interior, ya no sabía cuál, para hacer ya no sabía qué. ¡Dejándolo solo, a él, un niño, a merced de esa vieja idiota! ¿Qué vieja idiota? Pues, la mujer del jardinero, ¿quién otra? Aunque, la verdad sea dicha, así como era, regañona y sin dientes, la vieja ésa era mil veces preferible a su tío, siempre llamándolo a los gritos. ¡Manfredo! Así empezaba... ¡Manfredo! Así seguía... ¡MANFREDO! Y así terminaba... Seguro que ya lo estaría esperando, este tío suyo, tamborileando como siempre con los dedos sobre el escritorio, para decirle que él, Manfredo, era un chico... MALCRIADO


HARAGÁN CONTESTADOR Y... ACOSTUMBRADO-A-HACER-SU-SANTA-VOLUNTAD ¡Y que se fuera preparando! ¡Porque él, tío Herrmann, ya le enseñaría a tener e-du-ca-ción! Bueno, para ser justos, la culpa de todo la tenían su mamá y su papá que, en vez de llevarlo con ellos a Italia y España y otros lugares no menos fabulosos, como lo hacían todos los demás papás cuando salían de viaje, lo habían dejado, a él, un chico de sólo once años, a merced de ese viejo mandamás que se la pasaba gritándole de la mañana a la noche... ¡Manfredo!... ¡MANFREDO!... ¡MANFREDO! ¡Ay, qué ganas de comerlo crudo! Pero su tío no estaba para ser comido crudo, sino que estaba, como siempre, impecable de la cabeza a los pies, pese al calor y la humedad y las moscas zumbando sobre su cabeza. Un alemán de película. Repatingado en su sillón de cuero negro, su tío lo midió de arriba abajo. No, él, Manfred, no estaba impecable de la cabeza a los pies, estaba sudado de la cabeza a los pies y embarrado de la cabeza a los


pies. Bueno, es que había estado jugando a la pelota con el hijo del jardinero. No, no era ése el problema. El problema era que había roto de un pelotazo el rosal preferido del tío. Bah, sólo una ramita. No, sólo una hojita o dos. Pero igual, se había agarrado la cabeza con las manos. No, él no, ni tampoco el hijo del jardinero, ese marica que andaba escondido por ahí, sino el jardinero en persona. Bueno, quién le mandaba tener una cabeza. Y quién le mandaba tener una mujer como la que tenía. Se asomó a la ventana. El jardinero seguía agarrándose la cabeza. No, no se agarraba la cabeza, hundía muy serio la pala en la tierra. ¿Y entonces qué? ¿Qué crimen imperdonable había cometido ahora? Porque sus crímenes eran siempre imperdonables. Bah, qué importa, pensó. Siete días más y sus padres estarían de vuelta. Pero antes... Antes tenía que escucharlo a ese tío suyo, siempre enojado, siempre a los gritos. Bueno, aguantarse, quedarse callado y dejarlo hablar. Lo dejó hablar, pues, hasta que escuchó el nombre del morochito ése... –¡No es verdad! –¿No es verdad qué? –¡Eso! –¿Eso qué?


No contestó, total, para qué. –Andá, ponéte ahí --le ordenó su tío. –¿Ahí dónde? –Ahí junto a la puerta. –¿Y por qué? –Porque sí. Lanzando un bufido, se paró como un soldado al lado de la puerta. –Bien –dijo su tío–. Ahí donde estás vos, ahí también estaba él. –¿Quién? –El Negro, quién otro. La sangre se le subió a la cabeza. sinvergüenza...! –¿Qué te dijo? –Pues... –¡No es verdad! Apuntándolo con el dedo índice:

¡Seguro que ese


–¿Cómo sabés si no me dejás hablar? Pero él sabía. Sabía que el morochito había ido a quejarse a su tío porque él, Manfred, le había dicho... ¿Negro? ¿Negro le había dicho? ¿O algo peor? –¡No es verdad! –repitió, por si acaso. Bueno, para ser justos, lo que le había dicho al pibe ése era... ¡Ya no se acordaba! Pero igual. ¡Que se fuera preparando, ese marica vendedor de diarios! Su tío hablaba... –¡Tío! ...y hablaba... –¡Tío! ...y hablaba... –¡TÍO! –¡Qué!


¿Qué? Pues... ¡Ya no se acordaba! O mejor dicho, sí. ¡Aquella vez que lo mandó al quiosco, a comprar el diario, y el morochito se había quedado con el vuelto! Iba a contarle eso, y varias otras cosas más, cuando tuvo que agacharse, su tío había levantado el brazo para darle un golpe, no, era para encenderse un cigarrillo. Pero igual. ¡Ya vería el marica ése que le sostenía la mirada como si...! ¿Y ahora? ¿De qué hablaba ahora? ¿De un tesoro? Tomándolo de la mano, su tío lo arrastró hasta el hall de entrada y, de allí, escalera arriba, al desván. ¡El misterioso desván siempre cerrado con llave! Se agachó, contuvo la respiración y... ◊◊◊◊◊


Imposible moverse entre las cientas de cosas, de cientos de años. Imposible respirar entre todo ese polvo. ¡Ah, si al menos apareciese una araña venenosa! Lo que apareció no fue una araña, sino una pelota de fútbol número 5, casi nuevita. Iba a pedirle a su tío que se la regalara, cuando... –Tomá –dijo su tío–, te lo regalo. ¡Qué! ¿Le regalaba la pelota? –Pero tomá. ¿Pero qué era eso? ¿Un espejo? –¿Lo querés? ¿Para qué quería él un espejo? –No, yo quisiera... –Pues entonces, no. Estaba loco, su tío, más loco que una cabra. ¡Querer regalarle, no una pelota, o siquiera unos botines, o al menos una camiseta de Ríver, sino...! ¡Un espejito!


A continuación, su tío abrió una especie de valijón mugriento, sacó de adentro un papel no menos mugriento y... –Aquí está –dijo. Era el plano de algo. Bah, otra porquería más. Porque todo allí era una porquería. Arañas, telarañas, polillas, basura. Era preferible mil veces la biblioteca, con su olor a encierro. De vuelta en la biblioteca, su tío no se repatingó en el sillón de cuero para medirlo de arriba abajo, ni tampoco para gritarle nada, ni tampoco para sermonearlo de arriba abajo, sino que fue derecho a la ventana, corrió la cortina y... ◊◊◊◊◊


¡Igual que en el cine! Polvillo a contraluz. Y la blanca, redonda cara de su tío. Hablando, qué otra cosa. Esta vez de... ¿Un castillo? Estaba loco, su tío. ¡Primero, un tesoro, y ahora, un castillo! El castillo de Landlade. O Landadle. O Landalde. Un castillo del cual él, Herrmann, era el dueño. Retrocedió asustado. ¿Dueño de un castillo? ¡Estaba loco, su tío! ¿Y dónde quedaba el castillo ése? –En Patagones. –¿Dónde? –¡Patagones! ¡Ignorante!. Dicho lo cual, descolgó un mapa de la pared. Un mapa de la República Argentina. Su dedo índice bajó derecho en diagonal por la provincia de Buenos Aires, hasta detenerse en Río Negro. Pero eso era... ¡La Patagonia!


Su corazón pegó un respingo. ¡La misteriosa Patagonia! ¡Con un gran castillo! ¡Alto, inconquistable! ¡En medio del desierto! Su tío le apretó la mano, para que prestara atención. Él prestaba atención, mucha atención. Esa misma noche, le dijo, apretándole fuerte la mano, esa noche viajaría a Patagones. –¿Yo? –Sí. –¿Esta noche? –Sí. –¿A Patagones? –Sí, con el plano para encontrarlo. –¿Encontrar qué? –¡El tesoro! –¿Es un cofre...? –¡Shhh! –¿...con joyas?


–¡Shhh! Pero él, Herrmann, desgraciadamente no podría acompañarlolo. –¿Por qué? –Porque no tengo tiempo. –¿Entonces yo...? –Sí, vas a ir solo. La cabeza le daba vueltas. –¿Un castillo? –Exacto. –¿Un tesoro? Su tío se irguió cuán grande era. –¡Basta ya! Llevaría alguna ropa, no mucha, y una carta para su hermano, un tal Moritz. –¿Es cómo vos? –se le ocurrió preguntar. –¿Como yo qué?


–Es decir, malo, bueno... –Mirá –la cara de su tío se ensombreció–, mejor no hablar. Tiene un almacén de ramos generales. ¿Sabés lo que es? –Sí. –Bueno, hay quienes dicen que anda en cosas raras. –¿Qué cosas raras? –Contrabando, esas cosas... –¿Y por qué? –¡Vaya a saber! Culpa del socio, pienso. ¡Pero ahora, basta! Manfred se cuadró. –¡Sí, mi general! –¡No te hagás el gracioso! –¡No, mi general! –¡Y escuchá bien! –¡Sí, mi general! –¡Te doy cuarenta y ocho horas!


–¿Para qué? –¡Para encontrarlo! –¿Al tío? –¡AL TESORO! La cabeza le daba vueltas. Y más vueltas le dio, al enterarse de que el morochito, ese nene flacucho y cobardón, viajaría también, sólo que un día después. –¿Qué es? ¿Una carrera...? –¡Una carrera! –¿...entre los dos? –¡Entre los dos! –¿Y el tesoro? –¡Del primero que lo encuentre! Se agarró la cabeza, para que no se le volara. –No te quejés –dijo su tío, poniéndole una mano en el hombro– Te doy un día de ventaja. –¿Y por qué?


–Porque no sos tan rápido. –¡No es verdad! –Ni tan inteligente. No es verdad, iba a decirle otra vez, cuando... –¡Vení, acompañáme! De la biblioteca al escritorio, también feo y oscuro, pero al menos sin olor a encierro. Su tío se sentó, garabateó algo en un papel, escribió unas líneas en otro papel, puso el segundo papel en un sobre, escribió un nombre y una dirección, y le entregó el sobre. Decía: "Para el Sr. Moritz Rattenberg", más la dirección y el nombre de la ciudad. Carmen de Patagones. ¿Pero qué era eso, una ciudad o una mujer? Finalmente, le dio el papel, con unas líneas garabateadas. El corazón le galopaba en el pecho. No veía el momento de subir al ómnibus, bajarse en Patagones, entrar al castillo, desenterrar el tesoro y dejar una nota para el odiado Negro, una nota diciendo:


"Volvéte a pie aquí no hay nada". O mejor aún: "Ánimo que hay más tesoros en alguna parte". Así pensando, no se dio cuenta de que su tío había desaparecido. Dos horas después, su tío volvía para entregarle otro sobre, esta vez con el pasaje. Asiento 13, ventanilla. –¿Trece? –Tragó saliva– ¿No había otro? –¡No! Se cuadró e hizo la venia: –¡Sí, mi general! Tuvo que hacerse el bolso solo. Es que su tío estaba con la cabeza en otra parte. Más tarde, lo encontró viendo televisión. Ni lo miró. Tampoco lo acompañó a la terminal. Bueno, mejor así. ¿Cómo decía su papá? Más vale solo que mal acompañado. –Más vale... –comenzó, pero se detuvo. –¿Qué? –Nada. –No, decí, ¿más vale qué?


–Más vale pájaro en mano que muchos volando –dijo, recordando otra frase de su papá. Al pedirle dinero para el taxi, su tío meneó la cabeza. –¿No? –¡No! Dicho esto, sacó del bolsillo tres monedas de cincuenta centavos. Para viajar en colectivo, le dijo. Y un billete de cinco pesos, por las dudas que... ¡Cinco pesos! ¡Eso era un chiste! Pero se calló la boca. Tras decirle dónde tenía que bajarse, su tío lo miró fijo. –¿Sabés una cosa? –No. –Te le parecés. –¿A mi tío? –No, al Negro. ¡Eso era como pegarle una cachetada! Pero igual, se sentía feliz y contento. ¡En dos días, o antes, estaría de vuelta! ¡Sus padres lo


recibirían como a un héroe! ¡Y ya no vería nunca más a ese viejo insufrible! Puso todo en el bolso –el plano del castillo, la hoja con las instrucciones y la carta para el "tío Moritz". Hecho esto, tiró el bolso al aire y lo atajó al vuelo. ¡Qué alegría, mi Dios! Se detuvo, perplejo. ¿Dios? ¿Era verdad eso que siempre decía su mamá? ¿Que Dios lo miraba desde lo alto? Bah, qué me importa. Se encogió de hombros y salió corriendo. ◊◊◊◊◊


El viaje no empezó muy bien, mejor dicho, empezó muy mal. 1º: uno de los choferes, un gordo pelado de lo más antipático, le ordenó que dejara el bolso en la baulera. 2º: en el bolso estaban el plano, las instrucciones y la carta para el “tío Moritz“. Y bueno, pensó resignado. A su lado fue a sentarse un tipo de lo más raro: cara blanca como un papel y un bigote finito como... El ómnibus ya se había puesto en marcha. Afuera, el mar de luces de la gran ciudad. Adentro, los pasajeros acomodándose en sus asientos. Su compañero de asiento hojeaba una revista. No muy joven, ni tampoco muy viejo, con su bigote finito como una antena, o más bien como una lanza apuntándolo cada vez que giraba la cabeza para mirar afuera. Uf, qué aburrimiento. Ahí venía uno de los choferes, no el gordo, sino el flaco, ofreciendo alfajores. Tomó dos, de chocolate y vainilla, y los metió en un bolsillo de la campera. Uf, qué aburrimiento. Afuera, luces, calles, casas... Y adentro... Ya era hora de que pasaran la película, porque sino... El bus tenía una marcha ronroneante que lo fue adormeciendo. Se despertó cuando ya daban la película. Lágrimas, besos, más lágrimas, más besos, el último


tan largo que de nuevo cayó dormido. Soñó con un desierto. En medio del desierto, un castillo. Y en el castillo, un hombretón barbudo que lo perseguía. Él corría, escalera arriba, escalera abajo, abría puertas, se perdía en mil laberintos. Y el barbudo detrás pisándole los talones... Despertó empapado en sudor. La calefacción no podía ser, era verano. Miró por la ventanilla, cabeceó varias veces y otra vez cayó dormido. Pero esta vez no tuvo ningún sueño. Al despertarse, el bus estaba parado en medio de un yuyal. Los dos choferes se habían bajado. Uno de ellos volvió en busca de herramientas. Qué pasa, le preguntó a su compañero de asiento. El bigotito no se movió. Repitió la pregunta. El bigotito se movió, aunque sólo un poquito. Entonces, se acordó. –¡El Negro! –exclamó. El bigotito lo apuntó derecho al corazón.. –¡Me va a ganar! El bigotito tembló, como diciendo “no entiendo“. Algo lo impulsó a contarle su historia. No toda la historia, es claro, sólo lo referente al tesoro y el plano.


El tipo no parecía muy interesado. ¿Patagones queda lejos? preguntó él, para cambiar de tema. Unos cuatro kilómetros, oyó que alguien decía. ¿Sólo cuatro kilómetros? Saltó al pasillo apoyándose en el hombre, que no salía de la sorpresa. Los choferes hurgaban en el motor trasero. Pidió su bolso. ¿Estás loco? le dijo el gordo, acá no podés bajarte. ¿Y cuánto tardarían en llegar? Una hora, en el mejor de los casos. Sino, tendrían que esperar el coche de relevo. Empujó a un lado primero al gordo y después al flaco. ¡Permiso, permiso! Saltó afuera y salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad. ◊◊◊◊◊


Corrió por la ruta reverberante de luz. Después, se internó en un campo de matas espinosas. Hasta que la tierra empezó a temblar. Truenos a la distancia y una nube de polvo que lo fue envolviendo. Rodó como una pelota. Una ráfaga lo lanzó hacia arriba y otra ráfaga lo arrojó a tierra. Sus manos resbalaban sobre objetos duros, cortantes. Rodó, voló, giró en redondo. Ya se sentía caer, cuando salió disparado para adelante. Rodó, voló y rebotó como una pelota. Espinas de arbustos se clavaban en su cara y en sus manos, piedras filosas le desgarraban la ropa. Ya le faltaba el aire, ya se asfixiaba, cuando todo cesó tan repentinamente como había empezado. Tirado entre los yuyos, sentía un dolor punzante en todo el cuerpo. Le costó abrir los ojos pegoteados de tierra. Bruma por todas partes. Lentamente, la bruma fue adquiriendo vagos contornos. Una hilera de álamos... Una tranquera... Un espejo de agua... Se tendió en el suelo duro como piedra. Durmió un rato y se despertó con hambre. Pero ya no tenía los alfajores, ni tampoco la campera donde los había guardado.


Se levantó y fue hasta la tranquera. A su espalda, el campo con sus matas y arbustos, a su frente, árboles y una casa de ladrillos sin revocar. ◊◊◊◊◊


Parado en la tranquera, un muchacho bajito, de pelo ensortijado. El muchacho lo miró con mala cara. –¡Por fin! –dijo–Ya creíamos que te habías muerto. ¡Qué! ¿Lo esperaban? ¿A él? Con un brusco ademán, el muchacho le ordenó que lo acompañara. El chacarero, un viejo con un tremendo mostachón y una cara aún más agria que la de su tío, tomaba mate en la entrada de la casa. Pegaba sorbos a la bombilla con rítmicos cabeceos. –Acá lo tenés –dijo el muchacho. –Ajá –gruñó el hombre– ¡Otra vez! ¿Otra vez qué? El muchacho se acercó al hombre y le dijo algo al oído. –¡Sí, tenés razón!– dijo el chacarero– ¡Borracho! ¡Qué! ¿Borracho? ¿Él? –¿Yo?


El puñetazo lo tiró al suelo. Primero vio las estrellas, después vio todo negro. Se levantó tambaleante. –¿Y quién sinó? –gruñó el chacarero– ¿O no sos el Negro acaso? ¿El Negro? ¿Lo confundían con el Negro? Nuevamente, el muchacho se acercó al hombre para decirle algo. –Sí, tenés razón, la misma porquería que el viejo. Eso ya era demasiado. –¡Le juro que...! El puñetazo lo mandó de nuevo a tierra. No vio las estrellas, vio todo negro. Gusto a sangre en la boca. Esta vez, tardó en levantarse. –¡Borracho! –dijo el muchacho. –¡Borracho y haragán! –añadió el hombre– ¿A qué hora te dije que vinieras? –¿Yo? –¡Sí, vos! ¡Contestáme! ¿A las ocho?


–Sí –dijo por decir algo. –¿Sí qué? –Pues... sí. El chacarero echaba chispas. –¡Sí, señor! –Sí... –¡Señor! –Sí, señor. –¡Escucháme! –Sí. –¡Sí qué! –Sí, señor. –Para las tres, tiene que estar todo listo. –Pero yo... El golpe casi le hace saltar los dientes. Saltaron las lágrimas. –¡Vení! –le ordenó el muchacho, desde un tractor.


Fueron avanzando a lo largo de una acequia. Entre lágrimas, quiso explicarle al muchacho lo que había pasado. –Recién vengo de Buenos Aires y... El muchacho se volvió con ojos llameantes. –¡Seguí hablando y te mato! Tomaron por un camino bordeado de tamariscos. Al fondo, el río, al costado, cuadros de tomate. El tractor se detuvo. A sólo unos metros, una niña con el brazo levantado. Piel oscura, grandes ojos negros. Todavía abombado por los puñetazos recibidos, se acercó a la niña. –¡Qué pinta que tenés! –le dijo ésta a modo de saludo– ¿Qué te pasó? Y como él se quedara callado, continuó: –¡Si no querés hablar, andá a trabajar, que se hace tarde! –¿Y por qué? –¿Por qué? –La niña no encontraba las palabras– ¡Yo te voy a decir por qué!


–Sí, decíme.. –¿Querés saber? Pues... ¡Porque ya hace tres horas que estamos cosechando, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo! Unas hileras atrás, una mujer con el pelo caído en la cara. A su lado, un chico, también de su edad, y un hombre. Cabeza gacha, manos yendo y viniendo, de la planta al cajón, un, dos, un, dos... Él ardía en ganas de contar su historia. Pero no, pensó, ahora mejor no. La niña –se le ocurrió que se llamaba Rosa– siguió con su trabajo de cosechar tomates. Y como el hombre no dejaba de mirarlo, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar él también. Se daba vuelta, miraba lo que hacía Rosa y después hacía lo mismo. Pronto, ambos competían a ver quién cosechaba más. No, el que competía era él, ella parecía ajena a todo, muy seria, su brazo yendo y viniendo, de la planta al cajón, un, dos, un, dos... Pese al dolor de cabeza y al gusto a sangre en la boca, sólo pensaba en una cosa y era ganarle a Rosa. No había acabado de llenar un cajón, cuando ya llenaba el siguiente. Al mediodía, la cabeza empezó a darle vueltas. Ejércitos de mosquitos se abalanzaron sobre él. El calor le achicharraba los sesos.


La sola vista de los tomates, su olor penetrante, le daban náuseas. Los tomates a veces caían en el cajón, otras, en el suelo. El brillo feroz del sol, el zumbido de los mosquitos, el mareo en aumento, hicieron que la tierra girara bajo sus pies, que el cielo girara sobre su cabeza, y que todo, cielo y tierra, terminaran girando como un carrusel enloquecido. ◊◊◊◊◊


Al salir del desmayo, todo seguía igual a su alrededor. El chico alzó la cabeza, una sola vez, para mirarlo y lanzar un escupitajo. Se levantó tambaleante, se sacudió el polvo de la ropa y siguió con su trabajo. Llegado el mediodía, apiló con Rosa los cajones debajo de unos nogales. De allí, fueron al galpón, a almorzar. Sudados, silenciosos, los peones pasaron a su lado sin mirarlo, no así la mujer, que lo midió de arriba abajo con cara de muy pocos amigos: –¿Qué te pasó, Negro, que andás tan golpeado? ¿Negro? ¿Era posible que lo confundieran con el Negro? Se sentó junto a Rosa, al final de una largo tablón que hacía de mesa. Al lado de Rosa, el chico de los escupitajos. Quizás era su hermano. Lo cierto era que no dejaba de mirarlo, siempre lanzando escupitajos. Comieron en silencio los fideos con salsa. Para beber, sólo agua. Seguía mareado, no conseguía pinchar los fideos, que salían disparados en todas direcciones. Rosa le mostró su brazo y vestido salpicados de salsa. –¡Mirá lo que hacés! –De nuevo, no encontraba las palabras– ¡Borracho! – y se levantó de la mesa.


¡Borracho! ¡Y sólo había bebido un trago de agua! Tenía la impresión de que todos lo miraban. También el chico, que al terminar de almorzar, se levantó, pasó a su lado, y: –¡Negro haragán! ¡Borracho! –le dijo, dándole un golpe en la cabeza. ¡Yo no soy el Negro! ¡Tampoco soy un haragán ni un borracho! quiso gritar. Pero se contuvo. –¿Qué te pasó, Negro, que andás tan magullado? ¿Quién le hablaba? Ah, el morochito aquél, en la otra punta de la mesa. Iba a contestarle como debido, cuando... –Mírenlo! –exclamó alguien, señalándolo a él– ¡De tal palo, tal astilla, toma el vino de la canilla! Cuchicheos, risas. –¿Quién te pegó? ¿Fue el patrón? –dijo uno. –¡Todavía me acuerdo de cuando me dio una paliza! –dijo otro. –¡Decí, Negro! ¿Te emborrachaste otra vez con tu viejo?


Quiso contestarle como debido, pero le faltó la voz. La rabia en su pecho era como el fuego de un volcán. –¡Confesá! ¿Cuántos litros te tomaste? Risas, cuchicheos. Se levantó, los ojos llameantes: –¡Ustedes...! Pero entonces le volvió el mareo. –¿Qué pasa con nosotros? –¡Salí de acá, inservible! –¡Haragán! –¡Borracho! Ciego de furia: –¡Ustedes...! –comenzó. La cabeza le daba vueltas, más y más rápido. –¡Hablá, te escuchamos! Salió del galpón casi a ciegas.


Manos queriendo atajarlo, zancadillas. Un puñetazo en el hombro le hizo ver las estrellas por segunda vez. –¡Borracho! –alcanzó a escuchar, mientras corría hacia el tomatal. Tan cansado se sentía, que quería echarse a dormir debajo de uno de los nogales. Pero mejor no, pensó, porque entonces le dirían borracho, haragán y qué sé yo cuántas cosas más. Mal que bien, recomenzó su trabajo sintiendo que todo el mundo lo miraba. Peor aún eran el calor y los mosquitos. Se pasó el brazo por la frente mojada de sudor. Ciego del sol, tapado de mosquitos, tiraba los tomates con rabia en el cajón. Finalmente,

el

sol,

los

mosquitos,

el

cansancio,

la

luz

enceguecedora y el calor acabaron con sus últimas fuerzas. Sus brazos se movieron más lentos, se tambaleaba como un borracho. ¡Como un borracho! Su cabeza giraba enloquecida. Para no caerse desmayado, se sentó en el suelo. Rosa... ¿Era Rosa quien le hablaba? Rosa... Como hundido en un sopor... Se tendió en el suelo bajo el sol quemante, pero...


¿Quién lo estaba sacudiendo? ¿O era idea suya? No conseguía abrir los ojos. Sí, alguien lo estaba sacudiendo. Abrió un ojo y vio medio cuerpo de hombre. Abrió el otro y vio el cuerpo entero. Un tremendo corpachón, rematado por una cabeza con tremendos mostachos. ¿El chacarero? No conseguía ver claro, tampoco al muchacho, con su cambiante mueca, de fastidio, de asco, de fastidio... Sintió que lo agarraban de los hombros para descargar en su cabeza, en sus hombros, en su espalda, un mazazo. Y otro. Y otro más. El hombre parecía como enloquecido: –¡Tomá, porquería! Se tapó la cabeza con las manos. Pero alguien se las apartó. Y llovieron más golpes. No quería llorar, pero lloró. –¡Déjeme hablar! –logró decir entre golpe y golpe. El hombre se detuvo. –¡Hablá, pues! –¡Mi tío...! –¿Qué pasa con tu tío?


–¡Es el dueño...! –¿Dueño de qué? –¡Del castillo! Los golpes se redoblaron. –¡Borracho! –¡Haragán! A los golpes, siguieron las patadas. Sintió que se doblaba en dos y que volaban cinco, diez, todos sus dientes. Y de nuevo cayó a tierra. Confusas imágenes en su cabeza. Desfile de rostros, unos conocidos, otros, no. Como en una película. Ahora lo llevaban a lo alto de una montaña. Ahora lo tiraban montaña abajo. Abajo, un pelotón de fusilamiento. ¡Fuego! Campo cercado por las llamas. Él corría, tropezaba, se laceraba la piel. El aire quemante, el humo le cortaban la respiración. ¿Se va a morir? Voz quejumbrosa, de mujer. ¡No! dijo él, sin dejar de correr. ¡No, no! Despertó a los gritos, en la cama revuelta.


–¡Pobrecito! ¿Se va a morir? Misma voz quejumbrosa, de mujer. Y una voz de hombre: –¡No hablés pavadas! Aliento apestoso, a cebolla y ajo. Abrió despacio un ojo. Inclinada sobre él, la mujer del tomatal. Pasándole por la cara la mano rugosa con olor a cebolla: –¿No te decía? –¡Qué! –¡Que no es el Negro! –¿Y quién es? –preguntó el hombre, el mismo del tomatal. –Un rubio. –¿Un rubio? –Sí, todo golpeado. –¡Ahora entiendo! –exclamó el hombre– ¡Sólo a un rubio se le ocurriría cosechar tomates verdes!


Volviéndose hacia la niña en la entrada del rancho, la misma del tomatal: –Lleválo a la acequia, que se lave un poco –dijo la mujer.. Al bajarse de la cama, sintió que se caía. La mujer lo sostuvo. Afuera, amenazaba llover. Llegados a la acequia, Rosa le pidió se quitara la camisa manchada de sangre. El agua era clara y fría. Bebió unos sorbos. Rosa se echó a reir. –¿Por qué te reís? –le preguntó, mientras se ponía otra vez la camisa. –¡Porque no sos el Negro! –¡Claro que no! –¿Y quién sos? Entonces se acordó de todo: de su tío, del viaje a Patagones, del ventarrón, de la chacra, del chacarero, de los golpes que le habían dado, del castillo y... ¡del Negro! –¡El Negro!


Rosa retrocedió asustada. Es que no sabía... ¡No sabía que el Negro le iba a birlar el tesoro! Quién sos, le había preguntado Rosa. Su respuesta fue salir corriendo. ◊◊◊◊◊


Corrió sin importarle pisar en su carrera la verdura recién regada. Llegado a la tranquera, oyó voces detrás suyo llamándolo. ¿Qué querían de él? ¿Matarlo, golpearlo? ¡No! gritó, sin dejar de correr. Terminó envuelto en la nube de polvo que él mismo levantaba. Se detuvo para tomar aliento. A pocos metros, un puente ferroviario. Más allá, casas, calles, postes de alumbrado. Aquello era... ¿Patagones? ¡Sí, Carmen de Patagones! Se escondió entre unos yuyos. Primero, no pasó nadie. Después, pasaron uno, dos hombres. El sol fue girando, hasta quedar suspendido sobre su cabeza. Los ojos le ardían del sudor. Se los frotó, bostezó, se tendió en el suelo. Y se quedó dormido. Se despertó tiritando. Ya era de noche. Olor a orina y mugre. Junto al puente, una fogata y un tipo barbudo absorto en la danza de las llamas. A su costado, un perro. El perro alzó la cabeza. También el hombre alzó la cabeza. –Hola, vos, ¿qué hacés acá? Sin responder, Manfred retrocedió unos pasos.


–Vení, acercáte. Y, contáme, ¿qué hacés? Manfred siguió retrocediendo. El hombre se levantó blandiendo una botella. –Vení, contáme. Retrocedió otro poco hasta dar contra el puente. Botella en mano, el hombre se acercó tambaleante. –¡Contáme, che! ¡No te vayás! ¡Y vos, Negro, quieto, si no querés ligarte una patada! Como el animal no obedeciera, el hombre le largó la patada prometida. –¡Negro sinvergüenza! gritó Y le largó una segunda patada. Adelantándose: –¡Usted...!―gritó Manfred. Estaba furioso recordando los puntapies que había recibido en la chacra. El hombre revoleó la botella.


–¡Quién sos vos para...! También el perro empezó a gruñir, no sabía bien si a él o al hombre. Éste avanzó en zigzag, siempre blandiendo la botella. Manfred vaciló un segundo, luego salió corriendo. El ruido de su respiración se amplificaba en el silencio de la noche. Dobló la esquina. A su frente, el cielo surcado de relámpagos. Y a su lado... ¡El perro! Tamaño mediano, pelo negro. Ahora bien, si el perro estaba allí, el dueño no podía andar lejos. Dobló otra esquina, con el perro trotando a su lado. –¡Fuera, Negro! Un trueno, como un cañonazo, hizo vibrar el asfalto. Bajo un árbol bañado por la luz de un farol, un banco partido en dos. Pero igual. Él sólo quería dormir. Que el barbudo lo encontrara, o no, le daba lo mismo. Lo despertaron las gotas de lluvia que en lenta sucesión caían de la copa del árbol. Ya era de día. Los hilos de lluvia se transmutaban en un vapor plateado a la luz del farol que seguía encendido. Se pasó la


lengua por la boca. No le faltaba un solo diente. Pero el gusto a sangre seguía. El perro a su lado abrió los ojos y los volvió a cerrar. Una mujer se asomó a la ventana para sacudir un mantel. Manfred le preguntó si conocía a un tal Rattenberg. –¿Cómo? –Rattenberg. –No, ¿dónde vive? –No sé. –¿Cómo dijiste que se llama? –Rattenberg. –Yo sólo conozco a un tal Ratengo. –No, Rattenberg. –No, a ése no lo conozco. Siguió caminando, hasta dar con una calle más ancha. La lluvia había amainado. Apuró el paso. En la esquina, un hombre tapándose la cabeza con un diario. Le preguntó si conocía a Rattenberg. El hombre siguió de largo. Repitió la pregunta.


–¿Quién? –preguntó el hombre, sin darse vuelta. –¡Rattenberg! –¿Ratengo? –¡No, Rattenberg! –No, no lo conozco. En la esquina siguiente, una mujer le dio vagas indicaciones. Que siguiera derecho hasta Perito Moreno y ahí... Hizo como le había dicho la mujer. Fue hasta Perito Moreno y dobló a la derecha. El perro a veces iba delante suyo, otras a su lado. Pero casi siempre iba delante suyo, como enseñándole el camino. Cruzó una calle de tierra. Al fondo, el río envuelto en bruma. La lluvia arreció. A un muchacho en bicicleta, le preguntó si conocía a Rattenberg. –¿Quién? La lluvia le azotaba la cara. –¡Rattenberg! –¿Ratengo?


–¡No, Rattenberg! –No, no lo conozco. Mientras se alejaba, sentía la mirada del muchacho en su espalda. Estaba tan cansado, que se hubiera echado a dormir ahí mismo, en medio de la calle. Lo que hizo fue sentarse en el borde de la acera. Entonces reapareció el muchacho. Pedaleaba con fuerza, sin dejar de mirarlo. Volvió la cabeza una última vez, antes de perderse de vista. A esa hora temprana, le costaba pensar. Todo era una bruma. Y en medio de la bruma, un papel. Con un nombre, Moritz Rattenberg, y una dirección. Siguió caminando y, al doblar una esquina, casi se lleva por delante al letrero mecido por el viento: M RAT EN ER – R MOS G N RAL S Tienda grande, ruinosa, como el letrero que amenazaba con venirse abajo. Era imposible que su tío viviera allí. ¿Pero dónde entonces? Siguió camino, siempre en línea recta, hasta la plaza. Bordeaban la plaza un edificio de varios pisos, una iglesia con dos torres y la Municipalidad.


Repentinamente, la lluvia cesó. Fue hasta un quiosco. –¿Ratengo decís? –preguntó el quiosquero. –Sí. El hombre le mostró un chalé enfrente de la plaza. ¡Ahora sabría por fin quién era el famoso Ratengo! El. chalé tenía delante un jardincito sin plantas y un buzón con el nombre “M. Rattenberg“. Tocó el timbre, una, dos veces. Se asomó una mujer. Él conocía a esa mujer. Era... Trató de hacer memoria. Boca torcida, ceño fruncido. Era... ¡Sí, era...! Quiso salir corriendo, pero estaba como clavado en el suelo. –¿Qué querés? ¿Qué quería? Pues... ¡Ya no sabía! O, mejor dicho, sí. –¡Vengo a verlo a mi tío! –¿Qué tío?


–¡Mi tío! –¿Y vos, quién sos? ¿Quién era él? Pues... ¡Ya no sabía! O mejor dicho, sí. –¡Soy el sobrino y...! La mujer no lo dejó terminar: –¡Salí de acá, vos!. De buena gana se hubiera ido. Pero seguía como clavado en el suelo. Volvió a tocar el timbre. La mujer empezó a dar gritos y él también, para que se callara. Afuera, se habían parado dos o tres curiosos. El perro les mostraba los dientes. Él, por su parte, no dejaba de tocar el timbre. Y la mamá de Rosa gritaba, o quizás no gritaba, sino que él creía que gritaba. Finalmente, se abrió la puerta y apareció un tipo grandote, barbudo y en pijama. Manfred se abrazó a él como a una tabla de salvación. Los curiosos en la calle ya eran cuatro. –¡Dónde, dónde!


Era un agente que venía corriendo. Sudoroso y jadeante, dudaba si llevárselo a él, o al hombre, o al perro, o a los tres juntos. –¡Basta! –tronó el hombre en pijama, mientras le daba un empujón para sacárselo de encima. A la mujer le dijo que entrara, y al agente, que podía irse. El agente miró en su torno, sin saber qué hacer. Los curiosos ya eran seis. Tres estaban a favor de que se quedara, y tres, de que se fuera. El agente se encogió de hombros, el perro le gruñó y el agente optó por irse. El barbudo miraba a Manfred como a un marciano. La mujer se disponía a intervenir, cuando Manfred se le adelantó: –¡SoyManfredsusobrinoydebohablarle! –¡No entendí nada! –dijo el barbudo. –Soy Manfred... –Aquí tomó aliento– Y debo hablarle. –¿Manfred? ¿Qué Manfred? –¡Su sobrino! –¿Mi sobrino?


–¡De su hermano! –¿Qué hermano? –¡Su tío! –¿Mi tío? –¡No, mi tío! –gritó Manfred, al borde de las lágrimas. –¿Qué tío? –¡Herrmann! –¿Herrmann? El hombre se rascó la cabeza. –¡Ahora entiendo! ¿Y vos? –¿Yo? –¡Sí, vos! ¿Quién sos? Afuera, la mujer le explicaba a la gente que él, Manfred, era, o decía ser, el sobrino de vaya a saber quién. –Por favor, tengo que hablarle –suplicó Manfred. –¡Pues acá me tenés!


–A solas. –¿Y por qué? –Por favor... Su tío vaciló: –Bueno, entrá. Pasaron a una habitación pequeña, con unos cuadros bastante tétricos y un escritorio inundado de papeles. Su tío se sentó detrás del escritorio. –¿Y? Contá. ¿Contar qué? ¿Todo? ¿Un poco? Acabó contándolo todo. Su tío escuchó, primero ceñudo, después, con una sonrisa. Pero al levantarse, ya no sonreía. –Suena medio increíble ¿no te parece?–comentó. –¡Pero es verdad! No, a juicio de su tío lo habían engañado de lo lindo. .


–¿Acaso lo viste, al famoso castillo? –Todavía no, pero... –¿Y si te digo que es un caserón que se viene abajo? –¡No es verdad! –¿Cómo podés decir que no es verdad, si ni siquiera lo conocés? Por lo visto, este tío de Patagones no era menos loco que su tío de Buenos Aires. –¿Sabés de quién es? –¿El castillo? –Bueno, si así te parece, el castillo –dijo su tío, condescendiente–. ¿Sabés de quién es? –No, es decir... ¡Sí! –¿De quién? –¡De mi tío! –Se corrigió– ¡De mi otro tío! –¿Quién te lo dijo? –¡Él me lo dijo!


–¿Él? –Su tío se infló como un globo a punto de reventar– ¡Escucháme! Él puso cara de escuchar muy atentamente. –Hace quince años, un tal Landalde, un policía que era el dueño de eso que vos llamás “castillo”, entró en deudas y quiso venderlo. Yo mostré interés, quería hacer de eso un hotel. Llamé a mi hermano, a ver si le interesaba. Me dijo que sí, que le interesaba. Entonces fui y me pasé una tarde regateando el precio. ¡Y finalmente, lo compré! –Dando un bufido– ¡Para qué! –¿Qué pasó? –Pasó que tu tío se viene un día a Patagones, mira la casa, dice oh, qué linda, y después me dice, tan campante, un hotel, no. Así como escuchaste, un hotel, no, me dijo. Terminamos peleándonos. –Mirándolo muy fijo– ¡Es un soñador, tu tío! –¿Mi tío? –¡Tu tío! ¿O no sabés lo que es un soñador? Alguien como vos, que sueña con un castillo y un tesoro y esas cosas. –¿No existe? Digo, el castillo. –¿Qué castillo?


–¿Y el tesoro? –¿Qué tesoro? –Su tío se echó a reir– ¿Realmente creés que aquí hay un tesoro? –Se rió otra vez– ¿Quién te metió en la cabeza tamaño disparate? –Mi... Se calló a tiempo. –¡Ya sé, tu tío, es decir, mi hermano! –No... –¡Calláte! –ordenó su tío– ¿O no ves que se está burlando? ¡De vos, de mí, de todo el mundo! ¡Si lo conoceré! Hace años que andamos peleados. –¿Por qué? –preguntó Manfred, retrocediendo al mismo tiempo, porque la mole de su tío amenazaba desplomarse sobre él. –¿Por qué? Porque somos muy distintos... Y vos, ¿lo querés? – preguntó a quemarropa. –¿A quién? –A tu tío.


–No. Lamentó haberlo dicho, pero dicho estaba. –¿Sabés por qué? –Su tío se apuró a dar la respuesta– Porque es un hombre... –se tocó la frente– un poco loco. ¡No, loco del todo! – Sentándose otra vez– ¿Podés creer que estos días llaman a la puerta y...? ¡Adiviná quién era! –¿Mi...? –¡Tu tío, sí! Tío Herrmann se había ausentado para viajar a una ciudad del interior. Eso lo sabía. ¿Pero a cuál? Eso lo sabía ahora. ¡A Patagones! –Me dijo, tu tío, que había venido a ver no sé qué cosa del famoso “castillo“. Yo le hablé de que lo vendiera. Pero él no quiso saber nada. –¿Por qué? –¿Por qué? Porque, como ya te dije, es un soñador. O, vaya a saber, quizá porque... –Aquí largó una risa medio siniestra– ¡Porque quería verlo al fantasma! –¿Un fantasma? Sin contestar, su tío continuó:


–Cuando le pregunté por qué quería ir al castillo, se calló la boca. Y punto. También Manfred se calló la boca. Por lo visto, todos los tíos, de aquí, de allá y de todo el mundo, eran la misma cosa. Un poco gritones y otro poco locos. Aunque éste al menos sonreía y andaba en pijama. Y además, no le mentía. Porque tío Herrmann le había mentido. ¿O...? No tuvo tiempo de pensar en el asunto, porque sonó el teléfono. Su tío atendió. Durante varios minutos, no dijo otra cosa que "sí, sí" y “bueno, bueno“. Después, colgó y lo miró fijo, como tratando de adivinar sus pensamientos. –Veo que te gusta leer. –Sí. –¿Y qué leés? ¿Novelas? –Sí. –¿De aventuras? –Sí. –Bueno, escuchá lo que te digo. Leé menos. Demasiada imaginación. Lo mismo que tu...


–¿Que mi tío? –Sí. –Soltando una risa– ¡Un castillo! ¡Con un tesoro! –Soltando otra risa– ¡Nada menos que en Patagones! –Poniéndose serio– Perdonáme. Yo soy un comerciante y no me gusta leer. –¿No? –¡No! Y tampoco me gusta el cine. –¿No? –¡No! Y tampoco la televisión. –¿No? –¡No! ¿Y sabés por qué? Porque yo llamo al pan, pan, y al vino, vino. Por eso, cuando veo un caserón ruinoso, lo llamo caserón ruinoso y no –aquí hizo una mueca– "castillo"... Y que se bañara y se fuera a dormir. Y se cambiara de ropa. ¡La ropa! –¡Tengo la ropa en la terminal! –Pues andá a buscarla –dijo su tío, encogiéndose de hombros.


Dicho lo cual, llamó a la mujer, que seguía hablando con los pocos curiosos que aún quedaban, y le dijo que acompañara “al niño“ a la terminal de ómnibus. La mujer obedeció de mala gana. Salieron a la calle. El perro, que había reaparecido como por arte de magia, iba trotando detrás de ellos. Al llegar a la esquina, tuvo la impresión de que alguien los seguía. Se dio vuelta. No, nadie los seguía. Fuera de una chica que barría la vereda, no había nadie más. En cuanto a la mujer, en todo el trayecto no abrió la boca. Vista de lejos, la terminal no era fea, pero de cerca, lucía sucia y despintada. Adentro no había nadie. Sí, había alguien, un muchacho, el mismo de la mañana. Fumaba un cigarrillo en la otra punta del vestíbulo de entrada, la cabeza ladeada, como tratando de reconocerlo. Se sentaron en un banco, la mujer mirando a su frente y el perro echado entre los dos. A la media hora, llegó el empleado. Manfred preguntó por su bolso y ahí estaba, debajo de unas valijas. El empleado le dio el bolso y también la mano, que Manfred estrechó efusivamente. –Me llamo Manfred –le dijo al hombre–. ¿Y usted?


–¿Yo? –El hombre no encontraba las palabras– Pues... –¡Qué! ¿No sabés quién sos? –le preguntó el muchacho. –¡Sí que sé! –protestó el empleado–. Es decir, más o menos... ◊◊◊◊◊


De vuelta en el chalé, abrió el bolso. Ahí estaba la ropa. Pero, ¿y los papeles? Hurgó entre la ropa. ¡Faltaban el sobre y el plano del castillo! Era para llorar, y lloró. Su tío se apuró a consolarlo. El plano, el tesoro, el castillo eran sólo un sueño, una quimera, le dijo. –Vení, vamos a tu cuarto. Era un cuarto no muy grande que daba al vestíbulo. Y que se bañara y se fuera a dormir. –¿Y el que me robó el plano? Poniéndole la mano en el hombro: –¿Estás seguro de que llevabas un plano? –le preguntó su tío. –¡Sí! ¡Y para que sepas, yo no soy ningún soñador! El baño le hizo bien. Más tarde, en la cama, pensó en el plano. Alguien se lo había robado. ¿Pero quién? ¿Acaso el hombre de la terminal? Después de todo, era un bolso fácil de abrir. La sola idea de que le hubiesen robado el plano lo despabiló. A esa hora, la terminal estaba cerrada. Pero quedaba el castillo. Se vistió otra vez.


Al salir, casi tropieza con la mujer que se iba yendo. Rápidamente, volvió a su cuarto. Pasada media hora, abrió la ventana y saltó afuera. Afuera, lo esperaba el perro. Se agachó para tirarle una piedra. –¡Quieto ahí! –le ordenó. Pero el perro ya había desaparecido. A un chico que pasaba, le preguntó dónde quedaba el castillo. –¿Qué castillo? –¡El de Landalde! –Ah, ése –El chico señaló a la distancia–. ¿Ves ese hombre en la esquina? Bueno, doblá ahí y seguí derecho. Es pasando la higuera. El hombre se alejaba a grandes pasos, perdiéndose en las sombras. Ya iba a llamarlo, cuando entrevió la barba inconfundible. –¡Tío! Echó a correr, pero enseguida tropezó con alguien. Estaba tan fuera de sí, que tardó en reconocerlo, mejor dicho, en reconocerla. –¡Rosa!


–¿Qué hacés a esta hora? –le preguntó Rosa. –¿Y vos? –¡Qué te importa! –dijo Rosa, sacudiéndose el polvo del vestido–. ¡Más bien fijáte por dónde andás! ¿Era posible que no se acordara? –¿No te acordás? –¿De qué? –¡De mí! –Sí, ¿y qué? ¿Y qué? ¡Pues ya era hora de que esa tonta supiera quién era él! ¡Él era Manfred! ¿Entendés? ¡Venía de Buenos Aires! ¿Entendés? ¡Y su tío era era dueño de un castillo! Llegado aquí, Rosa le tapó la boca. –¡Dejáte de mentir! ¡Y nada menos que debajo de un pehuén! –¿Pehuén? –Miró en su torno, extrañado– ¿Pehuén? –¡Bruto, ignorante! ¡Eso es un pehuén!


¡Ahora entendía! ¡El árbol debajo del cual había dormido era un pehuén! –¡Mentiroso! La lista se iba alargando. Borracho... haragán... bruto... ignorante... mentiroso.... ¡Sí, ya era hora de que esa pavota supiera quién era él! ¡Él era MANFRED, venía de BUENOS AIRES y su tío era DUEÑO DE UN CASTILLO! Rosa soltó una risa. –¿Castillo? ¿Qué castillo? ¿Cómo explicarle a esa tonta algo tan clarito como el agua? –¡Un castillo! ¿Entendés? ¡Landalde que lo llaman! Rosa soltó otra risa. –¿Sabés una cosa? –dijo tocándose la frente– ¡Vos estás loco! ¡Loco de remate! Mirá –Señaló un enorme caserón a mitad de cuadra–. Ése es el castillo que vos decís. Que lo perdonara, Rosa, pero eso no era ningún castillo, sino un caserón ruinoso.


–¡Eso no es ningún castillo! –Pues lamento, no hay otro. Iba a contestarle que sí, que había otro, grande, grandísimo, hermoso, hermosísimo, cuando a la luz del atardecer vio a un chico saltando de una de las ventanas del caserón. Su corazón pegó un brinco. ¡Ese chico era...! ¡El Negro! Por un segundo, su corazón dejó de latir. ¿Podía ser? Su corazón latió de nuevo. ¿El Negro? ¿En Patagones? Su corazón dejó de latir. ¿El Negro? ¿En Patagones? ¿Escapándose...? Su corazón latió otra vez. ¿...con el tesoro? ¡Esperáme! –llamó, y salió corriendo.


Pero el otro ya doblaba la esquina. Temiendo que Rosa se escapara también, corrió de vuelta y, efectivamente, Rosa ya no estaba. Qué ciudad más rara, pensó. Todo el mundo desapareciendo. Su tío había desaparecido. El perro había desaparecido. Rosa había desaparecido. El Negro había desaparecido. ¡El Negro! La sola idea de que su rival le birlara el tesoro lo sumió en la más negra desesperación. Fue hasta el portón y trató de abrirlo. Pero el portón no quería abrirse. Bordeando el edificio en busca de una entrada, tropezó con una pila de ladrillos. Cayó al suelo y se levantó con un fuerte dolor en la pierna izquierda. A unos metros, el perro meneaba la cola, que sí, que no. Fue tanteando una a una todas las persianas. La primera no quiso abrirse, la segunda, tampoco. La tercera se abrió. Saltó adentro. Olor a humedad y encierro. Cerró la persiana y avanzó a ciegas hasta chocar con algo. Una pared. Bordeó la pared hasta llegar a una puerta. La abrió. Un corredor daba a una segunda puerta. La abrió también. Dio un paso y otro más y terminó rodando por una escalera de piedra. Su cuerpo pegó contra algo duro. Atrás, en las sombras, la silueta de un bote balanceándose. Se levantó. Le dolía la pierna y también el brazo izquierdo. Dudó entre subir al bote o volver a la habitación. Optó por lo último.


En la habitación, escuchó voces. Quiso escapar, pero más pudo la curiosidad. La puerta rechinó al abrirla. Contuvo la respiración. A la luz de un par de velas pegadas al piso, las siluetas de dos hombres en cuclillas. –Aquí dice... –leía uno de ellos, recorriendo con el dedo una hoja de papel– ...situarse a dos metros y medio de la puerta. El hombre fue hasta la puerta. –¡Dáme el lápiz! –ordenó. –Vení a buscarlo –dijo el otro hombre. –¡Gracias, siempre tan amable! ¿Quién era el que hablaba? ¿Acaso...? Dos pasos grandes y otro más corto. El hombre marcó el sitio con el lápiz. –Perfecto –dijo. –Dejáme ver –dijo el otro, alargando el brazo para quitarle el plano. –Tranquilo, no te pongás nervioso. –¡Vos me ponés nervioso!


–Tranquilo –repitió su tío–. Dejáme ver... Aquí dice... Veinte pies a la izquierda... –¿Veinte pies? –La voz remató en un chillido– ¿Qué quiere decir veinte pies? –¿Cómo qué quiere decir? –¡Sí! ¿Pies grandes, chicos, medianos? ¡Oh, qué par de idiotas, pensó Manfred, no saber que un pie son treinta centímetros! –Yo diría –comenzó su tío, muy lentamente, quizá para tranquilizarse y tranquilizarlo al otro– que son pies como los tuyos. O los míos. Pies normales, bah. –¿Te parece? –Sí, me parece. –¿Cuánto calzás? –Cuarenta y cinco. –¿Y eso te parece normal? ¡Mirá! –Se levantó– ¡Esto es un pie normal!


–Vos sabrás –comentó su tío. –¿Cuántos pies dijiste? –Veinte. –¿A la derecha o a la izquierda? –A la izquierda. Fue contando los pasos, siempre de espaldas: –Uno... dos... tres... cuatro... Al llegar a veinte, golpeó con los nudillos la madera del piso. –Aquí no suena a hueco. Dame el lápiz. –¡Imbécil! –exclamó su tío– ¡Son veinte pies, sí, pero a la izquierda¡ –¿Y? –¡Que fuiste a la derecha, no a la izquierda!. –¡No! –¡Sí!


–¡No! Lo que es izquierda para vos, es derecha para mí. Ponéte aquí, a mi lado, y verás que la derecha es la derecha. –Correcto. –Y que la izquierda es la izquierda. –Correcto. –¿Y entonces? –Pues que aquí la derecha es la izquierda –explicó su tío. –¡No entiendo! Irguiéndose cuan grande era: –¡Nunca entendés nada! –dijo su tío y fue contando los pasos, pero en sentido inverso. Uno... dos... tres... cuatro... Al llegar a veinte, golpeó con los nudillos la madera del piso. –Tampoco aquí hay nada. ¡Dáme el lápiz! Llegado a esto, Manfred alargó el brazo, se apoderó del plano y escapó dando un portazo. ◊◊◊◊◊


En la calle, oyó voces, se dio vuelta y tropezó con algo. Se levantó furioso. ¿Quién era esta vez? ¿El perro? ¡Sí, el perro! Movía la cola, que sí, que no. ¡Perro idiota! Le tiró una piedra. Pero la cola continuó moviéndose, que sí, que no. ¡Perro mugriento! Y le tiró una segunda piedra. Entonces sí, se alejó, aunque lentamente, con dignidad. Siguió corriendo, hasta llegar a la gran plaza iluminada. De la plaza, al chalé. Saltó por la ventana abierta. Su mano estrujaba el plano. ¡El plano del tesoro! En realidad, un plano muy sencillo. Mostraba la entrada del castillo, la habitación conocida y la otra, donde había sorprendido a los dos hombres. Tenía dibujada una cruz, que remitía a otra cruz al pie de la hoja, con una nota que decía: situarse a 2 m ½ puer enfrent contar 20 pies a la izq sonar a hueco sino 3 pasos cortos al frente ½media vuelt y 10 largos también al frent suena hueco


levantar mader cuidado material viej ahí está. Memorizó los datos: puerta de enfrente, 2 metros y medio, 20 pies a la izquierda... Rompió la hoja en mil pedazos y los tiró en el inodoro del baño. Unos ruidos lo pusieron sobre alerta. Su tío había vuelto. Se metió en la cama, tapándose hasta la cabeza. Y esperó temblando hasta que, vencido por el cansancio, se durmió. Se despertó en medio de la noche. Alguien se movía en la pieza. La luz de la linterna bailoteaba sobre el el piso y las paredes. Muerto de miedo, oyó el lento abrir y cerrar de cajones y gavetas, el lento rechinar de la puerta del placar. Ahora buscaba algo debajo de la cama. ¿Pero qué? ¿Qué era lo que buscaba con tanta obsesión? ¿El plano? Pero ya la puerta se cerraba de nuevo. No durmió más el resto de la noche. En realidad, no era era tanto su tío, ni su misterioso acompañante, sino su rival, el escurridizo Negro, quien no lo dejaba dormir. Seguro que también él tenía una copia del plano. Y otra cosa más: si había escapado por la parte trasera, era sólo para no ser descubierto por su tío y el otro hombre.


Así, pensando en el Negro y en el tesoro, lo sorprendió la luz del nuevo día. Fue entonces que la puerta volvió a abrirse. ◊◊◊◊◊


La mujer entró llevándose un dedo a los labios. –¿Qué pasa? –susurró él. La mujer se sentó a su lado, en el borde de la cama. –No quiero que se entere –dijo. –¿Quién? –¡Shhh! ¡Tu tío, quién sinó! A la sola mención de su tío, tembló, pese a estar tapado de la cabeza a los pies. Dando un suspiro: –Estoy preocupadísima –dijo la mujer. Pero él estaba con la cabeza en otra parte. –¿Y por qué? –preguntó ausente. –Porque Damián no aparece. ¿Vos lo viste? –¿A Damián? –Sí. ¿No te acordás? ¡El hermano de Rosa! Sacó la cabeza de debajo de la frazada.


–Ah. –¿Dónde puede estar? –No sé. Él no pensaba en Damián, pensaba en el Negro y el tesoro. –Desde ayer que no viene –dijo la mujer. –Ya volverá. –¿Sí, te parece? Estoy preocupadísima. Frunció la nariz, por el olor a sudor, a cebolla y ajo. –Veo que no me escuchás –dijo la mujer. –¡Sí que escucho! –No La mujer se acercó un poco más. –¿En qué andás pensando? El aliento a cebolla le hizo apartar la cara. –En nada –dijo indiferente– ¿Por qué? –Vos estás pensando en algo y...


Lo miró fijo, como queriendo adivinarle el pensamiento. –Yo sé en qué pensás. –¿En qué? –Decíme –siguió la mujer– ¿qué anduviste haciendo en lo de Landalde? –¿Yo? –Sí, vos. –¡Si no estuve! –Sí que estuviste. Para dar más énfasis a sus palabras, lo tomó del hombro. –Yo sé que estuviste. –¡Le juro que...! –¡No jurés, hereje! Mirándolo tan de cerca que de nuevo tuvo que apartar la mirada: –¡No hay que jurar! ¿Querés que te dé un consejo? Él no quería escuchar ningún consejo.


–No vayás. –¿A dónde? –A la casa ésa. –¿Y por qué? –¡No vayás! –¿Por qué? –insistió él. –¡Porque está embrujada! –¿Embrujada? –¡Embrujada, sí! ¿O no te diste cuenta? Volvió a taparse hasta las orejas. Es que el recuerdo del caserón le daba escalofríos. –Sí, embrujada –continuó la mujer–. De esa vez que se mató... Aquí se detuvo. –¿Se mató quién? –preguntó él. Quién sabe, pensó, quizás así me entero dónde está el tesoro. –Ya te cuento.


Sacó afuera la cabeza para escuchar mejor. –Fue hace mucho –comenzó la mujer, sin dejar de mirar la puerta– . Lo que hoy es la casa de Landalde era antes de un alemán, el abuelo del que decís que es tu tío. Un tipo muy rico. El más rico del mundo. Sí, creéme, el más rico del mundo. Compraba lana y la mandaba a Europa. Eso ya sonaba un poco más interesante. –¿Y la casa? –La casa era enorme. Con muchísimas habitaciones. Y un salón de baile. –¿De veras? –¡De veras! ¡Un salón de baile! ¡Enorme! Bueno, resulta que el hombre del que te hablé vuelve de uno de sus viajes, sólo que esta vez con una muchacha. ¡Linda, lindísima! ¡Tan rubia! ¡Y tan delicada! ¡Vieras! ¡Una belleza! Tan linda era, que la tenía todo el día encerrada. –¿Dónde? –Sí, encerrada. –¿Pero dónde? –Encerrada, sí.


¡Qué mujer más bruta! –¿En el sótano? preguntó. –En el sótano –Aquí se detuvo–. Hasta que un día... De nuevo se detuvo. –¿Qué pasó? –Pues que la pobrecita... ¡Se mató! De tanto estar encerrada y vaya a saber cuántas cosas más. De entonces –su voz bajó a un susurro–, la casa está embrujada. Dicen... Hizo una pausa para ver si Manfred escuchaba. Él escuchaba, sí, pero también pensaba en el Negro y en el tesoro que se le escapaba. –Dicen que de noche, el alma de la pobre niña se pasea por las habitaciones, haciendo un ruido. Así. Cri, cra, cri, cra. ¿Me oís? Cri, cra, cri, cra... Él empezaba a tener miedo. –Por eso, ya nadie quiere entrar en la casa. Y vos... –Qué. –Tené cuidado. ¡Y no abras nunca esa puerta!


–¿Qué puerta? –Es lo que le dije a Rosa. Y también a Damián. –¿Qué? –¡No abran nunca esa puerta! La mujer se levantó. –Veo que no me creés. –¡Sí que le creo! La mujer meneó la cabeza. –¡No! –Se detuvo otra vez– ¿Sabés rezar? ¿A qué venía esa pregunta? –Sí –contestó de mala gana. –¿Sí? –Sí. –¡Bueno, a ver! -¿Qué? –¡Rezá!


–No sé. –¿No dijiste que sabías? –Sí, pero... –¡Rezá, pues! Hubo un silencio demasiado largo. –Veo que no sabés. –¡Sí que sé! –¿Sabés? –¡Sí! –Esa mujer lo iba a volver loco– Mejor dicho... ¡No! –¿Por qué te ponés así? ¡Si es la cosa más fácil del mundo! Se hincó en el piso. –Es nada más que arrodillarse, ¿ves? y... –Rompió a llorar– ¡Dios, qué le habrá pasado!– Dejando de llorar e irguiéndose otra vez– ¡No se te ocurra ir! –¡Sí! Mejor dicho, ¡no, no! –A

Damián

se

lo

tengo

prohibido–

desesperación– ¿Qué le habrá pasado?

Con

un

gesto

de


–Ya va a aparecer –dijo él, sin dejar de pensar en el tesoro y en el bribón del Negro que se lo birlaba. –Vos no me escuchás –dijo la mujer con algo de amargura. –¡Sí que la escucho! –No. Mirándolo muy de cerca: –¿En qué andás pensando? –¿Yo? Viendo que a la mujer se le humedecían los ojos: –Tengo miedo –dijo, casi en un susurro. –¿Miedo? –La mujer miró hacia la puerta– ¿Miedo de qué? –¡No sé! Poniéndole un mano en el hombro: –¡No hay que tener miedo! –Sí, pero... ¿Y si en ese instante se abría la puerta?


La mujer fue hasta la puerta, la abrió, miró afuera, la cerró otra vez. –¡Hacé como te digo! ¡Juntá las manos! –ordenó. –¿Para qué? –¡Vamos! –dijo la mujer, imperiosa– ¿O tenés vergüenza? –¡No! –¡Pues entonces, arrodilláte y juntá las manos! Se arrodilló. –Y ahora decí: Dios, ayudáme. Ayudáme, oh Dios querido. ¡Esta mujer estaba loca! –¡Decí! ¡Dios, ayudáme! –¿Y qué más? –¡Sólo eso! ¡Decí Dios...! –Dios... –¡Ayudáme, Dios querido, te lo ruego! –Echándose a llorar– ¡Ayudáme, ayudáme! –Dios, ayudáme –repitió él, obediente.


La mujer se levantó y le puso una mano en el hombro. –Sos rubio–dijo–Sos rubio y tenés que hacerte hombre. Y se fue tan rápido como había venido. Al poco rato, volvió. Eran las ocho y media y su tío lo esperaba para desayunar. ◊◊◊◊◊


Durante un buen rato, su tío no abrió la boca. O la abría sólo para engullir una tostada con manteca y mermelada tras otra. A la sexta tostada, lo bombardeó a preguntas. ¿Había dormido bien? –Sí. ¿Se sentía mejor? –Sí. ¿No había escuchado ningún ruido raro? –No. ¿No se había levantado durante la noche? –No. ¿Seguro que no? –Seguro. ¿Quería un poco más de café? –No. Se dice no gracias, corrigió su tío.


–No, gracias. –¿Más tostadas? –No, gracias. –¿Un poco de leche? –No, gracias. –¿Seguro que no querés café? –No, gracias. –Mirá que el café se enfría. –No, gracias. ¿De veras no se había levantado? –No, gracias. –No digas no gracias, sólo decí no y punto. –No y.... –¿No? –No y punto. –¡Basta! –estalló su tío– Yo sólo te pregunté si no te levantaste...


–No. –¿Ni una sola vez? –No. Mientras hacía sus preguntas, tío Moritz no dejaba de engullir una tostada tras otra y de beber una taza de café con leche tras otra. Más bebía y comía, más preguntas hacía. –Bien –continuó –, de modo que... –No. –¿No te levantaste? No. –¿Estás seguro? –Sí. –¿No te acordás de nada? –No, ¿por qué? –Por nada –dijo su tío, visiblemente irritado. ―¡Por nada! Él ya estaba un poco harto de tantas preguntas. Pero su tío se tomaba su tiempo.


–Entonces, resumiendo... No fuiste al castillo. –No. –¿O sí? La pregunta lo tomó de sorpresa. Vaciló un segundo. No, al castillo no había ido. Pero hoy sí iría. –¿Hoy? –La cara de su tío se ensombreció– ¡Hoy no! –¿Por qué? –¡Porque no! –cortó tajante su tío– ¿Qué apuro tenés? –Ninguno. –¡Pues entonces! –Hizo una pausa para tragar otra tostada– Y cambiando de tema, ¿sabés cuánto es veinte pies? Tardó en responder, su tío tenía clavada en él la mirada. –Bueno... –comenzó– veinte pies... son pies... –¡Adelante, te escucho! –Son... –¡Decí!


–¡Veinte pies! Los ojos de su tío se achicaron, su cara se endureció. –¡Ya sé que veinte pies son veinte pies! –estalló– ¡Cuánto miden, te pregunto! –¿Cuánto miden? –Se rascó la cabeza, para ganar tiempo– No sé. Su tío tragó la enésima tostada, bebió al galope la enésima taza de café y... –¿De veras no sabés? Manfred decidió cambiar de táctica. –Bueno, alguna idea tengo... –¡Decí entonces! –apuró su tío. –Es una medida... –¿Sí? –...como un pie bien grande –concluyó, con una calma que a él mismo dejó asombrado. –¿Y qué sería para vos un pie bien grande?


–Bueno, es un pie... de unos... –Puso cara de pensar mucho– ¡Sesenta centímetros!. Era una mentira demasiado grande. –¿Sesenta centímetros? ¿Dónde viste nunca un pie de sesenta centímetros? –Es que... –se defendió– ¡son pies prehistóricos! –¡Te estás burlando! –¡No! Su tío no parecía muy convencido. –¿Y qué pasó con el dichoso plano? -Nada, fue sólo un sueño. Su tío, que bebía otra taza de café, se atragantó, tosió, pero no se dio por vencido. –¿Un sueño? –Sí, creo que fue un sueño. –¿Cómo "creo"? –Bueno, quiero decir que...


Aquí, se detuvo. –¿No estás seguro? –preguntó su tío. –Sí, creo estar seguro. Hubo un largo silencio. –¿Qué pensás hacer esta mañana? –No sé –Se encogió de hombros–. Pasear... –Bien. Pero no se te ocurra ir al castillo. –No, tío. –¡No digás siempre “sí tío, no tío“! Basta que digas sí o no. –Sí. Su tío lo fulminó con la mirada. –¡Bien! ¡Entonces no irás al castillo! ¿Entendido? Además, sin las llaves no podés. ¡Y las llaves las tengo yo! ¿Entendido? Iremos juntos los dos, mañana... pasado... ¡Alguna vez! ¿Entendido? –Estiró los brazos y bostezó– Tanta comida y conversación terminan por cansarlo a uno. Además, no dormí bien, tuve una pesadilla. –Yo, no.


Su tío volvió a fulminarlo con la mirada. No, esa mañana no iría al almacén. –Que lo abra mi socio. A él no le interesaba en en lo más mínimo qué haría su tío. Bostezó cortésmente, se despidió cortésmente y volvió a su cuarto. Esperó unos minutos. Luego, saltó por la ventana. Caminó despacio, con displicencia, las manos en los bolsillos. Miraba todo como queriendo empaparse de Patagones y su gente. Pero al doblar la esquina, salió corriendo. Tenía la impresión de que alguien corría detrás suyo. ¿Su tío? La sola idea lo hizo correr más rápido. ¿O era el perro? Se dio vuelta y el encontronazo lo mandó al suelo. Aturdido, tardó en reconocer aquello con lo que había chocado. ¿El perro? No, ahí estaba, a su espalda. No era el perro, era... ◊◊◊◊◊


¡Rosa, por segunda vez! ¡Y ahora echando chispas! –¡Bruto! –¿Qué decís? –¡Digo bruto! –repitió Rosa, sacudiéndose el polvo del vestido. –¿Y por qué? –¡Bruto, bruto! Bruto... y además, haragán... y además, borracho... y además... Manfred respiró hondo, para no estallar. Pero Rosa tenía algo más que decirle. –Dice papá que lo vayás a ver. ¡Nadie iba a decirle a él, y menos que menos el papá de Rosa, lo que tenía que hacer! –¿Y a mí qué? –¡Cómo ‘y a mí qué’! ¡Maleducado! Haragán, borracho, bruto, y además, maleducado... –¿Y a mí qué? –repitió desafiante. Y sin más, fue hasta la entrada del caserón.


Acostado debajo del pehuén, el perro movió la cola, sólo una vez, que sí, que no. Esta vez, entró sin problema. Dejó la puerta abierta. La luz del día se enredaba en el polvo suspendido en el aire. De pronto, captó una sombra que saltaba por la ventana al patio del fondo. ¡El Negro! Corrió hasta la ventana. Pero en lugar del Negro, sólo estaba el perro meneando la cola. –¡A vos no te llamé! –dijo. Y furioso, levantó un pedazo de madera del piso. Pero ya el perro se había ido.esfumado Retrocedió unos pasos y chocó con algo. No, con alguien. Se dio vuelta, con el corazón en la boca. Era..... ¡Rosa, por tercera vez! Miraba la puerta como hipnotizada. Algo pasaba con esa puerta. Sí, algo. ¿Pero qué? Avanzó unos pasos, para ver. ¡La puerta no estaba abierta, sólo entornada!


Eso sí que era raro. Tomados de la mano, entraron en la habitación del tesoro. La poca luz que había, desapareció. Eso sí que era raro. Se dio vuelta, temblando. ¡La puerta se había cerrado! Podía ser el viento, sólo que... ¡No había viento! ¿Y si era...? Sus piernas se aflojaron. No, pensó, su tío no se hubiera apurado en venir, para no despertar sospechas. ¿Pero quién entonces? Cri, cra, cri, cra, creyó escuchar. Cri, cra, cri, cra. Y nuevamente... Cri cri, cra, cra....


Apretó fuerte la mano de Rosa. Y cuando habló, lo hizo con la mayor calma posible: –El plano dice... situarse a dos metros y medio de la puerta de enfrente, y de allí... veinte pies a la derecha, y si no suena a hueco... El último hilo de luz que se colaba por la ventana, desapareció. ¡Alguien estaba cerrando la ventana! Voces en el caserón vacío. No, no era idea suya. ¡Eran voces! Ya iba a escapar por la puerta que daba a la habitación vecina, cuando Rosa lo hizo a un lado. –¡Vení, seguíme! –ordenó. ◊◊◊◊◊


Bajaron corriendo la escalera. El bote apenas si se movía en el agua que se plegaba en turbias ondulaciones. –¡Subí! Pero él no escuchaba. La voz le salió un chillido puro nervios: –¿No lo viste? preguntó. –¡Subí de una vez! El eco le devolvió su voz centuplicada. –¡Sólo decíme si lo viste! –¿A quién? –¡Al Negro! Con un empujón, Rosa lo mandó al agua. Luego, saltó al bote y empuñó los remos. Chorreando agua, Manfred ya trepaba de vuelta al amarradero, cuando escuchó las voces de su tío y del otro que bajaban corriendo la escalera. Rápidamente, con fuertes brazadas se alejó nadando.


Casi al mismo tiempo, escuchó el ruido de un cuerpo que caía al agua. Rosa lo esperaba en la boca del túnel. Subió al bote sin decir palabra. ◊◊◊◊◊


Se internaron en el río anochecido. Rosa remaba, muy seria, sin mirar a uno u otro lado. Él tiritaba de la cabeza a los pies. Estaba furioso, sentía ganas de tirarla al agua, como ella había hecho con él. –¡Me la vas a pagar! Pero la que no escuchaba ahora era Rosa. El bote se deslizaba veloz sobre las aguas del río. Pensó que el río, la noche negra y sin luna, eran sólo un telón de fondo para la extraña historia que estaba viviendo. Una historia con dos protagonistas, él y el Negro. El recuerdo del rival que había venido para robarle el tesoro lo hundió en una desesperación tan negra como la noche misma. Ya iba a tirarse al agua, cuando Rosa se le adelantó: –¿Estás loco? –dijo blandiendo uno de los remos. –¡Quiero volver! –exclamó él– ¡Es mío! ¿O no sabés? –Calláte, no sé de qué estás hablando. Poco después, Rosa amarraba el bote a un tronco caído en la orilla. –¡Seguíme! ¡Y no hablés! ¿Qué era eso? ¿Una isla? Quizás, pero con tanta oscuridad era imposible ver nada.


Se abrieron paso entre la maleza. Una estrella fugaz cayó en el matorral vecino. Oyó el llamado de un pájaro. Luego, vio un resplandor rojizo. Rosa apuró el paso. –¡Vení, seguíme! ◊◊◊◊◊


Más adelante, en un pequeño descampado, se toparon con Damián. Estaba encendiendo un fuego. Las llamas se reflejaban en sus ojos, dándoles un brillo feroz. A su lado, un viejo de cara arrugada pegaba sorbos a la bombilla. Sin alzar la mirada, Damián saludó a Rosa con un seco “hola”. A Manfred, le dio la espalda. Manfred hizo lo propio. Y ahí estaban los dos, dándose la espalda, cuando: –¡Andá a secarte! –le ordenó Rosa, mientras se agachaba para ayudar a su hermano. La sangre le hirvió en las venas. ¿Quién era esa pavota para darle órdenes a él? –¡Estúpida! –gritó, y echó a correr por la senda que él y Rosa habían abierto momentos antes. De un salto, Damián lo agarró de la camisa. –¿Qué dijiste? Su respuesta fue darle un empujón que lo dejó tambaleando. Hecho esto, salió corriendo, hasta que otro empujón lo mandó al suelo a él. Un ardor en las piernas le nubló la vista. ¡Había caído sobre un hormiguero!


–¡Dejáme o te mato! –gritó furioso. Pero Damián no lo soltaba. ¡Estúpidos! ¿Es que no entendían que el tesoro se le escapaba de las manos?Ciego de rabia, tiró un puntapie al aire, se levantó de un salto y echó a correr de nuevo. Damián lo alcanzó en la playa. El bote recortaba su silueta contra el cielo surcado de relámpagos. Por un instante, dudó entre subir al bote o enfrentarlo a Damián. Un golpe en el hombro lo sacó de dudas. Retrocedió unos pasos para poner distancia. Al mismo tiempo, oyó un trueno, seguido de unas gotas. ¡Tenía que apurarse! Damián esperaba que él tomara la iniciativa. Y como él pensaba lo mismo, hacían los dos fintas, prontos a pasar al ataque. –¡Vení, pegáme! –lo desafió Damián, largándole un golpe. Él bailoteaba para no exponerse, pero luego, ofuscado por el ardor en las piernas, largó un puñetazo. Damián retrocedió y embestió como un toro. El golpe en el pecho le cortó la respiración. Otro golpe lo mandó a tierra. Se levantó de un salto, pero otro golpe lo mandó al suelo por segunda vez. Visto desde abajo, Damián parecía un gigante, con la sonrisa burlona del triunfador. ¿Triunfador? ¿Ese estúpido que lo único que sabía era escupir? Le largó un puntapie que no dio en el blanco, se levantó y salió corriendo. Pero Damián le cortó la retirada. Dándose


golpes y empujones, ambos fueron retrocediendo hacia la orilla. Rosa los miraba seria como siempre. También el viejo los miraba, sin dejar de sorber la bombilla. De espaldas al bote, Damián empezó a largar puntapies, que Manfred esquivaba a duras penas. Adelantándose: –¿Y? –dijo el viejo– ¿Qué esperás para ganarle al rubiecito? ¿Ganarle? ¿A él? ¡Ya vería ese viejo idiota! Y embestió como un toro él también. Damián se echó atrás, tropezó con el bote y cayó de costado. Rápidamente, Manfred saltó al bote y empuñó los remos. Damián trató de asirse a la borda, pero él ya se alejaba a golpes de remo. Más avanzaba por las negras aguas, más negra se hacía la noche. Volviéndose hacia la orilla: –¡Espérenme! –llamó– ¡Espérenme que voy a...! Su voz se perdió en las sombras.


Remó en dirección del túnel. Súbitos destellos lo alertaron. Quizás eran su tío y el compinche. O quizás... Pero la oscuridad era impenetrable. Viró y siguió de largo. A su frente, veladas por la lluvia, débiles luces en el centro del río. Las luces, tres amarillas y una rojiza, titilaban en la oscuridad. Ya más cerca, vio que eran las luces de un lanchón negro como la noche misma. ◊◊◊◊◊


En cubierta, dos hombres, bajo y regordete el uno, alto y flaco el otro. A un costado, una docena o más de cajas apiladas una sobre otra. –¿Quién es? –preguntó el flaco. La culata del revólver brillaba en la oscuridad. Su compañero tanteó las aguas con la linterna. –¡Un chico! –exclamó. –¿Un chico? Inclinándose sobre la borda: –¿Qué querés?– preguntó el petiso con voz gangosa. –¿Y Ratengo? –preguntó a su vez el otro. Su voz era, no gangosa, sino aguda y chillona. Manfred tiritaba tanto, que no conseguía articular palabra. –¡Subí! –ordenó el bajito. Manfred obedeció. –¡Y, decí! –continuó el petiso, apuntándolo con la linterna– ¿Por qué no vino? Manfred decidió tomarse su tiempo para contestar.


–Bueno... –¡Decí! –O sea... –¡Hablá! –Es mi tío. –¿Tu tío? –preguntó el de la voz chillona –Sí. A su compañero: –¿Vos sabías que tenía un tío, es decir, un sobrino? –¿Sobrino? ¡No! – Y, decíme, vos, ¿por qué no vino? Porque... –Manfred temblaba como una hoja– ¡Porque no puede! –¿No puede? ¿Y por qué no puede? –Porque... El de la voz chillona cortó impaciente: –¿Y vos, a qué viniste?


–Es decir, mi tío... –¡A qué viniste, te pregunto! –...me mandó... El de la linterna: –¿Mandar a un chico? ¡Está loco! El de la voz chillona: –¿Y, decíme, qué te pasó? El de la linterna: –Sí, qué te pasó, que andás todo mojado. –Yo... El petiso, sin dejarlo terminar: –¿Te caíste al agua? Manfred tenía como trabada la lengua. –Dejálo. ¿O no ves cómo tiembla? –dijo el de la voz chillona– ¡Que nos diga la contraseña! –¡Eso! ¡La contraseña!


Su corazón latió más rápido. –¿La contraseña? –¡Sí, la contraseña! Esta vez tembló, pero de miedo. ¡Había una contraseña y no la sabía! –Aquí yo huelo algo raro –dijo el de la voz resfriada. –¿Y, sabés o no sabés? –Yo... –comenzó Manfred. –¡La contraseña! –¿Cuál? –se le ocurrió preguntar. –¡Cómo cuál! –estalló el petiso –Dejálo, tiene razón –intervino su compañero–. ¿O no te acordás que eran tres? –¿Tres? –Sí, tres. Una era el nombre de una flor. –¿Una flor? –El bajito se quedó pensando– ¡Ah, ya sé cuál!


–¡Calláte vos! –Ama... –¡Calláte dije! –¿Amapola? –aventuró Manfred. –¡Cooo-rrecto! ¡Amapola! –asintió el petiso. –¿No ves que no sabe? –protestó su compañero– ¡Vamos, decíme las otras dos! –¿Las otras dos? –¡Sí, las otras dos! –Déjeme pensar... –comenzó Manfred–. Una era... –¡Vamos! ¡Pronto! Por mucho que se devanaba los sesos, a Manfred no se le ocurría... ¡Nada! –Ro... –sopló el de la linterna–. Ro... ro... ro... –¡Rosa! El petiso le apretó el brazo hasta hacerlo doler.


–¿Sabés una cosa? –No. –¡No hay tres contraseñas! –exclamaron a coro los dos hombres. Manfred empezó a ver todo negro. –Estoy... –Su cabeza giraba como un carrusel– Mareado... –¡Más mareada tu madre! El petiso le apretó el brazo tanto que tuvo que llorar. Trató de soltarse. Pero apenas intentó hacerlo, un golpe en la cara lo llamó a sosiego. –¡Quieto o te mato! –Dejálo –dijo el de la voz chillona– ¿O no ves cómo tiembla? Volviéndose a él: –¿Trajiste la orden? Quiso retroceder, pero el petiso le aplastó la linterna contra la cara. –¡No te movás, o...! –¡La orden! –insistió el de la voz chillona.


–Pero yo... –Tanto le dolía el brazo, que tenía ganas de llorar– Yo creía... –¿Qué es lo que creías? El de la voz chillona no estaba para conversaciones. Dándole un empujón: –¡Andáte! –dijo. Su voz cambió a un siseo amenazador. –¡Andate o te acribillo! –No, esperá –dijo el petiso– ¡Que antes nos diga cómo es el tío! Apretándole el brazo: –¡Decínos cómo es tu tío! –¿Cómo es...? En su cabeza todo era una bruma. –¡Sí, cómo es! –¡Hablá!–apuró el de la voz chillona. –Bueno, es un tipo...


–¿Un tipo? –No, un hombre... –¡Seguí! –Grandote. –¡Ajá! –Con barba. Él sólo pensaba en escapar. Pero el brillo del revólver lo paralizaba. –¿Y por qué no vino? –quiso saber el petiso. –Porque... Porque no se siente bien. Largando una risita: –¡No me vengás con cuentos! –La punta del revólver se clavó en su pecho– ¡Si ayer todavía andaba perfecto! ―¡Dejá que hable! –cortó el petiso– ¿Qué pasa con tu tío? ¿Está enfermo? –Un poco.


–¿Un poco? –El de la voz chillona largó una carcajada. A su compañero: –¿Te das cuenta? –Sí, pero yo diría... –¡Qué! –Que lo dejés. –¿Que lo deje? –Sí, mirá cómo tiembla. –¿Y las cajas? –Su voz trepó más alto– ¿Qué hacemos con las cajas? –Bueno, si se quiere llevárselas, que vaya y vuelva con la orden. El flaco arrancó la linterna de manos de su compinche y se la aplastó en la cara. –¿Escuchaste? –dijo, en tanto le aplastaba la linterna contra la nariz –Dice que vayas y después vuelvas. –¡Con una orden! –remarcó su compañero. –¿Escuchaste? ¡Con una orden!


–¡Escrita! –¿Escuchaste? ¡Escrita! –Firmada por el tío. –¿Escuchaste? ¡Firmada por el tío! –¡No, no, firmada por su tío! –¡No, no, firmada por su tío! –Te damos... –Volviéndose a su compañero– ¿Cuánto le damos? –Media hora. –Es muy poco. –Bueno, entonces media hora. –¡Correcto! ¿Escuchaste? ¡Media hora! ¡Y ni un minuto más! ¡Y no se te ocurra...! –No –dijo Manfred. –Porque sinó... ¡te matamos! –Sí. –¡Y ahora, andáte!


Quitando la linterna de manos de su compinche y apuntando con ella a Manfred: –¡Media hora! –gruñó el petiso– ¿Entendiste? ¡Y ni un segundo más! –¡O te matamos! –completó su compañero. ◊◊◊◊◊


Remó contra la corriente, en zigzag, para despistar. El río era una masa oscura guarnecida de reflejos metálicos. Al rato, sonaron dos disparos. Remó más fuerte. La boca del túnel no podía quedar lejos. ¿Qué era preferible? ¿Remar hacia la isla? Era el trayecto más corto, pero... ¿Y si el Negro le birlaba el tesoro? Un tercer disparo lo sacó de dudas. La orilla era un mar de sombras. Su primer impulso fue bordearla hasta el túnel, pero... ¿Y si allí lo esperaban su tío y el otro? Dejó de remar para orientarse. Al lanchón se lo había tragado la noche. Lentamente, fue acercándose a la orilla. Rumor apagado de una corriente de agua. Súbitos destellos, multitud de parpadeos en la noche. Su corazón galopaba. Unos pocos golpes más de remo y... ¡Ahí estaba el túnel! No había nadie esperándolo. Respiró aliviado. Pero enseguida, dejó de respirar. ¡Alguien lo esperaba, sí! ¿Pero quién? ◊◊◊◊◊


¡El perro! Como de costumbre, meneando la cola, que sí, que no. –¡Perro mugriento! ¿Por qué no me ayudaste? Saltó a tierra y le tiró una piedra. Pero el perro había desaparecido. Bueno, qué importaba, no podía perder el tiempo con ese perro idiota. En el amarradero, subió la escalera cuidando de no resbalar. Tiritaba, la cabeza le ardía como fuego. Arriba, se sacó las zapatillas para escurrirles el agua. Acto seguido, fue a la habitación conocida. Dejó la puerta abierta y tanteó el camino hacia la ventana. Abrió la persiana. La habitación se iluminó en parte. Rápidamente, puso manos a la obra. Ahí estaba la puerta. "Situarse a 2 metros y medio". Lo hizo. "20 pies a la izquierda". Lo hizo. El sitio debía sonar a hueco. No sonaba a hueco.


"3 pasos cortos al frente, media vuelta y otros 10 pasos largos al frente". Lo hizo. Como la otra vez, sintió que la habitación se oscurecía. Y una voz... –¿Suena o no suena? ¿Era su tío? Alguien tosió en la oscuridad. ¿Era su tío? ¿O quién? –¿Qué hacés? –preguntó su tío. Era su tío, pues. –Nada, sólo miraba –se le ocurrió decir. –¿Qué mirabas? –Nada. –Ajá. ¿Y dónde está el plano? –No sé.


–¿Te acordás al menos lo que dice? –No. –¿Estás seguro? Iba a contestar que sí, cuando nuevamente oyó la tos, seguida de la voz de su tío. –Terminála, che, que nos están esperando. ¿Su tío le estaba hablando a él? ¿O...? –Sí –dijo, y enseguida lamentó haberlo dicho. –¿Cómo sabés que nos están esperando? –preguntó su tío. –¿Yo? –¡Sí, vos! –Me dijeron. –¿Te dijeron? ¡Qué bien! ¿Entonces los viste? –¡No! –¿No? –No, es decir, sólo de pasada...


–¿Qué significa 'de pasada'? Nuevamente, la tos y, después, la voz ya conocida: –Termínala, Moritz, que... –¡Que se vayan! –cortó su tío– ¡Qué me interesa! ¡Lo único que me interesa es el plano! –Hacé lo que quieras –Tosió aparatosamente– ¡Esta tos me va a volver loco! ¡Y todo por el maldito chapuzón! –Tranquilo, no te agités –dijo su tío, que no parecía nada tranquilo. –Esperáme, que les hago unas señas –dijo el otro y se alejó tosiendo. –Bien, y ahora –dijo su tío– hacé lo que te digo. –¡Qué! Sin la presencia del otro, se sentía más seguro. –Quiero que contés los pasos. –¡No me acuerdo! La luz de la linterna lo encandiló. –Yo que vos me acordaría.


–¡No me acuerdo! ¡De veras! –Pues entonces... ¿Conocés el sótano? –¿Qué sotano? –¿Así que no lo conocés? –Largando una carcajada– ¡Pues ya lo vas a conocer! Queda... –Su voz se tornó sombría– Queda abajo, adonde nadie llega... Sin una sola ventana... Y una sola puerta... Y la llave de esa puerta... –Pausa– ¡La tengo yo! –¡No! –exclamó Manfred. Otra carcajada. –¡Pues, sí! –¡Pero...! –Manfred temblaba de arriba abajo, de frío, de miedo– ¡No me acuerdo! ¡De veras! Apretándole el brazo: –¡Jurálo! –¡Sí! –¿Lo jurás? –¡No!


–¡Pues entonces...! Apretándole fuerte el brazo: –¡Al sótano! –¡Espere, que ya me acuerdo! –¡Te escucho! –Déjeme pensar. –¡Sí, pero rápido!. –¡Eran ocho, no, diez pasos!. –¿Diez? ¿Estás seguro? –¡Sí! –¡Seguí! –Después... –Puso cara de estar pensando– Eran dos... –¿Dos? –No, tres... –¿Tres? –No, cuatro...


–¡Me estás macaneando! –¡No! –¿No qué? –¡Eran cuatro! ¡Seguro! ¡Mire! Dio los cuatro pasos correspondientes. Su tío meneó la cabeza. –¿No eran cinco? –¡No! –¿Seguro? –¡Segurísimo! –¡Me estás macaneando! –¡No! Sus músculos se tensaron. ¡Había llegado adonde quería llegar! –Así que cuatro... –rumió su tío– ¿Y qué más? ¿Qué más?


El de la tos lo sacó de apuros. Su voz parecía llegar de atrás, del túnel. –¡Vení, Moritz! –¡No puedo! –¡Vení! –¿Qué pasa? –¡Vení! –Tosió, se carraspeó–¡Vení que lo tengo! –¿A quién? –¡Vení! –Tosió, se carraspeó– ¡Pronto, que lo tengo! Su tío vaciló. –¡Vení conmigo! –dijo perentorio. Manfred se pegó contra el marco de la ventana. Y de nuevo, el de la tos: –¡Moritz! –¡Vos quedáte ahí! –le advirtió su tío y corrió hacia la puerta. Pero lo que hizo Manfred fue saltar por la ventana.

◊◊◊◊◊


¡Rosa! llamó. Sólo voces difusas, que ahora se acercaban, subían de tono. No podía quedarse ahí, tenía que escapar. Las calles se cruzaban solitarias. Corrió en una dirección, después en otra. Se detuvo, miró a su derecha. Ahí estaba la plaza. Cruzó la plaza hasta el quiosco. Cerrado. Eso no se lo esperaba. ¿Pero qué es lo que esperaba? Debía apurarse antes de que fuera tarde. ¿Tarde para qué? Ya no se acordaba, ya no entendía nada. Temblaba y sentía escalofríos. De las tres calles que daban a la plaza, eligió la del medio. La cabeza le empezó a dar vueltas. Apuró el paso. Aquello en la cuadra siguiente parecía una garita. Era una garita. Las voces sonaban cada vez más cerca. Entró al edificio y se sentó en un banco de madera. Temblaba como una hoja. Una vez recuperado el aliento, se asomó a una de las oficinas. Ahí estaba el policía de la vez pasada. Escribía a máquina con los dedos índices, muy lentamente. Las palabras le salieron disparadas de la boca: ¡Enelríohayunlanchónconcajasydostiposymitíolosvanamatar! El policía alzó la mirada. –¿Qué? –¡Que van a matarlos!


–¿Matarlos? ¿A quiénes? ¡Oh, qué pregunta más estúpida! –¡A Rosa y su hermano! –¿A Rosa? –Con el dedo índice suspendido sobre una tecla–: ¿Y a quién más? ¡Oh, qué pregunta más estúpida! –¡A su hermano! –¿Qué hermano? –¡Damián! –¿Y vos, quién sos? –¡El sobrino! –¿De quién? –¡De Ratengo! El policía chasqueó los dedos. –¡Ya te veía cara conocida! ¿Y qué pasa ahora? ¡Oh, qué hombre más estúpido!


–¡Ya le dije! –¿Qué? –¡Que la van a matar! –¿A quién? –preguntó el policía, poniéndose a teclear. ¡Oh, qué hombre más estúpido! –¡A Rosa! –Sentáte. No, mejor no, la silla tenía una pata floja. –¡Usted no me cree! El policía se encogió de hombros. –No es que no te crea, pero... –¡Pero es verdad! –¿Qué? –Pues... ¡Ya no se acordaba! Alzando por un segundo los dedos del teclado:


–Hablá tranquilo. En una de las paredes colgaba un almanaque. Mostraba la foto de un bote amarrado a un muelle. Viendo la foto, el muelle, el bote, lo invadió la más negra desesperación. –¡No quiero! –gritó, y salió corriendo. Por poco se lleva por delante la garita. –¡Usted...! Iba a completar la frase, cuando casi se lleva por delante... ¿A Rosa? No, no era Rosa. Era... –¡Negro! –exclamó furioso. Iba a largarle el puntapie de estilo, pero ¿a qué perder el tiempo con ese animal pulguiento? La sola idea de perder el tesoro y, peor aún, de perder a Rosa y a Damián, lo volvían loco. En la plaza, chocó otra vez, ahora con un banco. El dolor le hizo ver las estrellas. Pero igual. ¡Tenía que apurarse! Corriendo y rengueando, llegó al caserón. El portón de entrada no quería abrirse. Alguien le había puesto llave. ¿Pero quién? Bordeó el edificio hasta la ventana por donde había entrado la vez pasada. Pero tampoco quería abrirse. Alguien la había cerrado. ¿Pero quién? Un poco


más allá, otra ventana. Buscó algo con qué abrirla. Lo único que encontró fue un asador tirado entre los yuyos. Tras mucho forcejear, la ventana se abrió con un concierto de vidrios rotos. Era la habitación que llevaba al túnel. La cabeza le daba vueltas. Sucesivos escalofríos recorrieron su cuerpo como descargas eléctricas. Pero no fue eso lo que le cortó la respiración, sino un ‘cri cra, cri cra, cada vez más cerca, hasta que en sus oídos resonó claro y fuerte: Cri cra, cri cra, cri cra, cri cra. Su mano derecha tocó algo que parecía una puerta. Era una puerta. La abrió. Al fondo, el embarcadero y unas cajas. ¡Pero faltaba el bote! Metió los pies en el agua helada. Delante, el río, negro, inmenso. Detrás, el tesoro. Lo único que tenía que hacer era volver a la habitación, contar los pasos, levantar la madera del piso, sacar el cofre, ir al rancho de Rosa, esconder allí el cofre y luego llamarlo a su tío en Buenos Aires. Pero mientras pensaba esto, ya se había metido en el agua. Ésta le llegaba por encima de la cintura. Fue vadeando hasta la salida. El mareo se le había pasado. Nadó dejándose llevar por el río en creciente. La noche era negra como boca de lobo. Así decía su mamá cuando le contaba un cuento: que la noche era negra como boca de lobo. ¿Y el lanchón? Con tamaña oscuridad no veía nada. ¿Y los dos hombres? Probablemente se habían ido. ¿Pero adónde? ¿A la isla? La


sola idea de que Rosa y su hermano hubiesen caído en poder de esa gente redobló sus fuerzas. Pero la isla no aparecía por ningún lado. Nadó en círculos, para orientarse. Al mismo tiempo, sentía que algo, y él sabía vagamente qué, se avecinaba. No andaba descaminado. A la creciente agitación del agua siguió el rítmico chapotear de los remos. Resignado, dejó de nadar, mientras una sombra más negra que la noche lo iba cubriendo. ◊◊◊◊◊


Eran su tío y uno de los hombres del lanchón, el de la voz chillona. –¡Subí! –le ordenó su tío, enfocándolo con la linterna. Obedeció de buena gana. Estaba helado y temblaba de la cabeza a los pies. Su tío miraba hosco a su frente. Lo mismo el hombre, que remaba en silencio. A esa hora, la playa estaba inundada. Se pusieron en marcha, primero su tío, luego él, y detrás, el hombre del lanchón. No veía nada, tropezaba a cada instante, sus pies se enredaban en los yuyos. Cansado de verlo tropezar, el hombre del lanchón le tiró un puntapie. Al mismo tiempo, su tío se daba vuelta para preguntar: –¿Cómo es que se llamaba? –¿Quién? –La piba ésa. ―¿Cuál? Dándole un empujón, el hombre del lanchón lo mandó al suelo:


–¡Cómo se llama te preguntó! –¡No sé! Su tío se interpuso: –Vos no te metás. El hombre se apartó mascullando entre dientes. –Y ahora, decíme cómo se llama. ¿Rosa? –preguntó su tío. –No sé... –¡Rosa! –llamó su tío– ¡Vení! ¡Aquí! –¡Déjeme a mí! –cortó el hombre del lanchón. Hizo bocina con las manos para llamar a Rosa, pero en su lugar, estornudó una, dos, tres veces. –¡Rosa! ¡Roooosa! –llamó de nuevo su tío. –¡Déjeme a mí! –dijo el hombre del lanchón. Otra vez hizo bocina con las manos y otra vez estornudó una, dos, tres veces. Tras lo cual se quedó callado. Reiniciaron la marcha en fila india. La luz de la linterna naufragaba en el mar de yuyos. Más adelante, dieron con un rancho abandonado. El


hombre del lanchón entró revólver en mano. Adentro, polvo, telarañas, una mesa, una silla. Su tío pateó la silla, que fue a dar a un rincón, junto a unas cacerolas. –¿De veras? –preguntó, encarando a Manfred, que se había sentado en el suelo– ¿De veras no sabés dónde está? –¿Quién? El hombre del lanchón le largó una patada. –¡Rosa! ¡Quién otra! Quiso levantarse, pero... –¡Quieto! –le ordenó el hombre del lanchón. –¡Sí, Rosa! ¡Quién otra! –rugió su tío. Él sentía el frío del revólver contra su piel. –¡No sé! Sacudiéndolo de los hombros: –¡Andáte preparando, vos! –dijo su tío. Haciendo bocina con las manos: –¡Rosa! –llamó– ¡Vení!


Silencio. –¡Si no venís lo entregamos a Damián! Silencio. –¿Oíste, Rosa? ¡Si no venís, lo entregamos a la policía! ¡Rooo-sa! ¿Escuchás! ¡Lo tenemos, a tu hermano! ¡Vení o lo entregamos! Hubo otro silencio, sólo cortado por el hombre del lanchón que tosía de puros nervios. Hasta que... Rumor de alguien abriéndose paso entre la maleza... ◊◊◊◊◊


Y ahí estaba, en el pálido redondel de luz. –Por fin! –exclamó su tío– ¡Vení, acercáte! Rosa obedeció, pero mirándolo fijo a él, no a su tío. Éste la enfocó con la linterna. –¡Y ahora, escucháme! –dijo– Vos te vas a quedar aquí, con este hombre. ¿Entendido? –Y como ella no contestara–: Y a propósito... tu hermano... ¿Sabés dónde está? Rosa negó con la cabeza. –¿No sabés? ¡Pues te lo digo yo! En el lanchón!¡Atado como un salame! ¡Listo para entregarlo a la cana! Hizo una pausa. –¡Y ahora, escucháme! Si éste... –apretó fuerte el brazo de Manfred– no hace lo que le digo, los entrego a la cana. ¡A los dos! ¿Que por qué? Pues... ¡Por meterse en lo ajeno! ¡Sin permiso del dueño y con fines de robo! Entonces, repito, para que quede bien claro. Vos te quedás aquí, con mi amigo, y yo me llevo a este señorito, con el que aún tengo una cuenta que saldar. Dándole un empujón:


–¡Andando! Manfred sentía que el suelo giraba bajo sus pies. Rosa, su tío, el hombre, todos giraban en un torbellino. Quiso pedir ayuda, golpear al hombre que no aparecía por ningún lado. Pero sólo resbaló, cayendo en un pozo interminable. Un pozo de paredes lisas, negras. De pronto, una seguidilla de secos estampidos. Corrió hacia el río anochecido. Su tío y el otro lo esperaban en la orilla. Se defendió como pudo. Gritó. Un barbudo se reía a carcajadas. ¿Su tío o quién? Gritó más fuerte, el barbudo no paraba de reir y él no paraba de gritar. Después, una gran luz blanca lo encandiló. Los rasgos de la cara casi pegada a la suya se deformaban como en un espejo de feria. Rosa... El nombre le salió a borbotones. Rosarosarosarosa.. Aquí, escuchó o le pareció escuchar. ¿Dónde? Un rostro unas veces grande, otras veces chico como un garbanzo.


Se irguió, tuvo un mareo, se acostó de vuelta. Borrosamente, vio dos, tres camas. Eso era... –El hospital. ¿Quién le hablaba? ¿Y qué hospital? Se sentó de nuevo, la cabeza le dio vueltas, tuvo que acostarse otra vez. Rosa, tan seria. ¿O sonreía? –Te desmayaste y tu tío... La voz venía de muy lejos. –¿Te acordás? ¿Acordarse? ¿De qué? –¿No te acordás? ¿La vez que me dejó en la isla, con el hombre ése? Te desmayaste y él te llevó hasta el túnel. ¿Te acordás? No, no se acordaba. La cabeza le giraba, le costaba pensar. –En el túnel estaba la policía y lo atrapó. Vos la llamaste. –¿Yo? No se acordaba de nada, todo era una bruma.


–Después se lo llevaron. –¿A quién? –A tu tío. ¿Cuál de ellos? –Se lo llevaron, sí. Por lo de las cajas. ¿Te acordás ahora? El socio dicen que desapareció. ¡El socio! En su cabeza se prendió muy fugazmente una luz. ¿Quién era ese hombre tan misterioso? –Después, fueron a buscarme. Dos policías. No, tres. El tipo del lanchón se escapó por el río. Gritaron, hicieron unos disparos, pero igual se esfumó. De allí, fuimos al lanchón. Pensábamos encontrarlo a Damián, pero sólo encontramos al otro hombre. Al vernos, también se escapó. Como era de noche, no lo vimos más. ¿Sabés dónde está? –¿El tipo? –No, Damián. ¿Damián? Trató de hacer memoria, pero cayó en un sopor. Lo despertó la mano de Rosa sobre su frente. –¿Cómo te sentís?


–Mejor. –Llamó tu tío de Buenos Aires. –¿Mi tío? –Sí, viene mañana. –¡No lo quiero ver! –Cuidado, no te agités. –¡No lo quiero ver! –¿Por qué? –¡Porque no! –¡Pero yo le dije! –¡Sos una idiota! Rosa se levantó, los ojos llameantes. –¡Y vos sos un maleducado! –¡Qué me importa! –A mí, me parece un buen tipo–dijo Rosa, con aire ofendido. Él sentía una furia inmensa.


–¿Querés que te diga una cosa? ―Decíme. –¡Es lo peor que existe! –¡Manfredo! Apartó con violencia la mano que le revolvía el pelo. –¡No me llamés Manfredo! ¡Y no te riás! Rosa le tapó la boca. –¡Calláte, que estás en un hospital! –¡Qué me importa! –¡Y no te movás! ¿O no sabés? –¡No! ¡Ni quiero saberlo! –¡Te lo digo igual! ¡Dicen que te agarraste una pulmonía! ¡Chorreabas agua por los cuatro costados! Tu ropa, la tiramos. ¡Oh, qué tonta más tonta! –¿Y ahora, con qué me visto? ―Calláte, no grités.


–¡Vos también gritás! –¡Calláte, dije! Mamá te dejó ropa limpia, de Damián –Su voz se quebró en un sollozo–. ¡Pobre hermanito mío! –Poniéndole un dedo en la frente– ¡Y vos, quedáte quieto! ¡Y no hablés! ¡Que estás muy débil! –¡Dejáme! –Trató de incorporarse– ¡Tengo que ir...! –¿Adónde? –¡Al castillo! –¿Estás loco? Ahí entraba corriendo una mujer grande y gorda. –¡Quieto, usted! –Dándole un empujón– ¡Sino llamo al doctor! La mujer le tomó la temperatura y el pulso, meneó la cabeza, y se fue. También Rosa se había ido. Mejor así. ¡Esa antipática que lo defendía a su tío, el hombre más antipático del mundo! Al rato volvió la enfermera, esta vez acompañada de un policía. Le dijo que no se asustara, que sólo le iban a hacer unas preguntas. El policía, con un bigote finito como el del hombre del bus, le pidió su documento. Como no lo tenía, le preguntó su nombre, dónde vivía y cosas por el estilo. Del episodio en la comisaría, ni una palabra.


Después vino la comida. Sopa, pollo con puré y gelatina de fruta. ¡Gelatina de fruta! Para olvidarse de la gelatina, pensó en el socio de su tío. ¿Quién era ese hombre al que nunca había podido ver la cara? ¿Y qué sabía del tesoro? ¡El tesoro! ¡Seguro que el Negro ya se lo había llevado! Después, vino la enfermera para preguntarle por qué no había tocado la comida. No contestó. Se quedó acostado, sin moverse. Entrada la noche, se levantó. Los demás enfermos dormían. No, había uno mirándolo desde la cama junto a la ventana, un barbudo de ojos saltones. Tomó la ropa que Rosa había dejado en una silla y salió al corredor. Entró al baño y se cambió. De allí, fue a la salida. Empujó la puerta. Estaba cerrada. A su frente se abrían dos corredores. Fue por el más largo, bordeado de varias puertas. Pero ninguna llevaba a la calle. Volvió a la entrada. Esta vez fue por el corredor de la derecha, también con varias puertas. En el otro extremo, una puerta más grande. La abrió. Era la cocina. Daba a un gran patio con ropa colgada. En un extremo, una pared sin revocar. Junto a la pared, una pila de ladrillos. Trepó a la pila de ladrillos y de allí, a la pared. Vaciló un instante y luego, saltó. Al levantarse, le dolían todos los huesos. Dio vuelta la esquina y


ahí estaba. La plaza. Echó a correr. El castillo emergió frente a él como una gran mole envuelta en la gasa de la luz de calle. Fue hasta la ventana rota y saltó adentro. Un cosquilleo en la garganta le hizo toser. Enseguida, le respondió otra tos... ◊◊◊◊◊


–Hola, veo que viniste a lo mismo. ¿De quién era esa voz? –Estuve midiendo, ¿sabés? ¡Te mintieron, no hay ningún tesoro! Vení, que te muestro. Algo, no sabía bien qué, lo fue empujando hacia el hombre agachado en el piso. –Vení, acercáte. ¿Quién era? De entre las sombras emergió la cara, flaca, oscura. ¿Quién era? Hurgó en su memoria. ¿Era...? –Vení, acercáte. ¿Era...? –¡Pero vení! ¿Era...? ¡Sí, era...! ¡El hombre del bus!


–Acercáte –El hombre tosió brevemente–. Acercáte sin miedo. ¿Ves que no hay nada? Y eso que conté los pasos como dice el plano. A su lado, un martillo, un punzón y la madera del piso levantada. –¡Así que fue...! ¡Fue usted! –¿Yo? –¡Sí, usted que me robó el plano! El rostro tomó una expresión entre sorprendida e irónica. –¿Te parece? –Tosió otra vez– ¿Querés que te diga una cosa? ¡Es todo mentira! –¿Cómo sabe? –¿Cómo sé? Pues, te digo. Hice lo que decía el plano. Veinte pies a la izquierda. Tres pasos cortos al frente. Doce pasos largos, también al frente... Aquí se detuvo, no para toser, sino para mirarlo. –¿Sabés una cosa? No tenés buena cara. ¿Qué te pasó? –Nada.


–¿Nada? Te pregunto porque... –Tosió– No tenés buena cara. Tendrías que verte en el espejo. Bueno, yo... –Tosió y soltó una risa, todo en uno– Yo tampoco estoy muy bien que digamos. Pero, contá, ¿qué pasó con tu tío? –Se lo llevó la cana. –¿De veras? –Meneó la cabeza– Tenía que pasar. Yo siempre le decía, Moritz, le decía... –Tosió– Pero dejemos. Para qué. Cómo ves, no hay nada. Te engañaron. Mejor dicho, nos engañaron. Y ahora –bostezó largamente– me voy a casita. Estoy cansado, no me siento bien, mañana voy al médico. O quizás me meta en cama. Vos quedáte, si querés. Yo me voy. Esta tos... Y así, tosiendo, desapareció en la oscuridad. Él también quería irse. Pero sus piernas no le respondían. Además, escuchaba un ruido... Un ruido... así... Cri cra cri cra... Hacéte hombre, le había dicho la mujer. Cri cra cri cra... ¿Qué era ser hombre? ¿No tener miedo? Su tío estaba preso, el socio se había escapado, no tenía por qué sentir miedo. Recordaba el


plano al dedillo. Dos metros y medio. Veinte pasos a la izquierda. Diez pasos cortos al frente. Media vuelta y diez pasos largos, también al frente. El lugar sonó a hueco. Tomó el martillo y golpeó. La madera cedió, hasta quebrarse. Iba a meter la mano en el boquete, cuando una tos a su espalda lo detuvo. ¿La misma? ¿Otra? Contuvo la respiración. ¿Y ahora? Alguien abría la puerta. ¿El mismo? ¿Otro? La luz de la linterna lo encegueció. ◊◊◊◊◊


–¿Te ayudo? Manfred quedó tieso de miedo. Pero ya el otro estaba junto a él. –¿Qué te parece...? –Tosió– ¿Qué te parece si vemos juntos? Lo empujó a un lado y con la linterna alumbró el boquete. Metió la mano dentro del boquete y... –Me parece que... Y luego: –¡Sí, aquí hay algo! Hubo un corto silencio, mientras seguía hurgando. A continuación, más que una voz, un grito agónico: –¡Mirá! En su mano apretaba algo que parecía... ¿Era posible? Se rascó la cabeza. ¡Pero eso...! ¡Eso parecía un espejo! ¡No, era un espejo! Como aquél que su tío le había querido regalar.


El hombre no quería convencerse de que eso era un espejo. Lo miró del derecho y del revés, le pasó la mano por el borde, lo puso contra su oreja, como una caracola, lo golpeó con el nudillo. –¡Un espejo! –Furioso– ¡Vos lo pusiste! –¿Yo? No sabía si reir o llorar. Todo era tan increíble. Tampoco el hombre sabía si reir o llorar. Hasta que estalló en carcajadas. Las carcajadas, mezcladas con toses que acababan en ahogos, se multiplicaban en ecos que retumbaban en su cabeza. Sentado en el piso, el hombre le pidió que se sentara a su lado. –Confesá, fuiste vos. –¿Yo qué? –Que te llevaste el tesoro. –¿Qué tesoro? –¡No te hagás el vivo! –Tosió– ¡Y no mientas! ¡Vos lo pusiste! –¡Le juro que...!


–¡Sí, vos! –Tosió– ¿Pero para qué pelearnos? Además, no me siento bien. Esta tos... –Dándole el espejo– Mirálo bien y decíme. Aguardó expectante. –¿Y? Corriéndose en el piso para mirarlo más de cerca: –¿De veras que no? Los ojos del hombre brillaban extrañamente. –¿Qué pasa, tenés miedo? –¡No! –¡Sí! ¡Sí que tenés miedo! ¿Y sabés...? –Tosió– ¿Sabés por qué? –Se detuvo para toser otra vez– ¡Porque sos un ladrón, un asqueroso ladrón! –¡No! –exclamó Manfred, retrocediendo hacia la puerta. –¡Un asqueroso...! –Tosió– ¡No te escapés! Levantándose y tosiendo al mismo tiempo: –¡Ladrón!


Manfred corrió hacia la ventana. Pero ahí estaba el hombre, esperándolo. Corrió hacia la puerta. Pero ahí estaba el hombre, asiéndolo del brazo. Forcejeó. Los dedos del hombre eran como garfios. Pero luego lo soltaron. Una tos convulsiva le sacudía el cuerpo. Sin perder tiempo, Manfred abrió la puerta y salió corriendo. Dobló la esquina, se detuvo para tomar aliento, miró a su espalda. El hombre no aparecía. Pero escuchaba su tos. Siguió corriendo, la tos sonaba cada vez más cerca. Hasta que la escuchó, casi a su lado. Apenas si tuvo tiempo para agacharse y cubrirse la cabeza con las manos. ◊◊◊◊◊


–¿Qué hacés vos aquí? La voz era de... Tembló a pesar suyo. ¡No, era otra voz! –¡Contestáme! ¿Qué hacés aquí a esta hora? Era la voz de... Alzó la vista. ¡Del barbudo del puente! –¿No tenés familia, que siempre andás vagando? ¡Vení, acompañáme! Y lo fue empujando por la calle desierta. –¿Dónde vivís? ¿No tenés familia? El olor a vino, a orina, a mugre, volteaba. –¿Qué le hiciste, que no aparece? Quiso zafarse, pero el barbudo lo tenía asido con mano de hierro. –¡Qué le hiciste, te pregunto!


Él trataba de soltarse, pero en vano. –¡Vení! El barbudo mascullaba, tosía, preguntaba por el perro ausente. Abrió los brazos viendo se acercaba el camión de la basura y lo empujó al paso del vehículo. Manfred dio un salto al costado y salió corriendo. La tos detrás suyo daba alas a sus pies. El hospital no aparecía por ninguna parte. Se detuvo. Pero la tos a su espalda no le daba tregua. Algo tenía que hacer. Rápidamente, tocó el timbre de una casa. ◊◊◊◊◊


Esperó sobre ascuas y, como nadie atendía, ya iba a seguir corriendo, cuando se asomó el rostro dormido de un hombre en pijama. –¡Señor...! El hombre lo miraba con tamaños ojos. –¡Mi mamá...! El hombre sacudió la cabeza. –Mi mamá...! El hombre se frotó los ojos. –¡Mi mamá...! Miró en ambas direcciones. ¡Ningún barbudo a la vista! . –¡Mi mamá...! Como no se le ocurría otra cosa, salió corriendo otra vez. Pero estaba tan cansado, que le daba lo mismo que el barbudo lo alcanzara o no. Al doblar una esquina, casi tropezó con... ¿Con quién esta vez? ¿Rosa? ¡No! ¿El perro? ¡Sí, el maldito perro! Movía la cola, que sí, que no.


–¡Siempre venís cuando no te preciso! ¡Andáte, atorrante! –Hizo ademán de tirarle una piedra– ¡Andáte con tu dueño! El perro se batió en retirada. –¡Vení, cobarde, vení! El perro obedeció, pero siguiéndolo a cierta distancia. Luego, emprendió un trotecito como para enseñarle el camino. Primero a la derecha, después a la izquierda, de nuevo a la derecha y... Ahí estaba. ¡La plaza!. Respiró aliviado. De allí al hospital sólo restaba un trecho. Se escabulló por la entrada, aprovechando que el perro husmeaba un árbol. En el baño, reparó en el espejo que llevaba consigo. Se miró en el vidrio manchado de sudor. ¡Pero lo que vio no era él! ¡Era otro! Una cara pálida, demacrada. Y muy seria. Tan seria como... ¡Como la cara de Rosa! ¿Lo reconocería su tío? De vuelta en la sala, se deslizó en la cama. Tuvo un sueño confuso y agitado, del que lo despertó la enfermera para tomarle la temperatura. Apenas se hubo ido la enfermera, una tos en la cama de al lado le cortó la respiración. Esperó que la tos se repitiera. Pero no se repitió. Respiró hondo. En el silencio de la sala, los latidos de su corazón eran como golpes dados a una puerta. ¿Qué puerta? Estiró el cuello. Pero no vio ninguna puerta, sólo un bulto tapado hasta la cabeza.


¡No, no era! ¿O sí? Se bajó de la cama y se acercó en puntillas. Desde un extremo de la sala, alguien lo miraba. Un viejo. Muy parecido al viejo de la isla. ¿Era acaso...? No entendía nada, la cabeza le daba vueltas, el corazón le retumbaba en el pecho. Y otra vez, la tos. No, no era el viejo. Pero entonces, ¿quién? Se acercó otro poco, el bulto se movió. Y la voz, agria, chirriante, lo sacudió como una descarga. ◊◊◊◊◊


–¿Qué pasa? –Perdone –atinó a decir. Manfred Sentándose en la cama: –¡Enfermera! –llamó el hombre. La enfermera entró como una tromba. –¿Qué ocurre? –Éste –el hombre señaló a Manfred– me anda molestando. La voz de la enfermera sonó no menos agria y chirriante: –¿Ah sí? –Sin darle tiempo a contestar– ¡Yo te voy a dar! ¡Volvéte a la cama, si no querés que te dé una paliza! –¿Qué hizo éste, que lo vino a ver la cana? –preguntó el hombre. –¿Yo? ¡Nada! –protestó Manfred. ―¡Seguro que sí! –chilló la enfermera, empujándolo de vuelta a la cama– ¡Segurísimo que sí! Así pasaron las horas. Las enfermeras iban y venían. Le tomaban la temperatura o le echaban a la boca algún jarabe asqueroso.


El único que no dormía en esa sala con olor a orina era el barbudo junto a la ventana. Miraba muy atento siempre que le tomaban la temperatura y le daban el jarabe. Esperó a que se hiciera de noche. La sombra en la sala fue avanzando hasta cubrirlo a él también. Esperó hasta que el coro de ronquidos le indicaron que podía levantarse. Parado en el piso, tuvo que agarrarse de la cama para no caerse. Avanzó unos pasos. –¿Adónde vas? –preguntó el barbudo. –Al baño. –¡Cuidadito! ¡No se te ocurra escapar! –¿Quién, yo? –¡Sí, vos! ¿O acaso no te vi? –El hombre se sentó en el borde de la cama– ¿Qué querías hacer? –¿Yo? –Avanzó otro paso– Pues... –¡No te escapés!


Salió llevando consigo la ropa y las zapatillas. En el baño, se cambió en un abrir y cerrar de ojos. Alguien daba voces. Paró la oreja. No, nadie daba voces. ¿O sí? Estaba tan débil que temía desmayarse. En el corredor, casi se lleva por delante a la enfermera. La mujer, que empujaba un carrito, gritó al verlo. ¿O era idea suya? Escuchaba gritos, delante, detrás, a un costado. Después, casi se lleva por delante al viejo de la isla. O quizás no era el viejo de la isla. Estaba parado en el corredor, tomando mate. ¡Siempre tomando mate! Ya en la calle, casi se lleva por delante a... ¿A quién esta vez? ¿Rosa? ¡No! ¿El perro? ¡Pues sí, el perro! Le largó la patada de costumbre, que como de costumbre dio en el vacío. Siguió corriendo en dirección del castillo. Escuchaba toses por todos lados. En realidad, era él quien tosía, de nervios, de ansiedad. El caserón emergió ante sus ojos envuelto en un vapor gris. Se asomó a la habitación. La luz difusa y polvorienta le impartía un aire espectral. Ya adentro, se detuvo un instante. Tenía la impresión de no estar solo. Dio un paso y se detuvo. Un quejido. ¿El perro? ¡Sí, el perro! Le largó otra patada, que volvió a dar en el vacío. Fue hasta el embarcadero. El bote se balanceaba en el agua oscura. Empuñó los remos. El perro vaciló un segundo, después saltó al bote que se alejaba.


–¡No se te ocurra ladrar! Salieron al río, inmenso, negro. A lo lejos, una luz brumosa. Estiró el cuello. Pero la luz se había desvanecido. Remó lenta, compasadamente, hasta que el negro perfil del lanchón emergió ante sus ojos. Arrojó la soga y trepó a cubierta. Al mismo tiempo, escuchó un ladrido. –¡Quedáte ahí que ya vuelvo –le dijo por lo bajo–. ¡Y no se te ocurra ladrar! ◊◊◊◊◊


Avanzó por cubierta con los brazos extendidos. Todo era metal frío y mojado. Un ruido indefinido lo hizo trastabillar. Cayó rodando por la escalera que llevaba a la bodega. La oscuridad lo lanzó nuevamente a cubierta. Miró en todas direcciones. Nadie a la vista. ¿Qué le había dicho la mamá de Rosa? ¡Tenés que hacerte hombre! Pero tenía el corazón en la boca ¡Damián! quiso llamar. Pero no le salió la voz. Algo más fuerte que él lo empujó de vuelta a la bodega. El piso de metal rezumaba humedad. La oscuridad era tal que no sabía si avanzar o quedarse donde estaba. Lo que hizo fue agacharse y andar en cuatro patas. Hasta que chocó algo que parecía una tela. A continuación, algo que parecía una mano lo tocó a él. –¿Damián? –dijo con voz ahogada. Pequeña y rugosa, la mano le acarició la mejilla. –¿Damián? La luz de la linterna le dio de lleno. –¿Te acordás de mí? ¡Era uno de los hombres del lanchón! ¡El petiso!


Detrás, su compañero apuntaba a un bulto en el suelo. La luz de la linterna bailoteó sobre el bulto caído. –¿Sabés quién es? Quiso contestar, pero tenía un nudo en la garganta. –¡Y vos! –dijo el flaco, largándole una patada al bulto– ¿Querías escaparte? Volviéndose a Manfred: –¡Y vos! ¿A qué viniste? ¿A llevarte a éste? El bulto en el suelo se estremeció visiblemente. –¡Quieto! –gritó el hombre, largándole otra patada. –¿Y? –El petiso lo enfocó con la linterna y tuvo que cerrar los ojos– ¿Por qué no hablás? –Escudriñándole el rostro– ¿Quién sos? ¿El hermano? –No. Los dos hombres se rieron. –¿Estás seguro? –preguntó el flaco, sin dejar de reirse. El miedo le impedía hablar.


–¡Contestá! ¿O querés...? Él sentía que sus piernas se aflojaban. –¿Querés que te tiremos al río? –¡Dejá! –intervino su compinche– ¡Mejor lo tiramos a éste! ―¿Te parece bien? –Con fingido espanto– ¿Ahogar a un pobre negro? –¡Sí, me parece bien.! –Y dicho esto, aplastó la linterna contra la cara de Manfred. –¡Tenemos que irnos! –dijo el flaco. –Ya sé, pero... ¿Qué hacemos con estos dos? –Bueno, al rubiecito... Se detuvo. –¡Qué hacemos, te pregunto! –urgió el flaco. –¡Lo llevamos con nosotros! –¿Te parece? –¡Sí! Me contó Ratengo que el viejo...


–¿Qué pasa con el viejo? –Dicen que es un tipo de guita. ¿Entendés lo que quiero decir? –¡No! O mejor dicho... ¡Sí! –¿Sí? –¡No! O mejor dicho... ¡Sí, sí! ¿Pero qué hacemos con éste? –Pues a éste... –Pegando un puntapie al bulto– ¡A éste lo tiramos al río, a ver qué hace! –¿Escuchaste? –dijo el petiso, inclinándose sobre el bulto– ¡A ver qué hacés! –¡Tragar agua, qué otra cosa! –dijo el flaco, riéndose. El petiso no estaba para bromas. –¡Basta! –cortó– ¡Y andando! –¡No, esperá un segundo! –¿Qué pasa ahora? –La voz vibraba de impaciencia –Antes, hagamos una cosa. –¿Qué cosa?


–Desatarlo. –¿Estás loco? –Sólo un poco. –¿Y para qué? –Sólo un poquito. −¡No hay tiempo! Plañidero: –Sólo un poco... –Bueno... ¡Pero rápido! Agachándose: –¿Pies y manos? –preguntó el flaco. El petiso saltaba de los nervios. –¿Estás loco? –¿Por qué? –¡Los pies, no! –¿Y las manos?


–¡Las manos, sí! –Aclaremos, ¿los pies, no? –¡Ay, ay! ¡Hacé lo que quieras! ¡Pero rápido! ¡Rápido! Su compinche se rascó la cabeza: –Aclaremos, ¿las manos, no? –¡Oh, Dios mío¡ ¡Hacé lo que quieras, pero...! –Rápido. ―¡Sí, ráaaaaapido! –Pues entonces ... –¡Sí! –... le desato las manos... –¡Sí! –... pero no los pies. –¡Ay, Dios mío! –El petiso no las tenía todas consigo– ¡Por lo que más quieras! ¡Ráaaaaapido! ¡Que se nos va la noche! Su compañero puso manos a la obra.


–Hay algo que no entiendo –dijo. –¿Qué es lo que no entendés? –Mejor le pregunto a este mocito –A Manfred– ¿A qué viniste? –Y como Manfred se quedara callado– ¡Hablá, o...! –Dejá –dijo el petiso–, yo sé cómo hacerlo hablar. Manfred retrocedió un paso. –¡No te movás! –Dejámelo a mí –dijo el flaco– ¿A qué viniste? Manfred sólo veía el revólver apuntándolo. –¿A espiarnos? ¿O qué? –¡No, a llevárselo al amigo! –¿Es tu amigo? ¡Contestá! –¡Hablá! –urgió el petiso. –No –murmuró Manfred. –¿No es tu amigo? –¡Hablá! –apremió el petiso.


–No. –¿Seguro? –¿No es tu amigo? –urgió el petiso. –No... El flaco soltó una risa: –¿Escuchaste? ¡No quiere ser su amigo de un negro! Enfocándolo con la linterna: –¿Qué pasa, te quedaste mudo? –preguntó el petiso. –¡Dejá! –cortó el otro– ¡Yo sé cómo hacerlo hablar! –¡Calláte! –cortó a su vez el petiso– ¿Y si le avisó a la cana? –¿Te parece? –En tono amenazador– ¿Es cierto lo que dice mi amigo? Quiso retroceder otro paso, pero... –¡No te movás! –Volviéndose a su compañero– ¿Te das cuenta? ¡Le avisó a la cana! El petiso no podía creerlo.


–¿Es verdad eso? Manfred sentía que se le doblaban las piernas. –Mejor hacemos una cosa –dijo el petiso– ¡No, mejor dos! Hizo una pausa para causar impresión. –¡Qué! –¡Te diré! –Nueva pausa– ¡Primero nos libramos de uno...! –¿Y después? –¡Y después...! –Nueva pausa– ¡Después nos libramos del otro! –¿Del rubiecito? –¡Correcto! –A Manfred– ¡Así que le avisaste a la cana! ¡No te movás, dije! –¿Es verdad? –preguntó el flaco –Retorciéndole la muñeca– ¡Contestá! Él seguía con un nudo en la garganta. –Dejálo –intervino el petiso–. Además... –Pausa– Una cosa es tirar a un negro y muy otra, a un rubio. –¿Te parece?


–¡Sí! –Un escupitajo– Además, como te dije, el viejo tiene guita. –¿De veras? –Así me contaron –Otro escupitajo–. Mucha guita, ¿entendés? –¡No! Es decir, ¡sí, sí! Y dando un hondo suspiro, se agachó para desatarle las manos. –¡Quedáte quieto o te pego un tiro! –¡Dejámelo a mí! –dijo el petiso. Tomándolo de la camisa, lo subió a cubierta. –¡Vamos! –ordenó el petiso a Manfred– ¿O no querés ver cómo se zambulle tu amigo? A punta de revólver, lo empujó a cubierta. –¿Qué esperás? ¡Tirálo de una vez! Hubo un silencio, sólo quebrado por el chapotear del agua contra la barcaza. –¡Tirálo de una vez! Ruido de un cuerpo cayendo al agua.


–¡Damián! Quiso saltar detrás, pero un puntapie lo tumbó al piso. –¡Dejálo que se hunda! El dolor en la pierna le nubló la vista. Oía a Damián llamándolo. ¿O era idea suya? Dándole otro puntapie: –¡Levantáte! –le ordenó el petiso. La luz de la linterna bailoteaba en el agua. –¡Mirá! –Mostrando una mancha en el redondel de luz– ¿Lo ves? Puras sombras cortadas por fosforecencias. –¿Lo ves? El flaco estiró el cuello. –¡Veamos qué hace! –dijo riéndose. –¿Qué hace? ¡Tragar agua, qué otra cosa! El hombre con el revólver estiró el cuello otro poco más. –¿Se está ahogando?


–¡No, está pataleando! –¿Sí? ¿Dónde? –¡Ahí! ¿Lo ves? –¡No! –¡Ahí! Ambos se inclinaron a un mismo tiempo sobre la borda para ver mejor. ¡Tenés que hacerte hombre!. ¿Quién le hablaba? ¡Tenés que hacerte hombre! Ciego de furia, embistió al petiso echándolo sobre borda. –¿Lo ves ahora? –dijo el petiso, mientras se hundía en el agua. Su compañero apuntó a Manfred con el revólver. Pero el petiso no paraba de gritar. Asomándose a la borda: –¿Que andás gritando?


El petiso gritaba y tragaba agua a la vez. –¡Subí

al

bote,

idiota! –Volviéndose

a Manfred–

¡Andate

preparando, vos! Un concierto de gritos y ladridos rompió la calma nocturna. –¡Socorro! ¡Un perro! –¿Un perro? –El hombre se inclinó sobre la borda– ¿Qué perro? –¡Vení, ayudáme! –¡No puedo! –¡Vení! El hombre vaciló. No así Manfred que, tras darle un empujón, saltó al agua. ◊◊◊◊◊


Nadó sumergido para que no lo vieran. Luego, sacó la cabeza para tomar aire y orientarse. Voces, detonaciones, errante luz de linterna sobre las aguas del río. Se alejó nadando, pero la luz no le perdía el rastro. Noche cerrada. Podía estar a un metro, Damián, sin él notarlo. Y encima, el silencio, no escucharlos. Sintió que algo, alguien lo rozaba. Instintivamente, alargó el brazo. Y al tocarlo, supo enseguida quién era. ◊◊◊◊◊


¡Era el perro! Le acarició la cabeza mojada y, al hacerlo, vaya a saber por qué, se acordó de los hombres del lanchón. La sola idea de que estuvieran remando detrás suyo lo hizo nadar más rápido. Viró hacia la orilla y algo rozó su pierna, se enredó en sus pies. ¿El perro? No, el perro era esa mancha negra a su costado. ¡Tenés que hacerte hombre! Tomó de la camisa al cuerpo hundido y lo remolcó a la orilla. Se agachó para ver si respiraba. Pero cómo saberlo, en esa oscuridad. Miró a su derredor. No había nadie, tampoco el perro. –Damián –susurró. Un rumor que venía del río lo hizo volverse. Los dos hombres avanzaban en un rítmico trotecito, sus revólveres brillaban en la noche. –¡Quieto, no te movás! –gritó el flaco. Atrás iba el petiso, resoplando. –¡Manos arriba! –ordenó– ¡No, vos no, ellos! ¡Arriba las manos, dije! ¡No, vos no, ellos! Manfred iba a levantar sus brazos, cuando una luz cien veces más potente que la luz de la linterna lo encandiló.


Los dos hombres alzaron la vista hacia la calle que contorneaba el río. Los faros del patrullero eran un tajo amarillo en la oscuridad. –¡Tiren las armas! –¡Arriba las manos! Primero uno, después el otro, los dos hombres hicieron lo que se les pedía. –¡Aquí...! –gritó Manfred. Quiso completar la frase. Pero los ojos se le nublaron. Y cayó como fulminado sobre el cuerpo de Damián. El petiso bajó el brazo para señalar a los dos. –¿Ves? –dijo– Eran amigos nomás. –¿Te parece? –Sí, me parece. ◊◊◊◊◊


Misma cama de la vez pasada, misma habitación de la vez pasada. Miró en su torno. En la cama vecina, un bulto tapado hasta las orejas. ¿Era...? –¿Damián? Estiró el cuello. Sí, era Damián durmiendo boca abajo. El barbudo junto a la ventana lo observaba sin disimulo. –Siempre escapándote –dijo–. ¿De qué andás huyendo? –¿Qué le importa? El hombre hizo amago de levantarse. –¡Cómo qué me importa! –¡Sí, qué le importa! –Corriéndose al borde de la cama– ¡Siempre espiándome! El hombre saltó al piso y avanzó unos pasos, puño en alto. –¡Yo te voy a dar! También él saltó de la cama. Las palabras le salieron como dichas por otro, no por él.


–¡Soplón! ¡Cobarde! –¡Repetí eso! –gruñó el hombre, dando otro paso. –¡Cobarde! El hombre se quedó parado. –¡Repetí eso! –¡Cobarde! Sin dirigirse a nadie en particular: –¿Escucharon? –Mostrando el puño– ¡Enfermera! –¡Cuidado detrás suyo! –dijo Manfred. El hombre se dio vuelta. Rápidamente, Manfred saltó al piso y corrió hacia la puerta. Pero alguien le cerró el paso. Se dejó abrazar. –¿Qué forma de hablar es ésa? Él conocía esa voz. –Perdónelo, es que aún tiene fiebre.


Era la voz de... ¿De quién? Ahí entraba la enfermera, como una tromba. –¿Qué pasa? –¡Este chico...! –comenzó el barbudo. –Perdónelo... Era la voz de... ¿De quién? –Aún tiene fiebre. –¿Fiebre? –La enfermera le tocó la frente– ¡Sí, es verdad! Y se fue, como una tromba. –¿Viste qué fácil se arregla todo? Abrió los ojos y vio un rostro... serio... sonriente... serio... Se dejó llevar hasta la ventana. Era... ¿Era posible? –¿Tío?


A su lado, el perro. ¡No, ningún perro! Y sin embargo, hubiera jurado que... ¡Qué ciudad más extraña Patagones! Todo el mundo apareciendo y desapareciendo. Alzándolo sobre sus rodillas: –¡Qué flaco estás! –dijo su tío. Él miraba la calle. Una sombra fugaz cruzó sus ojos. Era el barbudo del puente. A su lado, el perro. Sin poder contenerse: –¡Negro! –llamó. El bulto en la cama se estremeció. –¡No, vos no! –exclamó. Y hundiendo su cara en el pecho del hombre que le revolvía el pelo, se echó a llorar. ◊◊◊◊◊


El coche avanzaba entre una nube de polvo por el camino de tierra que bordeaba las chacras que daban al río. Su tío manejaba con una mano, la otra descansaba sobre su hombro. El sol radiante, el río cercano le recordaron la rara aventura que había corrido, con la alameda como telón de fondo. Una alameda que a esa hora no echaba sombra. –Por suerte, tus padres vuelven el domingo, así me libro de vos – dijo su tío, dándole una palmada. Ahí estaba la tranquera. Y en la tranquera, el chacarero y su hijo. El hombre sorbía mate con lentos balanceos de cabeza. –Pará un momento –le dijo a su tío. Se bajó y fue derecho a la tranquera. –¿Se acuerda de mí? Los ojos del hombre se achicaron. –No. Dando un paso al frente: –¿Y ahora? –¡Papá! –exclamó el muchacho– ¿No te acordás?


Dio otro paso. El chacarero no se movió. Tampoco su hijo. Miraba desafiante, con la cabeza ladeada, los dos pulgares al cinto. –¿Y ahora? –preguntó Manfred, dando otro paso. El chacarero pegó un sorbo a la bombilla. Sus ojos se achicaron aún más. –¿No se acuerda? –No. –¡Pero si soy el Negro! –Dando un paso atrás– ¡Miremé! ¿Se acuerda ahora? –Y como el hombre se quedara callado– ¡Vengo de Buenos Aires! ¡Y mi tío es dueño de un castillo! El chacarero alzó un brazo, pero su hijo lo contuvo. –Dejáme a mí –Encarando a Manfred–. ¿Qué querés? –¿Yo? –Dando otro paso atrás– Nada, sólo venía a despedirme. –¿Sí? –Sí. Vengo de Buenos Aires y... –Retrocedió otro poco– Mi tío es dueño de un castillo. –¿Sí?


El chacarero dejó de sorber el mate. –¡Y adivinen...! –¿Qué? –¡Adivinen qué encontré en el castillo! Retrocedió otro paso. –¿De veras quieren saber qué encontré? –De nuevo, retrocedió– ¡Un tesoro! El muchacho pegó un salto, pero ya Manfred salía corriendo. Subió al auto jadeante. Su tío meneó la cabeza. –No está bien lo que hiciste –dijo haciendo sonar la bocina. Manfred se hundió en el asiento. –Ya sé –dijo– Soy rubio y tengo que hacerme hombre. Asomándose a la ventanilla: –¡Chau! ¡Y no olviden! ¡Vuelvo en el verano! Para qué, creyó oir. Pero quizás se equivocaba.


–¡Para ayudarlos en la cosecha! Detrás de la nube de polvo que levantaba el coche vio al muchacho mostrándole los puños. Minutos después, paraban delante de otra tranquera. Saltó del coche, espejito en mano. Rosa fue corriendo a su encuentro. –¿Ya te vas? –le preguntó. –Sí, pero pronto estoy de vuelta. El pehuén echaba sobre los dos su sombra generosa. –¿Cuándo? –El verano que viene. El rostro de Rosa se iluminó. –¿De veras? –Sí, en las vacaciones. –¡Oh, qué lindo! –dijo Rosa, abrazándolo. Ahí llegaba Damián, flaco, demacrado, las manos en los bolsillos.


–¿Sabés que me dijo? –se apuró a decirle su hermana. –¡Que vuelve en el verano! –Sí, para ayudarlos. ―¿En qué? –preguntó Damián. –En la cosecha. Rosa abrió tamaños ojos. –¿En qué? –¡En la cosecha! –¿Vos? –Sí, ¿por qué?. –¿Con esas manos? ¿Qué pasaba con sus manos? –¿Qué pasa con mis manos? –No se peleen –intervino Damián. Echando a su hermano una mirada asesina: –¡Yo no me peleo! –dijo Rosa.


–¿Qué pasa con mis manos? –insistió él. –Nada –dijo Rosa. –¡No, decíme! –¿Se lo digo? Damián se encogió de hombros. −Pues... ¡Que no servís! –¿Qué no...? –¡Que no servís! –Dejen de pelearse –dijo Damián, y bostezó como para dejar en claro que esa pelea lo fastidiaba. Pero Manfred no escuchaba razones. –¡Que me diga por qué no sirvo! –¿Se lo digo? Damián se encogió de hombros. –¡Porque no sabés trabajar!


–¿Que no sé...? –La sangre le hirvió en las venas– ¡Mentirosa! ¡Sé trabajar mejor que vos! –Por favor... –dijo Damián. Encarando a su hermano: –¿No es acaso verdad? ¡Vos mismo lo dijiste! –¿Qué es lo que dije? –¡Que no sabe trabajar! Eso ya era demasiado para Manfred. –¡Sos una mentirosa! –estalló– ¡Y para que sepas! ¡Me llamo Manfred y...! Iba a repetir aquello de que venía de Buenos Aires y su tío era dueño de un castillo. Pero se detuvo a tiempo. Y poniendo su mano, primero en el hombro de Rosa y después en el de Damián: –Perdonenmé –dijo con voz compungida. –Tomá, te lo regalo para que te acuerdes de mí. Rosa miró el espejito del derecho y del revés. –¿No te gusta?


–Sí, pero... –¿Pero qué? –Nada. ¡Eso no lo podía aceptar! –¿Pero no ves? ¿No ves que es un espejo...? ¡Maravilloso! ¡Te mirás en él y...! –¿Y qué? –¡Cómo y qué! ¿Acaso no sabés para qué sirve un espejo? Sonaron dos bocinazos, su tío se impacientaba. –¡Bueno, te dejo! –¡No te enojés! –Dándole un beso en la mejilla– No quiero pelearme con vos. De veras. Devolviéndole el beso: –Yo tampoco. –¿De veras? –Sí, es decir...


Rosa se echó a reir. –Andá, tu tío te está esperando. –Bueno, pero pronto estoy de vuelta. El rostro de Rosa se iluminó. –¿Cuándo? –En el verano. Ya les dije. Para ayudarlos. –¿Ayudarnos en qué? –¡En la cosecha! –¿Vos? Iba a contestarle que era una tonta y, además, una envidiosa, que él sabía trabajar mil veces mejor que ella, y otras cosas por el estilo, cuando: –¡Sos un amigo! –intervino Damián, tendiéndole la mano. Los bocinazos se multiplicaban. –¡Chau! ¡Y no se olviden! ¡Vuelvo en el verano! Llegado a la tranquera, agitó el brazo una vez más.


–¡Espérenme! ¿Qué decía Rosa? ¿Que sí? ¿Que lo iba a esperar? ¡Tan linda, con su vestido blanco! Otro bocinazo lo volvió a tierra. Poco después, Rosa y Damián desaparecían tras la polvareda que levantaba el coche. ◊◊◊◊◊


Rápidamente, las chacras se perdieron de vista. Delante de ellos, el puente ferroviario. Detrás, Patagones y el edificio de la plaza. Su tío manejaba en silencio, hasta que... –¿Querés que la venda? –preguntó. –¿La qué? –La casa. ¡No, qué digo, el castillo! –¿Vender para qué? Sin responderle: –¿Sí o no? –No. –¿Por qué? –Todavía tengo que ver la puerta. –¿Qué puerta? –Una que me dijo la mamá de Rosa. –¿Qué es lo que te dijo?


–Que no la abra. –¿Qué no abras qué? –¡La puerta! Pegando un bocinazo: –¡Me vas a volver loco! –exclamó su tío– ¡Qué puerta, te pregunto! –Es lo que quiero saber. Pegando otro bocinazo: –¡No! –¿No? –¡No! ¡No la abras! –¿Y por qué? –¡No la abras! De nuevo iba a preguntar por qué, cuando vio el espejito que tenía en la mano. En el vidrio ligeramente empañado vio un rostro que no parecía el suyo. –¿Y el tesoro? –preguntó su tío– ¿Quién se lo llevó?


–¿El tesoro...? Miró hacia atrás, como buscando una respuesta. Pero sólo vio una nube de polvo. Por un instante, pensó que nada de lo que le había pasado era verdad, que todo había sido un sueño. Pero ahí estaba el castillo, grande y misterioso, con la sombra del pehuén en la entrada. –¿Existe? –¡No sé! –¡Contestáme! –insistió su tío–. ¿Existe o no existe? –¡No sé! Aunque... –¡Qué! –Rattemberg era un hombre muy rico... Dicho esto, su corazón pegó un brinco. ¿Quién era ese chico que se descolgaba de una ventana del castillo? –¡Frená, tío! Saltó del auto aún en marcha. Pero ya el chico doblaba la esquina. –¿Lo viste, tío? –¿A quién?


–¡A ése que salió corriendo! –¿Quién? –¡El Negro! –¿Qué Negro? –¡El de Buenos Aires! –¿El Negro? –Su tío no terminaba de entender– ¿Aquí, en Patagones? –Soltó una risa– ¡Pero...! –¿Pero qué? –¡Nada! ¡Que quiero llegar a Bahía antes que anochezca! Dicho esto, pegó un bocinazo, espantó a un perro que dormía en la entrada de una casa y, apretando el acelerador, enfiló hacia la ruta. Patagones, la ciudad del castillo, fue desapareciendo, primero, lento, después, rápido. Hasta finalmente desaparecer del todo. FIN


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