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LA COMBI

Ramirez Mayz JACOBO

Es el único tipo de vehículo que pasa por donde quiero ir, así que, mal que me pese, hago parar uno de los tantos que circulan por esta ciudad; además, el pasaje solo cuesta una luca, y ahorrar un sol para mí es fumarme un cigarro más. Sentado en la parte delantera, me doy cuenta de que está siendo conducida por una mujer. Mi cerebro, malévolo, recuerda inmediatamente aquellas palabras que un día oí por allí: «Mujer al volante, peligro constante». Levanto los ojos al cielo. Espero equivocarme.

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Mientras avanza el vehículo, recuerdo una lectura de antaño. En ella se explicaba que las neuronas femeninas están entrecruzadas unas con otras, por lo que las mujeres son capaces de hacer varias cosas a la vez. Por ejemplo, cuando llegan a la casa, y quieren cocinar, prenden las hornillas de la cocina. En una olla ponen el arroz; en otra, el agua para la sopa; en otra, la sartén para freír algo; y en media hora el almuerzo está listo. Pero a la vez ellas están tendiendo la cama, acomodando la ropa y conversando por el celular con su comadre o con una amiga íntima.

Miro de reojo a la conductora y me pongo a pensar qué pasaría si en ese momento su cerebro se activara de la forma mencionada, y ruego a todos los espíritus que no sea así. Atrás, la ayudante, también una señorita, grita: «mercado, Plaza Vea, Puelles». Después de un breve silencio, le dice a la conductora: «Atrás está P. Embala». Entonces, el cerebro de la conductora se activa y comienza, al mismo estilo del corredor de autos Pitty Block, a esquivar a los carros que se le presentan en el camino. Deja atrás a un bajaj, luego pasa a un tico. Se pone al centro de la carretera y pareciera que no hay quien la pare. Miro el velocímetro del carro, pero no funciona. Busco la manija para agarrarme, pero no la tiene. Mi cuerpo se balancea de un lado a otro. Comienzo a sudar frío. «Baja, baja», grita su ayudante. El carro se detiene y la conductora susurra que se apure. Pone primera y sale a toda velocidad. La otra combi se pone a su izquierda, el chofer la piropea. Ella le responde diciéndole que se vaya a la mierda. Los dos carros están juntos. Rápidos y furiosos es chancay de veinte en esos momentos. Una señora levanta la mano. «Sube, sube», grita la ayudante. El carro se detiene, respiro tranquilo, mientras la otra combi pasa a velocidad y se pierde de la vista de la chofer.

«Hubieras dicho antes que estaba cerca», le dice la conductora con voz amarga, y comienza a avanzar más lento que una tortuga. Siento tranquilidad. Veo que en sus piernas está su celular. Me digo que ojalá no se le ocurra agarrarlo. Felizmente no lo hace. Llega a la curva por donde está el estadio. Se detiene y ordena: «Esté atenta que aparezca la otra combi y me avisas». Nadie dice nada. Agarra su celular y se pone a escribir mensajes sonriendo. Todos soportamos el bochorno del mediodía. Ella sigue conversando cuando se oye: «Combi a la vista». Deja su celular a un costado del asiento, se pone unos lentes gruesos. Recién entonces me doy cuenta de que era miope. Comienza a acelerar como si estuviera siendo perseguida por el mismo diablo. Entra por una calle estrecha, se detiene en una esquina. «Suba, suba, señito», grita. Luego acelera y entra por otra calle. «Ya está en la esquina», grita su ayudante. Acelera sin temor. Falta como cinco cuadras para bajarme. Ya no aguanto más, y le digo: «Bajo en la esquina». Frena en seco, cabeceo hacia adelante, abro la puerta, pago mi pasaje, y, mirando al cielo, me persigno como nunca lo hice. Agradezco al de arriba estar todavía sano y salvo.

Las Pampas, 16 de febrero de 2023.

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