299693372 me cuesta tanto olvidarte mariela michelena

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quién vamos a abrazar por las mañanas entre dormidas y despiertas? ¿Quién nos hará sentir cariñosas? ¿Quién nos hará sentir atractivas, sexis y capaces de despertar pasión? Ya no seremos más «mi flaca», «la gorda», «bonita» o «mi bella» para nadie. ¡Otro agujero! ¡Otra falta que nos remite, cómo no, al agujero y a ese abismo primitivo…! Cada pérdida amenaza la imagen que tenemos respecto a quiénes éramos nosotras para el ausente y lo que significábamos para él. Este aspecto de la pérdida supone que tendremos que reconstituir, en otros términos, con otros personajes, lo que fuimos para el ausente. Un proceso difícil y doloroso que implica poner sobre la mesa, al descubierto, las presunciones inconscientes de cómo nosotras imaginamos que nos ven los demás. Entonces, ¿cómo no vamos a llorar?, ¿cómo no vamos a asustarnos?, ¿cómo no vamos a postergar lo más posible cualquier separación? Esta parte del proceso del duelo queda bien representada con lo que se conoce como el «síndrome del nido vacío» que aparece en algunas mujeres cuando sus hijos se hacen mayores y se van de casa. Quedan despojadas de su identidad de madres cuidadoras, desempleadas de sus funciones del «Abrígate», del «Recoge los zapatos» y del «Sírvete más tortilla, que te estás quedando en los huesos». Para estas mujeres es muy importante la llegada de los nietos, porque las rescatan de la «cola del paro» de la maternidad y les ofrecen un empleo como abuelas, a tiempo parcial y muy bien remunerado por los pequeños. El miedo ancestral a quedarnos solos, el miedo a la «supersoledad», remite a aquel momento de la infancia, cuando quedarnos solos podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Un miedo que en la vida adulta mantenemos sepultado en el inconsciente y que, en el mejor de los casos, se despierta con los duelos, con los cambios, con las separaciones. Este miedo tiene su cara amable, porque es lo que nos empuja a «pertenecer», a crear, a buscar: el sentimiento de pertenencia es un buen antídoto contra este temor. «Pertenecemos» a una familia, a una pareja, a una saga, a un grupo de amigas, a un país, a un equipo de fútbol, a la promoción de un colegio, a la facultad de una universidad, a una empresa o a un grupo de chat en el WhatsApp… Esas pertenencias nos conforman y hacen de nosotros quienes somos. Cada una de esas pertenencias son los hilos que nos mantienen hilvanados al suceder de la vida, más allá del vacío, de la soledad y del miedo. También tejemos redes con los hilos de las actividades creativas. Hilos de construcción, de búsqueda. Aficiones, proyectos, actividades lúdicas… ¡Cientos de estos hilos nos sostienen y nos mantienen a salvo del abismo! Cuando alguien nos deja o se nos va, rompe algunos de esos hilos; es por eso que no solo sentimos dolor, la pena por la ausencia no lo es todo. Lo peor, lo que nos hace la vida insufrible, es que, además del dolor, nos atenazan el vértigo y una angustia de muerte. No podemos respirar con normalidad, la boca del estómago es un hervidero de grillos, las manos dejan de ser nuestras y tiemblan sin permiso. ¡Horror! ¡Un peluche ha desaparecido! ¡Se ha roto el equilibrio entre el abismo y las rejas que nos protegían del vacío! Ahora bien, hay personas que tienden a tejer demasiados hilos en un único peluche. Un peluche-dios que creamos nosotros y del que colgamos peligrosamente ante el abismo. Además, esa incómoda posición nos impide vernos como lo hacen los demás. Si pudiéramos vernos desde fuera, podríamos apreciar que tenemos recursos; sabríamos que, si pedimos ayuda, va a venir alguien a salvarnos y que no nos vamos a tirar por la ventana. Si pudiéramos vernos desde fuera, seríamos capaces de rescatar de nuestra propia experiencia, o de la del resto de los peluches que conocemos, que lo más prudente que podemos hacer es desprendernos de nuestro peluche-dios, convertido en fascinante demonio, que infecta al resto de los peluches


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