Los Corsarios de la Rosa

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Jorge Inostrosa

Los

Corsarios de la Rosa DFLibros


una novela de Jorge Inostrosa


“encontró acentos y exactitudes hasta ahora inéditos; descubrió armonías desconocidas y palabras desusadas” Joaquín Edwards

orge Inostrosa nació en Iquique en 1920. Según él mismo dijo, vivió para escribir y de lo que ganaba escribiendo. Al morir tenía más de 30 títulos a su haber, junto a una importante cantidad de guiones para radio, televisión y cine, letras de canciones y poemas. Tempranamente quedó huérfano de padre en una familia de seis hermanos, y su madre, profesora de historia, concertista en piano y poetisa, guió sus estudios y alimentó su amor por la literatura y el arte. El mismo relató alguna vez una anécdota de cómo comenzó su carrera de escritor:

“Comencé a escribir de una forma casi casual, durante los veranos, manejaba un camión que tenían mis hermanos, yo llevaba los pionetas y en las noches, acampábamos por ahí y yo les contaba cuentos históricos. En parte para entretenerlos y también para despertar en ellos la cultura. Una vez uno de ellos me pidió que le escribiera un cuento para su esposa porque él no era capaz de repetirlo de memoria. Ahí comenzó mi carrera de escritor.”


Jorge Inostrosa dictaba sus libros y hasta sus guiones para radio los que salían al aire casi sin correcciones. Podríamos decir que era por sobre todo un gran contador de historias. Fue redactor en Argentina en el departamento de Radio de Sydney Ross, donde nació el radio teatro y trabajó con Hugo del Carril y para el canal 5 de Buenos Aires. En Chile, formó “El Gran Teatro de la Historia” en Radio Nacional de Chile, una compañía de actores que bajo la dirección de Inostrosa le dio vida a la historia de Chile y sus héroes. En 1955 publicó Adiós al Séptimo de Línea, novela en cuatro tomos basada en el guión para radio teatro que se había transmitido con mucho éxito en la radiofonía chilena. De éste llegó a vender mas de 5 millones de copias, convirtiéndose en el más leído en la historia editorial de Chile. Durante su vida ganó numerosos premios y sus obras llegaron escritas o por radio y televisión a la mayoría de los chilenos.


Corsarios de la Rosa Los

Novela Histórica “Porque es Chile como un aguzado bergantín atracado a las rocas milenarias de la cordillera de los Andes, en el extremo austral de la América del sur, y besa su banda de babor, de proa a popa, el labio tormentoso del Pacífico... porque en su angosta extensión, como afilada cubierta, en sus puertos que simulan castillo, combés, alcazar y toldilla, y en sus montañas que semejan empinadas arboladuras veleras, se han forjado generaciones y generaciones de navegantes que dibujan los mares del mundo con las estelas de sus naves...”.



“Dedicamos respetuosamente esta obra a la gloriosa Marina chilena, ya que en sus páginas se narra la vida de los temerarios barcos corsarios que quebrantaron el predominio marítimo español, entre 1817 y 1819, abriendo paso a la escuadra que condujo al Ejercito Libertador del Perú y fueron los atrevidos embriones de la Marina de Guerra de Chile.” . Jorge Inostrosa C.


l puerto de Valparaíso comenzaba a dormir en aquel fin del día 12 de febrero de 1817. Las voces dispersas de algunos hombres de mar se amortiguaban en la ventolina fresca del anochecer y dentro de la curvada herradura de rocas se encendían los fanales verdes y rojos de las embarcaciones mayores. Frente a la playa de El Almendral cabeceaba a palo seco la fragata española “Bretaña”. En torno de ella diez transportes anchos y pesados, con las velas plegadas a las vergas, se cobijaban bajo las bocas de sus veinte cañones. A sotavento, muy apegado a la costa, el bergantín francés “Bordelais” halaba con monótona tenacidad de las cadenas de sus anclotes. En el puerto se iba haciendo paulatinamente el silencio. Sus seis milhabitantes se encerraban en las casas de adobes con techumbres de paja desparramadas junto a la Calle Ancha de El Almendral o trepaban hacia las casuchas de madera suspendidas como jaulas de los flancos de los cerros rocosos que respaldaban el puerto propiamente tal, situado en el centro de la bahía. Tan sólo en los extremos opuestos de la herradura, Playa Ancha, por el sur, el cerro de El Barón, por el norte, chisporroteaban las luces furtivas de cantinas y prostíbulos. página uno


na agobiadora sensación de desastre abrumó a los pobladores y comerciantes de Valparaíso al percatarse de la obra destructora realizada por los jefes realistas antes de marcharse. La bahía se veía desolada en su desnudez; ni la sombra de una embarcación rompía la lisa superficie del mar. La esperanza que alentaba el brigadier O’Higgins al enviar al batallón “Cazadores de los Andes” a Valparaíso para iniciar los planes conducentes a la organización de una escuadra también se desvanecían. Muy pronto lo supo el comandante de aquel cuerpo, el coronel argentino Rudecindo Alvarado, mozo de veintisiete años, oriundo de la provincia de Salta y valeroso veterano de la titánica travesía de Los Andes. Acampaba en la hacienda “Las Tablas”, donde sus hombres custodiaban a numerosísimos soldados realistas aprisionados en los alrededores, cuando se presentó ante él el escaso grupo de jefes patriotas que había reunido el comandante Santiago Bueras, los que galopaban hacia Santiago para ir a ponerse a las órdenes del brigadier O’Higgins. Ellos fueron los encargados de informar al coronel argentino sobre la fuga de los buques realistas, la destrucción de todos los elementos navales del puerto y también sobre la designación de autoridades transitorias encabezadas por el anciano comandante de Dragones Juan Miguel Benavente y el capitán José Santos Mardones. página treinta y tres


imultáneamente en Valparaíso y en forma cada vez más acentuada a medida que corrieron los días, se estaba produciendo algo raro, pero muy raro, al decir del viejo Tortell, nombrado oficialmente Capitán de Playa del puerto y uniformado como correspondía. Y los hechos que provocaban su extrañeza se hacían más palpables justamente en el almacén náutico de John Cullow. Este también se daba cuenta de que sucedía algo inusitado, pero se mantenía inmutable, fiel a su principio de que al que comprara y pagara con buena moneda era preciso venderle sin preguntar nada. Porque el caso era que entraban hombres de extrañas cataduras solicitando elementos navieros y por sus estrictos nombres marinos y en las medidas exactas. Por ejemplo: dieciséis cabos de veinticuatro varas cada uno y de dos filásticas, diez varas de merlín blanco cortado en trozos de media vara como para tomar rizos y así todo lo necesario para aparejar una arboladura con su velamen completo. El dependiente Jofré estaba abismado, apenas daba abasto para atender a todos los compradores. Pero tenía una sospecha que se le iba afincando cada vez más hondamente en el cerebro: que a todo ese grupo de malagestados desconocidos lo manejaba Thomas Martin, el tabernero que tenía su cantina en el puerto al pie del cerro Concepción. página ochenta y uno


l general San Martín permanecía en Santiago reclutando y adiestrando, con su silenciosa y porfiada actividad, a las tropas con que pensaba dar el ataque al virreinato del Perú. Para ello se mantenía en ininterrumpida correspondencia con las autoridades de Buenos Aires, que le enviaban armamentos, hombres y vestuario para completar aquella gigantesca tarea. Fue dentro de aquel continuo intercambio de mensajes que, el 14 de julio, recibió una noticia que lo dejó con el semblante contraído en una mueca de total abatimiento. -¡Tenía que suceder! -musitó amargamente-. No he dejado un instante de temerlo. El comunicado le anunciaba la llegada de refuerzos españoles. Las guarniciones militares del litoral patagónico habían avistado a dos buques de guerra, notoriamente cargados de tropas, navegando en ruta al Cabo de Hornos y el comodoro inglés Bowles, destacado en su fragata “Amphion” en los mares del sur, reveló confidencialmente al Director Supremo de las Provincias del Plata, Juan Martín de Pueyrredón, que se trataba de las fragatas “Esmeralda” y “Perla” que transportaban a Chile al célebre regimiento “Infantes de Burgos”. San Martín conocía sobradamente la calidad de los veteranos que formaban en las filas de página ciento trinta y tres


l general San Martín y el Ministro de Guerra José Ignacio Zenteno apelaban a todos los recursos imaginables para acumular materiales y aprestar hombres destinados a la gran empresa de liberar al Perú del dominio español, acuciados por la amenaza cada vez más cierta de la escuadra virreinal. Ya no eran solamente la “Sebastiana” y el “Potrillo” los buques que bloqueaban el litoral chileno, sino que se les habían agregado las fragatas “Prueba” y “Venganza”. No obstante, ese bloqueo no lograba impedir la entrada de buques extranjeros y de una legión de aventureros a Valparaíso. El 10 de agosto habían fondeado dos bergantines ingleses: el “Livenia” y el “María”, cargados con valioso contrabando. Tres días más tarde, los fuertes anunciaban la llegada de otros dos; el primero ostentando la bandera de Gran Bretaña y el segundo, la blanca y celeste del Ejército de los Andes. Tan pronto echaron sus anclas, el capitán y el piloto de este último se presentaron ante el gobernador Alvarado. Este se quedó atontado por el desconcierto al reconocerlos. Eran nada menos que William McKay y Thomas Martin que venían a poner su barco al servicio de Chile. -¿Qué barco, por mil diablos?- estalló el gobernador.

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