Lo que dicen tus ojos

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Mauricio, y lo entretenía con interrogatorios y anotaciones; le pedía descripciones detalladas de las ciudades, oasis y desiertos que había conocido; las costumbres de los beduinos eran de su mayor interés, y la relación casi espiritual con sus caballos lo entusiasmaba especialmente. Francesca ansiaba escuchar esos diálogos, segura de que el nombre Kamal Al-Saud se deslizaba varias veces. Una noche, mientras despedían a Méchin y a Le Bon en el vestíbulo, Mauricio preguntó cuándo regresaría Kamal de Washington. «Washington», se repitió Francesca, inexplicablemente satisfecha de saber que se encontraba fuera de Riad. Cientos de veces se había preguntado por qué no acompañaba a sus amigos en las visitas a la embajada. Inclinada a pensar que Kamal no la recordaría en absoluto o apenas como a una chiquilla insolente, se propuso olvidarlo. «¿Y ese beso?», insistía, mientras se miraba la muñeca y recordaba aquellos labios gruesos y suaves sobre sus venas.

—¿Dónde está Kasem? —preguntó Francesca, desde la puerta de la cocina. —Salió con el embajador; dijo que volverían tarde. —¿Y M alik? —Aquí estoy, señorita —respondió el árabe, y se personó en la cocina. Francesca tenía la impresión de que M alik poseía el don de la ubicuidad; un momento lo veía en el despacho del embajador, empeñado en papeles y expedientes, y al instante siguiente lo encontraba en el corredor, siempre en actitud de acecho. —Te necesito —dijo, y se mostró segura y parca—. Debes llevarme al zoco. El hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento y salió. —¿Puedo llevar tu abaaya, Sara? La mía aún no se seca. —Tú eres mucho más alta que yo, no te cubrirá bien las piernas. —¡Oh, Sara, sólo será un momento! En medio del desquicio del zoco nadie verá si tengo las piernas cubiertas o si llevo minifalda. —¿M ini qué? —preguntaron a coro Sara y Yamile. —M inifalda, una falda que llega hasta aquí. —Y señaló su muslo. —¡Por Alá misericordioso! —exclamó la argelina—. ¿No prefieres enviar a Yamile, incluso a mí? ¿Qué tienes que comprar? —Debo ir yo misma. Esta mañana el embajador me pidió que comprase un obsequio para la esposa del embajador de Italia, y fue muy minucioso y detallista en cuanto a lo que quería. Debo ir yo —insistió. Francesca se envolvió en la túnica y marchó hacia el automóvil. Al salir del barrio diplomático, la ciudad se colocó su traje oriental, rústico y pintoresco. Las mujeres, cubiertas por completo, circulaban en grupos, con la cabeza baja y las manos a la altura del rostro para sujetar la túnica, seguidas por niños y perros. Malik detuvo el coche y dio paso a un pastor y a sus cabras; a unos metros, otro hombre luchaba con un buey empacado. En el zaguán de una casa, divisó gallinas y pavos que picoteaban entre las juntas de los adoquines, y a dos bebés, sucios, sin más ropa que los pañales, que gateaban en medio. Apartó la vista, asqueada. Arriesgándose, se descubrió el rostro para observar más claramente, entre la filigrana de una ventana, el destello de unos ojos que la contemplaban con tristeza pues brillaban de lágrimas. Malik puso en marcha el automóvil y, rápidamente, siguió calle abajo. La tristeza de ese


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