Lo que dicen tus ojos

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y corriente. Entró en la antesala sin llamar. —Buenos días —saludó Francesca, y se puso de pie. —Buenos días —respondió, y la estudió con impertinencia de arriba abajo, mientras se quitaba los guantes y los arrojaba sobre el escritorio. —¿Eres la nueva secretaria? —preguntó. —Sí. Francesca De Gecco, mucho gusto. —Yo soy la esposa del señor cónsul —afirmó. Francesca volvió a sus asuntos, mientras la señora hacía igual entrada triunfal en el despacho de su esposo. —Desde la primera vez que te vi supe que habría problemas con la condesa —afirmó Marina, en el almuerzo. —¿La condesa? —se extrañó Francesca. —Así llamamos a la mujer del cónsul. ¿No ves que se cree la dueña del mundo? Anita, la anterior secretaria, la que murió en ese accidente que te conté, era la amante de tu jefe. ¡Sí, todos lo sabíamos! Pero la condesa lo descubrió con lo del accidente. El cónsul y Anita volvían de un fin de semana en Mónaco. Se debe de querer morir la señora con la nueva secretaria de su marido. Si Anita era linda, tú lo eres diez veces más. Francesca no reparó en el halago; la confidencia que acababa de escuchar le revoloteaba en la cabeza y, persuadida de que la mujer celosa de un hombre infiel no se quedaría de brazos cruzados si creía que un peligro inminente acechaba la mellada voluntad de su marido, trató de calcular de qué manera la afectaría. —¿No te comenté —prosiguió Marina— que me llegó una invitación para la fiesta del Día de la Independencia de Venezuela? —¿Ah, sí? —Nos vamos a divertir muchísimo. —Como mi jefe no me necesita, había pensado no ir. —Estás loca. La pasaremos muy bien. Los venezolanos festejan el 5 de julio a bombo y platillo. Esa noche, mientras se aprestaban para la fiesta, Marina notó a Francesca sumida en la melancolía; se maquillaba como un autómata y no esbozaba palabra. Sin otro recurso, le comentó: —A tu lado parezco un insecto. —Y Francesca se echó a reír—. Al menos logré que por un instante olvidaras eso que te tiene tan triste. El edificio de la embajada venezolana, un hotel particulier del siglo XVIII, adornado con banderas y guirnaldas, resplandecía al fulgor de los colores patrios. La música folclórica y el bullicio de la fiesta se escuchaban desde la calle. Francesca y Marina entraron en el salón cuando el embajador venezolano dirigía unas palabras en inglés a los invitados, entre los cuales se destacaba en primera fila un grupo de árabes con largas chilabas y tocados con cordón. —¿Árabes? —preguntó Francesca, por lo bajo. —Es por la OPEP. —¿La qué? —Después te explico. El corto discurso del embajador recibió un cálido aplauso. Alguien exclamó: «¡Viva la patria! ¡Viva Venezuela!», y el resto acompañó con hurras y bravos, a los que siguieron música y baile. Los


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