De la Urbe 41

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Agosto de 2008

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CRÓNICA

Solo yo puedo absolverme: Framb

Foto: Isabel González

A mediados de diciembre de 2007 un semanario reseñó que un escritor había prestado su ayuda al suicidio de su madre en un apartamento en la Floresta, intentando luego suicidarse también. El hecho, de grandes connotaciones morales y sin ningún precedente conocido en el país, sucedió el 21 de octubre de 2007. Y Carlos Framb, sin haberlo previsto ni deseado, sobrevivió para ser acusado por homicidio agravado, y juzgado luego en un proceso que terminó con una absolución no esperada. Paula Camila Osorio Lema paulacamila.dragonverde@gmail.com

Tai es la compañia de Carlos Framb en su retiro de escritor.

Los hechos La noche del sábado 20 de octubre, Carlos Framb preparó un coctel de morfina, benzodiacepina y vodka que en la madrugada del domingo, su madre, Luz Mila Alzate Henao, ingirió voluntariamente con el objetivo de poner fin a su vida y detener, de una vez, los dolores físicos y emocionales que desde hacía varios años padecía. Tenía 82 años de edad, estaba prácticamente ciega por efecto de tres enfermedades ¬–degeneración de retina, glaucoma y cataratas–, sufría de osteoporosis y de una osteoartritis dolorosa por la que estaba siendo medicada con opiáceos. Con miras al acto final, almacenó durante varios meses una de las dos dosis diarias de benzodiacepina que le habían sido prescritas para tratar la depresión y el insomnio. Llegado el momento, bebió el brebaje sin drama ni arrepentimiento, para quedarse luego dormida en lo que Carlos Framb describe como una muerte apacible. No está de más aclarar que a pesar de su inamovible fe y religiosidad, era la madre una mujer de mente abierta y una posición muy liberal con respecto a temas controversiales como el aborto, la eutanasia y la anticoncepción, capaz de escandalizar a cualquier joven pacato, según anécdotas y opiniones de sus dos hijos. Hasta hacía cerca de seis años, había vivido con su esposo, sus dos hijos y dos hermanas mayores. Pero la muerte, en el lapso de tres años, de las hermanas y el esposo, la dejaron en una soledad que convirtió el deseo de morirse en un pensamiento de todos los días: “¿Por qué Dios no se acordará de mí?”, solía preguntarse, mientras pedía a sus hijos que la ayudaran a salir de la vida angustiosa que llevaba. El hijo es, por definición, un hombre liberal, que luego de lo sucedido jamás se vio agobiado por sentimientos de culpa, en consecuencia con lo que considera un acto racional, y por demás amoroso: “Solo yo, que sé todo lo que pasó, puedo absolverme, y saber que mi madre tuvo un final sereno, que dejó de sufrir, me produce cierta alegría”. Carlos, poeta de vocación y docente de profesión, ha prescindido de Dios y de la fe y no cree en los premios y castigos que suceden a la muerte: “eso me despoja del miedo a desaparecer”. Una suerte de desapego y la sensación de que con la muerte de la madre su vida quedaba despojada de sentido, lo motivaron a decidir la suya. Pero por la providencia o el azar, sobrevivió a su propia decisión, y se vio obligado a asumir las consecuencias de haber desafiado la moralidad de este pueblo rezandero y


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