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Juan Diego Posada Politólogo y estudiante de Periodismo jdposadap@hotmail.com
U
n día, una caja de libros llegó a mi casa en manos de mi madre. Cuando pregunté por la procedencia de dicha caja, la respuesta fue: “De Paula, la hija de mi amiga”. Esta Paula era Paula Ospina, quien ingresó a la Universidad Nacional en 2002, con dieciséis años, justo después de graduarse, a estudiar Ciencia Política. Era la única mujer de su familia que llegaba a la Universidad. Marx, Mao y Orlando Fals Borda hacen parte de mi biblioteca ahora. Cuando leo algunas líneas, puedo imaginar a Paula al mismo tiempo, sentada en su cama, tomando un poco de café, devorando libros, los cuales podía leer enteros en dos o tres días, según doña Beatriz, su madre. “Paula, dormí”, le rogaba. Así como los libros adornaban la mesa de noche de Paula; hoy, en un nochero de la casa de Beatriz, una foto de su hija, quien sostiene un girasol ilumina la habitación de huéspedes. Su sonrisa, como el sol, brilla; contrasta con su piel trigueña. Mientras cocina, Beatriz habla sobre el gusto de su hija por las mariposas. Las mismas que, adheridas al metal de la nevera, en forma de imanes, están pegadas como pequeños recuerdos de su presencia. “A Paula, le encantaba dibujarlas”, dice. Lo mismo sucedía con las libélulas. “Todas las piyamas de la familia tenían que ver con las libélulas de Paula”, relata Beatriz. Se encargaba de buscar cuanta pintura le fuese posible para pintar libélulas en las ropas con las que dormía. Corrían diez días de febrero de 2005, cuando Paula se encontró
No. 82 Medellín, diciembre de 2016
con la peor parte de su destino en un laboratorio del bloque 1 de la Universidad de Antioquia. Una explosión de “papas bomba”, en el marco de las protestas contra las rondas de conversaciones del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Colombia, afectó de gran manera a Paula y a su amiga Magaly, ambas víctimas del impacto. Paula Andrea Ospina, de diecinueve años, y Magaly Betancur, de veinte, estudiantes de la Universidad Nacional Sede Medellín, de Ciencia Política e Ingeniería, respectivamente, morirían días después a causa de sus heridas. Las pintas que en nuestra Ciudad Universitaria rememoran el nombre de Paula están, como la casa de su madre, llenas de colores. “Porque es mejor recordarla así”, dice Beatriz, mientras se le quiebra la voz. Entre girasoles, mariposas y libélulas, se ha encargado de dejar algunos de sus más valiosos recuerdos a la vista, esos que ayudan a revivirla sin torturarla. Pero, por otro lado, ha dejado ir otros que prefiere encargar al olvido. Ese olvido benigno que se lleva los fantasmas.
Precisamente, en un acto de liberación, Beatriz ‘dejó ir’ a Paula por medio de algunos de sus objetos, como los libros que hoy todavía puedo leer. Los mismos con los que mi madre llegó aquel día a casa, como un regalo de Beatriz, pero como un legado de Paula. Mientras la mamá de Paula corta los vegetales para la ensalada del almuerzo que, amablemente, me prepara, pienso en aquellas personas que han muerto y con las cuales, de una u otra forma, tengo cercanía. Las que conozco han caído dentro de la Universidad y, cuando camino desapercibido, me encuentro con sus rostros inmortalizados en los muros de los claustros académicos. A Paula nunca la conocí, pero puedo leerla entre líneas por sus libros, y en lo poco que subrayaba en ellos. Esos libros de Marx, Mao y Fals Borda hoy hacen parte de mi biblioteca; pero cuando abro sus primeras páginas, están marcados con otro nombre: Paula Andrea.