Stanislaw Lem - El invencible

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Stanislav Lem

El invencible

durante estos millones de años, los procesos evolutivos habrían proseguido. Naturalmente, no encontraríamos vertebrados, pero sí otras formas de vida orgánica, más primitivas. ¿No ha notado la ausencia total de vida en el litoral oceánico? —Lo he notado, desde luego. Pero ¿eso qué significa? —Mucho. Por lo general, la vida aparece primero en las costas y emigra luego a las profundidades de los mares. No es posible que aquí haya ocurrido algo diferente. Algo tuvo que obligarlos a que abandonaran las costas, y algo les impide aún hoy que vuelvan a tierra firme. —¿Por qué supone tal cosa? —Porque los peces se asustan de las sondas. En los planetas que conozco, no he visto animales que temieran a las máquinas. Jamás se asustan de lo que nunca han visto. —¿Quiere usted decir que estos peces ya han visto sondas antes de las nuestras? —No sé lo que vieron. Pero ¿para qué otra cosa puede servirles el sentido magnético? —¡No tengo la menor idea! —exclamó Rohan. Observó las despedazadas guirnaldas de metal y se asomó por encima del parapeto. El aire desplazado por el robot estremecía las puntas dobladas de las ramas. Ballmin arrancaba con unas pinzas los alambres que sobresalían de la abertura. —Quiero decirle una cosa —prosiguió el paleontólogo—. Aquí no ha habido jamás temperaturas elevadas, el metal no está oxidado. Por lo tanto, esa hipótesis de un incendio… —Aquí, cualquier hipótesis se derrumba –murmuró Rohan— Por otra parte, no veo qué relación puede haber entre este laberinto de metal y la desaparición de El Cóndor. Aquí, todo está muerto. —Tal vez no siempre haya sido así. —Hace mil años, tal vez, pero no unos pocos años atrás. No tenemos nada más que hacer en este sitio. Bajemos. No volvieron a hablar mientras el robot descendía frente a los semáforos verdes del campamento. Rohan ordenó a los técnicos que conectaran las cámaras de televisión y transmitieran las novedades a El Invencible. Mientras, se retiró con los científicos a la cabina del vehículo principal. Abrieron la válvula de entrada de oxígeno, y luego se dedicaron, todos, a devorar sándwiches ya beber el café de los termos. La blanca luz fluorescente de la lámpara del cielo raso fue un alivio para Rohan, luego del diurno resplandor rojizo del planeta. Ballmin escupió en una servilleta de papel; la arena se le había metido en la máscara de oxígeno y le crujía entre los dientes. —Esto me recuerda algo… —dijo de pronto Gralew, mientras cerraba el termo. Los espesos cabellos negros le brillaban a la luz del neón—. Les diré de qué se trata, pero si no lo toman demasiado en serio. —Si eso te ayuda a pensar, bienvenido sea –dijo Rohan con la boca llena—. Habla, a ver. —No hay una relación directa. Pero hace tiempo me contaron algo, una especie de cuento de hadas. A propósito de los habitantes de la constelación de Lira… —No es un cuento de hadas. Existieron. Achramian les dedicó una monografía —observó Rohan. A espaldas de Gralew, una lucecita empezó a parpadear: estaban en comunicación con El Invencible. —Sí. Según Payne, algunos consiguieron salvarse. No estoy seguro de que haya algo de verdad en esa hipótesis. Para mí, todos perecieron cuando estalló la nova. —Eso ocurrió a dieciséis años—luz de este planeta –dijo Gralew—. No conozco el libro de Achramian. Pero leí, no recuerdo dónde, que habían tratado de escapar. Quizá enviaron astronaves a los planetas de los otros "soles" galácticos. Se sabe que conocían los principios de la astronáutica. 27


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