Yo soy malala

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La noche anterior los nervios apenas nos dejaban dormir. El viaje duraba unas cinco horas siempre que la carretera no estuviese bloqueada por desprendimientos de tierra o estuviera inundada, y el minibús salía a primera hora de la mañana. Nos abríamos paso en la abarrotada estación de autobuses de Mingora con bolsas llenas de regalos para nuestra familia, velos bordados y cajas de dulces de pistacho y rosas, así como medicinas que no podían conseguir en la aldea. Alguna gente llevaba sacos de azúcar y harina y la mayor parte de los bultos iban sobre el techo del autobús, atados en una enorme pila. Entonces entrábamos nosotros, apretujándonos y peleando por conseguir los sitios junto a las ventanillas, que estaban tan sucias que apenas se podía ver nada por ellas. Los autobuses de Swat tienen pintadas a los lados escenas con brillantes flores rosas y amarillas, tigres naranjas como neones y montañas nevadas. A mis hermanos les gustaba cuando cogíamos uno que estaba decorado con cazas F-16 o misiles nucleares, aunque mi padre decía que si nuestros políticos no se hubieran gastado tanto dinero en construir la bomba atómica, tendríamos suficiente para escuelas. Salíamos del mercado, dejábamos atrás los carteles de sonrientes bocas rojas de los dentistas, las carretas llenas de jaulas de madera en las que se apiñaban gallinas blancas de picos escarlata y ojos saltones, y joyerías con escaparates llenos de brazaletes de oro para las novias. Las últimas tiendas eran chozas de madera que parecían apoyarse unas en otras, ante las cuales había pilas de llantas arregladas para las malas carreteras que nos esperaban. Entonces salíamos a la carretera principal, construida por el último valí, que discurre paralela al ancho río Swat a nuestra izquierda y, a la derecha, rodea los riscos con sus minas de esmeraldas. También había restaurantes para turistas con grandes ventanales de cristal y vistas al río, en los que nosotros no habíamos estado nunca. En la carretera pasábamos junto a niños de caritas polvorientas, doblados bajo el peso de los grandes haces de heno que cargaban a sus espaldas, y hombres que conducían rebaños de lanosas cabras que iban pastando de un sitio a otro. A medida que nos alejábamos, el paisaje se transformaba en campos de arroz de un verde exuberante y huertos de higueras y melocotoneros. A veces pasábamos junto a pequeñas fábricas de mármol que vertían sustancias químicas a los riachuelos próximos cuya agua se volvía blancuzca a su paso. Aquello indignaba a mi padre. «Mira cómo esos criminales contaminan nuestro maravilloso valle», decía siempre. La carretera abandonaba el río y subía serpenteando por angostos pasos de montañas cubiertas de abetos; cada vez más alto y más alto hasta que los oídos se nos taponaban. En la cima de algunos picos había ruinas sobre las que los buitres formaban círculos: los restos de las antiguas fortalezas construidas por el primer valí. Al autocar le costaba trabajo aquella subida y el conductor maldecía cuando


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