Yo soy malala

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incluido el jefe del estado mayor, su secretario militar y el alto comisionado de Pakistán en Londres, que, después de la doctora Fiona, había sido mi tutor oficial en el Reino Unido hasta que llegaron mis padres. Antes que nada los médicos advirtieron al presidente que no mencionara mi rostro. Entonces entró a verme con su hija más joven, Asifa, que tiene unos años más que yo. Me trajeron un ramo de flores. Me tocó la cabeza, como es nuestra tradición, pero a mi padre le preocupó, pues no tenía hueso, sino sólo piel para protegerme el cerebro, y bajo el velo mi cabeza era cóncava. El presidente habló después con mi padre, que le dijo que éramos afortunados de que me hubieran traído al Reino Unido. «Podría haber sobrevivido en Pakistán, pero allí no habría tenido la rehabilitación y habría quedado desfigurada —dijo—. Ahora su sonrisa está volviendo». El señor Zardari dijo al alto comisionado que diera a mi padre un puesto de agregado de educación para que tuviera un sueldo del que vivir y un pasaporte diplomático a fin de que no tuviera que solicitar asilo para permanecer en el reino Unido. Esto alivió a mi padre, que se preguntaba cómo haría para pagar las cosas. Gordon Brown, en la ONU, también le había pedido que fuera asesor suyo, un cargo no retribuido, y el presidente le dijo que le parecía bien; podía hacer las dos cosas. Después de la reunión, el presidente Zardari me describió a los medios de comunicación como «una joven extraordinaria y un motivo de orgullo para Pakistán». Pero en Pakistán no todo el mundo era tan positivo. Aunque mi padre había intentado ocultármelo, yo sabía que alguna gente estaba diciendo que era él quien me había disparado, o que nadie me había disparado y que todo era un montaje para marcharnos a vivir al extranjero. El nuevo año de 2013 empezó felizmente cuando por fin me dieron el alta a principios de enero y pude volver a vivir con mi familia. La Alta Comisión de Pakistán había alquilado para nosotros dos apartamentos con todos los servicios en una plaza moderna en el centro de Birmingham. Los apartamentos estaban en el décimo piso del edificio, que era más alto de lo que ninguno de nosotros había estado nunca. Yo bromeaba con mi madre, pues después del terremoto, cuando nos encontrábamos en un edificio de tres pisos, ella decía que nunca más volvería a vivir en un bloque de pisos. Mi padre me contó que, cuando llegaron, había tenido tanto miedo que dijo: «¡Me voy a morir en este ascensor!». Estábamos muy felices de ser una familia de nuevo. Como siempre, mi hermano Khushal era irritante. Los chicos se aburrían encerrados esperando que yo me recuperara, alejados del colegio y de sus amigos, aunque a Atal le


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