Yo soy malala

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Una paz extraña

CUANDO las escuelas de mis hermanos volvieron a abrir después de las vacaciones de invierno, Khushal dijo que él prefería quedarse en casa como yo. A mí me indignó aquello. «¡No te das cuenta de la suerte que tienes!», le dije. Era extraño no ir al colegio. Ya no teníamos televisor porque nos lo habían robado mientras estábamos en Islamabad, utilizando la escalera «de huida» de mi padre para entrar. Me habían regalado un libro de Paulo Coelho, El alquimista, una fábula sobre un pastor que va hasta las pirámides en busca de un tesoro, cuando todo el tiempo lo había tenido en casa. Me encantó y lo leí una y otra vez. «Cuando quieres algo, todo el universo se conjura para que realices tu deseo», dice. Creo que Paulo Coelho no se ha topado nunca con los talibanes y nuestros políticos inútiles. Lo que no sabía era que Hai Kakar estaba manteniendo conversaciones secretas con Fazlullah y sus comandantes. Los había conocido en entrevistas y les estaba instando a que reconsideraran su prohibición de que las niñas fueran a la escuela. «Escuche, maulana —dijo a Fazlullah—. Ha matado, ha ejecutado, ha decapitado, ha destruido escuelas y no ha habido protestas en Pakistán. Pero cuando prohibió la educación de las niñas, la gente alzó la voz. Incluso los medios de comunicación pakistaníes, que hasta ahora han sido tan blandos con usted, están indignados». La presión de todo el país surtió efecto y Fazlullah accedió a levantar la prohibición para las niñas hasta los diez años, es decir, hasta el cuarto curso. Yo estaba en el quinto curso y algunas de nosotras fingíamos ser más pequeñas de lo que realmente éramos. Empezamos a ir a la escuela otra vez, vestidas con ropa


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