Pío baroja
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parecían repugnantes. Ver un atleta en un producía una repulsión invencible. El ideal de su vida era un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre cristalino, con una claridad
pagano
le
circo, le
blanca, sin Un sol bestial; la mujer soñada era una mujer algo rígida, de nervios de acero; energía de domadora y con la menor cantidad de carne, de pe-
cho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento sexuales. Una noche de Carnaval en que Fernando llegó a la madrugada, se encontró con su tía Laura, que estaba haciendo té para Luisa Fernanda, que se
casa a
hallaba enferma.
Fernando se sentía aquella noche brutal; tenía el cerebro turbado por los vapores del vino. Laura era una mujer incitante, y en aquella hora
aún más. Estaba despechugada; por entre la abertura de su bata se veía su pecho blanco, pequeño y poco abultado, con una vena azul que lo cruzaba; en el cuello
una cinta roja con un lazo. Fernando se sentó junto a ella
tenía
cómo hacía todos
sin decir
una pa-
preparativos,
caagua, apartaba después la lamparilla del alcohol, vertía el líquido en una taza e iba después hacia el cuarto de su hermana con el plato en una mano mientras que con la otra movía la cucharilla, que repiqueteaba con un tintineo alegre en la taza. Fernando esperó a que volviera, entontecido, con la cara inyectada por el deseo. Tardó Laura en labra;
vio
lentaba
los
el
volver.
— <:Todavía estás aquí? —
—Sí.
— Pero, ¿qué quieres?
le
preguntó a su subrino.