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Oaxaca: amores de cantera verde y grana cochinilla

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Kati Horna

Kati Horna

Carlos A. Peimbert Moreno

Este año recorrí con parsimonia el calendario ritual de la vieja Antequera. Joy Laville contaba, como otros tantos fuereños que se han quedado prendados de ella: “Oaxaca es vida. No hay nada igual. El color de la piedra, la vitalidad del mercado, lo soberbio de sus iglesias, las rejas y balcones, los zaguanes y callejones, las flores que se trepan por los muros, las mujeres en sus trajes de la sierra”. La han llamado la Antequera verde, por el color de sus muros que reverdecen cada año después de las lluvias. Pero si Oaxaca tuviera que ser de un solo color, sería grana, por el color que dan los insectos del nopal y que pintan paredes de iglesias, hilos de lana y dulces de maíz, canela y leche.

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Este texto es mi profesión de amor eterno hacia la muy noble y leal ciudad de Antequera y su valle y marquesado de Oaxaca. Esta tierra es repositorio de tradiciones antiguas, como el chocolate, que le ha dado tanta fama. La forma de prepararlo es un resabio de la Nueva España: se muelen en puños iguales cacao, azúcar, almendras, especias orientales, canela y clavo. Esta molienda se disuelve tanto en agua como en leche y es de rigor tomarla en el desayuno y la merienda.

Todos Santos

En la fiesta de Todos Santos, en el valle de Oaxaca, se esparce el aroma del pan desde las villas de Mitla y de Zaachila. En sus panaderías se hornea el pan de yema, espolvoreado con ajonjolí, que se decora con hermosas figuras florales de azúcar y con caritas de angelitos, ánimas, santos y esqueletos. Este pan se coloca en la mesa de los santos, rodeada por velas de cera virgen.

Cada vez que vengo a Oaxaca, después de una noche atribulada en la carretera, voy en busca de un tamal de mole negro o amarillo de Domitila, a la entrada de uno de los dos mercados centrales. Creo que vuelvo a la ciudad más por glotonería que por superstición. En el mercado compro artículos para la fiesta. Las flores de cempasúchil o caléndulas, más pequeñas, apretadas y gorditas que las de Atlixco. Las caritas de masa muerta para el pan, entierritos de cartón y garbanzo, calaquitas vestidas de tul rosa y con pelo de algodón. Mañana iré a Abastos por unos sahumerios verdes de tres pies y quizá por más flores y yerbas. Cuando he tenido tiempo, me he ido incluso hasta Ejutla, a comprar bombones, dulces de licor con figuras de arpas, vihuelas y ánimas, receta de las monjas concepcionistas.

Una amiga me recomienda visitar el panteón de Atzompa en la víspera de Todos Santos. Atzompa es un pueblito por el camino de Monte Albán. Tienen merecida fama su alfarería vidriada que se reconoce lo mismo en una cazuela que en una sirena. A su panteón hay que llegar pasada la medianoche. Está en una ladera y es pequeño y estrecho. Las luces de las velas se confunden en el horizonte con las de los focos que alumbran las casitas. Una banda toca frente al portal donde están las autoridades municipales. Todo el pueblo parece congregarse ante las tumbas de sus difuntos. Hay algunas abandonadas. Los visitantes las pisan con frecuencia, y son funcionales, pues facilitan el tránsito. Entre ellos, los extranjeros son quienes parecen más confundidos, tienen cara de querer aparentar un propósito para justificar su interrupción en ceremonias ajenas.

Terminaré este recuento como Manuel Toussaint terminó el suyo sobre Tasco: “Este escrito sólo encierra fantasías literarias”.

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