Cuentos para el andén nº12

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andéndos

Dos veces Line Renaud Ignacio Ferrando

TRAS la muerte de Fedra, nunca pensé en volver a ser feliz. Me levantaba a mediodía, bebía mucho, rellenaba el tiempo. Las tardes se quebraron entre botellas y concursos de televisión. A las siete, las paredes del piso se volvían una celda insoportable. Entonces bajaba al parque. A esa hora, los gritos de los niños habían cesado y los turistas descansaban en sus hoteles. El bosque se había convertido en una masa apretada de grises y verdes, de sombras entrelazadas. Fue precisamente en el laguito de Saint George, a esa hora, donde encontré a Isabel Gadez. Estaba en la orilla. Parecía ida, como idiotizada por la inmóvil superficie del lago. Abajo, a sus pies, se movían los barbos, casi deslizándose, como besando el borde de su vestido. El caso es que no se parecía a Fedra, al menos no entonces. Le dije algo, le pregunté algo. No recuerdo exactamente qué, pero nuestra vida, desde ese día, ha sido una consecuencia súbita, una apremiante necesidad de desdibujar a Fedra, de anular sus espacios, sus ritos, de olvidar su presencia y llenar sus cajones de pijamas y sostenes, de objetos que la neutralicen. Es cierto que con Isabel no ha habido los mismos excesos, pero tampoco lo contrario. La nuestra es una felicidad sostenida, ardua, que tiene mucho de complaciente. Viéndola ahora en el salón, mientras tatarea esa musiquita de Line Renaud -cuyo título no recuerdo-, reparo en la coincidencia. También Fedra, aquella tarde, cantaba la misma canción. También entonces le pregunté por el título. También ella dejó el aspirador a un lado, se encogió de hombros y brincó al borde de la ventana, "no sé", dijo. Fedra tenía esa maldita costumbre. De un salto se subía 8


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