Cuentos para el andén Nº47

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entrecocheyandén

Divino Tesoro Virginia del Baño Alumna de Escuela de Escritores

LA maleta llamó nuestra atención desde el primer momento, ¿sabe usted? Era una maleta de cuero bueno, nada de esas guarrerías que venden las tiendas de los chinos. No era muy grande, no, y el corte era moderno, de los de ahora, que para el caso es lo mismo que se estilaba hace cincuenta años. Una igualita que esa llevaba mi Julián en sus tiempos de cartero. Era el cartero aquí, ¿sabe? En fin, ya le digo, una maleta de cuero con sus correas bien rematadas, sus dos hebillas, su asa para colgar al hombro, sus remaches… vamos, una maleta, qué quiere que le diga, siento no poderle dar más detalles. Solo con verla supimos que habíamos acertao. Nos mirábamos entre nosotras y aguantábamos la risa, porque ahí sí que ya no podíamos echarnos para atrás. Ya ve usté, la maleta abierta de par en par sobre la mesa de mi salón, que veíamos todos los bolsillitos de dentro, de esos de rejilla que se cierran con un corchete plateado, cada uno con sus pastillitas de colores. A mí me daba risa de mi pastillero tan triste. Pensaba en mi pastillero y me daba la risa. No señora, ahí todavía no nos habíamos tomado ninguna de las que traía el chico. No me preocupo, pero ponga cuidao, que al final son ustedes los que lían las cosas con tal de llevarse a alguien al calabozo. El muchacho tuvo que quitar todas las tonterías que tengo en la mesa para poder abrir la maleta. Sí, todo eso que ve apilado ahí encima. Las figuritas de porcelana, las fotos… Ésa que tiene usted en la mano es del Julián y mía, de cuando nos íbamos a bañar al río. Sí que era guapo, sí. No sabe usted lo que daría yo ahora mismo por viajar en el tiempo y bañarme otra vez con él en el río. Nos bañábamos con la mismita ropa que trajimos al mundo, ¿sabe? Esperábamos a la hora de la siesta y salíamos de casa como dos niños planeando una trastada, sin mirarnos, para que nuestra risa no levantase ninguna persiana. No le diga a mi hija que le he contado esto, que se me muere del susto. En una de esas siestas la encargamos a ella, que no entiendo todavía cómo me ha salido tan sosa con el empeño que pusimos... ¡Uy!, per-

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