Cuentos para el andén Nº31

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andénuno

traje, un nuevo bolso de viaje, un maletín con el muestrario y un nuevo par de zapatos. Los zapatos me hacían un daño de mil demonios. Desde entonces nunca he vuelto a llevar zapatos nuevos cuando emprendo un viaje. Llevaba la billetera repleta con el dinero de las dietas. También me gustaba el dinero. Siempre que tengo dinero en el bolsillo y cojo el tren para viajar a otra ciudad, tengo la sensación de que mi vida comienza de nuevo. Cuando monté en aquel tren, tuve la sensación de que mi vida comenzaba de nuevo. Como iba diciendo, en aquella ocasión viajé a Baltimore. Llegué a media tarde. Reservé una habitación sencilla en el hotel Carrollton. Había agua corriente, pero no tenía baño. La tarifa era de cuatro dólares al día, incluidas cuatro comidas abundantes, si las querías. Recuerdo que el hombre que recogía el sombrero a la entrada del comedor no entregaba resguardo, pero nunca se equivocaba al devolverle su sombrero a cada cliente. Una propina de diez centavos era más que suficiente. Los camareros eran educados y de apariencia distinguida. El comedor estaba en el segundo piso. Permanecí allí dos días y gané lo suficiente para cubrir mis gastos y mi sueldo con un margen ligeramente inferior al precio de venta estimado por la sede de mi oficina. Cuando regresé el jefe me felicitó. Aquél fue mi primer éxito, el primero de una larga lista de éxitos. Para entonces mi madre había muerto y mis hermanos estaban casados. No vi mucho a mi madre en sus últimos años de vida y siempre lo he lamentado. No me interesaba demasiado por lo que hacían mis hermanos. Tenía mi propia vida. Siempre estaba ocupado. Dondequiera que mirara, cualquier forma y color, e incluso la lluvia o la nieve, me recordaban las reuniones de ventas y los zapatos. Comencé a forjarme una reputación. Trabajé para esa empresa hasta 1894 y entonces me hicieron una oferta mejor en Syracusa, así que me mudé allí. En aquella época ganaba tres mil dólares al año. Viajaba en los trenes más rápidos, encargaba mi vestuario a un buen sastre y me albergaba en hoteles caros. Tenía muchos amigos y muchas mujeres. El

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