Las canciones pop hacen pop en mí, Brenda Ríos

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felicidad, tan frágil ella que no vale la pena pensar en comprarla. Dura poco y se rompe al menor sonido. La alegría en cambio es más simple, se conserva mejor, requiere menos atención, se concentra en el pecho y se va poniendo cómoda en el resto del cuerpo, que para entonces es un sofá mullido donde extenderse. Abro las puertas y todas la ventanas. Al cuerpo entra el día y el viento. Pero también el polvo de la ciudad, las formas de la ciudad. Ese polvo minúsculo que se pavonea en los rincones, que se va quedando para siempre pegado donde no se ve. Polvito invisible hasta que movemos los muebles al mudarnos de casa. Hasta que quitamos los cuadros y quedan las marcas. Los cuerpos que habitamos suelen no tener vista al mar ni a los parques. Nos conformamos con tan poco. Había un hombre que sólo tenía amor los sábados. Era su día de amar. Le era suficiente. Se gastaba de tal manera que el resto de la semana se lamía los dedos y los dientes y el pelo de una alegría vasta, una alegría hecha planicie. El resto de la semana asistía a su vida por encima, para él se guardaba la pasión como un centro de hambre, como una angustia, o un mal sueño. Los sábados llegaban de mañana y él era otro con su amante. Podía ser otro: desconocido para él mismo. Entraba en ella quitándose la ropa, los zapatos, la semana entera, las palabras dichas; era un hombre de valor. El amante, la idea de ella en su piel. La atmósfera de ella. El cuerpo de ella. Él era la forma de ella. Pero eso no lo supo ni lo sabría. La alegría es un acomodo del cuerpo, una espuma de saliva, un ruido apenas perceptible en la cama, ese burburjeo de tiempo ido, esa sensación de que algo acaba de pasar y fue notado aún sin que tengamos cómo nombrarlo. Estar presente es poner el cuerpo en el otro, conscientes de que el mundo no es eso. Pero tampoco lo que está afuera. Podría decir de la pasión y del sexo. Podría incluso decir que el sexo no es un refugio, es un día de playa, un lugar cualquiera donde el sol es posible y tremendo. Un sol calcinante, necesario, un sol que gotea, un sol famélico e insaciable. Nos tendemos a él, nos tendemos tal cual somos, sin resquicios de nosotros mismos. Sin palabras, porque, como ya dije, hay conceptos que no pueden ser nombrados. 121


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