Entrevista a Álvaro Pombo. Por Carmen de Eusebio.

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Álvaro Pombo: «El único personaje que se parece al artista o al escritor es el santo» Por Carmen de Eusebio



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Álvaro Pombo (Santander, 1939) es miembro de la Real Academia de la Lengua, poeta, narrador y articulista. Ha publicado las novelas Relatos sobre la falta de sustancia (1977), El parecido (1979), El héroe de las mansardas de Mansard (1983. Premio Herralde de Novela), El hijo adoptivo (1984), Los delitos insignificantes (1986), El metro de platino iridiado (1990. Premio Nacional de la Crítica), Aparición del eterno femenino contada por S. M. el Rey (1993), Telepena de Celia Cecilia Villalobo (1995), Vida de San Francisco de Asís (1996), Donde las mujeres (1996. Premio Nacional de Narrativa y Premio Ciudad de Barcelona), Cuentos reciclados (1997), La cuadratura del círculo (1999. Premio Fastenrath de la RAE), El cielo raso (2001. Premio de novela José Manuel Lara), Una ventana al norte (2004), Contra natura (2005. Premio Salambó y Premio Ciudad de Barcelona), La Fortuna de Matilda Turpin (2006. Premio Planeta), Virginia o el interior del mundo (2009), La previa muerte del lugarteniente Aloof (2009), El temblor del héroe (2012. Premio Nadal de Novela), Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (2013) y La transformación de Johanna Sansíleri (2014). Su último trabajo publicado es Un gran mundo (Destino, 2015).

Usted es un escritor que, por formación y vocación, ha tenido siempre presente la filosofía. ¿Qué significa, en su tarea como narrador, que su mente tenga perspectivas formales filosóficas? Creo que es, a simple vista, un inconveniente. El discurso narrativo, la inteligencia narrativa, es concreta, no abstracta. No funciona por conceptos unívocos, sino por campos semánticos o conceptos difusos o analógicos. La inteligencia narrativa está más cerca de la intuición poética que de la intuición filosófica. Así que una novela de alguien que tenga una formación filosófica o aficiones filosóficas, como tengo yo, o como tuvo Proust o Thomas Mann, por ciCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

tar sólo a éstos dos, puede con facilidad recargarse innecesariamente de disquisiciones y de conceptualismo, que dificultan, para el lector medio, la percepción de la novela como conjunto narrativo. Más allá de la simple vista, considerando las cosas con una cierta profundidad cultural, ¿qué duda cabe que la filosofía y la teología, y en particular la fenomenología que se inicia con Husserl y que es adoptada por filósofos como Merleau Ponty o especialmente por Jean Paul Sartre, han cumplido un importante papel generador de ocurrencias –lo que J. A. Marina denomina la inteligencia generadora– en la invención de las tramas y los asuntos narrativos? ¿Cómo no va a tener gran importan244


cia para un fabulador, un inventor de ficciones, el llamado argumento ontológico de San Anselmo, por no hablar del poder generatriz de textos como la Fenomenología del Espíritu, de Hegel? Dicho esto –que son preguntas que el ilustrado lector de esta entrevista puede contestar fácilmente por sí mismo– sólo queda decir lo que decía de la filosofía Paul Valéry, cuando comentaba una de sus famosas estrofas de El Cementerio marino: para este poema aseguró que había robado «el color de la filosofía». Sin duda, yo en esto siempre me he guiado por el color de la filosofía, el poderosamente atractivo y dramático color de la filosofía, visible en Bergson, visible en Ortega, visible en Heidegger. Desde el punto de vista filosófico, yo soy en mis textos narrativos sólo un buen ladrón de bicicletas.

bres, la sustitución de los nombres reales por nombres ficticios. Ninguna implicación, que yo vea. Excepto que, mediante ese sencillo cambio, se introduce en todo lo narrado el marcador «ficción». Si hubiera tratado de escribir un relato biográfico, lo hubiera hecho. Y me hubiera aburrido mortalmente. Lo que me ha divertido en esta ocasión, como en muchas otras, es trastornar la realidad real mediante el marcador «ficción». Quien tenga ojos para ver, que vea. Y quien no, que disfrute de mi ficción como se ha disfrutado siempre, como un juego, como un trampantojo, como una figuración que se nos asemeja y se nos desasemeja de continuo sin llegar nunca del todo a apresarla: a diferencia de la realidad, que puede aburrirnos mortalmente –salvo que se trate de un ataque de apendicitis, en cuyo caso lo apropiado es llamar al médico, no al narrador–. No cambio los nombres de mis personajes reales para ocultarlos o para ocultarme, sino sólo porque la ficción es más entretenida y más prometedora de felicidad que la realidad. La realidad corresponde a los juristas, a los historiadores, a los científicos y quizá también a los lógicos. Pero no a nosotros, los narradores y poetas inicuos.

Un gran mundo es la narración de una de las nietas de Elvira, una señora compleja y sencilla a un tiempo, inteligente y astuta, mundana y superficial que, a su vez, dejó unas memorias y una serie de poemas que su nieta utiliza en la rememoración y análisis del personaje. Elvira no parece una invención, sino alguien real. ¿Es así? Por sus datos podríamos deducir que es Ana de Pombo. ¿Por qué el cambio de nombre? ¿Qué implicaciones literarias tiene? La abuela de la narradora de Un gran mundo es, en efecto, Ana de Pombo, que de paso es también mi propia abuela materna. Pensé que así quedaba todo en familia. No sé qué implicaciones tiene la alteración de los nom-

¿Hasta qué punto su investigación ha sido exhaustiva? Hay personajes en la vida de Elvira / Doña Ana que no aparecen, como por ejemplo Héctor Biancciotti, vinculado a su vuelta de París –donde fue secretaria de Coco Chanel–, establecimiento en el Madrid de los cincuenta y posterior re245

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sidencia en Marbella a comienzos de los sesenta. Creo que puedo decir con verdad que mi investigación narrativa ha sido vitalmente exhaustiva. Pero no es una investigación erudita, puesto que no se trata de escribir una biografía. El lector tiene que fiarse de mí. Y, como es natural, puede reservarse si quiere su propia opinión acerca de la realidad factual de lo sucedido. Héctor Bianccioti sí que sale representado, con gran encanto poético, creo yo. Yo le llamo Nicola Sagaretto. Y también los demás personajes con sus propios nombres, como Coco Chanel y el resto de personajes reales, incluidos Franco y Doña Carmen Polo de Franco. Pero el ángulo, el marcador «ficción», lo es todo aquí también. Y me consta que al final –años más tarde– los personajes reales que fueron transformados en personajes ficticios acuden a visitarme y a celebrar el mejoramiento de su condición narrativa. Y también los personajes reales, que fueron representados con sus nombres y apellidos, acuden a felicitarme pasados los años, porque les divirtió mucho su participación –a título de realidad– en mi relato. Esto fue lo que ocurrió en el caso de la Excma. Doña Carmen Polo de Franco muy recientemente.

Sólo en el caso de las novelas. Yo niego la legitimidad de la novela histórica en lo que tiene de histórica. Una novela histórica es, sin más, una novela. Es, sin más, ficción. Un miligramo de ficción intencionada deshace de inmediato el más minucioso relato histórico. Lo aconsejable es que los novelistas que quieran escribir historia, escriban historia. Y que cuando hacen novelas con asuntos históricos lo llamen, sencillamente, novelas. Un novelista puede, si quiere, por razones intranarrativas justificar que ha utilizado gran documentación histórica real, pero el hecho de haberla utilizado no convierte su novela en un libro de historia. Seguirá siendo una novela, e incluso una novela grandiosa, grandiosa ficción. La grandiosidad de la historia viene por otro lado que no necesito detallar ahora. Sería una hipótesis ingeniosa, pero últimamente vacua, decir que la documentación –la historia– necesita de la ficción para ser o parecer más real. El tema es largo y entretenido. Y polémico. Pero creo que con esto he dicho todo lo que se me ocurre a bote pronto. Esta biografía incompleta de Elvira lo es también de dos generaciones: una nacida a comienzos del siglo XX y la otra perteneciente a finales de los 30, que le incluye a usted, a quien adivinamos en uno de los nietos de Elvira. ¿Estoy en lo cierto? Sí, desde luego.

Un gran mundo hace de los documentos una novela –digamos que una narración en formación– y de la ficción una posibilidad de verosimilitud histórica. Como novelista, ¿le parece que la documentación necesita de la ficción para ser realmente real? Y de ser así, ¿por qué? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

La voz de mujer que nos cuenta la historia nos lleva a cierta confusión, 246


incluso a preguntarnos en algún momento por qué contar la historia desde esta voz y no desde la voz del propio aguilucho. No es la primera vez que nos obliga a una relectura de sus libros para comprender el significado. ¿Podrían no ser dos voces, sino una sola voz desdoblada para poder adentrarse en el interior y el exterior del personaje y que de ahí venga su ambigüedad?

piedra y árbol y mudo pez en el mar» –Empédocles habla de existencias reales–, sino que yo he ficcionalizado toda la realidad que narro. No sólo en el sentido f laubertiano –Madame Bobary soy yo–, sino también en el fascinante sentido artificiado en que lo hacen los contratenores en la gran música. No sólo en las piezas románticas o clásicas del XVIII, sino también en los admirables recitativos de la liturgia católica. ¿Qué voz es la voz de un contratenor? No es la voz del narrador mismo –Álvaro Pombo, en este caso, que tiene realmente otro tono de voz y que ha narrado en primera o en tercera persona en otras ocasiones–. Es la voz de un personaje totalmente artificiado, que es una mujer. Y que, por lo tanto, tiene una voz imitada, pero casi nunca una corporeidad imitada. Lo único que se imita es la corporeidad mágica de la voz narrativa femenina. En esta misma línea podríamos preguntarnos: ¿tienen los niños que cantan «voces blancas»? No las tienen cuando hablan, pero sí cuando cantan: la voz es un instrumento más expresivo y más complicado y poderoso aún que el piano o que el violonchelo. Esto lo mantenía, por cierto, Adolfo Salazar. ¿Cómo no voy a utilizar mi propia voz impostándola hasta tal punto que se vuelva extrañada y ambigua, que aparece y desaparece y que cuenta la historia? Cada vez me parece un recurso más importante, se trata de un narrador contratenor. Se pregunta Ud. si podrían ser, no dos voces, sino una sola desdoblada para poder adentrarse en el interior y el exterior del per-

¿CÓMO NO VOY A UTILIZAR MI PROPIA VOZ IMPOSTÁNDOLA, COMO LO HACEN LOS CONTRATENORES EN LA GRAN MÚSICA? No acabo de entender del todo esta pregunta. Contiene un punto de amonestación, riña y censura que me encanta. Dice Ud: «no es la primera vez que nos obliga a una relectura de sus libros para comprender el significado». Lo siento. Lo lamento. Es evidente, a estas alturas, que yo soy un impostor que imposta como narrador –y a veces incluso como propia persona humana– voces femeninas de todas las edades. Y también masculinas, aunque en mucha menor medida. Ahora, a mi avanzada edad, la tendencia al falsete y a la impostación y a la impostura narrativa es cada vez más pronunciada. En esto voy a peor y a peor, cada día que pasa más y más. Tengo, sin embargo, últimamente una explicación tecno-poética. A saber: no solo imposto voces porque, como dice Empédocles de Agrigento, «yo he sido muchacho y muchacha y 247

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Estoy seguro, estoy de acuerdo en que Un gran mundo es una historia envolvente, pero no estoy tan seguro, ni mucho menos, de que oculte al verdadero protagonista y que este sea el aguilucho. El aguilucho viene a ser, más o menos, como entonces era yo. Un chaval guapo, rubio y desgarbado, culpablemente falto de ejercicio físico, que no tiene gran cosa que decir, como yo mismo entonces; pero sí, reconozco que, enguapecido mucho en el relato, se parece mucho también al que yo fui en el pre-relato.

sonaje y que de ahí venga su ambigüedad. La respuesta es afirmativa. Lo que pasa es que, después de tantos años de cambiar voces de los personajes, ya no sé si veo el interior o el exterior o sólo la cambiante voz metaestable, en parte, quizá sí, también viscosa, que serpea por toda la narración y a ratos sabe que es una malvada serpiente y a ratos no. A ratos cree que es la propia Eva tonteando paradisiaca con Adán. Una voz ésta de Adán veterotestamentaria, por cierto, mucho menos interesante que la voz de Eva, por no hablar de las impostadas voces litúrgicas de todos los diferentes profetas, santas mujeres, malas mujeres, centuriones… hasta llegar a la propia voz de Nuestro Señor Jesucristo y de san Juan Evangelista, que es un contratenor. Tal vez se trate de una composición musical, coral, ultramoderna de, digamos, Shostakovich. Cualquier novela mía puede ser cantada y, ciertamente, leía en voz alta cobra muchísima más verosimilitud y verdad que leída sólo en voz baja. Todo es viva voz, todo son voces. Lo que decía Eliot: «The river has got many gods and many voices».

La sensación de envolvente la he percibido en la composición del relato, al poderla dividir en dos atmósferas diferentes: la primera es la vivida por Elvira, que nos sitúa en el contexto familiar y social, y la otra comienza con el relato de la separación de los padres del aguilucho, momento donde la historia adquiere el significado real, pudorosamente difuminado. Aquí es donde se despliegan un montón de obsesiones –la idea de suicido, la muerte, la identidad– para llegar a ¿qué conocimiento? Me ha interesado el final de esta pregunta. El caso es que no estoy seguro que mis novelas en general o esta en particular me lleven a mí mismo o al lector a alcanzar conocimiento alguno. Son relatos experienciales, pero no sapienciales. No acabo nunca de concluir el argumento y, por consiguiente, se multiplican y difuminan con facilidad las conclusiones. En este contexto suelo citar unas líneas de un soneto de Rilke que dice: «Ni las penalidades se acaban, ni se aprende el amor, sólo el

Aunque la protagonista de esta novela sea Elvira, ¿no es cierto que es una historia envolvente que oculta al verdadero protagonista –el aguilucho–, promesa de algo que se adivina, pero en lucha con un determinismo causado por una abuela y un padre conocedores de la carencia de ese don que los distinga y que encuentran en el narcisismo una salida a su inseguridad y, por otro lado, una madre que entiende el deber como mandato divino? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sentimientos reales que se vivieron, sino a la interpretación de los mismos? Creo que respondo ya a esta pregunta con una parte de la anterior. Hay un texto de Borges que me gusta citar en este contexto: «La memoria es individual, nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido». Sin duda, la interpretación de los hechos vividos es mucho menos recuperación que olvido; es y no es olvido. Borges veía esto con toda la claridad de un ciego.

canto sobre la tierra consagra y celebra». Las penalidades de mis personajes no se acaban nunca, ni quizá tampoco las mías, sea yo quien sea. Ni se aprende el amor. Ni mis personajes, ni yo hemos aprendido el amor, por más que nos hayamos empeñado en aprenderlo durante sesenta y seis años consecutivos. Lo que sí es evidente es que mis relatos se cantan o pueden cantarse y que sólo el canto sobre la tierra consagra y celebra. ¿El qué? La contingencia, la finitud, el no saber, el luminoso no saber, el resplandeciente amor no aprendido todavía: eso celebran mis novelas.

El tono de la narradora es muy matizado, pero predomina cierta actitud de distancia y escepticismo, incluso cuando utiliza los argumentos de sus hermanos para valorar al personaje

¿Todo este relato es un bucear a través de la memoria en el océano de los sentimientos para comprobar que, desde el recuerdo, no se tiene acceso a los 249

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central del libro. ¿Melancolía filosófica ante la imposibilidad de alcanzar a un personaje que, al cabo, no terminamos bien de saber, junto con la narradora, si puede salir de la historia familiar por sí misma? Esta pregunta es muy curiosa. En la primera parte se dice que el tono de la narradora es muy matizado, distanciado y escéptico en la valoración que hace del personaje central de este libro. Esto es cierto. La pregunta interesante viene ahora, en la segunda parte. A mí me parece que usted apunta, muy amablemente, a una cierta fractura que la narración misma contiene, a saber: ¿quién es en realidad el/la protagonista de la novela? La obvia protagonista es tía Elvira, cuyo referente real es mi abuela Anita. Sucede, sin embargo, que la voz de la narradora, además de distanciada y escéptica, con respecto a la validez humana de su personaje, va convirtiéndose poco a poco en protagonista indirecta de su propia narración. En cierto modo, la narradora es una narradora homicida: hace valer su voz, su escepticismo vocal, su frialdad y su guasa vocales como un independiente objeto de lo relatado que ni se muestra ni se oculta del todo: es la voz de una mujer que no se pinta, que no se desnuda ni se viste de ninguna manera especial; una voz apasionada que sólo ha amado apasionadamente al aguilucho y a su hermana –ninguno de los cuales son, por cierto, objetos directos de la narración, así como tampoco lo es la pasión que la narradora siente por ellos–. No sólo es una asesina inconfesa mi narradora, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

sino también una amante inconfesa: es ya muy vieja y da la impresión de que cuenta todo de memoria, como si todo hubiera acabado mucho antes y la totalidad del relato tuviese un tono elegíaco, melancólico –sí, como usted misma dice–. Hay, desde luego, un sentimiento presente en muchos relatos míos de que el personaje es inalcanzable o inefable: el individuo es inefable, decían los escolásticos. PENSÁNDOLO BIEN, LA MÁS FANTÁSTICA OCURRENCIA PARA UNA NOVELA ES LA OCURRENCIA DE LA RESURECCIÓN Y E.M. Forster hablaba de los round characteres, que eran aquellos que uno no puede ver de una vez, sino que tiene que ir viéndolos dando vueltas alrededor de ellos. Esto también nos pasa –a mí al menos– con las cuatro, cinco o seis personas importantes que hemos conocido personalmente en la vida: unas viven, otras no. Pero vivas o muertas, aún son inagotables. No puedo decir la última palabra acerca de ellas ni escribir el relato definitivo. Ni cerrarlas o acabarlas. La narradora de este libro es consciente, yo creo, de esta dificultad de «acabar» su personaje o sus personajes. De aquí las cuatro partes del libro: todo empieza en La Provincia. Hay un gran mundo que es parte del otro mundo y acabamos enterrados todos a la vez, muertos y no-muertos. Es verdad que, leyendo mis libros, por lo menos algunos de los más característicos, no 250


terminamos bien de saber, junto con la narradora, si puede salir de la historia familiar por sí misma o si tendrá que quedarse atrapada ahí de por vida, en una especie de eterno retorno irónico de sí misma y su familia. Ahora estoy escribiendo una nueva novela titulada Retrato de familia y empieza ya a pasar lo mismo que antes. Es el eterno retorno de lo mismo, con todos los nombres y las voces cambiadas que se reúnen de nuevo, se equivocan de nuevo, se aman de nuevo y fallecen, por fin, e irónicamente de nuevo resucitan. Resucitar viene de resuscitar, que significa volver a llamar una vez más a vivos y difuntos. Pensándolo bien, la más fantástica ocurrencia para una novela es la ocurrencia de la resurrección.

época. En Marbella se la recuerda todavía, y también en Madrid, sus amistades y demás familia. No hizo falta rescatarla nunca, por consiguiente, ni entonces ni ahora. Hubo, en cambio, que financiarla constantemente, lo cual fue una gran lata porque todo lo que tenía de brillante también lo tenía de gastosa. Ahora ya no hay que financiarla ni tampoco hay que rescatarla porque está vivamente presente en mi memoria. Sigue siendo latosa, gastosa y brillantísima. En cierto modo, una joya de la familia. A su manera, hiperteatral y absursa, impagable. Pero sí que fue del todo en su entonces y todavía sigue siéndolo en el mío. No nos podemos acercar a su obra desde un solo punto de vista, y en esta entrevista está quedando claro que siempre hay que leerlo desde distintos ángulos, entre otras el reflexivo, el puramente narrativo o el del humor y la ironía. Éste último se manifiesta plenamente en el último capítulo, «Los enterramientos». ¿De qué otro modo podría manifestarse la realidad, en su caso? Le agradezco mucho que me lea desde todos esos aspectos. Se lo agradezco de corazón. La otra manera de leerme, además de las que usted menciona, es poéticamente. Ésta última manera no sólo está presente en mis cuatro libros de poemas publicados, sino que se extiende también a todas las novelas. Supongo que lo que quiero decir con ese adverbio «poéticamente» es lo de Hölderlin –«Poéticamente habita el hombre la tierra»–, lo cual significa que habita la tierra hablándola. Yo también habito mi propio mundo hablándolo.

¿Quiso rescatar usted a Elvira, alguien que recorrió su tiempo codeándose con artistas y escritores, de los enigmas y ambigüedades de alguien que nunca fue del todo? No acabo de verme como un rescatador porque tengo todos estos personajes familiares demasiado presentes, todos a la vez, en mi memoria. Así que del todo no los rescato: sólo los hablo –hablo de ellos, hablo con ellos– y tenemos las viejas discusiones de siempre. Es un territorio relativamente circular y cerrado, que de alguna manera está presente todo el tiempo. En el caso del referente real de Elvira –mi abuela Anita–, la pregunta acerca de si fue del todo o no –que es muy pertinente– es, sin embargo, bizantina en el fondo: el personaje real fue del todo en su tiempo. Fue una fundadora del gran mundo marbellí de la 251

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Usted es un escritor al que no se le ha incluido en ninguna generación, si bien es cierto que su tradición y la edad que tenía cuando empezó a publicar lo dificulta. ¿Cómo ha inf luido –si es que ha inf luido en usted– la crítica sobre su obra? ¿O cree que los contemporáneos no tienen la última palabra, como dice Vargas Llosa? También yo creo, como Vargas Llosa, que los contemporáneos no tienen la última palabra acerca de nuestra obra, porque tampoco nosotros mismos la tenemos sobre las obras ajenas o incluso las propias. Hay una especie de humildad profunda en todo narrador, poeta y demás artistas que consiste en que depende inmensamente de la estima y la opinión de sus lectores y críticos, y a la vez, si de verdad quiere escribir a lo largo de muchos años, tiene que desestimar esa opinión no por soberbia o desdeñosamente, sino por una, digamos, estructura de la subjetividad creadora que tiene que funcionar y producir su obra, grande o chica, desde una relativa inconsciencia de sí misma. El único personaje que se parece al artista o al escritor es el santo. Tiene que obrar conscientemente –porque si no, no obraría bien–, pero no tiene que ser consciente de la percepción y ni siquiera de la gestión de su obra: tiene que poseerse como si no poseyera, entenderse como si no se entendiera, acordarse de sí mismo como si se olvidara de sí mismo. Yo creo que esta exigencia la cumplimos –quizá de mala gana– todos los escritores, sin excepción: si fuéramos plenamente conscientes de nosotros misCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

mo no escribiríamos nada o casi nada. Y sí, yo creo que es cierto que no estoy incluido en ninguna clasificación generacional porque mi tradición narrativa es anglosajona más que española. Y porque cuando empecé a publicar estaba muy aislado e incluso todavía lo estoy. Aunque, como es natural, conozco y trato a mucha gente. EL ÚNICO PERSONAJE QUE SE PARECE AL ARTISTA O AL ESCRITOR ES EL SANTO. SI FUÉRAMOS PLENAMENTE CONSCIENTES DE NOSOTROS, NO ESCRIBIRÍAMOS NADA ¿Álvaro de Pombo escribiría sus memorias o su biografía, o piensa, como escribió Octavio Paz acerca de los poetas, que su biografía es su propia obra? No, no, de ninguna manera escribiré nunca mis memorias o mi biografía. Eso sería muy tedioso e innecesario. Supongo que el motivo último es el que sugiere Octavio Paz: «Lo que cada poeta o escritor sea ya se ve en lo que escribe». No hay autobiografía posible porque cualquier intento de hacerlo conduciría inmediatamente al absoluto tedio y a una sátira asesina. Escribir la propia autobiografía es, directamente, suicidarse. Muchas gracias por habernos concedido esta entrevista, pero, antes de terminar, hay una pregunta que me persigue como un mantra y, aunque manida –como la de ¿qué libros se 252


llevaría a una isla desierta?–, me gustaría saber que autores le marcaron definitivamente para adentrarse en la escritura. La razón no es otra que intentar seguir, para conocer mejor su mundo, ese hilo conductor. ¿Qué libros me llevaría a una isla desierta? He descubierto a lo largo de este último año, viendo un programa de televisión que se llama Mezzo, que es un programa de música clásica, que cuando se hace esta pregunta a los músicos –compositores, intérpretes, directores, etc.– hay dos respuestas básicas: la de quienes están seguros de que en una isla desierta desearían oír una

precisa obra musical que conocen bien y que han interpretado y la de quienes preferirían llevarse una obra musical que todavía no conocen bien y que tienen estudiarse, incluso en una isla desierta. Creo que yo me llevaría a una isla desierta libros que conozco bien: Middlemarch, de George Eliot, o Las alas de la paloma, de Henry James. La antología de romances nuevos, las mil mejores poesías… A lo largo de este cuestionario he mencionado ya autores de gran importancia para mí: T.S. Eliot, Rainer Maria Rilke, Jorge Luis Borges, los poetas españoles de finales del 98 y todo el siglo XX.

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