Luis Mendoza sobre Pedro Agustín Díaz Arenas

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A esta hora (lunes 28 de diciembre de 2015, 5 pm) se cumplen las exequias de nuestro maestro Pedro Agustín. Con él se va uno de los últimos grandes maestros que muchos de nosotros tuvimos la fortuna de conocer y seguir, así fuera de modo intermitente en la Universidad Nacional desde mediados de los ochenta. Comparto con ustedes estas palabras en memoria de su genuina existencia.

En memoria de Pedro Agustín Por Jesús Luis Mendoza Como piedra sobre piedra lacerante y silenciosa yace Pedro. Se ha ido quien lanzaba la piedra a dos manos sin esconderlas. Convertido desde mucho antes en pedrada, ha impactado y rodado hasta detenerse justo, final y mortalmente en su Caney Comunero. Allí se quedó inmóvil, más frío, recto y cortante que los estoraques de su región. No se sabe si por la costumbre, o por ese profundo choque, o por qué otra colisión cósmica inadvertida, la vapuleada tierra Ahora que se cumple a la perfección el ciclo piedra-arena-polvo, los que quedamos pendientes de este otro cíclico viaje, recordaremos la fulminante precisión y el impetuoso zumbido de sus portentosas pedradas. Recio carácter que ni el desgaste de las formidables bisagras de su cuerpo ni el exceso de sus alimentos materiales pudieron siquiera dificultar su articulado e impetuoso andar por los epicentros y las periferias de todos los mundos, dominadores y dominados, en todas sus “fases y facetas”. Latinoamericano a secas, sencillo, modesto, sin ínfulas ni engaños para con otros ni consigo mismo. Parecía no tener tiempo ni espacio ni interés en nada ni en nadie que no fuera aquello que entrara por urgencias a su siempre abierto salón, donde hurgaba e intervenía sin piedad las llagas políticas y constitucionales de los submundos del desarrollo, con el afilado escalpelo de su cuidadosa, experta y radical disección crítica.


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Su incansable, atenta y atlética mente viajera, sus estruendosas carcajadas que musicalizaban

sus

diatribas

antisistema,

sus

“juepuercas”,

“vainas”,

“bergajos” y “jodas” fulguran y resuenan en la oquedad del Chicamocha, y descienden sonrientes y maliciosas hacia las tierras de los guanes. Quizás, es lo más seguro, se acostó con la mente difuminada en los territorios de Andalucía, su nuevo horizonte; soñando tal vez con la minúscula lancha con la que iría a Cádiz a traer su mayúscula reserva de alimentos para la casa. Navegador consumado, se veía (ese era otro de sus grandes sueños) capitaneando su breve nave por el largo mediterráneo y repasando sus días por sus históricas arenas. “Mientras el turista, por lo general, regresa a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra [yo añadiría y de su alma]. El turista acepta su propia civilización sin cuestionarla y el viajero la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan”. Paul Bowles, Días y Viajes. Así, como si tuviera treinta años (Blanca lo dijo muy bien), se acostó temprano, la víspera de una natividad más, con los proyectos en mente, tanteando las diligencias pendientes y con el pasaje de ida y vuelta listo. Sin preocuparse, como siempre, en pensar ni en presagiar que era el último viaje. El andariego, soñador y combativo Quijote, el eterno nómada, ha detenido su andar sin proponérselo, en el lugar preciso, sólido y tembloroso de su propia tierra. Como el cervantino, también él erigió allí sus propios molinos de viento


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para sentirse un poco más libre, un poco más distinto, más atento, para no perderse como muchos –casi todos- en lo secundario o lo trivial. Nunca un lamento, una preocupación o una blasfemia por un dolor personal: ello solo estaba permitido para los sufrimientos colectivos y ancestrales. El mirador desde donde divisaba los cuatro puntos cardinales de sus latitudes reales, políticas e intelectuales se ha quedado otra vez vacío, esta vez para siempre. El viajero de costumbres prácticas, dormir y despertar tempranos, se ha petrificado en su definitivo lecho de rocas sin más preocupaciones que las ponderables, las eternas, por las que hay que indignarse y jamás doblegarse. Y como si todas las tareas asumidas no le bastaran, alcanzó a fraguar con las terminales energías que le quedaban su último plan magisterial, ¡ah, bello, vehemente e inquieto anciano!: la enseñanza del español a sus nietos, a los cuales, como si el próximo semestre fueran a emprender un curso de lengua materna, esperaba albergar e instruir allí para tratar de que no perdieran sus intrincadas raíces ni sus más ramificadas y mejores proyecciones. Viejo y veterano comunero, incansable instigador, fiel conspirador, cómplice de actitudes, posturas y acciones libertarias, siempre recordaremos sus andanzas en busca de un destino latinoamericano más justo, más diáfano y más auténtico. Paz en su tumba, Pedro Agustín. Bogotá, diciembre 28 de 2015, 5:07 p.m. (Actualizado 9 y 11 de enero de 2016)


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De predecesores, iniciadores y continuadores Por Jesús Luis Mendoza Czeslaw Milosz, el poeta polaco y Premio Nobel de Literatura (1980), en su Abecedario. Diccionario de una vida (2003), hace al final del libro una suscitadora Posdata y escoge una última palabra para cerrarlo: Desaparición. Es, en relación con las personas y las cosas que se pierden, en las amnésicas circunstancias históricas en que vivimos, una palabra que nos conduce, como si la desaparición física ya no fuera de por sí una fatalidad horrorosa, a otra, igual de atroz, la que Milosz describe como “la desaparición de la memoria de –nuestros- predecesores”. Desaparición y olvido tienen entre nosotros una significación profunda y oscura en el inédito y desactualizado Diccionario de nuestra sobrevivencia. Parados en la estación última de Pedro Agustín, quienes fuimos sus discípulos y lo conocimos en el aula sin fronteras de su pedagogía política, los últimos que aún tenemos vivos en la memoria su rostro, sus gestos, su talante, y ante todo, sus palabras, estamos reunidos hoy aquí para, en un acto de conjura espiritual, con la posibilidad de vuelo y de alcance que dan las palabras, evitar que desaparezca definitivamente de nuestros recuerdos. Frente al riesgo de esa posible e ineluctable desaparición de la memoria de nuestros predecesores nos queda un último recurso, el de la perpetua y quijotesca batalla diaria por preservar la “continuidad hacia la civilización”. Ello representa un constante intento por conmemorar e inmortalizar lo mejor de nuestras estirpes próximas y remotas, aprovechándonos, como ahora, de los poetas, con toda la palmaria intención, la utilidad y la gratitud que no son posibles; en este caso, de Milosz, y de Joseph Brodsky, quien, tal como lo recuerda el poeta polaco, “decía que no escribía para las generaciones


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venideras sino para rendir homenaje a las sombras de sus predecesores”, en una especie “celebración permanente de la vigilia de los antepasados”, con la esperanza de que sus espíritus, en un sentido literario e intelectual, “se encarnen en nosotros”. Con esos deseos, en estos momentos y motivos que nos vinculan, y como se advierte en las perentorias palabras que se hiciera el poeta ruso, estas palabras tratan de establecer una sencilla y franca conexión del pasado con el presente, con desapariciones y apariciones, en una cita que finalmente revela y reclama una inclemente como esperanzadora tarea: seguir el paso de quienes, como Pedro Agustín -así lo consideramos-, y los poetas convocados, nos han permitido inferir que se termina escribiendo, como siempre -todavía es así por fortuna-, para vivos y muertos, y para quienes nos sucederán, perdonen la osadía, en el futuro cercano o lejano. Hoy, quienes quedamos y tenemos conciencia de lo que perdemos y ganamos con la partida de seres humanos, inconformes y pedagogos como Pedro Agustín, heredamos una inapelable tarea: “poner en movimiento una red de referencias e interdependencias” que se relacionen a su vez y una vez más con fechas, nombres, hechos, ideas, acciones de todos los tiempos, en especial, con el vivido y el que nos queda. En memoria de Pedro Agustín Díaz Arenas, un iniciador e instigador de espíritus que nos enseñó con el ejemplo que, como lo dijera otro predecesor y precursor pedagogo de la acción y la crítica, Paulo Freire: “La educación es el terreno donde el poder y la política se expresan de manera fundamental, donde la producción de significado, de deseo, lenguaje y valores está comprometida y responde a las creencias más profundas acerca de lo que significa ser humano, soñar y dar nombre y


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luchar por un futuro y un forma de vida social especiales. La educación se convierte en una forma de acción que va asociada a los lenguajes de crítica y posibilidad. Representa, finalmente, la necesidad de una entrega apasionada por parte de los educadores para hacer que lo político sea más pedagógico, es decir para convertir la reflexión y la acción críticas en partes fundamentales de un proyecto social que no sólo se oponga a las formas de opresión sino que, a la vez, desarrolle una fe profunda y duradera en el esfuerzo por humanizar la vida misma”. (Paulo Freire, citado por Giroux, Henry, 1990, Los profesores como intelectuales. Barcelona: Paidós, p. 161). JLMCH Bogotá, enero 9 de 2016


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