La crianza feliz Rosa jové

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Quizás la existencia de una respuesta depende solamente de que se haga la pregunta adecuada. R. DUNCAN

EL NIÑO MENTIROSO Ante un niño que dice mentiras, nada bueno podemos deducir de la persona a quien se las cuenta. Cuando iba al colegio y nos llamaban al despacho del director, ya sabíamos que no era para nada bueno. Nadie quería ir cuando se le llamaba y mucho menos nos atrevíamos a ir voluntariamente. Pero hace unos años trabajé en una escuela en la que me sorprendió que los niños iban a contar al director ellos mismos si habían hecho algo malo. («He roto sin querer un cristal», «Me he peleado con fulanito»). Pronto averigüé por qué: el director los escuchaba y, con explicaciones razonadas, intentaba modificar el aspecto negativo que había cometido el niño. No castigaba, sino que escuchaba, y entre los dos buscaban la mejor forma de subsanar aquello. En cambio, el resto de profesores sí les castigaban y por eso los niños solucionaban el problema con el director. Imagine que un padre grita furioso: «¿Quién se ha comido el chocolate? ¡Que venga inmediatamente, que se va a enterar!». ¿Cuál de las reacciones que se dan a continuación será la normal en su hijo de 7 años? 1. Escurrir el bulto como pueda. 2. Decir: «He sido yo y puedes castigarme». Un niño normal no va a confesar en esas circunstancias. Si alguno lo hiciera, podríamos sospechar algún atisbo de masoquismo. Para que alguien, adulto o niño, diga la verdad, hemos de propiciar las condiciones óptimas para que la exprese. Habitualmente, las mentiras, tanto en niños como en adultos, se suelen deber al miedo: miedo a las represalias, miedo a que se sepa quién es realmente (típico de muchos adultos que alardean de una vida que no tienen), miedo a quedar mal delante de la gente, miedo a no conseguir algo... En definitiva, existe el miedo. Cuando tenemos confianza con una persona, le contamos nuestros secretos y debilidades más ocultas porque no le tememos. Ésa es la explicación de por qué los adolescentes son capaces de contar antes un problema a un amigo (incluso a un psicólogo) que a un padre. No se puede tener miedo de un padre (¡ojo!, no se debe confundir el miedo con el respeto, eso sí se puede tener). Un padre que «reine» en su casa basándose en el terror sólo va a conseguir mentiras y más mentiras, ya que nadie se atreverá a hablar con él. La base para que nuestros hijos no mientan es el amor, la tolerancia y la empatía. Ante un niño que ha roto un jarrón, la empatía nos hará ponernos en el lugar del niño y saber si realmente quería hacerlo o no. El cariño hará que lo que les digamos, aunque sea una reprimenda, rebose amor y sea visto por el niño como una ayuda para que él sea mejor, y la tolerancia hará que las acciones repa radoras que pactemos con él (recoger los pedazos, ahorrar para comprar otro...) sean proporcionales al hecho, a la intención del niño y a lo que éste puede asumir. Veamos un ejemplo: Juan rompe un jarrón. Su madre le grita: «Juan, ven aquí! ¿Has sido tú, verdad?». Evidentemente, Juan le contestará que no. Si la madre sigue diciendo: «Dime la verdad o será peor», el niño aún hablará menos, porque entre que le riñan ahora o más tarde, mejor seguir mintiendo. Desengañémonos: Juan ya sabe que no será mucho peor, ahora ya pinta muy mal. Somos nosotros quienes provocamos que la mentira se mantenga. Veamos qué sucede cuando aplicamos la empatía, el amor y la tolerancia. Juan rompe un jarrón. La empatía hace que pensemos que tal vez ha sido un accidente y que, al igual que nos ocurre a nosotros, puede cometer desaguisados de ese tipo. Por ello, vamos a enunciar lo que ha sucedido sin añadir ningún otro comentario («Juan, se ha roto el jarrón») y averiguaremos qué ha pasado. Es importante averiguar qué ha sucedido porque no es lo mismo un accidente fortuito que una acción intencionada, y las medidas reparadoras que le vamos a proponer serán diferentes. Así pues, podemos preguntarle con voz suave: «¿Sabes qué ha pasado?». O, si es evidente que el niño es el implicado: «¿Me puedes explicar qué te ha sucedido con el jarrón?». Si la respuesta es que ha sido un accidente (quizás no lo ha visto), es que no quería hacerlo. Esta misma empatía hará que pensemos en cuántas veces nosotros, también por despiste, hemos roto algo o hemos perdido alguna cosa. Y nos pre parará para ser más tolerantes con las actitudes de nuestros hijos. A partir de ahí el amor hará que todo lo que debamos decirle sea cariñoso («Bueno, pero otra vez ten un poco más de cuidado», «¿Te has hecho daño?


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