HISTORIA DEL PERÚ - ENSEÑANZA EN LOS COLEGIOS

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Historia del PerĂş compendiada para el uso de los colegios y de las personas ilustradas

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Historia del Perú

Nociones preliminares Caracteres de la civilización peruana.- El Perú ofrece una cultura muy antigua, muy variada, a la vez misteriosa, brillante y frágil. Si todavía yacen envueltos en feroz rudeza los chunchos, que vagan entre los espesos bosques de la montaña, desde siglos remotos aparecen en la sierra y en la costa seguros indicios de una civilización dulce y progresiva. El Perú ha presentado todas las formas de gobierno: comunidades, confederaciones, señoríos, el más vasto imperio, un extensísimo virreinato sujeto al extranjero y una república independiente. La más grosera idolatría se ha unido a nociones elevadas sobre el criador del universo. La barbarie ha tocado de cerca a una civilización refinada. Los pueblos yacían en la miseria, mientras deslumbraba el esplendor del gobierno. Una política sabia y admirables adelantos en las artes se han visto aparecer de súbito, sin que hasta ahora pueda descorrerse el velo que envuelve su misterioso origen. El suelo ferocísimo, las entrañas de la tierra henchidas de tesoros, los más valiosos depósitos derramados sobre la superficie, el clima saludable, el cielo benigno, los habitantes dóciles, entendidos y bondadosos prometen un porvenir de bienestar y de gloria; y, sin embargo, en las situaciones más esplendentes y envidiables han ocurrido catástrofes impensadas, trastornos violentísimos e invasiones destructoras que harían desconfiar del porvenir del Perú; si su grandeza pasada, sus elementos actuales y sus condiciones indestructibles de progreso no le aseguraran días más y más prósperos; siempre que sepa sentir todo el valor de la libertad y marche según las miras de la Providencia. Importancia de su historia.- Los caracteres de la civilización peruana ofrecen de suyo bastante interés para merecer estudios serios, aun de parte de aquellos que los contemplen sólo como objeto de pura curiosidad.

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Para nosotros su historia es la más importante después de la historia sagrada. Junto con un espectáculo tan variado como maravilloso nos presenta instrucciones de suma trascendencia capaces de fortificar la unidad nacional, de avivar los sentimientos patrióticos, de hacernos cooperar con más acierto a la prosperidad pública y de preservarnos así de exageraciones peligrosas, como de un desaliento que es siempre fatal a las naciones y a los individuos. Método histórico.- Para que el estudio de nuestra historia produzca sus inapreciables ventajas, es necesario hacerlo con método. El orden es tan esencial en la historia como en la vida; una y otra se destruyen cuando falta la relación íntima y armoniosa entre sus partes. Hechos aislados o amontonados sin discernimiento; una mezcla confusa e incoherente de fábulas y de sucesos reales, de frivolidades y de grandes acontecimientos; apreciaciones aventuradas o sin objeto, nunca podrán dar una verdadera idea de la historia y sólo servirán para sobrecargar la memoria, extraviar el juicio y viciar los sentimientos. Aun en los más reducidos compendios debe presentarse la historia con un plan regular, de modo que nunca se oscurezca la unidad de la civilización; que los hombres y las cosas aparezcan con su verdadero valor; y que en todo resalten la veracidad y la buena crítica. A este respecto la historia del Perú ofrece muy serias dificultades; porque todavía no se ha publicado ningún trabajo completo y porque el descubrimiento de la verdad y la apreciación de los hechos encuentran obstáculos, no sólo en la oscuridad del pasado, sino también en las pasiones del presente. Un historiador concienzudo y que aspira a ser verdaderamente útil, necesita reflexionar mucho para no adoptar ciegamente errores acreditados por la tradición y por escritores poco severos, para no dar por cosa averiguada las simples conjeturas acerca de una antigüedad misteriosa y para no juzgar de la actualidad ligeramente, cuando todavía los hechos no están consumados o el interés no permite apreciarlos con la debida imparcialidad. Si respecto a las épocas remotas el juicio puede ser seguro acerca de las instituciones y revoluciones completamente terminadas, siendo muy aventurado cuando desciende a los pormenores; en cuanto a los sucesos contemporáneos, mientras el conjunto es bastante claro aun en las particularidades dignas de interés, las reflexiones suelen ser tan arriesgadas como intempestivas. Distingamos pues cuidadosamente las épocas del Perú para juzgar los hechos del modo más conveniente, sacando el mejor partido posible de las fuentes históricas. Principales épocas.- Habiendo permanecido el Perú hasta los tiempos modernos aislado en su civilización y sin relaciones manifiestas con el

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mundo civilizado, no se presta su historia a la división común en antigua, media y moderna. Estos nombres no pueden aplicarse a sus períodos particulares, sin cambiar arbitrariamente el sentido usual y sin introducir una confusión en el lenguaje, tan perjudicial a la claridad de las ideas, como sin interés práctico. Cuando se trata de facilitar el estudio de los hechos agrupándolos según sus analogías, la historia del Perú aparece naturalmente dividida en seis períodos: la época de los Curacas, la de los Incas, la de la Conquista, la de los virreyes, la de la Emancipación y la de la República. La época de los Curacas, que ofrece la civilización más antigua del Perú, no puede trazarse sino a grandes rasgos: todo es en ella igualmente incierto, fechas, lugares y personajes. La época de los Incas presenta sucesos muy brillantes, instituciones bien determinadas, un término fijo y ciertos personajes prominentes; pero la mayor parte de los sucesos están envueltos en fábulas. La época de la Conquista es una violenta y rápida transición del Imperio de los Incas al régimen colonial; pero abunda en interés dramático y fue de suma trascendencia social. La época de los virreyes, que ha durado cerca de tres siglos, aunque poco variada en su marcha y lenta en sus movimientos, no deja de presentar lecciones muy importantes, tanto para comprender el presente, como para influir en el porvenir. La brevísima época de la Emancipación palpitante de actualidad es muy rica en hechos y se presta a reflexiones transcendentales. La época de la República en que estamos recién entrados, puede estudiarse con mucho provecho en sus numerosas vicisitudes políticas y en los grandes progresos que no obstante los mayores obstáculos ha realizado ya el Perú independiente. Fuentes históricas.- Para el estudio de las primeras épocas pueden servirnos los restos de las primitivas poblaciones y cultivo, las huacas más elocuentes aun que los monumentos consagrados a la vida, algunas tradiciones, las voces e índole de los idiomas indígenas y hasta cierto punto la comparación con otros pueblos de América y del resto del mundo. Además de estos auxilios tenemos para estudiar la historia de los Incas el testimonio de los que conocieron a los últimos soberanos o vieron sus instituciones en vigor, la huella que éstas han dejado en la sociedad, y el examen que se hizo apenas consumada la conquista consultando a los encargados de los registros. Para los tiempos posteriores existen las correspondencias oficiales y privadas, los actos de un carácter público, los apuntes particulares, relaciones de viajeros, testimonios y apreciaciones imparciales, en suma, cuantos datos suministran mayor luz sobre los hechos y permiten juzgar con más acierto a cerca de sus causas.

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Escritores [y documentos] principales que pueden consultarse Acosta Alcedo Arriaga Balboa Bollaert Buendía Calancha Calderón Camba Castelnau Cieza de León Colección de tratados Córdova Urrutia Cosme Bueno Desjardins Documentos sobre Tupac Amaru Escalona Fernández Feville Figueroa Flora peruana Frezier Fritz Fuentes García Garcilaso Gentil Gomara Hall Herrera Humboldt Jerez Laet Leyes de Indias Leyes del Perú Lorente

Llano Zapata Markham Meléndez Memorias de Ministros Mercurio Peruano Miller Montesinos Oliva Orbigní Oré Oviedo Paz Soldán Pedro Pizarro Peralta Pinelo Prescott Pruvonena Quintana Raimondi Relaciones de virreyes Revista de Lima Rivero Robertson Rocha Rodríguez Salinas Solórzano Stevenson Tschudi Ulloa Unanue Vappaus Velasco Villarroel Zárate

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Época de los Curacas

—I — Primeros habitantes del Perú Antigüedad de los peruanos.- La presencia del hombre en el suelo privilegiado del Perú desde los tiempos más remotos se revela de todos modos. La extensión del cultivo manifiesta haber sido el trabajo de una larga serie de generaciones. En las islas de Chincha se hallan cada día varios útiles con los que se extraía el guano y que están bajo capas muy espesas, las cuales no han podido formarse sino por depósitos seculares. Los primeros españoles vieron muchos monumentos, cuyas durísimas piedras aparecían gastadas por la acción del tiempo. También ha sido necesario un largo transcurso de siglos para que los pueblos dejaran ruinas sucesivas en las cumbres, punas, valles y quebradas. En fin, con el transcurso de las generaciones habían llegado los habitantes a olvidar la patria de sus mayores y se creían originarios del suelo peruano, teniéndose por hijos de las fuentes, ríos, lagunas, cerros, cuevas, leones, cóndores, otras fieras u otras aves. Origen de los peruanos.- Los rasgos físicos, las facultades morales, las creencias religiosas, el sistema de gobierno, el género de vida, la industria, las costumbres y sobre todo el lenguaje, prueban que los peruanos proceden del Oriente, donde tuvo su cuna el género humano. Algunos indicios hacen pensar en un origen egipcio; otros signos recuerdan a los fenicios; analogías más concluyentes inclinan a creer que al menos la religión vino del Indostán; y son muy poderosas las presunciones para dar a los indígenas un origen chino. Mas puede tenerse por cosa averiguada que el Perú no fue poblado de una sola vez ni por una sola nación.

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Variedad de inmigraciones.- De los diferentes pueblos que en varias épocas llegaron al Perú, el mayor número vendría por tierra, después de haber desembarcado en los países de América más en contacto con el antiguo continente; y de ello da indicios la notable analogía entre varios nombres de lugares antiguos en México, Centroamérica y el Perú; pero una parte considerable debió venir por mar, como puede inferirse de la semejanza que se descubre con algunas tribus de la Oceanía y de la memoria de antiguos viajes por mar que conservaban los habitantes de Tumbes, Ica, Arica y otros pueblos. La variedad de inmigraciones se revela: por las tradiciones que hablan de invasiones sucesivas, de personajes misteriosos trayendo ideas nuevas, y de hombres de larga barba; por la diferencia de idiomas; por la variedad de civilizaciones; y más que todo, por la organización física de las diferentes tribus. Principales tribus.- Presentaban los peruanos grandes diferencias de talla, color, fisonomía, frente, cráneo y ángulos faciales; mas hasta ahora no es posible reducir a un número fijo y clasificar por caracteres ciertos las tribus de los indígenas. Las más célebres fueron los Collas en la meseta de Titicaca, los Quechuas cerca del Pachachaca, los Chancas en Andahuaylas, los Pocras al norte de Huamanga, los Huancas en el valle de Jauja, los Huanucuyos cerca del Huallaga, los Huacrachucos en Pataz, los Chachapoyas junto al Marañón, los de Cajamarca en los valles de este nombre, los Huaylas en Huaraz y los Chinchas en la parte media de la costa.

—II— Civilización primitiva Monumentos anteriores a los Incas.- En todo el Perú hay todavía ruinas que revelan la acción secular de razas inteligentes y cultas antes de haber recibido las luces de los Incas. En lugares donde su influencia fue de corta duración; se descubren semilleros de pueblos, sepulcros que llegan a formar vastas ciudades de muertos, y huellas indudables de una agricultura entendida y extensa. Entre los monumentos más notables por sus dimensiones gigantescas o por el carácter de sus formas se cuentan las ruinas de Tiahuanaco sorprendentes por sus muros, templos y estatuas, el primitivo templo de Cacha, la fortaleza de Ollantaytambo, las ruinas de Vilcas y Huánuco el viejo, las construcciones llamadas Huancas en los altos de Jauja, los sepulcros entre Hualgayoc y Cajamarca, los palacios del Chimú, el templo de Pachacamac, numerosas fortalezas en las cabeceras de la costa, entre ellas la de Pativilca, las murallas de Kuélap y otras ruinas próximas a la montaña.

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Cultura física.- La antigüedad de una agricultura avanzada se manifestaba en las hoyas de la costa, en los andenes de la sierra y en el uso bien entendido del guano y de los riegos. También fueron muy antiguas la pesca y la cría de los ganados, la variedad y ornato de los vestidos, los artes del alfarero, del platero y del tejedor; y no eran desconocidos, ni el comercio por tierra, ni el comercio marítimo. Jeroglíficos.- Conocieron igualmente los antiguos peruanos la escritura jeroglífica, arte que mostraba sus adelantos en la civilización y, los hubiera recordado con alguna precisión, si no hubiese caído en desuso en la época más ilustrada de los Incas. Los conquistadores y misioneros españoles hallaron jeroglíficos en algunos monumentos de Huamanga, Huaitará, Huaraz y otros lugares. Todavía se hallan cerca de Tacna, Puno, Arequipa y del lado de Pasco, tanto en rocas durísimas, como en el fondo de los bosques, que ciñen las márgenes del Marañón y del Huallaga. Esta escritura se reducía a imágenes de hombres, círculos, paralelogramos u otras figuras geométricas, o simples líneas rectas. Religión.- Como todos los pueblos en quienes se oscureció la luz de la revelación, estaban los peruanos sumidos en la idolatría: adoraban los astros, el mar, la tierra; las lagunas, los animales, piedras y plantas, muchas obras de sus manos, sus ascendientes, algunos hombres eminentes, las pacarinas o lugares, de donde creían procedía su raza, los conopas o ídolos particulares y ciertas huacas u objetos consagrados; ofrecían sacrificios humanos y creían en los oráculos. Sin embargo recordaban al Criador del universo bajo los nombres de Pachacamac, Viracocha, Con y otros menos comunes, y tuvieron alguna idea del diablo, del diluvio y de la vida futura. Según las tradiciones más acreditadas, VIRACOCHA (espuma de la laguna) fue el criador del cielo, de la tierra y de los primeros hombres, y pobló el Perú formando imágenes de toda suerte de personas que colocó en las diferentes provincias y que en cumplimiento de sus órdenes salieron animadas de las fuentes, ríos, cerros y cuevas. C ON, que carecía de órganos corporales y marchaba con la celeridad de los espíritus, con sólo su palabra allanó las sierras y quebradas, cubrió la tierra de frutos y crió hombres y mujeres para que gozasen de la abundancia; mas para castigar la corrupción de los costeños los transformó en gatos negros y otros animales horribles, al mismo tiempo que hizo del anterior paraíso un triste desierto. PACHACAMAC (el que anima al mundo) ahuyentó al perseguidor de los hombres, crió la nueva raza de indios, y éstos le erigieron un templo sobre el valle de Lurín en el sitio donde solía sentarse para dar sus benéficas instrucciones. Del diluvio decían que durante la inunda-

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ción se refugiaron los hombres en cuevas; y tocante a la vida futura admitían un lugar alto (hanac pacha) para los buenos y un lugar bajo (hucupacha) para los malos. Gobierno.- Pocos pueblos carecían de un gobierno regular. El mayor número obedecía a curacas, cuya autoridad era más o menos absoluta, vitalicia y hereditaria. Otros pueblos vivían bajo la dirección de los principales personajes formando cierta especie de repúblicas aristocráticas. En algunos valles de la costa ejercieron un verdadero señorío mujeres que tenían el título de Capullanas o Sayapullas. A veces para hacer la guerra y más a menudo para las fiestas religiosas solían unirse los habitantes de una provincia, los de provincias vecinas y aun los de lugares más remotos. Focos de civilización.- No hay ningún indicio cierto de que antes de los Incas haya estado reunido el Perú bajo un cetro común; aunque algunos escritores hagan remontar la monarquía al siglo quinto después del diluvio y cuenten un centenar de monarcas. Sólo se sabe que existieron desde los tiempos más remotos numerosos focos de civilización en los valles de la costa y en los lugares abrigados de la sierra. En la costa se distinguían los señoríos del gran Chimú, Pachacamac, Huarco y Chincha y en la sierra los pueblos de Cajamarca, Huánuco, Jauja, Vilcas, cercanías del Cuzco y algunos del Collao. La dulzura del clima y la docilidad del carácter preparaban los habitantes a recibir las luces de una cultura superior. Mas el aislamiento en que vivían sus grandes diferencias en idioma, religión y hábitos, las sangrientas rivalidades entre tribus vecinas y la indolencia característica del mayor número dejaban pocas esperanzas de grandes adelantos, y apenas podía pensarse en que el Perú formase una sola nación. Estaba reservado a los Incas hacer de todos los peruanos una gran familia bajo un gobierno paternal, uniéndolos bajo un Dios, una ley, una lengua, los trabajos comunes y los beneficios recíprocos.

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Época de los Incas

—I — El Imperio de los Incas Extensión del Imperio.- Habiendo tenido los principios más humildes llegó el imperio de los Incas a extenderse más que el Imperio Romano; a lo largo de la costa ocupó de treinta y nueve a cuarenta grados de latitud, y hacia el interior penetraba en las montañas. Las actuales repúblicas del Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y parte de Buenos Aires estuvieron comprendidas en esta vasta dominación, a que los Incas dieron el nombre de Tahuantinsuyu (los cuatros linajes juntos). Con los nombres de Antisuyu, Collasuyu, Cuntisuyu y Chinchasuyu se expresaban las inmensas regiones del oriente, mediodía, poniente y septentrión, que estaban ya sometidas, o que se aspiraba a conquistar. Población.- Sería aventurado todo cálculo en que se tratara de precisar la población del imperio; mas podemos afirmar sin el menor riesgo de exageración, que los Incas contaban más de diez millones de súbditos. Gran parte de los habitantes vivían dispersos en los campos y en las punas. Mas el número de poblaciones fue de algunos miles, la mayor parte muy pequeñas. Las ciudades metropolitanas, que eran el centro de varias provincias, pasaron de veinte. En el territorio actual del Perú fueron las principales ciudades de la costa Tumbes, baluarte del Norte, Jayanca, Chimu, Pachacamac y Chincha, en la sierra Huancabamba, Cajamarca, Huánuco, Hatunsausa, Vilcas; las residencias reales, las capitales del Sur y la corte del Cuzco que contenía en su recinto más de cuarenta mil habitantes y en sus arrabales más de doscientos mil. Aunque conquista reciente, el reino de Quito ostentaba esta antigua capital de los Sciris y otras poblaciones considerables.

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Monumentos de los Incas.- Por sus edificios públicos fue el Cuzco la Roma del nuevo mundo, haciéndose admirar por sus calles largas bien alineadas y empedradas primorosamente, por sus espaciosas plazas, por su río canalizado con sumo trabajo, por el templo del Sol llamado con razón Coricancha (cerco de oro), por la casa de las escogidas, por los palacios de los Incas y por la asombrosa fortaleza de Sacsahuaman. Casi tan admirable como Coricancha fue el templo dedicado al Sol en la isla de Titicaca. Hubo otros quince o más templos de increíble riqueza entre los que se distinguían los de Pachacamac y Vilcas. Entre las obras tan notables, por sus vastas proporciones, como dignas de aprecio por sus ventajas, merecen especial consideración los acueductos y los caminos. Los acueductos llevaban el riego a los pastos de la sierra en la estación seca y la fecundidad a los arenales de la costa, como puede verse en los de Nazca. En los caminos principales había magníficas casas reales, tambos extensos, albergue para los correos, calzadas en los atolladeros, pretiles en los derrumbaderos, graderías en las cuestas, y puentes de varias clases en los ríos, siendo muy de admirar los puentes de maromas suspendidos sobre las grandes corrientes y los puentes flotantes del desaguadero. Los caminos generales fueron dos, uno por la costa y otro por la sierra; en éste, que pasaba de quinientas leguas, se vencieron inmensas dificultades, y la construcción fue tan sólida que en muchos puntos todavía se conservan admirables restos. Por todo el imperio se levantaron magníficas fortalezas, cuarteles, palacios y templos. Vicisitudes del Imperio.- El origen de los Incas está envuelto en fábulas. Según la tradición más conocida, compadecido el Sol de la barbarie en que yacían los peruanos, envió para civilizarlos a sus hijos Manco-Capac y Mama-Ocllo que eran a la vez esposos y hermanos: «tomad esta cuña, les dijo dándoles una barreta de oro, golpead con ella en todos los sitios adonde llegareis; y estableceos en aquel en que se hundiere al primer golpe. Allí daréis principio a vuestras exhortaciones, enseñando a los hombres a que me adoren y a que os obedezcan como a hijos míos». La celestial pareja salió de la isla de Titicaca y después de haber visto desaparecer la cuña de oro en el cerro de Huanacaure, se estableció en el Cuzco para dar principio a su misión civilizadora. Manco enseñó a los hombres el cultivo de los campos y las primeras artes de la vida civil; y las mujeres aprendieron de Mama-Ocllo el hilado, el tejido, la costura y las virtudes que hacen la buena madre de familia. Los sucesores de Manco-Capac avanzaron desde luego con la prudente calma de los misioneros, esperando más de la razón que de la fuerza y conquistando más con los beneficios que con los ejércitos. Sus progresos fueron muy lentos y su dominación no se extendió sólidamente

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sino en las regiones cercanas al Cuzco. Habiéndose hecho muy poderosos y excesivamente ambiciosos hubieron de sufrir los azares de la guerra y aun se vieron expuestos a perecer con toda su raza cerca de su venerada capital; reinados florecientes fueron seguidos de otros menos prósperos; a soberanos inteligentes sucedió alguno poco cuerdo, a los virtuosos alguno corrompido, y a los activos y animosos algún pusilánime o indolente. Mas habiendo puesto bajo su yugo a enemigos formidables, se avanzaron sin peligro aunque no sin rudos combates hasta los confines del Maule en Chile y los de Angasmayo al Norte del Ecuador; así se formó un imperio rival de los grandes imperios del Asia; pero no pudiendo amoldarse a las necesidades del progreso y siendo más brillante que sólido, estuvo cerca de su ruina cuando llegó a su mayor grandeza y las divisiones interiores le hicieron caer fácilmente al primer golpe de la invasión española. La duración del Imperio de los Incas, contando desde Manco-Capac hasta la muerte de Huaina-Capac, fue de doscientos cuarenta años según los cálculos más reducidos, y de quinientos según testimonios respetables, que hacen remontar su fundación al siglo once. Número de Incas.- Se cuentan unos doce soberanos desde el fundador del imperio hasta su partición, a que siguió de cerca su ruina, y son más comúnmente conocidos bajo los nombres siguientes: I.

Manco-Capac. Sinchi-Roca. III. Lloque-Yupanqui. IV. Maita-Capac. V. Capac-Yupanqui. VI. Inca-Roca. VII. Yahuar-Huaca. VIII. Viracocha. IX. Pachacutec. X. Inca-Yupanqui. XI. Tupac-Inca-Yupanqui. XII. Huaina-Capac. II.

Huaina-Capac dividió el imperio entre sus hijos Huascar y Atahualpa, lo que facilitó la conquista española; Manco, otro hijo de Huaina-Capac, disputó a los conquistadores la herencia de sus mayores y legó sus derechos a sus hijos Sairi-Tupac, Titucusi-Yupanqui y Tupac Amaru, en quien se extinguió el linaje legítimo de los Incas.

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—II— Hechos de los Incas Manco-Capac.- Según los testimonios más verosímiles Manco-Capac fue hijo de un curaca de Pacaritambo; a la muerte de su padre levantó en las inmediaciones del Cuzco un oratorio a Huanacaure, que era el principal ídolo de sus mayores; auxiliado por algunos partidarios extendió su dominación atrayendo a otros con los beneficios, imponiendo con las amenazas a los que no querían reconocerlo por hijo del Sol y fascinando a la muchedumbre con su porte magnífico: vestía camiseta recamada de plata y traía grandes pendientes de oro en las orejas, una patena de oro sobre el pecho, plumas vistosas en la cabeza y otros adornos preciosos en los brazos. El naciente Estado se extendía como diez leguas de Paucartambo al Apurímac y seis de Quiquijana al Cuzco. Los pueblos eran más de cien, si bien los mayores no pasaban de cien casas y los menores no llegaban a treinta. El Cuzco (ombligo) se llamó así por estar destinado a ser el centro del imperio y se dividió en dos barrios Hanai Cuzco (Cuzco alto) y Hurai Cuzco (Cuzco bajo). Los principales auxiliares de Manco recibieron el privilegio de llamarse Incas como los descendientes del monarca. Las instituciones imperiales se atribuyen sin razón a Manco, que sólo pudo echar el germen desarrollado por sus sucesores. Sinchi-Roca.- El sucesor inmediato de Manco-Capac es generalmente conocido con el nombre de Sinchi-Roca, que se interpreta valeroso y prudente, y según la opinión más común afirmó y engrandeció el dominio heredado con el prestigio de la religión y de la beneficencia, extendiéndolo por una parte hasta el río Carabaya y por otra hasta Chuncará, veinte leguas al Sur de Quiquijana. A este Inca se atribuye la división del imperio en cuatro partes, la formación del primer censo y la introducción del chaco, gran cacería en que se reunían millares de indios para encerrar los animales del monte en un inmenso círculo y reduciéndoles a límites estrechos se lograba fácilmente la captura de un número increíble de vicuñas, guanacos, ciervos y fieras. Lloque-Yupanqui.- Sinchi-Roca dejó el cetro a su hijo Lloque-Yupanqui (el zurdo memorable) que aspiró a extender su dominación con la guerra. Los Canas próximos al Cuzco cedieron a las amenazas mezcladas de promesas seductoras; los de Ayaviri y Pucará sólo se rindieron después de haber visto perecer a cuantos podían llevar las armas; su sumisión quedó asegurada con la construcción de una imponente fortaleza y con el establecimiento de gran número de MITIMAES (colonos), para repoblar a Ayaviri. También se atribuye a Lloque-Yupanqui la conquista de una

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parte del Collao, el engrandecimiento del Cuzco hasta darle un nuevo ser con sus construcciones, y el haber ordenado que el heredero del trono visitase todas las provincias para atraerse el amor de los pueblos. Maita-Capac.- Según las tradiciones más recibidas tuvo Maita-Capac un gran número de concubinas y en ellas centenares de hijos y eclipsó la gloria de sus antepasados, sometiendo a todos los collas, a los naturales de Moquegua y a los del valle de Arequipa, y construyendo un puente colgante sobre el Apurímac, una calzada en el camino de Cuntisuyu y otras obras maravillosas. Estando en las antiguas ruinas de Chucahua dijo a un correo que había hecho una marcha muy rápida: «Tia Huanaco» (siéntate guanaco) y de aquí vino el nombre que hoy lleva aquel lugar. En la campaña contra los collas del Oeste sometió a los que se habían asilado en el cerro de Cayacviri, después de un estrecho sitio y de haberles hecho sufrir un estrago horrible en una salida imprudente. Los collas del Este se rindieron a consecuencia de haber experimentado enormes pérdidas en la batalla de Huaichai y de haber obtenido una acogida generosa. El afecto de los moqueguanos se afianzó con el exterminio de algunos envenenadores que eran el terror de aquellos naturales. El puente colgante del Apurímac impuso a las tribus vecinas. La calzada de Cuntisuyu facilitó las conquistas por el lado de Arequipa; y este hermoso valle recibió su nombre por haber dicho el Inca a unos capitanes que deseaban quedarse allí: «Ari Quepai» (bien está, quedaos). Se atribuye a MaitaCapac la invención del escudo llamado Querara, y a su favorito Illa la de los quipos, o manojos de hilos que con el diferente color expresaban la diferencia de objetos y con varios nudos los números (v. g. con el color rojo la guerra, con el blanco la paz, con dos nudos juntos 20, con uno doble 100, etc.). Capac-Yupanqui.- El sucesor de Maita-Capac necesitó de repetidos combates para asegurar la obediencia de las tribus recién sometidas. Habiendo querido destronarle uno de sus hermanos, descubrió el Inca la conspiración haciendo beber abundante chicha a los sospechosos, hizo enterrar vivo al jefe, y arrojó a los cómplices a unos en el foso de las fieras y a otros entre reptiles venenosos. Sin embargo de estos cuidados se dice que sometió a los Yanahuaras, Aymaraes, Umasuyus, Quechuas, habitantes de Camaná y parte de Chayanta. Este Inca adoptó medidas severas contra vicios abominables. Se cree que murió envenenado. Inca-Roca.- Se cuenta que, siendo aún príncipe heredero, extendió IncaRoca las conquistas hasta Abancay por la sierra y por la costa hasta el valle de Nazca. Después de haber tomado la borla imperial, emprendió

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la conquista sucesiva de los Chancas, Charcas y Antis. Los Chancas cedieron de mala voluntad en presencia de ejércitos irresistibles; los Charcas aceptaron el yugo por consejo de sus ancianos; y los Antis conservaron su libertad a favor de sus selvas impenetrables y de su clima poco saludable. Inca-Roca fundó para la nobleza escuelas, de las que era excluido el pueblo; y ordenó que a su muerte se destinaran sus grandes tesoros al ornato de su tumba y al servicio de su familia; de allí nació la costumbre de que cada Inca se formara un tesoro. Yahuar-Huaca.- El nombre de Yahuar-Huaca (el que llora sangre) indica las desgracias del séptimo Inca, quien según algunos fue asesinado por sus capitanes, y según otros murió en el destierro después de haber sido destronado por su hijo Inca-Roca llamado comúnmente Viracocha. Este príncipe que por su carácter violento había sido condenado a guardar los rebaños del Sol en las alturas de Chitapampa, se presentó un día a su padre avisándole que, según le había anunciado el dios Viracocha, se aproximaban los Chancas al Cuzco con un gran ejército. Despreciado este aviso, llegaron sin oposición hasta las cercanías del Cuzco treinta mil hombres al mando del valeroso Anco Huallo, jefe de una gran tribu de Huamanga. El tímido e imprevisor Yahuar-Huaca sólo tuvo tiempo para retirarse a la angostura de Muina; mas el imperio fue salvado por el animoso príncipe que reunió en torno de sí a los valientes y derrotó a los invasores en Yahuarpampa (llanura de sangre). El vencedor hizo desollar vivos a algunos Chancas y formó con sus cueros henchidos unos tambores para aterrar a los enemigos del imperio. Recogió ciertas piedras del campo de batalla, diciendo que en ellas se habían convertido los auxiliares enviados por el dios Viracocha, las que en adelante eran llevadas a la guerra con el nombre de Pururaucas como prenda de la protección celestial. Habiendo entrado al Cuzco en triunfo, usurpó la corona destronando a su padre, en cuyo tiempo se había conseguido la fácil conquista desde Arequipa hasta Atacama. Viracocha.- Habiendo ocupado el trono de una manera irregular, tuvo el octavo Inca que sofocar a viva fuerza las semillas del descontento. Libre de enemigos domésticos, extendió la dominación imperial tanto por el Norte como por el Sur. Los soldados de Anco Huallo emigraron hasta Moyobamba por no someterse a un poder que habían estado cerca de abatir en Yahuarpampa. Mas otros pocras, poco resignados al yugo sorprendieron una noche a los guerreros imperiales y colgaron los cadáveres de los principales en la quebrada que en el camino de Ayacucho a Huanta se conoce hoy con el nombre de Ayahuarcuna (sitio donde se cuelgan cadáveres). El Inca los aterró haciendo ahorcar un gran número

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de ellos en el rincón de Ayacucho (rincón de muertos). Por el Sur los Chichas, Amparaes y otras tribus de Charcas se rindieron después de algunos encuentros parciales; los de Tucma (Tucumán) se sometieron antes de haber sido amenazados, cediendo al prestigio de los hijos del Sol. Viracocha acrecentaba el brillo de sus victorias con obras magníficas: embelleció la antigua ciudad de Vilcas; abrió una acequia desde Angaraes a Lucanas; restauró el antiguo templo de Cacha en honor del dios Viracocha; y construyó palacios dorados en el ameno valle de Yucay. Mas abandonándose a aquellas delicias y ya en una vejez avanzada entregó las riendas del gobierno al príncipe heredero Inca-Urco que estúpido y corrompido no pudo defender el imperio del valeroso Asto Huaraca quien desde Huaitará se había avanzado sobre el Cuzco. Felizmente el joven Yupanqui, que había sido elevado al trono por la nobleza disgustada de su padre y de su hermano, venció a los invasores, apoderándose de Asto Huaraca en una sorpresa nocturna. Pachacutec.- Yupanqui recibió el nombre de Pachacutec (el que da nuevo ser al mundo) por haber sido después de Manco-Capac el verdadero padre del Perú. La activa cooperación de Asto Huaraca, cuya voluntad ganó con el buen tratamiento; y la alianza de Cari, poderoso cacique del Collao, consolidaron la dominación imperial en territorios incorporados ya, pero que sólo estaban adheridos por débiles vínculos. Felices campañas que fueron confiadas al príncipe heredero y a su tío CapacYupanqui, proporcionaron la adquisición de las más importantes provincias del Norte. Los huancas cedieron después de algunos encuentros; los de Tarma y Bombón se dejaron atraer por las promesas; los Huaylas fueron reducidos por el hambre; los naturales de Huamachuco se rindieron sin combatir; los de Cajamarca lucharon con denuedo pero sin éxito; los de Yauyos se entregaron a Capac-Yupanqui a su regreso de una gloriosa expedición. Un triunfo magnífico solemnizó la entrada de los vencedores en el Cuzco. Para conquistar los valles del Norte donde existían los florecientes señoríos de Chincha, Chuquimancu, Cuismancu y el gran Chimú, se emplearon las artes de la paz y de la guerra. Sujetos con facilidad Ica y Pisco, se sometió a los aguerridos vecinos de Chincha, renovando el ejército imperial, talando los campos y rompiendo las acequias. Para sujetar a Chuquimancu fue necesario que los invasores renovaran por cuatro veces sus ejércitos. Cuismancu fue admitido como un aliado digno de toda la consideración de los Incas por respeto al santuario de Pachacamac venerado en todo el imperio. Aunque el gran Chimú defendió tenazmente posición por posición y valle por valle, no pudo al fin resistir, viéndose atacado por más de cuarenta mil hombres y a sus pueblos reducidos a la miseria. Tan valiosas provincias se resigna-

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ron pronto al yugo a la vista de imponentes construcciones y de toda suerte de beneficios. Pachacutec aseguraba el bienestar, el esplendor y el orden del Perú con su administración inteligente y enérgica; magníficos edificios y numerosas obras de utilidad pública se construían en todas partes; se cuidaba mucho del cumplimiento de la justicia; se mejoraba la organización del ejército; y se reprimía el desorden con sabias leyes. La unidad nacional se promovió eficazmente con las colonias y con la generalización de la lengua quechua. Inca-Yupanqui y Tupac-Inca-Yupanqui.- No es posible distinguir bien las hazañas, ni aun las personas de estos dos monarcas. Durante sus gobiernos se emprendió sin éxito la conquista de los Mojos y Chirihuanas; los chilenos quedaron sometidos hasta el río Maule donde se estrelló el poder del imperio, ante el valor de los Promaucaes y otras tribus indomables. No esperando ya los Incas grandes ventajas hacia el mediodía, dirigieron sus expediciones del lado del Norte, donde los Huacrachucos se sometieron sin combatir; los de Chachapoyas después de una heroica resistencia, los de Huancabamba forzados por el hambre, los de Cajas, Ayabaca y Carhua que formaban una confederación guerrera, por acuerdo de sus capitanes, los Huanucuyus de paso, los de Paita y Tumbes con poca dificultad. Los Pacamoros conservaron la independencia guareciéndose en las selvas de Jaén. Las provincias de Zarza, Palta, Cañar y Alahuasi que estaban en los confines del reino de Quito y se hallaban amenazadas a la vez por los señores del Cuzco y por los Sciris, prefirieron la dominación imperial que era la más poderosa y benéfica. Esta preferencia fue recompensada levantando magníficos edificios en Tomebamba, Hatuncañar y otras ciudades de los Cañares. Mientras Capac-Yupanqui se ocupaba en estas obras, los Huancavilcas que habitaban en la costa de Guayaquil le pidieron maestros para aprender sus benéficas leyes, y no tardaron en dar muerte cruel a los enviados para civilizarlos. Su castigo quedó aplazado por hacer la guerra a Hualcopo Duchisela que reinaba en Quito con el título de Sciri y que tenía aspiraciones parecidas a las de los Incas. Los primeros encuentros ofrecieron triunfos y reveses alternados, y después de algunas victorias hubieron de retroceder las fuerzas imperiales habiendo sido derrotadas por Chalcuchima. En esta época se acabó el templo del Sol y se construyó la admirable fortaleza del Cuzco. Huaina-Capac.- El imperio fue elevado a la cumbre de la grandeza por Huaina-Capac (mozo poderoso) que principió por defender su corona que le disputaban sus hermanos y por castigar a los enemigos de su raza. Los Huancavilcas espiaron su crimen contrayendo la obligación

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de sacarse cuatro dientes. Los de la Puná, que habían arrojado al mar y muerto a golpes de remo a los nobles del imperio después de haber recibido a Huaina-Capac con pérfidos halagos, sufrieron un castigo igual a su delito. Los Chachapoyas, que habían muerto a los gobernadores del Inca, fueron perdonados por súplicas de una señora de Cajamarquilla que había pertenecido al serrallo de Tupac-Yupanqui. Antes de avanzarse hacia Quito se hicieron fáciles conquistas en la costa hasta llegar a los salvajes de Barbacoas y del Chocó, que se obstinaron en la resistencia y obligaron a decir a Huaina-Capac: «volvámonos, que estos no merecen tenernos por Señor». El reino de los Sciris quedó al fin sometido por la derrota y muerte del último soberano y por la unión de Huaina-Capac con la hermosa Pacha que había sido aclamada por los Quiteños en lugar de su padre derrotado y muerto en la batalla decisiva de Hatuntaqui. Todavía los Carangues se resistieron uniendo el valor a la perfidia; pero los principales fueron degollados en la laguna de Otabalo que recibió entonces el nombre de Yahuarcocha (laguna de sangre). Sin otra oposición considerable se logró dilatar el imperio hasta el río Angasmayo. La conclusión de los grandes caminos, otras obras inmortales, la organización del gobierno en una asamblea legislativa, la protección de la ganadería y la mayor ilustración elevaron la gloria de los hijos del Sol sobre todos los príncipes del nuevo mundo. Mas Huaina-Capac, que había pasado sus últimos años en el reino de Quito, dividió el imperio entre sus hijos Huascar, primogénito de la Coya o Emperatriz, y Atahualpa, hijo de Pacha, legando a éste la herencia de sus abuelos maternos. Las honras de Huaina-Capac fueron extraordinarias: unas mil personas se mataron para servirle más allá del sepulcro; su corazón quedó en Quito; su cuerpo trasladado al Cuzco se colocó en Coricancha frente a la imagen del Sol; el dolor de todos los vasallos fue desesperante. Huascar y Atahualpa.- Conforme a la expresa voluntad del difunto monarca recibió Huascar la borla imperial y Atahualpa fue reconocido soberano de Quito; la paz entre los dos hermanos sólo se conservó por algunos años, estallando la guerra civil a la muerte del gobernador de los cañares. La posesión de esta provincia fue disputada primero con las negociaciones y enseguida con las armas. El rey de Quito, que había sido hecho prisionero por el general cuzqueño, logró escaparse de la fortaleza de Tumebamba y una vez en libertad aspiró a destronar a su hermano. Los veteranos de Huaina-Capac, que habían quedado en Quito dirigidos por Chalcuchima, Quisquiz, Rumiñahui y otros jefes distinguidos, le dieron brillantes triunfos. Vencedor en Ambato, exterminó a cuantos cañares eran capaces de llevar las armas, porque se habían declarado en contra suya. Sus generales avanzándose sin gran oposición hasta el Cuzco derrotaron

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las huestes imperiales en la inmediata llanura de Quipaypan. Chalcuchima, que mandaba la acción, hizo prisionero a Huascar y lo llevó cautivo a Jauja. Atahualpa, herido meses antes en un combate naval contra los de la Puná, se había quedado en Cajamarca, donde a poco fue víctima de Pizarro que estaba ya en el Perú y que no tardó en conquistarlo.

—III— Civilización del Perú bajo los Incas Sistema de gobierno.- Los Incas realizaron el socialismo en la escala más vasta, en toda la pureza posible y con tanta constancia como si durante doce reinados no hubiese gobernado sino un solo soberano. Llamándose hijos del Sol marcharon a la conquista del mundo para imponerle su culto y doblegar la sociedad a sus órdenes. Su voluntad sojuzgaba las almas; todos los bienes y todas las vidas como toda actividad pendían de sus palabras; así hicieron de un vastísimo imperio una sola familia sin ociosos, ni mendigos, y un convento reglamentado en todos los instantes y en todas las prácticas de la vida. Su civilización, muy superior a la de los bárbaros entre quienes se desarrollaba, tenía una fuerza inmensa para difundirse; pero no podía durar, porque contrariando los más poderosos sentimientos de libertad, propiedad y familia debía debilitarse y corromperse a medida que se extendiera, y de continuo estuvo expuesta a una destrucción súbita, porque la jerarquía social dejaba el destino de todos pendiente de una sola cabeza. Jerarquía social.- La sociedad estaba dividida en tres órdenes principales: Inca, nobleza y pueblo. Dios-rey, era acatado el Inca como hijo del Sol y como árbitro de todas las existencias. Los pendientes de oro que alargaban sus orejas, la mascaypacha, borla que cubría su frente, el llauto que rodeaba su cabeza, las plumas del coraquenque que la adornaban, los vestidos más preciosos, los millares de personas que le servían, la opulencia de sus palacios, la majestad con que visitaba su imperio, la adoración con que era necesario acercársele y los honores divinos que se hacían a su cadáver, fascinaban al sencillo pueblo; su gobierno paternal ganaba todos los corazones. La nobleza se componía de la familia del Sol, de los Incas de privilegio y de los curacas. La familia imperial incluía a la Coya, reina madre, que por lo común era hermana del Inca, las concubinas, las doncellas de la estirpe real o ñustas, las casadas del mismo origen o pallas y los príncipes solteros o casados que desempeñaban los principales cargos y cuando no por sus luces, eran acatados por su nacimiento y por su lujo. Los Incas de privilegio descendientes de los que con Manco-Capac fundaron

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el Cuzco, eran muy considerados y ocupaban puestos más o menos elevados según sus méritos. Los curacas conservaban alguna autoridad sobre sus antiguos súbditos y entre otras distinciones inapreciables recibían a veces la mano de alguna infanta. El pueblo sumido en la abyección más completa estaba dividido en grupos sucesivos de a diez mil almas, de a mil, de a quinientos, de a cien, de a cincuenta y de a diez; también se dividía por linajes que no podían cruzarse. Los habitantes de las provincias se distinguían en originarios y mitimaes y los de las ciudades en hanaisuyos o de los barrios altos y huraisuyus o de los barrios bajos. Según la posición eran los últimos los yanaconas condenados a las tareas más humildes y los primeros los que estaban dedicados a las artes, al ministerio del templo o al servicio de palacio. Legislación.- No había más ley que la palabra del principal (apupsimi) sirviendo la voluntad del Inca de derecho y de conciencia. Mas por la constitución del imperio y por la misión que se habían arrogado los Incas, su voluntad no debía ser caprichosa; para evitar escándalos y para no comprometer su poder necesitaban sujetarse al socialismo establecido. Los bienes y el trabajo debían servir a las necesidades del Estado y se hallaban organizados conforme a su destino social. La tierra se dividía en cuatro porciones: la del Sol, la del Inca, la de la comunidad y la de los curacas. La tierra del Sol se destinaba al culto, la del Inca a las necesidades del gobierno, las tierras de la comunidad se distribuían anualmente entre las familias dando un topo a cada matrimonio; un topo más por cada hijo y medio por cada hija; sin que pudiesen trasmitirse por herencia, ni por contrato. Los curacas poseían vinculaciones que se perpetuaban en los jefes de las familias. Los grandes rebaños pertenecían al Inca y al Sol; las comunidades sólo poseían un corto número de cabezas; algunos curacas poseyeron millares. Las minas pertenecían de ordinario al Estado. El guano se distribuía entre los costeños por provincias y distritos. Las cacerías se hacían en beneficio del Inca o de los nobles, dejando al pueblo alguna carne que se conservaba bajo la forma de charqui. Sólo quedaban a libre disposición de todos, las hierbas del campo y las riquezas del agua. El trabajo recaía exclusivamente sobre el pueblo que debía emplear su tiempo en las tareas domésticas, en el cultivo de las tierras y en las obras públicas, sin que nadie pudiese estar ocioso, ni las mujeres, ni los niños, ni los viejos, ni aun los privados de algún sentido. Para aliviar la fatiga se estableció la mita o rotación en el servicio, se procuró convertir los trabajos comunes en fiestas, y al que estaba empleado en un servicio le mantenían a costa del Estado.

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A la edad de dieciocho a veinte años las doncellas y a la de veinticuatro a veinticinco los mancebos debían casarse por orden y conforme a la elección del gobierno. Tocaba a la familia preparar el ajuar y a la comunidad levantar la casa de los desposados. Ninguno podía casarse fuera de su linaje (aillo). Los bienes quedaban para la familia, si el padre no los dejaba a alguno de sus hijos. El mayor se encargaba de la casa, si estaba en edad para ello; a falta de él algún hermano del difunto y a falta de todos el Estado que cuidaba también de los expósitos. El espíritu de comunidad se conservaba reuniéndose las familias periódicamente en los mercados, fiestas, faenas y convites, en los que tomaban parte indistintamente los pobres y los ricos. En caso de necesidad debían unos vecinos ayudar a los otros en los trabajos; y todos cultivaban las tierras de los inválidos. Nadie podía cambiar el vestido de sus mayores, ni de domicilio sin superior mandato. El código penal era muy severo. Se castigaban con la muerte la blasfemia, el sacrilegio, la rebelión, la desobediencia contumaz, el envenenamiento, el asesinato, el adulterio en la mujer noble, el incendio de un puente, el robo de cosas del Inca y del Sol y otros delitos menores agravados por las circunstancias. Otras faltas eran castigadas con el tormento, azotes en los brazos y piernas, golpes con piedra en la espalda, prisión, confinamiento, afrenta, reparación del daño, pérdida del destino u otras penas arbitrarias. Administración.- El Inca era ayudado en la administración del imperio por un consejo de Estado; las provincias eran gobernadas por los Tucuiricuc; los distritos por los Michos; los linajes por los Curacas; los grupos por los Camayoc respectivos. Cada una de estas autoridades administraba justicia reservándose los casos más graves a los Tucuiricuc y al Inca; el juicio era sumario y sin apelación; mas se precavía la iniquidad de los jueces mediante el informe mensual que debían dar los tribunales, y con las visitas que personas de confianza y a veces el Inca hacían por las provincias. Empleados permanentes o temporales presidían a la distribución de las tierras, a las faenas y fiestas, a los socorros del Estado y aun a las tareas domésticas. El cultivo de las tierras era iniciado por el Inca, a quien seguía la nobleza, y se concluía por las comunidades y particulares. Los trabajos de sembrar, recoger las cosechas y depositarlas en los almacenes del Estado eran fiestas populares, en que las tareas alternaban con la música, el baile y los banquetes. También se convertían en fiesta las grandes cacerías y la trasquila del ganado. Se hacían igualmente bajo la inspección del gobierno los trabajos domésticos destinados a fabricar los objetos del consumo público y privado.

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Para la mejor administración se formaba anualmente la estadística de la población, tierras y otros elementos sociales; los correos (chasquis) prevenidos de legua en legua trasmitían los mandatos oficiales con una rapidez asombrosa a razón de cincuenta leguas por día y en casos urgentes se comunicaban las noticias encendiendo hogueras. Los buenos caminos, las colonias, ya agrícolas, ya militares y la generalización de la lengua quechua facilitaban mucho la acción del gobierno. Conquistas.- La superioridad de civilización y la constancia en las empresas abrieron a los Incas una carrera ilimitada de conquistas. Como hijos del Sol debían consagrarse a una cruzada civilizadora. El heredero del imperio se educaba para la guerra junto con los nobles de su raza. Hacia la edad de dieciséis años recibía al mismo tiempo que ellos, la investidura del huaraco después de un penoso noviciado, con las más imponentes ceremonias, en medio de las que se colocaban en sus orejas un alfiler de oro, en sus pies finas ojotas, en su cintura el huara (pañete), en sus sienes flores emblemáticas, en su frente una borla amarilla y en sus manos un hacha de guerra. Concluidas estas fiestas salía a campaña para hacer el aprendizaje de las conquistas. La nobleza suministraba excelentes jefes, el pueblo soldados sobrios, sufridos, subordinados y serenos. En ejercicios periódicos se aprendía el manejo de las flechas, dardos, hachas, picas, macanas, mazas, hondas y otras armas; para la defensa se usaban cascos, celadas, rodelas y jubones embutidos de algodón. El ejército estaba dividido en grupos análogos a los de sociedad; cada cuerpo tenía una bandera particular, reconociéndose por estandarte general la divisa del Arco Iris. Los movimientos se regularizaban con el toque de trompetas y tambores; pero se peleaba en tropel y sin hábiles combinaciones. La política imperial valía más que el ejército de los Incas: avanzaban a favor de las alianzas, de la mediación y de los halagos; hacían sentir el ascendiente de su civilización; sorprendían con la grandeza de sus obras; se mostraban benéficos en medio de la guerra, clementes con los rendidos y terribles con los obstinados; aseguraban sus conquistas con la tolerancia bien entendida de los usos y creencias, con la prudente introducción de sus leyes; con tomar a los curacas o a sus hijos de rehenes, y con la introducción de mitimaes; en casos imprescindibles no retrocedían ante ninguna necesidad de dominación. Religión.- El Sol era el alma del imperio y su culto se hacía dominante con la severidad de las leyes, con la magnificencia de los templos, con el prestigio de los sacerdotes y escogidas, con la pompa de las fiestas y con el aparato de los sacrificios. Entre los templos deslumbraba el Coricancha

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por su imagen del Sol, su jardín, sus útiles y sus ornamentos radiantes de oro, plata y piedras preciosas. El templo de Titicaca fue tan venerado que hasta las mazorcas cosechadas en las vecinas rocas adquirían un valor inestimable. Los ministros del culto eran tantos, que en solo Coricancha había cuatro mil, en el templo de Vilcas se alternaban cuarenta mil y en el de Huánuco treinta mil. El sumo sacerdote (Villac Umu) era pariente del Inca, los demás sacerdotes salían de la nobleza, recomendándose además del nacimiento por su vida religiosa y por sus funciones sagradas. Las escogidas (aclla) por su nobleza o por su hermosura vivían en monasterios dirigidas por madres (Mama Cunas) cuidando del fuego sagrado, haciendo labores finísimas y sujetas a la castidad bajo horribles penas. Las Ocllos eran una especie de beatas que vivían fuera de los monasterios siendo respetadas por sus virtudes. Las fiestas del Sol tenían lugar en todo el año y se celebraban con la mayor solemnidad al principio de las estaciones; la del Capac Raimi en el solsticio de diciembre; la del Inti Raimi en el de junio; la del Nosoc Nina en el equinoccio de marzo y la del Citua en el de septiembre. Había en julio una solemne rogativa para que no faltase agua a los campos y en agosto otra para ahuyentar las enfermedades. Al Sol se sacrificaban toda clase de objetos, especialmente llamas y en las ocasiones más solemnes una o muchas víctimas humanas. El culto del Sol traía consigo el de la Luna (quilla), su esposa y hermana, el de las estrellas, el de Venus bajo el nombre de Chasqui Coillur, el del terrible Yllapa (rayo) y el del Arco Iris (Ccuichi). Además, todos los dioses nacionales tenían su templo en el Cuzco y en las provincias; cada tribu seguía venerando sus ídolos, y cada individuo tenía fe en sus conopas. Entre otras prácticas supersticiosas había algunas muy análogas al culto cristiano especialmente al sacramento de la penitencia; pues se practicaba la confesión y se imponían algunas expiaciones. Es también digna de admiración por las elevadas ideas que expresa, la siguiente oración a Pachacamac: «Oh Hacedor, que estás desde los cimientos y principio del mundo hasta en los fines de él, poderoso, rico, misericordioso, que distes ser y valor a los hombres y con decir, sea este hombre y esta sea mujer, hiciste, formaste y pintaste a los hombres y a las mujeres; a todos estos que hiciste y diste ser, guárdalos y vivan sanos y salvos sin peligro y en paz. ¿En dónde estás? Por ventura en lo alto del cielo y en las nubes y nublados o en los abismos? Óyeme y respóndeme y concédeme lo que pido. Danos perpetua vida para siempre, tennos de tu mano, y esta ofrenda recíbela a donde quiera que estuvieres, oh Hacedor».

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Instrucción.- Sabios llamados Amautas enseñaban a la nobleza en escuelas públicas las máximas de la guerra, las prácticas del gobierno, las ceremonias de la religión, la lengua general, los quipos, la historia de los Incas, algo de Bellas Artes, Medicina y Astronomía, en suma las nociones precisas para los cargos políticos, militares, religiosos y para dominar al pueblo por su superior cultura. Los quipos confiados a los Quipocamayos llegaron a adquirir una perfección extraordinaria satisfaciendo las necesidades de la estadística y formando los anales del imperio. La lengua quechua, admirable por la fuerza de expresión, la regularidad de las formas y la dulzura de los sonidos se prestó a todos los usos del lenguaje. La ciencia del gobierno estuvo reducida al sistema de socialismo en que la jerarquía social y la conquista, la administración y el culto, la familia y el Estado, las leyes y las costumbres, la propiedad y la industria, las penas y las fiestas formaban un vasto y armonioso conjunto. La moral se expresaba en las máximas: no seas ladrón, no perezoso, no embustero y otras sumamente lacónicas. Los deberes del pueblo se reasumían en la obediencia absoluta. Se tenían algunas ideas de los movimientos del Sol y de la Luna; se determinaba el día de los equinoccios por medio de columnas, y el de los solsticios por medio de torres. Se dividía el año (huata) en doce lunas y cada luna en cuatro semanas; los días que faltaban para el año solar, se suplían con días de otra luna. En medicina se conocía el uso de las sangrías locales, algunas plantas muy activas y otros remedios simples; pero la práctica era muy rutinaria y estaba confiada a curanderos. De las matemáticas se hicieron importantes aplicaciones a la partición de tierras, al movimiento de las aguas y sobre todo al cálculo contando por unidades, decenas, centenas, millares y decenas de millar. Los grandes adelantos en literatura se manifestaban en los discursos, cánticos y obras dramáticas. Los poetas (haravec) componían relaciones en verso para recordar las hazañas de los Incas. De sus tragedias se conservan las de Ollanta y Usca Paucar, si bien se deja traslucir una refundición posterior a la conquista. La música era melancólica y muy expresiva, si bien a menudo se hacía demasiado ruidosa y algo monótona. Entre los principales instrumentos se distinguían la antara y la quena. En los dibujos se nota a veces la delicadeza de los perfiles, la verdad de la expresión y la fuerza del colorido. Las estatuas son por lo común informes, teniendo los brazos y las piernas pegados al cuerpo. Algunos bajos relieves revelan la mano de un artista.

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En la arquitectura domina la línea recta, hay raras ventanas, pocas escaleras, una que otra bóveda. Los palacios, templos y otros edificios públicos se distinguen por su uniformidad, sencillez y simetría, sorprendiendo algunos por la magnitud, primorosa labor, armoniosa colocación y ajuste exacto de las piedras. Los principales materiales eran piedras labradas o brutas, adobes más o menos consistentes, cañas y maguey. Las puertas siempre pequeñas se cubrían con pieles, lienzos o cañas. Los techos se hacían con maguey, cañas, pocas veces con palos sujetos mediante cuerdas, cubriéndose de paja y poco barro. Las piezas no comunicaban entre sí; mas en los grandes edificios daban a veces a un patio común. Industria.- La agricultura, sobre la que descansaba el bienestar del imperio, estaba tan adelantada como extendida. Por medio de andenes, hoyas y acueductos se avanzaba cada día más hacia los desiertos y alturas. Conocíanse los abonos del guano y anchovetas; los campos se aprovechaban bien y estaban cercados. Cultivábanse principalmente la papa, el maíz, la quinua, el camote, la yuca, el plátano, el algodón, otras muchas raíces y frutos indígenas. Labraban la tierra introduciendo a manera de arado una estaca puntiaguda con un travesaño para que un trabajador pudiese apoyar el pie y otros tirar hacia adelante. Entre los animales domesticados se distinguían los grandes rebaños de llamas y alpacas, los cuyes, los patos y ciertos perros que no sabían ladrar, llamados alccos. La caza de las vicuñas estaba reglamentada; en otras cacerías y en la pesca seguía desplegándose mucha destreza. Se reducía generalmente la minería a la extracción del oro, plata y cobre que solían tomarse en la superficie de la tierra, siendo muy raros y poco profundos los socavones. El mineral de plata se beneficiaba en hornos portátiles llamados huairas, abiertos a todo viento, que se colocaban en lugares descubiertos, y para favorecer el beneficio se hizo uso de la galena o sulfato de plomo. Aunque se conocía el estaño y el azogue, no eran objeto de la explotación mineral. También se hacían grandes trabajos para adaptar las piedras de cantería a las necesidades de la construcción. Muchos y muy poderosos obstáculos se opusieron al desarrollo de las artes industriales. Los oficios estaban acumulados en todos los plebeyos, no habiendo profesiones especiales sino para la alfarería, platería, tejidos finos y fabricación de otros objetos de lujo. No se conocían los clavos, las agujas metálicas, sierras, ni otras herramientas o útiles de hierro y por lo mismo casi eran desconocidas las artes del ebanista y del carpintero. Suplían imperfectamente al hierro los útiles de piedra y cobre solo o mezclado con estaño; las espinas servían de agujas y sin

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embargo de ser tan imperfectos estos y otros instrumentos se hicieron algunos trabajos admirables. En los tejidos finos no se sabía qué admirar más, si la delicadeza de los hilos, los primores de la labor o el brillo de los colores. En las obras de alfarería sorprenden varios huacos por sus artificios para el movimiento de los líquidos y para que el aire saliendo por algunos agujeros imite la voz de las aves allí figuradas. Los plateros doblegaban el oro, plata y cobre a las más atrevidas concepciones. Fueron maravillosas la destreza para pulir las esmeraldas y otras piedras preciosas, la manera secreta de embalsamar los cadáveres y ciertos tintes indelebles. Los colores predominantes fueron el azul, negro, amarillo y rojo, extrayéndose la materia colorante para éste del magño o cochinilla silvestre, ciertos caracolitos marinos y la orchilla. El comercio fue muy reducido; para el interior había días de feria; se usaban balanzas con pesas graduadas y servían de moneda la coca, el ají, la sal u otro producto de uso general; el exterior se hacía con los pueblos situados en las costas del reino de Quito y tal vez con algunos del Chocó. Para estos y otros largos viajes marítimos se navegaba en grandes barcos a vela y a remo, reservándose para las pescas no muy distantes de la tierra la navegación en caballitos de totora, cueros de lobos marinos henchidos de aire y pequeñas canoas. El trasporte por tierra se hacía comúnmente a espaldas de hombre, siendo poquísimo el uso de la llama como bestia de carga. Los grandes caminos no tenían un destino comercial, sino que servían para los movimientos militares o las comunicaciones administrativas y para que el Inca sin salir de sus residencias pudiese comer el pescado fresco trasportado en pocas horas por relevos de chasquis de las orillas del pacífico a los puntos más distantes de la sierra. Usos generales.- Entre la inmensa variedad de usos locales resaltan el apego a la rutina y a las formas, la sumisión absoluta, el espíritu de corporación, la escasa caridad para con los individuos, la falta de aspiraciones, la dulzura de costumbres, la ausencia de crímenes, la debilidad de carácter, la poca elevación de sentimientos y la afición a los placeres sensuales. El gusto por el baile era desmedido, siendo la mayor parte de las danzas monótonas y muy compasadas y distinguiéndose entre ellas la graciosa cachua. Había juegos de suerte, destreza y fuerza, por lo común inocentes y a veces muy peligrosos. La embriaguez solía mezclarse a todas las diversiones y se generalizaba con espantosa frecuencia. No obstante, la multitud de fiestas públicas que se prolongaban meses enteros, especialmente por enero y junio, y aunque fueran objeto de regocijos privados el nacimiento, el corte del primer pelo, la entrada a la pubertad, el matrimonio, la muerte, la siembra, la cosecha, la conclu-

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sión de la casa, la despedida de los amigos y cualquier otra novedad, el estado habitual de los indios era la melancolía, mezclándose el llanto a los cánticos, al baile y aun a la bebida. Las comidas eran dos, la primera por la mañana y la otra al ponerse el Sol, casi siempre parcas y sencillas. La base de los alimentos estaba formada por la papa y el maíz, sirviendo de condimentos la sal y el ají y haciéndose poco uso de la carne en las comidas del pueblo; en los lugares ribereños se comía generalmente pescado; en la tierra caliente plátanos y otras frutas; los banquetes opíparos, en que podían saborearse toda clase de manjares, estaban reservados a la nobleza; mas si el pueblo conocía rara vez los goces del lujo, estaba siempre a cubierto de los rigores del hambre. También podía beber a placer la chicha, especialmente la de jora. El deseado uso de la coca sólo le era permitido bajo ciertas restricciones. Los hombres vestían generalmente una camisa sin mangas llamada por los quechuas uncu y por los huancas cusma; el pañete o huara que servía de calzones; la yacolla o manta; la usuta, forma más o menos fuerte y rica de calzado y el chuco o gorro que variaba mucho en los diferentes linajes. Las mujeres traían sobre la camisa el anaco atado, con el chumpi o faja, la mantilla o lliclla prendida al pecho con el tupu (alfiler de espina o metal), la vincha al rededor de la cabeza y el cabello en dos trenzas. Las telas eran de algodón en la costa, de abasca o pelo de llama en la sierra para el pueblo y de vicuña para la nobleza. En el lujo que ésta se reservaba entraban los adornos de metales y piedras preciosas; todos podían engalanarse con plumas. Las habitaciones del pueblo eran sucias, oscuras, sin ventilación, ni cómoda salida para el humo, y reducidas a una o dos piezas estrechas. El menaje se componía de escasas provisiones, ollas de barro (manca) platos de zapallo, mates, vasijas para la chicha (puinu) pellejo o estera para acostarse (ccara) el huso de hilar (puchca) sencillo telar, batanes (cutana) espejos de pirita, peines de espinas, porongos, lana y algodón para sus labores y otros raros útiles. En los palacios de la nobleza todo revelaba la opulencia, distinguiéndose los asientos (tiana), ricos espejos, preciosas telas y otros objetos de comodidad o de lujo. Tan admirables como los campos que labraron para sostener la vida son las huacas que construyeron los indios para reposar después de la muerte. Los sepulcros se encuentran siempre cerca de las poblaciones, a veces en la campiña inmediata, a veces en la misma casa, entre los floridos valles y por lo común en alguna eminencia. Los cadáveres se hallan sentados con las rodillas juntas y dobladas sobre el vientre, los brazos traídos sobre el pecho, y las manos unidas sobre el rostro; a su lado se encuentran los vestidos, útiles, maíz, chicha y objetos de lujo que les habían de servir en la vida futura.

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Época de la Conquista

—I — Descubrimiento del Perú (1511-1528) Vasco Núñez de Balboa.- En 1511 oyó decir Balboa, recién establecido en el Darién, a un hijo del cacique Comagre, que en el mar del Sur se navegaba en barcas a vela y remo y que entre aquellas gentes era el oro tan abundante como el hierro en España. En 1513, desplegando un genio extraordinario, tuvo la gloria de descubrir el Pacífico y en sus orillas adquirió datos más amplios sobre el Imperio de los Incas. En 1517, habiendo hecho pasar al través del Istmo materiales para fabricar buques, se avanzó en sus exploraciones hasta el puerto de Piñas. Ya tenía los preparativos hechos para el descubrimiento del Perú, como se llamaba ya a las regiones del Sur, mal pronunciado y peor aplicado el nombre de Virú que era el de un río y el de un cacique del Darién; pero su gloriosa carrera fue cortada por su suegro Pedrarías, quien por celos le hizo morir en el cadalso como traidor al rey. Pascual de Andagoya.- El trágico fin de Balboa, las costas inhospitalarias, los salvajes feroces, los mares tempestuosos y los vientos contrarios retraían a los más animosos de emprender la conquista de un imperio, cuya situación era tan misteriosa como los recursos. Mas en 1522 Pascual de Andagoya, regidor de la nueva población de Panamá, se embarcó en busca del Perú. Arribó al puerto de Piñas, remontó el río Virú y, llevando en su compañía a un cacique, continuó la navegación hasta el río San Juan, donde obtuvo preciosas noticias sobre Huaina-Capac, el Cuzco y otras maravillas de la civilización imperial. Un accidente le obligó a regresar enfermo a Panamá y allí estuvo postrado por mucho tiempo.

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Primera expedición de Pizarro y Almagro. En 1524 se reunieron para hacer el descubrimiento del Perú tres ancianos: Hernando de Luque, Diego Almagro y Francisco Pizarro. El primero era vicario de Panamá y gozaba de gran ascendiente. Diego, triste expósito de Almagro, era un soldado valiente, generoso y franco, con muchos amigos entre los aventureros. Francisco Pizarro, hijo natural de un coronel distinguido y de una pobre mujer de Trujillo, había pasado sus primeros años en el oficio de porquerizo, había militado en las campañas de Italia, y en el nuevo mundo era considerado como el único capaz de seguir las huellas de Balboa. Reunidos unos cien reclutas salió Pizarro de Panamá a mediados de noviembre y tocó en la isla de Taboga y en la de las perlas; habiendo remontado el Virú sufrió una ruda prueba en sus orillas abandonadas por los salvajes, ásperas, sin recursos y malsanas; vuelto al mar hizo aguada en un lugar desolado; y embarcándose luego se levantó una violentísima tempestad que le obligó a volver al lugar de la aguada; allí padeció privaciones y dolores espantosos, habiendo perdido gran parte de su gente sin que por eso flaqueara su constancia. Montenegro, que había ido por recursos a la isla de las perlas, volvió a las seis semanas; y alentados los expedicionarios con los víveres y con las noticias que les comunicaron unos indios del interior, siguieron explorando las playas inhospitalarias del Chocó. En el puerto de la Candelaria hallaron puestas al fuego algunas ollas; mas entre las viandas reconocieron restos humanos que los obligaron a huir del bárbaro festín, prefiriendo las tempestades. En Pueblo Quemado pensó Pizarro detenerse; mas atacado de sorpresa por los salvajes sólo se salvó a fuerza de heroísmo y hubo de regresar al puerto de Chicama, no queriendo entrar a Panamá en tan miserable estado. Almagro, que había equipado otro buque, llegó hasta el río de San Juan, tocando en los puntos visitados por su compañero, y recibiendo en Pueblo Quemado un flechazo, de cuya herida perdió un ojo. Aunque había adquirido importantes datos, volvió también al istmo, conociendo por la falta de las señales convenidas, que los primeros expedicionarios no habían pasado adelante. Segunda expedición de Pizarro y Almagro.- Vencida la oposición de Pedrarías, que quería impedir las expediciones al Perú, renovaron y formalizaron su convenio los tres socios, poniendo Luque veinte mil pesos que le prestaba secretamente el licenciado Espinosa, obligándose Pizarro y Almagro a contribuir con sus servicios, y distribuyéndose por partes iguales las futuras ganancias. Reunidos ciento sesenta hombres y dirigidos por el hábil piloto Ruiz, se encaminaron hacia el río de San Juan; conseguido allí un botín de quince mil pesos, regresó Almagro a Panamá

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para atraerse auxiliares; Ruiz se encargó de explorar las regiones del Sur y Pizarro se dirigió al interior. La subida del río ofreció junto con el más bello espectáculo sufrimientos insoportables y todos los riesgos de las selvas intertropicales. Los exploradores maldecían ya sus sueños dorados, cuando llegó Ruiz que con vientos prósperos había cruzado la línea, reconocido la isla del Gallo y la bahía de San Mateo y tomado en alta mar una barca peruana y en ella dos tumbecinos, una balanza, tejidos, obras de platería y otras muestras de una civilización adelantada. Las noticias que traía, y la llegada de Almagro con refuerzos y provisiones, hicieron continuar la navegación hacia el Perú. Después de algunas contrariedades se llegó a las costas de Atacama, donde lisonjeaban el aspecto del país y la cultura de los habitantes. Pizarro, deseoso de entablar relaciones pacíficas, desembarcó con una parte de los suyos; pero le fue imposible evitar el ataque; y el combate habría sido sangriento sin la caída de un jinete, con lo que se amedrentaron los indios, pensando que se había dividido en dos cuerpos el ser para ellos único, hombre y caballo. En vista de la hostilidad de los habitantes se resolvió en una junta de guerra buscar mayores fuerzas para llevar a cabo la empresa. Después de un violento altercado se acordó que Pizarro se quedara en la isla del Gallo y que Almagro regresara a Panamá. Para acallar las quejas de los descontentos se procuró retener todas sus cartas; pero un tal Sarabia, pretextando hacer un obsequio a la esposa del gobernador don Pedro de los Ríos, ocultó en un ovillo de algodón un memorial firmado por otros compañeros en que pedían los sacase del cautiverio, concluyendo el relato de sus quejas con la siguiente cuarteta: Pues Señor Gobernador, Mírelo bien por entero; Que allá va el recogedor Y acá queda el carnicero.

Profundamente indignado, el gobernador comisionó con tal objeto a su dependiente Tafur. La gente de Pizarro se dispuso a regresar con la mayor satisfacción; mas el indomable caudillo, trazada una raya en el suelo, exclamó señalando al mediodía: «por aquí se va al Perú a ser ricos, por allá se va a Panamá a ser pobres. Escoja el que sea buen castellano, lo que más bien le estuviere». Dicho esto, pasó la raya y tras de él la pasaron trece blancos y un mulato. Ruiz, que era uno de los trece valientes, volvió con los de Tafur para implorar socorros; los demás pasaron de la isla del Gallo a la Gorgona, donde en cinco meses de abandono sufrieron males horribles con cons-

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tancia singular. Al fin regresó Ruiz con un buque de escasa tripulación y con la orden expresa para Pizarro de presentarse en el istmo antes de seis meses. Aventuras de Pizarro en la costa del Perú.- Con tan mezquino auxilio se embarcó Pizarro en derechura para el Perú; a los veinte días entró en el bellísimo golfo de Guayaquil; tocó en la isla del Muerto a la que dio el nombre de Santa Clara; y al día siguiente hizo marchar en su compañía a una flota de tumbecinos, que iban a atacar a sus eternos rivales de la Puná. Grata fue la sorpresa y amistoso el saludo de españoles y peruanos, cuando la nave entró en el puerto de Tumbes. Del pueblo enviaron provisiones y vino un Inca deseoso de dar cuenta exacta al monarca. Pizarro envió a tierra a Alonso de Molina con gallinas y cerdos de obsequio; y al día siguiente saltó Pedro de Candia, de personalidad arrogante y con vistosas armas, quedando todos encantados de esta entrevista. De Tumbes continuaron los descubridores su exploración hasta Santa, admirando en todas partes la cultura del país y recibiendo la acogida más afectuosa. Satisfechos ya de su descubrimiento, emprendieron la vuelta a Panamá, haciendo frecuentes arribadas para gozar de la hospitalidad peruana. En un valle, a que llamaron de Santa Cruz, les obsequió la Capullana con un festín tan espléndido, que hizo enloquecer de amor y de ambición a Alcón, joven de bella presencia y escaso de juicio. En otro puerto recibió Pizarro dos muchachos para que le sirvieran de intérpretes, uno de los cuales fue Felipillo tristemente célebre. En Cabo Blanco tomó posesión de aquella tierra, como había hecho ya al acabar el festín de Santa Cruz, y dejó al marinero Ginés. En Tumbes se quedó Alonso de Molina, atraídos ambos expedicionarios por las dulzuras del país y por la amabilidad de sus habitantes. Los demás terminaron su viaje, lisonjeándose con el recuerdo de los grandes obstáculos superados y de sus inapreciables descubrimientos.

—II— Establecimiento de la dominación española (1529-1537) Preparativos para la conquista.- Los vecinos de Panamá recibieron con entusiasmo al descubridor del Perú; mas no hallando allí la protección necesaria, marchó Pizarro a España, con acuerdo de sus socios, para solicitarla del monarca. La travesía fue feliz; pero en Sevilla fue puesto en la cárcel a instancias de un antiguo acreedor. Sabedor el emperador de tan indigno recibimiento, ordenó su inmediata libertad y su marcha a Toledo, donde se hallaba la Corte. Pizarro obtuvo de Carlos V la acogida

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más lisonjera; y aunque el despacho encargado al Consejo de Indias se hizo esperar por algunos meses, al fin consiguió cuanto podía desear. Fue autorizado a conquistar y poblar la provincia del Perú o Nueva Castilla en la extensión de doscientas leguas desde el río de Santiago que está a 1° 20’ latitud N. Debía llevar una fuerza de doscientos cincuenta hombres por lo menos, oficiales reales y misioneros. Entre otras mercedes se le concedían los títulos de gobernador, capitán general y adelantado con las extensas atribuciones de un virrey. Para Luque se pedía al Papa el obispado de Tumbes. A Almagro y a los valientes de la Gorgona se acordaron títulos de nobleza y mercedes secundarias. Regresando Pizarro por Trujillo, tomó entre otros compatriotas a cuatro hermanos suyos, Martín de Alcántara que lo era de madre, Juan, Gonzalo y Hernando que reconocían el mismo padre. Con los socorros de Hernán Cortés ya opulento con la conquista de México, pudo alistar casi todos los soldados pactados, se embarcó en San Lúcar, y habiendo tocado en las Canarias y en Santa Marta, llegó felizmente a Nombre de Dios, a donde vinieron a recibirle sus socios. Almagro estaba sumamente descontento; porque le había arrebatado el cargo de adelantado faltando a sus promesas. Estas quejas, que llegaron a convertirse luego en una rotura completa, se calmaron con la mediación de Luque y la cesión del título disputado. Hechos de común acuerdo los necesarios aprestos, y consagrada la empresa con las más augustas ceremonias de la religión, salió Pizarro para la conquista a principios de enero de 1531, con sólo ciento ochenta y cinco hombres y veintisiete caballos. Aventuras de los invasores en la costa.- Habiendo desembarcado en el puerto de San Mateo a los trece días de su salida, tuvieron que sufrir mucho los expedicionarios por la escasez de víveres, el paso de esteros y torrentes y la actitud hostil de los naturales. Todos los trabajos fueron olvidados con la sorpresa de Coaque en que se apoderaron de unos doscientos mil pesos en oro y esmeraldas. Parte de éstas se malograron por haberlas sometido para prueba al golpe del martillo. Unos veinte mil pesos fueron enviados en los buques para atraer aventureros de Panamá y Nicaragua. Continuando su marcha sufrieron los conquistadores muchas privaciones, las penas del abrasado desierto, una epidemia molestísima de verrugas y algunas asechanzas de parte de los indios. Aliviados ya con las provisiones de refresco, que trajeron en un navío el tesorero Riquelme y otros oficiales reales, llegaron a Puerto Viejo, donde se les reunió una columna de treinta hombres mandada por el esforzado Sebastián de Benalcázar que era compadre de Pizarro y Almagro. De Puerto Viejo se embarcaron para la Puná a solicitud de su curaca Tumbala, que los tumbecinos acusaron de pérfidas intenciones.

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La enemistad no tardó en hacerse sentir entre los habitantes de la Puná y sus huéspedes, Pizarro noticioso de que diecisiete jefes se concertaban para un ataque súbito, los sorprendió reunidos, y reservando a Tumbala entregó a los demás a los tumbecinos que los mataron en el acto. A esta carnicería siguió un combate desesperado en que los isleños sufrieron una derrota completa. La continuación de sus hostilidades, las noticias cada día más explícitas sobre la guerra entre Huascar y Atahualpa; la llegada del heroico Hernando de Soto con cien hombres, y la buena acogida que se esperaba en Tumbes, animaron a los invasores a desembarcar en el continente. Contra todas las esperanzas sacrificaron los tumbecinos a los tres primeros castellanos, a quienes para saltar a tierra habían dado la mano con rostro afable, y se preparaban a acabar con los demás. La audacia de Hernando Pizarro salvó a los expedicionarios, quienes tuvieron luego el dolor de encontrar a Tumbes arruinado y de saber la muerte de Molina y Gines. Francisco Pizarro logró sosegar a los naturales ya con su conducta benévola, ya aceptando fácilmente las explicaciones del curaca, que atribuía la pérfida acogida a una facción rebelde y la muerte de Gines y Molina a accidentes inevitables. Para adelantar sus operaciones emprendió el Conquistador la marcha al Sur el 12 de mayo de 1532, destacando una partida a las órdenes de Soto por las cabeceras de Loja y siguiendo él mismo por la costa con el grueso de los expedicionarios. Terrible en los combates, clemente con los rendidos y buen amigo con los que le daban acogida, sosegó pronto a los naturales que querían oponerse a la invasión. A las orillas del Turicara (Lachira) en el valle de Tangarara fundó con el nombre de San Miguel la primera población española, que después se trasladó al río de Piura, cuyo nombre lleva. Sabiendo allí el triunfo de Atahualpa resolvió marchar a su encuentro, dejando en la colonia los oficiales reales, el oro recogido, los enfermos y una corta guarnición con prudentes instrucciones. Marcha de los invasores a Cajamarca.- Los expedicionarios salieron para la sierra el 24 de septiembre de 1532 con unos ciento setenta hombres, entre ellos poco más de setenta de a caballo, tres arcabuceros, unos veinte ballesteros y dos piececitas de artillería. Los cinco primeros días se hizo la marcha por valles deliciosos y entre habitantes hospitalarios. Mas la alta idea del poderosísimo imperio, en que la expedición se internaba, desalentó a algunos; y notándolo Pizarro dio licencia para que se retiraran los no bien dispuestos; sólo nueve regresaron a San Miguel. Al tocar en las cabeceras hizo alto en el pueblo de Zaran y envió de explorador a Soto, quien regresó al octavo día después de haber reconocido las poblaciones de Cajas y Huancabamba, admirando la civilización del imperio

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y trayendo en su compañía un enviado de Atahualpa que según algunos se llamaba Urco Inca-Roca. Esta misión tenía por objeto atraer a los españoles a Cajamarca, donde el Inca esperaba hacer de ellos, como mejor le estuviese. Pizarro no se dio por entendido de estas miras, sino que se ofreció a secundarlas, acogiendo bien al emisario y correspondiendo a los pequeños obsequios recibidos. Abandonando luego la ruta de Huancabamba, se dirigió por el desierto de Sechura al valle de Motupe, donde descansó cuatro días. De allí atravesando ya lugares áridos, ya ricos campos fue a un río que pasó por medio de pontones. Las noticias contradictorias que recibía acerca de las intenciones de Atahualpa le hicieron mandar de espía a un indio de San Miguel con título de embajador; continuó avanzando con toda precaución; y al pie de la sierra tomó resueltamente la subida abandonando el camino llano de la costa. Para animar a sus compañeros, les dijo que todos debían portarse como solían hacerlo los buenos españoles, no temiendo la innumerable multitud de enemigos y confiando en la ayuda de Dios que nunca abandona a los suyos en la necesidad. Ellos contestaron con firme resolución: «id por el camino que quisiereis y ved lo que más conviene; os seguiremos con buena voluntad, y el tiempo os dirá lo que cada uno de nosotros hace en servicio de Dios y del Rey». La hermosísima región por donde empezaron a trepar ofrece las escenas más variadas y pintorescas; mas antes que en la belleza del espectáculo tenían que fijarse en las dificultades de la subida y en los peligros del desfiladero; a cada paso había allí posiciones formidables, al fin de una garganta un fuerte de piedra y más arriba otro de una construcción admirable. La constancia triunfó sobre las dificultades del camino. Para precaver los ataques súbitos marchaba Pizarro por delante y su hermano Hernando a retaguardia. Ambos se reunieron en la fría Puná para recibir un nuevo enviado de Atahualpa, el que encomió sus triunfos sobre Huascar y a quien se le habló con arrogancia de la victoria de Carlos V sobre el Rey de Francia. Dos días después llegó con otro regalo de diez llamas y con gran boato el primer embajador de Atahualpa. Se le trataba con suma deferencia; mas al regresar el espía de Pizarro le maltrató de palabra y de obra diciendo que a él no le habían permitido ver al Inca, y que pensaban exterminar a los españoles a la llegada a Cajamarca. Pizarro reprendió a su agente, fingió aceptar las explicaciones que sobre sus cargos daba el enviado del Inca, y continuó la marcha. Cambiados otros mensajes y divisando al fin el bellísimo valle de Cajamarca, donde las tiendas de Atahualpa ocupaban cerca de una legua, descendió a la ciudad que estaba abandonada por los hombres y con sólo algunas mujeres en la plaza, compadecidas, según dicen, de los extranjeros atraídos a una perdición inevitable.

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Captura de Atahualpa.- Profundamente inquieto, Pizarro participó inmediatamente con un indio su llegada al Inca; enseguida del primer mensaje envió a Hernando de Soto con quince caballos, y tras Soto a su hermano Hernando con veinte caballos más para que le invitaran a venir a comer a Cajamarca. El monarca, rodeado de más de treinta mil soldados y de una corte magnífica, recibió a los españoles con aterradora majestad, mostró mucha circunspección en sus palabras, y no dio muestras de sobresalto, aun cuando el caballo de Soto en sus movimientos impetuosos llegó a salpicarle con la espuma. Aunque él ofreció ir a la ciudad a la mañana siguiente, los más esforzados aventureros conocieron el miedo, considerando la inmensa superioridad de los indios y viendo que por la noche los fuegos de su campamento parecían tan numerosos como las estrellas del cielo. Pizarro, en vez de vacilar en su empresa, resolvió la captura del Inca cuando viniera a visitarle; ello se aprobó en una junta de guerra, olvidando la perfidia y la iniquidad del ataque con los riesgos extremos de la situación. Puestas en el mejor estado las armas, invocado el auxilio divino y combinada hábilmente la manera de atacar, esperaron los españoles ocultos y cada uno en su puesto la venida del Inca. Atahualpa, que se avanzaba con tanta majestad como opulencia, hizo alto cerca de la ciudad, e instado a seguir adelante entró en la solitaria plaza al ponerse el Sol, precedido de algunos millares de indios. Dirigía inquietas miradas a los salones del tambo, cuando el dominico fray Vicente Valverde salió con la cruz en la mano derecha y el breviario en la izquierda, y en un largo discurso religioso-político le exhortó a hacerse cristiano y tributario del Emperador. Indignado con la intempestiva, oscura e insolente exhortación replicó el Inca que era demasiado poderoso para ser tributario de ningún rey y que no cambiaba el Sol, que vive en los cielos y vela por sus hijos, por el Dios de los cristianos que sus mismas criaturas habían condenado a muerte; prorrumpió luego en formidables amenazas, y arrojó al suelo el libro sagrado que le había dado Valverde y con cuya autoridad le había hecho intimaciones tan extrañas. «¡Los evangelios en tierra!, exclamó el dominico. Venganza cristianos. ¿No veis lo que pasa? ¿Para qué estáis en requerimientos con este perro lleno de soberbia? Que vienen los campos llenos de indios; salid a él, que yo os absuelvo». Según las señales convenidas, alzó Pizarro un pañuelo blanco, sonó un tiro y emprendieron los conquistadores la más cruel carnicería, sin que los indios, aterrados por el ruido de la pólvora, el movimiento de la caballería y el brillo de las espadas, osaran defenderse. La nobleza se sacrificó por su soberano, que no tardó en caer en manos de Pizarro. Obsequiado por su vencedor con el prometido banquete, se mostró supe-

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rior al infortunio diciendo que eran usos de la guerra vencer y ser vencido. Su gente huyó despavorida; y parte de ella permanecía como clavada en el campamento, hasta que a la mañana siguiente fue llevada presa a Cajamarca. Viendo los millares de prisioneros, propusieron algunos hombres feroces matar o al menos cortar las manos a los guerreros; mas Pizarro reprobó tan bárbara crueldad, contentándose con inutilizar las armas de los indios y exhortarlos a la paz. El rescate de Atahualpa.- Continuando siempre las precauciones militares, fortificó Pizarro a Cajamarca con murallas; y queriendo convertirla en una ciudad de cristianos transformó el templo del Sol en iglesia de San Francisco. Atahualpa, que al través del celo religioso conoció la avidez de los conquistadores, ofreció por su libertad llenar de piezas de oro y plata el cuarto donde estaba preso, a la altura de nueve pies; la pieza tenía veintidós pies de largo y diecisiete de ancho. Aceptada la oferta, se convino en que también se cubriría de plata dos veces otro cuarto menor y él mandó ahogar en el río de Antamarca a su hermano Huascar que podía ofrecer al caudillo español riquezas mucho mayores. Principió a llegar la preciosa corriente de las capitales inmediatas; mas estando al expirar los dos meses fijados para el rescate y faltando mucho a la cantidad ofrecida, se acordó activar las remesas, enviando tres españoles al Cuzco y a Hernando Pizarro a Pachacamac con veinte caballos y una docena de escopeteros, porque se hablaba de haberse reunido en Huamachuco un cuerpo de indios. La expedición de Hernando, ejecutada con singular audacia, tuvo el éxito más feliz. Obsequiado en el tránsito con provisiones y fiestas derribó en Pachacamac los ídolos con terror profundo de los indios; reunió sólo ochenta y cinco mil castellanos en oro y tres mil marcos en plata, porque antes de su llegada habían ocultado el tesoro del templo; para subir a la sierra herró los caballos con oro y plata, apresó en el valle de Jauja a Calcuchima, volvió a Cajamarca por el camino del Inca de una manera triunfal, siendo acatado como un dios y yendo en andas el general quiteño. Calcuchima, acercándose al Inca, descalzo, con una carga a las espaldas y ojos llorosos besó sus pies y manos y exclamó desconsolado: «si yo hubiera estado aquí, no habría sucedido esto». Hernando, recibido como merecía su brillante expedición, se mostró muy disgustado de encontrar a Almagro condecorado ya con el título de Mariscal. Pocos días antes había entrado éste en Cajamarca con algunos soldados, no dando oídos a los que le aconsejaban que continuase la conquista por su cuenta, y haciendo ahorcar a su secretario, que escribía pérfidas cartas a Pizarro.

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No tardaron en regresar a Cajamarca los enviados al Cuzco, a los que se había tratado en su viaje como a seres divinos y que, infatuados con tales homenajes, habían abusado tanto, que a no mediar el respeto al Inca, hubieran sido exterminados como fieras. El tesoro ya reunido, aunque no igualaba al rescate, era bastante grande para que la impaciente codicia de los aventureros pudiera contenerse por más tiempo. Se acordó por lo tanto dividirlo y, para hacerlo con mayor facilidad, se dispuso que la infinita variedad de piezas fuese reducida a barras de igual valor, reservando sólo algunas obras maestras del arte peruano. Hecha la fundición, se calculó la cantidad de plata en 51 610 marcos y el valor del oro en 1 326 539 castellanos, lo que según la moneda actual pasaba de 4 000 000 de pesos fuertes, y apreciado en su valor comercial equivaldría de 16 a 20 millones. En la distribución, que se hizo con toda solemnidad, recibió Pizarro 82 220 pesos de oro y 2 340 marcos de plata; los soldados de a caballo obtuvieron con cortas excepciones 8 880 pesos de oro y 362 marcos de plata, los de infantería cerca de la mitad, los capitanes sumas mucho más considerables. A Hernando Pizarro se le dieron 31 180 pesos de oro y 1 227 marcos de plata, antes de hacerse la distribución con el objeto de que llevara al rey noticias y tesoros y se alejara del Perú, donde era de temer su rivalidad con Almagro. El proceso de Atahualpa.- La partida de Hernando fue muy sentida por Atahualpa, cuyo protector se había declarado. El Inca exclamó en el momento de la despedida: «te vas capitán y me pesa de ello, porque en yéndote tú, me han de matar ese gordo y ese tuerto». Decíalo por el tesorero Riquelme y por Almagro, que solicitaban su muerte. El augusto prisionero era obedecido y servido siempre como hijo del Sol, se mostraba grande y digno en la desgracia, y descubría un genio no vulgar; todo lo que le hacía más temible a los ojos de sus perseguidores y les disponía a sacrificarle. También los indios le perjudicaban, unos por vengar a Huascar, otros por propalar de ligero noticias de conspiraciones en todo el imperio, de una insurrección ya declarada y de ataques inminentes. El intérprete Felipillo, que había osado poner sus ojos en una de las esposas del Inca, no pensaba sino en perder al monarca por libertarse de su terrible indignación. Pizarro, que quería salvarle, no tenía en las cosas de gobierno la suficiente energía para resistir a los pérfidos consejos de una política interesada; sólo Hernando de Soto, queriendo proteger a la víctima con toda decisión, pidió enérgicamente la libertad ofrecida; y cuando se habló de una invasión próxima, fue voluntariamente a los lugares donde se suponía que estaban reunidos los invasores. Reconvenido Atahualpa por la conspiración que sus mismos parientes daban por cierta, contestó a Pizarro con las sonrisa en los labios:

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«¿burlaste conmigo?, siempre me hablas cosas de chanza ¿qué parte somos yo y toda mi gente para enojar tan valientes hombres como sois vosotros? No me digas esas burlas». Cargado de prisiones procuró demostrar su inocencia con razones convincentes. Mas no obstante sus protestas y el haber ofrecido rehenes, creciendo siempre la alarma y ausente Soto que procuraba calmar los ánimos, pidiose a gritos la cabeza del Inca; un tribunal inicuo acusándole de crímenes imaginarios o de que los aventureros no podían ser jueces como adulterio, usurpación, fratricidio, etc., le condenó a ser quemado vivo (sic). Contra una sentencia que deshonraba la conquista, reclamaron en vano algunos miembros del tribunal y cincuenta guerreros apelando al emperador y ofreciéndose a responder del cautivo, mientras no se le remita a la península: Se les impuso silencio acusándoles de traidores, y para tranquilizar la conciencia de los jueces dijo Valverde: «que si lo creían necesario, él firmaría la sentencia». En vano el infeliz Monarca hizo llorosas súplicas a Pizarro diciéndole: «¿Qué he hecho yo para merecer tal sentencia? ¿Qué han hecho mis hijos? ¿Debía esperarla de ti, con quien he repartido mis tesoros, que no has encontrarlo en mi pueblo sino amistad y veneración y no has recibido de mí sino beneficios? Si me dejáis con vida, yo os respondo por la de todos los españoles y reuniré doble rescate del que os he pagado». Tan sentidas palabras arrancaron lágrimas a Pizarro, pero no le hicieron volver al camino de la justicia y del honor. Conociendo que su destino era inevitable, salió Atahualpa al patíbulo a pie y con grillos en la noche del 29 de agosto de 1533 con su habitual tranquilidad; estando cerca de ser quemado pidió el bautismo, porque se le ofreció conmutar el suplicio de la hoguera en el más llevadero del garrote; y fue ahogado por el verdugo. Los indios hicieron extremos de dolor que no pueden describirse; sus mujeres y otras muchas personas se ahorcaron para servirle en las mansiones del Sol; su cuerpo, al que se había dado entierro en la iglesia de San Francisco, fue llevado secretamente a Quito. Soto, que volvía satisfecho de que la alarma había sido infundada, reprendió la precipitación en el proceso; y Pizarro, Valverde y Riquelme procuraron echarse unos a otros toda la responsabilidad del atentado. Anarquía.- La muerte de Atahualpa precipitó la disolución del imperio, que hacían inminente las instituciones ya degeneradas, las guerras civiles y la presencia de los españoles en el Perú, a quienes el pueblo llamaba Viracochas creyéndolos enviados del cielo para vengar a Huascar, legítimo descendiente del Sol. Faltando la autoridad acatada que dirigía y daba impulso al socialismo imperial, sufrió el Estado las convulsiones de la anarquía. Los yanaconas luchaban con sus amos, los barrios bajos

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con los altos, los mitimaes con los originarios, el partido del Cuzco con los quiteños; Manco legítimo sucesor de Huascar era el caudillo más popular en el Sur; Rumiñahui pretendía restablecer el reino de Quito exterminando los representantes de la dinastía celestial; muchos curacas se declaraban por los españoles. Era un caos de aspiraciones encontradas, la más espantosa confusión de ideas, el choque más violento de pasiones e intereses. En tan desecha revolución ocurrieron saqueos, incendios de pueblos, asesinatos, excesos brutales, atentados sacrílegos; perdió la justicia su fuerza; y se suspendieron los trabajos que generalizaban el bienestar. Alianzas y combates de los conquistadores con los indios.- Para llevar adelante la conquista, buscó Pizarro la alianza de los jefes quiteños, haciendo elegir por sucesor de Atahualpa al joven Tupac Inca, su hermano de padre y madre y declarándole tributario del rey de España. Llevando al nuevo Inca y a Calcuchima en literas emprendió su marcha al Cuzco por el camino imperial. El ejército de Quito, que había hecho algunos amagos de resistencia, atacó la retaguardia y entre otros prisioneros tomó a Cuellar, escribano del proceso de Atahualpa, y le hizo ejecutar en Cajamarca con el mismo aparato que lo había sido el Inca; también quiso detener a los conquistadores en el valle de Jauja; mas se aterró a las primeras acometidas de la caballería. Los abundantes recursos, la salubridad y las ventajas militares decidieron al gobernador a fundar allí la villa de Jauja; y mientras echaba las bases de la nueva población envió un destacamento a la costa y a Hernando de Soto por el camino del Cuzco. Quisquiz se proponía envolver a los invasores, adelantando su ejército por la sierra y destacando cinco mil hombres por el lado de Ica. Los Chinchas, declarados por los cristianos y reforzados con cinco caballos, redujeron a la paz al destacamento de la costa con sólo el aspecto de aquellos formidables monstruos. En la sierra había avanzado Soto superando obstáculo tras obstáculo, perdiendo dos o tres españoles cerca de Vilcas y sosteniendo en la cuesta de Vilcacunca, cerca del Cuzco, un combate azaroso con Quisquiz, que hicieron suspender las sombras de la noche. Su situación parecía desesperada cuando oyó el sonido de las trompetas con que se anunciaba Almagro, enviado en su auxilio. A la mañana siguiente, renovado el combate, procuraron escapar pronto los quiteños favorecidos por la niebla. Pizarro comprendió la necesidad de unirse a la vanguardia y, dejando una corta guarnición en Jauja, marchó directamente hacia la capital del imperio, sin detenerse más que en la populosa ciudad de Vilcas para descanso de la tropa, y en el valle de Sacsahuana para procesar a Calcuchima. A éste le acusaban de haber dirigido la resistencia de sus

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antiguos soldados y de haber envenenado a Tupac Inca, que había muerto en Jauja. El anciano guerrero, condenado a la hoguera, no deshonró sus canas con inútiles súplicas; excitado a abrazar el cristianismo, replicó resueltamente: «yo no entiendo la religión de los blancos», y con semblante sereno se arrojó al fuego, clamando «Pachacamac, Pachacamac». Esta cruel ejecución decidió a Manco Inca a ponerse bajo la protección de los españoles. Acordes cuzqueños y conquistadores inutilizaron la resistencia preparada por los quiteños, y el 15 de noviembre, aniversario de la entrada en Cajamarca, fueron recibidos los Viracochas con singular entusiasmo por una corte que los creía sus libertadores. Pocos días después recibió Manco la borla imperial y reconoció la supremacía del rey de España con gran solemnidad, entregándose el pueblo imprevisor por algunas semanas a cánticos y danzas. Al mismo tiempo, Coricancha se trasformaba en el convento de Santo Domingo, y para gobernar la población cristiana juraba su cargo el ayuntamiento español el 24 de marzo de 1534. No por eso dejaba la codicia sin escrúpulos de despojar templos, palacios, tumbas y fortalezas para reunir un botín probablemente superior al rescate de Cajamarca, pero que sólo fue calculado en 580 200 castellanos de oro y 215 000 marcos de plata. Las violentas exacciones vinieron a reforzar el partido de Quisquiz, quien no dudó amenazar al Cuzco. Mas alcanzado en el puente del Apurímac sufrió un gran descalabro y también fue derrotado por la guarnición de Jauja, lo que le obligó a retirarse hacia Quito. En esa dirección se concentraban las fuerzas beligerantes. Benalcázar, destacado antes a San Miguel, acudía al llamamiento de los Cañaris para combatir a Rumiñahui y lograba avanzar después de muy reñidos encuentros y de burlar hábiles estratagemas. De la remota Guatemala venía Pedro de Alvarado para apoderarse de la antigua corte de los Sciris, donde estaban acumulados los tesoros de Huaina-Capac y Atahualpa. Noticiado Pizarro de esta expedición, bajaba a la costa para defender su conquista, y enviaba al Norte a Almagro para que unido con Benalcázar cruzaran los planes de un rival peligroso. Expedición de Pedro de Alvarado.- Favorecido por la naturaleza y la fortuna con los dones más brillantes, distinguido por Cortés entre su falange de héroes y bien acogido por la corte en todas sus pretensiones, estaba Alvarado preparándose en Guatemala para una expedición a las Molucas, cuando llegó a saber el rescate de Atahualpa; y sin consideración de ninguna especie vino a disputar a Pizarro la conquista del Perú. Habiendo desembarcado en la bahía de Caraques en marzo de 1534, sufrió, tras de anuncios halagüeños, incomparables contrastes. Los expedicionarios hubieran muerto de sed a no hallar agua entre los nudos de

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gruesas cañas. El hambre llegó al extremo de que los españoles se alimentaran de reptiles y los indios se comieran ocultamente a los prisioneros. A las privaciones y fatigas sucedieron fiebres gravísimas. Para mayor abatimiento, una erupción del Cotopaxi cubrió el suelo y el aire de cenizas humeantes, formó torrentes asoladores con la nieve derretida, y sin embargo no fue sino el preludio de los tormentos de la cordillera. La nieve y un viento glacial pusieron al ejército entero en agonía e hicieron perecer a una gran parte. Cuando sembrado el puerto de cadáveres, se bajó a las llanuras de la sierra, las huellas evidentes de caballos herrados hicieron comprender que otros conquistadores se habían adelantado a tomar posesión de Quito. Almagro y Alvarado se hallaban ya a poca distancia y el combate entre ellos parecía inminente; mas no tardó en establecerse la conciliación, conviniendo en que los gastos de la expedición serían indemnizados por Pizarro. Muchos de los recién venidos se quedaron con Benalcázar, que no tardó en hacer la conquista de Quito, exterminando a sus contrarios y siendo eficazmente auxiliado por la conversión de los indios. El indomable Quisquiz, que sostenía todavía la independencia del imperio, vino a estrellarse sucesivamente ante las huestes de Alvarado y Almagro y no queriendo pedir la paz propuesta por sus capitanes, fue asesinado por un hermano de Atahualpa. Pizarro, que se hallaba en Pachacamac, recibió espléndidamente a Alvarado y Almagro, y pagó el rescate convenido. Dejando a sus principales oficiales en el Perú, regresó a su gobierno el conquistador de Guatemala después de haber contribuido con su venida, pero con escasa gloria suya a la disolución del imperio. La ruina comenzada por la anarquía y continuada por los combates y alianzas vino a consumarse por los establecimientos españoles. Colonización del Perú.- Para levantar un imperio colonial sobre las ruinas del imperio de los Incas se propuso Pizarro fundar una gran capital; y hallando reunidas en el delicioso valle del Rímac las condiciones de dilatada y fértil campiña, aguas abundantes, puerto excelente, posición central y una salubridad rara en las costas intertropicales, fundó con sesenta vecinos el 18 de enero de 1535 la ciudad de los Reyes, en honor de Carlos V y de la reina Juana. Poco después echó en el valle de Chimú los cimientos de Trujillo, en memoria de su tierra natal. Al mismo tiempo Alonso de Alvarado, que había conquistado a los Chachapoyas con su política suave y clemente, fundaba San Juan de la Frontera. Otros conquistadores sojuzgaban las provincias distantes y las poblaban de cristianos. Muchos misioneros, llenando fielmente las funciones del apostolado, aceleraban la reducción de los indios con sus virtudes y doctrinas.

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Las mujeres se hacían eficaces auxiliares de la conquista atraídas por el amor y por los sentimientos religiosos, envaneciéndose las princesas con el cariño de los caudillos españoles, y siendo en las familias más distinguidas un poderoso elemento de unión el nacimiento de los mestizos. Los yanaconas, mitimaes y las demás clases oprimidas trabajaban por la caída de sus orgullosos señores. Los vasallos menos descontentos no se apercibían bastante de la opresión extranjera, comparándola con el socialismo imperial, donde todo era sujeción en la vida y en la muerte. Los indios cedían además al prestigio de una civilización superior, viendo por el interior los trabajos sorprendentes de los mineros, la agricultura enriquecida con nuevos procederes, la cría de caballos y otros animales domésticos; en las ciudades, los edificios públicos y particulares, las maravillosas aplicaciones del hierro y de la madera; en los puertos, las naves cargadas de efectos extranjeros; y en todas partes los beneficios de un activo comercio. Los triunfos pacíficos de la cultura cristiana eran cada día más rápidos a la sombra de la paz, de la justicia y de la industria. Mas la nueva civilización estuvo cerca de ser ahogada en su cuna con el levantamiento de los naturales favorecido por la discordia de los colonos. Primeras alteraciones.- Habiendo llevado a España Hernando Pizarro 155 300 pesos de oro y 5 400 marcos de plata pertenecientes al Rey, la corte agradecida le dispensó grandes consideraciones; y entre otras mercedes a los conquistadores concedió a Valverde el obispado del Cuzco, a Francisco Pizarro el título de marqués de los Atabillos y setenta leguas más en su gobierno, y a Almagro el de Nueva Toledo que debía principiar en el límite meridional de la jurisdicción de Pizarro. Ambos gobernadores creyeron que el Cuzco entraba en su respectivo dominio; Almagro excitado por sus amigos quiso tomar posesión de la opulenta ciudad que se dividió en bandos; hubo quejas violentas; de las amenazas se pasó a las armas; y hubiera corrido la sangre si el marqués no volara a apagar la discordia. Abrazándose con efusión los antiguos socios, hicieron protestas de amistad y unión, partiendo la hostia consagrada; Almagro se alistó para una expedición a Chile; y Pizarro regresó a Lima a impulsar eficazmente los progresos de la nueva capital del Perú. El Inca comprendió que la colonia no podía adelantar sin que cayese el imperio; y las violencias de los conquistadores precipitaron una colisión inevitable, que todo favorecía. Los indios se habían dividido en bandos al cuestionarse la posesión del Cuzco y habían salido de su apatía; los españoles estaban descuidados y dispersos. Manco, habiendo reunido en secreto a los grandes para representarles los males de la

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conquista, les oyó con satisfacción decir: «hijo sois de Huaina-Capac; que el Sol y todos los dioses sean en vuestro favor para que nos saquéis de la dura servidumbre en que vivimos; todos estamos dispuestos a morir en vuestro servicio». Con esta decisión se preparó en silencio la insurrección. El Inca salió ocultamente de la ciudad; y aunque le prendieron en el camino, fue puesto en libertad por haber dado excusas satisfactorias de su salida. Vuelto a prender por haber intentado de nuevo la fuga y porque el asesinato de algunos españoles y la inquietud general eran ya señales evidentes de la insurrección, logró también verse libre combatiendo decididamente a sus mismos partidarios; con grandes ofertas obtuvo de Hernando Pizarro, que había regresado al Cuzco, licencia para celebrar en Yucay el aniversario de la muerte de su padre, y sin pérdida de tiempo se puso a la cabeza del movimiento. Los que salieron en su persecución, hubieron de retirarse dando muchas veces cara al enemigo, que celebraba su triunfo con atronadora gritería y venía a atacar al Cuzco con innumerables huestes. Sitio del Cuzco.- Cerca de doscientos mil hombres sitiaron la capital del imperio para exterminar a doscientos españoles auxiliados por unos mil indios. Habiendo tomado posesión de la fortaleza, estrecharon el sitio por todas partes, atronando de día con espantosos gritos y con la continuada granizada de las flechas, dardos y piedras, y redoblando de noche el espanto de los sitiados con los fuegos del campamento. Habiendo puesto fuego a las casas de la ladera y arrojado en la población materias incendiadas, en un punto toda la ciudad fue una sola llama; quedaron reducidos los cristianos al recinto de la plaza, donde no tenían descanso ni de noche, ni de día; al anochecer salían a desembarazar el terreno derribando las paredes, deshaciendo barricadas, llenando zanjas y rompiendo las acequias con que se veían estrechados; y desde el amanecer hasta que anochecía, se esforzaban por librarse de los lazos, flechas y otras armas arrojadizas de los asaltantes. Después de seis días de peligros y fatigas proponían algunos el abrirse paso con las armas hasta las llanuras de la costa; mas por consejo de Hernando se resolvieron todos a morir en el puesto del honor, que era también el de la salvación. La fortaleza fue recobrada en un heroico asalto en el que Juan Pizarro recibió una herida mortal, y Cahuide, indio de formas atléticas y aún más fuerte de alma que de cuerpo, por no sobrevivir a la derrota se precipitó de una altura de cien estados (sic), envuelta la cabeza en su yacolla. Durante un año, con interrupciones de las lunas nuevas y el alejamiento del Inca a Yucay al cabo de los cinco meses, se continuaron los

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combates y hubo esfuerzos admirables y venganzas bárbaras de una y otra parte. Los españoles lograron hacerse de provisiones buscándolas a todo riesgo en las cercanías; mas queriendo combatir al Inca en Ollantaytambo, se vieron obligados a emprender la retirada, perseguidos de cerca. Renovándose las escaramuzas cerca de la ciudad, en una de ellas dejaron los indios seis cabezas y muchas cartas rasgadas; por estos indicios y por las declaraciones que dieron algunos prisioneros en el tormento, se creyó que los demás españoles habían muerto o habían desamparado el Perú con el marqués. La idea de hallarse desamparados hubiera producido un desaliento peligroso, si Hernando no levantara los ánimos con sus animosas reflexiones y con su resolución de defender la ciudad durante seis años, si era cierta la partida de su hermano. Lucha con el marqués.- Al principio de la insurrección se había visto el marqués atacado en Lima por Titu Yupanqui, tío del Inca, que encargado de dirigir las operaciones en el Norte se acercó con más de cuarenta mil hombres. En poco tiempo fueron desbaratadas cuatro partidas, que iban a reforzar al Cuzco. Un quinto destacamento supo a tiempo la ruina de los que habían marchado por delante, junto con la proximidad del ejército de Titu Yupanqui, y pudo dar en la ciudad de los reyes la señal de alarma. Pasáronse cinco días en combates indecisos y, no pudiendo sostenerse por mucho tiempo el ejército indio en las cercanías, determinó Yupanqui empezar un ataque decisivo. «Vamos, dijo a sus capitanes, a matar a esos extranjeros; les tomaremos sus mujeres que nos darán una descendencia fuerte para la guerra. Seguidme con la condición de huir, si yo huyo, de morir donde yo muera». Más de cuarenta jefes que habían prometido morir con su general en la demanda, cayeron al primer choque junto con él; la tropa sin caudillos se refugió hacia el cerro de San Cristóbal y no tardó en retirarse a las cabeceras y en dispersarse falta de dirección. El marqués, a fin de defender su conquista, pidió auxilio a las demás colonias y mandó reunir en Lima las fuerzas diseminadas en el Perú. Alonso de Alvarado vino de Chachapoyas reforzando al paso a Trujillo, y fue enviado a Jauja para auxiliar a los del Cuzco. En el ameno valle hizo una detención muy prolongada hasta que pudo elevar su fuerza a quinientos hombres y completar los preparativos de marcha. Emprendida al fin resueltamente la expedición al Cuzco, llegó al río de Abancay, donde al mismo tiempo supo, que el Inca no inspiraba ya temores serios, y que Almagro había entrado en el Cuzco a viva fuerza y tenía presos a Gonzalo y Hernando Pizarro.

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—III— Guerra entre los conquistadores (1537-1542) Triunfos de Almagro.- La expedición de Chile, emprendida con tanta imprevisión como injusticias, fue fecunda en desastres, habiéndose visto expuestos los conquistadores a perecer entre las nieves de los Andes a la ida y en los desolados arenales a la vuelta, y habiéndose avanzado la vanguardia hasta el Maule, el grueso del ejército hasta Coquimbo y quedando intacta la conquista para el genio de Valdivia. Arrastrado por las sugestiones de sus amigos que no esperaban encontrar riquezas en Chile, volvió Almagro al Perú para arrebatar a los Pizarros la deseada posesión del Cuzco; y cuando en el camino supo del levantamiento de Manco, creyó que podría atraerlo a la paz con promesas lisonjeras. El Inca entró en negociaciones esperando destruir a los Pizarros con los de Chile; mas viendo que no podía contar con ellos porque estaban en conferencias, se propuso oprimir a los recién llegados con el ataque súbito de quince mil guerreros. Esperolos Almagro bien prevenido contra semejantes cautelas y los hizo huir con poca voluntad de probar otra vez las armas de los conquistadores. Dirigiéndose enseguida a la ciudad imperial con fuerzas superiores, desconfiando de las palabras de los Pizarros y faltando a una tregua pactada, principió una guerra que debía llevarle al cadalso, con un ataque nocturno en el que Hernando y Gonzalo opusieron una heroica pero inútil resistencia. A la toma del Cuzco siguió de cerca la victoria sobre Alonso de Alvarado que, si bien permanecía en Abancay con fuerzas respetables y en situación ventajosa, fue fácilmente derrotado por la defección de los suyos y por el arrojo de los contrarios. Muchos almagristas querían ensangrentar los fáciles triunfos, asesinando a los jefes prisioneros, sobre cuyas cabezas estuvo muchas veces suspendida la sentencia de muerte. Mas otros vencedores hicieron prevalecer consejos más humanos, a los que se prestaba de mejor voluntad Almagro, irritable y arrebatado a la vez que confiado y bondadoso. Para hacer olvidar su conducta violenta se propuso el vencedor de los Pizarros llevar a cabo la pacificación del Perú, y vista la inutilidad de las instancias amistosas, envió un fuerte destacamento contra el Inca que se halló obligado a refugiarse en las escabrosidades de la cordillera oriental. En su precipitada fuga más de una vez se vio Manco casi en las manos de sus perseguidores, abandonado por su comitiva y trepando sin aliento a cimas nevadas. La discordia de los conquistadores le permitió todavía alimentar algunas esperanzas.

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Negociaciones.- La entrada de Almagro en el Cuzco y la derrota de Abancay fueron sabidas en la costa por el marqués, que al frente de unos cuatrocientos cincuenta hombres marchaba en auxilio del Cuzco. Estas noticias alarmantes le obligaron a retroceder a Lima desde el valle de Nazca; y mientras hacia los aprestos necesarios para la guerra, acordó negociar en el Cuzco el arreglo más favorable. Sus primeros enviados sólo obtuvieron de Almagro respuestas irritantes. Mas otra legación, a cuya cabeza iba el licenciado Espinosa, socio de los dos rivales, tuvo mejor acogida; y no obstante que estaba resuelta la guerra contra el marqués, se continuaron los conciertos de paz. La muerte de Espinosa, acaecida antes de que se firmaran los artículos estipulados, hizo que los almagristas bajaran a la costa sin renunciar por eso a la idea de negociar, seguros de imponer su voluntad por las armas, cuando no por los convenios. La fuga de Gonzalo Pizarro y Alonso de Alvarado, que habían quedado presos en el Cuzco, principió a quebrar la jactancia de los vencedores, y se reanudó la negociación abierta en el Cuzco por la influencia de algunos caballeros; pero en la excandecencia de unos espíritus turbulentos, la paz se hacia de día a día más difícil. Rotos los vínculos más sagrados, y no interesándose aquellos ciegos guerreros sino en la satisfacción de sus pasiones, abortaron los proyectos de transacción amistosa y la negociación no fue sino una serie vergonzosa de indignas precauciones, violencias, inconsecuencias y fraudes. Tres enviados de Almagro fueron presos por una avanzada. Una entrevista entre los antiguos amigos, concertada en Mala, principió fríamente y se cortó de súbito por la retirada precipitada de Almagro, que temió con fundamento una alevosía. El padre Bobadilla, que hacia de árbitro, sentenció en favor del marqués, quien viendo la violenta excitación de los almagristas y el riesgo inminente de Hernando todavía en poder de ellos, a trueque de obtener su libertad convino en que Almagro conservaría la posesión del Cuzco hasta nueva orden del Rey, o la declaración de un juez nombrado por su Majestad. Hernando fue en efecto puesto en libertad, obsequiado con un espléndido banquete y acompañado hasta el campo de su hermano por oficiales distinguidos. Por desgracia la paz ajustada, que no estaba apoyada en la opinión, ni en la fuerza, ni en el interés recíproco de las partes contratantes, no podía ser de larga duración. Persecución de Almagro.- El marqués, que quería recobrar el Cuzco, lo reclamó como su conquista y su colonia en virtud de una nueva provisión real en que se mandaba que cada uno de los gobernadores retuviese las provincias conquistadas y pacificadas por él hasta el día en que la orden suprema llegase a su conocimiento; luego, sin hacer muchas instancias

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a las réplicas de su rival, se aprestó a desalojarle a viva fuerza. Encargado Hernando de la guerra, emprendió las operaciones con su acostumbrada actividad, persiguiendo a los almagristas hasta el Cuzco. Almagro, abatido por una enfermedad que le puso al borde del sepulcro, mal secundado por la discordia de sus capitanes y no contando mucho con su tropa, abandonó la costa, fue rechazado de Huaitará, se detuvo en Vilcas por la gravedad de su dolencia y alistó su ejército en el Cuzco, de donde salió a la inmediata pampa de las Salinas para luchar con sus perseguidores. Sus principales capitanes se sacrificaron heroicamente en su defensa; mas la derrota declarada desde el principio por la inferioridad de sus tropas, armas, táctica y resolución, le hizo exclamar con amargura: «yo creía, caballeros, que habíamos venido a pelear». Obligado a huir estuvo cerca de ser muerto por el capitán Castro, quien viendo su mala catadura, exclamó: «mirad por quien han muerto a tantos caballeros». Encerrado en la misma prisión donde habían estado los Pizarros, se abatió al extremo de que sin la solicitud de Hernando hubiera sucumbido a la pena. Acusado por los miserables, que se cebaban en su desgracia, se le formó en pocos días un proceso de más de dos mil páginas en folio. Sus amigos, que conspiraban para libertarle, precipitaron su muerte, habiéndose resuelto en una junta que la merecía por sus delitos notorios, y que era necesaria para tener en paz la tierra. Al verla venir de manos del verdugo, se humilló como una débil mujer para pedir de rodillas y en el tono más lastimero la conservación de su vida que Hernando le negó con repugnante dureza; mas viendo que su destino era inevitable, se preparó a morir (8 de julio de 1538) con el valor que había vivido, dejando al emperador por heredero de sus bienes y a su hijo Diego por sucesor en el gobierno de la Nueva Toledo. Gobierno de Pizarro.- Aunque los oficiales reales y Diego Alvarado a nombre del joven Almagro reclamaron el gobierno de la Nueva Toledo, resistiéronse los Pizarros a la separación de países tan unidos por sus relaciones naturales, como por los vínculos políticos y quedó el marqués como único gobernador del Perú. Desembarazado de sus enemigos encargó a sus hermanos la pacificación del Collao que consiguieron en breve, ya con grandes hazañas, ya con una política benévola. La fundación de La Plata, llamada también Chuquisaca y Charcas, no muy lejos de las ricas minas de Porco, aseguró esta pacificación. El inca Manco, que había destruido un destacamento español, y cuya gente dio cruel muerte a los mensajeros de paz, fue obligado a refugiarse al otro lado de la cordillera oriental; y una de sus esposas favoritas expiró a flechazos en el mismo sitio donde habían sido muertos los enviados del goberna-

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dor, por una represalia tan indigna de un hombre de honor, como de un buen cristiano. El país expuesto hasta entonces a sus terribles incursiones quedó en adelante protegido con la fundación de Huamanga; la de Arequipa protegió las provincias de Condesuyos y la de Huánuco a los pueblos de Junín. Al mismo tiempo que se pacificaba el Perú, Valdivia marchó a la conquista de Chile, Aldana a Popayán, y muchas expediciones se lanzaron en el seno de nunca penetradas selvas, donde casi siempre se encontraba una muerte oscura, y los que sobrevivían, salían exánimes habiéndose convertido los soñados tesoros en privaciones y fatigas. La más célebre de estas entradas fue la de Gonzalo Pizarro al país de los Canelos. El menor de los Pizarros, que recordaba los paladines de la caballería por su audacia y entusiasmo, pudo reunir en breve 150 españoles de a caballo, 200 infantes todos bien equipados, cuatro mil indios de servicio y abundantes provisiones. De Quito marchó por la cordillera oriental a la provincia de Quijos, superando los grandes obstáculos naturales y la débil resistencia de los indios. De Quijos se internó en los bosques, siguiendo la orilla izquierda del Coca con inmensa fatiga, y casi exhaustos los recursos. En la parte inferior del Coca, después de haber construido un buque con suma dificultad, destacó por provisiones a Francisco de Orellana. Favorecido éste por la corriente, descendió el Napo y el Amazonas admirando el majestuoso espectáculo del rey de los ríos, teniendo grandes noticias de las Coniapuras o falsas amazonas que habitaban en la región inferior, y soñando las conquistas más gloriosas, sin cuidarse de sus compañeros a quienes abandonaba en la inmensidad de los bosques. Estos expedicionarios, no pudiendo permanecer en aquella espantosa soledad, emprendieron el regreso a la sierra sin dirección fija; y sólo unos ochenta castellanos y menos de la mitad de los indios pudieron llegar a Quito convertidos en espectros con dos años y medio de desventuras continuas. Entre tanto el gobierno español, que había sabido las demasías de los Pizarros, encerró a Hernando que había ido a la corte, en el alcázar de Madrid, y después le tuvo preso por veinte años en la fortaleza de Medina del Campo. Para reparar los agravios de los almagristas envió al Perú a Vaca de Castro, magistrado íntegro, hábil, valeroso y prudente, con el carácter de simple juez, si hallaba vivo al marqués, y para gobernador, si éste ya había muerto. Para la administración de justicia se establecía en Panamá una audiencia con jurisdicción desde Nicaragua al estrecho de Magallanes. Para el mejor gobierno de la iglesia se erigían los obispados de Quito y Lima, nombrando para esta silla a fray Jerónimo de Loaysa, que era obispo de Cartagena. En favor de los colonos y de los indios se dictaban buenas providencias.

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Por su parte, el marqués gobernaba con fidelidad escrupulosa y promovía los progresos de la colonia sin resentirse del peso de los años. Mas, extraviado por sus consejeros y contrariado por la corte que le arrebataba la libertad de acción y el prestigio de la autoridad, no podía ya hacer grandes bienes, ni aun sabía defenderse de sus enemigos que le odiaban de muerte. Asesinato de Pizarro.- Los amigos de Almagro hacían responsable al marqués de la muerte de su socio y estaban reducidos a la desesperación por la extrema pobreza; mendigaban muchos el vestido y el sustento; subsistían otros de las ganancias del juego o de donativos precarios, y no tenían entre doce de los principales sino una capa que para salir a la calle se ponían por turno. No había medio de calmar su descontento, porque no querían aceptar favores y se irritaban por hallarse desatendidos. Más de doscientos de ellos reunidos en Lima concertaban sus proyectos de venganza, queriendo los más moderados obtener justicia de Vaca de Castro y considerando el mayor número sus espadas como única justicia. Juan de Rada, ayo del joven Almagro, se puso a la cabeza de este partido y llamado por el marqués que deseaba cortar con una franca explicación los motivos de desconfianza recíproca, le habló en términos que le inspiraron plena confianza. En vano se dieron a Pizarro los avisos más alarmantes. Por no haber tomado las prevenciones oportunas pudieron salir a las doce del día 26 de junio de 1841, veinte conjurados y marchar a palacio por la plaza gritando «¡viva el Rey, muera el tirano!». Pasaron sin obstáculo la primera puerta que estaba abierta, y ahuyentados con sus furiosos gritos y estocadas los caballeros que hacían la corte, penetraron en las piezas interiores para dar muerte a un anciano defendido sólo por dos hombres y dos muchachos. Pizarro se parapetó en la puerta de su cámara, terciada la capa al brazo, la espada en mano y sin haber tenido tiempo de ajustarse la coraza; ya había hecho caer a dos asesinos bajo los filos de su espada; mas habiendo caído también sus defensores, acosado por todas partes y pudiendo apenas sostener el arma en su fatigada mano, recibió entre otras una herida mortal en la garganta; cayó clamando «Jesús», con voz moribunda; hizo con el dedo una cruz en el ensangrentado suelo; e, inclinándose para besarla, le dieron en la cabeza el golpe de gracia, con una jarra llena de agua. Algunos criados fieles le hicieron un humilde entierro como a escondidas. Su hija, doña Francisca, llevada a España, casó con su tío Hernando y su descendencia se conserva en los marqueses de la conquista. Fue un hombre extraordinario que oscureció sus grandes hechos con la perfidia, crueldad y otros vicios propios de los conquistadores y que en él se hallaban sostenidos por la falta de educación y por el espíritu del siglo.

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Guerra entre Vaca de Castro y los almagristas.- Con las espadas teñidas en la sangre del gobernador, llena la ciudad de espanto y confusión por el saqueo de las casas y persecución de los principales vecinos, fue proclamado nuevo gobernador del Perú el joven Almagro. Para que su autoridad fuese reconocida por las demás ciudades, se procuró levantar un ejército que diera la ley a la colonia y se trató de ganar la opinión desfigurando los hechos. Poco tardó en levantarse una oposición formidable. Los amigos del marqués tomaron las armas para vengarle; y aunque algunos fueron víctimas de su adhesión, Alonso de Alvarado en el Norte y Peralvarez Olguín en el Cuzco armaron fuerzas impacientes de abrir la campaña. Vaca de Castro que ya se hallaba en Quito, apoyado desde Popayán por Benalcázar, hizo reconocer su autoridad y se aprestó a la guerra con tanta actividad como inteligencia. Entre tanto, debilitaba la discordia a los almagristas ya no sabían qué partido tomar, si la fuga a Chile, la lucha con Vaca de Castro o la persecución de los vengadores de Pizarro. No teniendo esperanza de salvación si no en los triunfos rápidos, decidieron salir al encuentro de Olguín que se dirigía al Norte, después de su fácil derrota caer sobre Alvarado y, vencido éste, arrancar por la fuerza a Vaca de Castro una amnistía completa. Al ir a Jauja murió Rada, que era el hombre necesario en el consejo y en la acción, y se disputaron la dirección de la campaña García de Alvarado y Cristóbal de Sotelo, esforzados ambos y experimentados en la guerra, pero celosos el uno del otro hasta el último extremo. Merced a su discordia pudo Olguín pasar por las alturas de Jauja a reunirse con Alvarado; y Almagro se vio forzado a dirigirse al Cuzco para reforzar su hueste. En el Cuzco tuvo que dar muerte a Alvarado que había asesinado a Sotelo; y poniéndose resueltamente al frente de los negocios, desplegó una capacidad que nadie habría esperado de sus veintitrés años. Reunidos en breve quinientos buenos soldados perfectamente equipados, partió al encuentro de Vaca de Castro que había despedido a Benalcázar algo inclinado a su ahijado, y para apagar hábilmente la discordia ya pronunciada entre Olguín y Alvarado, había tomado el mando superior de su ejército y se avanzó hasta Huamanga. Frustradas algunas gestiones pacíficas, se trabó el combate en las inmediatas llanuras de Chupas, el 16 de septiembre de 1542, y de ambas partes se desplegaron esfuerzos gigantescos; mas la victoria quedó en el gobernador, que mostró un arrojo extraordinario y fue favorecido por el genio admirable de Francisco de Carbajal, guerrero terrible no obstante su edad octogenaria. Los vencidos fueron cruelmente castigados, y el joven Almagro condenado a muerte por un consejo de guerra entregó su cabeza al verdugo con fortaleza cristiana y conforme a sus deseos fue enterrado bajo el cadáver de su padre.

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Consumación de la Conquista.- La caída de los almagristas hizo perder a los indios las esperanzas que les había hecho concebir el fin trágico de Pizarro. Creyendo que la conquista se acabaría con el conquistador, se habían reanimado y procurado saciar su sed de venganza, asesinaron a los españoles que viajaban, a los que estaban dispersos y a Valverde que se ocupaba en convertir a los habitantes de la Puná. Mas pronto se vio que la conquista era un hecho consumado. La España, que ejercía sobre el mundo civilizado una preponderancia visible, no podía ser resistida con éxito. Los defensores del imperio se rendían, morían como criminales vulgares o se salvaban en la oscuridad. El mismo Inca perecía en una reyerta inesperada con unos cuatro almagristas refugiados en su campo. El buen gobierno de Vaca de Castro parecía legitimar la obra de la violencia haciendo suceder la justicia a la fuerza y el atractivo de los beneficios legales al terror que habían inspirado los conquistadores. La conversión adelantaba, rápidamente favorecida por algunos indios dotados de celo apostólico, por la enseñanza en varias escuelas, por los esfuerzos de prelados y misioneros y por el esplendor del culto. Las dulces relaciones de familia principiaban a hacer un solo pueblo, casándose con españoles las hijas de Huaina-Capac y Atahualpa y con españolas algunos descendientes de Manco-Capac. Las dulzuras y porvenir de la nueva civilización no pueden hacernos desconocer los terribles estragos de la conquista. Derrúmbanse los caminos del imperio; obstrúyense los grandes acueductos; son destrozados los palacios, fortalezas y templos; Vilcas, Pachacamac, Huánuco el viejo y otras capitales quedan reducidas a escombros; las provincias, especialmente del litoral, se despueblan; las arenas del desierto invaden las campiñas; los tesoros acumulados durante siglos desaparecen con espantosa rapidez; los ganados se aniquilan por millares matándose en pocos años más del número que antes se consumía en un siglo; el pueblo agoniza falto de alimentos y vestidos; innumerables víctimas caen en los campos de batalla, en los caminos sirviendo de bestias de carga, en las minas con insoportables tareas, donde quiera por el influjo del no acostumbrado clima y de la opresión intolerable; los vicios hacen mayores estragos porque faltando el orden secular y no propagadas todavía las ideas morales que han de reemplazarle, cesa el trabajo regular, se corrompen las costumbres y la justicia no protege ni a los nobles, ni al ínfimo vulgo que había creído libertarse al cambiar de yugo. Hasta los mismos opresores perecen en el espantoso desenfreno de la codicia, la ambición y otras malas pasiones, siguiendo de cerca a las víctimas los despiadados verdugos.

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Época del Virreinato

—I — Sucesión de gobiernos (1533-1824) Reyes.- En los 291 años que duró el gobierno colonial; reconoció el Perú por soberanos cinco reyes de la dinastía austriaca y seis de la casa de Borbón en el orden siguiente: El Emperador Carlos V Felipe II Felipe III Felipe IV Carlos II Felipe V

1534-1556 1556-1598 1598-1621 1621-1665 1665-1700 1700-1746

Luis I reinó algunos meses en 1724 por abdicación temporal de su padre. Fernando VI Carlos III Carlos IV Fernando VII

1746-1759 1759-1788 1788-1808 1808-1824

Virreyes.- A nombre del Rey, y haciendo siempre sus veces, aunque algunos no llevaron el título de virreyes, administraron el Perú durante el coloniaje cincuenta y cinco gobiernos en el orden siguiente:

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Francisco Pizarro Vaca de Castro Blasco Núñez Vela D. Pedro Gasca La Audiencia D. Antonio Mendoza La Audiencia El marqués de Cañete El conde de Nieva La Audiencia D. Lope García de Castro D. Francisco de Toledo D. Martin Enríquez La Audiencia El conde de Villar don Pardo El marqués de Cañete, hijo D. Luis de Velasco El conde de Monterrey La Audiencia El marqués de Montesclaros El Príncipe de Esquilache La Audiencia El marqués de Guadalcázar El conde de Chinchón El marqués de Mancera El conde de Salvatierra El conde de Alva de Aliste El conde de Santisteban La Audiencia El conde de Lemos La Audiencia El conde de Castellar El arzobispo Liñán El duque de la Palata El conde de la Monclova La Audiencia El marqués de Castel dos Rius El obispo Guevara El arzobispo Morcillo El Príncipe de Santo Bono El arzobispo Morcillo El marqués de Castelfuerte

1534-1541 1541-1544 1544-1545 1545-1549 1549-1550 1550-1551 1551-1555 1555-1561 1561-1563 1563 1563-1567 1567-1580 1580-1582 1582-1584 1584-1589 1589-1596 1596-1604 1604-1606 1606-1608 1608-1615 1615-1621 1621 1621-1629 1629-1639 1639-1648 1648-1655 1655-1661 1661-1666 1666-1667 1667-1672 1672-1674 1674-1678 1678-1681 1681-1689 1689-1706 1706-1707 1707-1710 1710-1716 50 días 1716-1719 1719-1724 1724-1736

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El marqués de Villagarcía El conde de Superunda D. Manuel Amat D. Manuel Guirior D. Agustín Jáuregui D. Teodoro Croix D. Francisco Gil de Lemos D. Ambrosio O’Higgins La Audiencia algunos meses D. Gabriel Avilés D. Fernando Abascal D. Joaquín Pezuela D. José La Serna

1736-1745 1745-1761 1761-1775 1775-1780 1780-1784 1784-1790 1790-1796 1796-1801 1801-1806 1806-1816 1816-1821 1821-1824

—II— Carlos V (1542-1556) Establecimiento del virreinato.- Consumada la conquista se hizo necesario el establecimiento del virreinato para gobernar al Perú, según exigía su grandeza, y para plantificar la reforma radical que se pensaba introducir en la administración de las colonias. Movido Carlos V por las vehementes exhortaciones del venerable Las Casas, que durante veintisiete años no había cesado de trabajar por la libertad de los indios, resolvió abolir las encomiendas que habían degenerado en intolerable servidumbre. Los encomenderos imponían servicios personales y vejaban de todos modos a los indios, que por sus méritos o por pura merced se les habían confiado para protegerlos y doctrinarlos. Mas por las ordenanzas de 1542 eran despojados de sus siervos todos los empleados, las corporaciones civiles y religiosas, los notablemente culpados en las revoluciones de Pizarro y Almagro y cuantos los poseyeran sin título o los hubieran maltratado; las encomiendas debían incorporarse a la Corona a la muerte de los actuales poseedores y sólo daban derecho a un tributo moderado; la viuda e hijos serían atendidos por la corte conforme a los servicios del encomendero. De esta suerte, la reforma que declaraba a los indios libres para hacerlos tributarios, venía a convertirse en una verdadera confiscación. De tranquilos poseedores iban a pasar casi todos los conquistadores del Perú a humildes pretendientes o desasosegados litigantes; sus herederos quedaban reducidos a mendigar el socorro de los magistrados y los favores de la lejana corte.

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Para ejecutar las nuevas leyes se erigía la audiencia de Lima con un virrey por presidente y cuatro oidores letrados. Blasco Núñez Vela, a quien se nombró virrey del Perú, era un anciano de alma fuerte, sin doblez, de principios severos y de carácter arrebatado; los oidores fueron D. Diego Cepeda, el doctor Lisón de Tejada y los licenciados Álvarez y Zárate. Al llegar al istmo principiaron a ejecutar las ordenanzas de común acuerdo; mas conociendo la oposición que se levantaba, todos creyeron que se debía contemporizar, excepto el virrey que después de libertar a algunos siervos se embarcó sin dilaciones. En Tumbes, San Miguel y Trujillo recibió buena acogida; mas sus medidas de estricta justicia en favor de los indios y su conocida resolución de cumplir la voluntad del Emperador le hicieron pronto objeto de calumnias, odio y desaires. Todo el Perú estaba conmovido, gritándose por calles, plazas y templos, que el Rey despojaba a los colonos de una propiedad adquirida a precio de sangre y que para no morir en la miseria y legar la mendicidad a sus hijos debían defender su hacienda con las espadas con que la habían adquirido. El ayuntamiento del Cuzco hizo una protesta enérgica; en Arequipa se tocaron las campanas a rebato; en Lima se pensó en suplicar, valiéndose bien de Vaca de Castro que se condujo con tanta prudencia como lealtad, bien de Blasco Núñez, cuya intempestiva severidad hizo que se vacilara sobre si se le reconocería o no en su elevado carácter. Mas prevaleciendo la opinión conciliadora, tuvo una recepción tan honrosa, como pudiera haberse hecho al Monarca, entrando bajo palio, por un hermoso arco triunfal, con las calles cubiertas de yerbas olorosas, entre repiques y músicas, y con el más lucido acompañamiento. Habiendo asegurado que no pensaba ordenar nada hasta que se instalase la audiencia, disipó muchas prevenciones; y aunque la prisión inmotivada de Vaca de Castro y algunos golpes de autoridad renovaron la efervescencia, la llegada de los oidores sostuvo por algunos días las esperanzas de paz. La administración de justicia iba satisfaciendo a los oprimidos, y mejor aconsejado el virrey suspendió las ordenanzas, excepto la relativa a los funcionarios públicos. Por desgracia se declaró la más profunda discordia entre Blasco Núñez y la audiencia, y la autoridad desprestigiada por la división fue impotente para reprimir la formidable revolución que había estallado en el Sur. Guerra entre el virrey y Gonzalo Pizarro.- El menor de los Pizarros, creyéndose con derechos a la sucesión de su hermano el marqués, sólo había podido ser reprimido por la hábil política de Vaca de Castro; mas ávido de poder y de honras, audaz, ofendido y solicitado de todas partes para una empresa gloriosa, no vaciló en levantarse contra las nuevas leyes y

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contra el encargado de ejecutarlas. Reunidos cuantiosos fondos en sus opulentas minas de Porco, se dirigió al Cuzco reforzándose en el camino con soldados y caballeros. Habiéndose hecho nombrar allí procurador general y justicia mayor tuvo en breve cuatrocientos hombres bien equipados, veinte piezas de artillería y el más importante auxilio en la persona de Francisco Carbajal. Al principiar su marcha hacia Lima, estuvo en riesgo de fracasar por la defección y fuga de importantes partidarios, y porque la mayor parte de las ciudades habían reconocido ya al virrey. Mas los consejos de su incontrastable segundo le decidieron a seguir adelante y encontró el auxiliar más poderoso en las faltas e impopularidad del gobierno. El virrey le envió para negociar una intempestiva transacción al obispo Loaysa y al provincial de los dominicos. Los oidores, encontrados en ideas y en choques frecuentes con Blasco Núñez, descendieron al rango de conspiradores. El intrigante Cepeda promovía las defecciones. La fidelidad debilitada en los pueblos ahogaba la voz del honor militar. Puelles, Gonzalo Díaz y otros jefes que debían levantar gente contra los rebeldes, la llevaban a Gonzalo. Desconcertado el virrey y desconfiando de todos, relegó a un buque a Vaca de Castro y prendió a otros caballeros leales; por sospechas de traición e irritado con una altiva respuesta, dio muerte con sus propias manos al factor Illan Suárez de Carbajal; y después de este asesinato fue tenido por una fiera que amenazaba la existencia de todos. Hallándose poco seguro en Lima, eligió la ciudad de Trujillo para aguardar el ataque de Gonzalo. Mientras hacía sus preparativos de marcha, fue depuesto en una insurrección popular dirigida por los oidores, con entusiasmo general y sin efusión de sangre. Enviado después de grandes sufrimientos con el oidor Álvarez para que le llevase preso a la corte, fue puesto en libertad desde que entraron a bordo; y se dirigió al Norte para desembarcar en Tumbes. Cepeda, que se creía ya el verdadero gobernador del Perú como presidente de la audiencia, no pudo resistir los progresos de la revolución. Gonzalo se avanzó resueltamente sin dar oídos a los mediadores, castigando a los desafectos y reforzándose de continuo. Contando con los votos del ejército y de los procuradores de los pueblos, pidió a los oidores el gobierno del Perú; y mientras deliberaban, ahorcó Francisco Carbajal a tres de los fugitivos del Cuzco. El terror de los mandatarios y las tumultuosas aclamaciones de la muchedumbre acallaron todo escrúpulo, y el nuevo gobernador del Perú hizo su entrada triunfal en Lima entre las más faustas manifestaciones de la alegría popular el 28 de octubre de 1544. Su posición no era para estar muy tranquilo. Tuvo que proceder contra partidarios muy inquietos; se alarmó por la fuga de Vaca de Cas-

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tro que pudo llegar salvo a la corte; y la aparición del virrey en Tumbes le obligó a armarse contra la reacción inminente. Blasco Núñez pudo ser fácilmente ahuyentado hasta Quito por el capitán Bachicao que, enviado en su persecución, fue del Callao a Panamá ejerciendo sin oposición una tiranía feroz; pero habiendo sido reforzado en Quito por Francisco Hernández Girón y otros conquistadores de Nueva Granada, bajó a San Miguel y en breve reunió unos quinientos hombres animados del mejor espíritu. Al mismo tiempo se pronunciaba en Charcas en su favor Diego Centeno, habiendo dado muerte a Francisco de Almendras que gobernaba a nombre de Pizarro. Gonzalo no dejó por mucho tiempo tranquilo a su enemigo. Emprendida la marcha para el Norte, fue reforzando su tropa hasta Lambayeque; estuvo cerca de sorprender a los realistas en las cabeceras de Cajas, y frustrada esta sorpresa, encargó la persecución a su segundo Carbajal que era de hierro para la fatiga y sin piedad con los fugitivos. Sufrieron éstos en su retirada hasta Popayán penas incomparables, marchando sin descanso, sin recursos, en la mayor intemperie, por soledades escabrosas y temiendo tanto a sus feroces perseguidores, como al justiciero virrey que era inexorable con sus mismos servidores de lealtad dudosa. Gonzalo, habiendo llegado a Quito, envió a Carbajal al Sur contra Centeno, a Pedro de Hinojosa a Panamá y él se quedó en expectativa de las operaciones de Blasco Núñez. Hinojosa entró a favor de hábiles negociaciones en Panamá, que estaba dispuesta a resistirle, y del otro lado del istmo tuvo que rechazar a Melchor Verdugo, que habiéndose sublevado en Trujillo, había pasado del Pacífico al través del canal de Nicaragua. Carbajal, a la edad de ochenta años, en que pocos hombres conservan el fuego de las pasiones y el vigor de los órganos, había pasado sin descanso seis veces los Andes, de Quito a San Miguel, de Lima a Huamanga, de Huamanga a Lima, de Lucanas al Cuzco; del Callao a Arequipa y de Arequipa a Charcas, siempre a caballo y haciéndose temer por su sagacidad y fiereza como el demonio de la cordillera. En su terrible persecución no sólo obligó a Centeno a esconderse en una cueva después de dispersar toda su gente, sino que dio alcance e hizo rendirse, aunque eran superiores en número, a ciertos soldados, que regresando del río de la Plata, habían levantado bandera por el Rey. Blasco Núñez, reforzado por Benalcázar, volvió sobre Quito, de donde se había retirado Gonzalo para atraerle a una ruina inevitable. Habiendo llegado después de una marcha penosa el 18 de enero de 1546 a la ciudad que había sido desamparada por los hombres, entusiasmó a sus soldados con sentidas palabras y magníficas promesas y marchó al encuentro de los rebeldes que le aguardaron en la inmediata llanura de

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Añaquito con fuerzas superiores y firme resolución. El combate fue muy reñido; mas los realistas hubieron de ceder, viendo a sus principales jefes muertos o moribundos. El virrey que yacía entre otros, fue insultado atrozmente por el hermano del factor Illan Suárez de Carbajal, escuchó las amenazas con resignación cristiana y fijó su mirada en el cielo al caer sobre su cuello el sable con que le asesinó un negro. Su desfigurada cabeza después de insultos salvajes fue clavada en la picota. Mas Gonzalo dio honrosa sepultura a su cadáver y, en general, se mostró clemente con los vencidos. Administración de Gonzalo Pizarro.- En 1545, durante los estragos de la guerra civil, Gualca, indio de Chumbivilcas que trepaba en persecución de unos venados por el áspero cerro de Potosí, desprendió de raíz un arbusto a que se había asido y vio al descubierto una riquísima veta de plata; en pocos años se levantó allí una gran población y el mineral más opulento. Por el Norte se descubrieron también en los confines del Perú y Quito abundantísimos veneros de oro; y para explotarlos mejor acordó Gonzalo la fundación de Loja. El vencedor de Añaquito pensó legitimar con los beneficios el gobierno asaltado por la fuerza; gratificaba espléndidamente a sus partidarios; procuraba ganar a sus enemigos con favores; protegía los descubrimientos, la minería, la ganadería, el cultivo de la tierra y el comercio; y trataba de desagraviar a los indios y desenojar al Emperador. Su popularidad era extrema; donde quiera le aclamaban libertador del Perú, gran capitán e invicto caudillo; de Quito a Lima fue recibido en las poblaciones del tránsito con las mayores efusiones de entusiasmo; y en la capital entró en medio de cuatro prelados, por un carrero adornado para el triunfo, entre continuos vivas, repiques de campanas y homenajes religiosos. Su poder parecía descansar sobre bases sólidas; podía levantar un gran ejército, contaba con una escuadra irresistible, disponía de un millón anual de pesos y sus amigos guardaban las entradas del Perú. Su autoridad y su corte eran las de un Rey absoluto; y no le faltaron consejos para que se ciñera la corona, buscando la alianza de los indios, creando una grandeza como la de España, y solicitando el favor del Rey de los franceses y del Sumo Pontífice. La emancipación del Perú pedía otros hombres y otros tiempos; ni entonces era posible la fusión nacional entre españoles e indios, ni la naciente colonia había llegado a la edad de la independencia. La división de los conquistadores, las ideas dominantes y los intereses egoístas iban a determinar una reacción irresistible, cuando Gonzalo vacilaba en coronarse.

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Negociaciones del presidente Gasca.- Las aspiraciones de los colonos estaban satisfechas antes de saberse en la corte la victoria de Gonzalo, habiéndose revocado ya la ley que abolía las encomiendas. Cuando allí se supo la insurrección del Perú, se trató de asegurar la posesión de la opulenta colonia desarmando a los rebeldes con la magnitud de las concesiones. No se pensó en enviar de nuevo al bien visto Vaca de Castro, que víctima de malos informes estuvo preso muchos años, no recibiendo la merecida recompensa, sino después de un juicio muy lento. Mas se halló un ministro de gran capacidad y el más apropiado para la pacificación en el inquisidor don Pedro Gasca, conocido por sus distinguidos servicios en Valencia, al que con el título modesto de presidente de la audiencia se le dieron las facultades más amplias. No habiendo querido aceptar la dignidad episcopal, ni recibir ningún sueldo, salió de España con Alonso de Alvarado, Pascual de Andagoya y otros caballeros. En Santa Marta supo la muerte del virrey. En Nombre de Dios fue bien recibido por el gobernador Mejía, aunque los soldados decían viendo su despreciable apariencia: «si éste es el enviado de su Majestad, poco tiene que temer Gonzalo Pizarro». En Panamá logró, con sus cautelosas negociaciones, adormecer el celo de Hinojosa y de allí envió cartas al Perú con Paniagua para Gonzalo y con un emisario para las personas más influyentes. En Lima no se pensaba sino en alejar del Perú al presidente, y con tal objeto fueron enviados a Panamá Lorenzo Aldana y Gómez de Solís. El obispo Loaysa, el de Bogotá y el Provincial de Santo Domingo se embarcaron también a fin de sostener la causa del gobernador. Paniagua, detenido en San Miguel y custodiado hasta Lima, entregó a Pizarro una carta del Emperador y otra de Gasca, concebidas en el lenguaje más propio para atraerlo a la obediencia; mas envanecido Gonzalo con su poder y con sus triunfos, demasiado confiado en los amigos, poco conocedor de los hombres y mal aconsejado, desoyó las prudentes observaciones, creyendo que su poder sería incontrastable. La reacción cundía ya con la fuerza del contagio. El clero ganado por el hábil inquisidor conmovía a los conquistadores siempre sensibles a la voz de la religión y de la fidelidad; el cambio de intereses iba a determinar una contrarrevolución general contra un caudillo, a quien había favorecido la opinión pública, cuando se levantó para defender la causa de los colonos. Caída de Gonzalo Pizarro.- Hinojosa puso la armada a las órdenes del presidente; los enviados de Pizarro se comprometieron a combatirle como tirano. En general, los capitanes, el clero y las personas influyentes de Panamá se mostraron realistas exaltados. El entendido Gasca, no descan-

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sando en tan sospechoso celo, pidió auxilios a las demás colonias y obtuvo del comercio los fondos necesarios. A principios de 1547 tenía ya prestos veintidós buques y unos mil hombres de desembarco, y para promover la reacción envió por delante a Aldana con instrucciones precisas, muchas cartas, algunos frailes, cuatro buques y trescientos soldados. Apenas se esparcieron en el Perú las noticias y comunicaciones traídas por Aldana, cuando se pronunciaron por la causa del Rey los pueblos y los destacamentos, ya dirigidos por los mismos jefes rebeldes, ya asesinando a los que permanecían fieles al caudillo de su elección. Gonzalo no perdió el ánimo, ni omitió diligencia alguna para combatir la reacción; quemó los buques que había en el Callao, para dificultar la fuga de los desafectos. A fuerza de gastos logró equipar en breves días unos mil soldados, tan bien ataviados como los hubiera podido poner la Italia en sus mejores tiempos; hizo fulminar sentencia de muerte contra Gasca como usurpador y contra sus capitanes por quebrantadores de su palabra. Para cortar el contagio de la defección, creyó necesario ligar con un juramento a los que tan fácilmente se olvidaban de la amistad y de los compromisos; y cuando los buques de Aldana dieron vista al Callao, se situó a una legua de la ciudad y a otra del mar, pensando así impedir la deserción de los suyos y hacer frente a los que intentaran desembarcar. Entabladas las negociaciones, pensaba Carbajal que debían recibirse las cédulas de indulto ofrecidas por Gasca, no sólo poniéndolas sobre la cabeza sino empedrando con plata y oro el camino por donde viniera el mensajero; mas viendo que Cepeda atribuía este prudente consejo a falta de valor, dijo: «estoy resuelto a cualquiera determinación que se adopte; tan buen palmo de pescuezo tengo yo para la horca como cualquier otro; y para los años de vida que me restan, el negocio es de poca monta». Sólo los pocos amigos fieles a la desgracia y los soldados idólatras de su palabra se conservaban adictos a Gonzalo; los demás partidarios, sabiendo que la reacción estaba triunfante en el Norte y en el Sur, principiaron a desbandarse; y fue necesario emprender la marcha hacia Arequipa, conteniendo a los desertores a fuerza de vigilancia y energía. La hueste rebelde se hallaba reducida a quinientos soldados, y para seguir la retirada a Chile o al río de La Plata era necesario hacer frente a Centeno, que cerraba el camino con más de mil hombres. Mas esta fuerza superior fue destrozada el 26 de octubre de 1547, en Huarina, por la pericia de Carbajal, habiendo sido el choque tan sangriento que a vista de los cadáveres amontonados hubo de exclamar Gonzalo: «Jesús, Jesús, qué victoria». Los vencedores contramarcharon al Cuzco para saborear las dulzuras del triunfo y tentar la suerte de las armas contra Gasca.

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El presidente había salido de Panamá en abril del mismo año, con ochocientos veintiún hombres de guerra. Contrariado al principio por el viento y las corrientes, y cerca de la Gorgona por una gran tempestad en la que mostró suma serenidad, pudo llegar con los más favorables auspicios a Tumbes, donde fue recibido con las bendiciones de los pueblos y con los ofrecimientos exagerados de los anteriores revolucionarios. Reunidos ya los elementos del triunfo, creyó innecesario la venida de nuevos refuerzos; emprendió su marcha por la costa y la sierra hasta Jauja sin querer debilitar su fuerza, aunque los mensajes de Centeno corroborados por la voz pública hacían tener por cierta la ruina de Gonzalo. Sabiendo la derrota de Huarina, levantó los ánimos de su abatida gente con oportunas reflexiones y la llegada incesante de tropas. Rehecha su hueste en el saludable y bien provisto valle, emprendió la marcha al Sur, y después de detenerse tres meses en el de Andahuaylas, se encaminó al Cuzco con más de dos mil hombres, excelentes armas, buenos pertrechos, contando entre sus compañeros los vecinos más opulentos, a Centeno, Benalcázar, Valdivia y otros conquistadores distinguidos, voluntarios de todas las colonias y de España, a tres obispos y muchos misioneros. Sin hallar oposición seria llegó hasta la quebrada de Sacsahuana, donde salieron a su encuentro las fuerzas enemigas. Se anunciaba ya una batalla más sangrienta que la de Huarina; porque las fuerzas eran dobles de una y otra parte, los soldados valientes, buenas las armas y entendidos los jefes. A la vista de los bien arreglados realistas, Carbajal, que ignoraba la venida del conquistador de Chile, exclamó: «Valdivia está en la tierra y rige el campo, o el diablo». Mas roto apenas el fuego de las guerrillas, el 9 de abril de 1548, se pasaron al presidente el capitán Garcilaso, Cepeda que hacía de mariscal de campo, algunos arcabuceros y la caballería enviada contra ellos. Antes de que la artillería y arcabuceros de Gasca llegasen a disparar, era completa la dispersión en el campo de Gonzalo que no pensó en huir, sino en ponerse en manos de sus perseguidores. Diciéndole su fiel amigo Acosta: «Señor, arremetamos en ellos y muramos como romanos», le replicó con resignación piadosa: «mejor es morir como cristianos». A Centeno, que se mostró sensible a su infortunio, le dijo: «yo he acabado hoy, mañana me llorarán vuestras mercedes». En un altercado con el presidente, defendió bien su causa. Sabiendo que el suplicio se difería para otro día, durmió una hora; se preparó para morir con una larga confesión; salió al patíbulo ataviado como para un festín; en el cadalso pidió a los circunstantes que le hicieran caridad de todas las misas que pudieren decirse por él; exclamó «a Dios hasta la eternidad»; no quiso que le vendaran los ojos; y pidió al verdugo que hiciera bien su oficio.

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Carbajal, que de todo se burlaba, al ver la dispersión, principió a cantar: «Estos mis cabellicos madre Uno a uno se los llevó el aire».

Preso por otros fugitivos por haberse caído el caballo en que intentó escapar a carrera fue tratado como una fiera aprisionada, sin dejar de mostrarse impasible. En la prisión recibió con imperturbable calma y admiró con sus agudezas a cuantos por curiosidad o por interés fueron a visitarle. Condenado a ser arrastrado, ahorcado, descuartizado y expuestos sus cuartos en diferentes lugares, exclamó al leérsele la sentencia: «basta con matarme»; y cuando le metieron en el serón, dijo: «niño en cuna, viejo en cuna». También fueron ejecutados otros capitanes, condenados a la infamia y confiscación los que antes habían muerto, desterrados a galeras, azotados, mutilados y castigados varios con rigor inquisitorial, por todo el país y por mucho tiempo. Los que faltando al honor y a la amistad habían dado la victoria a Gasca, no gozaron muchos años del mal obtenido premio. Cepeda murió en España en la cárcel, Benalcázar en Cartagena de Indias por el pesar de verse encausado; Alonso de Alvarado en el Perú, por el de una derrota; Hinojosa asesinado por sus amigos; Centeno con sospechas de haber sido envenenado; Valdivia a manos de los Araucanos; Girón y otros, en las del verdugo. Administración de Gasca.- Los defensores de la causa real, gente ávida, importuna y familiarizada con el presidente aspiraban a ser dueños de todo; los pretendientes pasaban de dos mil quinientos; y cada uno exageraba sus servicios. Gasca pudo desembarazarse de algunos, enviándolos a varios gobiernos o a hacer descubrimientos, a otros aspirantes los recompensó dándoles con la mano de alguna viuda, el repartimiento del difunto marido. Para repartir las ciento cincuenta encomiendas vacantes, cuyo valor pasaba de millón y medio de escudos por año. Meditó la distribución en el asiento de Huainarima cerca de tres meses, y encargó a Loaysa, ya elevado a Arzobispo de Lima, que la participase a los pretendientes. Así se hizo en la iglesia mayor del Cuzco, después de una exhortación de un santo Prior y de haber leído una carta del presidente. Ni el sermón, ni la santidad del lugar, ni el respeto al gobierno, ni la carta pudieron reprimir los murmullos de desaprobación, y pocos días después estalló un motín que fue sofocado con el castigo de algunos sediciosos. Entre tanto, Gasca era acogido en Lima como padre de los pueblos, pacificador y salvador del Perú, entrando entre danzas de indios, cuyas

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cuadrillas representaban las principales poblaciones de la colonia y llevaban escritas en los sombreros malas coplas, expresando una lealtad de peor ley. Se apresuró a restablecer la audiencia para asegurar la administración de justicia; confió la fundación de La Paz a Antonio de Mendoza y la de Jaén a Mercadillo; arregló el tributo de los indios; dio eficaces providencias para desterrar su esclavitud; cuidó de su instrucción religiosa e hizo reinar con la seguridad general una prosperidad creciente con el descubrimiento de ricas minas. Promoviendo los intereses de la hacienda con acuerdos semanales y con estrictas cuentas, logró pagar 900 mil ducados que había pedido para la guerra, y pudo economizar para el Rey 264 422 marcos de plata. Para asegurar este tesoro y librarse de pretensiones enojosas que rayaban en desacato, apresuró su regreso a la Península, no aceptando regalos y no sacando del Perú sino la capa vieja con que había entrado. Al atravesar el istmo corrió riesgos tan graves como imprevistos; porque los Contreras, que habían asesinado al obispo de León en Nicaragua y aspiraban al imperio del Perú como nietos de Pedrarías, tomaron a Panamá por sorpresa dos días después de haber salido él de allí; mas habiendo cometido la imprudencia de dividir sus fuerzas, fueron derrotados por los panameños, pereciendo en los combates, en el patíbulo o de una manera misteriosa. Gasca, que había regresado a la ciudad, recobró las riquezas extraviadas y, reunida una respetable escuadra, llegó a España con tiempos bonancibles. Recibido en la corte, como correspondía a sus servicios, fue recompensado por Carlos V con el obispado de Palencia. Trasladado después a la silla de Siguenza, se le consultó muchas veces sobre de los asuntos de Indias; y es considerado comúnmente como un modelo de sabiduría e integridad. La audiencia y don Antonio de Mendoza.- La llegada de una cédula real para abolir el servicio personal de los indios y una segunda distribución de encomiendas excitaron algún descontento. Muchos aventureros, reunidos en el Cuzco para hacer con Girón una entrada a los Chunchos, traían alborotada la ciudad. La perturbación general de los ánimos y el poco prestigio de la audiencia hacían temer una insurrección, que la voz pública dio algunas veces por ya realizada. Mas se concibieron esperanzas de que la paz fuese duradera con la llegada del virrey don Antonio de Mendoza, que había adquirido la mejor reputación en el virreinato de México y que se hizo bien visto en el Perú por su modestia, su desprecio a las denuncias y sus buenas intenciones. Por su parte el Emperador dotaba a Lima de una Universidad con los privilegios de la de Salamanca; aprobaba ordenanzas municipales dictadas por el sentimiento del bien común y daba otras órdenes intere-

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santes. La municipalidad procuraba completar los reglamentos de policía. El arzobispo reunió en 1552 un concilio provincial, en el que se acordaron las primeras constituciones eclesiásticas de la América meridional. Pero volvieron luego las alarmas, y el virrey, que hubiera podido reprimir los trastornos, cayó en una debilidad mortal, y hubo de prolongar su lenta agonía absteniéndose del despacho, y saliendo a cazar todos los días. Habiendo muerto antes de cumplidos diez meses de su llegada al Perú, una conspiración tramada por algunos soldados para deshacerse de la audiencia el día del entierro fue reprimida con la muerte de uno de los jefes; y se comprometió en la conservación del orden a Hinojosa, uno de los presuntos conspiradores, con nombrarle corregidor de Charcas, donde eran más de temer los motines. Movimientos en los Charcas.- El furor de los desafíos se había propagado en Charcas como un contagio; retábanse a muerte los soldados, los traficantes y hasta los pulperos; una pendencia era origen de otras muchas; reñíase por la más frívola causa; y combatían algunos, ya en calzas y camiseta, ya desnudos de la cintura hacia arriba, o bien vestidos con una túnica carmesí. Los más oscuros aventureros mostraban una resolución a toda prueba. Aguirre, soldado de ruin porte, persiguió durante tres años y cuatro meses, por arenales y cordilleras, de Potosí a Lima, de Lima a Quito y de Quito al Cuzco, al licenciado Esquivel, que le había condenado a la pena de azotes; y un lunes al mediodía le mató de una puñalada dentro de su misma recámara. Los conspiradores se reunían en Charcas atraídos por la riqueza de las minas, por la licencia allí reinante y por las promesas de algunos caudillos, especialmente de Hinojosa. Viendo que éste burlaba sus esperanzas, le asesinaron al rayar el día del 6 de marzo de 1553, en un patio interior de su casa. Don Sebastián de Castilla, hijo del conde de la Gomera que era el caudillo de los asesinos, fue muerto cinco días después por Vasco Godines, su principal instigador que quería enriquecerse, echándola de leal. Unos conspiradores se apresuraban a deshacerse de otros para ocultar su participación en las revueltas. Mas el mariscal Alvarado, nombrado corregidor de Charcas, desplegó un rigor extremo contra todos los culpables. Vasco Godines fue condenado a ser arrastrado y hecho cuartos, como traidor a Dios, al rey y a sus amigos. Durante cinco meses pocos fueron los días en que no salieran al patíbulo, o a ser azotados públicamente algunos de los presos que henchían las cárceles. Un nuevo y más formidable alzamiento obligó a desistir del castigo del de Charcas.

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Insurrección de Francisco Girón.- La debilidad del gobierno, las circunstancias del territorio, el estado de la sociedad y de la opinión, el poco respeto a la ley, el desenfreno de la soldadesca y la inquietud general a consecuencia de los repetidos trastornos hicieron fácil la insurrección de Girón que, valiente, vano y comprometido en las últimas alteraciones, se levantó para libertarse del castigo y para ser el jefe de la colonia. Ciertas bodas solemnes a que fueron convidados los principales vecinos del Cuzco le permitieron prender al corregidor el 13 de noviembre de 1553. Con Tomas Vásquez, Piedrahita, Velásquez, otros pocos sujetos oscuros y los presos de la cárcel, reunió al principio una fuerza de cuarenta hombres; se hizo nombrar justicia mayor y procurador general; con cartas, dádivas, promesas y castigos formó en breve el ejército de la libertad; e infundiéndole esperanzas de victoria mediante las supersticiones acreditadas en aquel tiempo, se puso en marcha para Lima, donde los realistas habían reunido fuerzas superiores, mas tan faltas de disciplina como de concierto, y no bien dirigidas por el arzobispo Loaysa y por el oidor Santillán que no eran muy propios para las operaciones de la guerra. Al entrar en la costa, la pérdida de una avanzada escogida, una estratagema frustrada, los pronósticos fallidos y la superioridad del enemigo desalentaron tanto a los libertadores que principiaron a desbandarse de dos en dos, de diez en diez y después por escuadras. Para no sucumbir como Gonzalo, hubo de emprender Girón la retirada hacia Ica, que su arrojo y habilidad junto con el desconcierto de los realistas le permitieron hacer sin gran pérdida. De Ica revolvió sobre sus perseguidores; y aunque los derrotó en Villacuri, hubo de continuar su marcha al Sur no fiándose en los suyos. En Nazca formó un batallón de negros que acudían a su campo atraídos por el buen tratamiento. Sabiendo que el mariscal Alvarado venía del Collao a atacarle con dobles fuerzas, no temió subir a encontrarle y se fortificó en Chuquinga hacia los orígenes del Pachachaca. Atacado allí imprudentemente, logró una espléndida victoria, y después de enviar diferentes destacamentos a sacar armas, hombres y recursos de las ciudades del Sur, tomó la dirección de Andahuaylas, a fin de rehacerse en el ameno y abundante valle. De Andahuaylas partió para el Cuzco, y no queriendo entrar en él por temor a los agüeros, fue a tomar posición después de algunas marchas en la antigua fortaleza de Pucará. El ejército de Lima, al que habían desconcertado los desastres de Villacuri y Chuquinga, repuesto de la mal concebida alarma y reforzado de día en día, llegó también a Pucará, habiéndose avanzado sin oposición y con prudente lentitud. Las dos huestes permanecieron algunos días a la vista sin empeñar ningún choque general, y ocurriendo sólo lides particulares y amistosas pláticas en que la astucia solía emplearse tanto como las armas. Girón se decidió al fin en diciembre de 1554 a un

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ataque nocturno en el que fue rechazado con gran pérdida. Desalentada su gente, principió a desertarle; la defección de Vásquez y Piedrahita, que eran el principal sostén de su causa; le obligó a emprender una desordenada fuga en la que, deshecha su gente sin combatir y cada día más desamparado en su penosa marcha de la sierra a Nazca y de la costa a la sierra, fue tomado cerca del tambo de Jauja por unos capitanes de Huánuco. Llevado a Lima y condenado al último suplicio, murió cristianamente. Su viuda, la amable y virtuosa doña Mencia Almaras, acabó sus días en un beaterio, que fue elevado a monasterio de La Concepción. La paz no volvió a alterarse, porque el nuevo virrey don Andrés Hurtado de Mendoza supo hacerse respetar de los descontentos y sediciosos. A solicitud del cabildo de Lima dio la audiencia algunas ordenanzas; y al fin de la insurrección había dado la corte otras de aplicación general.

—III— Felipe II (1556-1598) Don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete.- El sucesor de Carlos V, que aun bajo el gobierno de su padre había tomado mucha parte en la administración de las Indias, gran político, de actividad admirable y de voluntad fuerte, se mostraba celoso por la justicia, la religión y el orden. El marqués de Cañete, elegido Virrey del Perú por el Emperador, había obtenido poderes tan amplios como Gasca, a cuya prudencia unía la entereza de Blasco Núñez. A su paso por el istmo redujo a los negros cimarrones, que amenazaban a las vidas y haciendas. Habiendo desembarcado en Paita, envió a Lima por mensajero, o como se decía entonces, por embajador, a un individuo de su servidumbre, al que hizo regresar inmediatamente a la Península; porque se había detenido en Paita en devaneos juveniles. En todos los pueblos del tránsito se atrajo el respeto general con su reserva y buenas palabras. Recibido en su augusto cargo hizo recoger las armas; prohibió a los encomenderos viajar sin licencia; nombró corregidores de su confianza; aterró a los sediciosos con el suplicio de Vásquez, Piedrahita, Robles y otros antiguos culpables que descansaban en la fe de los indultos; premió con encomiendas y rentas a los beneméritos; y no pudiendo acallar a otros pretendientes, les obligó a que se embarcaran para España donde el Rey les haría justicia según sus servicios. Su hijo don García de Mendoza fue enviado a Chile para reducir a los araucanos, que habían dado muerte a Valdivia y destruido algunas poblaciones castellanas.

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Para guardia del gobierno se creó un escuadrón de cien lanzas con el sueldo anual de 1 000 ducados cada plaza y una compañía de cincuenta arcabuceros con el de 1 500. La sumisión de los indios se procuró asegurar sacando de las montañas de Vilcabamba a Sairi Tupac, heredero de Manco. Traído a Lima y muy atendido por toda clase de personas, renunció su soberanía por una renta de veinte mil ducados y otras mercedes. Al entregársele la cédula después de un festín tomó una hebra del fleco de la sobremesa y exclamó: «todo este paño y su guarnición eran míos, y ahora me dan este pelito para mi sustento y el de toda mi casa». Habiéndose convertido a la religión cristiana, se retiró a Yucay y murió a los tres años devorado por la tristeza. Para dar ventajosa ocupación a los hombres laboriosos se fundaron la ciudad de Cuenca en la sierra, el pueblo de Cañete en el valle de Huarco y el de Saña entre Trujillo y San Miguel. Para auxilio de los enfermos se construyó el hospital de San Andrés. Algunas obras que prometían grandes ventajas, no tuvieron buen éxito; tales fueron el desagüe de la laguna de Muina para sacar la cadena de oro con que, según dicen, fue celebrado el nacimiento de Huascar; una expedición naval para explorar el estrecho de Magallanes; y la expedición al Dorado que fue la de fin más desastroso. Por falaces rumores se creía que hacia la parte inferior del Amazonas existía un país muy opulento; y para su conquista fue enviado don Pedro de Ursúa, distinguido conquistador de Nueva Granada, quien llevó en su compañía a la bella doña Inés, origen de su infortunio. La gente turbulenta enrolada en la empresa y los asesinatos cometidos al principio hicieron presagiar que acabaría de un modo sangriento; y en efecto, descontentos por los primeros sufrimientos y aguijoneados por las malas pasiones, dieron algunos amotinados de puñaladas a Ursúa, y pocos días después a doña Inés. Don Fernando de Guzmán, a quien habían proclamado príncipe del Perú, y otros jefes de la conspiración fueron muertos por un desalmado llamado el loco Aguirre, que en su bajada por el Marañón, en su salida al Océano por una de las bocas del Orinoco, en su arribo a la Margarita, y en sus correrías por Venezuela, fue señalando sus huellas con la muerte de sus soldados, de habitantes inofensivos y de su propia hija, y al fin fue muerto a tiros. El marqués de Cañete, que había hecho importantes servicios, tanto en la administración general, como en el manejo de rentas, pedía a Felipe II junto con la licencia la recompensa merecida. Mas recibiendo sólo desaires murió de pesar a los pocos días, después que su sucesor, el conde de Nieva, al participarle su llegada, le trató de simple Señoría y no de Excelencia.

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Don Diego de Acevedo y Zúñiga, conde de Nieva.- Encontrando el gobierno firmemente establecido, pudo el conde de Nieva dedicarse sin oposición alguna a empresas de utilidad general; fundó el pueblo de Arnedo en el valle de Chancay, adonde se proponía trasladar la universidad, y el de Ica en el valle de este nombre; estableció un colegio de educandas; fomentó otras erecciones piadosas; introdujo la etiqueta de los asientos y tratamientos; y se ocupaba de otras mejoras, cuando pereció a manos de unos negros por orden de un esposo ofendido. La audiencia y el licenciado don Lope García de Castro.- Para evitar peligrosos escándalos se contentó la audiencia con hacer las primeras diligencias judiciales acerca de la muerte del virrey. El licenciado don Lope García de Castro, a quien se confió el gobierno del virreinato con el título de Presidente, creyó también prudente sobreseer en el proceso. Para la mejor organización de la colonia se dividió el Perú en cierto número de provincias gobernadas por corregidores; las ciudades pobladas por españoles tuvieron cabildos con alcaldes y regidores; al gobierno de los indios se atendió reconociendo la autoridad de los caciques; y la capital recibió algunas ordenanzas. En el interés del fisco se establecieron los derechos de aduana, que entonces se llamaban «almojarifazgo». La minería, que principiaba a decaer, recibió un fuerte impulso por el descubrimiento de la mina de azogue de Huancavelica hecho por Navincopa, indio de Izcuchaca, y comunicado a su amo Amador de Cabrera. En el reino de Chile se trató de colonizar las islas de Chiloé, donde se fundó el pueblo de Castro en honor del presidente. Su sobrino el joven don Álvaro de Mendaña partió del Callao el 19 de noviembre de 1567 con dos navíos para hacer descubrimientos en la Oceanía y tuvo la gloria de explorar las islas de Salomón. La religión, por cuyas inspiraciones se realizaban en gran parte semejantes empresas, consolidaba al mismo tiempo la civilización colonial mediante los esfuerzos apostólicos de los misioneros; y para distinguirse entre los operarios del evangelio llegaron en 1567 los jesuitas que iban a ejercer una influencia predominante en las misiones, en la educación y en las demás instituciones, así civiles como religiosas. En dicho año celebró el arzobispo Loaysa el segundo Concilio de Lima. En el siguiente fijó Felipe II las bases de la administración del Perú; y para plantificarla nombró virrey a su mayordomo don Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de Oropesa. Don Francisco de Toledo.- El nuevo virrey, digno representante de Felipe II, se propuso llevar a cabo la reforma, aunque hubiera de sacrificar su gusto y su crédito. Observándolo todo para conocer bien el país, gastó en

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su visita cinco años. Auxiliado con las luces del licenciado Ondegardo, el jesuita Acosta, el oidor Matienzo y otros hombres eminentes; secundado por visitadores celosos e incansable en arreglarlo todo con providencias y ordenanzas, donde quiera dejó huellas duraderas de su administración vigorosa e inteligente conforme al espíritu de la época. Mas la razón de estado le hizo incurrir en un atentado político que fue el crimen definitivo de la conquista. El inca Tupac-Amaru conservaba en Vilcabamba una corte que inquietaba a los colonos y podía convertirse en núcleo de una insurrección formidable. No habiendo podido reducirle por la vía de las negociaciones, se le sacó a viva fuerza al Cuzco y se le condenó a muerte por tirano y traidor a su Majestad, con inmenso dolor de los naturales y contra la opinión del obispo, el ayuntamiento y otras personas notables. Según se cuenta, el mismo Felipe II reprobó también esta ejecución, diciendo secamente a Toledo, la primera vez que volvió muchos años después a presentarse en la corte: «Idos a vuestra casa, que yo no os envié al Perú para matar reyes, sino para servir a reyes». Para borrar el apego a las antiguas instituciones se destruyó el ídolo de Huanacaure y se llevaron a Lima los cadáveres de los Incas. El virrey desplegó también sumo rigor contra los españoles que causaban alguna inquietud en Santa Cruz de la sierra y en el Tucumán. Para reprimir a los araucanos se enviaron algunos refuerzos a Chile. Las invasiones de los Chirihuanas, que infestaban los confines del Perú y el río de La Plata, fueron contenidas con la fundación de Tarija, Cochabamba y otras poblaciones fronterizas. Para la mejor administración de justicia se estableció en la audiencia de Lima una sala del crimen con cuatro alcaldes; y en todas las provincias se organizó el gobierno de corregidores. En las ciudades, además de los alcaldes y cabildos, se establecieron amigables componedores y un juez de naturales. También se crearon alcaldes y alguaciles en las poblaciones de indios; se dieron ordenanzas severas a los caciques; y en los lugares visitados se les restituyó un millón y medio de pesos que se debía a los indios por sus jornales; de lo que, agradecidos, decían que desde el buen Tupac-Yupanqui no había estado la tierra tan bien gobernada. En ordenanzas rigorosas y muy detalladas se fijaron los deberes de los corregidores y de los empleados municipales, la policía local, la administración y guarda de la hacienda en las cajas reales, el tributo moderado, que debían pagar los indios desde la edad de dieciocho años a la de cincuenta, los trabajos a que habían de acudir conforme a la mita o rotación, señalándose al mineral de Potosí doce mil ciento veinte mitayos y al de Huancavelica tres mil seiscientos, el precio de los diferentes servicios, el cultivo de la coca, la condición de los yanaconas establecidos en

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muchas haciendas, y los demás objetos que según las ideas dominantes debían sistematizarse en beneficio del común y para engrandecer el Perú con la paz y la justicia. La obra más larga, y el principal objeto de la visita general, fue la reducción de los indios a pueblos grandes donde pudieran ser doctrinados y recibir los beneficios de la civilización evangélica. Fundáronse muchos centenares de reducciones, bien situadas, con calles regulares, iglesias, casas de cabildo, cárceles, lugar para hospitales, tierras de comunidad y asistencia forzosa del doctrinero. También se acordó la erección de dos colegios, uno en Lima y otro en el Cuzco, donde debían educarse los hijos de los caciques. Las poblaciones españolas recibían al mismo tiempo buenas casas de cabildo, cárceles, hospitales, otros establecimientos públicos y grandes mejoras en los edificios particulares. En Lima se hacía efectiva la enseñanza de la universidad, creando y dotando cátedras de Gramática castellana, Quechua, Latinidad, Filosofía, Teología, ambos Derechos y Medicina. Aunque los estudios médicos no llegaron a instalarse, estaba un médico a la cabeza de los estudios generales y se creó el protomedicato. Al pie del mineral de azogue se levantó Huancavelica, a la que el virrey llamó Villarrica de Oropesa en recuerdo de su casa. La prosperidad de la minería, favorecida con el beneficio del azogue recién introducido por Velasco fue tal que el asiento de Potosí valió al Rey más de quinientos mil pesos anuales. El clero, que había sido señor absoluto del país, reconoció la autoridad del gobierno, habiéndose establecido sólidamente los derechos del patronato, por el que se reservaba la Corona la provisión de todos los beneficios eclesiásticos, se prohibía edificar iglesias, monasterios y lugares píos sin real licencia, y se exigía el pase del Consejo de Indias para los breves del Papa y para toda decisión religiosa. Para la defensa de la fe se decretó en 1569 el establecimiento en Lima del tribunal de la inquisición. Ya se habían celebrado tres autos de fe por el arzobispo. En el primer auto inquisitorial celebrado en 1573 fue condenado a la hoguera Mateo Salado, luterano francés. El 13 de abril de 1578 se verificó otro auto con la mayor solemnidad y con una concurrencia inmensa, saliendo penitenciados dieciséis reos, entre ellos un escribano, un jurista, dos clérigos, dos religiosos mercedarios y dos dominicos, y siendo quemado vivo fray Francisco de la Cruz, que se daba por nuevo Mesías y propagaba doctrinas tan inmorales, como extravagantes. Los rigores de la inquisición no libertaron al Perú de las invasiones de los herejes. El célebre Francisco Drake que había salido de Inglaterra a fines de 1577, hizo algunas presas en las costas de Chile, se apoderó de

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una barquilla en Arica, saqueó el Callao, tomó a la altura de Panamá naves henchidas de riquezas, y a fines de 1580 arribó a Inglaterra, habiendo dado la vuelta al globo en poco menos de tres años, y habiendo alcanzado tanta gloria como opulencia. Para poner remedio a nuevas correrías, alistó Toledo una expedición a las órdenes de don Pedro Sarmiento, quien exploró las costas de Patagonia y presentó a Felipe II un diario exacto, asegurando que el estrecho podía fortificarse en sus entradas y sostener una colonia. Mientras se hacían en España costosos preparativos para la expedición colonizadora, regresó el virrey Toledo después de haber gobernado al Perú durante trece años. Viéndose desairado por Felipe II, y siendo ya viejo y achacoso, murió en breve víctima de la ingratitud del Monarca. Mas sus mejores sucesores se preciaron de ser discípulos de tan gran maestro, al que algunos llamaban por sus ordenanzas el Solón peruano. Don Martín Enríquez.- Las instituciones de Toledo, que exponían a enormes abusos, no tardaron en viciarse por las faltas de administración. El nuevo virrey don Martín Enríquez, que a la experiencia adquirida en el virreinato de México unía las mejores intenciones, murió aún no trascurridos dos años de su llegada al Perú. La obra más notable de su breve gobierno fue el colegio de San Martín, en el que bajo la hábil dirección de los jesuitas se educó por mucho tiempo la juventud más distinguida de Sudamérica. Recuerdos menos gratos son un auto inquisitorial celebrado en 1581 y la ruina de Arequipa en el terremoto de 1582. La audiencia.- Durante el gobierno de la audiencia, que duró tres años, se establecieron las cajas de comunidad y las imposiciones de censos en alivio de los indios; se reunió el tercer Concilio de Lima que fijó la disciplina eclesiástica; la expedición enviada de España a colonizar el es-trecho de Magallanes fue víctima de las tempestades, del hambre y del clima; y en 1586 un terremoto causó grandes estragos en los edificios de Lima. Don Fernando de Torres y Portugal, conde del Villar Don Pardo.- Las calamidades públicas afligieron también al Perú en el gobierno del conde de Villar Don Pardo. Tomás Cavendish, habiendo penetrado por el estrecho de Magallanes a principios de 1587, se detuvo en el puerto del Hambre entre las ruinas de la colonia española; perdió en puerto Quintero veintiún hombres entre muertos y prisioneros; e irritado con esta pérdida corrió las costas del Perú y de la Nueva España haciendo los estragos del fuego. Mas en Arica, donde las barras de plata estaban en la plaza y el pueblo sin defensa, fue ahuyentado por las valerosas mujeres, que osten-

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taron una gran fuerza, convirtiendo las tocas en banderas y las cañas en lanzas. Para defensa del Callao se estableció por primera vez una guarnición numerosa. Al alejarse los corsarios, principiaron a sentirse los estragos horribles de una epidemia de viruelas, que se propagó desde Cartagena. Los indios morían por familias y por pueblos; y la violencia del mal parecía redoblar con el número de las víctimas. Los campos quedaban sin cultivo, los ganados sin guardas, los talleres y las minas sin operarios, y en muchos pueblos se sintió el extraordinario azote del hambre. Al mismo tiempo, la destrucción en el canal de La Mancha de la formidable armada española, a la que prematuramente se había dado el título de invencible, animaba a los ingleses a emprender nuevas correrías contra el Perú; el virrey viejo y a achacoso no podía desplegar la energía necesaria; había serios desacuerdos entre las autoridades superiores; la hacienda se hallaba en mal estado; la campiña estaba infestada de cimarrones, los arrabales de indios vagamundos, y las provincias de aventureros desenfrenados; las reducciones se deshacían; y los resortes del gobierno se gastaban. Para mejorar la situación fue nombrado virrey don García Hurtado de Mendoza que, gobernando su padre, se había distinguido en Chile, y llegado a Europa había prestado a Felipe II servicios eminentes. Don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete.- El nuevo virrey, que traía en su compañía a su esclarecida esposa doña Teresa de Castro y otras quinientas personas, fue recibido en Lima no sólo bajo palio, según era de costumbre, sino con extraordinarias demostraciones de júbilo, arrojándose a la calle mucha moneda. Principió por establecer en palacio mucho recato en las mujeres y toda la etiqueta cortesana; aumentando el número de oidores estableció dos salas en la audiencia; para la represión más eficaz de los crímenes creó los alcaldes de hermandad, y sobreponiéndose a toda influencia hizo ejecutar a un español que había asesinado a un pobre indio; dotó al colegio de San Martín con renta segura; fundó el mayor de San Felipe; promovió la fundación de Mizque, Vilcabamba, Salinas, Huaylas, Nuevo Potosí y Castrovirreina, llamado así en honor de su esposa; erigió en palacio una capilla real con capellanes bien dotados; emprendió otras muchas obras públicas y dispensó una protección especial a los indios, prohibiendo severamente las exacciones de los corregidores que traficaban ya inicuamente con sus destinos. Sus principales cuidados habían tenido por objeto la defensa y paz del país, los arreglos de la hacienda y el sostenimiento del patronato. Ricardo Hawkins, uno de los capitanes que más se habían distinguido contra la invencible, habiendo entrado en el Pacífico con dos naves

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y un buquecito, buenos cañones y una buena marinería, hizo una rica presa en Valparaíso y fue tocando en otros puntos basta fondear en Pisco. Atacado allí por la escuadra del Perú que mandaba don Beltrán de Castro, cuñado del virrey, sólo debió su salvación a las paracas y a la oscuridad de la noche. Alcanzado de nuevo al otro lado de la línea, se vio obligado a rendirse después de una honrosa defensa. Para mejorar su exhausta hacienda había ordenado Felipe II que se introdujese en el virreinato el derecho de dos por ciento por alcabala de ventas; que se hiciese composición de tierras vendiendo títulos de propiedad a los que las poseyeran sin derecho; que se vendieran algunos oficios y se pidiera un donativo. Éste produjo 1 564 950 ducados, y las composiciones 767 277 ducados y un real. La introducción de la alcabala dio lugar en Quito a un motín; los sediciosos depusieron al ayuntamiento; quisieron hacer morir de hambre a la audiencia; y dejaron medio muerto a palos a Cabrera, caballero amado de todos, porque no quiso aceptar el título de Rey. Mas los jesuitas habían logrado sosegar los ánimos, cuando llegó a la ciudad la fuerza aprestada por el virrey para la pacificación, y los culpables fueron castigados rigurosamente. Sin otra oposición se estableció la alcabala por medios suaves, encabezándose las principales ciudades por una cierta cantidad, como Lima en 35 mil pesos anuales por el término de seis años. En ejercicio del patronato se fijaron límites a las doctrinas; se trató de libertar a los indios de las exacciones del clero; se ordenó, que las armas del arzobispo se colocasen debajo de las del Rey en la fachada del seminario, habiendo mediado antes graves desacuerdos; y Santo Toribio recibió humildemente una reprensión severa por haber escrito a Roma, entre otras cosas, que no tenía de dónde sustentar aquel establecimiento. Mas el poder civil, que tan riguroso se mostraba para defender sus derechos, se hacía cómplice de la tiranía de la inquisición, que volvió a encender sus hogueras en 1592 y en 1595. La sociedad, que tenía por deber la intolerancia, aplaudía la persecución de los herejes y no pensaba sino en enriquecerse en el reposo de la paz con el descubrimiento de nuevas minas, entre las que se hicieron admirar las de Castrovirreina y Nuevo Potosí en Huarochirí. La prosperidad de que gozaba el país permitió costear una nueva expedición de don Álvaro de Mendaña, que en 1595 descubrió las islas Marquesas y murió poco después en la de Santa Cruz, dejando el mando de la expedición a su animosa viuda doña Isabel Barreto. El hábil piloto don Fernando Quirós regresó de esta expedición con el deseo de descubrir el continente austral, cuya existencia le pareció indudable; pero a su arribo al Perú no encontró al marqués de Cañete, que sólo había espera-

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do la venida de don Luis de Velasco, su sucesor, para buscar en Europa el restablecimiento de su quebrantada salud. El nuevo virrey, que acababa de serlo de México, principiaba a tomar algunas medidas en favor de las clases oprimidas y del bien común, cuando en 1598 murió Felipe II dejando ya casi completa la organización del virreinato, aunque según las miras estrechas de la época y su política opresora, que fueron tan fatales a la metrópoli como a sus colonias. Organización del virreinato.- El Rey, fuente de toda autoridad y de todo derecho, era acatado por los españoles como un vicario de Dios y por los indios como el hijo del Sol. El consejo de indias estaba a la cabeza de la administración, entendiendo en las leyes coloniales, en el nombramiento de los principales mandatarios, en la apelación de los pleitos cuantiosos y en todos los asuntos de primera importancia. Los virreyes reflejaban en todo su esplendor la autoridad soberana con un poder discrecional, una renta de cuarenta mil ducados y una corte superior a la de muchos príncipes europeos. Para la buena administración de justicia se habían erigido las audiencias de Lima, La Plata, Quito, Santiago y Panamá; la de Lima servía también de consejo en el acuerdo de los virreyes y gobernaba en su lugar, mientras no se llenaba la vacante. Los corregidores estaban a la cabeza de las provincias. El régimen de los pueblos descansaba en los cabildos; el particular de los indios, en el poder inmemorial de los caciques. En el ejercicio del patronato era considerado el jefe del Estado como cabeza inmediata de la Iglesia, sin dejar de respetarse las inmunidades del clero. Mas los asuntos puramente eclesiásticos tocaban al arzobispo de Lima, obispos sufragáneos, cabildos eclesiásticos, curas, órdenes religiosas y tribunal de la inquisición. El comercio, del que estaban excluidos los extranjeros, las personas sospechosas en la fe y los españoles que no hubieran obtenido licencia, se monopolizó en Sevilla bajo la inspección inmediata de la Casa de la contratación y se sometió a reglas determinadas en la salida de los galeones, condición de los buques, viaje de ida y vuelta y ferias en Portobelo, donde se cambiaban los efectos europeos con los metales preciosos del virreinato. La minería, que era la primera industria y cuyos principales establecimientos fueron Huancavelica y Potosí, se veía auxiliada con el trabajo forzoso de los mitayos y con la habilitación de azogues. Los principales talleres coloniales eran los obrajes de paños y otras telas generalmente fabricadas por indios de mita. A los trabajos agrícolas se destinaban los yanaconas y los negros esclavos. Los principales y permanentes recursos del gobierno eran los quintos que tocaban al Rey en el producto de las minas, los derechos de alcabala y aduana, la avería o impuesto del uno por ciento en la plata embarca-

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da con el objeto de costear las flotas; el tributo de los indios que se consumía por su mayor parte entre encomenderos, curas, caciques y corregidores, el producto de las bulas y oficios vendibles y otros menos importantes; la administración de las rentas estaba al cuidado inmediato de los oficiales reales quienes las recogían en las cajas reales de las provincias y la central de Lima. La paz y defensa del virreinato descansaban más bien en los intereses e ideas dominantes, que en la fuerza de las armas, reduciéndose ésta a la pequeña armada del Sur, guardia del virrey, débil cooperación de los encomenderos, ejército de Chile y enganche eventual de soldados. Los excesos de todos los empleados debían precaverse con el juicio de residencia al que eran sometidos al salir de sus destinos, y con la pesquisa de visitadores extraordinarios que debían examinar el estado de la administración pública y remediar los abusos. Para que no sufriesen los asuntos pendientes con el cambio de virreyes, se había ordenado que al dejar su destino entregasen a su sucesor una relación del estado en que quedaba el virreinato.

—IV— Felipe III (1598-1621) Don Luis de Velasco.- Poco antes de morir decía Felipe II: «Dios, que me ha concedido tantos estados, me niega un hijo capaz de gobernarlos». En efecto, Felipe III, que hubiera necesitado un genio superior para levantar la postrada monarquía, fue un príncipe indolente, gobernado por indignos favoritos y sin más actividad que para las diversiones y las prácticas de devoción. La debilidad de que adolecía la metrópoli se hizo trascendental a las colonias que ya no pudieron ser protegidas eficazmente, ni recibir abundantes elementos de desarrollo. El Perú no tardó en verse expuesto a las correrías de los holandeses, que codiciaban su posesión y querían arrebatar a la España los tesoros con que les hacía una tenaz guerra. El 23 de agosto de 1599 se fundaba, con tales designios, en el estrecho de Magallanes, la orden del León desencadenado, por Simon de Cordes, jefe de una escuadra holandesa. Esta institución de caballería fracasó en su origen; porque las tempestades dispersaron la escuadra, y el solo buque que recorría las costas del virreinato fue apresado en Valparaíso y conducido a Lima. Oliver von Noort, que entró poco después en el Pacífico, hechas algunas presas en las costas de Chile, se dirigió hacia el Asia oriental para correr todos los azares de la piratería. La armada del Sur, que había salido en su persecu-

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ción, perdió en un naufragio junto a California la «Capitana» y en ella al almirante Velasco que era hermano del virrey. Al mismo tiempo se levantaban contra la dominación colonial algunas tribus bárbaras en el Norte y en el Sur. Entre Jaén y Macas destruían los jíbaros las poblaciones de Sevilla del oro, Huambaya, Logroño y otras muchas que prosperaban con los lavaderos de oro. En la extremidad meridional del virreinato sorprendieron y dieron muerte los araucanos a don Martín de Loyola, que gobernaba el reino de Chile, y causaron la destrucción o abandono de Valdivia, la Imperial, Villarrica y otras poblaciones españolas. Los chirihuanas, que amenazaban siempre en los confines de Charcas, eran escarmentados por los vecinos de la frontera, donde principiaron a prosperar la Rioja, San Lorenzo y el pueblo de Las Salinas, fundado por don Luis de Velasco, por lo cual recibió el título de marqués de las Salinas. Calamidades naturales acrecentaron la inquietud excitada por los piratas y salvajes. En 1600 reventó el volcán de Omate, oscureciendo con su erupción el cielo cerca de un mes, arrojando sus lavas hasta más de doscientas leguas, arruinando a Arequipa con terremotos continuos, deteniendo ríos caudalosos, desolando pueblos y campos, y haciendo resonar su estruendo a distancias prodigiosas. El celo religioso que se exaltaba con toda clase de riesgos, hizo encender los fuegos inquisitoriales, cebándose en los judíos portugueses establecidos en Lima. Pero, más fiel al espíritu del evangelio, se ostentaba igualmente en las fundaciones religiosas, hermandades de caridad, hospitales, casas de huérfanos, mejor trato de los esclavos, esfuerzos por la libertad de los indios, escuelas para pobres, recogimiento de arrepentidas y otras muchas creaciones benéficas que datan de esta época. El impulso dado por el virrey al mineral de Potosí suministraba medios abundantes para ejercer la beneficencia, sostener un teatro en Lima y vivir en la abundancia. La política pacífica que principió a prevalecer en el gabinete español, y sus relaciones menos hostiles con las potencias marítimas, libertaron por entonces al Perú del temor a los corsarios; y el buen gobierno de don Luis de Velasco permitía esperar días más prósperos. La corte, reconociendo sus buenos servicios, le recompensó después por segunda vez con el virreinato de México y con la presidencia del Consejo de Indias, enviando al Perú al conde de Monterrey, que era virrey de México y a quien al dejar su destino acompañaron tropas de indios, hinchiendo los aires de alaridos en señal de gratitud. Don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey y la audiencia.- El conde de Monterrey fue recibido en Lima con festejos memorables. Desgraciadamente murió a los dieciséis meses de su llegada, mártir de la

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pureza. En su breve gobierno había dado 25 mil ducados de limosna, y fue tan desinteresado que la audiencia hubo de costear su entierro. Por su salud se habían hecho procesiones y disciplinas públicas; los indios le agradecían sus esfuerzos por la libertad de los yanaconas, y Lima la continuación de las mejoras emprendidas por su antecesor. El Perú entero se interesaba en la expedición que el 21 de diciembre de 1605 salió del Callao bajo la dirección del entendido y entusiasta Quirós para explorar la Oceanía. Los expedicionarios tuvieron la gloria de descubrir las islas de la Sociedad y del Espíritu Santo, de probar que el Océano Pacífico estaba sembrado de islas, y de acercarse a la tierra austral incógnita, que desde entonces principió a llamarse Australia. Mas la expedición no produjo ventajas inmediatas por el abatimiento en que rápidamente caía la España, y porque el Perú necesitaba ocupar sus fuerzas en su desarrollo interior y en la fusión de sus razas. El sentimiento religioso, que era el principal poder para la formación de la nueva nacionalidad, continuó extraviándose con nuevos autos inquisitoriales y con las pretensiones exorbitantes del santo oficio; mas no dejó de ejercer una influencia eminentemente moral y civilizadora, ya por la acción de dignos ministros del evangelio, ya por el ejemplo de otras personas piadosas. Santo Toribio, que murió en Saña cuarenta días después que el virrey, había celebrado tres concilios, fundado el seminario de Lima y el monasterio de Santa Clara, visitado su extensa diócesis y legado a sus sucesores el más bello modelo de virtudes pastorales. San Francisco Solano, después de haber seguido a pie el curso de sus misiones desde el Paraguay a Lima convirtiendo millares de idólatras, ejercía el más poderoso ascendiente, ya con su maravillosa austeridad, ya con su palabra dulce e insinuante. Isabel Flores de Oliva, nacida en la capital el 30 de abril de 1586 y venerada hoy bajo el nombre de Santa Rosa, se mostraba ya como la primera flor que en su fragante pureza ofrecía el nuevo mundo al esposo inmaculado, siendo el ideal de una santa virgen. Sin elevarse a la perfección de Santa Rosa vivían en el mundo, y dentro de los claustros, muchas almas irreprensibles que sostenían la pureza de costumbres, neutralizando las poderosas causas de desmoralización que se multiplicaban en el aislamiento colonial, entre las dulzuras del clima, los goces de la abundancia, la molicie de la larga paz y las tentaciones de las desiguales razas. La acción del gobierno en un país tan vasto, poco poblado, con elementos heterogéneos, con difíciles comunicaciones, tan lejos de su centro y bajo instituciones mal calculadas, no podía levantar la moral pública; y aun era impotente para la buena administración de la hacienda, una de sus más solícitas atenciones. Algún remedio se puso al desorden

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de las rentas con la erección de la contaduría mayor, que vino a ser el tribunal superior, donde fenecían las cuentas de los oficiales reales y demás empleados en su administración. Algunos años antes se había fundado el tribunal de la Cruzada con notable ventaja de esta renta. Don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montes Claros.- La corte, que en sus apuros crecientes subsistía de expedientes ruinosos y aun había descendido a pedir limosna hasta para comer, estaba dependiente del socorro de las Indias. El marqués de Montes Claros, que en el virreinato de México había desplegado el mayor celo por la hacienda, hacía en el Perú de oficial real, procurador y pagador, no inquietándose porque los murmuradores le llamaban el despensero del Rey. Por su diligencia se organizó bien el tribunal mayor de cuentas; los oficiales reales que debían al tesoro cerca de tres millones de pesos fueron apremiados; los mineros de Huancavelica y Potosí, que tenían grandes deudas, las satisficieron en mucha parte; y también aumentaron las entradas de alcabalas, almojarifazgos y quintos. Para dar un impulso general a las minas fue el virrey a Huancavelica, cuyos azogues subieron de 900 quintales a 8 200 por año. Para conducirlos de Arica a Potosí, lo que hasta entonces se había hecho en llamas por contrata particular, se emplearon en adelante las mulas, según iban necesitándose, de donde vinieron a desarrollarse la arriería y la población de Tacna. Se favoreció con mitayos a los principales asientos minerales que eran nueve: Carabaya y Zaruma de oro; Huancavelica de azogue; Potosí, Porco, Oruro, Vilcabamba, Nuevo Potosí y Castrovirreina de plata; mas al de Oruro no se pudieron aplicar los indios de mita, porque el gobierno había prohibido dar nuevas mitas y aun deseaba extinguir la de Potosí por sus enormes abusos, haciendo que se fijase en las cercanías el suficiente número de trabajadores voluntarios. El comercio, más honrado y más considerable que en la Península, consiguió toda la estimación deseada con el establecimiento del tribunal del Consulado, que autorizado desde 1593, se instaló en 1615 con un prior y dos cónsules elegidos por los principales comerciantes. La prosperidad del país por el buen estado de las minas y de los negocios se hizo sentir en las fiestas espléndidas con que Potosí celebró en 1608 el octavario del corpus y en las magníficas honras que hizo Lima a la reina Margarita. La capital, que había sufrido mucho en el terremoto de 1609, pudo reparar en breve sus edificios y hermosearse con la Alameda de los descalzos y la obra monumental del puente que costó 85 mil pesos, y para cuya conservación se aumentaron los arbitrios municipales. Esplendor más duradero le prometían los estudios de la universidad asegurados con 14 mil pesos en los diezmos, nuevas constituciones

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y la enseñanza de profesores eminentes, como el jesuita Menacho, Vega (futuro arzobispo de México) y otros distinguidos peruanos. La cultura general se promovía principalmente por las inspiraciones religiosas. Para el mejor gobierno de la Iglesia se erigían los obispados de Huamanga, Arequipa y Trujillo; don Bartolomé Lobo Guerrero daba constituciones sinodales, como sucesor de Santo Toribio, para favorecer la buena doctrina y reformación de los curas; se tomaban medidas a fin de desarraigar la idolatría a que se mostraban tenazmente apegados los indios; los jesuitas se abrían una carrera gloriosa en las misiones del Paraguay, siendo fundadas las primeras reducciones en 1610 por los padres Mazeta y Cataldino; aun se lisonjeaban con reducir a la paz evangélica a los indomables araucanos, que por la imprudente fuga de la mujer e hijo del cacique Anganamón martirizaron a sus conversores en el valle de Elicure. La paz general del virreinato se creía asegurada, no imponiendo a los indios nuevas cargas, teniéndolos separados de la gente de color, contemporizando con las pretensiones de los hijos de los conquistadores, a los que era difícil satisfacer con destinos y encomiendas, y dispensando una protección especial a los mineros, como los más provechosos entre todos los vasallos y a los comerciantes, como los más interesados en la estabilidad de la colonia. La existencia de sus habitantes se deslizaba en el reposo y la abundancia como un sueño de placer, entre las comodidades domésticas, las funciones de Iglesia, los toros, los festines campestres o los baños de mar, sin inquietudes políticas y sin agitaciones febriles por la fortuna. Tan delicioso sosiego se turbó con la entrada en el Pacífico de una escuadra holandesa a las órdenes de Jorge Spitberg. Componíase de seis navíos, entre ellos uno de 1 400 toneladas y otro de 1 260. Hechos algunos estragos en el reino de Chile, seguía visitando las costas del virreinato, prevenida siempre de un barquito español, que participaba a Lima los movimientos de los corsarios. Frente a Cañete se encontró con la escuadra del Perú compuesta de ocho buques, a los que por la superioridad de armas y disciplina derrotó completamente después de un combate obstinado. Animado con su triunfo, vino Spitberg a anclar en el Callao la víspera de Santa María Magdalena, en 1615. La consternación de Lima fue excesiva porque no había para la defensa sino cuatro cañones en mal estado y ninguna fuerza bien regimentada; la paz había enervado los ánimos de la raza dominante y se temía dar armas a la gente de color. El arzobispo ordenó que se expusiera el Santísimo Sacramento en las principales Iglesias. La futura patrona del Perú, postrada al pie de los altares, orando por su patria y oyendo decir que los herejes habían ya entrado a Lima, rasgó su largo vestido de beata y se aprestó para el martirio

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haciendo un escudo de su cuerpo a la hostia consagrada. Mas Spitberg, que ya había metido un buquecito entre las naves mercantes y recibido algunos cañonazos de tierra, dejó a los tres días el puerto, y después de saquear los de Huarmey y Paita, abandonó la costa del Perú. Antes de alejarse del virreinato había estado cerca de encontrarse con la armada en que subía de Panamá el príncipe de Esquilache, sucesor del marqués de Montes Claros. Don Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache.- El 23 de diciembre de 1615 a los tres días de haber entrado en Lima, visitó el nuevo virrey el puerto del Callao y conoció que ante todo necesitaba crear elementos serios de defensa. Con tanta actividad como economía formó una armada compuesta de cuatro galeones, dos pataches y dos lanchas con ciento cincuenta y cinco cañones y la dotación necesaria. En el Callao levantó dos plataformas, donde se colocaron trece piezas gruesas de artillería, y creó una guarnición de quinientas plazas dividida en cinco compañías, de las que algunas se embarcaban en la armada. Todos los gastos de guerra fueron contratados en 390 409 pesos por año. Se rehabilitó a los soldados dándoles honrosa ocupación. La guardia del virrey, a la que ya no se pagaba, consintió en servir por sólo las prerrogativas militares. Con semejantes reformas creyó el Príncipe, que el Rey no tenía mejor gente de mar y guerra en ninguna parte. No obstante la murmuración de los émulos hubo de conservarse los aprestos de guerra, porque el peligro de nuevas invasiones se acrecentó con el descubrimiento del Cabo de Hornos que hizo Jacobo Lemaire en los últimos días de 1615. Esta vía expedita, que tanto podía contribuir a los progresos del comercio y que solicitaron con instancia los comerciantes de Cádiz, no fue empleada, porque la audiencia de Panamá se opuso por el interés de la feria de Portobelo. En España no se ponía mucho empeño en ese tráfico; porque abatida la industria con la bárbara expulsión de los moriscos y con un sistema económico ingeniosamente absurdo, si conservaban la odiosidad del monopolio en América, eran extranjeros las más veces los capitales, los buques y los efectos embarcados bajo el nombre de los comerciantes sevillanos; la riqueza llevada por las flotas pasaba por la Península sin fertilizar el país, alimentando sólo la vanidad y la pereza. En el Perú todo lo hacía olvidar la riqueza de las minas, que producían anualmente unos seis mil quintales de plata. Potosí daba más de 500 mil marcos, Oruro unos 300 mil, Castrovirreina 200 mil, el nuevo mineral de San Antonio de Esquilache prometía mucho. La mina de Huancavelica, primera rueda de la explotación mineral, que amenazaba caer en ruina, fue fortificada con obras de cal y piedra y favorecida me-

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diante una nueva contrata con los mineros, a quienes el Rey compraba los azogues para distribuirlos, vendiéndolos, sea al contado, sea a crédito y siempre a un precio fijo, en los demás minerales. El gobierno trató también de mejorar la condición ya intolerable de los mitayos; pero el Príncipe no creyó prudente medir el poder y la obediencia con gente tan apurada y atrevida como la de Potosí, donde años antes había dado el grito de libertad un tal Yáñez, y amagaban graves disturbios por las rivalidades entre vascongados y andaluces. Entre los matones de Potosí se había señalado un alférez imberbe, de facciones agraciadas, pendenciero en demasía, que a la viva impresionabilidad de un niño reunía la serenidad de los héroes. Después de varias aventuras vino a descubrirse en Huamanga que era mujer y se llamaba doña Catalina Erauso. Era natural de San Sebastián de Vizcaya; criada en un convento se fugó estando para profesar; y habiendo venido al Perú en traje de hombre, corrió lances increíbles. La monja alférez, como fue llamada en adelante, pasó del monasterio de Santa Clara de Huamanga al de la Trinidad de Lima, de aquí a España y de España a México, donde acabó oscuramente sus días, gastándose así en delitos vulgares un carácter de extraordinaria energía, que hubiera podido desplegarse con gloria en otras empresas. Se había despertado en el Perú el espíritu guerrero queriendo penetrar por todas partes en la región de los salvajes. Casi todas las empresas abortaron en su origen, faltas de protección y recursos, o estrellándose ante los obstáculos de la montaña, insuperables en aquel tiempo. Sólo dieron algún fruto las entradas, en que las armas de la codicia fueron sustituidas a tiempo por las del evangelio, reemplazando al desenfreno de la soldadesca el celo de los misioneros. La más importante de estas conquistas debía ser la de Maynas, que unos soldados arrebatados por la corriente del Marañón descubrieron después de haber atravesado felizmente el pongo de Manseriche. La conquista de los Maynas, dóciles y hospitalarios, fue hecha sin gran dificultad por don Diego de Vaca, vecino de Loja, y se consolidó en el reinado siguiente con los esfuerzos de los misioneros. Al mismo tiempo se proseguía con celo, entre los indios convertidos, la extirpación de la idolatría. Visitadores costeados por el gobierno combatían las supersticiones arraigadas con la predicación, el castigo de los falsos sacerdotes y la destrucción de los ídolos. En sólo treinta y un pueblos de Cajatambo y Chancay se penitenciaron 679 ministros de idolatría, y se destruyeron 603 huacas principales, 3 418 conopas y cerca de otros mil ídolos secundarios. El virrey fundó el colegio del Príncipe para la educación de los hijos de caciques que debían ser los principales ministros para la cultura evangélica de su raza, y destinó en el cercado de

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Lima la reclusión de Santa Cruz para el castigo de los brujos y otros falsos dogmatizadores. La devoción se había acrecentado sobre manera a la muerte de Santa Rosa, acaecida en 24 de agosto de 1617, a la que principió a venerarse, como si ya estuviese canonizada; y subió de punto cuando se supo el culto que la España estaba tributando a la Inmaculada Concepción. Los niños y comerciantes oscuros festejaron desde luego por las calles un misterio tan grato a la piedad popular y la universidad entera lo juró entre costosas máscaras. La fe sencilla de nuestros mayores no temía desvirtuar sus homenajes religiosos con aparatos tan profanos, ni aun empleando retos tomados de la caballería andante. El terror que de tiempo en tiempo venían a acrecentar los terremotos, como el que arruinó a Trujillo en 1619, fortificaba las creencias sin que necesitara prestarles su temido apoyo el tribunal de la inquisición que en el gobierno de Montes Claros había celebrado dos autos. El Príncipe, tan celoso como prudente defensor del patronato y favorecido por el carácter conciliador del arzobispo, había logrado tener a raya a todas las autoridades eclesiásticas y obligado a los frailes a la sumisión; en lo que reconocía haberse libertado de todo mal suceso por particular misericordia de Dios. Pero si creía poder allanarlo todo con el cuidado y con la industria, no se hallaba capaz para la administración de la real hacienda. Las entradas anuales se calculaban en 2 250 000 ducados; se había hecho ya una necesidad el enviar al Rey un millón; para sostener el ejército de Chile se gastaban 212 mil ducados, en la armada 390 mil pesos, en la explotación de azogues 400 mil; de suerte que quedaba una cantidad insuficiente para el pago de sueldos y gastos eventuales; y era necesario ganar tiempo con los acreedores, tomar fondos extraños o apelar a otros tristes arbitrios. Poco satisfecho con estos apuros, distinguido poeta, gran cortesano y ya rico con murmuración de muchos, estaba el Príncipe impaciente por dejar su envidiado cargo; supo la muerte del Monarca acaecida en 1621 y se apresuró a embarcarse sin aguardar la llegada del marqués de Guadalcázar, que estaba nombrado por su sucesor.

—V — Felipe IV (1621–1665) La audiencia.- Felipe IV, aunque tuvo el deseo de las grandes cosas, sólo por la magnitud de sus pérdidas mereció el nombre de «Grande», que le daban los aduladores, y dejó expuesta la ya decadente monarquía a los

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mayores riesgos. Desde el principio de su reinado participó de los peligros el virreinato del Perú. En Potosí, la poca respetabilidad de los corregidores, la afluencia de gente perdida y las rivalidades mortales entre los vizcaínos de una parte y estremeños, andaluces y criollos de otra produjeron los choques más violentos y el más espantoso desorden. El mal llegó al último extremo, habiéndose apoderado de la autoridad los vicuñas, soldadesca desenfrenada que amenazaba, maltrataba, saqueaba, imponía multas y decretaba muertes como si hubiera tomado la población por asalto. Don Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar.- Felizmente llegó al Perú el nuevo virrey don Diego Fernández de Córdova que con el prestigio de ocho años de buen gobierno en México, y con su política sagaz secundada por los vecinos de Potosí, aseguró el sosiego por algunos años. Los vicuñas fueron escarmentados con algunas ejecuciones expeditas; y los que eran verdaderos hombres de guerra hallaron ocupación provechosa peleando en Arauco y Tucumán o acudiendo a la defensa de Lima. Los holandeses que creían segura su conquista, armaron a todo costo una flota de 11 buques, 300 cañones y 1 613 hombres de desembarco. El virrey, que había tenido noticias oportunas, preparó una eficaz defensa fortificando los desembarcaderos próximos a la capital, encerrando las naves mercantes del Callao en un círculo formado por vigas entrelazadas con abrazaderas de hierro, construyendo lanchas cañoneras y teniendo tres mil hombres prestos para el ataque. Jacobo Heremit, que era el almirante holandés, viéndose rechazado en todas sus acometidas, mal parados dos destacamentos enviados contra Pisco y Guayaquil y que algunos de los suyos conspiraban contra su vida, murió de pesar y por el influjo del no acostumbrado clima. El vicealmirante, después de tributarle los últimos honores, abandonó las costas del Perú que, si bien se vio libre de nuevas invasiones, continuó recibiendo noticias alarmantes. El odio a los enemigos del reino, que venían a ser los de la religión, volvió a encender las hogueras inquisitoriales, celebrándose un auto muy solemne con muchos penitenciados, entre ellos por hechicera Inés de Castro llamada «la voladora». Homenajes más apacibles fueron ofrecidos a la divinidad con la dedicación de la catedral, hecha en 1625 con tal pompa que las ceremonias duraron desde la mañana hasta la noche. El celo evangélico se hacía sentir en las conversiones ya bastante adelantadas en el Paraguay y muy contrariadas en el Tucumán y en las montañas de Huánuco. El arzobispo de Lima Ocampo, que había salido a visitar su diócesis, murió de súbitos e intensos dolores en Recuay, con sospechas de haber sido envenenado por un indio. En la orden de San

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Agustín se introdujo la alternativa entre europeos y americanos o, como entonces se decía, chapetones y criollos, para los cargos de provincial y definidores, consultando así la paz y el mejor gobierno de los religiosos. Por su parte el virrey gobernaba con actividad e inteligencia, protegiendo a los indios, favoreciendo el tráfico con puentes, correos y tambos y recompensando a los beneméritos según sus servicios. Cada día se hacía más difícil premiar los méritos contraídos en el Perú, porque la corte prodigaba las rentas a sus favoritos en los tributos vacantes y se reservaba el tercio al proveer las encomiendas. Al mismo tiempo se acrecían las cargas pidiendo donativos y obsequios casi forzosos, exigiendo la avería con mayor rigor, imponiendo el subsidio eclesiástico y tratando de establecer nuevos impuestos. Por complacer al Soberano, que hacía celebrar como fiesta nacional la llegada de las flotas sin contraste, dejó el marqués de Guadalcázar enteramente exhaustas las cajas de Lima, cuando en 1629 partió para la Península, donde murió tres años después. Don Luis Fernández de Cabrera, conde de Chinchón. Las exigencias de la corte continuaron aumentándose bajo el gobierno del sucesor del marqués de Guadalcázar. Se doblaron la avería y alcabalas para sostener la llamada unión de armas; se sistematizó el pago de la media anata y de la mesada eclesiástica; hubo composición de pulperías; mayor negociación de oficios vendibles, oferta de prórrogas a los encomenderos y solicitud de donativos; se impusieron derechos a la lana de vicuña; se tomó la plata de comunidades; se redujeron los sueldos; y se escatimaron los gastos. Con las nuevas cargas coincidían las ruinosas restricciones, prohibiéndose el comercio con México para que no se extraviara la plata en el tráfico de Filipinas. Las operaciones mercantiles, ya bastante difíciles por las hostilidades de los holandeses que habían conquistado parte del Brasil y por las guerras de España con las principales potencias de Europa, sufrieron en extremo con la persecución de los judíos portugueses, que eran de los principales comerciantes de Lima y de los más activos mineros. Hubo tres autos inquisitoriales y en el de 1639 ochenta reos, diecisiete de ellos quemados vivos, uno de éstos llamado Maldonado, que era un cirujano muy hábil, viendo que un huracán, tan raro en Lima, rompía la lona del tablado, exclamó: «esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara». La persecución y las exacciones tuvieron por resultado inevitable la ruina del crédito tan desarrollado en Lima, que ya funcionaba con gran ventaja el banco de Juan de la Cueva, el cual suspendió sus pagos; ello fue seguido de numerosas quiebras.

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Las minas, de cuya opulencia se esperaba todo, no podían reparar inmediatamente el mal, porque Potosí decaía visiblemente y Huancavelica sufrió una gran ruina al acelerarse con imprudentes explosiones de pólvora la conclusión de su gran socavón. Mas ya se anunciaban grandes riquezas en el nuevo asiento de Cailloma, cuyos quintos subían a 200 mil pesos, y en el mineral de Pasco descubierto hacia 1630 por el pastor Huaipacha, quien haciendo fuego en los pajonales de Bombón vio entre las piedras y las cenizas la plata derretida. Un descubrimiento más precioso que los tesoros de Potosí y de Pasco fue el de la corteza de la quina, que el corregidor de Loja instruido por los indios envió a la Condesa de Chinchón para cortarle unas tercianas rebeldes. La civilización pudo también prometerse mucho de la exploración del Amazonas, que Orellana y los compañeros de Orsúa apenas habían entrevisto y que fue recorrido de 1635 a 1639, desde el río de la Coca al Pará por fray Domingo de Brieda y fray Andrés de Toledo, legos de San Francisco inflamados de celo apostólico; del Pará a Payamino por el capitán Pedro Tejeira con algunas canoas y los mismos religiosos; y otra vez río abajo por Tejeira acompañado de los jesuitas, Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda. La religión, que era el alma de aquella sociedad, se felicitó pronto de las numerosas conversiones hechas por los jesuitas en Maynas y de las que entre los panataguas y otras tribus inmediatas a Huánuco conseguían los misioneros de San Francisco. Todo contribuía en aquella época a hacer predominar el pensamiento religioso. Amenazada Lima el 27 de noviembre de 1630 de un terremoto violentísimo atribuyó su salvación a la imagen de la virgen, que todavía se venera en la capilla del Milagro, donde el culto se hizo con gran esplendor, sólo igualado por el de los jesuitas en el magnífico templo de San Pablo que se concluyó en 1638. El ejemplo de Santa Rosa había propagado la vida de penitencia y oraciones entre las beatas del siglo, y en los conventos florecían varones de raro ascetismo. El piadoso virrey contribuía por su parte con edictos severos a la reforma de las costumbres, con sus subvenciones a la mayor pompa del culto y con su vigilancia a que la tropa frecuentase los sacramentos. No por eso se descuidaba el enviar a Chile 1 044 soldados y 3 219 073 pesos para la guerra con los araucanos, el contribuir con hombres, armas y fondos a la pacificación de los chalcaquis de Tucumán y de los Uros de Potosí, el tener en Lima los aprestos necesarios contra una invasión holandesa y el atender a las demás necesidades de la guerra, que amagaba por todas partes, habiendo sido necesario derrotar en el Atlántico la escuadra del corsario «Pie de palo» para salvar los galeones.

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Siendo muy amante del orden, de muy buen juicio y de un carácter muy afable, ordenó el virrey los libros, allanó las competencias de los tribunales, dio muchos autos de buen gobierno, dispensó una protección constante a los indios, deseó establecer un protector de esclavos, puso tajamares en el río, cuidó de la instrucción de los pilotos y situó la dotación de dos cátedras de Medicina en el estanco del Solimán. Mas la deshecha borrasca que iba a correr la monarquía pedía un genio más enérgico, de que felizmente estaba dotado su sucesor. Don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera.- Hacia 1640, gastada la España por guerras ruinosas y por la corrupción del gobierno, perdía a Portugal al que siguieron el Brasil y las colonias orientales, y estuvo cerca de perder a Cataluña, sublevada durante algunos años. El nuevo virrey del Perú, heredero de los talentos militares de las ilustres casas, cuyos apellidos llevaba, y con el celo del Solón peruano, cuya sangre corría por sus venas, puso el Perú a cubierto de las invasiones que le amenazaban. Buenos Aires quedó protegido de los ataques inminentes por parte del Brasil. En las reducciones del Paraguay se dieron armas a los indios para proteger la frontera y rechazar a los mamelucos de San Pablo, que los reducían a la esclavitud. Los holandeses, que habían enviado una escuadra a Valdivia para establecer allí la base de sus conquistas y correrías en el Pacífico, tuvieron que retirarse porque los araucanos, entonces en buenas relaciones con los colonos españoles, se les declararon hostiles, y sufrieron otras muchas contrariedades. Ya había ido en su persecución una escuadra construida por el marqués de Mancera, que era la más fuerte de las equipadas en el Pacífico. A falta de enemigos con quienes combatir, echó las bases de las imponentes fortalezas de Valdivia. También se fortificó a Valparaíso. El Callao fue circunvalado de piedra con trece fortines y cañones de bronce, y en todo el virreinato se tomaron buenas disposiciones militares. Lo más notable en estos armamentos fue la economía con que se realizaron, sin que se dejase de socorrer al Rey en las flotas, y sin aumentar los impuestos de una manera sensible. La contribución del papel sellado y otros nuevos arbitrios produjeron muy poco; y sólo se obtuvo una entrada notable de la composición de tierras que fue en verdad muy perjudicial a los indios, pero que se reparó en parte aliviándolos en algunas provincias del excesivo tributo y después con la devolución de posesiones injustamente arrebatadas. El verdadero manantial de las rentas se halló en el impulso dado a las minas con la prosperidad de Huancavelica, en la que se concluyó un magnífico socavón y se mejoró el asiento con los mineros. Mas la verdadera fuerza del gobierno eran las creencias que, si todavía se desvirtuaban

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con autos inquisitoriales, hicieron pocas víctimas, vinieron en auxilio de las clases oprimidas, con una caridad sincera y reformaron la sociedad entera con las virtudes de varones piadosos. Son de este tiempo el venerable Martín de Porras, mulato que extendía su celo caritativo a los animales y para aliviar a sus semejantes quería ser vendido como esclavo; el venerable Juan Masías, otro dominico de igual caridad y costumbres austeras; fray Elías de la Eternidad; el penitente mercedario Urraca; el estático jesuita Allosa y el venerable padre Castillo, que principiaba a ser el apóstol de Lima. Los jesuitas, que ejercían el mayor ascendiente en la capital por su ciencia y por sus virtudes, mostraron en el Paraguay una exaltación poco religiosa. Habían reconocido como obispo al franciscano fray Bernardino de Cárdenas, que se había hecho un nombre ilustre en otras misiones; mas habiendo tratado de visitar las de la compañía, pusieron en duda la validez de su consagración, promovieron un cisma y le arrojaron violentamente de su sede. Sostenido el obispo por su gran prestigio y por los enemigos de los jesuitas, que abundaban en la Asunción, recobró su autoridad; y llegando a gobernar el Paraguay persiguió a su vez a sus enemigos. Tan graves escándalos dejaban intacta la fe de los colonos, que estaba a prueba de mayores contradicciones y que vinieron a fortificar en el Norte las formidables erupciones de los volcanes de Quito, y en el Sur el terremoto de 1647, que en Santiago de Chile hizo perecer dos mil personas. Los disturbios del Paraguay cesaron con la venida del conde de Salvatierra, que se declaró por los jesuitas. Don García Sarmiento, conde de Salvatierra.- El sucesor del marqués de Mancera había sido en el virreinato de México instrumento de la compañía para perseguir al venerable Palafox, obispo de la Puebla de los Ángeles, y contando con su decidida cooperación expulsaron a viva fuerza y trataron con suma dureza a fray Bernardino de Cárdenas. Las misiones del Paraguay libres de toda inspección pudieron recibir de lleno su organización especial, que venía a ser el comunismo de los Incas mejorado por el evangelio y algunos han considerado como un ideal de repúblicas cristianas; pero que en realidad sólo era una iniciación a la vida civil, buena para sacar a los salvajes de las miserias de la barbarie, e incapaz de prolongarse sin menoscabo de la dignidad humana y sin cerrar el camino al progreso. También hicieron sentir los misioneros de la compañía las primeras dulzuras de la civilización a los salvajes del Amazonas, aunque su obra no fue tan acabada, ni tan estable como en el Paraguay. En Lima producían conversiones admirables, pero por lo común efímeras, los sermones

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del padre Castillo en la plazuela del Baratillo y en la capilla de los Desamparados, uniéndose a una voz penetrante un lenguaje de terror y el espectáculo de calavera, crucifijo e imágenes horribles; elocuencia teatral conforme al gusto dominante, a la que daban un singular peso las austeras virtudes y el celo apostólico del jesuita. En el Cuzco se exhibieron las penitencias públicas más extraordinarias a consecuencia del terremoto que en 1650 devastó las provincias interiores. Las principales ciudades hicieron demostraciones singulares de devoción por desagraviar al Santísimo Sacramento del hurto sacrílego de las formas cometido en Quito, y en reconocimiento de la aparición milagrosa del niño Jesús en la hostia consagrada, que atestiguaban los religiosos de San Francisco y muchos indios del pueblo de Etén. Era fácil entregarse a los dulces arrebatos de la devoción por la profunda paz de que gozaba el virreinato, habiéndose suspendido por las circunstancias de la Europa el temor a las agresiones marítimas. La prosperidad general permitió levantar en Lima la hermosa fuente de bronce, que todavía adorna su plaza. Una gran falsificación hizo concebir serios temores por la riqueza pública. Confiados, en que los cajones de plata se remitían cerrados de Potosí a Portobelo y eran recibidos en aquella feria sin ningún registro, adulteraron algunos especuladores de Potosí la moneda con un quinto de cobre. Descubierto el fraude en Europa, fue pagado el quebranto por los honrados comerciantes de Sevilla. Nestares, presidente de La Plata, condenó a muerte entre otros culpables al alcalde de la hermandad Roche, quien no pudo rescatar su vida ofreciendo grandes tesoros. Al declararse el valor de la moneda de baja ley conocieron muchos tenedores que su fortuna había sufrido una reducción enorme. La alarma, aunque bastante viva, no fue de larga duración, y los mineros de Potosí fueron dispensados del pago de algunos derechos. Peligros más graves y más duraderos obligaron al virrey a permanecer en Lima después de la llegada de su sucesor, el conde de Alba de Aliste, y fueron en aumento casi hasta el fin del siglo. Don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste.- La conquista de la Jamaica por los ingleses ofreció un asilo y un mercado a los filibusteros, audaces aventureros, que iban a formar una república flotante organizada para el botín y que apoyados en su valor, digno de las mejores causas, en el espantoso abatimiento de la España, en el desamparo de sus colonias y en el celo de las potencias marítimas principiaron a ejercer terribles piraterías. Como si no bastaran sus depredaciones, se perdían armada tras armada; cerca de Cádiz la mandada por el marqués de Baides, que com-

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batido por el inglés Blake prefirió irse a pique a enriquecer a sus contrarios; la del mar del Sur, en un naufragio involuntario; y la flota salida de España destruida en gran parte por las tempestades. Las minas de Potosí, que debían de reparar todas las pérdidas, estaban en un empobrecimiento rápido. Los mineros temieron la ruina completa al saber que el obispo de Santa Marta, enviado de visitador al mineral, quería abolir la mita; proyecto que fracasó con su muerte súbita, no sin sospechas de veneno. Mas cerca de Puno descubrían José y Gaspar Salcedo la mina de Laicacota, que prometía riquezas prodigiosas. Mayor opulencia se esperaba del descubrimiento del gran Paititi, dorado fabuloso, superior a la esplendente corte de los Incas, que por mucho tiempo se había supuesto vagamente en la hoya del Amazonas, y que Pedro Bohorques, inquieto andaluz, pretendía hallar hacia el gran Chaco. El atrevido impostor, logrando pasar por heredero de los Incas, se hacia llevar en andas por los calchaquis, engañaba al gobernador del Tucumán, y aun era protegido por los jesuitas en el interés de sus reducciones; pero siendo más intrigante que capaz, disgustó a todos; entró en lucha con el gobierno, y habiéndose presentado con la esperanza de un indulto vino preso a Lima. Los terrores, las pompas del culto, el desacuerdo de las autoridades y la discusión de una gran reforma traían distraída a la capital de las empresas lejanas. En 1657 se sintió un terremoto que amenazó un estrago universal y causó grandes ruinas. La ciudad conmovida por el padre Castillo hizo penitencias públicas, en que la ceniza, las pesadas cruces, las coronas de espinas, los sacos, cadenas y azotes infundían sumo pavor. La aflicción fue tanta como la alegre pompa que había de desplegar la universidad dos años después para celebrar el breve de la Inmaculada Concepción. La fama renovó la memoria de estos terrores al anunciar en 1660 la formidable erupción del Pichincha, que consternó a Quito. La piedad exaltada no se dirigía felizmente a las persecuciones, sino a las obras de beneficencia. El agustino Badillo acababa el hospital de San Bartolomé destinado a los negros. Fundábase un colegio para niñas expósitas que se puso bajo el patronato del santo oficio. El formidable tribunal gozaba de tal ascendiente que quiso someter al mismo virrey a su autoridad, haciéndole entregar un papel inserto en el índice de los libros prohibidos. No obstante su prestigio por ser el primer grande de España que venía a gobernar el Perú, y por haber gobernado con crédito a México, se vio también expuesto el conde a las reprensiones de los predicadores en las funciones más solemnes. Toleró con suma bondad la del padre Allosa, en atención a sus virtudes, mas hizo entrar en el deber a otros menos recomendables; y el fiscal publicó un bien meditado escrito para que no se renovara semejante desorden.

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Para la mejor protección de los neófitos se incorporaban las misiones del Amazonas al gobierno de Maynas, y en el interés de la ciencia se creaba la plaza del cosmógrafo, que honró por primera vez Lozano observando el cometa de 1660. La gran reforma que se proyectaba era en favor de los indios, cuyas intolerables vejaciones había representado al Monarca en una carta el digno alcalde del crimen, Padilla. Por orden de Felipe IV se formó una junta compuesta del virrey, arzobispo, oidores y otras personas eminentes para remediar las injusticias; y desde luego, además de algunas medidas paliativas, publicó el protector de los indios la citada carta con comentarios que ponían al descubierto la extensión del mal. La discusión de remedios más eficaces quedó reservada al benévolo sucesor del conde de Alba de Aliste. Don Diego de Benavides, conde de Santisteban.- Felipe IV reprodujo las órdenes encaminadas al buen tratamiento de los indios. Una junta, en la que entraba Padilla, debía reunirse dos veces por semana para oír sus quejas y arrancarlos a la servidumbre. Los obrajes, instrumento general de la opresión, quedaron sujetos a una extensa ordenanza, con la que se trataba de impedir los abusos de la fuerza y asegurar la moderación en las tareas y su retribución equitativa. Cuidados más apremiantes desviaron la atención de las reformas, en que se trabajaba con sincero celo. Padilla fue enviado a Ica, arruinada en 1664 por un terremoto en que perecieron 300 personas y que hizo renovar las penitencias públicas de Lima. La invasión inminente de los piratas obligaba al gobierno a atender a la defensa de Chile y Panamá con armas y posiciones. Para mejorar la educación militar se unía la cátedra de Matemáticas al empleo de cosmógrafo; y para sostener las armadas que demandaban mayores gastos, aunque su marcha principió a retardarse, se encargaba al Consulado la administración de la avería, alcabalas y almojarifazgo. La situación interior causaba serias inquietudes. Las misiones de Maynas sufrían mucho por una epidemia de viruela en la que murieron 28 mil neófitos, por las invasiones, ya de los salvajes vecinos, ya de los brasileros y por la inconstancia natural de los recién convertidos. En las minas de Laicacota, adonde acudían todos los hombres emprendedores atraídos por la generosidad de los Salcedos, se renovaron los desórdenes ocurridos en Potosí a principios de este reinado. Habiéndose expulsado a la gente perdida y sin temor a la justicia, los desterrados unidos a los díscolos de la Paz, mataron al corregidor que les había acogido y a otras varias personas; saquearon algunas casas; y levantando una fuerza militar se dirigieron a Laicacota. Felizmente en un encuentro con las fuerzas del gobierno perecieron muchos y el resto fue

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ahuyentado por temor al castigo. El mineral volvió a alterarse por la discordia entre los andaluces y criollos de una parte y los vizcaínos y montañeses de la contraria. Hubo incendios, reyertas mortales y desacatos a la autoridad. El campo quedó al principio para los vizcaínos. Mas protegidos sus rivales por los Salcedos y por el corregidor de Cabana levantaron en Juliaca 900 hombres para recobrar el asiento. El virrey, cuyas providencias no eran obedecidas, encargó la obra de la pacificación al obispo de Arequipa fray Juan de Almoguera. Mas antes de que hubiera lugar a los buenos oficios, ocuparon los fugitivos Laicacota, matando a varias personas e hiriendo gravemente al corregidor. El virrey murió de pesar a los nueve días de haber recibido tan alarmante noticia. Meses antes había muerto Felipe IV, afligido por el abatimiento de la monarquía y diciendo a Carlos II, niño de cuatro años: «quiera Dios, hijo mío, que seas más venturoso que yo».

—VI— Carlos II (1665-1700) La audiencia.- Carlos II nunca dejó de ser niño en un reinado de 35 años. Sin brazos ni cabeza, la gastada monarquía fue el juguete de la Francia y la víctima de ineptos favoritos. La patria del Cid, Cisneros y Cervantes parecía ya incapaz de producir capitanes, estadistas y escritores de genio. El dueño de las Américas no tenía con qué pagar, ni cómo vestir su servidumbre. Su advenimiento, anunciado al Perú en carta de 24 de octubre de 1665, no llegó a noticia de la audiencia sino el 24 de julio siguiente; su coronación y las exequias de su padre fueron celebradas en Lima con igual magnificencia; mas no se recogió el donativo que se apresuraba a pedir la Reina madre. Bastante de admirar es que en poco más de un año pudieran entrar en las cajas reales de Lima 4 657 571 pesos con uno y medio reales, de los que se remitieron al Rey 1 692 290 pesos. Las minas de Laicacota, a cuya opulencia se debían principalmente estos tesoros, eran gobernadas por los Salcedos con la tolerancia forzada de los oidores, que estaban también muy inquietos por las conspiraciones de los indios. Los de Cajamarca, denunciados por su gobernador, fueron condenados a graves penas que se conmutaron en parte. Los conspiradores de Lima, en cuyos proyectos había más embriaguez que seriedad, fueron escarmentados con el suplicio de los cabecillas y de Bohorques que los excitaba desde la prisión. Para remediar los agravios que les exasperaban, se exigió a los corregidores un juramento minucioso en el que se comprometían a cumplir estricta justicia, sin ninguna especie de restricción ni efugio.

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Don Pedro Fernando de Castro, conde de Lemos.- Las contemporizaciones cesaron con la llegada del conde de Lemos, que terminada apenas su espléndida recepción en Lima, subió al Collao, hizo ejecutar por sediciosos a José Salcedo y a otros muchos de sus amigos y destruyó el asiento fundando la villa de San Carlos de Puno. La opulenta mina que había ocasionado la muerte de su generoso dueño, se perdió con la suspensión de las labores. El pueblo creía que el cielo la había aguado para castigar la iniquidad de los tribunales. Mas no se ponía en duda la justificación del virrey cuyo celo político y religioso eran indudables. Sabiendo que los filibusteros habían quemado a Panamá y que amenazaban al comercio del Perú en las aguas del Pacífico, armó el conde una escuadra de 12 buques y tres mil hombres de guerra que ya no encontraron enemigos. El entusiasmo de los peruanos, que improvisaban tan grandes fuerzas, se mostró igualmente en sus generosos donativos para reedificar a Panamá. Del lado de Chile inspiró algunos recelos la entrada del inglés Clerk, que apresado en Valdivia fue traído a Lima. A estas atenciones unía el virrey el cuidado de proteger a los indios que deseó libertar de la mita, el fomento de las misiones, el castigo de los gobernadores inicuos, y sobre todo, las fundaciones piadosas. Multiplicó los templos, estableció la devoción de las tres horas y otras prácticas religiosas, ayudó a los betlemitas, hospitalarios recién venidos de Guatemala, y secundó eficazmente al padre Castillo que era su confesor, para el recogimiento de arrepentidas, la magnífica iglesia de los Desamparados y la represión de los escándalos. No faltándole sino la sotana para ser un perfecto jesuita, practicaba en obsequio de la Virgen y aun de los varones piadosos oficios muy humildes. Mas desplegaba un carácter muy enérgico contra la iniquidad de los poderosos, la mayor actividad en el servicio público y la magnificencia de un grande de España, a cuya clase pertenecía, siempre que se trataba del culto divino. Las fiestas con que solemnizó la beatificación de su abuelo San Francisco de Borja y de Santa Rosa, y sobre todo, la inauguración del templo de los Desamparados, excedieron a las más espléndidas pompas de los Incas y a los cuadros de la más rica fantasía. A la vista de los carros, arcos triunfales, altares, colgaduras, tapices y comparsas decían los hombres entusiastas que los desperdicios de Lima podían formar la opulencia de las mayores ciudades. Atacado el virrey de una enfermedad mortal, mientras se preparaba la fiesta de la Purísima, ordenó que no se interrumpieran los espléndidos regocijos, que coincidieron con sus sentidas exequias. La audiencia.- La audiencia, que no podía heredar el prestigio del conde de Lemos, se encontró con apremiantes atenciones y con grandes

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obstáculos para el buen gobierno. El clero engreído con los favores del devoto virrey no reconocía superior, arrogándose fueros el comisario de la cruzada, disputando los canónigos de Lima a los oidores los honores regios, sobreponiéndose la inquisición a toda ley y desafiando los frailes a la autoridad civil y eclesiástica. Los esplendores del culto habían hecho desatender las necesidades civiles y aun el pago del ejército. El celo de la audiencia, favorecido por los recursos y buen espíritu del Perú, permitió pagar a la guarnición del Callao la mitad de sus haberes, asistir con fondos y armas a los puertos del virreinato, Guatemala y Cartagena y levantar en Lima seis compañías de caballería. Mas las alarmas continuas y la debilidad administrativa consumían estérilmente los recursos de la hacienda y exponían a las desastrosas consecuencias de la guerra antes de haberse experimentado los primeros amagos. Don Baltazar de la Cueva, conde de Castellar.- Felizmente el conde de Castellar, que entró en Lima ostentando la opulencia que solían sacar otros virreyes, era todo un hombre de gobierno. Por su asiduo despacho decían los limeños que no se habían conocido diligencia igual, ni forma semejante de administrar en ninguno de sus antecesores. A todos oía, contestaba por sí mismo los recursos, activaba con su presencia y reglamentos el trabajo de las oficinas y tribunales, vigilaba los establecimientos de beneficencia, honraba a la religión sin menoscabar los derechos del patronato, protegía con fruto las misiones, dejaba a las corporaciones y gremios la libertad del sufragio y aseguraba la policía con bandos y rondas. Para disipar la alarma producida por el falso rumor de que los ingleses estaban poblando las costas de Patagonia, se envió una expedición que exploró prolijamente hasta los 52° de latitud, y que lejos de grabar al fisco dejó un sobrante, habiéndose gastado sólo 84 152 pesos con cuatro reales de 87 793 suministrados por el público para tan honrosa empresa. Al mismo tiempo se ponían los principales puertos en estado de defensa, se ofrecían auxilios al gobernador de Costa Rica, se alistaba en Lima una milicia compuesta de 8 433 plazas y se encargaba a Sevilla la compra de más armas. La hacienda, que ofrecía un déficit anual de 214 446 pesos, fue por el celo inteligente del virrey mejorada de modo que en menos de cuatro años entraron en las cajas de Lima más de 12 millones de pesos y pudieron remitirse a España cerca de siete millones. Mayores tesoros se prometía el Perú de un nuevo beneficio de los metales con el que podría obtenerse el doble o el tercio de plata con gran economía de azogue y de tiempo. Mas experiencias exactas desmintie-

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ron las esperanzas concebidas por los primeros ensayos que se habían celebrado con fiestas iguales a las más espléndidas de Lemos. El virrey no tardó en recibir contrariedades más amargas. Un oficial real condenado a azotes y galeras por falsificador trató de asesinarle y murió en el patíbulo, no obstante las intercesiones del conde. Un terremoto ocurrido el 27 de junio de 1678 hizo mucho daño en los edificios y algunas víctimas. Cuando se trataba de conjurar la cólera divina con prácticas devotas y se concluía un brillante novenario a Santa Rosa, recibió el virrey una real cédula que sin oírle le exoneraba, dándole por sucesor interino al arzobispo de Lima don Francisco Liñán y Cisneros. Había sido acusado de haber otorgado permiso a algunos navíos para ir a Nueva España con ruina general del comercio. Sus enemigos le hicieron apurar en la residencia las amarguras de la persecución, de que no procuró defenderle el arzobispo; pero después de tres años, a la llegada de otro virrey, se le hizo justicia, habiendo dejado un buen nombre en el Perú y obteniendo en España la consideración merecida. Don Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima.- El virrey arzobispo reconoció que la parte más importante de la administración era la hacienda, la cual era necesario guardar de algunos que la guardaban y defender de algunos que la defendían. La deuda se elevaba a 3 806 663 pesos, el gasto anual a 2 100 829, y la entrada a 1 953 467, resultando un déficit de 57 392 que habían de aumentar los gastos extraordinarios y las remesas al Rey. La situación no permitía mejorar las rentas. Mientras se preparaban expediciones más formidables, 331 filibusteros auxiliados por los salvajes del Darién atravesaron el istmo, se apoderaron de los buques surtos en el puerto de Perico y obtuvieron una sangrienta victoria sobre la armada que Panamá había enviado a su encuentro. Provistos de otras embarcaciones, armas, municiones y víveres, recorrieron los puertos del Pacífico difundiendo el terror por todas sus costas. La armada de voluntarios decididos, que se improvisó en Lima contra ellos, no tuvo la felicidad de encontrarlos. Mas en Arica, cuyas primeras trincheras habían forzado, fueron escarmentados por los valerosos habitantes, dejando en el campo 28 entre muertos y prisioneros y retirándose con 18 gravemente heridos. Este contraste, los azares de la piratería ejercida por algunos meses más y las rivalidades de unos con otros les hicieron volver al Atlántico, unos por Tierra Firme y otros por el Cabo de Hornos. En medio de estas alarmas las disensiones del clero, que trascendían a todas las clases, traían muy divididos los ánimos de los colonos. Los capítulos de los conventos presentaban toda la agitación de las contiendas populares. La introducción de la alternativa entre los fran-

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ciscanos produjo choques gravísimos. El P. Terán, comisario general de San Francisco, que debía establecerla, fue amenazado de muerte por los religiosos de Lima, hubo de refugiarse en palacio, y habiendo vuelto al convento por súplicas de la comunidad, estuvo cerca de perecer entre las llamas que habían puesto en su celda, y con las piedras, palos y armas de fuego con que trataron de impedirle la salida. Habiendo acudido la fuerza armada al toque de arrebato, pudo contenerse el incendio; días después, al prender a los frailes más turbulentos, hubo un choque en que murió un religioso, y en la plebe se anunció un motín que se cortó con bandos severos. En Quito se turbó también la tranquilidad porque las monjas de Santa Catalina, cuya elección quería violentar el provincial de Santo Domingo, se pusieron bajo las órdenes del obispo y se dividió la ciudad en partidarios exaltados de una y otra autoridad. Los canónigos del Cuzco entraron en reñidos debates con el obispo. Por su doble carácter pudo el virrey arzobispo conservar la buena inteligencia con las demás autoridades eclesiásticas y allanar las principales dificultades. Los jesuitas le auxiliaron para el gobierno político enviando contra los portugueses de la colonia del Sacramento a los indios de sus reducciones, quienes pelearon con gran denuedo. En los establecimientos de piedad contó con la cooperación de varones santos, tales como el venerable Camacho, el indio Nicolás de Dios, el presbítero Riera fundador de la congregación de San Pedro y otros muchos del siglo o del clero. La corte esperaba mucho bien de la recopilación de las leyes de indias, que se publicó en 1680. Verdaderamente este código, que ofrece un alto interés histórico, abunda en disposiciones sabias dictadas por el espíritu de orden y el amor a la justicia; pero se resiente en extremo de miras mezquinas, tendencias opresoras, vacíos, e incoherencias y presentaba un carácter de inmovilidad y uniformidad, cuando la sociedad en vía de formación exigía más movimiento y variedad. Lo peor era que la aplicación de leyes tan imperfectas pendía de una administración esencialmente viciada; sobre todo, desde que en la misma fecha se decretaba la venalidad de los destinos. Los mejores virreyes, entre quienes debe contarse al sucesor del arzobispo Liñán, no pudieron conseguir gran fruto de sus reformas. Don Melchor de Navarra y Rocaful, duque de la Palata y príncipe de Massa.- El nuevo virrey, que era un gran político, había formado parte del Consejo de Regencia en la minoridad de Carlos II y necesitó de todo su genio y experiencia para conjurar los riesgos de la situación. Hacia 1684 más de dos mil filibusteros sin concierto previo se pusieron en camino para el

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Pacífico, sea por el Cabo de Hornos, sea por el istmo del Darién. A principios de 1685 se hallaban reunidos en las aguas de Panamá unos 1 100, con diez buques al mando del flamenco Davis. El virrey aprestó contra ellos una escuadra de seis buques con 116 cañones y abundante fusilería bajo las órdenes de don Antonio de Veas y otros jefes distinguidos. Después de un combate obstinado cerca de las islas del Rey fueron puestos en dispersión y no volvieron a reunirse a causa de sus rivalidades. Mas divididos en pequeños grupos, devastaron las costas de la América Central, los puertos de Guayaquil, Paita, Pisco, Arica y otros; arruinaron el comercio marítimo y saquearon algunos pueblos interiores. Al fin dos nuevas flotas armadas por el duque permitieron el movimiento de mercaderías y caudales sin temor a sus excursiones; y una escuadra de voluntarios formada por comerciantes y otros capitalistas persiguiéndolos tenazmente les apresó siete embarcaciones, y dejaron libre el Perú. Las fuerzas reclutadas en Lima se condujeron tan bien, que en la opinión del virrey, si los del Perú tuvieran la escuela práctica de la guerra, serían tan buenos soldados como los de Cataluña, Milán y Flandes. La mayoría de los filibusteros había perecido por los combates, privaciones, fatigas y excesos. Los que existían en las cárceles de Lima fueron condenados a muerte por la irritación popular que producían sus atentados, y entre éstos pereció Enrique Clerk que llevaba ya más de trece años de residencia en Lima, y que en vano fingió ser fraile de San Francisco. Para libertarse de un golpe de mano se levantaron las murallas de Trujillo y de Lima; éstas en la extensión de 13 mil varas, cinco baluartes y seis puertas, la mayor parte con el solo costo de 400 mil pesos y el trabajo de tres años. Aún estaban los piratas en el Pacífico, cuando fue arruinada Lima por un espantoso terremoto el 20 de octubre de 1687. Un primer estremecimiento, que quebrantó todos los edificios e hizo algunas víctimas, permitió que la mayoría de los habitantes se salvara del estrago de una segunda y más violenta sacudida. El terror producido por falsas revelaciones y por indiscretos predicadores se unió a las privaciones e influjo de la inclemencia para causar graves dolencias. Mas el celo inteligente y sereno del virrey logró restablecer la confianza y el orden habitual, aunque ocurrieron graves desavenencias con el clero. Habiendo el duque autorizado en una ordenanza a los corregidores para que informasen extrajudicialmente de las vejaciones intolerables de los curas, clamó el arzobispo que con la violencia del brazo secular quedaría hecha piezas la túnica inconsútil de Jesucristo y que la ignorancia intentaría sentarse en el monte del testamento y exaltaría su solio sobre los astros de Dios. Hizo imprimir en Sevilla una protesta titulada Ofensa y defensa de la libertad eclesiástica y viéndola combatida en los escritos de dos oidores se permitió ataques violentos en el púlpito. El virrey

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procuró moderar su celo con la energía y la prudencia; mas la ordenanza quedó sin vigor y en la opinión común como un atentado contra la inmunidad eclesiástica. Con mejor éxito se sostuvieron las regalías de la Corona en otras competencias con la inquisición y algunos prelados. Los conventos de monjas, que a veces formaban repúblicas desordenadas, no pudieron reformarse. Las misiones de Maynas; aunque habían sufrido mucho por el azote de las viruelas, invasiones de portugueses y alzamiento de los neófitos, se repararon por el celo del padre Samuel Fritz, apóstol de los omaguas. La universidad, que había decaído, recibió nuevo lustre. Se estableció en Lima una casa de moneda. La audiencia pudo funcionar con mayor desembarazo. En el despacho de los asuntos generales reinó la mayor actividad. Los intereses de la hacienda fueron tan bien atendidos, que sin nuevo gravamen pudieron cubrirse enormes gastos extraordinarios, a los que contribuyó generosamente el pueblo. La inteligencia del virrey, no bien inspirada por las órdenes vigentes, ni por los consejos de sus antecesores, se estrelló en la reintegración de la mita que pretendió hacer a Huancavelica y Potosí y que él consideraba sin razón como la obra grande de su gobierno. Superando inmensos obstáculos hizo la numeración general de los indios, que muchos tenían interés en ocultar y que quedó tan incierta como antes. Los naturales estaban muy alarmados y principiaban a huir de las reducciones previendo un aumento de mitas y tributos. Ninguna de las nuevas disposiciones pudo ponerse en vigor, ni las encaminadas a la enseñanza y justa retribución de los indios, ni aun las ordenanzas de los anteriores virreyes que fueron publicadas en 1686. Toda reforma debía abortar en una época, en que la corte había descendido al último grado de corrupción y la monarquía estaba cerca de sucumbir con el último Rey de la dinastía austriaca. El duque murió de la fiebre amarilla en Portobelo, cuando regresaba a la Península. Don Melchor Portocarrero, conde de la Monclova.- Por fortuna del Perú, en circunstancias tan difíciles sucedió al duque de la Palata el conde de la Monclova que, si carecía de su genio, se había distinguido mucho en el servicio público, traía del virreinato de México un nombre popular y se hizo amar de todos por su moderación y sus virtudes. Calmó la inquietud de los indios sobreseyendo en la reintegración de la mita por la que instaban los mineros de Potosí, obsequiando a un comisionado 30 mil pesos de una vez y 200 pesos semanales a su señora durante su ausencia. Se ganó al clero con las deferencias, la reconstrucción de templos y protección de las obras piadosas. Se hizo muy popular dando cuantiosas limosnas y manifestando en una carestía que, como el pueblo tuviera

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que comer, poco le importaría que faltara para sí y para su familia. Contribuyó a la reedificación de Lima de modo que pudo pasar por un segundo fundador. Construyó un muelle en el Callao y una nueva armada que parecía muy necesaria por haber los franceses saqueado a Cartagena, amenazado a Buenos Aires y entrado en el Pacífico; al mismo tiempo que intentaban los escoceses, aunque sin éxito duradero, un establecimiento en el Darién. Envió en la armada de 1690 treinta millones de pesos pertenecientes al comercio y al Rey, y despachó en 1695 los galeones que debían ser los últimos en aquel siglo por la postración de la España y por la extensión del contrabando. Un solo buque empleó en el tráfico ilícito de Acapulco por valor de dos millones de pesos. El conde de Canillas, que debía venir en dicho buque para suceder al de la Monclova, murió en el istmo y así pudo éste continuar en el gobierno, aun después de la caída de la dinastía, con satisfacción general. La inquisición le agradecía su apoyo a tres autos de fe que felizmente no fueron sangrientos; la nobleza le estaba reconocida por sus atenciones y generosidad; la corte por los funerales hechos sin gasto del erario a la Reina madre y a Carlos II; la universidad por sus consideraciones que daban mucha nombradía a los grados y cargos académicos; los misioneros por sus socorros, si bien en Amazonas no pudieron impedir que los portugueses avanzaran sus colonias; el pueblo, mineros y comerciantes por su tolerancia, cuando las leyes coloniales caían en desuso y el estado social iba a sufrir alteraciones profundas.

—VII— Felipe II (1700-1746) Advenimiento de los Borbones.- El clero de Lima apegado a la tradición y demasiado favorecido por la casa de Austria se inclinaba poco a Felipe V, nieto de Luis XIV. Mas como Carlos II le había nombrado por su sucesor, el Papa había aprobado este nombramiento y la metrópoli reconocía la nueva dinastía, el Perú se mostró también decidido por los Borbones. Esta decisión fue apoyada por el popular virrey, sobrino del cardenal Portocarrero, que había influido mucho en el testamento del difunto Monarca. Cuando meses después estalló en Europa la larga guerra de sucesión, los peruanos se adhirieron más a un soberano, que veían combatido por las potencias marítimas siempre hostiles a las colonias españolas, y apoyado por la Francia, cuyos buques entraron en el Pacífico como auxiliares y como comerciantes. Su venida fue un golpe mortal para el monopolio de los galeones, que en vano se intentó sostener con toda suerte de arbitrios. Las deferencias que era necesario guardar a la

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Francia, la necesidad de hallar en el tráfico prohibido los recursos acostumbrados del comercio colonial y el interés que los pueblos reconocieron en la compra de efectos más baratos o más apreciados, arraigaron profundamente el contrabando. Monclova lo toleró hasta su muerte acaecida en 1706. La audiencia no pudo reprimirlo y el nuevo virrey lo estimuló con su propio ejemplo. Con el comercio extranjero vinieron nuevos goces; nuevas ideas y un aumento de actividad que era también estimulado por la regeneración de la España fueron debilitando las preocupaciones; y principió un progreso visible que condujo irresistiblemente a la emancipación, siendo desde luego gradual y suave la transición que la guerra de independencia había de terminar con súbitas violencias. Los Borbones y sus virreyes contribuían indirectamente a este cambio radical, tanto por sus buenas medidas, como por sus abusos. Don Manuel Oms de Semanal, marqués de Castel dos Rius.- Agraciado con el virreinato del Perú desde el advenimiento de Felipe V por haberse hallado de embajador de España en París a la muerte de Carlos II y haber sido el primero que reconoció al nuevo Soberano, no pudo embarcarse sino en la flota de 1705 y llegó a Lima el año siguiente. Su primer cuidado fue enviar en los galeones de 1707 abundantes fondos de que escaseaba la corte de Madrid. Los ingleses, que le hacían la guerra y ya habían tomado una rica presa en Vigo, atacaron la escuadra junto a Cartagena, echaron a pique tres buques y en otro tomaron cinco millones de pesos. Poco después entraba el almirante Rogers en el Pacífico, saqueaba a Paita, imponía un rescate a Guayaquil y sólo se retiraba, sabiendo que navegaban en su persecución los buques franceses y las fuerzas aprestadas en Lima. Aquí se alistaron para la defensa hasta los estudiantes de la universidad, y todos mostraron el mayor entusiasmo. El virrey, libre de estos cuidados, reunía en su casa una academia de poetas para favorecer el movimiento literario, celebraba el nacimiento del príncipe Luis Fernando representando comedias que él mismo componía, y paralelamente se enriquecía ejerciendo el contrabando con poco recato. Algunos descontentos de sus providencias, el almirante francés por el interés del comercio de sus compatriotas y muchas personas escandalizadas de ver el palacio convertido en almacén, teatro y algo peor, elevaron sus quejas a la corte, cuidando de que no llegaran a tiempo las comunicaciones del marqués, a fin de que no pudiese hacer valer su influjo. De ese modo lograron su inmediata deposición, que no se llevó a efecto porque le sirvió de ángel de la guarda su hija doña Catalina Semanat, dama de la Reina, alegando en favor de su padre los grandes

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servicios hechos a la Corona por él y por toda su familia. La muerte vino a sorprenderle después en el ejercicio de su cargo. Al principio de este gobierno, el 7 de septiembre de 1707, se sintió en la provincia de Paruro un terremoto, en el que una hacienda pasó el río de Velille con casa, huerta y gente, la que, según cuentan, estaba dormida y no sintió la trasplantación. Don Diego Guevara, Obispo de Quito.- En el pliego secreto de provisiones estaban designados sucesivamente los obispos del Cuzco, Arequipa y Quito, el último de los cuales por haber fallecido antes los otros dos, vino a suceder al marqués de Castel dos Rius. Ya de antemano había manifestado su decisión por la casa de Borbón, sosteniendo los derechos de Felipe V en una pastoral. En el virreinato la sirvió con celo y pureza. No menos decidido en favor de la religión protegió la fundación de las monjas capuchinas y la religión de la Buenamuerte. La piedad brilló de un modo singular cuando se supo que una mano sacrílega había robado el copón del Sagrario de la Catedral. Las iglesias se vistieron de luto y la ciudad estuvo llena de consternación, hasta que se descubrieron las formas consagradas que estaban ocultas en la Alameda de los descalzos, junto al lugar donde hoy existe la capilla de Santa Liberata. El obispo corrió a pie, sin cubrirse la cabeza y volvió con su sagrado depósito en triunfo entre los entusiastas aplausos de la cristiana muchedumbre. El negro, que había hallado las hostias, fue agraciado con la libertad; castigose severamente al reo, y para recordar el feliz hallazgo se fundó la indicada capilla con su correspondiente dotación. Alguna inquietud despertó en las costas del Pacífico la entrada de un corsario inglés, que no tardó en alejarse. Molestias más duraderas y frecuentes causaban a Lima los negros cimarrones, que habían hecho un palenque en los vecinos montes de Huachipa, de donde salían a asaltar a los hacendados y traficantes. Fue necesaria una campaña formal para destruir su fortificación, desalojarlos del bosque y acabar con sus correrías. Mientras se les escarmentaba con severos castigos, se prohibió en beneficio de los indios el aguardiente de caña, cuyo abuso les causaba grandes estragos. No pudiendo cortar el tráfico ilícito, se procuró regularizarlo ordenando que los buques franceses introdujesen sus mercancías por el Callao, pagando un seis por ciento a la aduana. Los habitantes de la capital estaban agradecidos a esta medida, que redundaba en beneficio del común, así como al pago de sueldos atrasados y a la tolerancia con deudores insolventes. Mas la corte no llevaba a bien condescendencias perjudiciales al fisco, y determinada a proscribir el comercio francés, porque la paz le había devuelto viejas pretensiones, nombró un virrey más aco-

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modado a sus miras. El obispo no quiso ausentarse de Lima hasta haberse justificado en la residencia y murió en México cuando regresaba para España. En su tiempo se descubrió un riquísimo mineral en Carabaya y se malogró por las sangrientas discordias de los mineros. Don Carmine Nicolás Caraciolo, Príncipe de Santo Bono.- Para desalojar a los buques extranjeros se enviaron al Pacífico tres navíos de guerra, de los que sólo dos pudieron pasar el Cabo de Hornos, mas fueron bastantes para apoderarse de cinco buques holandeses con considerable carga. Estas presas, que lisonjeaban mucho al fisco, no influyeron eficazmente en la disminución del contrabando, que estaba ya perfectamente arreglado y se hacía por México, el istmo de Panamá, al través de Nueva-Granada desde Cartagena a Quito, por Buenos Aires y de tiempo en tiempo por el Cabo de Hornos. Este tráfico ilícito y extenso, que los amigos del monopolio miraban como una ruina, favorecía a casi todo el virreinato, especialmente a las provincias más remotas; vino a aliviar en parte los sufrimientos de una epidemia mortífera que afligió a la sierra durante tres años; y moderó las privaciones de una carestía en que la fanega de trigo llegó a costar 50 pesos. Durante el gobierno del príncipe se erigió por primera vez el virreinato de Santa Fe, al que estuvo incorporada la presidencia de Quito; y se ordenó su abolición antes de los tres años por competencias con el virreinato del Perú, para restablecerlo en 1740. Es un indicio memorable del cambio que las ideas iban experimentando en estos tiempos, la extracción violenta de un reo que se había asilado en el convento de los Descalzos, el cual murió en el tormento, mientras la autoridad eclesiástica solicitaba su libertad fulminando excomuniones y entredichos. El alcalde autor de estos rigores, que pocos años antes habría muerto en la inquisición, fue absuelto y todas las censuras se levantaron después de haber consultado a una junta solemne de eclesiásticos. Así en España como en las colonias el poder civil iba venciendo la supremacía del clero que, si al fin de este reinado volvió a ejercer una influencia preponderante, no tardó en ceder al espíritu del siglo. Don Diego Morcillo y Auñón, arzobispo de Lima.- Este prelado, que había gobernado al Perú durante cincuenta días en el intervalo del obispo al príncipe y había regresado enseguida a su arzobispado de La Plata, obtuvo el de Lima y el gobierno civil por sus servicios y por sus magníficos donativos al Monarca. Ocupose como su antecesor en la persecución del contrabando y, como él, logró poco fruto. Es verdad que con una demostración enérgica alejó del Callao a cinco buques franceses que bajo pretexto de arribada querían expender su carga. También ahuyentó al

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corsario inglés Chiperton, para lo que hizo grandes gastos. Mas la corte, que no tardó en concluir la paz con Inglaterra, autorizó a los ingleses para que vendieran en Panamá la carga de un buque de 650 toneladas y también les concedió el privilegio de introducir esclavos. Validos de este asiento de negros y del navío del permiso, que cargándose y descargándose repetidas veces venía a ser el tonel de las danaides, introducían más de lo que podía consumirse y monopolizaban el comercio colonial. Los nuevos reglamentos con que la España trató de asegurar el cobro de derechos de aduana favorecían otra especie de contrabando. Viendo la hacienda expuesta a tantos quebrantos se acordó, para mejorarla, que las encomiendas se fuesen incorporando a la Corona; lo que si bien fue acrecentando las rentas con el tributo de los indios, quitó a los virreyes la importante cooperación de la nobleza privada en adelante del más apetecido premio. El gobierno colonial se privaba imprudentemente de poderosos auxiliares, cuando ya principiaba a encontrar oposiciones formidables. Irritados los araucanos con las demasías de ciertos capitanes, hacían una guerra de exterminio. En el Paraguay, los excesos de Reyes, gobernador favorecido por los jesuitas, movían a la audiencia de Charcas a enviar de visitador al entendido cuanto audaz Antequera, con la facultad de reasumir el gobierno. El visitador suplantaba al gobernador a quien ponía preso y retenía en la cárcel no obstante la reposición acordada por el virrey arzobispo. Fiado siempre en la protección de los oidores de Charcas, que al fin le faltaron, desafiaba la autoridad suprema, expulsaba de la Asunción a sus rivales los jesuitas y promoviendo el levantamiento de los vecinos con el título azaroso de comuneros no temía sostenerse en su puesto a viva fuerza. En tanto que los alborotos del Paraguay tomaban cada día mayor incremento, las monjas de la Encarnación causaban en Lima profundos disgustos al arzobispo, llevando al último extremo sus reyertas por la elección de abadesa, en la que dividieron los votos por dos madres igualmente recomendables. El único consuelo capaz de mitigar sinsabores que habían de causarle la muerte, fueron para el Arzobispo los misioneros de Ocopa que con sus esfuerzos apostólicos lograban desde 1709 mucho fruto en las orillas del Chanchamayo, en el Gran Pajonal y en el Pangoa. Estas conversiones que debían perderse pronto, florecieron aún más bajo su enérgico sucesor. En su tiempo fue muy notable una inundación que asoló a Saña ya bastante decaída por el saqueo de los filibusteros. Don José Armendáriz, marqués de Castelfuerte.- Apenas instalado el nuevo virrey, tuvo que solemnizar con cortos intervalos el advenimiento de Luis I por renuncia de su padre, la muerte del joven soberano sin que en el Perú se hiciese sentir su gobierno, y la continuación de Felipe V. Estas

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pomposas ceremonias no le impidieron desplegar la mayor actividad en todos los ramos del gobierno. Los nobles que habían hecho de sus casas un sagrado para delincuentes, fueron obligados a reconocer los derechos de la justicia con la prisión de uno de los principales vecinos de Lima, que por el asilo dado a un reo murió en el destierro. Los corregidores intimidados con la vigilancia no se atrevieron a enriquecerse tanto a expensas de los pueblos. A su vez fueron apoyados contra las pretensiones del clero y fueron autorizados a informar de las granjerías y desórdenes de los curas. Varios obispos, especialmente el de Huamanga que quería sostener la impunidad de dos párrocos y se permitió algunos ataques contra el patronato, recibieron lecciones severas. Las regalías de la Corona fueron sostenidas con constancia, y los recursos de fuerza apoyados. Las órdenes religiosas lo mismo que el santo oficio hubieron de reconocer la supremacía de los virreyes. El marqués se hacía perdonar su severidad por la proyección que dispensaba a la religión. Los misioneros de Ocopa, socorridos con seis mil pesos y contando con el apoyo del fuerte del Cerro de la Sal y de las haciendas que prosperaban en Chanchamayo, formaron muchos pueblos de neófitos; y al mismo tiempo se confundían insensiblemente con los indios civilizados las reducciones inmediatas a Pataz, Huánuco, Jauja y otras cabeceras. Con los trabajos del padre Alonso Masías, sucesor del padre Castillo, se estableció sólidamente la devoción de las tres horas. Otros misioneros hacían de la disipada Lima la ciudad más reformada del mundo; por la frecuencia de confesiones y comuniones parecía que todas las iglesias eran de recolección y que todos los días de la semana fueran de fiesta. Por desgracia estas prácticas piadosas que habían tenido días de esplendor por la canonización de San Francisco Solano, se mancharon con un auto inquisitorial en que volvieron a encenderse las hogueras. El virrey, que quiso asistir a este triunfo indigno de la fe, no se hizo nunca recomendar por su benignidad. Antequera, que después de haber derrotado a las fuerzas de un nuevo gobernador en Tibicuari y ejercido otros actos de audaz oposición, se había entregado a los oidores de Charcas y estaba preso en Lima, no logró ni con su influjo, ni con la más hábil defensa libertarse del último suplicio. La corte a instancia de los jesuitas dio órdenes apremiantes para la terminación de su proceso. En vano se empeñaron en su favor personas de primera categoría y muy particularmente el comisario de San Francisco; decidida su ejecución salió al patíbulo; y como el pueblo y los franciscanos tratasen de libertarlo gritando tumultuosamente perdón, perdón, fue muerto a balazos por la escolta que le guardaba. Para intimidar a la amotinada muchedumbre, que perseguía a los soldados a pedradas y a palos, salió el virrey a caballo e hizo ejecutar a un compañero de Antequera. En el fuego había muerto un religioso, cuyo cadáver llevaron sus hermanos con demostraciones alar-

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mantes, las que fueron contenidas a tiempo. También se levantaron largos expedientes por las autoridades civil y eclesiástica, que fueron cortados por la corte. Mas los alborotos del Paraguay duraron mucho tiempo y exigieron una atención muy sostenida. Los mestizos de Cochabamba acaudillados por un platero llamado Alejo Calatayud, mataron una partida que debía perseguirlos y tuvieron alarmada la ciudad hasta que fueron escarmentados con el suplicio del cabecilla y otros cómplices. A causa de sus exacciones fueron muertos por los indios los corregidores de Castrovirreina, Cotabamba y otras provincias; pero el castigo de los amotinados dejó el virreinato perfectamente tranquilo. La guerra de los araucanos y la inquietud de las monjas habían cedido a medidas oportunas. Para defenderse de riesgos exteriores se repararon las murallas del Callao y Lima y se mejoró la armada. Aunque la baja ley de los metales hacía irreparable la ruina de Potosí, el fomento de Huancavelica, la prosperidad de las minas de Huamachuco y Lucanas y la protección de los mineros aumentaron mucho la producción mineral. En las casas de moneda se acuñaron, desde 1724 a 1736, 42 195 804 pesos y tres reales, correspondiendo a cerca de cuatro millones por año. Con esta riqueza y con la mejor organización de la hacienda pudieron cubrirse los sueldos de los empleados, remitirse crecidos situados a Buenos Aires, Chile, Panamá, Cartagena y Santa Marta y hacerle al Rey envíos de importancia. Mas nada bastó para restablecer el comercio de los galeones en que el virrey puso el mayor empeño. La escuadra enviada a Panamá con plata en 1624 después de diecisiete años de intervalo no hizo grandes negocios; otra expedición en 1731 sólo tuvo pérdidas. En vano se había perseguido el contrabando de los ingleses con buques guardacostas y providencias irritantes. En vano el marqués de Torre-Tagle y don Ángel Calderón armaron a todo costo buques en corso contra los holandeses que traficaban en el Pacífico a los que hicieron ricas presas; y en vano el virrey procedió enérgicamente contra un buque francés entregado al comercio ilícito. El contrabando entraba por todas partes y tenía su más poderoso auxiliar en los encargados de perseguirle. Sin otros hechos memorables dejó el marqués de Castelfuerte el gobierno al marqués de Villagarcía. Durante su período hubo frecuentes terremotos que causaron estragos en Chile y en algunas provincias del Perú. En 6 de enero de 1725 se desplomó un cerro de Áncash y sepultó a 1 500 personas. Don Juan Antonio de Mendoza, marqués de Villagarcía.- La irritación que producían en Inglaterra las duras medidas del gobierno español contra el contrabando, y el deseo de arrebatarle la posesión de las colonias, dieron lugar a una peligrosa guerra que tuvo constantemente ocupado al

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sucesor de Castelfuerte. El almirante Anson, que entró por el Pacífico, saqueó a Paita y no pudo conseguir grandes resultados contra Panamá por haberle faltado la cooperación que por la parte del Atlántico debía prestarle otra escuadra inglesa. Todavía más desgraciado el almirante Wernon fue rechazado, con gran pérdida, de Cartagena, cuya conquista había celebrado prematuramente acuñando medallas. Don Sebastián Eslaba a cuyos esfuerzos bien entendidos se debió principalmente la heroica defensa de aquella plaza y que fue nombrado virrey de Santa Fe, pidió con instancias al marqués de Villagarcía 300 mil pesos para costear la armada. No habiendo fondos disponibles, aunque con ocasión de la guerra se había suspendido el pago de sueldos y demás deudas, se levantó un empréstito forzoso de dos millones de pesos, y para satisfacer a los prestamistas un nuevo impuesto sobre los frutos del país. Esta guerra se hallaba en toda su fuerza y exigía crecidos gastos en el sostenimiento de buques venidos de España y otras atenciones militares, cuando disturbios interiores impusieron nuevas cargas al erario. En Oruro se tramaba una conspiración para un alzamiento que se pensó generalizar con un manifiesto de agravios. Delatados sus cabecillas por un falso conjurado, fueron juzgados por el corregidor y condenados a muerte en breves horas. Esta ejecución expedita y las acusaciones que se dirigían recíprocamente los vecinos, trajeron agitada la villa durante algunos años. En las montañas de Tarma el indiscreto castigo de un cacique sublevó a los neófitos que mataron a algunos misioneros y ahuyentaron a otros; aprovechándose de esta conmoción de los chunchos entró un indio del Cuzco llamado Juan Santos y fue obedecido en las selvas con los títulos de Atahualpa y Apu Inga. El gran poder que se le atribuía, y el temor de que la revolución se extendiese entre los indios de la sierra, causaron una general alarma; una entrada a las órdenes del general Lamas y otras costosas expediciones se emprendieron sin éxito por los obstáculos insuperables que ofrecían la influencia del clima y el espesor de las selvas; un destacamento dejado en el fuerte de Quimiri fue víctima de las privaciones, enfermedades y flechas de los salvajes. Estos contrastes, que hacían temer males extremos, sólo produjeron la pérdida de las conversiones y algunas depredaciones en las haciendas vecinas. También fueron limitados los daños causados por la sublevación de los neófitos de Calca y Lares. Aunque con estos territorios se perdieron lavaderos de oro de muchas esperanzas, y aunque por la baja ley de sus metales principió a despoblarse Potosí, el derecho del quinto reducido al diezmo y otras reformas sostuvieron la producción mineral. También se sostuvo y prosperó el comercio colonial con los navíos de registro venidos por el Cabo, cuando en 1737 cesó el movimiento de los galeones, habiendo tenido que

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hacerse la última remesa al través de Quito y Nueva Granada. Mientras los interesados en el monopolio lamentaban esta interrupción como ruina universal, la baratura de los efectos europeos llenaba a Lima de coches y a sus casas de mejores muebles y hacía más cómoda la existencia en otras poblaciones. Con el bienestar crecían las luces. Si bien la universidad por la poca concurrencia a las cátedras tenía más doctores que estudiantes, la mejor enseñanza de los colegios y los estudios particulares daban una dirección más sabia y más provechosa a la inteligencia y mejoraban el gusto de una manera admirable. Era sin embargo todavía bastante el atraso para que en el Cuzco se hiciesen rogativas y procesiones por el terror que causó una aurora boreal, para que se atribuyese al castigo de la idolatría el terremoto que desoló a Toro, pueblo de Chumbivilcas; y para que en Lima persiguiese el santo oficio a los hechiceros. Bajo otras inspiraciones encargaba el virrey al escultor Baltazar la bella estatua ecuestre de Felipe V que se colocó en el puente. El artista, tan notable por sus obras como por el desorden de su conducta, murió de susto viendo una noche en su cuarto y no reconociendo a causa de los vapores del vino la viva efigie de la muerte que él mismo había trabajado. Fue de grandes consecuencias para el Perú la venida de una comisión astronómica para medir en Quito un grado de meridiano. Los académicos franceses que la componían dieron a Europa noticias importantes. Don Jorge Juan y don Antonio Ulloa, ilustres marinos españoles, que también formaban parte de la sabia comisión, contribuyeron eficazmente con sus escritos públicos y con sus noticias secretas a que el Perú fuese mejor conocido y se procurase con más interés la reforma de enormes abusos. También tuvo lugar un reconocimiento de las costas de Patagonia. El marqués de Villagarcía, que concluyó su período en 1746 y murió cerca del Cabo a su regreso a España, debía dejar esta gloria a su entendido, activo y benéfico sucesor, que trasladado de la presidencia de Chile a fines del reinado de Felipe V, siguió gobernando en los de sus dos hijos.

—VIII— Fernando VI (1746-1759) Don José Antonio Manso de Velasco, conde de Superunda.- Un reinado que debía ser de paz y mejoras para todos los dominios españoles, principiaba en el Perú bajo auspicios poco favorables. Continuando aún la guerra con Inglaterra, la sublevación de los chunchos, el nuevo impuesto y la suspensión de pagos, experimentó Lima en la noche del 28 de octubre de 1746 el más espantoso terremoto. La ciudad quedó sin templos y sin

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casas; el Callao fue sumergido con seis mil personas; el mar, que se avanzaba muy adentro de tierra, hizo fugar a los montes a los vecinos de la capital. Perdidas las provisiones del puerto y sus buques, amenazó el hambre y tras los sustos y las privaciones vinieron las enfermedades epidémicas. Por las providencias del activo virrey, al que secundaron entendidos ministros, se proveyó a las subsistencias; y a fin de que desapareciese todo temor para en adelante, se acordó la preferencia a los trigos del país sobre los de Chile. La ciudad fue reconstruida con rapidez, habiéndose allanado la cuestión entre los dueños de censos y los que por no pagarlos querían edificar en otros sitios. La catedral, en cuya construcción se había invertido cerca de un siglo, fue reparada en menos de cinco años, reemplazando con madera la piedra de las bóvedas. La población del Callao se trasladó a Bellavista, subsistiendo sin embargo cerca del mar muchos habitantes por su comodidad, y una fortaleza nueva para defensa del puerto. El terremoto había producido estragos en otros lugares distantes a que no pudo extenderse la acción reparadora del gobierno, que tampoco pudo atender a los perjuicios causados por los temporales y huracanes en Moquegua y Abancay. Aún se ocupaba el virrey de estas obras cuando tuvo denuncias alarmantes sobre una conspiración de los indios de Lima. Descubiertos a tiempo y ejecutados sin dilación los cabecillas, hubo todavía que reprimir la revuelta en la inmediata provincia de Huarochirí, a donde había escapado uno de los principales conspiradores, el que también sufrió el último suplicio. Ya se había perdido el temor a los Chunchos de Juan Santos que vivía con recelo en las montañas y había dado muerte a su cuñado, el negro Gatica, y a otros de sus capitanes temiendo volviesen a la sumisión española. Las poblaciones de la ceja de la montaña quedaron tranquilas con la construcción de algunos fuertes. Se estaba en plena paz con la Inglaterra y con todas las demás naciones. Cesó el nuevo impuesto habiéndose compuesto con los pueblos para el pago de lo que restaba; y también principiaron a pagarse con regularidad los sueldos y demás créditos contra el Estado. Para quitar toda disensión con los portugueses se celebró en 1754 un tratado de límites, siendo los del Perú con el Brasil: 1º los orígenes del Madeira y su curso hasta un punto equidistante de su desembocadura y de la confluencia del Guaporé con el Mamoré; 2º un paralelo tirado de este punto al Yavari; 3º aguas abajo de este río; 4º el curso del Amazonas; y 5º el Putumayo río arriba hasta los límites de Venezuela y Santa Fe. El Perú hizo grandes gastos en las comisiones encargadas de demarcar la frontera; pero la operación no tuvo cumplido efecto por la violenta oposición de los indios del Paraguay aconsejados por los jesuitas. Las aspiraciones del clero habían sido comprimidas por un concordato reciente; mas no por eso dejó de haber repetidas competencias

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con el arzobispo de Lima, quien también las tuvo con las órdenes religiosas y con su cabildo. Una visita enviada para corregir los abusos de los inquisidores principió por encausarlos; y si bien no logró su objeto, contribuyó a gastar el prestigio del santo oficio. Reforma más importante fue la entrega de las doctrinas dirigidas por frailes a curas seculares, que vejaron menos a los pueblos y se interesaron más en su cultura evangélica. Para reprimir los excesivos repartimientos de los corregidores se fijó un arancel que si bien no pudo reprimir los abusos y antes parecía autorizarlos, los hizo más manifiestos y preparó indirectamente la abolición del indigno tráfico. La hacienda había recibido grandes mejoras con el estanco de tabaco que produjo una gran renta, con la nueva planta dada a las casas de moneda, con la mejor recaudación de los derechos reales y con el progreso del comercio, la agricultura y las minas. La corte, que comprendía bien las ventajas de la estadística, exigió extensos informes sobre la situación del virreinato; principiaron a publicarse con tal objeto las guías de Lima; y aunque en extremo diminutos y llenos de inexactitudes se formaron algunos estados o razones sobre los principales objetos. El número de indios en los obispados de Lima, Chuquisaca, Misque, Cuzco, Paz, Arequipa, Huamanga y Trujillo se calculó en 612 780 repartidos en 74 provincias con 755 curas, 2 078 caciques y mandones. Los indios de las misiones del Paraguay se regularon en 99 333, los de las misiones de Mojos en 31 349; la población de Lima en 54 mil almas; los diezmos de su arzobispado en 119 113 pesos con tres y medio reales; los del Cuzco en 43 556 pesos y tres reales; los de Arequipa en 52 630 pesos y tres reales; los de Trujillo en 42 092 pesos y dos reales, y los de Huamanga en 30 371 pesos y medio real. El caudal existente en las cajas reales de Lima montaba a 3 670 874 pesos con seis reales y tres octavos; y el valor de los tabacos se apreciaba en 1 457 877 pesos con cuatro reales y un octavo. La mayor parte de estos datos adolecían de suma inexactitud; mas en esta especie de investigaciones se ha hecho mucho, cuando se ha abierto el camino.

—IX— Carlos III (1759-1788) Principios de este reinado.- El conde de Superunda siguió gobernando bajo Carlos III durante dos años, en los que la provincia de Huamachuco fue separada del corregimiento de Cajamarca, se descubrió azogue en el mineral de Chonta, y principiaron a explotarse minas de brea en Angaraes

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y Parinacochas. Reemplazado por don Manuel Amat que había gobernado a Chile con inteligente actividad, fue encargado, a su tránsito para Europa, del mando militar de La Habana que atacaban los ingleses, y por la pérdida de esta plaza sufrió por mucho tiempo las amarguras de un enojoso proceso. Don Manuel Amat.- La guerra con Inglaterra, en que sin necesidad se mezclaba la España por su malhadado pacto de familia con la Francia, ocupó mucho al nuevo virrey sin disminuir su tenaz empeño en las reformas. Bien provistos los puertos, organizadas las fuerzas de mar y no descuidado el ejército de tierra, se cuidó mucho de la instrucción y disciplina de las milicias del virreinato que pasaban de 98 mil hombres. Entre las lucidas compañías de Lima resaltaba el brillante cuerpo formado por la nobleza que tenía al virrey por jefe. Después de preparada la defensa interior, se trató de impedir que los ingleses se establecieran en las islas de la Oceanía. Con tal objeto se envió una expedición a la de Davis y tres a las de la Sociedad, de donde volvieron los misioneros sin haber hecho prosélitos. La policía no era menos atendida que la guerra. Una banda de diestros ladrones, que tenían alarmada la ciudad, fue apresada y castigada inflexiblemente por el virrey sin perdonar al jefe Pulido que formaba parte de su guardia. En 1772 se castigó severamente un tumulto que había estallado en la escuadra a causa de las pagas. Se crearon alcaldes de barrios para consultar mejor el orden público y la limpieza; se principió un hermoso paseo de aguas y otras obras por la orilla derecha del río, en las que tuvo parte el deseo de complacer a una persona célebre por los favores del virrey. Al mismo tiempo se edificaban la plaza de toros y el circo de gallos. En el orden moral se iba a experimentar una transformación de inmensa trascendencia con la expulsión de los jesuitas, realizada en agosto de 1767. Ya el virrey había dado un golpe extraordinario de autoridad contra la influyente Compañía, prohibiendo el extenso comercio que ejercían sus procuradores, cuando recibió la orden de extrañamiento, que ejecutó con extraordinaria diligencia y después de haber tomado juramento de guardar secreto con pena de la vida a su secretario privado. Para la administración de las valiosas temporalidades que pasaban al fisco, se formó una dirección cuyas labores fueron creciendo de día en día. El antiguo colegio de San Martín fue convertido en convictorio de San Carlos, al que se reunió el colegio real de San Felipe y se dieron nuevas constituciones con rectores del clero secular. Un concilio, que debía reformar la disciplina eclesiástica y combatir peligrosas opinio-

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nes, se reunió en Lima y acordó algunas reformas. Se principió la de las órdenes regulares y mejoró el servicio de las doctrinas. Todos los ramos de la administración estaban participando del vigoroso impulso que daban a la monarquía española los entendidos ministros de Carlos III. La minería se hallaba además favorecida con el descubrimiento del rico mineral de Hualgayoc; la agricultura se reanimaba con la salida creciente de los frutos coloniales; el tráfico por el Cabo cada día más activo y con menos trabas daba al Rey, a la metrópoli y a las colonias ventajas desconocidas bajo el absurdo monopolio de los galeones. De 1761 a 1772 se enviaron por esa dirección más de 37 millones de pesos, habiéndose empleado en el interior y en el comercio con los virreinatos vecinos el enorme residuo de 100 millones, que en ese período fueron acuñados en las casas de moneda de Lima y Potosí. Algunos tumultos vinieron a turbar pasajeramente la satisfacción causada por la prosperidad creciente del virreinato. Tales fueron el de Otuzco fácilmente reprimido, y el más serio de Quito que soportó a duras penas las nuevas exacciones. El alzamiento de los indios contra los intolerables repartimientos de los corregidores fue por entonces el simple anuncio de terribles y no muy lejanas convulsiones. Don Manuel de Guirior.- Habiendo estado en Lima antes de ser virrey, bien acreditado ya en el virreinato de Santa Fe y tan prudente como celoso por el bien público, emprendió Guirior las reformas con no menos inteligencia y con más dulzura que Amat. Adelantose en la policía de la ciudad que por primera vez gozó de alumbrado público, en la venta de las temporalidades, en el arreglo de frailes y monjas cuyo número disminuía y las costumbres eran menos desordenadas, en la instrucción pública, aunque quedó en proyecto un nuevo reglamento de la universidad, en la marcha de los correos con gran ventaja de la correspondencia y de la renta y en otros varios ramos del servicio público. La corte, sea deseando el bien inmediato del Perú, sea proponiéndose otras miras, adoptó grandes medidas que debían influir mucho en el porvenir del virreinato. En 1778 se separó el de Buenos Aires, formándose de todas las provincias comprendidas en la audiencia de Charcas. Un año antes se había celebrado con el Portugal un nuevo tratado de límites quedando entre el Brasil y el Perú la demarcación convenida en 1751. Los Estados Unidos, que habían proclamado su independencia de la Gran Bretaña, fueron favorecidos por la España de acuerdo con la Francia en odio a los ingleses, sin prever que la prosperidad de Norteamérica envolvía la emancipación de las colonias españolas. También habían de contribuir a ella los nuevos reglamentos llamados del libre comercio que, si distaba mucho de serlo quedando todavía cerrada la América a las

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naciones extranjeras, al menos se eximía de registros y de otras trabas pudiendo hacerse en todo tiempo por el Cabo de Hornos. También se esperaba mucho en favor del Perú de la expedición botánica encargada a los entendidos Ruiz y Pavón, quienes no tardaron en descubrir la valiosa cascarilla de Huánuco, la ratania y otros preciosos vegetales. Al mismo tiempo la prosperidad de Hualgayoc, las ricas vetas de Huantajaya, el adelanto de otros minerales y el menor extravió de sus metales, hacían que se aumentase la fundición en las cajas del Perú, aunque los más ricos asientos quedaban incorporados al virreinato de Buenos Aires. Con el aumento de fundición, la negociación de oficios vendibles, mayor renta de correos, producto de las temporalidades, un nuevo impuesto sobre el aguardiente y otras entradas subieron los ingresos del erario a más de cuatro millones de pesos anuales; y hubieran crecido más, si la guerra con Inglaterra no hubiera detenido el vuelo del comercio libre, y si el nuevo impulso que se trató de dar a la hacienda nombrando un visitador y superintendente general casi rival de los virreyes, no hubiera dado lugar a ruinosas perturbaciones. Ya las exacciones de los corregidores habían agotado la paciencia de los indios, quienes dieron muerte al de Chumbivilcas, ahuyentaron al de Urubamba y cometieron algunas muertes en Huamalíes. El establecimiento de aduanas interiores, el sistema de estancos, las tropelías de los alcabaleros, las nuevas matrículas para aumentar los tributos con cuyo objeto se creó también una contaduría general, la alarma del comercio por el nuevo sistema, todo traía agitado el espíritu público; y en las principales poblaciones amagaron serios disturbios. De la murmuración se pasó a los anónimos y pasquines amenazantes. En Arequipa fueron asaltadas una noche la aduana y casa del corregidor y en otros ataques habrían los amotinados cometido mayores insolencias, a no haber sido batidos por la milicia. Para consolidar el orden fue necesario enviar algunas fuerzas de línea y proceder con discreta tolerancia. La alteración de Moquegua, Cailloma, Huamanga, Huancavelica, Jauja, Pasco, Huaraz y otros pueblos fue también comprimida con la actividad y moderación. En el Cuzco sufrieron el último suplicio Lorenzo Farfán y otros que meditaban un general alzamiento. Aunque en el vecino virreinato los hermanos Catarí traían gravemente alteradas las provincias de Chayanta y Sicasica ofreciendo rebaja de tributos y otras concesiones, que Tomás Catarí decía haber alcanzado del virrey de Buenos Aires, Guirior se lisonjeaba de conservar la ya restablecida tranquilidad del Perú; pero acusado por el visitador superintendente Areche de que criticaba la reforma de hacienda; fue exonerado y murió en la corte antes de ver fenecida su causa, en la que se reconocieron su justificación y leales servicios. Sucesos dolorosos habían puesto

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de manifiesto las faltas de su acusador, que fue a sufrir parte del merecido castigo. Don Joaquín Jáuregui.- El sucesor de Guirior, que había gobernado con crédito el reino de Chile, sólo alcanzó en el Perú días de turbación y espanto. Muchos años antes el cabildo del Cuzco había hecho al Rey una franca representación sobre los enormes excesos de corregidores y curas. Los obispos del Cuzco y de La Paz, y otros varones justos habían elevado igualmente sus clamores al trono en desagravio de los indios, cuya situación era desesperante. Los corregidores, trocando la vara de justicia en vara de comerciantes, repartían a la fuerza efectos más o menos inútiles, a precios recargadísimos y cobraban con inhumanas extorsiones. Los curas despojaban a sus feligreses por la administración de sacramentos, fiestas y ofrendas forzosas o imponiéndoles sin retribución toda especie de faenas. No eran menores los sufrimientos que estaban padeciendo los yanaconas en las haciendas, los operarios en los obrajes, los mitayos en las minas, todo tributario por el pago de la capitación y todo indio que se hallaba al alcance de las razas dominantes o de la gente de color. En realidad, los indígenas nada poseían que pudieran llamar suyo; ni disponían del fruto de sus violentos trabajos; ni aun tenían seguras de tropelía sus vidas, ni sus honras, ni las prendas más caras de su afecto. Revolución de Tupac-Amaru.- José Gabriel Condorcanqui, cacique de Tungasuca en la provincia de Tinta, que seguía en la audiencia pleito para probar su descendencia de Tupac-Amaru, profundamente conmovido por la suerte de su raza y por sus propias humillaciones preparó lentamente una revolución vengadora comprando secretamente armas y buscando inteligencias en las diferentes provincias a que le llevaba su oficio de arriero. Sus planes estaban ya maduros cuando los Catarís se levantaron en Chayanta y Farfán pereció en el Cuzco. Para que la conspiración no abortara, le pareció necesario no perder tiempo. La guerra con los ingleses y el descontento general de los colonos por las nuevas exacciones ofrecían una buena oportunidad. La excomunión lanzada por el obispo del Cuzco contra don Antonio Arriaga, corregidor de Tinta, que tenía exasperada la provincia con sus enormes repartimientos, facilitaba su pérdida. José Gabriel comió con él el 4 de noviembre de 1780 en celebridad de los días del Soberano, le prendió en el camino, le formó causa y el día 10 le hizo ahorcar en la plaza pública de Tinta. Tomando resueltamente los nombres de Tupac-Amaru e Inca se presentó como el reparador de todos los agravios; y los indios le proclamaron con entusiasmo libertador del reino y padre común. La revolución se propagó como la chispa eléctrica hasta el Tucumán en la distancia de

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300 leguas; 600 voluntarios del Cuzco, que habían acudido apresuradamente a sofocarla en su origen, perecieron entre las llamas y a los golpes de los sublevados en la iglesia de Sangarará. Las haciendas de los españoles eran devastadas, destruidos los obrajes y perseguidos sus dueños sin misericordia. En las provincias de Charcas se cometieron los más horribles atentados. En el pueblo de San Pedro de Buena Vista fueron muertas en la iglesia unas mil personas. En Topacari se dio muerte delante de una madre a su esposo, a sus hijos y al fruto abortado de sus entrañas, habiendo querido violentar al padre a que fuese el asesino de su prole y habiendo tratado de enterrar vivas a las mujeres de los españoles. En Oruro, por la defección de los que estaban armados para la defensa, entraron los sublevados llevando la desolación a las casas de los europeos y pocos días después amenazando a las de los demás vecinos. En el pueblo de Caracoro la sangre derramada bañó los tobillos de los asesinos. La religión no podía contener a fieras desencadenadas que llegaron a desconocer su venerado yugo; a la vista del Santo Cristo de Burgos, que se sacó en Oruro para aplacarlos, decían que no valía más que un pedazo de madera o de cualquier otra materia; en presencia de una hostia clamaba una india, que se había amasado con harina traída por ella misma al sacristán y con semejantes engaños los tenían oprimidos. Tupac-Amaru no participaba de tan feroces pasiones. Pensaba levantar su imperio sobre más sólidas bases, por lo que no quería extender la persecución sino a los europeos y aun estaba dispuesto a acoger a éstos si le eran útiles para la guerra. Mas su autoridad era impotente para refrenar el odio secular; y algunos de sus capitanes decían que era necesario exterminar a cuantos no fueran de su raza para no caer otra vez bajo el yugo; otros juraban el exterminio de cuantos llevaran camisa. Precedido de tan terribles anuncios marchó Tupac-Amaru hacia el Cuzco donde pensaba establecer su capital y donde se habían concentrado los fugitivos de las provincias. Su hueste que pasaba de 60 mil hombres, se redujo a 40 mil después de un ligero choque. La ciudad entusiasmada por el obispo, que armó al clero, y dirigida por un jefe valiente, le preparaba una tenaz resistencia. No encontrando la buena acogida que había aguardado, y no contando con la constancia de su gente, se retiró cuando menos lo esperaban los sitiados. La excomunión lanzada por el prelado contra los rebeldes y las solicitaciones de los curas habían convertido en sus terribles adversarios a los principales caciques; la abolición inmediata de los repartimientos entibió a la muchedumbre; fuerzas que Jáuregui enviaba de Lima le inspiraban mucha inquietud. Mientras se alistaba para un nuevo asedio por el lado del Urubamba, se aprestaron contra él unos 17 mil soldados a las órdenes del inspector Valle. No siendo hombre de

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guerra, ni disponiendo de fuerzas disciplinadas, cayó en desaliento; y aunque algunos de sus capitanes murieron heroicamente en su defensa, viendo el desorden de su gente en las alturas de Tinta, huyó a caballo y fue tomado en Langui. Conducido al Cuzco y juzgado por el feroz Areche que quería suplicios tan horribles como habían sido los crímenes cometidos en la sedición, fue muerto de una manera bárbara. Después de haber visto ejecutar a su mujer, hijo, cuñado y algunos partidarios, se le cortó la lengua, y atado de brazos y piernas a las cinchas de cuatro caballos que tiraban en direcciones opuestas, fue estirado, de modo que parecía una araña suspendida en el aire. Areche puso fin a su tormento mandando que el verdugo le cortase la cabeza. El día, que había estado claro, se anubló de repente, sopló un recio viento y cayó un aguacero que ahuyentó a la concurrencia. Los indios decían que el cielo clamaba contra la muerte cruel que los españoles estaban dando al Inca. Los sublevados, lejos de aterrarse como había esperado el visitador, pelearon desesperadamente por vengar a su libertador, despreciando los repetidos indultos y prefiriendo muchos morir antes que rendirse. La Paz, sitiada por los vengadores de Tupac-Amaru, se vio en los últimos apuros. Sorata, en la que entraron derribando los muros con el ímpetu del agua que habían represado, fue tomada a saco y a sangre, pasando de 10 mil las víctimas. Puno se había salvado por la heroica resistencia de su corregidor. Las tropas de Buenos Aires conducidas por jefes esforzados sometieron a los furiosos indios del Alto-Perú después de severos escarmientos. En el Cuzco se calmó la sedición, luego que se acogió al indulto Diego Tupac-Amaru, hermano de Gabriel. Los vencedores no estaban tranquilos sabiendo que los sublevados conservaban algunas armas, prodigaban las atenciones a los Tupac-Amaru y hablaban de alzamientos. Un pequeño motín en las inmediaciones del Cuzco y otras señales poco ciertas de conspiración bastaron para que Diego Tupac-Amaru fuese ejecutado con otros, sin valerle el indulto, y para que el resto de su familia muriese en el destierro. Areche, que se lisonjeaba de haber contribuido eficazmente a la pacificación, fue llamado a la corte a responder de su bárbara conducta. El obispo del Cuzco, a quienes algunos acusaban de tupacamarista, fue recompensado con el arzobispado de Granada. El virrey hubo aún de reprimir la sublevación de Huarochirí con la persecución y suplicio del cacique don Felipe Velasco, primo de Tupac-Amaru, que a las inmediaciones mismas de la capital había osado proclamar el imperio de su pariente, tomando el nombre de Tupac Inca. Los cuidados de esta formidable sublevación no habían permitido a Jáuregui ocuparse con fruto de las reformas emprendidas por sus inmediatos antecesores, ni hacer mejoras notables en ningún ramo de la administración. Apenas la paz exterior y la tranquilidad del virreinato le permitían entregarse a esperanzas halagüeñas, cuando fue reemplaza-

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do por don Teodoro de Croix y murió pocos días después sin tener cómo costear su entierro. Don Teodoro de Croix.- Bajo el sucesor de Croix gozó el Perú días tranquilos y de una prosperidad creciente. Para mejorar la administración de una manera radical se dividió el virreinato en las siete intendencias de Trujillo, Tarma, Lima, Huancavelica, Huamanga, Cuzco y Arequipa que comprendieron cincuenta y dos partidos o subdelegaciones con la nuevamente creada de Chota. Los intendentes, investidos de extensas facultades, recibieron sabias instrucciones para promover el adelanto de los pueblos. En el Cuzco se estableció una audiencia entre las festivas aclamaciones de la ciudad que la recibió como recompensa de su fidelidad. Suprimido el empleo de superintendente visitador, quedó la autoridad del virrey más asegurada y su acción más expedita. En Lima se creó el destino de teniente de policía que pudo atender a la nomenclatura de las calles, numeración de las casas, buen estado de las acequias, seguridad y ornato público. Sobre el río Jequetepeque se construyó un puente de madera de 76 varas de largo y 6 de ancho con 13 arcos y con sólo el costo de 1 200 pesos por el celo del cura de Pueblo Nuevo y del subdelegado de Lambayeque. Perdido el miedo a los chunchos, volvió a poblarse el valle de Vitoc, rozándose ferocísimos terrenos para el cultivo de la caña, coca, café y frutos de montaña. En el interés de la explotación mineral se estableció el tribunal de minería con diputaciones en las provincias; y aunque la mina de Huancavelica sufrió una gran ruina por culpa de sus administradores, se trajeron los azogues necesarios de Almaden y Alemania. Para extender el comercio se formó la compañía de Filipinas; y progresando de una manera asombrosa para la época en el quinquenio de 1785 a 1789 llegó la importación de España al Perú a 42 099 313 pesos con seis reales y cinco octavos y la exportación del Perú a la Península a 35 979 339 pesos con seis reales y siete octavos, sin contar el comercio de contrabando. Con los efectos extranjeros venían los libros franceses que estaban produciendo la más asombrosa revolución en las ideas para renovar violentamente la faz del mundo civilizado. En vano se pensó alejarlos del Perú, donde todo principiaba a favorecer el movimiento de los espíritus. Un ilustrado rector iniciaba la educación liberal en el convictorio de San Carlos. El benéfico obispo de Arequipa echaba las bases para la ilustración de sus hábiles hijos; el de Trujillo se desvelaba por la instrucción de los indios. Sin embargo, el aislamiento conservaba tal sencillez en Lima mismo, que un cierto Figueroa, gallego de cortos alcances y antiguo soldado, pudo persuadir a muchas personas de que recibía cartas del Rey y de su tío el cardenal Patriarca por el intermedio del virrey y del arzobispo; y

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con esperanza de conseguirles honras y destinos les sacaba algunos vestidos viejos y otros pequeños donativos. Descubierta la impostura, fue condenado a presidio, y al mismo tiempo salió desterrado a España un fraile de la merced que le escribía las cartas. Igualmente fue enviado en partida de registro el agustino fray Juan Alcedo que había censurado con viveza en un poema la conducta de los conquistadores. La sociedad hacía poco alto de estos golpes de autoridad, satisfecha con la situación próspera del virreinato. La entrada de la hacienda era de unos cuatro millones de pesos, los gastos de unos 35 millones, quedando un sobrante anual de más de medio millón; la deuda, que por la guerra anterior había pasado de 11 millones, estaba reducida a unos diez millones y medio y había en las cajas reales más de dos millones de existencias.

—X — Carlos IV (1778-1808) Don Francisco Gil de Taboada y Lemos.- El glorioso reinado de Carlos III que murió en 1788, pareció continuarse sin contrastes en los primeros años de su hijo Carlos IV. Mas los vergonzosos desórdenes de la corte, que no tardaron en descubrirse, y la debilidad creciente de la monarquía principiaron a inspirar serios recelos de que la prosperidad de España no tardaría en verse comprometida por la formidable revolución de la Francia. La distancia dejaba al Perú por entonces al abrigo de toda violenta sacudida; y el progreso que tan notable se había hecho bajo el gobierno de Croix sin interrumpirse por el cambio de Soberano, brilló sin nubes en tiempo del virrey Gil de Taboada y Lemos, que puede considerarse la época más dichosa del virreinato. El movimiento literario se hizo sentir por la publicación de cuatro periódicos. El Mercurio Peruano, que fue uno de ellos, mereció los elogios de los sabios en América y Europa por sus bien escritos artículos y por sus preciosos datos a cerca de la geografía e historia del Perú. San Carlos adelantaba con un buen reglamento. Principiaba a utilizarse para la enseñanza médica el anfiteatro anatómico recién restablecido en el hospital de San Andrés. El barón de Nordenflich, enviado para mejorar la explotación de las minas, establecía para los ensayos un laboratorio químico. Una expedición zoológica se encargaba de estudiar las riquezas animales del Perú. Una escuela náutica debía mejorar la educación de los marinos. Por el mar se exploraba el archipiélago de Chonos. El padre Girbal, auxiliado por el padre Sobrebiela, digno guardián de Ocopa, exploraba la pampa del Sacramento y el curso del Ucayali, daba

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mucha luz para levantar el plano de las montañas, y permitía esperar la civilización de los salvajes por hábiles misioneros, que se hallaron detenidos en 1794 por la barbarie de los feroces cashibos llamados entonces carapachos. La guía del Perú se enriquecía con importantes detalles. Según el censo formado por el plan de tributos que se reconocía muy diminuto, en las siete intendencias existía 1 076 122 personas en 1 460 poblaciones; Lima incluía en su recinto 52 627 habitantes y en los suburbios 10 283. En su arzobispado y en los cuatro obispados del Cuzco, Arequipa, Huamanga y Trujillo había 557 curatos. El territorio conocido se calculaba en 33 628 y media leguas cuadradas. En el quinquenio de 1794 a 1798 se habían sellado en la casa de moneda 27 967 566 pesos con seis reales que corresponden por año común a 5 593 513 pesos con dos y medio reales. La minería suministraba además de este metal amonedado las pastas destinadas a otros usos y las que salían por contrabando. La entrada anual de la hacienda pasaba de 4 500 000 pesos, no llegando los gastos a cuatro millones. La importación de Europa se redujo en el quinquenio de 1790 a 1794 a 29 091 290 pesos con cinco y medio reales, la exportación a 31 889 500 pesos con seis reales y un octavo. La exportación del Callao para los puertos del Pacífico fue de 7 823 776 pesos con seis reales; la importación de los mismos 8 359 749 pesos con seis reales; la exportación de Lima a las plazas interiores del virreinato de 22 859 820 pesos con seis reales y tres cuartos y la importación 28 443 853 pesos con dos y medio reales. Las rentas del arzobispado de Lima ascendían a 904 893 pesos con dos y medio reales; las del obispado del Cuzco a 468 539 pesos con dos y medio reales; las de Arequipa a 393 901 pesos con cinco reales; de Trujillo a 244 034 pesos con tres y medio reales; de Huamanga a 283 575 pesos con cuatro y medio reales, formando un total de 2 194 944 pesos. Para acercarse a la verdad es necesario aumentar al menos en un tercio la mayor parte de estos datos oficiales, porque con interés o sin él había una propensión general a la ocultación y a la rebaja. Con toda su imperfección bastan esas noticias para juzgar favorablemente de aquella situación material. También hablan en su favor las balaustradas puestas a la puerta de los templos, los depósitos de pólvora colocados a dos leguas de la ciudad, la reparación de muchas obras públicas y los cuantiosos donativos voluntarios para hacer la guerra a la Francia, en la que con el suplicio de Luis XVI parecían desencadenadas todas las pasiones revolucionarias. A fin de que no se despertasen en el Perú, se espiaban las conversaciones públicas y privadas, se tenía cuenta de las personas llegadas de Europa y entre la de otros escritos se impedía la circulación de Los derechos del hombre publicados en Nueva Granada.

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Don Ambrosio O’Higgins, conde de Ballenar y Osorno.- Bajo el nuevo virrey se presentó ya amenazadora la propaganda revolucionaria. El venezolano Miranda, que había servido a los liberales franceses, contaba con su apoyo para revolucionar a su patria. Aunque la paz con Francia alejó los temores de ese lado, la guerra con Inglaterra, que por el interés de su comercio y por vengarse del auxilio prestado antes a los Estados Unidos, quería la emancipación de la América española, ocasionó a la metrópoli riesgos más graves y más duraderos. Quedó interrumpido o muy disminuido su comercio con las colonias, que en el trato extranjero hallaron mercado más provechoso. Los cuidados de la guerra y su desordenada administración le impidieron proseguir sus planes de mejora precisamente cuando la América española, despertando del letargo colonial, principiaba a sentirse más ávida de luz, de reformas y de libertad. Los únicos hechos memorables de este gobierno fueron la incorporación de Puno, que tan íntimas relaciones tenía con el resto del virreinato, la separación de Chile, que a la distancia no podía ser bien administrado, la refacción de algunos caminos y la mejor policía de Lima. El celo de los vigilantes llegó al extremo de prender al virrey que había salido disfrazado. O’Higgins que había traído buena reputación de la presidencia de Chile, la conservaba en el Perú por su solicitud en beneficio público; mas sorprendido por la muerte a principios de 1801 en el ejercicio de su cargo, fue sustituido por la audiencia, a la que no tardó en suceder don Gabriel Avilés, conocido por sus servicios militares desde la revolución de Tupac-Amaru. El marqués de Avilés.- Más capaz para la guerra y para los ejercicios de devoción que para el gobierno del virreinato, siguió Avilés las rutinas establecidas sin haber influido mucho en los notables sucesos de su período, ni menos en la inminente revolución. El Perú logró que se le incorporaran por cédula real de 1802 las misiones de Maynas con todos los afluentes del Amazonas hasta el punto en que dejan de ser navegables. Este vasto territorio fue agregado en lo espiritual al obispado de Chachapoyas, cuya sede debía ser Jeberos. En 1804 se reincorporó también Guayaquil que ni política, ni militarmente podía estar bien gobernado dependiendo de otro virreinato. En 1805 se tuvo la felicidad de que prendiera el fluido vacuno que el Monarca había hecho los más loables esfuerzos por trasmitir desde España embarcando a varios jóvenes para vacunarlos sucesivamente. Este inapreciable don, con el que podían precaverse epidemias desoladoras, fue recibido con gratitud entusiasta. También obtuvo una acogida lisonjera el sabio Humboldt que venía a estudiar el nuevo mundo. Entre las obras más importantes deben contar-

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se el parque y fortaleza de artillería principiados en Lima bajo la dirección de don Joaquín de la Pezuela, y el establecimiento de serenos. Resto de las anteriores preocupaciones fueron el castigo de unas hechiceras y dos autos de fe sin personas relajadas. Entre los fenómenos naturales causaron mucha admiración ocho o nueve truenos que se oyeron en Lima el 19 de abril de 1803. En las provincias se hicieron notar abundantes lluvias y volcanes de agua. Pasó casi desapercibida en el resto del virreinato una conspiración tramada en el Cuzco en favor de la Independencia. La guerra con Inglaterra, que se había suspendido a principios del siglo, se renovó a fines de 1805, ofreciendo la captura de buques enviados del Perú con ricos cargamentos, la destrucción de la escuadra española en las aguas de Trafalgar, y en América el combate de Arica y la toma de Buenos Aires por los ingleses. Don Fernando Abascal.- Bajo el sucesor de Avilés, el heroísmo argentino arrojó por dos veces a los invasores; y este suceso que en el Perú celebraban los realistas con entusiasmo, contribuyó poderosamente al gran levantamiento, con que en el reinado siguiente sacudió la América española el yugo de la metrópoli.

—XI— Fernando VII (1808-1824) Don Fernando Abascal.- Los sucesos de la Península generalizaron rápidamente el proyecto de emancipación que ya habían concebido y difundían en secreto algunos americanos de ideas avanzadas y de patriotismo ardiente. Carlos IV se vio forzado por un motín popular a abdicar en Fernando VII. Arrancando la renuncia al padre y al hijo pretendió Napoleón dar la corona a su hermano José. Exaltados por el amor a la independencia, acometieron los españoles una lucha desigual contra el capitán del siglo. Una vez armada la España para rechazar el yugo extranjero, quiso recobrar la libertad que le habían arrebatado los monarcas absolutos; se reunieron las cortes del reino; se estableció la libertad de imprenta; se abolió la inquisición; y se juró la constitución liberal de 1812. Los americanos, a quienes se declaró libres, fueron llamados a la representación nacional y obtuvieron franquicias diminutas. El ejemplo, las doctrinas, lo que se concedía y lo que se negaba, todo contribuía a hacer sentir en América el derecho de salir de una humillante tutela; parecía obra de gigantes derribar de súbito el edificio colonial de tres siglos; mas la ocasión se presentaba propicia y los hombres bien templa-

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dos no dudaron sacrificarse por una causa en que se interesaban la patria, la libertad, la justicia, el porvenir de un mundo y el progreso de la humanidad. Sin concierto previo se levantaron Buenos Aires, La Paz, Santiago, Quito, Caracas, Bogotá y muchos pueblos de México. Un movimiento tan simultáneo, universal e imprevisto manifestaba a las claras que había llegado ya el tiempo decretado por la Providencia para la emancipación del nuevo mundo. En el Perú cundía también el fuego sagrado de la patria; Tacna se pronunció en 1811, Huánuco en 1812, por segunda vez Tacna en 1843, todo el Sur en 1814. Aunque en Lima la mayoría estuvo constantemente por la Independencia, el espíritu público se vio comprimido por el fuerte de Santa Catalina y por hallarse concentrados en la capital los recursos de los virreyes. Abascal se mostró bastante político y benévolo y pudo prolongar un régimen odiado, con una administración sabia, a la que siempre es reconocido el pueblo peruano. Desde su llegada se ocupó con celo en el servicio público; reparó las murallas de la ciudad; edificó el cementerio general; fundó el colegio de medicina; favoreció el de abogados; procuró conciliar los ánimos formando el batallón de la Concordia; entre los aprestos de tierra y amagos de conspiraciones hizo sentir las dulzuras de la paz; y sin comprometer el prestigio del poder, contemporizó hábilmente con las efusiones de la libertad. Los amantes del progreso veían con placer las elecciones municipales, las de diputados a cortes, la extinción del santo oficio, la jura de la constitución, el nombramiento de un consejero limeño y otras manifestaciones de la vida política. Cuando al regreso de Fernando VII de su cautividad en Francia se perdieron en España las esperanzas de libertad con el restablecimiento del gobierno absoluto, la Independencia de América parecía comprometida por los recientes triunfos de los realistas y porque se enviaban contra ella huestes aguerridas que habían vencido a los soldados de Napoleón. Abascal, que esperaba días más tranquilos, se vio sorprendido con la sublevación de tropas acuarteladas en la capital, movimiento que supo reprimir con admirable energía. Pocos meses después era reemplazado por don Joaquín de la Pezuela y salía del Perú dejando los más honrosos recuerdos. Don José Joaquín de la Pezuela.- El nuevo virrey que debía su elevación a sus triunfos sobre las fuerzas de Buenos Aires, pudo lisonjearse con mayores esperanzas sabiendo que una expedición enviada a Chile había alcanzado un triunfo; mas su satisfacción duró pocos días. El patriotismo chileno, sacando fuerzas de la derrota, había deshecho a sus vencedores; y desde entonces argentinos y chilenos no pensaron sino en asegurar su independencia favoreciendo la del Perú que mostraba los

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mejores deseos, pero que se hallaba comprimido por las fuerzas realistas. El virrey no tuvo más pensamiento que el de rechazar la agresión inminente; y a la llegada del ejército libertador tenía unos 23 mil hombres bien disciplinados. El entusiasmo de los patriotas peruanos fortificaba por momentos la causa de la emancipación; y el ejército realista, creyendo perdida la suya en manos del virrey, le obligó a entregar el mando a don José La Serna que gozaba de una alta reputación militar. Don José La Serna.- Con un tesón que recuerda el de los conquistadores, peleó el ejército realista para conservar la dominación española en el Perú; mas sus esfuerzos sólo hicieron resaltar más el triunfo de los patriotas, cuyas virtudes cívicas y militares ilustran la emancipación. La Serna, prisionero en Ayacucho, debió a la generosidad de los vencedores su salida apacible del Perú. La cultura colonial pudo conservarse con las transformaciones indispensables por no haberse complicado la guerra de independencia con una guerra de razas.

—XII— Civilización colonial Idea del virreinato.- Antes de haber sufrido ninguna desmembración, el virreinato del Perú se extendía por el lado del Pacífico desde los confines de Costa Rica hasta el Cabo de Hornos con una reducida interrupción en las costas del Chocó; por el lado oriental incluía además de Tierra Firme, el vastísimo territorio comprendido entre Popayán y Buenos Aires. Al erigirse el virreinato de Santa Fe se le segregaron las audiencias de Panamá y Quito. El de Buenos Aires se formó del país correspondiente a la audiencia de Charcas. Con la de Santiago se creó la capitanía general de Chile. Por la reincorporación de Puno y Maynas recobró el virreinato del Perú los límites de la república actual, habiendo incluido también en los últimos tiempos del coloniaje todo el alto Perú y los gobiernos de Atacama, Chiloé y Guayaquil. Lima era la verdadera corte de la América meridional. Según cálculos preferibles a los diminutos censos, su población se elevaba desde fines del siglo diecisiete a más de 70 mil habitantes. Cada casa ocupaba ya más espacio que cuatro de los mayores palacios de Génova. Excedía a muchas antiguas cortes en pinturas de Roma y Sevilla, paños de Flandes, terciopelos de Toledo, tafetanes de Granada y adornos de la China. Era incomparable en la riqueza de oro, plata, diamantes, perlas y piedras preciosas. El común del pueblo gastaba caballo, sederías y joyas. La nobleza, en la que se contaron duques, marqueses, condes, vizcondes y caballeros de las órdenes militares, eclipsaba con el lujo a la grandeza

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española, con la que estaba relacionada. Los coches eran muchos y las calesas pasaron de cuatro mil. El culto, para el que se habían erigido unos cien templos, fue más esplendente que el de las ciudades santas. Abundaron las fundaciones de beneficencia. Florecieron los gremios de artesanos. La capital del virreinato era también el emporio del comercio, un foco de ilustración y el centro del movimiento religioso. El Cuzco, aunque reina destronada, era rival de Lima por sus edificios, culto, población e influencia. Arequipa se distinguía por sus comodidades y escogido vecindario. Huamanga ostentaba sus construcciones. Trujillo preponderaba en el Norte. Piura crecía en bienestar y habitantes. Los puertos del Callao, Paita, Pisco y Arica sufrieron rudos contrastes, ya de los terremotos, ya de los piratas. Huancavelica estuvo pendiente del estado de sus azogues. Potosí que había contado más de cien mil habitantes nadando en la opulencia, decayó con su mineral. El de Pasco contribuyó a la prosperidad de Huánuco, Tarma y Jauja; el de Hualgayoc levantó a Cajamarca, que como Chachapoyas sólo se había sostenido con sus tejidos. Ica y Moquegua prosperaron con sus viñedos. Lambayeque heredó la prosperidad de Saña abatida por los corsarios y las inundaciones. Tacna se engrandecía lentamente con su arrieraje. Puno debió su origen y acrecentamiento a sus minas y ganados. Otras muchas poblaciones coloniales no pudieron sostener su primitivo rango. También cayeron en ruinas antiguas capitales de los Incas. Por mucho tiempo se veían de media en media legua y a veces a más cortas distancias pueblos con las calles arregladas y las casas en pie; echándose sólo de menos los habitantes y los techos bajo los que debían guarecerse. Valles que como el de Santa habían sido un hormiguero de indios, no ofrecían ya sino escombros recientes. La población del Perú actual llegó a reducirse a menos de un millón de almas, estando el mayor número de habitantes dispersos en haciendas, caseríos y estancias. Sociedad colonial.- Los indios seguían disminuyendo con espantosa rapidez. Las viruelas desolaban periódicamente sus pueblos; el abuso del aguardiente causaba estragos continuos; la opresión no permitía que las nuevas generaciones llenasen los vacíos determinados por la muerte natural o prematura. Siervos del terreno en las haciendas, y expuestos a las vejaciones de todo el mundo en los pueblos, no gozaban del reposo, ni de la seguridad, ni de los recursos, que hacen posible la multiplicación de las familias en el seno de la paz y de la abundancia; muchos perecían entre las penalidades de la mita, por el influjo del no acostumbrado clima o entre las privaciones de la vida errante. Si para gozar mejor de la protección de las leyes se establecían en la capital o en otras grandes ciudades, su sangre venía a refundirse en otras razas. La fatali-

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dad parecía condenarlos a desaparecer por falta de multiplicación o por el movimiento de absorción. Aunque era continua la introducción de esclavos, sea por el istmo de Panamá, sea por Buenos Aires, el número de negros pocas veces excedió de 50 mil en el territorio actual del Perú. Reducidos a vivir casi exclusivamente en la costa perecían prematuramente, ya por los estragos de la esclavitud, ya por el abuso de los deleites o confundían su sangre con las razas superiores. La raza blanca estaba lejos de ofrecer el desarrollo prodigioso que prometían su posición privilegiada y los recursos del país. Limitada generalmente la inmigración a sólo los españoles, que obtenían una licencia embarazosa y podían llegar al Perú superando las dificultades de la distancia y la insalubridad del tránsito, pocos llegaban a ser el tronco de una serie de generaciones blancas. La degradación del trabajo, entregado a manos serviles, la dificultad de asegurar la subsistencia de una familia en posiciones honradas, el lujo ruinoso convertido ya en una necesidad social y otras preocupaciones arraigadas, multiplicaban las vocaciones por el claustro, propagaban un libertinaje infecundo o daban lugar a amores con otras razas, no consagrados por la religión, pero que la opinión miraba con cierta indulgencia. Era grande el poder de absorción en la raza dominante, tanto por la fuerza de la sangre que antes de un siglo dejaba generaciones perfectamente blancas, como por la fuerza de la atracción social hacia las mezclas más avanzadas. Habiendo entrado por muy poco el elemento negro en esta fusión, el porvenir de la nueva sociedad quedó pendiente en gran parte de la absorción regular y progresiva de la raza india. La generación hispano-peruana pudo echar hondas raíces en un país que los abuelos maternos habían conquistado a la civilización desde siglos remotos; y la mezcla de sangre española formó una nacionalidad, tan nueva como había aparecido la América a los descubridores del Nuevo Mundo. El desarrollo hubo de ser lento, porque la organización política propendía a inmovilizar la sociedad naciente. Los mestizos, primer elemento de fusión, casi proscriptos al principio por un gobierno receloso, despreciados a menudo por la ilegitimidad de su origen, con una educación poco regular, pocas veces con fortuna e influencia, arrastraban comúnmente una existencia incierta, penosa y estéril. Mas un gran número lograba sobreponerse a las dificultades de su posición, se hacían dignos de la consideración social por sus luces y carácter, formaban familias estables y contribuían eficazmente al progreso de su patria. Sistema de gobierno.- Antes de la revolución liberal de 1810, la monarquía absoluta rigió sin oposición en el Perú, como en los demás dominios

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españoles. El Rey era acatado como un vicediós; la rebelión contra él constituía el horrendo crimen de lesa majestad; su advenimiento, su muerte, cuantos sucesos interesaban a la familia real, se solemnizaban con una pompa semejante al culto religioso. El pueblo no tenía ninguna parte en la formación de las leyes, que eran la simple expresión de la soberana voluntad. Mas el gobierno debía consultar siempre los principios de la religión, justicia, orden y utilidad general. Para que nada quedase sujeto al acaso, habían de obedecerse las leyes de Indias, en su defecto las de Castilla, las antiguas del reino y las ordenanzas de los virreyes. Todas las autoridades estaban sujetas al juicio de residencia; se prescribían visitas ordinarias y extraordinarias; los más humildes vasallos podían elevar sus quejas hasta el trono, siendo inviolable el secreto de la correspondencia. El Consejo de Indias, puesto a la cabeza de la administración, deliberaba con lentitud y conservaba las tradiciones, a fin de hacer reinar la unidad de miras en la vasta dominación de las colonias y asegurar el orden secular. La América española debía marchar con la regularidad de una reducción religiosa, con el riguroso bloqueo de una plaza sitiada, con las restricciones impuestas por las preocupaciones económicas y bajo la doble tutela de las autoridades locales y de la metrópoli. Semejante sistema, hijo de los errores dominantes al descubrirse el nuevo mundo; con los vicios inherentes a toda conquista y tan perjudicial a la España como a sus colonias fue establecido por Carlos V, organizado por Felipe II y desarrollado lentamente por los últimos monarcas de la dinastía austriaca; la fuerza de las cosas lo alteró el advenimiento de los Borbones; Fernando VI y Carlos III lo reformaron en parte; bajo Carlos IV se debilitó, y dejó de regir en el reinado de Fernando VII. La buena elección de virreyes neutralizó en parte las perniciosas influencias de instituciones tan absurdas como injustas. Hubo entre ellos hombres eminentes, no sólo por su esclarecido origen, sino también por sus anteriores servicios, y que habrían figurado con honor en los países mejor administrados. Su cargo les autorizaba a gobernar como el Rey pudiera hacerlo en persona, y la situación les daba un poder discrecional para sobreponerse a las limitaciones que estuvieran en oposición con las exigencias locales. Su posición era la de verdaderos soberanos; su llegada al Perú se anunciaba por un embajador, y su aproximación a la capital con salvas; su entrada era bajo de palio, por entre arcos triunfales, colgaduras, tapices y alguna vez por calles empedradas de barras de plata; festejábase su venida con acciones de gracia, y fiestas pomposas; los poetas encomiaban su mérito, los oradores no encontraban elogios bastante elocuentes, las monjas les obsequiaban dulcísimos conciertos, la nobleza les servía con lealtad, y el pueblo les estaba sumiso;

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los paseos triunfales, el coche de seis caballos, la espléndida corte, la capilla real del palacio; las regalías que les estaban reservadas en el ceremonial del templo, su dotación que llegó a elevarse a sesenta mil pesos y solía doblarse con otras entradas autorizadas por el uso, todo les rodeaba de un prestigio soberano, y su autoridad parecía más desembarazada que en las monarquías absolutas. Para allanar sus labores desde el siglo dieciséis cada virrey debía entregar a su sucesor una relación del estado en que dejaba el gobierno; informes verbales sobre los negocios secretos, una razón de las exigencias de la etiqueta y los archivos en buen estado. Un secretario corría con el despacho. Un asesor general era consultado en los asuntos graves; solía haber asesores particulares para las cosas de guerra y de indios; personas instruidas informaban en los asuntos espinosos; la audiencia llamada a reemplazar y que en diez períodos ejerció las funciones del virrey, formaba su consejo nato. Todo este aparato de administración conservaba cierta regularidad en los procedimientos y sostenía el orden público por sólo el prestigio del gobierno. Mas estaba lejos de ejercer una acción benéfica, múltiple, eficaz y constante, como pedían los progresos del virreinato. Hubo virreyes injustos, arbitrarios o mal aconsejados; su numerosa servidumbre traía todas las plagas del favoritismo; el corto tiempo señalado a su gobierno, que llegó a reducirse a tres años, les condenaba a hacer muy poco, al principio por inexperiencia y al espirar su período por falta de ascendiente; teniendo que dirigirlo todo, no podían hacer grandes cosas; y sus mejores deseos debían estrellarse ante la falta de cooperación y la fuerza de la inercia, inevitables en el letargo colonial y nulidad política a que estaba condenado el pueblo. La resistencia del clero, que debía ser la primera potencia del gobierno, gastó a menudo la energía de los más activos y prudentes virreyes. Gobierno eclesiástico.- Siendo la religión el alma de la colonia, el gobierno eclesiástico ocupaba el primer lugar en la legislación de Indias; y el virrey no era verdaderamente el jefe de la administración, sino por cuanto era vicepatrono de la Iglesia. En las reducciones de los salvajes, el misionero se convertía en ley viviente y personificaba el gobierno entero; en las doctrinas dominaban los curas; los obispos eran verdaderos potentados en sus respectivas diócesis; el arzobispo de Lima se levantaba en todo el reino como rival de los virreyes; las corporaciones religiosas constituían también un gran poder; el formidable tribunal del santo oficio dominaba todas las conciencias y encadenaba todas las fuerzas; el tribunal de la cruzada venía a reforzar el poder eclesiástico; y hasta el juzgado de difuntos le apoyaba, haciendo valer las disposiciones piadosas que dominaban en los testamentos. La instrucción pública, los establecimientos

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de beneficencia y las cofradías popularizaban la autoridad de la Iglesia; sus posesiones eran tantas que, al decir de un viajero, hubiera podido hacer al Rey su vasallo; los clérigos, frailes y monjas formaron más del séptimo de la población de Lima. Respetando siempre los derechos de la Iglesia, se mostraban celosos los virreyes en el ejercicio del patronato; moderaban el deseo de fundaciones de piedad; nombraban los curas seculares precediendo el concurso y podían removerlos por concordia; intervenían en las permutas de doctrinas y hacían reconocer su autoridad en las confiadas a los frailes; daban curso a las quejas contra eclesiásticos; podían extrañar a los turbulentos; interponían su veto en las elecciones de provinciales y no dejaban pasar bulas, leyes, ni orden alguna emanada de las autoridades eclesiásticas sin el correspondiente permiso del Consejo de Indias. Mas, aunque los obispos prestaban juramento de respetar el patronato, resistieron tenazmente su amplio ejercicio, y el clero apoyado en sus fueros solía sustraerse a toda responsabilidad efectiva. El orden público se vio a veces comprometido por la exaltación de los frailes, cuyos capítulos solían ofrecer toda la agitación de las elecciones políticas. Las elecciones capitulares traían y dejaban mucha inquietud en el público; porque disputándose en ellas las riquezas, la consideración, el poder y hasta cierto punto la dirección del movimiento nacional, se ponían en juego todas las pasiones. Todo el mundo tomaba interés en la elección; unos por relaciones de familia, otros por celos de nacionalidad; algunos por participar de la opulencia de los futuros prelados y curas, no pocos por gozar de la influencia de los provinciales, que eran verdaderos potentados en ciertas religiones. Las pandillas, las intrigas y todo género de seducciones se cruzaban entre los conventos y la calle; llovían las noticias y los empeños. Siendo serios los intereses debatidos, profunda la escisión y grande la independencia de los frailes, no siempre podía impedirse, que la agitación degenerara en tumulto, ni que ocasionara vejaciones, muertes y cierta especie de sediciones. Los virreyes necesitaban mezclar la prudencia a la energía; porque eran acusados, a la vez, de no proteger a los vasallos del Rey y de oprimir a personas exentas. La tolerancia era aconsejada por la política para no irritar a los principales auxiliares de la autoridad civil. El gobierno colonial perdió una inmensa fuerza con el desprestigio de la inquisición, la expulsión de los jesuitas y la secularización de las doctrinas que había poseído el clero regular. Gobierno civil.- De las cinco grandes audiencias, que en su mayor extensión llegó a comprender el virreinato, las de Panamá y Santiago, si bien reconocían la autoridad del virrey y apelaban a él para las necesidades de la guerra y remisión de los situados, prevalidas de la distancia se

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conducían con mucha independencia; las de Quito y Charcas, reconociendo en todo su superioridad, se tomaban muchas libertades; sólo la audiencia de Lima, que gozaba de suma consideración, le estaba sometida, en cuanto permitía la independencia de las funciones judiciales. Entre los eminentes magistrados de Lima hubo hombres tan entendidos como Solórzano y tan justificados como Padilla. La audiencia del Cuzco, cuya necesidad se había hecho sentir desde el siglo diecisiete, no dejó de corresponder a los fines de su erección. Para las necesidades de la administración civil el territorio actual del Perú, no contando el de las montañas, estuvo divido en provincias, que en los últimos tiempos del coloniaje se distribuyeron en las ocho intendencias de Trujillo, Tarma, Lima, Huancavelica, Huamanga, Cuzco, Arequipa y Puno. A la intendencia de Trujillo pertenecieron los antiguos corregimientos de Piura, Saña o Lambayeque, Chota, Cajamarca, Chachapoyas, Lulla y Chillaos, Pataz o Cajamarquilla, Huamachuco y Trujillo; a la de Tarma, Huaylas, Conchucos, Cajatambo, Huamalíes, Huánuco, Panataguas, Tarma y Jauja; a la de Lima, el Cercado, Santa, Chancay, Canta, Huarochirí, Yauyos, Cañete e Ica; a la de Huancavelica, Tayacaja, Huancavelica, Castrovirreina y Angaraes; a la de Huamanga, Huanta, Anco, Huamanga, Vilcas Guaman o Cangallo, Andahuaylas, Lucanas y Parinacochas; a la del Cuzco, Abancay, Cuzco, Quispicanchi, Paucartambo, Calca y Lares, Chilques y Mages, Cotabamba, Tinta o Canas y Canchis, Aymaraes y Chumbivilcas; a la de Arequipa, Camaná, Arequipa, Condesuyos, Cailloma, Moquegua, Arica y Tarapacá; y a la de Puno Lampa, Puno o Paucarcolla, Chucuito, Azángaro y Carabaya. Los corregidores, cuya duración varió de tres a cinco años, eran los bajaes de las provincias y generalmente tan malos que solía tenerse por peor al último. La creación de intendentes para mejorar el gobierno sólo pudo remediar en parte abusos seculares. El régimen municipal estaba siempre confiado a los cabildos, teniendo el de Lima el privilegio de no admitir corregidor. Los regidores, que compraban sus plazas a perpetuidad, nombraban de su seno o entre los demás vecinos dos alcaldes anuales, cuya elección debía ser confirmada por el virrey. En los pueblos de indios había también alcaldes, por elección popular en el nombre, y en realidad impuestos por el cura o el corregidor. Los caciques que conservaban su jurisdicción tradicional y hereditaria, la ejercían más especialmente para integrar las mitas, recaudar tributos o imponer otras exacciones. El comercio reconocía la autoridad protectora del consulado, que ayudaba también al gobierno en los grandes negocios de hacienda. La minería recibió fomento y regularidad de su tribunal especial, y en Potosí y Huancavelica hubo una organización administrativa bastante desarrollada. Había protectores de indios

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entre los fiscales de las audiencias y en todas las provincias sus cajas de censo tuvieron una administración especial. También había jueces particulares para la mejor distribución de las aguas, alcaldes de hermandad para la seguridad de los campos, y otros funcionarios de policía. Un oidor debía visitar el distrito cada tres años. Sea por la corte, sea por el virrey o por los tribunales se enviaban de tiempo en tiempo jueces pesquisidores. La ley había fijado las atribuciones, deberes y subordinación de las respectivas autoridades, minuciosas reglas de buen gobierno, ordenanzas de gremios, obrajes, minería y comercio, medidas suntuarias, en suma, cuanto parecía conducir a la marcha de la sociedad según los principios de paz, justicia y prosperidad. Una parte de la actividad administrativa se gastaba en las prácticas de etiqueta y en las controversias de jurisdicción. El ceremonial se cuidaba con tanto más escrúpulo, cuanto que ocultaba con las fascinadoras apariencias de superioridad la debilidad real del gobierno. Las competencias de autoridad, muy frecuentes por alegatos de fuero, circunstancias locales u otras causas se revestían de gran trascendencia cuando ocurrían entre el virrey y la audiencia; porque se temía la colisión aparente entre el ejercicio de la soberanía reservado al representante del Rey y la independencia reconocida en los tribunales. El mayor escollo de la buena administración era la corrupción de los empleados, que por la distancia del poder central, la escasa influencia de la opinión pública, sus ningunas raíces en los pueblos y la confianza en la impunidad llegaba a veces a un grado espantoso. Representando el empleo más a menudo un favor o un precio, que la recompensa del mérito, se ejercía principalmente con el designio de improvisar una fortuna sin detenerse en los medios. La vara de la justicia se transformaba en vara de comerciante; se buscaban expedientes para paliar las iniquidades, torciendo con más o menos habilidad el curso de las causas; los pleitos se hacían interminables, especialmente si los asuntos eran de tal cuantía, que pudiese apelarse al Consejo de Indias; la protección acordada a los indígenas por multiplicadas leyes y recomendada constantemente por los Soberanos venía a ser tan ilusoria que en el dictamen de hombres muy justificados lo mejor que podía hacer el gobierno era no ocuparse de ellos. Con la opresión de los indios contrastaba la licencia de los blancos, cuya obediencia a la ley se medía por su voluntad en las provincias no muy remotas, y que formando cierta aristocracia de color reproducían el desorden de los tiempos feudales. Para las razas mezcladas que tenían una posición excepcional bajo el nombre de castas o gente de medio pelo, existía la alternativa frecuente de oprimir o ser oprimidos; produciendo los estragos del rayo entre los

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desvalidos indios, siendo objeto de escándalo por sus demasías en las grandes poblaciones e inspirando serios recelos al gobierno por su espíritu osado, solían asegurar la impunidad de sus excesos, ya en el desamparo de los lugares, ya en los sagrados que les ofrecían el clero y la nobleza; mas otras veces, sin que fuesen muy culpables, salían al presidio de Valdivia, a la extracción de piedras en la isla de San Lorenzo, que por su destino se llamaba la galera, u a otros trabajos forzados. Las más sentidas quejas contra el gobierno de los virreyes eran por haber defraudado a los beneméritos del país del premio, que la naturaleza y las leyes parecían asegurarle; la venalidad o el favoritismo distribuían el mayor número de empleos y gracias; aunque sea en el virreinato, sea en otros dominios españoles brillaron muchos peruanos en altos puestos, eran tantas y tan elevadas las aspiraciones que nunca la autoridad podía aparecer justificada en la distribución de las recompensas. La empleo-manía fue desde muy antiguo una verdadera plaga; ocasión hubo en que los pretendientes se contaron por millares, y pasaron de dos mil las cédulas para la expectativa de premios. Mientras el trabajo no obtuviese la debida estimación y escasearan las posiciones apetecibles, no había para los desheredados de la fortuna otra perspectiva que pretender o vivir a expensas de la caridad pública y privada. Estado militar.- La carrera militar no ofrecía entonces muchos atractivos. Cuando cesó el desorden de la conquista, la defensa del territorio quedó confiada principalmente a los vecinos agraciados con encomiendas de indios; los virreyes tuvieron una reducida guardia de lanzas y arcabuces, que mal pagados o cesando enteramente el sueldo, hubieron de servir exclusivamente por los honores del puesto o por las ventajas del fuero; las depredaciones de los corsarios hicieron necesaria la pequeña armada del Sur y la guarnición de quinientos hombres en el puerto del Callao; la sublevación de los araucanos obligó a sostener una fuerza doble en sus fronteras; después se establecieron las guarniciones de Buenos Aires y Tierra Firme; mas el ejército destinado a defender el vasto virreinato pocas veces pasó de tres mil plazas bajo la dinastía austriaca. Reducido el Perú a la audiencia de Lima, la fuerza veterana no llegaba a 1 500 hombres; las milicias que solían contar nominalmente más de 40 mil y 60 mil soldados y en la capital sólo se elevaban a unos ocho mil, distaban mucho de ofrecer la misma fuerza efectiva. Sólo después que se hizo inminente la invasión inglesa o se concibieron serios temores por la tranquilidad interior, se trabajó eficaz y asiduamente en la organización militar. La carrera fue recibiendo todas las mejoras y obteniendo la consideración de que gozaba en España; a los imperfectos buques construidos en Guayaquil reemplazaron buenos navíos de guerra venidos de

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Europa; estuvieron bien provistas las salas de armas; se construyó un buen parque de artillería; se acabaron las grandes fortificaciones del Callao; vinieron tropas aguerridas de Europa; y los excelentes soldados que suministraba el Perú pudieron realizar grandes hechos, utilizándose la plenitud de sus esfuerzos con la buena disciplina. En tiempos anteriores sólo habían podido desplegarse pasajeramente el valor y el entusiasmo, cuando la colonia se veía acometida por fieros enemigos de la religión y de la patria. Para sostener el orden interior bastó casi siempre la fuerza de las creencias; rarísima vez se vieron obligados los virreyes a presentarse en el lugar de los disturbios; y unos pocos soldados mandados por un cabo imponían tanto como un gran ejército. El estado de las rentas no permitía aumentar mucho el presupuesto militar. Hacienda.- Como sucede tarde o temprano a todos los gobiernos mal constituidos, el mal estado de las rentas era a un mismo tiempo indicio de la viciosa administración, obstáculo para su reforma y principio de su ruina. No se desconocieron en verdad las necesidades de exactitud, economía, responsabilidad y vigilancia, que son el alma de todo sistema financiero. Los virreyes solicitaban la cobranza, conservación, incremento y buen empleo de las entradas fiscales, y en caso necesario consultaban a juntas u hombres competentes; los oficiales reales destinados a la administración inmediata ofrecían las garantías necesarias; la contaduría mayor encargada especialmente de hacerles cumplir sus deberes, desplegó muchas veces notable actividad y conservó la reputación de íntegra. Mas no obstante todas las previsiones legales y los severos castigos que llegaron hasta el último suplicio, la tentación fue siempre más fuerte que el miedo, y las defraudaciones se hicieron constantemente en gran escala. Las entradas generales, que llegaban a reunirse en las cajas reales de Lima, se elevaron a poco más de dos millones anuales de pesos bajo la dinastía austriaca y a cuatro millones y medio en la época más próspera de los Borbones. Prescindiendo de los ramos secundarios o eventuales, las principales rentas se debieron al tributo de los indios, producto fiscal de las minas, impuestos sobre el comercio y ganancias en los efectos estancados. El tributo, que por mucho tiempo no dio ningún producto neto al fisco, le proporcionaba al fin cerca de un millón de pesos; los derechos pagados por el comercio, que eran principalmente los de alcabala y almojarifazgo o aduanas, sufrieron constantemente enormes desfalcos por causa del contrabando, crecieron en gran progresión, desde que se autorizó el tráfico por el Cabo de Hornos, y llegaron a ser la entrada más importante; el único estanco valioso fue el de tabaco; los dere-

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chos sobre los metales extraídos, que al principio formaban el ramo principal, figuraron al fin en tercera o cuarta línea. Los gastos del virreinato nunca pudieron ofrecer un orden riguroso y estable. La lista militar aun en tiempos pacíficos absorbía más de la mitad de las entradas; porque era necesario enviar situados a Chile, Buenos Aires, Panamá y Cartagena. La lista civil figuró durante un largo período por un décimo de los gastos. Muy poco era lo que se destinaba a las obras públicas, instrucción y beneficencia. En el sostenimiento del clero se empleaba una parte considerable de los tributos. El quinto de los metales beneficiados, reducido después al décimo, se consideró siempre propio del Rey, como legítimo propietario de las minas, cuya explotación acordaba a los descubridores. Mas para remitir al Rey sus quintos era necesario desatender las atenciones más urgentes, perpetuar la deuda pública, valerse de arbitrios efímeros o recurrir a malos expedientes. Aun así apenas pasaría de cien millones de pesos la remesa regia en todo el período colonial correspondiendo a menos de 400 mil pesos anuales; cantidad total que hoy percibe el gobierno del Perú en pocos años con sólo el producto del guano; que el de España hubiera podido obtener fácilmente con un poco de libertad en el comercio colonial, y que sólo pudo realizarse perpetuando la iniquidad de la mita, reduciendo a veces el gobierno del Perú al cuidado de Huancavelica y Potosí, causando los más graves daños a la misma metrópoli en su bienestar y en sus costumbres, suscitando costosas rivalidades en Europa y atrayéndose la animadversión del mundo civilizado. Con tan mezquinos cálculos y perjuicios tan generales suelen dominar los errores económicos, acreditados por la irreflexiva codicia y sostenidos por un orgullo mal entendido. Mejoras materiales.- La agricultura se enriqueció con aclimataciones inapreciables. Adquirió el Perú los ganados vacuno, lanar y de cerda, asnos, caballos, mulas, cabras, perros, gatos, aves de corral, trigo, cebada, arroz, caña de azúcar, café, uvas, aceitunas, otros muchos frutos europeos, varias legumbres, flores y hortalizas, alfalfa y otras yerbas utilísimas. Extendiose el cultivo de la coca, tabaco y arboleda. Mejoraron la labranza y otras prácticas de cultivo. Mas la riqueza agrícola se vio detenida en su fácil y valioso desarrollo por la excesiva extensión de las grandes haciendas pertenecientes en la mayor parte a manos muertas, por la inseguridad de la pequeña propiedad que se reconoció a los indios, por la irregularidad o carestía del trabajo voluntario y la imperfección del confiado a manos serviles, por la falta de salidas, por injustas prohibiciones que felizmente no se cumplieron de lleno, y por otros obstáculos políticos o sociales.

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La minería favorecida con brazos, habilitaciones, sabias ordenanzas y decidida protección de las autoridades tuvo un desarrollo admirable. La explotación del oro no continuó con la extensión que ofrecía a los principios del régimen colonial, por hallarse situados los más opulentos lavaderos en Carabaya y montañas de Jaén, donde eran de temerse la insalubridad del clima y los ataques de hordas feroces. La extracción del azogue, que se reservó el gobierno, se hizo en la mina de Santa Bárbara a todo costo y mediante trabajos grandiosos, habiendo ascendido hasta 1813 según los datos oficiales a 1 110 235 quintales con 41 arrobas y 11 libras; suma que posiblemente se duplicó por la extracción clandestina. La de La plata, que fue la industria predominante, no puede sujetarse a cálculo; pero todo hace creer que osciló entre seis y diez millones de pesos por año. Asombran verdaderamente la cantidad de mineral, que fue preciso remover para obtener esos tesoros, y la enorme suma de esfuerzos indispensables, sobre todo habiéndose realizado la mayor parte a fuerza de brazos. Más admirable es todavía la constancia de los mineros en una especulación, que solía ofrecer todos los azares del juego y en la que, a no favorecerles la casualidad con ricas vetas, corrían riesgo inminente de arruinarse por el excesivo costo de la explotación, por locas prodigalidades de que la costumbre hacía una necesidad, y por la exorbitancia de los derechos reales equivalentes a una compañía industrial, en que el Rey se reservaba grandes ganancias y no quería correr ningún riesgo. Es verdad, que a menudo le tocaba su parte en los desfalcos y pérdidas por la ocultación de los metales extraídos y la mala paga de los azogues dados a crédito. Con la civilización colonial se introdujo y propagó en el Perú la práctica de artes tan importantes como la del herrero y carpintero, trabajos en seda e hilo, y otros de uso diario o de moda. Mejoraron mucho las construcciones de edificios y naves. Se conocieron las variadas aplicaciones de la pólvora. Los instrumentos de hierro, otros útiles traídos del antiguo mundo y el auxilio de los animales aclimatados facilitaron singularmente los progresos industriales. Mas en general, encadenados los principales oficios a las ordenanzas de gremios, entregados casi siempre a las clases abatidas y faltando las grandes enseñanzas y estímulos, los productos manufacturados se redujeron a pequeñas proporciones. En los grandes obrajes, en que se trabajaban varios tejidos, las ganancias se debían principalmente a la defraudación escandalosa que se hacía a los operarios forzados, quienes por lo mismo sólo habían de producir obras muy imperfectas. El comercio luchaba con los más poderosos obstáculos. En el interior le dificultaban la falta de aspiraciones o de medios, las malas vías de comunicación y el monopolio que usurpaban los corregidores, curas,

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hacendados, obrajeros y dueños de minas. Para comerciar con el virreinato de Nueva España y obtener efectos de la China era necesario casi siempre correr los azares del contrabando. El comercio con la Europa estaba reservado a la metrópoli, que por más de dos siglos quiso encadenarlo al embarazoso movimiento de los galeones, feria de Portobelo y concesiones hechas por la Casa de Contratación de Sevilla. Aun cuando se declaró libre [la ruta] entre los puertos de América y España, no desaparecieron ni la interdicción a los extranjeros, ni las dificultades acumuladas por el anterior monopolio. Sin embargo, a fines del siglo último, no contando el extenso contrabando, la suma de importaciones y exportaciones se acercó a dieciséis millones de pesos anuales en el tráfico con España, y aproximadamente a la mitad en el de Buenos Aires, Chile, virreinatos de Santa Fe y Nueva España. El principal puerto fue siempre el Callao, en donde se recibían breas, añil, cera y maderas de Guatemala, efectos de la China, cacao y maderas de Guayaquil, trigo, frutos secos y otros productos de Chile y toda clase de manufacturas europeas. Por el Sur entraban muchas mulas de Tucumán y hierba del Paraguay. Se exportaban para Chile y el Nuevo reino azúcares, menestras, licores o efectos fabricados. La producción del Perú, que variaba sin cesar y no era objeto de apreciaciones bien meditadas, no puede someterse a cálculos precisos. Sin embargo, reflexionando sobre el monto de los diezmos, salarios, movimiento mercantil y otros datos bastante vagos, se conjeturaría con fundamento que llegó a más de veinte millones de pesos por año, correspondiendo unos dos quintos a la minería y el resto a la agricultura y demás industrias. La distribución de la riqueza producida se hacía con injusticia notoria, reservándose el clero, empleados y demás clases privilegiadas más de dos tercios. El consumo anual de Lima se calculaba a fines del siglo diecisiete en más de seis millones de pesos. El comercio había formado en la capital algunos millonarios, varias fortunas de a trescientos y quinientos mil pesos, y un número muy considerable que oscilaba entre sesenta mil y doscientos mil; las debidas al pequeño tráfico eran tan instables que solía decirse: padre pulpero, hijo caballero y nieto pordiosero; la opulencia improvisada en las minas se disipaba como se había adquirido; los enriquecidos en los corregimientos y otras inicuas explotaciones empobrecían por lo común tan pronto que las cosas instables se comparaban a la hacienda debida a indios; ni éstos, ni los esclavos podían mejorar de situación; de los grandes hacendados solía afirmarse que vivían pobres y morían ricos. La formación general de los capitales se dificultaba por el excesivo costo del culto, en que se empeñaban todas las razas, por la embriaguez común en los indios, el libertinaje de la gente de color y el ruinoso juego

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en las clases más favorecidas. Eran muy raros los hábitos económicos; pero en cambio se padecía poco la extremada miseria, se generalizaba el bienestar, y las clases elevadas y aun los artesanos en Lima conocían los goces del lujo. El pueblo había adquirido el uso más frecuente de la carne y de la coca, el pan, la leche, licores fuertes, flores y perfumes. Mas las comodidades no correspondían a la opulencia del país, ni aun en los palacios de la primera nobleza. Progreso moral.- Las grandes diferencias de raza y educación establecían notables contrastes y grados muy diversos de cultura entre los habitantes del virreinato. No lejos de indígenas inmóviles y silenciosos como estatuas residían negros turbulentos y bulliciosos; al entrar en ciertos pueblos del interior se les habría creído desiertos, y las más pequeñas reuniones de esclavos y libertos solían presentar el estruendo de la tempestad con las voces atronadoras, los instrumentos estrepitosos, el torbellino de las danzas importadas del África y otras escenas más borrascosas. Contrastaban singularmente la actitud sumisa de los unos con la osadía de los otros y la dejadez de los que sufrían el rigor de la inclemente puna por no echar un poco de lodo en las paredes de su choza, con las galas y pretensiones que en la capital desplegaba el ínfimo vulgo. Si se exceptúan las reducciones del Paraguay, en las que bajo el régimen paternal de los jesuitas se conservaban el bienestar y la inocencia, los neófitos no eran sino salvajes mansos, adheridos tan débilmente a la civilización cristiana que la más leve causa bastaba para que desamparando o sacrificando al benéfico misionero, tornasen a la primitiva barbarie. Los indios de la ceja de la montaña ocupaban también de ordinario moralmente los confines de la vida salvaje. En otros muchos el aislamiento, la opresión y la miseria sostenían la degradación secular agravada por nuevos vicios; o se conservaban las antiguas supersticiones, o se hacía una idolatría del culto cristiano, permaneciendo refractarios al espíritu evangélico. La esclavitud incesantemente renovada con bozales de Guinea era un poderoso obstáculo para las mejoras morales. Aun las clases más favorecidas podían resentirse del contacto imprudente de los niños con una servidumbre envilecida, y en la edad de las pasiones por las facilidades para el vicio. El clero mismo llamado a formar la moral social corría gravísimos riesgos de contagiarse, viéndose poderoso, entre las más violentas tentaciones y sin responsabilidades humanas. Era preciso que los curas y la mayor parte de los frailes fuesen santos para no caer en todas las fragilidades. De aquí la frecuencia y enormidad de los escándalos, que viniendo de tan alto y descendiendo a las regiones inferiores poco dispuestas para resistir su funesta influencia, causaban incalculable daño a las costumbres. Sin embargo de tamañas

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contrariedades, el progreso moral era evidente en el Perú, y entre las influencias menos favorables se desplegaron las más bellas dotes del corazón y de la inteligencia. Antes de pasar la primera mitad del siglo diecisiete, dejó la exaltación religiosa de mancharse periódicamente con los horrores inquisitoriales, que eran una consecuencia fatal de las guerras religiosas en las que se agravaban los odios de naciones hostiles con los sentimientos del fanatismo. La devoción, permaneciendo más fiel a su espíritu, multiplicó los establecimientos de beneficencia, el ejercicio de la caridad particular, la abnegación heroica de los misioneros, las prácticas del culto que alimentaban los sentimientos de fraternidad entre todas las razas, y las virtudes ascéticas que levantaban la sociedad del fango de la corrupción. Almas purísimas fueron un ideal viviente de la perfección cristiana; predicose siempre una moral regeneradora; el culto hablaba mucho a los sentidos y a menudo participaba más del espectáculo que del recogimiento. Mas en aquellos tiempos de fe sencilla y devoción ferviente era natural que en las pompas de la religión se reuniera en torno de los objetos venerados lo más raro, brillante e interesante, fuegos de artificio, iluminaciones, todas las riquezas del arte, todas las maravillas de la naturaleza, las escenas teatrales y las más simples efusiones de la piedad. La sociedad, que en tales fiestas hallaba sus más deliciosas satisfacciones, estrechaba al mismo tiempo los lazos de fraternidad y depuraba su espíritu. Por la acción moralizadora de las creencias y la natural bondad del carácter se sostenían las amables virtudes, que brillaron en la sociedad colonial. Con pocos y fácilmente eludidos castigos fueron siempre raros los crímenes. Se viajaba por largas soledades con la mayor seguridad, y las cargas de plata se transportaban a largas distancias sin escolta, quedando a veces sin riesgo casi abandonadas en el desamparo de las punas. Los más valiosos efectos se recibían en cajones cerrados, declarando a cerca del contenido en la declaración del vendedor o conductores. Los préstamos se hacían por gruesas sumas sin recibo ni documento alguno, tranquilo el acreedor con la buena fe de sus favorecidos nunca desmentida. Las relaciones eran francas y cordiales, abriéndose las casas con la mayor llaneza y prodigándose las sinceras efusiones de cariño. Mirábase la hospitalidad más bien como una dicha que como el cumplimiento de un deber; algunos caballeros salían a los caminos en busca de huéspedes; en los pueblos, las principales familias se disputaban los forasteros para prodigarles obsequios. La despedida principiada a menudo con alegres banquetes se terminaba con lágrimas, que brotaban del corazón. Aun en las reuniones no santificadas por la religión eran comunes las virtudes de familia.

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El espíritu público no podía desarrollarse faltando la vida nacional. El patriotismo se desvirtuaba buscándose la madre patria más allá de los mares, trasladando al Rey el amor; que ante todo merece la nación, y estrechándose sus inspiraciones por la prevención con que la interdicción colonial hacía mirar a todo extranjero. Mas no obstante las mezquinas preocupaciones no dejaba de brillar ardiente, desinteresado y puro en los peligros comunes y cuando de palabra o por escrito se fijaba la atención en las glorias del Perú. Las letras ostentaban ya nombres gloriosos. Aunque la ley disponía que hubiese escuelas en todos los pueblos, por falta de ellas yacía la multitud en una ignorancia lamentable. La instrucción de las clases más favorecidas confiada al clero se resentía de la pequeñez de miras e imperfección de los métodos. En las colonias españolas, lo mismo que en la metrópoli, el absolutismo no permitía que figurasen en la enseñanza pública las ciencias económico-políticas llamadas a descubrir al pueblo sus intereses y derechos. La filosofía languidecía entre las difíciles puerilidades de las escuelas. El derecho y la teología se resentían necesariamente del mal estado de los estudios filosóficos. Las ciencias naturales y exactas en ninguna parte principiaron a ser bien cultivadas sino por hombres muy especiales hasta el siglo dieciocho. La medicina y los estudios de aplicación no podían mejorar en el Perú sino mucho después. Los de las bellas artes habían de adolecer de la falta de preparación y del mal gusto dominante. Sin embargo, apenas establecida la Universidad de Lima produjo hombres eminentes; desde el siglo diecisiete se hicieron admirar verdaderos prodigios de ingenio. La juventud educada en el Colegio de San Martín, al que reemplazó el Convictorio de San Carlos, se distinguió constantemente por una inteligencia clara y rápida. Algunas obras de peruanos merecieron grandes elogios en Europa. Hay del período colonial muchos trabajos apreciables sobre la historia nacional, lenguas índicas, poesía, religión y otros ramos del saber. Aunque el coloniaje no fuese favorable ni a la formación de grandes caracteres, ni al ejercicio de una superior influencia, el Perú se gloría de muchos hijos que brillaron al frente de los ejércitos españoles, en el mando de poderosas escuadras, en el Consejo de los Reyes, presidiendo las cortes y ocupando con lucimiento en España y América los más elevados puestos de la jerarquía eclesiástica y civil. Con sus esfuerzos y sus recursos se realizaron desde los primeros tiempos grandes exploraciones en Oceanía, Patagonia e interior de América, se llevó la civilización a regiones salvajes, se defendió el Pacífico de peligrosas invasiones, se mantuvo un inmenso territorio en una paz secular y se preparó un porvenir más brillante a las nacionalidades que estaban formándose en el vastísimo virreinato.

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Época de la Emancipación

—I — Primeras tentativas de independencia (1805-1818) Causas de la Emancipación.- La naturaleza de las relaciones internacionales se oponía a la sujeción permanente del Perú a la España. Las conquistas lejanas nunca fueron duraderas, y el coloniaje desapareció siempre con la infancia de las naciones. Los oprimidos indios echaban de menos el gobierno paternal de los Incas. Apenas consumada la conquista, la colonia que contaba con grandes fuerzas de mar y tierra y con los inagotables recursos del país, estuvo cerca de sacudir el yugo de la metrópoli. Desde el origen del virreinato se preveía que los enviados de la corte sacrificarían a miras egoístas la brillante suerte que debían prometerse los descendientes de los conquistadores y primeros pobladores. Fácil era conocer que no podía ser bien gobernado un vastísimo territorio con leyes dadas a tres mil leguas de distancia, y por autoridades no nacidas, ni nombradas en su seno. El absurdo sistema de interdicción y monopolio venía a agravar los males de una tutela tan perjudicial como humillante, aplazando indefinidamente los progresos que facilitan a todo pueblo el libre contacto del mundo civilizado y el amplio desarrollo de sus fuerzas. El aislamiento a que fue condenado el virreinato, los hábitos de obediencia pasiva y la fuerza de las creencias hacían aparecer invulnerable la autoridad del Rey; desconocíanse la fuerza, intereses y derecho con que el Perú podía reconquistar su independencia; la heterogeneidad y rivalidades dificultaban el concierto de los peruanos para sacudir el yugo colonial; y el profundo letargo en que la inquisición, el absolutismo y la educación los habían hecho vegetar durante tres siglos, contribuía a prolongar por tanto tiempo una situación que sólo los dominadores pre-

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ocupados por el orgullo o por mezquinos intereses podían calificar de natural, justa y provechosa. Mas desde que en el siglo dieciocho principió la filosofía a ilustrar a los pueblos a cerca de su poder y conveniencias; cuando la emancipación y prosperidad de la Confederación angloamericana descubrieron a la América española el porvenir reservado a los Estados independientes; y luego de que la revolución francesa propagó el espíritu de libertad; la existencia del coloniaje se hizo sumamente precaria y estuvo pendiente de la primera gran sacudida que recibieran la metrópoli y sus mal adheridas posesiones. La pérdida de la marina española en las aguas de Trafalgar, el heroísmo con que los argentinos rechazaron la invasión inglesa, y el levantamiento de la Península para sacudir el yugo de los franceses, sucediéndose a cortos intervalos, ofrecieron una oportunidad que en todo caso no habría dejado de presentarse en breve tiempo. Movimientos secretos.- Un gobierno organizado de una manera estable, con las conciencias encadenadas, con el apoyo de fuertes intereses y armado de leyes severas para ahogar en sangre todo conato de independencia, sólo podía ser atacado por hombres firmes en sus convicciones y resueltos a morir por la patria; los primeros movimientos habían de concertarse con gran secreto; y el Cuzco, rival de Lima en influencia, lejos del poder central y con tentadores recuerdos de la grandeza nacional, era el teatro natural para las primeras conspiraciones. El huanuqueño don Gabriel Aguilar, que en sus viajes por Europa se había inspirado de las doctrinas revolucionarias de la Francia, se unió en 1805 al moqueguano don Manuel Ubalde para trabajar por la Independencia; lograron atraer a sus miras a un cacique, lisonjeándole con la expectativa de ocupar el imperio de sus mayores; y también participaron en la conspiración un regidor, algunos religiosos y otras personas de menos influencia. Los planes se hallaban todavía poco avanzados, cuando un pérfido que se lisonjeaba de contar entre los suyos, los delató a la audiencia, y aun tuvo la villanía de invitarlos a una conferencia, que espiaban ocultos los agentes del gobierno, quienes pudieron ser así testigos de las peligrosas confidencias. Descubierto el complot a fines de junio, se siguió lentamente el proceso hasta el 5 de diciembre, en que fueron ahorcados Aguilar y Ubalde, habiendo salido absueltos o condenados a diferentes penas otros acusados. Sofocada en sus principios aquella conspiración, pasó casi desapercibida en el resto del Perú, que agradecía con entusiasmo la llegada de la expedición vacunadora, y dirigía su atención a la guerra con los ingleses. Los graves sucesos de la corte, y el levantamiento de la Península en 1808, colocaron al virrey en una situación difícil. De una parte los emisarios de los franceses venían a solicitar la adhesión del Perú al monarca

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intruso, casi al mismo tiempo que la princesa Carlota refugiada en el Brasil con los Reyes de Portugal abogaba por su propia causa; y de otra, los españoles al levantarse en defensa de su independencia formaban juntas provinciales. Los americanos no podían perder la ocasión de imitarles, dándose gobiernos propios a nombre del Rey cautivo, mientras en posesión de la autoridad se proclamaban también independientes. Los patriotas peruanos se ocupaban con interés de aquella situación, y entre otros el sabio Unanue conversaba con toda reserva en el colegio de San Fernando a cerca de la emancipación. Abascal, que le estimaba, sabedor de aquellas pláticas, le impuso silencio, absteniéndose de providencias severas. Los sucesos marchaban con demasiada precipitación para que el orden establecido pudiese conservarse con sólo las medidas de prudencia. En 1809 la Paz y Quito se levantaban en los confines del virreinato nombrando juntas para tener su gobierno propio. En Lima se propagaban las mismas ideas, y el peninsular Pardo se concertaba con varios peruanos para seguir aquel primer paso de Independencia. Mas sus tentativas fueron reprimidas fácilmente, a la vez que los movimientos de La Paz y Quito. Todo se reunió en 1810 para dar un carácter más imponente y marcado a los pronunciamientos de la América española. Ocupada casi toda la Península por las armas francesas, faltaban a la metrópoli hasta las apariencias de fuerza y de derecho para imponer sus órdenes a los habitantes del Nuevo Mundo. La junta central, inspirada por sentimientos liberales y queriendo atraer a los americanos con lisonjeras promesas, reconocía de la manera más solemne la arbitrariedad de la anterior administración colonial y ponía la suerte de los pueblos en sus propias manos. El patriotismo americano no podía menos que sacar de semejante confesión la consecuencia lógica, que era el derecho a emanciparse. Por lo demás, en ambos continentes se propagaban rápidamente las ideas liberales, y la prensa comenzaba a establecer en los espíritus una independencia que pronto habría de traducirse en hechos. Por un impulso simultáneo, uniforme y tan espontáneo que en ninguna parte encontraba serias resistencias, como sucede a todos los movimientos providenciales, casi todas las capitales de la América española cambiaron el gobierno establecido con autoridades populares. Lima no permaneció indiferente a la deseada transformación; pero fuerzas respetables apoyadas en el imponente parque de artillería permitieron al bien quisto virrey impedir toda manifestación pública. Muchas personas de todo rango, que conspiraban en silencio, fueron envueltas en la persecución que se hizo al doctor Anchoris. Sin dejar de desplegar la suficiente energía, el prudente cuanto benévolo Abascal calmó mucha parte del descontento, reuniendo en el batallón de la Concordia indistintamente a peninsulares y americanos y fiándoles el sostenimiento del orden. Mas ni su prestigio,

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ni todos sus recursos eran bastantes para contener a los patriotas, que conspiraban en otros pueblos. Primeros levantamientos.- Las tropas independientes de Buenos Aires, avanzándose en el Alto-Perú, tenían levantados sus pueblos en 1811 hasta las orillas del Desaguadero. La varonil y entusiasta Tacna, aunque aislada entre los del Bajo-Perú, no temió proclamar la causa de la patria el 20 de junio, poniendo a su cabeza al limeño don Francisco Antonio Zela, dotado de carácter enérgico y de sentimientos elevados. Mas el ejército argentino sufrió en aquel mismo día una gran derrota en los campos de Guaqui; una reacción inmediata sostenida por un destacamento realista de Arica puso a Zela en manos de las autoridades coloniales; y condenado a muerte, se le conmutó el último suplicio en el destierro al castillo de Chagres. El espíritu de Independencia, sacando cada día nuevas fuerzas de los reveses, se generalizaba más y se mostraba bajo diferentes formas. En Lima se dio a conocer por el entusiasmo con que fue elegido y festejado un consejero de la regencia y en la frialdad con que se vio su salida, cuando se le creyó opuesto a la emancipación de su patria. Las discusiones y leyes que precedieron a la Constitución liberal de 1812 eran acogidas como otros tantos anuncios de libertad. Más ardiente, la ciudad de Huánuco proclamaba la Independencia en dicho año. Por desgracia confiaba su defensa a algunos reclutas venidos de la ceja de la montaña, que afligieron a la población con graves desórdenes, y fueron derrotados en las inmediaciones de Ambo por el intendente de Tarma. El vencedor exterminó a fuego y sangre a los vencidos, sacrificando como jefes del movimiento a los patriotas Castilla, Araos y Rodríguez. Al año siguiente hacía Tacna su segundo pronunciamiento, cuyo caudillo Pallardeli, derrotado a los pocos días en Camiara, se veía obligado a buscar su salvación en la fuga. La causa del Rey se presentaba en 1813 bajo auspicios favorables. Los independientes de Buenos Aires, que en el año anterior habían conseguido el importante triunfo de Salta, sufrieron un contraste en VilcaPuquio. Chile iba a volver al yugo colonial por la victoria de Osorio en Rancagua. La España se sobreponía a la invasión y aspiraba a regenerarse bajo instituciones liberales. Algunos patriotas de Lima, que no deseaban precipitar los acontecimientos y veían la anarquía naciente en las provincias emancipadas, transigían con la dominación española en la que los peruanos principiaban a tomar parte. Halagábanlos la elección popular de los ayuntamientos, la incorporación de sus diputados a las cortes que llegó a presidir el limeño Morales, la extinción de la inquisición, en cuyo local desahogó la multitud iras inocentes, y la perspectiva de grandes reformas. Un amago de levantamiento ocurrido en el Cuz-

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co a fines de año, había sido sofocado con algunas descargas de fusilería y la prisión de los cabecillas. Revolución de Pumacahua.- Un movimiento que dominó rápidamente el Sur, casi hasta las puertas de Lima, vino a evidenciar que el deseo de Independencia se iba haciendo general e irresistible. El 3 de agosto de 1814 el distinguido patriota don José Angulo, que se hallaba preso por la conspiración del año anterior, unido a sus dos hermanos, el brigadier don Mateo Pumacahua, el cura Béjar, Mendoza y otros hombres entusiastas, pronunció el Cuzco sin la menor efusión de sangre; y con tan feliz éxito, que al decir del obispo «si Dios pone una mano en las cosas del mundo, en aquella revolución había puesto las dos». Todas las provincias vecinas se adhirieron espontáneamente al pronunciamiento. Un destacamento enviado a La Paz, que tenía por el Rey el marqués de ValdeHoyos, entró en la ciudad favorecido por sus habitantes, y el intendente junto con otros realistas fueron inmolados por un populacho sediento de venganza. Huamanga, hacia la que se dirigía Mendoza, fue pronunciada por las milicias acuarteladas y lamentó también algunos asesinatos. En Huancavelica se dejó sentir el movimiento, sin que ocurrieran sangrientos desórdenes. Ica y Jauja estaban conmovidas. En Lima principiaba a conspirarse. El 10 de noviembre era deshecha en la Pacheta cerca de Arequipa, la fuerza con que el intendente Moscoso y el brigadier Picoaga quisieron resistir a los patriotas comandados por Pumacahua. Los vencedores entraron en la ciudad que, si bien estaba todavía muy preocupada en favor del Rey, no pudo menos de admirar la moderación de soldados poco disciplinados que carecían de todo lo necesario. Para poner en mayores conflictos a los realistas, los independientes de Buenos Aires se avanzaban con fuerzas superiores contra el ejército del virreinato, que a las órdenes de Pezuela el vencedor de Vilca-puguio, se veía obligado a retroceder. En el mismo campamento se preparaba a tomar las armas en favor de la patria el intrépido coronel Castro. Todo se conjuró contra los patriotas. La llegada de algunas tropas europeas y la noticia de que el Rey se hallaba restablecido en el trono de sus mayores contuvieron a los conspiradores de la capital. Descubierta la conspiración de Castro quedó sofocada con la ejecución inmediata de su jefe. Los expedicionarios de Huamanga fueron derrotados en Huanta y Matará; el cabecilla Pacatoro asesinó a Mendoza y se pasó a los realistas. El general Ramírez, enviado por Pezuela desde el Alto-Perú, entraba en La Paz tomando duras represalias por los pasados excesos, ejercía algunos rigores en Puno y bajaba a reforzarse en Arequipa. La muerte dada en el Cuzco a Picoaga y Moscoso, que eran estimados de los arequipeños, engrosó las filas realistas con algunos voluntarios, deseosos de vengarla. Tentativas de reacción, que se dejaban sentir en las

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provincias pronunciadas, paralizaron los esfuerzos de Pumacahua, que fue alcanzado por Ramírez el 11 de marzo de 1815, entre Humachiri y Cupi. Su gente era en número excesivo y no le faltaban ni la artillería, ni los caballos; pero no obstante los sacrificios del valor individual hubo de ceder a la superioridad de pericia, disciplina y armas. El desapiadado vencedor no tardó en ejecutar a un sobrino del caudillo, al coronel Dianderas y al simpático auditor de guerra, joven Melgar, que era la esperanza del parnaso peruano. Pumacahua, aprisionado en su fuga por los vecinos de Sicuani que le odiaban de muerte por sus rigores en la no olvidada revolución de Tupac-Amaru y en el reciente alzamiento, fue ejecutado en el mismo pueblo. Los Angulos y otros caudillos, aunque luchaban con denuedo, no pudieron sofocar la reacción estallada en el Cuzco a la aproximación de los vencedores. Los que en Puno y Larecaja defendían todavía la causa de la patria, sucumbieron también en la persecución de Ramírez, implacable con todos los jefes comprometidos. Progresos de la opinión liberal.- Ya creían los realistas asegurada la dominación colonial en la América española. Pezuela derrotaba en Viluma el nuevo ejército de Buenos Aires e impedía por mucho tiempo las expediciones al Alto-Perú. Para no caer bajo el yugo se veían obligados los argentinos a desplegar heroicos esfuerzos; porque se aseguraba que de la Península venían a sujetarlos más de cuarenta mil soldados aguerridos en las campañas contra el Capitán del siglo. También se quería aterrar a los patriotas hablando de grandes aprestos navales contra todas las colonias sublevadas, de doscientos mil hombres que la paz peninsular permitía enviar a la América, y del apoyo que la santa alianza daría al Rey absoluto. Mas ya había pasado el tiempo en que ni por la razón ni por la fuerza pudiera diferirse el día de la emancipación. Un defensor de Abascal se veía obligado a escribir: «el coloso de la Independencia, firme entre las ruinas y miserables restos de los que le levantaron, y cercado de cadáveres y miembros mutilados, ha seducido a proporción de los estragos que ha causado; y el torrente de la devastación ha tronado con mayor fuerza en el instante mismo, en que parecía enteramente aniquilado y confundido». No podía ser de otro modo; una vez puesto en cuestión el coloniaje, el pueblo debía condenarlo instintivamente y los hombres pensadores por principios; las voces mágicas de Patria, Independencia y Libertad, hallaban eco en todas las almas; las víctimas marchaban al sacrificio con la serenidad de los mártires; sus compatriotas sólo pensaban en vengarlas; las derrotas en vez de producir el desaliento sólo animaban a pelear con más denuedo, mayor pericia y mejores armas; cada día se acrecía más la fe en el triunfo de una causa a la vez dulce y santa.

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Como la dominación colonial sólo había logrado sostenerse apoyándose en el honor militar, los juramentos, las preocupaciones y en los intereses mal entendidos de los americanos, se ponía gran empeño y se confiaba mucho en la ilustración del pueblo; celosos misioneros de la Independencia recorrían las provincias; en las capitales se difundían ocultamente publicaciones fogosas y convincentes que cambiaban rápidamente la opinión. El régimen constitucional había favorecido singularmente este movimiento del espíritu público. La política retrógrada del Monarca, que perseguía de muerte a los liberales y quería imponer los desacreditados abusos, vino a hacer imposible toda ilusión acerca del gobierno colonial; ya no se podía confiar en que el Rey absoluto administrara a la América conforme a sus aspiraciones y al espíritu del siglo. Los que sólo creen en la fuerza material pudieron todavía adormecerse con su soñado triunfo, pero sólo por poco tiempo. El gran ejército mandado por Morillo y recién llegado de la Península se enseñoreaba de Cartagena y otros pueblos patriotas, imponiendo al virreinato de Santa Fe y a Venezuela. Una escuadra enviada al Pacífico por los independientes de Montevideo se tiroteó sin éxito con los fuertes del Callao y se alejó de las costas del virreinato después de haber caído prisionero en Guayaquil su comandante Brown. Chile, que por la victoria de Chacabuco había recobrado su independencia en 1817, la vio comprometida el 19 de marzo de 1818 por la derrota de Cancharrayada. Mas los patriotas chilenos rehaciéndose con asombrosa rapidez y acaudillados por el entendido don José San Martín, emanciparon para siempre su patria con el triunfo de Maypú, alcanzado el 5 de abril siguiente a las puertas de Santiago. Libre Chile y seguro Buenos Aires de su independencia, se apresuraron a libertar al Perú por el interés común y cediendo a los votos ardientes de los patriotas peruanos. Es verdad que el virrey puso sus fuerzas en el pie de 23 mil hombres y acrecentó los demás medios de defensa, pero se traslucía en sus medidas la falta de confianza y de concierto que anuncia siempre la próxima ruina de los poderes en decadencia.

—II— Expedición libertadora (1818-1821) Expediciones de lord Cochrane.- Después de celebrar un tratado para dar al Perú la libertad e independencia, activaron los gobiernos de Buenos Aires y Chile la formación de una expedición libertadora. Para allanarle el camino salió de Valparaíso a principios de 1819 una respetable escuadra casi improvisada por el patriotismo chileno y dirigida por el hábil e intrépido Cochrane, que había adquirido una gran reputación en las

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guerras navales de Inglaterra contra Napoleón, y venía a ofrecer sus importantes servicios a la América independiente. Para sorprender a los realistas en las distracciones del carnaval, entraron los expedicionarios en la bahía del Callao sin ser descubiertos a causa de una espesa niebla; y no dejaron de ser sorprendidos a su vez con las repetidas descargas de artillería que se hacían al mismo tiempo. Una extraña casualidad había hecho que su llegada coincidiese con un paseo marítimo del virrey, a quien se dirigían aquellos saludos, y que no sospechaba hallarse tan cerca de sus enemigos. Apareciendo el sol, se halló comprometida la fragata «O’Higgins» comandada por Cochrane, en combate desigual con toda la artillería realista; mas después de dos horas de vivo tiroteo salió sin graves lesiones. En los días siguientes se renovaron los fuegos, quedando siempre airosos los audaces invasores. Zarpando para el Norte tocaron en Huacho, donde se hizo sentir el espíritu de independencia, en la Barranca y Huambacho para apoderarse de una rica remesa de plata, y en Paita que tomaron a viva fuerza. Puesto en agitación el país con las proclamas esparcidas en la costa, sacados considerables recursos y llevando consigo a algunos patriotas peruanos regresaron a Valparaíso, que los recibió con el entusiasmo del triunfo. Cochrane volvió en el mes de septiembre al Callao esperando inutilizar la escuadra enemiga con la explosión de brulotes y de cohetes a la congreve. Mas los cohetes estallaban antes de tiempo o no hacían ningún efecto; y los brulotes, que fue necesario abandonar sin dirección, produjeron mucho ruido, pero ningún estrago. Frustradas sus tentativas contra el Callao, se dirigió Cochrane a Guayaquil para hacer algunas presas, que también lograron escapársele. Para resarcir su desairada expedición al Perú, emprendió con singular arrojo el asalto de Valdivia, en cuya toma se distinguió mucho el joven oficial peruano Vidal, a quien la Independencia reservaba altos puestos. «Donde entra mi gorra, entro yo», dijo con juvenil arrogancia, arrojándola dentro del fuerte; y siguiendo la acción a las palabras, se apresuró a ocuparlo. Entre tanto, los patriotas de Lima estaban sometidos a las más duras pruebas. Gomes, Alcázar y Espejo, que habían querido poner en poder de lord Cochrane las fortalezas del Callao tomándolas por sorpresa, habiendo sido denunciados por cómplices alevosos, morían en el patíbulo. Don José Riva-Agüero, que desde 1809 trabajaba por la revolución con tanta constancia como riesgos, era sumido en los calabozos de la inquisición con otros promovedores de la Independencia. El Convictorio de San Carlos se cerraba por temor a la exaltación de la juventud y a la influencia de algunos maestros. La ciudad, unánime en los deseos, vacilaba entre los temores y esperanzas; de una parte la victoria de Boyacá en Nueva Granada y la expedición libertadora aprestándose en Chile anun-

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ciaban la próxima Independencia; y de otra se ponderaba el gran ejército reunido en Cádiz para oprimir a la América, se ejercía un penoso espionaje, y era difícil reunirse para los desahogos patrióticos. Semejante situación, que obligaba a exclamar a los hombres pacíficos ¿cuándo se acabará esto?, cambió de lleno en septiembre de 1820. Primeras operaciones de los libertadores.- El 7 de septiembre llegaron los expedicionarios de Chile a las órdenes de San Martín a la bahía de la Independencia en número de 4 500 hombres de desembarco con armamento para 15 mil más y con una escuadra irresistible. El 8 por la tarde se principió el desembarco, y el 9 por la mañana se apoderaron de Pisco, de donde se habían retirado muchos recursos. Algunas fuerzas avanzadas a los valles inmediatos derrotaron a los destacamentos realistas de Chincha y Nazca; los esclavos alagados con promesas de libertad ofrecieron algún refuerzo; la caballería pudo montarse; y la opinión liberal poniéndose a la vanguardia de los auxiliares presagiaba rápidos triunfos. El 19 del mismo septiembre, a consecuencia de la revolución hecha en la Península por el ejército que debía expedicionar contra América, se restablecía en Lima la constitución del año 12; y el virrey, creyendo posible una transacción, hizo propuestas de paz a San Martín, que en el interés de sus operaciones militares las acogió con buena voluntad. Reunidos en Miraflores el 24 los enviados de una y otra parte, negociaron un corto armisticio; pero, como era fácil prever, no convinieron en la paz; porque el virrey proponía la sumisión al gobierno liberal, y los patriotas exigían el reconocimiento de la Independencia. Rotas las hostilidades, se determinó la bandera nacional el 21 de octubre. A principios del mes había partido el general Arenales al frente de mil hombres en dirección a Huamanga. Los demás expedicionarios se reembarcaron para operar sobre el Norte; la escuadra ancló en el Callao; y los transportes desembarcaron el ejército en la bahía de Ancón. Cochrane, secundado por su intrépido segundo Guisse, se apoderó el 5 de noviembre de la fragata Esmeralda metida entre los fuegos del Callao, abordándola a media noche, con una audacia y habilidad incomparables. Súpose el pronunciamiento de Guayaquil, que había tenido lugar, apenas fue conocida la venida de los libertadores; pero queriendo prevalecer por el ascendiente de la fuerza moral más bien que con la de las bayonetas, según le prescribían sus instrucciones, trasladó San Martín su ejército a Huaura el 9 de noviembre, haciendo la travesía marítima de Ancón a Huacho. Las esperanzas del caudillo libertador no salieron frustradas. El marqués de Torre-Tagle se pronunció el 29 de diciembre en Trujillo, donde se hallaba de intendente, y su pronunciamiento ganó a la causa de la

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patria todas las provincias del Norte. Arenales, en vez de los riesgos y contrastes que podían temerse en su aventurada expedición a la sierra, marchaba de ovación en ovación; proclamose la Independencia con entusiasmo en Huamanga; fueron ahuyentadas las fuerzas que el intendente de Tarma pensó oponer en Jauja; y el 6 de diciembre sufrieron una completa derrota no lejos de Pasco las mandadas por el general O’Reilly. Esta victoria fue seguida del inmediato pronunciamiento de la patriótica Huánuco. Ricafort, que en el puente de Izcuchaca había esperado detener a Arenales, al ver que este se había avanzado por el de Mayoc, retrocedió al valle de Jauja, cuyos patriotas contando sólo con su número y entusiasmo, le opusieron una esforzada pero inútil resistencia en Huancayo. Después pagó cara esta victoria en un encuentro con los guerrilleros de Canta, en el que salió mal herido y con el juicio afectado por el humillante revés. En todas las cabeceras se levantaban montoneras poco capaces de operaciones concertadas y demasiado propensas a los excesos propios de toda fuerza indisciplinada, pero de rápidos movimientos, a prueba de todo sufrimiento, renaciendo con mayores fuerzas cuando se las creía aniquiladas, dificultando a los realistas las comunicaciones, operaciones y recursos, y manteniendo donde quiera las esperanzas patrióticas. De la remota Chachapoyas llegaba al campamento de Huaura el hijo único de una viuda, al que su anciana madre enviaba para pelear por su patria. En Lima, la opinión liberal se mostraba triunfante y no retrocedía ante ningún género de sacrificios, ni riesgos. Al campamento patriota, donde las fiebres producían muchas bajas, se enviaba toda suerte de auxilios; la juventud entusiasta dejaba los talleres y los libros por las armas; agentes intrépidos y que tenían en nada la pérdida de su vida, con tal de ganar defensores a su causa, recorrían los cuarteles realistas para promover las defecciones; el batallón Numancia, que contaba con unas 690 plazas y gozaba de una gran reputación, se había pasado a los libertadores el 3 de diciembre; en la secretaría misma del virrey se tenían activos cooperadores; y todo anunciaba que la emancipación podría conseguirse sin correr los azares de la guerra. Ya iba a organizar provisoriamente San Martín la administración del Perú independiente creando cuatro departamentos de Trujillo, Huaylas, Tarma y la Costa. Revolución de los realistas.- Los jefes del ejército español, que querían salvar el honor de sus armas, dirigieron desde el campamento de Asnapuquio al virrey una exposición motivada, intimándole que antes de 24 horas pusiera en manos de La Serna las riendas del gobierno que en las suyas estaba perdido. Pezuela, no hallando apoyo y viendo repetida la intimación antes de las cuatro horas, entregó el poder el 29 de enero de

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1821 al caudillo designado, y se retiró al pueblo de la Magdalena. Meses después se embarcó para Europa saliendo pobre del opulento país en que había ocupado los cargos más lucrativos durante quince años. El virrey La Serna correspondió a las esperanzas de los que le habían elegido. Carratalá, enviado por él a Jauja, batía en Ataura a los patriotas del valle y preparaba una excelente base de operaciones. San Martín, para frustrar los esfuerzos de los realistas, enviaba por segunda vez a Arenales a la sierra y con destino al Sur al intrépido Miller quien, hecha una rápida excursión por Pisco, se reembarcó para operar en la intendencia de Arequipa. Obtenido un triunfo en Mirabé, al que siguieron otras pequeñas ventajas, se lisonjeaba ya con prontos y grandes resultados. Por su parte Arenales, estrechando a Carratalá, se acercaba a Huancavelica. Las fuerzas acantonadas en Huaura impacientes por combatir murmuraban de San Martín y brindaban por los que estaban cubriéndose de gloria. Difícilmente hubiera podido contenérseles en la estricta raya de la disciplina si la llegada de un enviado español autorizado por las cortes no permitiera dar tregua a las operaciones militares con las negociaciones de paz. Los plenipotenciarios de San Martín y La Serna reunidos primero en Punchauca siguieron después negociando a bordo del buque francés la Cleopatra, a donde también tuvieron una entrevista ambos caudillos. No escasearon las pruebas de cortesía y franqueza; pero fue imposible todo avenimiento, instando siempre los realistas por la conservación del virreinato con instituciones liberales, y exigiendo San Martín que se pidiera para el Perú un soberano a la casa de Borbón y que en el interregno se encargara del gobierno independiente una regencia. Jura de la Independencia.- Más de cincuenta días de armisticio no habían mejorado en nada la situación de los realistas, habiendo sido fácilmente sofocadas algunas pequeñas reacciones en el Norte. Cada hora se les hacía más difícil la conservación de la capital, a la que Cochrane por mar y los montoneros por tierra privaban de recursos. Apenas podían conseguirse el pan y la carne a muy subidos precios; las demás subsistencias eran sumamente escasas; el pueblo se exasperaba con las privaciones y medidas de represión; el ayuntamiento, excitado por vecinos notables, entre ellos algunos españoles, exponía al virrey la necesidad de remediar aquella situación con alguna salida pacífica; y conociendo los riesgos de una explosión popular fáciles de agravarse por un ataque de los libertadores, abandonó La Serna a Lima el 6 de junio. Dejaba encargada la conservación del orden al marqués de Montemira y pedía a San Martín para los realistas la protección que prescriben las leyes de la guerra.

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Libre súbitamente la ciudad del yugo que había detestado, no se entregó a los desórdenes de que pocos pueblos se preservan en igualdad de circunstancias. Los libertadores fueron entrando gradualmente. Su caudillo, que excusó para sí las demostraciones ruidosas, se apresuró a consultar sobre de la emancipación a la opinión pública, por intermedio del ayuntamiento. Reunidos en el cabildo el arzobispo, los prelados regulares, algunos títulos y otros muchos vecinos notables declararon unánimemente que la voluntad general estaba decidida por la Independencia del Perú de la dominación española y de cualquiera otra extranjera. Sin necesidad de firmar esa solemne declaración, mostraba el pueblo sus patrióticos votos por un regocijo general, que se expresó de la manera más solemne el 28 de julio de 1821. En ese día memorable del que data la existencia del Perú independiente, la alegre Lima rebosaba en un entusiasmo puro e indescriptible. Con todo el aparato de las fiestas nacionales, más animado aún por el júbilo de los espíritus que por las demostraciones materiales, se juró solemnemente la Independencia, y fueron acogidas con aclamaciones entusiastas las oportunas palabras de San Martín: «El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la Independencia!»

—III— Protectorado de San Martín (1821-1822) Establecimiento del Protectorado.- El tratado entre Chile y Buenos Aires, las instrucciones dadas a los libertadores por el Senado chileno, los principios proclamados, el acta de la Independencia, las solemnidades de la jura, todo obligaba a dejar al pueblo peruano la libre elección de su gobierno. Mas en vista de la preparación que exigía el espíritu público, y del poder que todavía ostentaban los realistas, no vaciló San Martín en declararse por su propia voluntad Protector del Perú, aplazando la reunión del Congreso Constituyente, que había de hacer efectivas las declaraciones de libertad e independencia. En la embriaguez de los brillantes triunfos que la opinión había alcanzado, no podía prever el Protector la inmensa responsabilidad que le imponía tan ambicioso título, y lo comprometida que dejaría su reputación política y militar. Establecido el protectorado el 3 de agosto, se organizó la administración central creando los tres ministerios de Estado, Guerra y Hacienda y nombrándose para su respectivo desempeño a don Juan García del Río, don Bernardo Monteagudo y don Hipólito Unanue. La presidencia

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del departamento de Lima fue confiada al popular y activo Riva-Agüero. Decretose el establecimiento de la alta Cámara de justicia. Ofreciose protección a las personas y haciendas de los españoles que aceptaran el nuevo orden de cosas. Declarose que nadie nacería esclavo en el Perú. Los indígenas dejaron de ser siervos en su propia patria, no estando ya sujetos al tributo, ni al trabajo forzado. Trabajose activamente en la creación del ejército y la marina, principiando a formar una legión peruana, considerando entre los oficiales del Perú a los del ejército libertador y ofreciendo, mientras mejoraba el estado de las rentas, el quinto de las aduanas a las tripulaciones, que estaban muy atrasadas en sus pagos y se creyeron burladas en sus más justas esperanzas. Las inquietudes, que el descontento de la escuadra principiaba a dar al gobierno, se agravaron por las complicaciones que produjo la bajada de Canterac a la costa, con el objeto de socorrer la guarnición del Callao todavía en poder de los realistas y de tentar un ataque sobre Lima, si la ocasión se presentaba favorable. El ejército español estaba aprovechando con extraordinaria actividad los inapreciables recursos que le ofrecía el valle de Jauja, ocupado por el virrey sin obstáculo, así como toda la sierra desde Tarma a Potosí; mientras los libertadores olvidaban entre las delicias de Lima las necesidades de la disciplina y el objeto de su expedición. La capital, noticiada el 7 de septiembre de que el enemigo se aproximaba, mostró el mismo entusiasmo patriótico con que había jurado la Independencia. Todas las clases rivalizaron en celo para preparar una invencible resistencia. Las comunidades religiosas recorrían las calles con sus guiones para levantar los ánimos; las mujeres se paseaban ostentando las mejores armas que habían podido procurarse; las señoras cubrían los techos de sus casas de piedras, calderas llenas de agua y cuantos proyectiles podrían dañar a los invasores; las murallas estaban henchidas de gente dispuesta a rechazar el asalto. Amenazando con pena de muerte a los españoles que no se presentasen en el término de veinticuatro horas, se les había obligado a encerrarse en el convento de la Merced, donde ellos dejaban de inspirar recelos y estaban libres de los insultos. Mas habiéndose hecho correr la voz de que el enemigo entraba en la ciudad, se precipitó una pequeña parte de la ínfima plebe a la plazuela del convento pidiendo a gritos furiosos la muerte de los asilados, que los religiosos defendieron por el momento barricando las puertas. Un hombre que era terrorista por instinto y por cálculo había querido manchar el santo patriotismo de Lima con escenas sangrientas que repugnan a su benévolo carácter. Al saber el peligro de sus deudos, las esposas e hijas de los españoles volaron a salvarlos; los amotinados depusieron fácilmente un furor facticio que la población

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reprobaba, y Riva-Agüero previno las futuras sugestiones tornando medidas de seguridad. Entre tanto San Martín se había acampado a las inmediaciones de la ciudad en el camino que traían los realistas, con una fuerza casi triple de la que podía oponerle Canterac. Contando con su superioridad numérica, el entusiasta apoyo de la capital y su propia decisión, estaba impaciente el ejército patriota por escarmentar al enemigo que desfilaba a poca distancia con mucha pericia y dispuesto al combate; el intrépido Las Heras que se hallaba de general en jefe, y el osado Cochrane que había venido de la escuadra para tomar parte en la batalla, instaban al Protector para que diera las órdenes de ataque. Con calma singular y que por lo menos probaba cuando no el acierto militar, mucho imperio sobre sí mismo, supo San Martín resistirse a todas las sugestiones, sea que por hallarse indisciplinada la mayor parte de su hueste no tuviese por segura la victoria, sea que entrase en sus cálculos triunfar por otros medios. El éxito inmediato no fue contrario a las previsiones del Protector. Canterac pudo en verdad llegar sin contraste al Callao, donde fue saludado con salvas y repiques; mas no halló medio de socorrer la guarnición; se vio hostigado a su salida por los fuegos de la escuadra; y desde que emprendió el regreso a la sierra experimentó una gran deserción favorecida por las guerrillas y por un destacamento que picaba su retaguardia y que hubo de rechazar para no ver deshecha su tropa. Los castillos, no esperando ya ningún refuerzo, se entregaron el 18 de septiembre por capitulación. La Mar, que había estado al frente de sus defensores, una vez satisfechas las exigencias del honor militar tomó en las filas independientes el rango correspondiente a su distinguido mérito. Algunos amagos de reacción que ocurrieron en el Norte fueron sofocados sin gran dificultad. El Protector, al par de que gozaba de las ventajas alcanzadas con su política prudente, experimentaba graves sinsabores de parte de algunos jefes. Cochrane, sabiendo que por Ancón se habían embarcado ingentes cantidades de plata, no vaciló en tomarlas para pagar a la tripulación próxima a amotinarse; y no obstante las reflexiones e influencias con que se procuró cambiar su resolución, sólo accedió a devolver la que pareció ser de particulares, y repartió entre las fuerzas de mar sobre 200 mil pesos pertenecientes al gobierno, teniendo, sí, la delicadeza de no pagarse a sí mismo. El honrado Las Heras y otros jefes libertadores viendo que en vez de consagrarse al triunfo de la Independencia se pensaba ante todo en dominar al Perú, se retiraron del servicio. Al mismo tiempo el pueblo religioso de Lima llevaba a mal el destierro del octogenario arzobispo por haber defendido los derechos de la Iglesia. El venerable prelado no sólo había permanecido fiel a la jurada Independencia, sino que al

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alejarse del Perú aseguró que la tenía por un hecho consumado y que así lo haría entender al Rey de España y al Sumo Pontífice. No obstante la oposición, que se levantaba, pensó el Protector prolongar su dictadura haciendo jurar el 8 de octubre un estatuto provisorio. En sus principales artículos era declarada religión del Estado la religión Católica, sin excluir el ejercicio apacible de otros cultos; se reunían en la persona de San Martín los poderes legislativo y ejecutivo; se conservaba la organización del ministerio; se establecían un consejo de Estado, presidentes en los departamentos y municipalidades en los pueblos; y se reconocían la independencia del poder judicial, las garantías individuales, las condiciones de ciudadanía, la subsistencia de las leyes no derogadas y las deudas del virreinato no contraídas para combatir a la América independiente. Esta constitución dictatorial era impuesta al Perú, invocando el imperio de la necesidad, fuerza de la razón y exigencias del bien público y no haciendo el más pequeño aprecio de la opinión. Administración de San Martín.- Conforme al estatuto provisorio jurado con gran aparato se establecieron el consejo de Estado y la alta cámara de justicia. En la administración judicial se hicieron importantes reformas y más tarde se proscribieron la pena de azotes y el suplicio de la horca; levantose la infamia que pesaba sobre la profesión teatral; condenose el tráfico de esclavos, y se procuró contener con severas providencias los desórdenes del juego. El reglamento de aduanas, que adolecía de las trabas consiguientes al monopolio, se reformó en un sentido liberal con sabias modificaciones. Para fomentar la minería, agricultura y otras fuentes de la prosperidad pública, se dictaron varios decretos. No se descuidó la instrucción pública. Se creó la guardia cívica. Se reglamentó la libertad de imprenta. Se acordó levantar el plano topográfico del Perú. Se ordenó la moderación en los lutos; y se autorizó una casa de martillo para los remates públicos. En todos los ramos del gobierno se echaban las bases del progreso. No se culpaba al gabinete de falta de actividad, ni de inteligencia; mas se murmuraba en secreto de que contentándose con decretar las mejoras, descuidaba hacerlas efectivas; de que muchos decretos eran un puro engaño ejecutándose lo contrario de lo que disponían, y de que la arbitrariedad llegaba al extremo de haber convertido en una letra muerta el estatuto jurado con tanta solemnidad. Con más severidad se criticaba la disipación de los caudales públicos que no obstante la introducción de nuevos impuestos, las numerosas confiscaciones y el haber despojado a muchos templos de su opulencia secular, se presentaban cada día en peor estado. Fue necesario enviar comisionados a Londres para negociar un empréstito; y apremiantes atenciones obligaron a hacer uso del

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papel moneda, cuya introducción se procuró cohonestar con el establecimiento de un banco de emisión y alegando que, ocupadas por el enemigo las principales minas, la casa de moneda sólo había acuñado un millón de pesos en vez de los cinco millones acostumbrados. Uno de los comisionados a Londres era el ministro de Estado, cuya cartera se confió a Monteagudo, entregándose la de guerra a don Tomás Guido. El nuevo Ministro de Estado, que llegó a ser el alma de la administración, si podía deslumbrar con sus luces, escandalizaba con su conducta, y suscitaba en muchas familias fuertes antipatías por la persecución declarada a españoles pacíficos que habían jurado la Independencia y tomado carta de ciudadanía. Los patriotas menos dispuestos a compadecer las víctimas de la arbitrariedad principiaban a alarmarse por las tendencias monárquicas de la administración, que en vano se mostraba ofendida por haberse dado el título de Emperador a San Martín en ciertas manifestaciones vulgares. Los encargados de negociar el empréstito llevaban la misión secreta de solicitar para el Perú un Príncipe europeo. Se conservaba la antigua nobleza cambiando los títulos de España en títulos del Perú; y como una de las instituciones fundamentales de su gobierno independiente se había creado la orden del Sol, compuesta de fundadores, beneméritos y asociados, determinando con minucioso cuidado las condecoraciones, grados y prerrogativas. Como si la institución no chocase ya demasiado con el espíritu democrático de la revolución, se la desacreditaba más haciendo recaer los honores en los favoritos del Protector y entre ellos en un hombre condenado antes a muerte por ladrón de caminos. Para mayor desprestigio de la improvisada nobleza se decretaban para las mujeres beneméritas de la patria bandas de honor que se distribuían sin escrúpulo entre señoras tan distinguidas por su cuna como por su educación, mujeres perdidas, y algunas monjas que nadie habría esperado ver confundidas con los dos extremos de la sociedad mundana. El protectorado esperaba ganarse la opinión de los espíritus reflexivos reuniéndolos en una sociedad patriótica, que con el objeto aparente de ilustrar al pueblo debía inclinar la opinión en favor de la monarquía. Para el Congreso, que el 20 de mayo de 1822 había de reunirse con el destino exclusivo de decretar la Constitución del Perú, se nombraba el 27 de diciembre de 1821 una junta encargada de reglamentar la elección de Diputados y asegurar así la deseada votación. Antes de que ninguno de estos medios pudiese producir su efecto, confiaba San Martín las riendas del gobierno al marqués de Torre-Tagle con el título de Supremo Delegado. Esta comisión, conferida el 19 de enero, era motivada en el viaje del Protector a Guayaquil para visitar a don Simón Bolívar, aclamado ya Libertador de Colombia; y aunque por no hallarse éste en aquella

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población, fue corta la ausencia de San Martín; continuó Torre-Tagle en el desempeño de sus funciones hasta el 20 de agosto siguiente. Supremo Delegado.- El marqués autorizó entre otras medidas útiles la creación de la biblioteca nacional, la propagación del fluido vacuno por medio de los curas, la Cámara de comercio que debía suceder al Consulado, y los arreglos de cárceles; pero aunque era de un carácter moderado, no pudo reprimir las insolencias y arbitrariedades de Monteagudo, verdadero representante del Protector. Sus excesos, junto con la marcha de los acontecimientos militares, precipitaron la caída de aquella administración. Los buques españoles «Alejandro», «Prueba» y «Venganza», que huyendo de Cochrane habían ido a refugiarse en la bahía de Guayaquil, se entregaron a los comisionados del Perú que pudo echar así las bases de su marina. Mientras la española había caído en el último grado de abatimiento por la cobardía y venalidad de sus jefes, el ejército del virrey procuraba sostener el honor militar de la España; y el 7 de abril sorprendía en la Macacona, a dos leguas de Ica, una división de la patria, haciendo unos mil prisioneros y otras importantes presas en armas, plata y demás elementos de guerra de que estaba muy necesitado. La noticia del inesperado desastre produjo en Lima una penosa excitación. Cediendo a las impresiones del momento, se decretó que los españoles no pudiesen salir a la calle con capa ni capote, bajo pena de destierro; que si se reunían en número de dos, sufrieran el mismo castigo y la confiscación de bienes; se amenazaba con el último suplicio a los que salieran a la calle después de oraciones o tuvieran armas en su poder, agravándose en el último caso la pena de muerte con la pérdida de bienes. Para la ejecución de estas medidas se establecían patrullas, visitas domiciliarias y juicios ejecutivos. Esta severidad era inspirada a la vez por sospecha de los residentes en Lima y por represalias a los bárbaros rigores de los jefes realistas. A principios del año había sido quemado por ellos el pueblo de Cangallo en odio a los patriotas morochucos, dando a la provincia el nombre de Vilcas Huaman; después fueron entregados a las llamas el pueblo de Reyes (Junín) y muchos de las cabeceras próximas a Lima. En Huamanga fue ejecutada la anciana doña María Bellido, porque no quiso descubrir con ninguna especie de amenazas al autor de una carta, en que se avisaba a un montonero de su familia a cerca de los movimientos del enemigo. El Perú podía ya desechar todo temor de que se perpetuase el yugo colonial. México estaba independiente, y Colombia acababa de anonadar el poder realista con las victorias de Bomboná y Pichincha, en que cupo una gloriosa parte a la división peruana mandada por don Andrés

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Santa Cruz. No quedaban en la vasta extensión de la América española más defensores serios a la causa del Rey, que el ejército de La Serna, evidentemente incapaz de resistir a los esfuerzos reunidos de los Estados independientes. El 4 de mayo se recibía en Lima un ministro plenipotenciario de Colombia encargado de estrechar la alianza con el Perú y de sentar las bases de una vasta confederación entre los Estados de América. La confianza en el porvenir y la solemne celebración por primera vez de actos que sólo corresponden a las naciones soberanas, llenaron a los limeños de la más pura satisfacción. Mientras en la misma noche se daba en palacio un alegre baile con tan plausible objeto, se hacían salir al Callao, a pie, con los vestidos con que les había sorprendido la inesperada persecución, unos 460 españoles, entre ellos ancianos achacosos, sacerdotes venerables, otras muchas personas inofensivas y las más con familia y dulces afecciones en el país. Un religioso iba rezando el rosario, mientras él y sus demás compañeros de infortunio sufrían la befa de sus perseguidores. Hacinados a bordo de la goleta «Milagro» que recibió el nombre de «Monteagudo», estuvieron dos días incomunicados, sin recibir socorro y afligidos con los clamores de sus allegados que en numerosos botes rodeaban la embarcación. Algunos compraron pasaportes para trasladarse a buques extranjeros y los demás fueron conducidos a Chile. La exaltación política no dejaba percibir toda la reprobación que la posteridad imparcial y la opinión del mundo civilizado reservan siempre para las inútiles crueldades; las terribles inspiraciones de la guerra y la natural exaltación de las pasiones hacían olvidar a algunos no sólo los deberes de humanidad, sino también los intereses mismos de la causa que defendían; pero centenares de familias sumidas en la miseria y en el abandono, y a las que la protección injuriosa acordada algunos días después no podía consolar de una pérdida irreparable; el estrago profundo hecho en la moral pública, la alarma de las almas piadosas, todo acrecentaba y propagaba los resentimientos contra el autor de la persecución. En vez de calmarlos, irritaba contra su tiranía la erección de un monumento a la Libertad que iba a levantarse en el camino del Callao. Las discusiones de la sociedad patriótica, en que principió a prevalecer el espíritu republicano sobre las tendencias monárquicas de la administración, desacreditaron más y más a su mal visto consejero, y las elecciones de diputados consumaron su ruina. Mientras San Martín se dirigía por segunda vez a Guayaquil, donde estaba seguro de encontrar a Bolívar, Monteagudo procuraba violentar las elecciones en favor de sus candidatos y, añadiendo el insulto a la violencia, perseguía a los patriotas de Lima y denostaba con injuriosos apodos a sus pacíficos habitantes. Tantas demasías hicieron estallar el

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25 de julio un movimiento popular en el que tomaron parte las personas más notables. Una representación, elevada por ellas al Supremo Delegado por conducto de la municipalidad, produjo la renuncia del Ministro, que por evitar mayores desgracias hubo de salir de Lima el 30 de julio, al año cabal de su llegada. Fin del Protectorado.- San Martín, que esperaba grandes resultados de su visita a Bolívar, sufrió la más amarga decepción. Desde la primera entrevista conoció que el héroe de Colombia, en vez de apoyarle, sería su formidable rival, y tuvo que alejarse precipitadamente de Guayaquil porque, trasluciéndose sus miras monárquicas, se veía mal mirado de los jefes republicanos. Al regresar a Lima con tan graves inquietudes, supo la caída de Monteagudo, que envolvía la reprobación de su política. No le faltaron consejos ni tentaciones para arrostrar la opinión y perpetuar con la fuerza de las armas su desprestigiada administración. Mas dando una señalada prueba del buen sentido y moderación que formaban el fondo de su carácter, apresuró la reunión del Congreso Constituyente para poner en sus manos los destinos del Perú. Como últimos recuerdos de su administración quiso dejar decretada la dirección de ingenieros y establecida la biblioteca, que el 18 de septiembre se abrió con gran solemnidad. Renunciando la autoridad de Protector y no queriendo aceptar el cargo de Generalísimo con que le invistió el Congreso, se retiró a Chile, de donde marchó a Mendoza y de allí a Europa para pasar sus últimos años en la tranquilidad de la vida privada.

—IV— Congreso Constituyente (1822–1824) Idea del Congreso.- Los primeros diputados del Perú independiente hubieran hecho honor a una nación adelantada en la carrera de la libertad. Patriotas tan eminentes por sus luces como por sus virtudes representaban dignamente las aspiraciones nacionales; mas la irregularidad de su elección, inevitable en aquellas circunstancias, les privaba del ascendiente necesario para dominar la situación. Ocupada todavía gran parte del país por las tropas realistas, y poco conocedor el pueblo de sus derechos electorales, un gran número de diputados habían sido nombrados en la capital por los pocos habitantes pertenecientes al departamento que debían representar; otros habían sido impuestos por orden superior a electores que, ni les conocían de nombre, ni aun sabían leer las papeletas recibidas para sufragar. Al instalarse el Congreso el 20 de septiembre con toda solemnidad y con general satisfacción, semejantes irregulari-

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dades dispensadas por la necesidad y resarcidas por el mérito de los elegidos, no permitían prever los insuperables obstáculos que envolvían para la acertada organización del Perú; los que vinieron a agravarse por la inexperiencia y exaltación de ideas. El Congreso se declaró soberano y reservándose el ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo nombró de su seno una junta con atribuciones limitadas; para mostrar el reconocimiento debido a San Martín, le concedió el título de fundador de la libertad, el uso de la banda bicolor y los honores de jefe supremo, la continuación del sueldo anterior, una pensión vitalicia, la colocación de su retrato en la biblioteca nacional y la erección de una estatua en un lugar público; también mostró su gratitud a Cochrane, ejército libertador, gobiernos amigos, caudillos y pueblos patriotas; permitió regresar a sus hogares a las víctimas de la arbitrariedad; extendió su solicitud a todos los ramos del servicio, aun a aquellos que por su insignificancia o especialidad no debían ocupar su alta atención; decretó las bases de una constitución democrática; y para que pudiese conseguirse la completa emancipación, puso un cuidado especial en la mejora de la hacienda y del ejército. El protectorado había dejado el tesoro tan exhausto, que llegaron a faltar los medios para socorrer a los enfermos del hospital militar. Una contribución forzosa de 400 mil pesos, que debía pagar el comercio, suscitó fuertes reclamaciones de parte de los ingleses, apoyados por un buque de su nación. El patriotismo suministró mayores recursos con donativos espontáneos. Poseídos de un generoso entusiasmo ofrecieron los diputados hasta las hebillas de sus zapatos; todas las clases rivalizaron en desprendimiento; y un desconocido, que quiso ocultar su nombre y que años después se supo haber sido el doctor Armas, entregó 114 onzas de oro como último resto de su fortuna. El ejército engrosaba sus filas con muchos voluntarios, en los que se notaba alguna impaciencia por ocupar puestos superiores. De Colombia enviaba Bolívar dos mil hombres a las órdenes del general Paz Castillo. Junta gubernativa.- Don José La Mar, don Manuel Salazar y Baquíjano, conde de Vista Florida, y don Felipe Alvarado, que componían la junta de gobierno, se esforzaron por llenar los deberes de su difícil posición. En ella tenían que luchar con la enérgica oposición de los realistas, con ambiciones nacientes entre los patriotas y con las trabas del Congreso, demasiado prevenido por las arbitrariedades del protectorado para que quisiera fortificar el poder ejecutivo, según exigían las operaciones de la guerra. Sobreponiéndose a tan poderosos obstáculos, envió la Junta, para que operase en el Sur, una división entusiasta de cuatro mil hombres al mando de don Rudesindo Alvarado. Castillo, unido a Arenales, debía

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atacar a los realistas en Jauja para impedirles la concentración de sus fuerzas. Este plan de campaña que, dividiendo las de los patriotas aventuraba su éxito, fracasó por falta de dirección y de ejecución completa. Castillo quería obrar por sus propias inspiraciones y ponía tales condiciones para auxiliar al Perú, que la Junta recelosa ya de la ambición de Bolívar, hubo de dar órdenes para el reembarco inmediato de la tropa colombiana. Arenales no pudo marchar a Jauja. Alvarado, fascinado por la cooperación que le prestaban los patriotas de Arica y Tacna, dejándose arrastrar del entusiasmo de sus oficiales, y hábilmente atraído a posiciones desfavorables por el inteligente Valdés que se retiraba a la sierra para recibir refuerzos, se batió en Torata el 19 de enero de 1823 desde las nueve y media de la mañana hasta el anochecer. Había ido ganando terreno hasta las cuatro de la tarde en que Canterac llegó con su estado mayor al campo de Valdés. Sus tropas, especialmente el regimiento del Río de la Plata y la legión peruana, desplegaron un valor heroico y ya ocupaban las penúltimas alturas cuando el refuerzo recibido por los realistas les hizo emprender la retirada. Dos días después (21 de enero) sufrían una derrota completa a las puertas de Moquegua, no habiendo podido alejarse a tiempo y siendo flanqueadas en su posición. Todavía en el desorden de la dispersión hicieron pagar caro su triunfo los bizarros granaderos de a caballo de los Andes a los realistas, que les perseguían en la dirección de la Rinconada. Una columna que operaba por Iquique sucumbió estrechada entre los realistas y las olas del mar, pereciendo en ellas los inseparables e intrépidos La Rosa y Taramona, que no quisieron rendirse. Los restos de la brillante expedición, que regresaban al Callao, recibieron el más doloroso contraste por el naufragio de dos transportes junto a la costa entre Ica y Pisco. Al saltar en tierra los náufragos se encontraron con los horrores del desierto, entre abrasados arenales y sin una gota de agua. Aunque los pisqueños volaron a su encuentro, habían caído ya numerosas víctimas del calor, la sed y la fatiga; algunos murieron por la impaciencia con que se arrojaron a beber el agua encontrada en un puquio. El inesperado revés turbó profundamente el espíritu público. La Junta gubernativa perdió la confianza del pueblo; y aunque ya suficientemente autorizada por el Congreso improvisaba batallones, reunía aprestos y buscaba auxilios, se le acusó de inerte o poco solícita. Los hombres tímidos creían comprometida la causa de la Independencia. En realidad, no obstante el mérito de aquel triunvirato, su organización que no permitía desplegar la energía, presteza y unidad de acción necesarias, dificultaba la pronta emancipación del Perú. El ejército, acaudillado por Santa Cruz y abundando en estas ideas, representó al Congreso que era necesario nombrar Presidente de la República al popular Riva-Agüero, investido

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de facultades amplias. Aunque la representación era moderada en los términos, ocultaba mal la violencia de una resolución arrancada por la fuerza de las armas. Los diputados celosos por la ley y por el prestigio del Congreso la rechazaron en una acalorada discusión, haciendo sentir algunos oradores que ultrajaba la soberanía nacional, coactaba la libertad y hacía ilusoria toda deliberación. Mas acrecentándose el tumulto y agravadas las intimaciones, se aprobó el 28 de febrero de 1823 el nombramiento propuesto por el ejército; y prevalecieron sobre los defensores constantes de las libertades públicas, los partidarios del Presidente apoyados por los que cedieron por temor a la anarquía. Presidencia de Riva-Agüero. Los brillantes principios del nuevo gobierno pudieron deslumbrar al vulgo imprevisor. Riva-Agüero desplegó una actividad e inteligencia admirables. Aprovechando los elementos reunidos por la Junta, a principios de mayo antes de cumplidos dos meses y medio de su elevación, hacía embarcar con destino al Alto-Perú una expedición compuesta de unos 5 500 hombres bien equipados y provistos, a las órdenes de Santa Cruz y de don Agustín Gamarra. Accediendo a su solicitud venían en auxilio de la emancipación, que era la causa de toda la América independiente, tres mil colombianos mandados por Sucre, más de dos mil chilenos bajo el mando de Pinto, y considerables fuerzas de Salta y Tucumán a las órdenes de Las Heras. Las fortificaciones del Callao se pusieron en el mejor estado de defensa y con abundantes recursos. El empréstito de seis millones de pesos contratado ya en Londres dio suficiente crédito para subvenir a los gastos de la guerra y amortizar seiscientos mil pesos de papel moneda y otras tantas cantidades de moneda de cobre. El espíritu público se reanimaba; el bienestar renacía; y la opinión se uniformaba para apoyar al Presidente, que parecía llamado a ser el libertador del Perú. Con el retiro del liberal Luna Pizarro y de otros diputados inflexibles, la oposición se había acallado en el Congreso, que confirió a Riva-Agüero el grado de Gran Mariscal y prestó poco apoyo a ciertas observaciones relativas a los gastos militares. La influencia de los realistas y de los auxiliares derribó fácilmente un poder levantado sobre frágiles bases. El político Sucre, que a su carácter de caudillo militar unía la investidura de Ministro plenipotenciario de Colombia, trató de allanar el camino a Bolívar deseoso de hallar desembarazado el Perú para sus grandiosos proyectos. De la legación colombiana salieron varios artículos, que principiaron a minar el crédito del Presidente. Habiéndose acercado Canterac con nueve mil hombres para ocupar la capital, se hizo notar que las dotes desplegadas por Riva-Agüero en el gabinete no bastaban para triunfar en el campo de batalla. Después de salir para el Sur el

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ejército peruano, ofreció Sucre su apoyo para sostener la libertad del Congreso; y una vez encerradas las autoridades y parte de la representación nacional en el Callao, porque los hombres competentes no habían creído acertado disputar a los realistas la momentánea ocupación de Lima, se suscitó una violenta oposición. 38 diputados, aunque no formaban el tercio legal, invistieron a Sucre el 19 de junio del supremo poder militar; el 21 confirmaron su resolución, no obstante las observaciones del Presidente que la aprobó oficialmente contentándose con hacer una protesta secreta; y el 23 le despojaron de su autoridad. Sucre, que no quería aparecer cómplice en la deposición del Presidente, interpuso su ascendiente para suspender tan grave escisión, y logró que el gobierno y los diputados se embarcasen para Trujillo. Riva-Agüero se lisonjeaba todavía con la esperanza de conservar el poder. Con tal objeto procuró dominar a los disidentes; trató de suspender las sesiones del Congreso; lo disolvió el 19 de julio, viendo que no podía acallar la oposición; envió presos en un buque despachado al Sur siete de los diputados más influyentes; y nombró un Senado compuesto de sus adictos, procurando levantar actas en que se aprobaran sus golpes de autoridad y aun se solicitaran con anticipación. Al posesionarse de Lima el 18 de junio procuró Canterac ganar la opinión no persiguiendo a los comprometidos en la causa de la patria; mas su pasajera administración se deshonró con el martirio del chorrillano Olaya que, ocupado en llevar comunicaciones a Sucre, sufrió bárbaros tormentos y el último suplicio por no haber querido descubrir a una señora comprometida en aquella correspondencia. Después de haberse ausentado los realistas, Torre-Tagle, en quien Sucre partiendo para el Sur había dejado el alto mando, honró la memoria del mártir de la patria; luego procedió a reconstituir el Congreso que, reforzado con las víctimas de Riva-Agüero, le confirió la presidencia y proscribió a su antecesor. Los dos gobiernos rivales establecidos en Lima y Trujillo, olvidando la causa sagrada, ante la cual debían desaparecer todas las disensiones, no pensaron sino en hostilizarse por los medios más violentos. La anarquía amenazaba devorar el Perú independiente, cuando se anunció la llegada de don Simón Bolívar llamado con repetición e instado de cerca por los distinguidos diputados Olmedo y Sánchez Carrión. El héroe de Colombia fue recibido en el Perú como el genio de la Independencia; las demostraciones que se le prodigaron el 1 de septiembre de 1823 sólo podían compararse a las del 28 de julio de 1821, cuyas esperanzas venía a realizar. Su fe incontrastable, su voluntad de hierro y sus esclarecidas dotes militares eran la mejor garantía del triunfo, valiendo su prestigio solo por miles de auxiliares. El Congreso le confirió la

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autoridad dictatorial y el mando supremo del ejército, conservando a Torre-Tagle en la presidencia, más bien para que secundara las miras del Libertador, que para estar a la cabeza de un gobierno independiente. El poder depositado en las manos de Bolívar fue necesario no solamente para acabar con las intempestivas aspiraciones de Riva-Agüero, sino también para neutralizar las funestas consecuencias de los reveses sufridos en el Sur. Santa Cruz había principiado su campaña bajo los más favorables auspicios. En las inmediaciones de Pisco un destacamento patriota obtuvo el 11 de agosto un triunfo brillante, que si bien era en pequeña escala y a 400 leguas del teatro principal de la guerra, reanimó a los pueblos y podía levantar la moral del ejército por el bello ejemplo que le ofrecían sus compañeros de armas. En los departamentos del Sur presagiaba grandes triunfos la opinión pública. Apenas desembarcados los patriotas habían logrado sorprender en Azapa a un escuadrón realista apoderándose de todos sus caballos y mulas; lo que les ofreció una ventaja inapreciable para el paso de los Andes. Atravesada la cordillera, fueron reforzados por los guerrilleros del Alto-Perú. El grueso de los expedicionarios fue recibido con entusiasmo en La Paz, donde proclamó la Independencia con júbilo universal. Gamarra extendía sus operaciones por el lado de Oruro y la hacía proclamar en Cochabamba. Sabedor Santa Cruz de que se acercaba Valdés, corrió a encontrarle en Zepita el 25 de agosto. Allí, aunque la infantería patriota se vio desordenada en el primer choque, se rehizo con el apoyo de la caballería e hizo ceder el campo al enemigo. Cuando debía animarse a nuevos combates por las ventajas alcanzadas en Zepita y por tener su hueste en el pie de siete mil hombres, y hallándose a la vista del virrey que sólo contaba con cuatro mil, emprendió Santa Cruz el 12 de septiembre desde Sepulturas una desastrosa retirada, sea para buscar el apoyo de Sucre desembarcado ya por Quilca, sea obedeciendo a las órdenes de Riva-Agüero, que le llamaba con instancias. Los realistas haciendo una marcha de 20 leguas le alcanzaron en Sicasica y le ahuyentaron en el mayor desorden; un traidor puso en su poder el puente del Desaguadero que debía detenerlos; y las fuerzas patriotas se desbandaron, como si hubieran sufrido una gran derrota. Sucre se apresuró a salvar su infantería reembarcándola por Quilca y protegiendo su retirada con la caballería, que se batió denodadamente en las calles de Arequipa. En este día (8 de octubre) se hicieron admirar las arequipeñas lanzándose con precipitación a la calle durante el combate para recoger y asistir a los heridos. Las fuerzas de Chile, que se hallaban en Arica, se reembarcaron para su país, faltas de cooperación y recelosas de asechanzas.

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Presidencia de Torre-Tagle.- Riva-Agüero, que para sostenerse confiaba en el regreso de Santa Cruz, buscó apoyo en los realistas, mientras levantaba un ejército en el Norte con su acostumbrada actividad. No pensaba traicionar la causa de la Independencia, que los liberales de España, consecuentes con sus principios, se inclinaban a reconocer gradualmente y que el limeño Pando, ministro de relaciones exteriores, había puesto por condición para formar parte del gabinete español. Mas los exaltados enemigos del ex presidente, que antes le acusaban de tirano, le hicieron aparecer como traidor. Bolívar, que marchaba a su encuentro y había hecho inútiles tentativas por atraerle a la conciliación, logró persuadir de la traición de Riva-Agüero a los jefes en que éste había depositado su confianza; y su misma escolta le prendió. De Lima se enviaron órdenes para una ejecución secreta en el término de seis horas sin forma alguna de juicio. Mas los que ya habían comprometido su reputación por bien de la patria, no quisieron mancharla con un asesinato; y el ex presidente con sus ministros y otros jefes salió desterrado a Guayaquil. Reunido todo el Norte de la República bajo la presidencia de TorreTagle, se encontraba todavía Bolívar con fuerzas inferiores a las del virrey; y mientras las ponía en el pie conveniente, se propuso ganar tiempo con negociaciones de paz. La ocasión era propicia. Comisionados españoles enviados por el gobierno constitucional habían ajustado con Buenos Aires un tratado preliminar, conviniendo en un armisticio de dieciocho meses con entera libertad de relaciones comerciales y con la extensión de iguales condiciones a los demás estados independientes que accedieran al convenio. A fin de que rigiera en el Perú, habían sido enviados por el gobierno argentino Las Heras a tratar con el virrey y Alzaga con las autoridades peruanas. La invasión de la Península por las tropas francesas, que iban a restablecer al Rey absoluto, podía mover a los constitucionales españoles al inmediato reconocimiento de las repúblicas hispanoamericanas que ofrecerían el socorro de veinte millones de pesos, cantidad votada por las Cámaras francesas para costear la intervención. El Congreso del Perú no se oponía a la pacífica transacción; el Libertador que sólo consideraba las negociaciones como un expediente dilatorio y no quería aparecer solicitándolas por debilidad, aconsejó a Torre-Tagle que las comenzara sin comprometerle; y el ministro de la guerra Berindoaga salió para Jauja autorizado para entenderse con el virrey. Canterac, que ocupaba el valle, no le consintió pasar adelante, ni aun le acordó una entrevista vivamente solicitada por él. Tampoco se había concedido a Las Heras avistarse con el virrey. Los jefes realistas envanecidos con los recientes triunfos y creyendo todavía, que en la prolongada contienda podían salvar la dominación colonial, no prestaban oídos sino a los que hablaban de la inmediata sumisión del Perú. Fue por

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lo tanto necesario abandonar toda esperanza de negociaciones desde principios de 1824. Como si todas las dificultades debieran aumentarse y arreciar los peligros para probar más la constancia de los patriotas y enaltecer su triunfo, la situación se agravó extraordinariamente en el mes de febrero con la pérdida del Callao, que la traición puso en poder de los realistas. El negro Moyano, que por su acreditado valor gozaba de mucho ascendiente sobre la tropa descontenta por el atraso de sus haberes, pudo sublevarla contra el general Alvarado y demás jefes, se puso de acuerdo con Oliva, otro sargento traidor, y con el realista Casariego, jefe prisionero en el Callao, y entregaron la plaza a Rodil, que operaba por el lado de Ica. El gobierno de Lima había empleado en vano toda clase de medios para que los sublevados volviesen al deber; mas esto no le libertó de las sospechas de complicidad apoyadas en ciertas apariencias. Con menos fundamento quisieron algunos atribuir aquella defección, obra exclusiva de la soldadesca, al libertador Bolívar que pensaba ante todo en impedir sus graves consecuencias. En vista de lo que exigía la salud pública, el Congreso que el 10 de noviembre anterior había dado al Perú su primera constitución democrática, confirió al Libertador el 10 de febrero la plena dictadura, poniéndose en receso y anulando de todo punto la autoridad del Presidente. El Dictador, que se hallaba en Pativilca, dio órdenes rigurosas para retirar de Lima armas, plata, vestuario y demás útiles de guerra, temiendo con razón, que por la ocupación de la capital cayeran en poder del enemigo. Como Torre-Tagle se resistiera a la ejecución de las terribles providencias, fue enviado el general Necochea para encargarse del mando y remitir presos al ex presidente junto con su ex ministro Berindoaga, que debían ser fusilados por traidores. Ellos lograron salvar del inminente riesgo, el nuevo jefe fue reconocido en Lima, y el 17 de febrero un corto número de diputados dejaron el país a discreción de Bolívar. Desde la publicación de la Constitución se habían suspendido los artículos que el estado de guerra hiciera incompatibles con las facultades del Libertador. En realidad, aquel código nació muerto, no habiéndose dado a conocer su existencia sino por las solemnidades de la promulgación. El Congreso había perdido el sentimiento de la supremacía y sus hombres prominentes desde el 28 de febrero al imponérsele la elección de RivaAgüero. Desorganizado con la bajada de Canterac y con la disolución de Trujillo no pudo reinstalarse sino con procederes que lastimaban su prestigio; y en adelante la sabiduría e influencia con que brillara en los principios, cedieron a menudo a las inspiraciones de la pasión. Sin embargo, conservó siempre en su seno inteligencias distinguidas y patriotas inta-

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chables, que se mostraron superiores a todas las pruebas de la más complicada situación.

—V — Dictadura de Bolívar (1824–1826) La situación.- Habían llegado los tiempos críticos que atraviesa toda revolución regeneradora. La preponderancia momentánea de los realistas tenía encadenada y aun extraviada la opinión de muchos pueblos. Lima, mimada por los virreyes, se resentía de las continuas agitaciones sucediendo al reposo secular de las numerosas familias sumidas en la miseria, de las costumbres alteradas por la licencia, y de las providencias rigurosas agravadas por la dureza del Dictador. La inconsecuencia de los hombres hacía perder la fe en los principios. Con el malestar presente se olvidaban las humillaciones del coloniaje y no se preveían las glorias de la emancipación. Los que no estaban a la prueba de los sacrificios y peligros, vacilaron; los que en el Perú independiente aspiraban a heredar el predominio de los europeos, llevaban a mal la igualdad republicana; los adheridos a un orden inalterable no comprendieron las fecundas variaciones de la libertad; los antiguos privilegiados no podían avenirse con la prosperidad de hombres nuevos. Hacíanse duras a la nobleza siempre moderada y cortés, las demasías de la gente de color antes humillada y cada día más levantada con la presencia de muchos auxiliares ensalzados por su mérito y sus servicios a la América independiente. Esta profunda perturbación de los ánimos produjo la defección de algunos escuadrones y partidas, que siguió de cerca a la pérdida del Callao, tentativas de reacción en Guayaquil que hubieron de sofocarse con numerosas ejecuciones, y los compromisos de algunos patriotas con las autoridades realistas, que volvieron a ocupar la capital. Si el estado de los ánimos oponía graves dificultades a los defensores de la Independencia, los realistas luchaban a su vez con obstáculos que les impidieron utilizar su preponderancia, mientras necesitaba reforzarse el ejército de la patria. Restablecido el gobierno absoluto de España, Olañeta que siempre había sido enemigo de las instituciones liberales y tenía aspiraciones ambiciosas, pudo ser inducido por su hábil sobrino don Casimiro, que trabajaba secretamente por la Independencia, a declararse jefe superior del Alto-Perú, sustrayéndose a la obediencia del constitucional La Serna. El virrey apuró los medios de conciliación y confió la sumisión de los disidentes al acreditado Valdés. Las tropas realistas que guarnecían a Lima fueron llamadas al interior, y al atravesar la quebrada de San Mateo fusilaron a los patriotas Prudan y Millan,

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que conducían entre los prisioneros, por haberse escapado otros dos jefes. Esta bárbara ejecución disminuyó el prestigio que se había adquirido el virrey con su política benévola, la que también era contrariada con los necios rigores desplegados en Lima por el general Ramírez. Sus vejaciones a las mujeres, a los que llevaban el pelo cortado a la moda, y a los que daban noticias favorables a la patria, acrecentaron el odio a la dominación española. La ciudad se vio tan contrariada, que ofrecía la imagen de una población en duelo; la hierba creció en las calles que solían ser las más concurridas; y el pueblo hizo votos unánimes por el triunfo del Libertador. Campaña de Junín.- Las huestes de la patria se organizaban con extraordinaria actividad. La Mar disciplinaba en Trujillo una brillante división peruana. Habiendo llegado nuevos refuerzos de Colombia, se aclimataban en el callejón de Huaylas para que pudieran pasar la cordillera los guerreros nacidos en ardientes llanuras. Excediéndose a sí mismo en inteligencia y energía, secundado en la administración por el hábil Sánchez Carrión y en las operaciones militares por Sucre y Gamarra, preparaba Bolívar el triunfo reuniendo todos los elementos de guerra. La caja militar, que se hallaba sin fondos, fue provista; se aprovecharon bien las entradas de las aduanas; se impuso una contribución directa; se tomó por vía de donativo la plata de los templos; se exigieron suministros a los pueblos; se echó mano de bienes pertenecientes al enemigo; se suprimieron los gastos innecesarios y se pagó sólo una parte de los sueldos. El ejército se puso en excelente pie de armas y disciplina. Rebosaba en entusiasmo por el prestigio incomparable del caudillo y con la reunión a los patriotas peruanos de otros americanos vencedores en Chacabuco, Maypú, Boyacá, Carabobo y Pichincha y de algunos europeos que habían concurrido a las campañas de Rusia y Waterloo. A principios de junio de 1824, mientras Valdés combatía en el Sur a Olañeta con alternativa de pérdidas y ventajas, que eran otros tantos triunfos para las armas independientes, se movieron los patriotas para atacar a Canterac en sus importantes posiciones, atravesando la escabrosa cordillera de Huaraz con un orden y previsión incomparables. El caudillo realista no se movió del valle de Jauja, que era su base de operaciones y le ofrecía los necesarios recursos, hasta que el 1 de agosto tuvo noticias de la aproximación de Bolívar. Los montoneros siempre activos y audaces, favorecidos por el espíritu de los pueblos dirigidos entonces por el intrépido Miller, habían ocultado su apacible llegada a la mesa de Junín, interceptando las comunicaciones. El ejército realista llegó el 5 de agosto a Carhuamayo y su caudillo se adelantó hacia Pasco para hacer un reconocimiento por el lado oriental

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de la laguna. Entretanto marchaban los patriotas por el de occidente, procurando ganarle el camino de Jauja, atacarle por retaguardia o al menos aislarle del virrey. Para prevenir sus operaciones retrocedió Canterac con diligencia y logró quedar otra vez a vanguardia al siguiente día. Esperando la próxima batalla había Bolívar entusiasmado a sus huestes el 2 con la elocuente proclama: «¡Soldados! Vais a completar la obra más grande que el Cielo ha encargado a los hombres; la de salvar un mundo entero de la esclavitud. ¡Soldados! Los enemigos que debeis destruir, se jactan de 14 años de triunfos; ellos pues serán dignos de medir sus armas con las vuestras, que han brillado en mil combates. ¡Soldados! El Perú y la América toda aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria; y aun la Europa libre os contempla con encanto; porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo. ¿La burlareis? ¡No! ¡No! ¡No! Vosotros sois invencibles.»

Al descender por la tarde del 6 de agosto a la pampa de Junín adelantó el Libertador la caballería separándola dos leguas de la infantería. Canterac que esperaba una completa victoria, porque contaba con 1 300 caballos contra 900 maltratados y peor equipados, corrió a encontrarlos en la estrecha llanura que dejan los derrames de la laguna y los inmediatos cerros de Junín. La estrechez del sitio sólo permitió que formaran en batalla algunos escuadrones colombianos; los demás se alinearon en columna. Dos escuadrones de los húsares del Perú se situaron junto al terreno inundado; un tercer escuadrón peruano venía marchando por detrás por hallarse muy mal montado. La caballería realista cargó al galope recibiendo una emoción notable al ver la serenidad con que era aguardada a pie firme por jinetes dueños de sus caballos y armados con lanzas de catorce a quince pies. El choque fue terrible; la mayor parte de los escuadrones colombianos fueron arrollados, y los realistas creyéndose triunfantes se desordenaron en la persecución. Los escuadrones peruanos, que por hallarse detenidos por el pantano o por venir marchando no habían tomado parte en el ataque, cargaron con decisión; los demás patriotas se rehicieron; el valeroso Necochea que había caído prisionero y cubierto de heridas, fue recobrado; y el enemigo huyó por la ancha llanura a refugiarse en las filas de su infantería que no había interrumpido la retirada. Los realistas dejaron en el campo de Junín 340 muertos, 80 prisioneros y el prestigio de su arma favorita, siendo la pérdida de sus vencedores de 99 heridos y 45 muertos.

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Canterac desconcertado con el inesperado revés, que no acertaba a explicarse y que comprometía su bien sentada reputación militar, se alejó con tal presteza, que a las 48 horas se hallaba en Huancayo a 32 leguas largas de distancia. Continuando su precipitada retirada perdía provincias, repuestos, armas y la mitad de su tropa, que sin disparar un tiro se desmoralizaba por el desaliento y la continua deserción. Volado el puente de Izcuchaca y roto el del Pampas, hizo un alto de quince días en Chincheros protegido por el cerro de Bombón; y al aproximarse sus perseguidores fue a abrigarse del otro lado del Apurímac, cuyos puentes inutilizó. Bolívar no había podido perseguirle de cerca porque su infantería, que se hallaba a alguna distancia de los realistas el día de la victoria, no estaba acostumbrada a las largas marchas de la sierra. Habiendo dejado su ejército a este lado del Apurímac a las órdenes de Sucre, y creyendo que por la proximidad de la estación lluviosa y la situación comprometida de los realistas tardaría en ser atacado, bajó a la costa para preparar mayores fuerzas que aseguraran en todo evento el triunfo de la emancipación. Campaña de Ayacucho.- El virrey trayendo las fuerzas del Cuzco al campo de Canterac y haciendo venir del Sur a Valdés, que en un mes se trasladó de una distancia de 270 leguas y en el tránsito se reforzó con guarniciones y reclutas forzados, había logrado a fines de octubre poner su ejército en el pie de más de 10 mil hombres con 14 piezas de artillería y 1 600 caballos. Así no vaciló en tomar la ofensiva y pasando el Apurímac por Acha, emprendió su marcha por las alturas intermedias entre la cordillera occidental y el camino real que los patriotas ocupaban. Sucre para no perder su base de operaciones comenzó la retirada el 7 de noviembre. Se hallaba el 22 en Chincheros, protegido por el cerro de Bombón, cuando el enemigo que ya se había adelantado en la dirección de Lima, destacó algunas guerrillas. Rechazadas éstas, y recelando que para flanquearle pasaran los realistas el Pampas, hizo la penosa travesía de Bombón a Ocros con orden admirable, y el 3 de diciembre aguardó en Matará que ellos atacasen. Continuando la retirada en el mismo día, su retaguardia fue alcanzada en la profundísima quebrada de Corpahuaico y sufrió un gran revés, que envalentonando demasiado a los vencedores preparó la próxima libertad del Perú. Los patriotas superiores a todo contraste no vacilaron en ofrecerles batalla al siguiente día, la que no habiendo sido aceptada, verificaron por la noche el peligroso paso del Pangora, y el 6 acamparon cuatro leguas al Este de Huamanga entre el pueblo de la Quinoa y el rincón de Ayacucho. Ya les tenía cortadas el virrey las comunicaciones con Lima, habiéndose adelantado hasta Pacaicasa entre Huamanga y Huanta; para dificultarles la retirada había hecho inutili-

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zar los puentes y puesto sus partidarios en alarma; y retrocedió el 7 a ocupar la formidable posición de Condorcunca. El 8 de diciembre se hallaban ambos ejércitos a tiro de cañón, el patriota en las lomas que dominan la Quinoa, y el realista en las escabrosas faldas del Condorcunca. Mediaba entre ellos el campo de Ayacucho, que se extiende unas 600 toesas de Norte a Sur y 400 de Este a Oeste, terminando al mediodía por una quebrada impracticable, y en las demás direcciones por barrancos menos profundos. La posición del virrey era inmejorable para defenderse y poco a propósito para atacar, porque en el descenso del Condorcunca la caballería había de marchar a la desfilada y la infantería en desorden. Sucre se hallaba en situación mucho más difícil; podía oponer menos de seis mil hombres a más de 9 300, un cañón a once y una caballería inferior en número; si bien entusiasmada con el recuerdo de Junín; para permanecer en su puesto escaseaban los recursos; y se hacía muy arriesgada la retirada, porque faltaban los medios de movilidad, estaba desprovista la región que media hasta las cabeceras de Ica, y se habían declarado hostiles algunos pueblos intermedios entre Huamanga y Jauja. La Mar hizo presente estos obstáculos, y prevaleciendo su dictamen sobre el del jefe del ejército con general satisfacción, se resolvió aguardar el ataque para el memorable 9 de diciembre. Después de hechas algunas descargas a las once de la noche para causar una falsa alarma, descansaron los patriotas, elevándose su espíritu con la inminencia del peligro. Al amanecer se saludaron ambos ejércitos con algunos cañonazos. Entrado el día, principiaron a bajar los realistas con la arrogancia del esperado triunfo. Valdés debía atacar por el Norte la izquierda patriota, que sostenía la división peruana y que ocupaba la parte más vulnerable del campo; por el lado opuesto descendían otras fuerzas con el grueso de la artillería y el centro se ponía en movimiento con la mayor parte del ejército, dirigido por el virrey y Canterac. La izquierda patriota estaba a las órdenes de La Mar, la derecha a las de Córdova, el centro ocupado por la caballería a las de Miller, y la reserva a las de Lara. El entendido Sucre que espiaba la oportunidad, antes que los enemigos pudiesen ordenarse en el llano, recorrió las filas avivando los sentimientos de gloria, honor y patria. Las entusiastas aclamaciones, ¡viva la República!, ¡viva el Libertador!, respondieron a esta breve pero enérgica arenga que pronunció en tono inspirado: «De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia». El joven general Córdova a pie, quince pasos al frente de su división y con el sombrero en la mano, exclama: «División, arma al brazo, paso de vencedor», y todo plega a su irresistible ataque. Canterac, que ve com-

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prometida la izquierda, precipita los movimientos del centro. Sucre da las órdenes oportunas para aprovechar los instantes de desorden. Miller destroza la caballería realista. El virrey que ve arrollada su fuerza, se arroja entre los combatientes, cae herido y prisionero. Lara, adelantándose con la reserva persigue a los fugitivos. Valdés, que peleaba con menos desventaja, es también derrotado por el empuje simultáneo de los húsares de Junín, la legión peruana y otros batallones. A la una del día el triunfo de la patria era completo; la hueste que se había creído invencible, estaba desecha, dejando en el campo más de dos mil entre muertos y heridos, unos tres mil prisioneros, el resto en dispersión o dispuesto a resistir a los que pretendieran prolongar la lucha. Los vencedores habían tenido cerca de mil hombres fuera de combate. Una capitulación ajustada en el mismo campo ponía todo el territorio y los elementos de guerra en manos de los independientes. Los rendidos eran tratados con consideraciones que hacían realzar por la generosidad en el triunfo, el mérito de los vencedores en la retirada y el heroísmo en la batalla. Allí mismo y sobre todo a la distancia se quisieron oscurecer las glorias de Ayacucho, atribuyéndolas a traición de jefes realistas; pero si los vencidos no fueron acertados en todas sus disposiciones, pelearon como buenos, y sus constantes esfuerzos hicieron resaltar las virtudes de sus vencedores. La audacia se sobrepuso a la arrogante confianza, el entusiasmo al número, y la oportunidad de un ataque entendido y heroico a la superioridad de las armas. Consumación de la Independencia.- La espléndida victoria de Ayacucho había asegurado el triunfo de la América independiente. En vano algunos fugitivos y las autoridades del Cuzco quisieron prolongar la lucha nombrando virrey al general Tristán, que se hallaba en Arequipa. Disipado el prestigio del poder secular, la opinión se levantaba en todas partes con fuerza irresistible; los destacamentos realistas se pronunciaban o dispersaban; y el nuevo virrey no tardó en reconocer el gobierno de su patria. Sólo quedaban a los españoles las fuerzas de Olañeta, que se sostenía en el Alto-Perú, Chiloé defendido por el esforzado Quintanilla, algunos buques enviados de la Península para dominar el Pacífico, y las fortalezas del Callao, que Rodil no se creyó en el deber de entregar, como exigía la capitulación de Ayacucho. Continuando los patriotas su marcha triunfal al Sur, se vio Olañeta abandonado o combatido por los suyos y pereció el 1 de abril en un combate contra ellos en la quebrada de Tumusla. La escuadra realista, que se había dirigido a Filipinas, revolucionándose en las Marianas, se entregó parte a Chile, parte a México. Chiloé no pudo resistir a una gran

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expedición enviada de Chile. Rodil, que había sostenido el memorable sitio del Callao, hubo de capitular el 22 de enero de 1826, habiendo desplegado en trece meses de ataques y sufrimientos mayor constancia de la necesaria para dejar su nombre en buen lugar. La escuadra por mar y más de tres mil hombres a las órdenes del colombiano Salón, por tierra estrecharon de día en día el sitio, sucediéndose los choques diarios casi por meses enteros. Para contener las conspiraciones tuvo Rodil que emplear crueles rigores, ejecutando en una vez cuarenta personas. El hambre, el escorbuto y las fiebres arrebataron más de seis mil. Por temor a la severidad de Bolívar se habían refugiado allí gran parte de la nobleza y casi todos los comprometidos con los realistas durante la última ocupación de Lima. Esta ocupación se había prolongado casi hasta la víspera de Ayacucho, causando un cruel destrozo a los patriotas en el ataque del 3 de diciembre, el día mismo en que sufrían un revés en Corpahuaico. En el Callao desaparecieron familias enteras y entre otras víctimas señaladas el ex presidente Torre-Tagle. Su antiguo ministro Berindoaga, que había querido escaparse, cayó en las manos de Bolívar y murió en el cadalso como traidor a la patria, junto con su cómplice Teron. Los hombres honrados y aun los españoles vencidos en Ayacucho, continuaron libremente en el Perú gozando de las ventajas de la Independencia.

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Época de la República

—I — Gobiernos del Perú independiente (1821-1866) Jefes reconocidos.- Desde la jura de la Independencia ha reconocido el Perú 22 gobiernos en el orden siguiente: San Martín, 1821–1822. Junta gubernativa, 1822-1823. Riva-Agüero, 1823. Torre-Tagle, 1823-1824. Bolívar, 1824-1827. La Mar, 1827-1829. La Fuente, 1829. Gamarra, 1829-1833. Orbegoso, 1833-1835. Santa Cruz, 1836-1839. Gamarra, 1839-1841. Meléndez, 1841-1842. Vidal, 1842. Vivanco, 1843-1844. Meléndez, 1844-1845. Castilla, 1845-1851. Echenique, 1851-1855. Castilla, 1855-1862. San Román, 1862-1863. Pezet, 1863-1865. Canseco, 1865. Prado, 1865.

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Gobiernos interinos.- Por ausencia, enfermedad o mera voluntad del jefe reconocido han gobernado interinamente Torre-Tagle en 1821, el Consejo de gobierno del 25 al 27, Salazar del 28 al 29, La Fuente del 30 al 31, Tellería el 31, Reyes el 32, Campo-Redondo el 33, Salazar del 34 al 35 Menéndez el 41, Figuerola el 42, Medina el 54, el Consejo de Ministros del 57 al 58, La Mar del 59 al 60 y Canseco el 63. Jefes no reconocidos.- Han sido obedecidos en varias provincias sin ser reconocidos por todo el Perú Bermúdez el 34, Salaverry el 35, Vivanco el 40, Torrico el 42, la junta del Sur del 43 al 44, Elías el 44, Castilla el 54, Vivanco del 56 al 58, Prado y Canseco el 65. Legislaturas.- Se han reunido el primer Congreso Constituyente el 22 y 25, el segundo Constituyente el 27, el Constitucional el 29 y 32, la Convención el 33, los federales de Sicuani, Huaura y Tacna el 36, el Constituyente de Huancayo el 39, el Constitucional el 45, 47, 51 y 53, la Convención el 55, el Constitucional el 58, 60, 62 y 64. Constituciones.- Han sido siete, la del 23, la vitalicia, la del 28, la del 34, la de Huancayo, la del 56 y la reformada en 60.

—II— Vicisitudes de la República Fundación de la República.- Los sentimientos republicanos se desarrollaron junto con las ideas de emancipación. La patria y la libertad se confundían en las aspiraciones de los peruanos, corrieron iguales azares y triunfaron en los mismos campos. El bello modelo de los Estados Unidos, el espíritu liberal del siglo, las aspiraciones de toda la América española, y las demás causas que despertaban el amor a la Independencia, traían consigo tendencias a la República que se fortificaban además por la lucha contra los reyes, la falta de elementos monárquicos y la importancia creciente de las razas siempre abatidas bajo la monarquía. El maravilloso instinto del pueblo se anticipaba a las previsiones de los hombres de Estado y aun confundía sus hábilmente combinados, pero mal fundados planes. Todo el prestigio de San Martín y todo el talento de Monteagudo se estrellaron ante la opinión liberal, tan unánimemente declarada, que el Congreso Constituyente aclamó la República desde la primera proposición, la adoptó en sus bases constitucionales y la organizó en el código político. Las facultades omnímodas que las necesidades de la guerra hicieron conceder a Bolívar, no debilitaron los sentimientos republicanos; la victoria de Ayacucho se alcanzó vivando a la República y al Libertador.

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Al completarse el triunfo de la Independencia, la República del Perú principió a ser reconocida, no sólo por los demás Estados de América, sino también por las provincias marítimas de Europa. Inglaterra más avanzada en sus instituciones y mejor apreciadora de los intereses internacionales, no tardó en hacer un reconocimiento explícito; aunque la muerte del Cónsul general inglés, acaecida el 11 de diciembre a consecuencia de los tiros de una avanzada patriota que le creyó del campo de Rodil, hubiera podido dar pretexto a reclamaciones y dilaciones diplomáticas. El gobierno francés, más ligado al Rey de España y con tendencias poco democráticas, había de dar lugar a negociaciones enojosas, acreditando un agente consular con el extraño título de Inspector general del comercio francés; pero por el interés de éste aceptaba desde luego los hechos consumados. Los países bajos trataban con el Perú más abiertamente. Entretanto los patriotas peruanos podían recelar que las armas vencedoras a nombre de la Independencia no se tornasen contra la libertad. El proscrito Monteagudo, cuyas ideas eran muy sospechosas, había vuelto a Lima en diciembre de 1824 en compañía de Bolívar. Su muerte a manos del negro Colmenares el 30 de enero siguiente, si no fue un crimen vulgar inspirado por la pasión del robo, tuvo origen en las intrigas de palacio; pero Bolívar, que comprometió su crédito mandando salir para Colombia al asesino descubierto y confeso, hacía recaer las sospechas y aun las amarguras de la persecución sobre los realistas y patriotas; lo que imponía a las almas asustadizas y las preparaba a creerle el hombre necesario para consolidar la República. La inquietud por los destinos de la patria, el ilimitado reconocimiento a sus libertadores, el ascendiente de Bolívar, todo se reunió para que el Congreso, vuelto a reunir por él el 10 de febrero, le prolongase una peligrosa dictadura. Bolívar afectaba el mayor horror por el nombre, pero sus agentes la solicitaban por toda suerte de medios y los representantes de la nación la autorizaron con los dulces títulos de Libertador y padre del Perú. Junto con esta autoridad absoluta se le acordaron la erección de una estatua ecuestre, medallas y otros honores y un millón de pesos que sólo quiso admitir para Caracas, su suelo natal. A Sucre se recompensó con el grado de Gran Mariscal de Ayacucho, la rica hacienda de la Guaca y doscientos mil pesos. Para el ejército libertador se decretó un millón, suma que más tarde recibieron también los sitiadores del Callao. El Congreso envió a Bogotá una comisión de su seno para dar gracias al gobierno colombiano y pedir la permanencia en el Perú del Presidente Libertador. Gobierno del Libertador.- La dictadura de 1824 había sido para Bolívar una campaña en que su genio se inmortalizó; la obtenida en 1825 se pasó entre brillantes ovaciones capaces de trastornar cabezas menos ambiciosas. El Libertador, dejando la administración general a un Consejo de

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Gobierno, presidido por La Mar y después de haber éste renunciado, por Santa Cruz, se dirigió al Alto-Perú, decretando en el tránsito muchas reformas de interés público y recibiendo honores más que humanos en el Cuzco, Arequipa, Potosí y otras grandes poblaciones. El nuevo estado formado con provincias que en el gobierno colonial pertenecieron sucesivamente a los virreinatos del Perú y Buenos Aires, tomó en honor suyo el nombre de Bolivia. Conforme a sus inspiraciones, convocaba el gobierno de Colombia el Congreso de Panamá, en el que los representantes de América debían echar las bases de una vastísima federación. El Perú, que iba a enviar los suyos al istmo, era llamado también por su Consejo de gobierno a elegir diputados para un nuevo Congreso Constituyente, que debía instalarse en febrero de 1826. Previniendo los votos del pueblo, proyectaba el Dictador una Constitución en la que la organización monárquica estaba mal disfrazada con frases democráticas; pues se reconocía un presidente vitalicio e irresponsable, se debilitaba el poder legislativo dividiéndolo en cámaras de senadores, tribunos y censores, se desvirtuaban las elecciones, y todo tendía a robustecer el poder, dejando mal garantida la libertad. Este código fue adoptado sin oposición en Bolivia, cuyo presidente Sucre seguía las inspiraciones del legislador. La pretensión contradictoria de ser al mismo tiempo el Washington y el Napoleón de la América del Sur, iba a gastar lastimosamente el genio heroico del Libertador, rompiendo la unidad de su gloriosa carrera y destruyendo la grandeza de sus concepciones con la pequeñez de los medios. Chile y Buenos Aires, prevenidos contra su política por sus aspiraciones mal encubiertas y por algunas expresiones ofensivas, rehusaron tomar parte en el Congreso de Panamá, en el que a la sombra de la confederación, veían levantarse una vasta monarquía. La asamblea compuesta de los representantes del Perú, Colombia, Centroamérica y México, no correspondió, ni podía corresponder a las esperanzas concebidas, desde que se dudaba de su fin legítimo, y sus únicos elementos de acción se reducían a tratados sin sanción efectiva. Los patriotas del Perú, aunque reducidos al silencio por el ascendiente de Bolívar, murmuraban en secreto, y aun los húsares de Junín hicieron en Ayacucho un movimiento que hubo de sofocarse con la victoria de Julcamarca y la ejecución del teniente Silva que era la mejor lanza de su cuerpo, junto con doce soldados sacados por suerte. También se denunció en Lima una vasta conspiración, que fue juzgada con gran empeño, absolviendo a unos acusados, desterrando a otros y condenando a algunos al último suplicio, del que se libraron por los esfuerzos del liberal presidente de la Corte Suprema. El Congreso Constituyente no llegó a instalarse, porque lo impidieron las intrigas del gobierno. Se había principiado por confiar a la Corte Suprema la calificación de los diputados, contra la que protestaron en

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las sesiones preparatorias los representantes del partido constitucional, diciendo uno de ellos al Ministro que iba a tomarles juramento: cuando el Señor Ministro se retire, el Congreso resolverá lo que debe hacer. Mas la mayoría insistió desde luego en que la calificación era de la competencia del gobierno, y después pidió que no se instalase la asamblea, fundándose en razones cuya frivolidad contrastaba con el número; por enaltecer el mérito del Libertador no se temía afirmar que sin su dirección corría el Perú riesgo de retroceder al estado salvaje. Abandonadas así las libertades públicas por sus naturales defensores, no vaciló el Consejo de gobierno en traspasar todos los límites de la ley, preguntando a los colegios electorales, cuya misión había cesado, si se adoptaría la Constitución boliviana y se nombraría presidente vitalicio al Libertador. Con excepción del colegio de Tarapacá todos respondieron afirmativamente; y las corporaciones civiles y eclesiásticas, los militares, las notabilidades políticas y simples particulares, cediendo a hábiles y vivas solicitudes, multiplicaron los actos de adhesión para simular la opinión popular. El viaje de Bolívar a Colombia, a donde los disturbios hacían necesaria su presencia, dio origen a otro género de manifestaciones, la mayor parte ficticias, en que la adulación excedió todas las conveniencias y aun las más obvias apariencias de la verdad. Aunque en todas ellas se solicitaba la permanencia del Libertador, verificó su salida el 3 de septiembre entre grandes demostraciones de sentimiento por su separación. Continuando siempre la adhesión oficial, se juró solemnemente la Constitución vitalicia el 9 de diciembre, cuyos recuerdos debían unirse a otros pensamientos de libertad que no tardaron en hacer explosión. La tercera división de Colombia, que guarnecía a Lima, depuso al general Lara y otros jefes el 28 de enero de 1827, y se declaró dispuesta a defender la Constitución liberal de su patria. El Consejo de gobierno pidió nuevos jefes; pero viendo los esfuerzos que se hacían para promover una reacción en aquel cuerpo, y cediendo al voto de sus nuevos caudillos que solicitaban prontos medios de trasporte, facilitó su salida para Guayaquil. Libre el Perú de la opresión que las fuerzas colombianas podían ejercer, se pronunció unánimemente contra la Constitución vitalicia; un Congreso reunido por Santa Cruz dio la Presidencia de la República al liberal La Mar, y la Vicepresidencia a Salazar; se adoptó provisoriamente la Constitución del 23; y se trabajó con actividad en completar las instituciones democráticas y ponerlas a cubierto de toda agresión. Presidencia de La Mar.- Acordes el gobierno y la opinión pública, que en vano se procuró extraviar en algunos pueblos del Sur, principió el Perú a progresar libremente por la senda constitucional. La prensa independiente trataba las grandes cuestiones de interés social con decoro e inte-

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ligencia. Los hábiles hijos de Arequipa veían arraigarse en su privilegiado suelo los planteles de instrucción; los antiguos establecimientos de Lima volvían a prosperar, y el de medicina ensanchaba sus estudios con las clases de maternidad dirigidas por una mujer inteligente. La agricultura recobraba sus brazos y extendía sus explotaciones, si bien fracasó por entonces por mala dirección la empresa dirigida a recobrar la fértil región del Chanchamayo, perdida desde el alzamiento de Juan Santos. En la minería se hacía sentir un vivo impulso. Aunque la compañía pasco-peruana formada en Londres no correspondió a las esperanzas concebidas, y el haberse declarado propiedad del Estado las minas abandonadas junto con otros obstáculos creados en los últimos años, dificultaron las empresas particulares, se dejaba percibir un porvenir mejor; el sabio Rivero difundía los conocimientos mineralógicos, Valdivia promovía y daba a conocer el descubrimiento del carbón de piedra en la quebrada de Murco, donde se encierran grandes riquezas; el catador Angelino Torres en una de sus exploraciones descubría en el derrumbadero de Huaillura vetas auríferas de opulencia prodigiosa, que pocos meses después se perdieron entre los desórdenes y persecuciones que produjo la destructora fiebre del oro. El comercio luchaba con las tradiciones del monopolio; pero ganaba visiblemente terreno en la extensión, inteligencia y libertad de sus especulaciones. Las mejoras políticas se anticipaban al progreso social; lo que si bien lisonjeaba mucho a los exaltados partidarios de la libertad, aventuraba su éxito, y en vez de acelerar había de exponer la marcha del Estado a terribles pruebas. Los iquichanos, dirigidos por algunos desertores y llamados defensores del Rey, hicieron grandes destrozos en Huanta y amenazaban desolar a Ayacucho, que los escarmentó bien, habiéndose reforzado sus entusiasmados habitantes con algunos de Andahuaylas y con los audaces morochucos. En Lima, que acababa de sufrir un gran terremoto, se suscitó un motín de cuartel por el esforzado Huavique, que fue atravesado de una estocada por el intrépido joven don Felipe Santiago Salaverry, ahogándose así en la sangre del jefe una revuelta cuyas consecuencias eran difíciles de calcular. El terrible resentimiento de Bolívar, al que La Mar no temió provocar en defensa de las libertades públicas, ponía al gobierno peruano en conflictos cada día más graves y arrastraba a la ruina común. Los jefes de la tercera división colombiana, que habían sido desgraciados en sus tentativas para defender la constitución de Colombia, perseguidos en el Ecuador, hallaban buena acogida en Lima. Tampoco eran mal recibidos los promotores de un motín militar, que fracasó en La Paz. Sucre, defensor natural de la constitución boliviana, era una amenaza

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para los liberales del Perú; y a fin de prevenir sus proyectos fue un ejército a las órdenes de Gamarra a Bolivia, que junto con aquel código rechazó a su presidente colombiano y ajustó con el Perú el tratado de Piquiza. El agente diplomático de Colombia, que conspiraba abiertamente contra la administración peruana, fue preso y expulsado del país. La prensa envenenaba las cuestiones, ya con la destemplanza del lenguaje, ya con recuerdos irritantes, como la marcha forzada de cinco mil peruanos a Colombia, víctimas por la mayor parte del clima y privaciones, las fortalezas del Callao desmanteladas, la marina reducida a la nulidad, la hacienda desorganizada, oscurecida la gloriosa participación de los peruanos en las victorias de Junín y Ayacucho, y otros agravios que en la exaltación del momento hacían olvidar los inapreciables servicios del Libertador. Por su parte Bolívar, viendo destruida su obra predilecta, estaba lejos de moderar su terrible cólera. Un ministro del Perú, enviado a Bogotá para cortar los motivos de discordia con amistosas negociaciones, no fue recibido oficialmente, y se afectó desconocer su gobierno; se le impusieron condiciones inadmisibles, se le dio pasaporte como a un particular y aun se le prescribió la ruta para salir de Colombia. A la rotura de las negociaciones se siguieron las amenazas oficiales y los manifiestos acalorados, que eran verdaderas declaraciones de guerra. La Mar, que para no hallarse desarmado contra los veteranos de Colombia había acrecentado y disciplinado sus fuerzas con extraordinaria actividad, no tardó en abrir la campaña; se apoderó de Guayaquil, que no obstante la muerte del almirante peruano Guisse hubo de entregarse por capitulación; y avanzó hasta la provincia de Cuenca las divisiones, que se internaban por la de Piura. Sucre, que se hallaba al frente de las fuerzas colombianas, presentó proposiciones de paz difíciles de admitir, y el ejército peruano sufrió el 12 de febrero de 1829 un contraste junto a Sagururo, y el 26 del mismo mes una derrota en el Portete de Tarqui; reveses ambos nacidos evidentemente de la mala dirección y que por lo mismo hicieron sospechar de la lealtad de algunos jefes. El vencedor impuso sus condiciones casi en el campo de batalla. La Mar, que se había retirado a Piura y continuaba sus aprestos bélicos, fue víctima de una doble revolución militar, estallada en su campamento el 7 de junio y en Lima el 6. Aquí se le deponía por sus extravíos, debilidad y nulidad. En Piura, acusándole de extranjero por ser nacido en Guayaquil, se le prendía y enviaba desterrado a Costa Rica, donde murió al año siguiente con la resignación del hombre justo. *

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El general don Antonio Gutiérrez de La Fuente, nombrado jefe supremo, entró inmediatamente en comunicaciones con la comisión permanente del Congreso constituyente, y el 31 de agosto se reunió la legislatura constitucional, la que nombró Presidente provisorio de la República a Gamarra y Vicepresidente a La Fuente, convocando al mismo tiempo los colegios electorales para la elección popular. Un tratado de paz firmado en Guayaquil en el mes de septiembre restableció las buenas relaciones con Colombia, cesando así una guerra que era el escándalo de la América. Por desgracia, las discordias interiores iban a detener por largos años en ambos países el fecundo desarrollo de la libertad y del orden. Colombia no tardó en atravesar una destructora crisis, que entre otras grandes calamidades presentó el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho y el del heroico general Córdova, la muerte prematura del Libertador en el desamparo y la ruina de la confederación colombiana. El Congreso del Perú proclamó Presidente de la República a Gamarra por haber obtenido la mayoría de los sufragios populares, y nombró Vicepresidente a La Fuente, porque ningún candidato había triunfado en las urnas electorales. Mas las circunstancias que habían precedido y acompañado a estas elecciones comprometieron el prestigio del gobierno, haciendo muy difícil y poco ventajosa la conservación del orden. Presidencia de Gamarra.- Desde el principio fue profundo el desacuerdo entre el nuevo Presidente y la opinión pública, que no podía perdonarle el fin desgraciado de La Mar y se irritaba más con las arbitrariedades inevitables en una administración nacida de la violencia. En vano promovió Gamarra la conciliación de los partidos; en vano mejoró las relaciones exteriores celebrando tratados con México, Bolivia y la nueva República del Ecuador. Ni la necesidad del orden reconocida por todos, ni el homenaje general a la Constitución, ni la prosperidad del comercio, ni cuantas medidas se dirigieron a promover los progresos del Perú pudieron impedir las frecuentes tentativas de revolución. El mismo gobierno las multiplicaba; más solícito por conservar el poder que por ejercerlo con aplauso, siempre receloso y buscando su apoyo en hechuras impopulares no podía menos de exaltar la oposición; y con el vano propósito de robustecerse inspirando miedo a la anarquía exageraba las conspiraciones y aun las inventó alguna vez; hasta se le hizo cargo de haber conspirado contra sí mismo. El 26 de agosto de 1830 estalló en el Cuzco una revolución federal, que estaba ya sofocada antes de la llegada de Gamarra a aquella ciudad. Mientras el Presidente, cuya presencia se había creído necesaria, se ocupaba en el Sur de consolidar la paz interior y de asegurar las relaciones cada día más difíciles con Bolivia, el vicepresidente La Fuente, que go-

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bernaba en su ausencia, era asaltado en su propia casa y suplantado con Reyes como presidente del Senado. Vuelto a la capital, aunque mostró especial solicitud por la reconciliación y las mejoras públicas, se veía a su vez expuesto Gamarra a ser víctima de una revolución de cuartel, que comprimió ejecutando sin forma de juicio al capitán Rosell. Reunido en el mismo año (1832) el Congreso, tuvo lugar la elocuente acusación del diputado Vigil, quien, después de manifestar la necesidad de castigar las infracciones de la Constitución sin arredrarse por vanos temores, exclamaba: «¡Ah, qué cuadro de horror! ¡Cuántos bienes dejados de adquirir! ¡Cuántos males sufridos! ¡Cuántas pérdidas!, ¡hasta del honor! Nefandos crímenes canonizados, legalizadas dos revoluciones y levantadas en este mismo santuario por las manos de los legisladores sobre las aras de la patria, personas que debieran haber sido inmoladas a la justicia en el vestíbulo». En vano se quiso comprimir la oposición forjando conspiraciones en las que se trató de complicar al pacífico diputado, igualmente entusiasta por la ley y por la libertad. Los perseguidos entonces hubieron de salir absueltos, y pocos meses después amagó la guerra civil. Exagerada o enteramente imaginaria una conspiración, que había de estallar en Lima por marzo de 1833, produjo el destierro de varios individuos y entre ellos el del audaz Salaverry, que apenas llegado a Chachapoyas se levantó contra el gobierno. Preso allí por su improvisada tropa y conducido a Cajamarca logró pronunciarse con los mismos que le custodiaban, y descendió a la costa, en la que disputó a las fuerzas del gobierno la victoria en la garita de Moche. Preso por segunda vez y vuelto a escapar estuvo presto para combatir de nuevo contra la desprestigiada administración. Las elecciones de 1833, en que debían nombrarse un nuevo presidente y diputados para una Convención, dieron lugar a nuevas quejas y a variados alzamientos. Los presos de la isla de San Lorenzo se escapaban y unidos a algunos montoneros esparcían el desorden cerca de la capital, aclamando a Riva-Agüero, uno de los candidatos populares, a quien no se permitía desembarcar y en cuyo favor se hacía un pequeño pronunciamiento en Piura. En Ayacucho se levantaban furiosos los vengadores de la ley, y después de asesinar al prefecto y jefe militar, al primero en los brazos mismos de su esposa, imponían enormes contribuciones y oprimieron aquellos pueblos en nombre de la libertad hasta que fueron derrotados en la batalla de Pultunchara. La Convención, reunida para reformar la Constitución, en tal estado de conflagración no pudo menos de ponerse en lucha abierta con el poder. El acuerdo recíproco era indispensable para el nombramiento del nuevo presidente; porque ningún candidato había reunido la mayoría en

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elecciones practicadas de una manera imperfecta. Gamarra convino en que los diputados nombrasen un presidente provisorio; mas habiendo sido nombrado contra sus esperanzas el general don Luis Orbegoso, uno de los candidatos populares, le cedió de mala voluntad el puesto el 19 de diciembre de 1833, y se preparó a derribarle a la primera oportunidad. Presidencia de Orbegoso.- Gamarra disponía del ejército y hasta del servicio de palacio. El general don Pedro Bermúdez, ministro de la guerra, era su candidato para la presidencia; le pertenecían los jefes de los cuerpos así como los prefectos de los departamentos; él mismo se arrogaba y hacía conferir el cargo de general en jefe; un club formado bajo su dirección e influencia se había reservado todos los destinos de importancia, estando convenidos sus miembros en declararse contra el nuevo gobierno, si alguno de ellos perdía su posición. Apenas se dejaba al Presidente otra prerrogativa que la de vivir en palacio, salvo el arrojarle de allí por una simple intimación. El pueblo se pronunciaba en su favor con tanta mayor fuerza cuanto que en su persona veía representadas la libertad y la ley, combatidas ahora por una facción que se había desacreditado en el poder; pedía armas para apoyarle y medidas contra los conspiradores. Por su parte se aprestaban éstos a un golpe de mano que Orbegoso previno yendo a asilarse a las fortalezas del Callao en la tarde del 3 de enero de 1834. A la mañana siguiente el ejército disolvía a bayonetazos la Convención nacional, y aclamaba presidente a Bermúdez y generalísimo a Gamarra. Como eran suyas las fuerzas veteranas, no hallaron dificultad los sublevados para poner sitio al Callao, ni para dominar militarmente la mayor parte de la República. Mas la opinión, cada día más declarada contra ellos, les opuso donde quiera grandes resistencias y logró destruirlos neutralizando el éxito de sus victorias. Salaverry se apoderaba de las fuerzas vencedoras en la Garita y fortificaba la adhesión del Norte a la causa de Orbegoso. Los refugiados en el Callao, a los que llegaban incesantemente voluntarios del pueblo y defeccionados del ejército, obligaron a Gamarra a levantar el sitio. El 28 de enero en que, vista la oposición de la capital preparaba su salida a la sierra, se levantó el pueblo con entusiasmo, y con las armas que la casualidad le facilitó, convirtió en fuga desordenada aquella retirada. Arequipa se declaraba también contra los revolucionarios sin temer la aproximación del general don Miguel San Román. Las fuerzas improvisadas por el liberal Nieto le hicieron experimentar un revés en la inmediata posición de Miraflores; y sólo por un accidente obtuvo dos días después una inesperada victoria en Cangallo. Dueño por ella de la ciudad, no pudo impedir que Nieto improvisara una resistencia más decisiva en el puerto de Arica.

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Mientras la ocupación de Arequipa parecía asegurar a los revolucionarios la posesión del Sur, el triunfo conseguido en Huaylacucho en las inmediaciones de Huancavelica el 17 de abril por las fuerzas de Bermúdez contra las de su rival Orbegoso, podía hacer creer en la inmediata sumisión del Norte. Mas siete días después se pasaban los vencedores a los vencidos, dándose el extraordinario abrazo de Maquinhuayo. Arequipa no tardó en pronunciarse por el caudillo de sus afecciones. Gamarra, que desde Tacna había hecho vanos esfuerzos contra Nieto, noticioso de los últimos cambios le propuso reconocerle como jefe del Sur si accedía a la federación, que de años atrás venía concertándose entre los futuros estados Norte y Sur peruanos con el de Bolivia. Rechazadas tan sorprendentes proposiciones y propagándose los pronunciamientos contra Bermúdez, huían Gamarra y San Román a la vecina República; y Orbegoso, contra quien no aparecía oposición armada, entraba en el ejercicio apacible de sus funciones. La Convención, reinstalada en Lima desde el mes de febrero, había dado una nueva Constitución; y por la perfecta armonía entre los pueblos y el gobierno pudieron esperarse días de progresos apacibles a la sombra de instituciones liberales. La situación ocultaba peligros superiores al ascendiente del Presidente provisorio, cuya popularidad reposaba principalmente en el odio al gobierno anterior. Cuatro constituciones juradas en menos de once años, las más de ellas sin vigor alguno y todas holladas con poco escrúpulo, no podían generalizar el respeto a las leyes fundamentales, ni a las autoridades constituidas. Era inevitable el choque entre las ambiciones despertadas por la guerra y no satisfechas por las ventajas de la paz. Aunque la discordia nacional parecía ahogada en abrazos fraternales, eran en gran número los caídos impacientes por recobrar su holgada posición a merced de nuevos trastornos. La hacienda se hallaba en el peor estado, porque ni las rentas habían podido organizarse bien, ni las entradas podían mejorar mucho mientras las fuentes de la prosperidad pública no brotasen abundantemente por algunos años. Otra causa de grandes perturbaciones, que estaba influyendo silenciosamente, iba a obrar con mucho estrépito. Las ideas de federación, anunciadas durante el gobierno del Libertador, tenidas en cuenta por los legisladores del 28, invocadas por los conspiradores en el 29, emblema de revolución en el 30, iban ganando en el Sur partidarios de valer; acogíanlas algunos seducidos por la prosperidad de Norteamérica sin tener en cuenta la diferencia de condiciones; hombres más prácticos veían en ellas el remedio contra la centralización secular, que tan a menudo hacía olvidar o sacrificaba los intereses de las provincias lejanas; los intereses y pasiones particulares apoyaban fuertemente aquellas opiniones hijas de las teorías más elevadas y de las aspiraciones más puras. Santa Cruz, que ha-

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bía gobernado el Perú a nombre de Bolívar y aspiraba a sucederle, veía en las seducciones de la federación el único camino abierto a su ambición, y Gamarra el de su vuelta al poder. Orbegoso dejó el 9 de noviembre de 1834 el mando al vicepresidente Salazar, con el doble objeto de cruzar los proyectos que se tramaban en el Sur y de asegurar su nombramiento para presidente constitucional en las próximas elecciones. Pocos días después de su partida un sargento Becerra acaudillaba una insurrección en favor de La Fuente y se apoderaba de la principal fortaleza del Callao. Salaverry, bajo las órdenes de Nieto, logró tomar por asalto el castillo, sofocándose aquella sedición con la ejecución del sargento y otros sublevados; se levantó el 23 de febrero de 1835 con una fuerza insignificante; entró sin temor en la capital; y apoyándose en la ausencia de las autoridades legales, que en rigor constitucional dejaba vacante el poder, asumió la magistratura suprema sin sujetarse a constitución alguna. Dictadura de Salaverry.- Si la fuerza de voluntad, la inteligencia viva y el heroísmo militar fueron bastantes para la transformación súbita de los pueblos, Salaverry, que apenas contaba veintiocho años, hubiera podido salvar al Perú de las calamidades inminentes. Con maravillosa actividad y energía improvisaba ejércitos; decretaba las reformas sin vacilar ante ningún obstáculo; y la opinión parecía allanarle las dificultades, de que su genio hacía poco caso. Los ejércitos destinados a combatirle se declaraban en su favor. Nieto, que no era un rival indigno y amenazaba levantar el Norte, caía en sus manos después de una campaña de cuarenta y siete días. Toda la República estaba cerca de reconocer su gobierno, hallándose ya Orbegoso reducido a las cercanías de Arequipa y con una pequeña fuerza incapaz de sostenerle por mucho tiempo. Llamando en torno suyo el joven dictador a hombres de progreso y experiencia, aspiraba a refundir los partidos en el gran partido de la República, buscaba la alianza de Chile con un tratado ventajoso a ambos países y multiplicaba los decretos para mejorar todos los ramos del servicio público. Un Congreso debía legalizar las reformas de la dictadura y establecer el imperio de una nueva Constitución. Tanta actividad y tan altas esperanzas debían malograrse, como se malogra todo fruto que el tiempo no ha madurado. El espíritu impaciente e irritable de Salaverry, y su juicio no fortificado por los años, ni por los hábitos de la política, debían estrellarse ante los obstáculos, que sólo ceden lentamente a medidas dictadas con calma y con conocimientos prácticos de los hombres y de los negocios. La injustificable ejecución del general Valle Riestra y algunas otras providencias de extremo rigor, que la situación no disculpaba, le enajenaron muchas voluntades; y el terror

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que podían inspirar a sus enemigos, dio lugar al deseo de derrocarlo por toda clase de medios. Santa Cruz invitado por Orbegoso y Gamarra a entrar en el Perú con tropas auxiliares, pactó el establecimiento de la Confederación Perú-Boliviana, a fin de erigirse en jefe de los estados federados. Un decreto de guerra a muerte fue la inmediata respuesta del Dictador a la intervención armada que, si ofendía todos los sentimientos de patria y libertad, contaba muchos partidarios de buena fe. Sea desengaño inmediato, sea por otra causa, Gamarra, que se había internado en el Cuzco como precursor de los federales, proclamándose jefe supremo del Estado del Sur, no tardó en declararse contra ellos; y apoderándose de la división Larenas, que sostenía a Salaverry, improvisó un ejército, y fue derrotado por Santa Cruz el 13 de agosto de 1835 en Yanacocha. Salaverry salió sin dilación a campaña para cortar las fuerzas invasoras que se adelantaban hacia Jauja. Avanzándose desde Ica a Ayacucho por el despoblado, les preparaba una bien dirigida sorpresa, de la que se libertaron con un movimiento retrógrado y la salida oportuna de la última ciudad. Viendo que sus operaciones sobre el Pampas no tenían resultado decisivo, dejó allí una parte de su ejército, y con el resto se dirigió a Arequipa, parte por tierra, parte por mar. Los que quedaron cerca del río no tardaron en sucumbir; reunidos los demás en las inmediaciones de Arequipa, pelearon con alguna pérdida en el Gramadal, obtuvieron ventajas en el puente de Uchumayo, y fueron derrotados el 7 de febrero de 1835 en el Alto de Luna cerca de Socabaya, después de haber tenido inclinada la victoria a su favor, y de que en la desigual lucha habían deshecho casi del todo el ejército de Santa Cruz. Apresado Salaverry en su fuga con otros compañeros de desgracia, fue condenado al último suplicio por un consejo de guerra. La multitud, extraviada por recientes rigores, vio fusilar sin indignación al joven héroe, después de otros ocho jefes peruanos que podían prestar grandes servicios a la patria. Lima había caído ya en poder de los federales, no sin haber sufrido antes las tropelías de los montoneros, que a las órdenes del negro León llegaron a darle la ley. Las fortalezas del Callao habían tenido que rendirse, siendo inmolado bárbaramente Goncer, uno de sus esforzados defensores. Confederación.- Las victorias de Yanacocha y Socabaya acallaron toda oposición armada al establecimiento de la Confederación. Los hombres más influyentes en el Sur y muchos amantes del orden en el Norte prevenían los ánimos en su favor; el desprestigio de las anteriores constituciones y las seducciones de la novedad tenían dividida la opinión; la disci-

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plina y paga regular del ejército, impidiendo el desenfreno habitual de la soldadesca que tanto había hecho sufrir a los pueblos, les hacían consentir en un orden mejor; y la regularidad que principiaba a aparecer en la hacienda, junto con miras sistemáticas en otros ramos de la administración, daban a ésta un prestigio del cual no habían gozado los gobiernos transitorios, obligados a cambiar de ideas según las impresiones del momento. No es pues extraño que los representantes del Sur en la asamblea de Sicuani, los del Norte en la de Huaura y ambos reunidos a los de Bolivia en Tacna adoptaran la federación. Cada uno de los estados federados tuvo su presidente particular, y Santa Cruz fue reconocido protector de la Confederación por diez años, con facultades ilimitadas. Era el pensamiento de Bolívar, achicado y sin el prestigio de su autor. El Protector, secundado por hombres hábiles, procuraba acreditar su autoridad absoluta, que en la opinión de muchos era el primer paso a la monarquía; y mejoraba todos los ramos de la administración, especialmente con adelantos materiales, que los pueblos reconocen fácilmente y agradecen de corazón. Para levantar la postrada agricultura estableció una escuela en la capital; el fecundo Colegio de la Independencia, que había fundado en Arequipa, presidiendo el Consejo de gobierno bajo Bolívar, recibió una señalada protección; a la explotación de minas se atendió con especial solicitud; el comercio que directa o indirectamente debía ser el móvil más activo de la cultura social, fue favorecido con franquicias, tratados con Estados Unidos e Inglaterra, buenos reglamentos y lisonjeras consideraciones a que los extranjeros se mostraron muy reconocidos. La publicación de nuevos códigos, civil, penal y de procedimientos, que el gobierno protectoral consideraba como un inapreciable beneficio para la administración de justicia, y el cambio de bandera para que prevaleciera la característica de la Confederación, hirieron vivamente la susceptibilidad nacional. Un poder levantado sobre la sangre de esforzados guerreros, que empezaron a ser considerados como mártires de la patria y de la libertad; formas cada día más absolutas en la administración; el desdén o la persecución a patriotas esclarecidos; el espectáculo siempre odioso de bayonetas extranjeras dando la ley; y las ofensas diarias, multiplicadas, que bajo todas formas recibía el espíritu público, suscitaron una oposición tan violenta como general. El Protector fue detestado como un tirano; su intervención se presentó con el aspecto odioso de la conquista; y el engrandecimiento, que preparaba al país refundiendo en un imperio los estados federados, no apareció sino como la desmembración del Perú, que era en efecto el resultado inmediato, con riesgo inminente de convertirse en pérdida duradera.

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Mientras los patriotas peruanos se irritaban con la pérdida de la libertad y de la integridad territorial; Chile y Buenos Aires abundaban en los recelos, que con proyectos más encubiertos les había hecho concebir el Libertador; y que venían a agravarse con la protección dispensada en la Confederación a los sediciosos de ambos países. Chile temía, además, el menoscabo que pudiera sufrir el comercio de Valparaíso por las concesiones acordadas a los buques, que vinieran directamente al Callao. Por esta causa, los gobiernos argentino y chileno se declararon hostiles al Protector. Las fuerzas enviadas por Rosas, Dictador de Buenos Aires, fueron contenidas por las armas federales en las fronteras del Alto-Perú. En una primera invasión habían logrado los chilenos apoderarse de tres buques; y el general Blanco llegó a ocupar a Arequipa con tres mil de sus compatriotas, reforzados por muchos voluntarios del Perú. Mas por hábiles maniobras ocupó el ejército de Santa Cruz las alturas vecinas; y los invasores se vieron obligados a celebrar la convención de Paucarpata, por la que se pactaba la paz reembarcándose ellos, devolviendo los buques capturados, y reconociéndose en favor de Chile la deuda de 1 800 000 pesos gastados en la expedición libertadora de San Martín. Chile rechazó con indignación un tratado que le humillaba y frustraba sus deseos de destruir la Confederación; con sacrificios hechos de buena voluntad alistó otra expedición de seis mil hombres a las órdenes de Bulnes; y esperó grandes resultados de la cooperación de los principales jefes peruanos prontos a sacrificarse por la restauración de la República. Antes de que llegasen los restauradores, había dado Santa Cruz un decreto de convocatoria para que un nuevo Congreso resolviera si debían o no subsistir los lazos federales. Previniendo las deliberaciones y seguro del voto nacional, Orbegoso, que se hallaba de Presidente del Estado Norperuano, se declaraba jefe de toda la República el 30 de julio de 1838, y al acercarse los expedicionarios de Chile pocos días después, les manifestaba, que ya estaba cumplido el objeto de su intervención. Como no era fácil que los súbitos cambios inspirasen plena confianza, y había muchos interesados en que la guerra y no las negociaciones diesen fin a la Confederación, las propuestas del nuevo Presidente no tuvieron resultado; y el 21 de agosto se trabó el combate de la portada de Guía, en el que el número, las armas y la disciplina de los invasores se sobrepusieron al entusiasmo desplegado por los defensores de Lima. Una junta de notables dio al siguiente día la magistratura suprema al general Gamarra. Orbegoso se asiló en la fortaleza del Callao, esperando levantarse con el apoyo que le ofreció el Protector. En tanto que la plaza era atacada sin éxito, las fuerzas federales se rehacían en el valle de Jauja, y las restauradoras se avanzaban hasta Matucana. En este pue-

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blo se frustró una sorpresa intentada por Otero, jefe federal. Mas el grueso del ejército descendió pocos días después y ocupó la capital, que sus enemigos habían abandonado para luchar con menos desventaja en el Norte. Acampados primero en Huaura, tomaron la dirección de Huaraz al aproximarse sus perseguidores; ambos ejércitos maniobraron por algunos días, disputándose posiciones y recursos; y en este intervalo la escuadra chilena obtuvo ventajas sobre los buques contrarios. Las fuerzas de tierra, que ya habían tenido un choque en el puente de Buin merced al cual pudieron sostenerse los restauradores, no obstante las privaciones y dolencias lucharon el 20 de enero de 1839 con denuedo cerca de Áncash. Rechazado en los primeros ataques, había dado el general Bulnes la orden de la retirada, y al ver al general don Ramón Castilla, que mandaba la caballería, exclamó: «Nos han derrotado, vamos a San Miguel a continuar el ataque». «No estamos en ese caso, replicó Castilla, ni hemos venido a correr: el desfiladero es fuerte y la pampa muy ancha para poder llegar sin ser derrotados a San Miguel; no nos queda otro arbitrio que formar un charco de sangre para que se ahogue en él con nosotros el ejército de la Confederación». Una carga bien dirigida y enérgica no tardó en decidir la victoria. Santa Cruz, que todavía esperaba sostenerse, hubo de declarar terminada la Confederación y buscar un asilo en el Ecuador, cuando vio que Bolivia se le había defeccionado y se desbandaban todas las fuerzas del Sur. Restauración.- Como jefe de los restauradores y presidente provisorio, no tuvo Gamarra dificultad en ser nombrado Presidente Constitucional por el Congreso de Huancayo reunido en agosto de 1839; el que dio a la República una nueva Constitución, no bien recibida por el partido liberal, pero la menos desobedecida y de más larga duración. Como era de temer, Gamarra encontró en su segundo período mayores resistencias que en el primero; acrecentáronse sus antiguos enemigos con las víctimas de la restauración; no se hallaba él en edad de plegar su política a la nueva situación; y se levantaban contra su poder jóvenes caudillos delante de los que se abría un brillante porvenir. Las conspiraciones amagaron desde los primeros días de su gobierno. Una revolución, que a principios de 1840 se tramaba en el Sur, cedió en virtud de diestros procederes a favor del coronel don Manuel Ignacio Vivanco, quien se proclamó caudillo de la regeneración. En verdad, no eran simples cambios de jefes militares, ni vicisitudes de partido lo que necesitaba el Perú. Desde la exaltación de Salaverry demandaba la opinión pública una revolución regeneradora; la extirpación de abusos seculares, las mejoras positivas, el arreglo de la hacienda, la creación del crédito, una adminis-

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tración inteligente y celosa por el bien común, la ilustración del pueblo, el respeto a la ley, la armonía entre el estado social y las instituciones democráticas, la respetabilidad nacional, en suma una nueva vida en el gobierno y en la sociedad. Las esperanzas que en aquel año pudieran alimentarse por el ascendiente y actividad de Vivanco, no serían de larga duración. Por un golpe de mano pudo derrotar al defensor del gobierno, que era el general Castilla, en las vecinas alturas de Cachamarca; pero no le persiguió para completar su triunfo, por haber creído conveniente bajar a Arequipa y alistar nuevas fuerzas contra Gamarra, ya acampado con las suyas en Tacna. Los vencidos se rehicieron con admirable presteza, sobreponiéndose a las privaciones y a la inclemencia de los nevados; y una semana después derrotaban a sus vencedores en Cuevillas. En aquel desastre concluyó la regeneración. Santa Cruz suscitaba movimientos reaccionarios desde su asilo de Guayaquil. Ya se había internado por el lado de Piura una partida proclamando el gobierno federal, la que fue rechazada sin gran dificultad. Mas sea para extinguir el primitivo foco de la Confederación, donde algunos santacrucistas se habían levantado contra el presidente Velasco, sea queriendo ilustrar su combatido gobierno con la conquista de las antiguas provincias del Perú, hizo Gamarra en Bolivia una peligrosa invasión. Contaba con la influencia del general Ballivián, que llevaba consigo y a quien envió por delante provisto de algunos fondos; y tenía por segura la voluntaria adhesión de La Paz, de donde se habían recibido comunicaciones lisonjeras. A la llegada de Ballivián se multiplicaron los pronunciamientos en su favor, que él procuraba fortificar presentándose como el defensor de la Independencia nacional. El mismo Velasco puso a sus órdenes las fuerzas de que todavía disponía, añadiendo que no quería contribuir a la conquista de su país. La vanguardia de los bolivianos fue derrotada por San Román en Mecapata; pero pocos días después triunfaron ellos en Ingavi, porque las rivalidades e indisciplina traían debilitado al ejército peruano, y el general Gamarra pereció de los primeros combatiendo con valor. Los vencedores invadieron los departamentos de Puno y Moquegua, donde el patriotismo de los habitantes brilló, ya en combates desiguales sostenidos con gran valor, ya en los generosos esfuerzos para preparar una resistencia decisiva. El gobierno, que había recaído en el vicepresidente Menéndez, procuró rehacer con mucha actividad las fuerzas disciplinadas en el Norte y en el Sur; y antes que el ejército pudiera atacar a Ballivián, se retiraron los bolivianos, habiéndose facilitado la celebración de un tratado de paz por la mediación de Chile. Muerto el caudillo de la restauración, estuvo el Perú expuesto a ser destrozado por la anarquía militar. Las ambiciones subordinadas antes

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al ascendiente de Gamarra, y que en los últimos meses había comprimido con dificultad a fuerza de deferencias, creyeron llegada la deseada oportunidad. Multiplicáronse y cruzáronse las intrigas como en las antiguas elecciones de los conventos. Ni el freno de la disciplina que ninguna mano podía sujetar, ni los estímulos del honor lastimosamente debilitados por las discordias, ni el respeto a la ley o las consideraciones al interés nacional, que solían subordinarse a las aspiraciones privadas, fueron bastantes para que todos los caudillos del ejército apoyasen al gobierno constitucional. Con pocos días de diferencia se proclamaba en el Cuzco, el 28 de julio de 1842, al general Vidal que realmente era el llamado por la ley a falta de Menéndez; y el 16 de agosto se declaraba en Lima jefe supremo el general Torrico manifestando «... que el imperio de las circunstancias y la urgente necesidad de la patria exigían deponer del mando supremo a Menéndez». Después de haber sufrido algunos reveses en Tacna e Ingahuasi, los defensores de Vidal no temieron arrostrar en Agua Santa el 13 de octubre las fuerzas dobles que sostenían a Torrico, y alcanzaron la victoria, debida principalmente a los heroicos esfuerzos del general Nieto y del coronel Castilla que fue ascendido en el campo de batalla. Reconocida en todo el Perú la autoridad de Vidal, fue derrotado y fusilado por orden del gobierno el coronel Hercelles, que poco después se levantó en el departamento de Áncash. Mas una revolución estallada en Arequipa el 3 de enero de 1843, en la que se aclamó director supremo al general Vivanco, se propagó por toda la República, adhiriéndose a ella el ejército y los pueblos. Habiendo dejado el poder el presidente Vidal al vicepresidente Figuerola y entregándole éste sin resistencia al caudillo popular el 3 de abril, fue reconocido el Directorio con general satisfacción. Directorio.- Vivanco, que reunía las dotes necesarias para asegurarse la adhesión de un gran partido, traía al gobierno una inteligencia elevada y el deseo de las grandes reformas. El establecimiento apacible de su autoridad y la gran popularidad de que gozaba le allanaban el camino para hacer el bien. Podían auxiliarle en la grande obra de la regeneración los distinguidos estadistas, que llamó al ministerio, y los ilustrados e influyentes personajes con que reconstituyó el Consejo de Estado. Proyectos multiplicados de mejoras positivas halagaban ya la opinión; mas desgraciadamente, estando sus ideas en desacuerdo con las instituciones vigentes y con el espíritu público, no tardó en levantarse una oposición que hizo aplazar las reformas administrativas y envolvió al Perú en la guerra civil.

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Un inconsiderado juramento, con que el Director quiso asegurarse la obediencia, lanzó a la revolución a jefes de valer; las formas absolutas que prevalecían en el gabinete con no disimulado desprecio del régimen constitucional, dieron a los sublevados el poderoso apoyo de la mayoría liberal; y no habiendo sido combatidos con energía, mientras se hallaban en los difíciles principios de su organización política y militar, pudieron levantar un ejército en favor de la Constitución, que debía triunfar por el doble prestigio de la fuerza y de la ley. Las primeras tropas acaudilladas por Torrico y San Román, que se habían adelantado hasta Puno, fueron deshechas en Vilque por los defensores del Directorio; mas Nieto y Castilla obtuvieron un primer triunfo en Pachia por un ataque combinado con habilidad, y se hicieron de una fuerza respetable, apoderándose con singular audacia de la que en San Antonio, no lejos de Moquegua, hubiera podido derrotarles, a no haber sido atraída a una desfavorable posición. No fue desde entonces una facción militar la que hacia guerra al Director; hubo en el Sur una junta de gobierno que, invocando la Constitución, obtenía la adhesión voluntaria de la parte más poblada de la República y adelantaba sus fuerzas hasta cuarenta leguas de Lima, alcanzando cerca de Huaypacha un pequeño triunfo, que alentaba la oposición. El Director creyó con razón que debía desplegar al frente de su ejército la atención consagrada antes a las tareas de gabinete, y fue a operar contra las fuerzas constitucionales, que por muerte de Nieto dirigía Castilla, confiando el gobierno de la capital al popular don Domingo Elías. Un revés que los directoriales sufrieron cerca del Apurímac y la preponderancia creciente de los constitucionales hicieron cambiar a Vivanco su plan de campaña. Había esperado y hecho creer a su partido que la victoria sería suya, poniéndose a retaguardia de Castilla; mas después de hallarse en esta posición conoció que no debía aventurar una batalla antes de hallarse con mayores fuerzas y fue a buscarlas a Arequipa. Este movimiento retrógrado, que burlaba esperanzas fomentadas hasta el último momento, le desprestigió en Lima, y Elías se proclamó el 17 de junio jefe supremo, invocando la conciliación. Una división directorial, que a las órdenes del general Echenique ocupaba el valle de Jauja, bajó a sofocar este movimiento; pero noticiosa del entusiasmo con que la capital se disponía a resistirle, creyó más conveniente volver a sus cantones. Por los mismos días se acercaba Castilla a Arequipa, y el 21 de julio obtuvo sobre el Director una victoria completa en el Carmen Alto. Los vencedores, adelantándose sin oposición hacia el Norte, se reforzaron con la adhesión espontánea de Echenique. Elías hubo de resignar la autoridad en Menéndez, que desde la muerte de Gamarra era el llamado por la ley. Castilla, que había triunfado a nombre de la Constitución, tuvo la moderación y acierto de respetar al Presidente legal, y los colegios electorales convocados por éste le eligieron Presidente Constitucional.

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Presidencia de Castilla.- Por primera vez iba a gozar el Perú independiente de un período constitucional durante el cual la armonía dichosa entre la libertad y el orden, la fuerza puesta al servicio de la ley, y la acción concertada del pueblo y la administración debían revelar el brillante porvenir que puede esperar la República progresando en paz. Bien aconsejado y magnánimo con sus enemigos, abandonó Castilla la trillada senda de perseguir a los caídos. Considerándose no como jefe de un partido, sino como el primer magistrado de la Nación, eligió sus ministros entre los vencidos y llamó a otros destinos de importancia a hombres de mérito sin hacer mezquinas distinciones de bandería. Esta política conciliadora y sabia le permitió utilizar todas las capacidades y afianzó la paz que, no obstante algunos conatos de conspiración, se conservó sin gran dificultad con el prestigio y vigilancia del gobierno. La prensa, cuya libertad fue respetada, más de una vez se entregó a licencias de lenguaje que hubieran podido tomarse por anuncios de una revolución inminente; pero que, cuando más, eran los impotentes desahogos de ambiciones no satisfechas, y casi siempre expresaban los deseos más o menos ardientes de una oposición bien intencionada, que en vez de turbar, favorecía la marcha apacible de la administración exigiendo oportunos cambios de gabinete o medidas secundarias. Las tres legislaturas de 1845, 1847 y 1849, en las que brillaron antiguos oradores y se revelaron talentos superiores, contribuyeron al adelanto nacional con sabias leyes, con la discusión de los presupuestos que principiaron a fijarse, con el nombramiento de una comisión codificadora y con el mantenimiento del poder en la senda constitucional. La Providencia, que nunca falta a las sociedades bien encaminadas, dispensó al Perú inapreciables tesoros con la venta del guano en los mercados extranjeros, la que no había podido tener lugar durante la interdicción colonial y la turbulenta infancia de la República; aunque las ventajas del precioso abono fuesen conocidas y continuasen aprovechándose en la costa desde tiempo inmemorial. La administración del general Castilla es hasta ahora la época más feliz del Perú independiente. En la capital se hicieron admirar los adelantos de los colegios de San Carlos, Independencia y Guadalupe; así como los de la enseñanza privada, especialmente la antes descuidada del bello sexo; prosperó en Arequipa el colegio de la Independencia; y en las principales poblaciones se hicieron provechosos esfuerzos por la instrucción pública. Las mejoras materiales fueron más generales y se dejaron sentir más, desarrollándose una noble emulación en la mayor parte de los prefectos para dotar al Cuzco, Arequipa, Tacna, Ayacucho y otras capitales de obras importantes. El ilustrado Rivero, que por donde quiera dejó honrosos recuerdos en el departamento de Junín, contribuyó

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a la recuperación de Chanchamayo poblado hoy de valiosas haciendas. Entre las grandes construcciones promovidas por el impulso inmediato del gobierno supremo, bástenos señalar el ferrocarril del Callao. La marina nacional, que había perdido sus poco importantes buques a consecuencia de un conflicto con los ingleses, principió a adquirir los de vapor junto con las bases de su actual prosperidad, merced al tenaz empeño del presidente, cuyo celo no era bien apreciado. Mucho se hizo por la organización del ejército, cuya oficialidad recibió buena dirección en el colegio militar. La administración de aduanas mejor organizada, otros impuestos mejor recaudados, el orden general en las rentas y los recursos extraordinarios del guano, no sólo levantaron la postrada hacienda, sino que favorecidos por el fiel desempeño de los compromisos dieron al Perú un envidiable crédito. Al par que prosperaba la República, ganaba en respetabilidad. Ballivián, que engreído con el triunfo de Ingavi había querido dar la ley especialmente en lo relativo al comercio de tránsito para Bolivia, hubo de contentarse con estipular ventajas recíprocas, y su sucesor tuvo siempre pretensiones más modestas. El ascendiente del Perú se marcó más con motivo de la expedición que, favorecido por la ex regenta de España, proyectaba Flores en Europa para levantar en el Ecuador un trono a un hijo de la reina Cristina. Aquella cruzada se destruyó en su origen por las influencias del gobierno peruano favorecidas por el comercio inglés. En Lima se reunió un Congreso americano para discutir las bases de la alianza general. Por su política firme, previsora y generosa, lejos de oscilar según los impulsos de los Estados vecinos, aparecía la República llamada a ocupar en el Pacífico el más alto lugar. Los hombres previsores principiaron a temer que tan brillante posición no quedase comprometida, en consecuencias de las elecciones y de la ley de consolidación. Destinada ésta al reconocimiento y pago de la deuda interior exponía a enormes abusos por el abono de los perjuicios, que se probase haber sufrido durante la guerra de la Independencia. En las elecciones, atentos principalmente los partidos al triunfo de su candidato, no se abstenían de ninguna arma vedada sin prever que, puesta en duda la verdad de los sufragios, extraviada más bien que ganada la opinión, y desprestigiado el futuro presidente mucho antes de su exaltación, se haría precaria, o cuando menos penosa para sí y poco provechosa a la República su conservación en el poder. El mismo gobierno, que tan alto y tan merecidamente se había elevado en la estimación pública, fue objeto de graves inculpaciones, acusándole unos de que las autoridades subalternas no habían protegido bastante la libertad de los sufragios, y quejándose otros de que se hubiese inclinado de un lado la balanza del poder.

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Presidencia de Echenique.- El Congreso de 1851 anticipó sus sesiones para hacer la proclamación del nuevo Presidente en el mes de abril, que era el término legal del anterior, y proclamó a don José Rufino Echenique, candidato elegido por la mayoría. Este nombramiento, que indudablemente le investía de la autoridad constitucional, no podía disipar las prevenciones suscitadas en el calor de las elecciones y le exponía a una oposición muy peligrosa, si como su antecesor no lograba sobreponerse a las exigencias de un partido y gobernar como jefe de la Nación. Desgraciadamente pesaron mucho los compromisos electorales, y viose con sumo disgusto que eran objeto de favores especiales personas poco merecedoras, o que comprometían la popularidad de la administración, sea por sus ideas políticas, sea por su conducta pública. Esta fatalidad, al par que alentaba a los amigos de trastornos, afligía profundamente a los que deseaban la continuación de los progresos apacibles bajo el gobierno constitucional, y reconocían en el nuevo jefe los mejores deseos. Nunca acogió mal Echenique a los que le proponían mejoras, y aun estuvo siempre dispuesto a favorecer a cuantos le pedían servicios particulares. Durante su gobierno continuaron los adelantos materiales, señalándose entre ellos, el ferrocarril de Tacna; el ejército y la armada se pusieron en mejor pie; conservose el crédito; promoviéndose la navegación y colonización del Amazonas; se trajeron las estatuas de Colón y Bolívar; al par que se protegía la instrucción más elevada, se atendía a la reforma de las escuelas primarias con la venida de profesores para la normal; publicáronse el código civil y el de procedimientos; y se procuró dar extensión a las relaciones exteriores en América y Europa mediante la celebración de tratados. Desgraciadamente, tanto en la política exterior, como en el gobierno interior, ocurrieron hechos que la opinión pública no pudo sobrellevar con resignación. En general reprobábanse mucho las deferencias y sacrificios, que habían sido inspirados en su mayor parte por el deseo de conservar las relaciones pacíficas. Había serias alarmas por el Concordato de la Santa Sede y el tratado con España; aunque éste fue desaprobado por el ministerio, y aquél no llegó a tener una existencia oficial. Las gestiones relativas a una nueva expedición de Flores al Ecuador chocaban por su inconsecuencia y despertaban antiguos recelos. Sobre todo la guerra con Bolivia, en la que se sobreexcitó el sentimiento nacional y se indicó de súbito el pensamiento de conservar la paz a todo evento, produjo la indignación más peligrosa, tornándose, como sucede de ordinario, contra el gobierno, la explosión que no hallaba salida al exterior. Los escándalos de la consolidación, en la que con fraudes mal disfrazados se imponía al tesoro el pago de muchos millones, sublevaron la conciencia popular. Fortunas improvisadas, de que se hacía una imprudente ostentación, excitaban la envidia de muchos y la murmuración de todos.

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Era difícil que la República se resignara a la opulencia de unos pocos con perjuicio general; llevábase a mal que se prodigase la riqueza nacional, mientras insoportables tributos perpetuaban la servidumbre, y la falta de caminos obstruía el movimiento de la civilización; cuando tantos males exigían urgente remedio y el deseo de grandes mejoras se hacía sentir más vivamente a la vista de los abundantes recursos, cuyo valor era exagerado por la imaginación. Por otra parte, las ideas políticas avanzaban, mientras las instituciones vigentes parecían retroceder. Los Congresos de 1851 y 1853, que hubieran podido salvar al gobierno con una moderada oposición, ofrecieron una mayoría pronta a dar una ley de represión para encadenar el espíritu público, y una ley de indemnidad que absolvía las faltas pasadas y alentaba a mayores abusos. Perdida así la esperanza de los remedios legales, no sólo los espíritus turbulentos, sino muchos hombres amantes del orden desearon la caída del poder constituido, aunque hubiesen de correrse los azares de una revolución. La opinión demandaba con impaciencia una constitución más liberal, más moralidad en la administración, más respetabilidad en el Estado y mayor impulso en la regeneración social. La revolución, que estalló a fines de 1853, duró con varias alternativas todo el año de 1854 y vino a triunfar en la Palma a las inmediaciones de Lima el 5 de enero de 1855. Saraja, Huancayo, Iscuchaca, el Alto del Conde, Arequipa y otros campos de batalla ofrecieron triunfos alternados, que traían siempre desgracias inmediatas al Perú. Los enemigos del gobierno habían creído triunfar fácilmente por el movimiento irresistible de la opinión; y los defensores del orden legal confiaban en que los revolucionarios acabarían como sediciosos sin crédito. Ambos partidos se equivocaban mucho. El respeto a la ley había echado ya hondas raíces en el Perú, y el sentimiento del honor militar era bastante vivo en el ejército; lo que unido a los superiores recursos de la administración estaba lejos de permitir el triunfo pacífico de la revolución. Por su parte los revolucionarios eran hombres de convicciones profundas, que la resistencia había de fortificar. Fue por lo tanto inevitable la guerra civil. Fuera de los desastres militares, hubo que lamentar el naufragio de la «Mercedes», en el que perecieron cerca de mil reclutas y brilló la abnegación heroica del comandante Noel. Se hicieron igualmente dignos de la consideración los soldados, que en vez de ceder a halagos y amenazas prefirieron ser víctimas del deber, y los jefes populares, que en los peligros extremos conservaban viva la fe en la justicia de su causa. Se vence y se cae con honor, siempre que se pelea con lealtad en el campo a donde nos lleva la conciencia. Olvidadas las preocupaciones de vencedores y vencidos, deben estimarse por todos los ciudadanos los sentimientos, que forman a la larga la gloria nacional.

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Nuevo período de Castilla.- Aclamado Libertador por los pueblos en 1854, continuó Castilla ejerciendo un poder dictatorial después del triunfo de la Palma; la Convención nacional, reunida en julio de 1855, le nombró Presidente provisorio; y en 1858 fue elegido Presidente constitucional. La intolerancia a que durante la dictadura le arrastró el impulso revolucionario, los intereses heridos, las esperanzas sobreexcitadas, la impaciencia por las reformas en unos y el espíritu reaccionario en otros turbaron o hicieron más segura la paz en este segundo período. El Presidente caído aspiró por mucho tiempo a recobrar el poder. Reunida apenas la Convención, inoportunas discusiones sobre la tolerancia de cultos suscitaron grandes alarmas. En 1856 fue sofocada en Lima una revolución el mismo día en que estalló; pero pocos meses después principió en Arequipa otra encabezada por Vivanco, al que apoyaban sus constantes partidarios junto con muchos descontentos. Este movimiento llegó a extenderse por una gran parte de la República; dio lugar a un sangriento combate dentro del Callao; se sostuvo enérgicamente todo el año de 1857 en Arequipa; y sólo terminó en 1858 con el asalto de aquella ciudad. Meses antes la Convención, que había prolongado sus sesiones después de haber dado la Constitución liberal del 56, y estaba desprestigiada por la larga duración, había sido disuelta por la fuerza armada. La elección constitucional, hecha bajo la dirección del vencedor, produjo sumo disgusto. El Congreso reunido en el mismo año puso mucho empeño en que se castigara el ataque de la Convención, y después de haber agitado la cuestión de vacancia concluyó de una manera poco regular. El de 1860 dio una nueva Constitución, para lo que la opinión liberal le negaba la competencia. Tales dudas y antipatías contra los poderes constituidos sostenían la más peligrosa exaltación, que dio lugar a conspiraciones y ataques contra la persona del Presidente. Las cuestiones exteriores, que habían contribuido en parte a extraviar la oposición, vinieron al fin de este período a dar otra dirección al espíritu público. Desde 1855 fue necesario ocuparse de las invasiones de los nuevos filibusteros en la América central; porque no eran tentativas aisladas de aventureros poco escrupulosos, sino que un gran partido, invocando el destino manifiesto y la superioridad de raza, aspiraba en los Estados Unidos a dominar la América entera. Una triple alianza concertada entre los gobiernos del Perú, Chile y el Ecuador, a la que fueron invitados los gobiernos centroamericanos, neogranadino y venezolano por una legación peruana, debía reunir todas las Repúblicas hispanoamericanas para salvar su independencia y nacionalidad. El Perú favoreció directamente la de Nicaragua y Costa Rica con un empréstito de cien mil pesos. Mas otra legación, que en Quito debía estrechar la alianza, fue tratada de un modo poco conveniente, al mismo tiempo que el gobierno

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ecuatoriano disponía de terrenos peruanos. Estas dificultades, que hubieran podido cortarse con explicaciones francas y discusiones leales, se agravaron con la destemplanza del lenguaje y dieron lugar a costosas hostilidades, sin más resultado que la conclusión del tratado de Mapasingue, cuya ineficacia era fácil prever. Con Bolivia existían serios desacuerdos. El Ministro de Estados Unidos cortaba las relaciones oficiales, que estuvieron suspendidas hasta que la administración justificada de Lincoln conoció lo infundado de aquel proceder. La muerte del ministro inglés y el suicidio de otro agente demandaron también mucha atención para que de entre imputaciones calumniosas saliese ilesa la inculpabilidad del Perú. Algunas reclamaciones diplomáticas, que al fin impusieron dolorosos sacrificios; embarazaban al mismo tiempo al gabinete y despertaban la indignación nacional. Ataques directos o de mayor trascendencia iban a dominar la política, haciendo olvidar los negocios interiores del más alto interés. Tales fueron la anexión de Santo Domingo a España, la intervención europea en México, donde las armas francesas venían a levantar un imperio, y la llegada de una escuadra española al Pacífico. Los hombres previsores la miraban con recelo, considerando las dificultades encontradas para las negociaciones diplomáticas en Madrid, y el tenaz empeño de algunos periodistas españoles en calumniar al Perú y en invocar el apoyo de la fuerza en favor de infundadas exigencias. No obstante las perturbaciones interiores y las dificultades internacionales, ilustró Castilla su segundo período con toda suerte de mejoras. Se dio un reglamento general de instrucción pública; el profesorado recibió garantías y estimación; se decretó la reforma de la universidad; se protegieron las publicaciones relativas a la estadística, historia, geografía y legislación del Perú; se crearon muchos establecimientos; y se favoreció un gran movimiento literario. La administración de justicia fue mejorada con la reforma del tribunal de siete jueces, juzgados de paz, reglamento de tribunales, simplificación de instancias y otros arreglos hechos desde 1855, y posteriormente con los trabajos de la estadística judicial, la construcción de la monumental Penitenciaria y la publicación de algunas leyes. La administración de beneficencia, mucho mejor organizada y con aumento de fondos, recibió un impulso que la ha ido llevando al estado brillante actual. Las mejoras materiales, si bien no correspondieron a los crecientes recursos del país y a los decretos destinados a fomentarlas, se hicieron muy notables, especialmente en Chorrillos, Lima y Callao. La hacienda, que el hábito de gastos inconsiderados y las prodigalidades autorizadas por la ley impidieron organizar de una manera satisfactoria, pudo por lo menos costear la libertad de los esclavos y la abolición del tributo, los más bellos títulos del Libertador, soste-

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ner el crédito y cubrir presupuestos cada día más onerosos. Los gastos militares habían adquirido una espantosa desproporción. En la escuadra, que por su naturaleza es sumamente dispendiosa, había deseado Castilla hacer con tiempo grandes aprestos en la previsión de inminentes riesgos. Período de San Román.- Aunque las elecciones habían producido mucha excitación y gastado anticipadamente el prestigio de los futuros gobernantes, la política conciliadora, liberal y pacífica de San Román prometía días prósperos y serenos. Su exaltación al poder allanaba la solución amistosa de cuestiones pendientes con la Francia, que en los últimos meses de su antecesor habían tomado un carácter alarmante. Sus deseos de mejorar las vías de comunicación y la instrucción popular, que son la primera necesidad del Perú, contribuían al mismo tiempo a la consolidación del orden y a la satisfacción de las ideas liberales. Las instituciones de crédito, el espíritu de asociación y toda suerte de empresas, tornando a las ventajas positivas la excitación febril de la opinión, permitían esperar que el trabajo fecundo sucedería a estériles convulsiones y que el desarrollo de grandes intereses nacionales y extranjeros sería la mejor garantía de la paz interior y exterior. Desgraciadamente una muerte prematura arrebató al Presidente, cumplidos apenas cinco meses de gobierno. El Perú le hizo espléndidas exequias y dio una bella prueba de buen sentido político conservándose en plena tranquilidad, por sólo el ascendiente del orden, en ausencia de todo jefe legal. Don Juan Antonio Pezet, que como primer vicepresidente debía suceder a San Román, y don Pedro Canseco, que en calidad de segundo iba a gobernar interinamente, se hallaban fuera de Lima, el primero en Europa y el segundo en Arequipa. La moderación y cordura del vicepresidente Canseco conservaron inalterable y próspero el Perú desde el 10 de abril de 1863 hasta la llegada de Pezet en agosto del mismo año. Las observaciones hechas en países muy avanzados y la oportunidad de dejar allanadas allí las cuestiones más espinosas permitían creer que el nuevo gobierno fuese de progresos apacibles. Mas la oposición que de muy atrás venía exaltándose, le recibió muy prevenida; aunque hizo magnificas ofertas, y sea en la protección de los ferrocarriles, conversión de la moneda boliviana y otras mejoras, sea en las benévolas relaciones con personas públicas y privadas mostró loables deseos, no tardó en comprometer su respetabilidad, así en las cosas grandes como en las pequeñas. Las reclamaciones interpuestas por la Francia por causa de la inmigración inconsiderada de los polinesios afectaron la dignidad e intereses nacionales. El gabinete no miró las pequeñeces con el conveniente desdén, ni los asuntos de Estado desde lejos y a bastante altura. Habría necesitado dominar la situación

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con el prestigio de su política, para evitar o salir airoso de un conflicto, que venían preparando especuladores sin conciencia, alentados con el éxito de otras reclamaciones violentas. Abusando de la ignorancia del gobierno español, que después de haber dominado tres siglos no conoce la América española sino por informes parciales o calumniosos; los aspirantes a una nueva consolidación le arrancaron el nombramiento de un comisario especial, cuyo título y carácter eran más propios para hostilizar al Perú que para abrir relaciones de paz y de amistad. Cuestiones que entre hombres de Estado bien intencionados habrían sido arregladas en dos horas de conferencia, produjeron el conflicto que los especuladores habían previsto; y rotas las negociaciones antes de que la razón tuviese tiempo de hacerse oír, la escuadra española se apoderó de las islas de Chincha el 14 de abril de 1864 contra todo principio y forma de derecho. Como si aquel acto de vandalismo no fuese bastante para sublevar todos los sentimientos patrióticos, sus autores invocaron el derecho de reivindicación y arrojaron a la América una tea ardiente, declarando que entre España y el Perú sólo había existido una tregua de cuarenta años. El cuerpo diplomático reprobó el atentado en términos enérgicos; la comisión permanente del Congreso se unió a la indignación popular para exigir la competente reparación; la opinión del mundo civilizado estaba contra los agresores; la representación nacional y el Congreso americano, que pocos meses después se reunieron en Lima, ofrecían un poderoso apoyo, sea para negociar con éxito y salvar la dignidad del Perú, sea para prepararse a la guerra. Ni el gabinete de Madrid, ni el de Lima estuvieron a la altura de su misión. El gobierno español, obrando a medias o siguiendo una política tan contraria a los derechos del Perú como a los intereses de la España, perdió el tiempo de una reconciliación ventajosa para todos, sacrificó el fondo a la forma, y con irritantes exigencias renovó los resentimientos creados por la opresión colonial, como en una segunda guerra de independencia. El gobierno de Pezet, falto de energía y previsión, no logró negociar con honor, y por terror a la guerra aceptó el humillante tratado de 27 de enero de 1865, por el que se recobraban las islas pagando los gastos de ocupación y reconociendo responsabilidades muy graves. El pueblo, que había esperado una defensa más enérgica del honor e intereses nacionales, no tardó en mostrar su descontento. El 28 de febrero se levantó Arequipa una revolución tan general como rápida que fue encabezada en sus arriesgados principios por el coronel don Mariano Ignacio Prado, y a la que meses después prestó el vicepresidente Canseco el apoyo de la semiconstitucionalidad, pudo llegar sin serios contrastes hasta las puertas de la capital. Los restauradores del honor nacional se apoderaron de Lima el 6 de noviembre por un golpe de singular audacia.

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El gobierno, cuya caída había sido inevitable en opinión de su propio jefe, sucumbió casi sin combatir, cediendo a los revolucionarios, como había cedido a la presión española. Temiendo caer por los reveses, cayó por la deshonra. El gobierno constitucional difícilmente hubiera podido sobreponerse a la marcha fatal de la revolución, que llevaba consigo el establecimiento de un poder dictatorial para restaurar el honor del Perú y hacer reformas radicales. Canseco no quiso aceptar la dictadura, que era inconciliable con su poder legal y que sólo se le ofrecía por pura ceremonia, como un homenaje a los servicios prestados por él a la revolución. Mas el sentimiento era más poderoso que las previsiones de la política; la lógica de los hechos consumados anulaba las prescripciones de la ley. Prado, a quien la situación y las aclamaciones señalaban para el difícil puesto de Dictador, no vaciló en asumir el 28 de noviembre una inmensa responsabilidad, contando con la adhesión unánime de los pueblos, que no tardó en alcanzar. Dictadura de Prado. El joven dictador, ante el que se abría un porvenir ilimitado en el campo de la legalidad, hizo un verdadero acto de abnegación personal, aceptando una posición erizada de escollos y en la que no habría podido satisfacer las esperanzas populares, aun cuando hubiese contado con el genio de un semidiós. La multitud exigía cosas contradictorias; que se obtuviesen los honores de la guerra junto con las ventajas de la paz; que los abusos seculares desapareciesen en un día; que la sociedad, cuya regeneración nunca podrá conseguirse sino por los esfuerzos de la libertad, se trasformase súbitamente por golpes de autoridad; que el gobierno lo hiciese todo, y entre otros el milagro de acabar grandes cosas sin imponer sacrificios. Esta aspiración a lo imposible arrastraba a la dictadura a inconsecuencias, medidas aventuradas y luchas con el sentimiento liberal y con la estricta justicia. Mas la opinión no puede culparla por faltas, que son su propia obra y que tienen su origen en las temerarias exigencias de la inexperiencia común. La dictadura ha permanecido fiel a sus principios, restaurando el honor nacional y decretando reformas radicales. Declarada la guerra a España, la heroica defensa del Dos de Mayo, en que con fortificaciones improvisadas se rechazó el ataque tenaz y vigoroso de una escuadra superior, ha hecho brillar las virtudes militares y cívicas de los peruanos. Al brío de enemigos dignos de la nombradía española y que hubiera debido brillar en mejor ocasión, se opusieron con ventaja el entusiasmo, serenidad y abnegación patriótica de soldados inexpertos y de paisanos que corrían a participar de peligros, gravísimos en sí mismos y abultados por el estruendo incesante y la

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novedad del ataque. El gobierno estuvo en el puesto del honor. El Ministro de la Guerra, encarnación heroica de la República, pereció con gloria al lado de otros valientes patriotas en la batería de La Merced. La asistencia oportuna de los médicos y de los ministros de la religión; la prontitud de los bomberos; los donativos de nacionales y extranjeros; la fusión de todos los sentimientos, así de los caídos con Pezet, como de los vencedores, en el celo por la defensa nacional; el espíritu marcial de niños, mujeres y ancianos, todo fue en aquel día memorable digno de un grande pueblo. Y sin embargo sobre esos sentimientos heroicos se hizo admirar la moderación antes y después del peligro, tan grande y tan general, que durante el combate no se dejó oír en las calles de Lima un solo «muera» y que ocho días después en la entrada triunfal de los vencedores del Callao pudieron presentarse en la carrera los españoles sin temor de ser insultados. Las reformas han sido tan numerosas como de gran trascendencia. Creose una corte central para castigar con procederes expeditos los delitos políticos y malversaciones de la hacienda pública; pero ese tribunal de circunstancias, poco justificable en principios, era una simple deferencia a la revolución; y ha sido de más aparato que efecto. Hay que añadir, para ser justos, que sujetaba sus procedimientos y penas a lo que de antemano regía. De mucha mayor consecuencia son la creación del ministerio fiscal, el arreglo de tribunales, los juicios ejecutivo y judicial, y las modificaciones del código de procedimientos; la subordinación de todas las hermandades a las sociedades de beneficencia; los decretos relativos a la instrucción pública, que tienden a hacer más extensa y profunda la superior, más completa la secundaria y una verdad de la primaria; el fomento de las obras públicas especialmente de telégrafos, vías de comunicación, muelles, canales de irrigación y alumbrado; los arreglos postales, los reglamentos de municipalidades y policía; la exploración de los ríos navegables; la formación del censo, la mejor demarcación territorial, las elecciones de Presidente y diputados que deben instalarse en el presente mes; la reorganización de algunos ministerios; los tratados de alianza con Chile, el Ecuador y Bolivia; una contabilidad mejor organizada; la supresión de gastos en las clases pasivas; la creación de nuevos impuestos; la organización del banco hipotecario y otras medidas de carácter duradero o general. De entre esa falange de decretos algunos como los dirigidos a mejorar la instrucción no pueden ofrecer ventajas, si no se desarrollan con tanta constancia como verdad; los que establecen mejoras materiales corren riesgo de ser enteramente ineficaces si el pueblo y las sociedades no toman la participación conveniente; en los de hacienda mucho se habría conseguido si se reconoce la necesidad de gastar con economía y no vivir

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sobre entradas eventuales, al mismo tiempo que son abolidos o modificados ciertos impuestos poco equitativos y antieconómicos. Mas, como era fácil prever, el escollo de las reformas financieras han sido los gastos militares en los que podrían y deberían economizarse millones con reducciones, que en otros ramos sólo producen insignificantes economías. Es lo que cada día reclamará la opinión con más vivas instancias y lo que no podrá diferirse por mucho tiempo sin comprometer el porvenir del Perú. Por ahora las pasiones sobreexcitadas podrán calmarse, y la sociedad entrará en el cauce de los progresos apacibles si una política sabia, benéfica, justa y liberal se pone de acuerdo con los poderes constitucionales; si las leyes regularizan la nueva vida desarrollada por las providencias vigorosas de la dictadura; y si se reparan las faltas en que no ha podido menos de incurrir, no obstante el patriotismo, la actividad, el valor y las luces desplegadas por sus miembros, en uno de los más peligrosos períodos, que desde su emancipación ha atravesado el Perú. El tiempo y la razón tienen siempre mucho que corregir en las obras hijas de las más sublimes aspiraciones.

—III— Progresos del Perú independiente Obstáculos para el progreso.- La naturaleza, la sociedad, la tradición y las influencias actuales ofrecen para el adelanto del Perú grandes obstáculos que conviene tener presentes para no estrellarse contra dificultades imprevistas y para no culpar a los hombres, ni a las instituciones, de lentitudes inevitables. En la costa los desiertos y terremotos, en la cordillera las escabrosidades, nieves y tempestades, en la montaña la insalubridad y los bosques, en la totalidad del territorio las largas distancias y las comunicaciones difíciles se oponen a la acción expedita de las fuerzas civilizadoras. En la sociedad hay que luchar con la escasez o dispersión de los habitantes, con la heterogeneidad o rivalidades de raza, y con el espíritu refractario que el abatimiento secular ha producido en la mayoría de los indígenas. El comunismo teocrático de los Incas, que convertía al pueblo en máquina, y la sujeción colonial, que le tenía aletargado, echaron raíces profundas que sólo podrán extirparse con el transcurso de las generaciones. La emancipación, que hubo de alcanzarse con la guerra y con el concurso de caudillos no nacidos en el Perú, dejó embarazos duraderos para el desarrollo de la fuerza moral por la sobreexcitación de las pasiones, y por el predominio de las armas. Aun después de hallarse constituida la República, y en posesión de la Independencia y Libertad, han subsistido o se han levantado otros grandes obstáculos para los progresos apacibles. Baste enumerar entre otros la falta de mu-

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chos elementos conservadores, las temeridades de la inexperiencia, el espíritu inquieto de nuestro siglo, las rivalidades o turbulencias de los estados vecinos, las violentas exigencias de las naciones poderosas, la tenacidad de la metrópoli en no entrar en francas relaciones oficiales, cuando sería ridícula toda esperanza de reivindicación, la frecuente manía de regenerar súbitamente la Nación por simples decretos, la pretensión más absurda de asegurar el imperio de la ley y las libertades públicas con turbulencias continuas, los golpes de Estado sin objeto, la lamentable imprevisión que hace vivir para el día de hoy olvidando los sucesos de ayer, una política sin sistema, una administración renovada incesantemente y los numerosos tropiezos que las mejoras efectivas encuentran en la opinión y en las costumbres. A poco que se reflexione sobre la multitud y trascendencia de las causas que dificultan los progresos del Perú independiente, cesará la sensación penosa que produce el espectáculo de sus gobiernos tan instables, de sus revueltas tan frecuentes, de siete constituciones alternándose en pocos años con un número casi igual de dictaduras, de la anarquía periódica y de la inquietud permanente. Lejos de desesperar, se robustecerán nuestra fe en el porvenir de la República y nuestra adhesión a los grandes principios de Independencia y Libertad al observar con calma los admirables progresos que se han hecho en menos de medio siglo tanto en la administración, como en la transformación social, en la cultura física, como en la moral. Administración.- No obstante la falta de tradiciones y de sistema, que son indispensables para que el gobierno funcione de una manera regular y estable, saltan a la vista los adelantos en todos los ramos de la administración. Las dictaduras transitorias, lo mismo que los poderes constitucionales, reconocen en principio y a la larga se ven obligados a aceptar de hecho que la arbitrariedad debe ceder al imperio de las leyes; que el bien de la Nación ha de sobreponerse a las pretensiones extrañas; y que el círculo de la acción gubernativa no debe extralimitarse. En el poder central se circunscribe mejor la esfera de los ministros; en las provincias las demarcaciones territoriales se van modificando según las necesidades de la administración, y las autoridades subalternas se establecen en el número y forma convenientes. La organización judicial, las de la instrucción pública y beneficencia, los arreglos eclesiásticos y las medidas rentísticas avanzan de una manera casi continua. La fuerza pública satisface ya las necesidades de la policía; y si circunstancias imperiosas sostienen todavía al ejército y la armada en un pie demasiado oneroso, por lo menos se reconoce con satisfacción, que el armamento y los buques no son indignos de los pueblos más adelantados. Los códigos, re-

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glamentos y leyes particulares ofrecen un cuerpo de legislación que honra a sus autores y podría hacer la prosperidad del Perú si hubiese tanta constancia en ejecutar, como hay buena disposición para adoptar las medidas convenientes. En los medios materiales, para que el gobierno pueda funcionar bien, se hacen continuos gastos, y donde quiera se dejan ver valiosos trabajos. Inútil es insistir en que desde la Independencia, al par que se ha fortificado y fecundado la existencia interior del Perú, se ha extendido la vida exterior con consulados, agentes diplomáticos, negociaciones, tratados y toda suerte de influencias. Grato es contemplar que al través de luchas e inquietudes y aun de aparentes retrocesos se ha engrandecido sin cesar la República, haciéndose más efectivas y seguras las declaraciones de Independencia y Libertad. Transformación social.- Muchos cambios de instituciones y aun algunos gobiernos, que han tenido la pretensión de regenerar el Perú, han sido estériles, cuando no perjudiciales; porque pasaban por encima de las capas sociales, dejando en pie la opresión secular, que degrada las razas abatidas. Mas el movimiento general del Perú independiente, especialmente en el protectorado de San Martín y en la revolución del 54, ha elevado el nivel de la sociedad, combatiendo eficazmente la esclavitud de los negros y la servidumbre de los indios. Con la libertad personal, no sólo han sido ganados para la civilización los infelices, a quienes se han devuelto los derechos y con ellos el valor de la humanidad, sino que la Nación entera ha ganado en fuerza moral, preservándose las nuevas generaciones y la impresionable juventud de un contacto deletéreo. Todas las razas están produciendo hombres de mérito; y a medida que son más considerados, prestan a la República mayores servicios. Los orgullosos privilegiados, que las declaraban incapaces para tener pretexto de explotarlas, tienen que rendir frecuentes homenajes de admiración y respeto a las dotes eminentes de inteligencia y carácter que brillan en muchos individuos favorecidos por la educación o por el movimiento político. Esta distribución más justa de las posiciones sociales tiene además la inapreciable ventaja de borrar las preocupaciones de nacimiento y color, aproximar las castas rivales y hacer más íntima la fusión nacional, que es para el Perú la gran condición de estabilidad y grandeza. La Independencia, al par que ha traído un movimiento constante de ascensión y de fusión en el pueblo peruano, le hace ganar más y más con el aumento de inmigración y con las multiplicadas relaciones del comercio y viajes. Es continua la corriente que trae a la República hombres activos, con hábitos de trabajo, orden y economía, que vienen a formar nuevas familias y a ejercer una influencia civilizadora por el ejemplo dado a otros y por su propio impulso. Desgraciadamente no pueden

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faltar advenedizos viciosos o inútiles, pero sus defectos desaparecen ante las inapreciables ventajas del aumento, que en el número y fuerza moral recibe la población. Los grandes atractivos con que llaman y retienen al extranjero una tierra privilegiada y sus hospitalarios moradores, acrecentarán extraordinariamente la inmigración el día en que el Perú sea mejor conocido, alarmen menos sus revueltas, espantosas a la distancia, y se facilite el tránsito. Entre tanto, por la mejor posición de las familias, el movimiento de la población se hace más notable, y siendo así que antes de la Independencia disminuía o se estacionaba, ha doblado ya y cuadruplicaría en la mitad del tiempo, si la paz se consolidase. Mejoras materiales.- Subsistencias más seguras y abundantes son en el Perú, como en el resto de la tierra, la condición esencial para el aumento de nuestra especie; y sin necesidad de observaciones penosas, cualquiera puede convencerse de que el pueblo gana sin cesar en la alimentación, vestidos y casa, está mejor atendido en la débil infancia y encuentra más socorros en sus dolencias. Donde quiera se ven más personas que usan camisa limpia y demás ropa blanca; donde quiera se acrecientan los goces de la vida. Las clases acomodadas, principalmente en las grandes poblaciones, pueden saborear las ventajas del lujo. La capital de la República se embellece con edificios monumentales, y en las habitaciones más modestas ofrece ya mejores condiciones higiénicas, agua más a la mano y alumbrado más económico. Chorrillos y el Callao en sus inmediaciones, Tarma y Huancayo hacia el interior, Chiclayo, San Pedro, Ica, Tacna y otros muchos pueblos de la costa y de la sierra se han engrandecido extraordinariamente o mejorado de aspecto. Las obras ya acabadas o en vía de construcción, que son el testimonio más elocuente del progreso material, suelen favorecerlo directamente por su destino industrial. Señálanse en esta parte los almacenes de comercio, las fábricas destinadas a nuevas industrias, las oficinas rurales y los ferrocarriles, que por desgracia no corresponden todavía por su número y extensión a las necesidades ni a los recursos del país. La agricultura ya enriquecida con cultivos nuevos, más adelantados o más extensos; las minas, cuyo atraso contrasta con la opulencia mineral y el adelanto de las demás industrias; muchas artes que en el interior tienen facilidades para una gran producción; y sobre todo el comercio, alma del movimiento económico, darán al Perú una prosperidad asombrosa luego de que las vías de comunicación obtengan la atención que se merecen. Se ha duplicado en muchos lugares el valor de los terrenos, y en los más favorecidos una pequeña fracción vale hoy lo que antes no se habría dado por la hacienda entera. Las fundiciones de hierro, la ebanistería, fabricación de licores, refinería de azúcar, imprenta, fotografía y muchas

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artes de lujo, antes desconocidas o muy atrasadas, se hallan en un estado próspero. El comercio exterior ha triplicado por lo menos la suma de importaciones y exportaciones, dando salida al guano, salitre, lanas y otros productos valiosos, abriéndose mercados en todo el mundo civilizado y recibiendo sus dones a precios equitativos. El comercio de cabotaje se extiende más cada día, debiendo establecerse pronto una concurrencia ventajosa. La navegación por el Amazonas y sus afluentes, no sólo ofrece un inmenso porvenir por el aprovechamiento de inapreciables riquezas antes perdidas en los bosques, sino que está asegurando al Perú la posesión de sus más feraces y extensas regiones y centuplicará sus fuerzas por la unión económica y social entre todas sus partes. Los vapores llegados ya por el Mayno (sic) a 70 leguas de Lima anuncian una revolución apacible en la industria y en la población, y más influyente en la prosperidad nacional que los grandes cambios políticos. Progreso moral.- El espíritu de asociación y las instituciones de crédito, que se desarrollan rápidamente, al mismo tiempo favorecerán el progreso económico y asegurarán la cultura moral. Mientras los peligros de la anarquía hacen temer a la multitud la disolución nacional, la corrupción y la miseria; el gran número de hombres que se asocian para empresas pacíficas, los muchos que fían su suerte al sostenimiento del crédito, el influjo social de los bancos y el desarrollo de otros elementos conservadores garantizan el acrecentamiento de la riqueza pública y privada, el progreso moral y la estabilidad de las instituciones democráticas. La espuma de la sociedad que sobrenada en las revueltas; los alarmantes escándalos, producidos por la corrupción sistemática de algunos gobiernos; la peligrosa impunidad que los azares político-militares han permitido a grandes delitos; el desprecio del trabajo, propagado por los crecidos emolumentos de plazas honradas y sin fatiga; y el cinismo con que algunos desprecian la moral y las leyes, serían sin duda preludios de ruina y de muerte si su influjo deletéreo no se hallase neutralizado por la acción vivificadora de principios más poderosos. En medio de la perturbación profunda que han sufrido las costumbres públicas, una parte de la sociedad se ve expuesta a perecer por sus propios excesos, los que producen una impresión tanto más penosa, cuanto chocan más con el carácter nacional; pero se hace admirar una cultura moral cada día más avanzada; y generaciones nuevas o perfeccionadas por la experiencia prometen mayores adelantos por su ilustración y por sus sentimientos. Las carreras facultativas deben a la República una enseñanza más completa y más metódica, siendo la de Medicina una adquisición del último período. Las Ciencias Naturales son también un estudio nuevo, y

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por la observación de las riquezas que Dios ha prodigado en el suelo del Perú, han de ejercer la más benéfica influencia. La enseñanza de las artes no puede menos de levantar la industria. Los estudios filosóficos y literarios, junto con los demás ramos pertenecientes a la instrucción secundaria, ofrecen ya una organización mejor, establecimientos más numerosos y mayor concurrencia. Fuera de la enseñanza oficial, en los periódicos, en la lectura privada o de biblioteca y en las publicaciones de interés didáctico se deja percibir un gran movimiento intelectual. La historia nacional, base de todo progreso sólido, es cada día más estudiada; ha dado ya mucha luz sobre épocas poco conocidas; y aun promete aclarar las tinieblas de la remota antigüedad, descubriendo relaciones con la China. No está lejos el día en que, bien atendida la instrucción popular, y dándose a los estudios especiales tendencias más prácticas y mayor profundidad, se presente el Perú a la altura de pueblos muy ilustrados. Con las luces vienen naturalmente aspiraciones más elevadas. Mientras la dulzura del carácter nacional se sobrepone al desborde de las pasiones, siendo siempre raros los crímenes, apacible el trato y el carácter hospitalario, se van desarrollando los sentimientos de la vida pública; el patriotismo es más ferviente, más general y más expansivo; el amor a las instituciones democráticas se extiende y arraiga; el espíritu público se anima e ilustra; se hace sentir más la necesidad del orden; el trabajo va obteniendo la consideración merecida; desaparecen las mezquinas preocupaciones, hijas del aislamiento y de las rivalidades; el carácter se retempla; y la civilización se levanta sobre bases más sólidas y más amplias.

NOTICIAS de peruanos que se han distinguido en letras y armas El Inca Garcilaso de la Vega. Fr. Jerónimo Oré, Obispo. D. Feliciano de la Vega, Arzobispo. D. Marcelo Corni, Obispo. D. Juan Machado de Chaves. D. Pedro de la Reina. D. Francisco de Ávila. F. Juan de Alcedo. F. Cipriano Gerónimo Calatayud. F. Baltazar Campuzano. F. Francisco Castillo. F. Ignacio de Francia.

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F. Alonso Ramos Gavilán. F. José Salia. D. Francisco Carrasco de Say. P. Juan Pérez Menacho. P. Juan de Allosa. D. Antonio Maldonado. D. Juan Caballero de Cabrera. F. Hernando de Herrera. F. Antonio González. F. Francisco de Figueroa. F. Antonio de Luque. F. Juan de Meléndez. F. Alonso Briceño. F. Pedro de Alva. F. Buenaventura de Salinas. F. Diego de Córdova. F. Diego Olmos. F. Fernando Velarde. F. Jerónimo Valera. F. Bernardo de Torres. F. Bartolomé de Bustamante. F. Bernardo de Medina. F. José de Santa María. F. Luis Galindo de San Román. F. Luis Vera. F. Miguel Aguirre. F. Pedro Tovar Aldana. F. Adrián de Alesio. F. Miguel de Lima. F. Juan de Arquinao, Obispo. D. Ignacio Castro D. Hipólito Unanue. D. Francisco Dávila. D. Alonso Coronado de Ulloa D. Pedro Figueroa Dávila. D. Joaquín de Lamo y Zúñiga. D. Francisco Javier de Lagos. D. Gaspar Munive y Tello. D. Domingo de Orrantia. D. Nicolás Paredes Polanco. D. Cayetano Suricalday. D. Juan José Cevallos.

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P. Leonardo de Peñafiel. P. Rodrigo Valdés. P. Nicolás de Olea. P. José de Aguilar. P. José Buendía. Dr. Rojo Mesia. D. Francisco de Palma Fajardo. D. Francisco Espinosa (el lunarejo). El licenciado León Garabito. D. Francisco Ugarte de Hermosa. Gutiérrez Altamirano. D. Matías Guerra de Lastras. Miguel Sánchez de Viana. D. Pedro de Baeza. D. Diego Martínez de Rivera. D. Lorenzo Llamosas. D. Juan Caviedes. D. Diego Andrés de la Rocha. D. Pablo Santiago Concha. D. Pedro José Bermúdez de la Torre. D. Pedro Peralta. D. Pedro Bravo de Lagunas. D. Eusebio Llano Zapata. D. Pablo Olavide. D. José Manuel Valdés. D. Toribio Rodríguez. D. Bartolomé Herrera. D. José María Sánchez Barra. D. Mariano Melgar. D. Bernardino Ruiz. D. José Joaquín La-Riva. D. Nicolás Corpancho. D. Eugenio Carrillo Sosa. D. José María Pando. D. José Sánchez Carrión. D. José María Corvacho. D. José Agustín Pardo de Figueroa. D. Vicente Morales Duarte. D. José Salazar y Baquíjano. D. Antonio y D. Bernardo Álvarez Ron. D. Sebastián de Sandoval. D. Tomás de Salazar.

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D. Francisco Ugarte de Hermosa D. Álvaro Ibarra. D. Antonio Zamudio de las Infantas. D. Francisco Ramos Galván. D. Juan de Huerta Gutiérrez. D. Martín de Jáuregui. D. Pedro Gómez de Lara. D. Ignacio Díaz. D. José Estevan Gallegos. D. Cristóbal Aparicio. D. Francisco Ávila. D. Juan Ortiz de Cervantes. D. Juan del Castillo. D. Juan Manuel Berriozábal. D. José Arris. D. José Ábalos. D. José Manuel Bermudez. D. Ignacio Moreno. D. Francisco Ruiz Lozano. D. Gabriel Moreno. D. José Gregorio Paredes. D. Nicolás de Piérola. D. Juan de Dios Salazar. D. Mariano Eduardo Rivero D. Mateo Paz Soldán. D. Cayetano Heredia. D. Andrés Martínez. D. Manuel Lorenzo Vidaurre. D. Nicolás Araníbar. D. Justo Figuerola. D. José Manuel Tirado. D. José Villa. D. Blas Ostolaza. D. Carlos Pedemonte. D. Francisco Javier Luna Pizarro. D. Mateo Aguilar. D. Agustín Guillermo Charum. D. Lucas Pellicer. D. Manuel Villarán. D. Manuel Olaguer y Feliu. D. José Cavero y Salazar. Doña Ana Galván y Cuellar, monja.

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Melchora de Jesús, monja. Bernardina de Jesús, monja. Juana de Jesús, monja. Doña Josefa Azaña y Llano. D. Pedro Corbete. D. Alonso Pérez de los Ríos. El marqués de Valdecañas, virrey. El marqués de Casafuerte, virrey. El marqués de Surco. D. Fernando Dávila y Bravo. D. José Vallejo Iturrizarra. D. José La Mar. D. Agustín Gamarra. D. Felipe Santiago Salaverry. D. Miguel San Román. D. Domingo Nieto. F I N

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