SOL de INVIERNO - M.C. Sark

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SOL DE INVIERNO Vol. III. SAGA AMOR Y SANGRE.

M.C. SARK



PRÓLOGO Una mochila llena de libros, un colgante y una advertencia era todo lo que le había dado aquél hombre. Espera, aún no era un hombre, era un muchacho. Seductor, seguro de sí mismo y con una mirada de infarto… y aunque parecía demasiado joven como para convertirse en su tutor del mundo sobrenatural, era lo único que su abuela le había dejado, y se aferraría a ello con uñas y dientes. Cuando salió por la puerta del cementerio y le vio allí parado en la acera, esperando bajo un gran paraguas, su corazón dio un sonoro latido que hizo saltar su pecho. Era muy sexy… pero adolescente. Y no es que hubiera demasiada diferencia de edad entre ambos. Él aparentaba diecisiete y ella solo tenía un par de años más, pero en aquellos momentos, por todo lo que le había ocurrido, se sentía muy vieja. Judith dejó el enorme cuaderno de dibujo apoyado en su rodilla y sobre la punta del zapato, para que no se mojase con los charcos del suelo, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y tocó la carta que su abuela le había enviado antes de morir. Necesitaba una fuerza extra para afrontar todo aquello, y el simple tacto de aquel ajado papel donde Juana Llabrés le había dado algo de luz sobre su naturaleza, le hacía sentirse algo mejor. Conocía el texto casi de memoria. “Querida niña: Si llega a tus manos esta carta, es que algo terrible ha sucedido. Tu madre tiene órdenes mías para que no se ponga en contacto contigo si muero de forma no natural. No deseo que corras ningún peligro y si vienes para darme un último adiós, presiento que alguien estará esperando para doblegarte y abusar de tu poder. Sí, poder. Sabes que siempre fui una gran conocedora de las plantas y sus efectos medicinales, y que ayudé en partos y curas que se apartaban de la medicina tradicional, lo que hizo que las gentes piadosas del pueblo, por envidia y desconfianza, me tacharan de bruja e hicieran correr el rumor de que había hecho un pacto con el diablo. Nada más lejos.

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No es ese el poder del que estoy hablando. Hay mucho más. Tu padre nunca quiso que recibieras tu legado y se ocupó de mantenerte lejos de mí, pero eres la última descendiente de una casta de brujas que ha habitado en las islas desde hace mucho tiempo y la magia es parte de ti. No debes tener ningún miedo. A mi muerte, que ya habrá sucedido cuando leas esta carta, el poder te llegará poco a poco y con la debida instrucción te servirá para hacer el bien, como yo he intentado hacerlo todos estos años. Debes ponerte en contacto con Jean Jacques le Loup. Encontrarás su tarjeta dentro de este sobre. Le pedí que te protegiera de aquellos que intentarán aprovecharse de ti, ahora que eres joven e inexperta, y te asesorará para que consigas la información necesaria en tu educación. Existen muchas fuerzas sobrenaturales que no conoces, algunas serán tus aliadas y de otras tendrás que apartarte si quieres mantener tu identidad e independencia. Mucha suerte, cariño. Recuerda que siempre estaré contigo. Un beso. Tu abuela Juana”.

Aquella carta le había dado sentido a algunas cosas. Ahora era consciente de que las luces que podía apagar con solo mirarlas o aquellos pequeños objetos que se movían si ella lo deseaba, no eran fruto de la casualidad. El resto era una gran incógnita. Y ese joven que estaba erguido a unos pasos de ella y que la miraba serenamente, era la única pista que tenía si quería desentrañar aquellos párrafos. Había leído los libros que él le prestó la primera vez que se vieron y estaba si cabe más confundida, pero no tenía más remedio que continuar haciendo averiguaciones. Dejó el papel en su sitio, apretó bien los dedos alrededor del asidero de la carpeta y avanzó bajo la lluvia hasta llegar a la protección que ofrecía el paraguas de Jean Jacques.

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1 ―Siento haberte hecho esperar, el profesor no nos dejó escapar hasta hace unos minutos. ―¿Estudias dibujo? ―Eh… sí. Llevo dos horas ahí dentro bajo un toldo, abocetando para un trabajo de clase pero al final le he sacado unas fotos y lo terminaré en casa. ¿Te apetece un café? Tengo las manos heladas y preferiría que hablásemos de todo esto tranquilamente sentados delante de algo caliente. ―¡Claro! Justo ahí enfrente hay una cafetería. Cruzaron la calle y entraron al establecimiento para sentarse junto a la ventana frente a frente, en una pequeña y apartada mesa. Mientras ella sacaba de la mochila los libros prestados y los desembalaba del plástico que los mantenía secos, el joven Jean, que estaba junto a la barra esperando su turno para pedir dos cafés, se detuvo a observarla. Estaba empapada. Su cabello volvía a estar recogido en dos largas trenzas de las que su pelo se insistía en escapar. Llevaba el mismo abrigo enorme de la primera vez que la vio y sus manos parecían diminutas saliendo de aquellas grandes mangas. Ella levantó la vista y le miró y Jean se quedó prendado de sus mejillas sonrosadas y su sonrisa franca. Era preciosa. Cuando llegó a la mesa con las dos tazas ella empujó los libros hasta él. ―Los has leído rápido, en solo una semana. ―Su lectura me enganchó. Sobre todo el pequeño, el de las tapas rojas. Ese que está manuscrito. Pero la verdad, no esperaba ciencia ficción. ―¿Ciencia ficción? ―No esperarás que crea que es real. Si lo es, es el diario de un demente. El tío que lo escribe piensa que es un vampiro. ¿Dónde lo conseguiste? ―Es muy antiguo, debe tener unos doscientos cincuenta años. Mi familia ―carraspeó― tiene tiendas de antigüedades y compramos muchos objetos en subastas. ¿No tienes preguntas sobre el libro? ―No. Es algo tétrico, sobre todo cuando cuenta cómo se transforma y lo que siente al beber sangre humana… ese estado de embriaguez y euforia. Parece tremendamente real y está muy bien descrito pero… tú no creerás que «eso» es cierto ¿no? Jean no contestó. Frunció el ceño y señaló el resto de manuscritos. 7


―Los otros dos libros son escritos de la iglesia y en ellos certifica la existencia de demonios descritos como vampiros bebedores de sangre y hombres que transformados en bestias matan gente y la descuartizan… ¿Tampoco te parecen creíbles? ―¡Oh!, la iglesia. Esos que nunca han ocultado la verdad, los que nunca le han mentido al pueblo… ―¡Vale, vale! Tienes razón. Te he traído un par más, pero tienes que ser más abierta y no cuestionarlo todo. Lo creas o no, el mundo que ahí se presenta es muy real. ―No hay pruebas, y sin ellas, un escrito es un relato, una novela, o lo que es lo mismo, ciencia ficción. El hombre que tenía ante ella suspiró. ―Intentaré obtenerlas. Cambiando de tema, ¿llevas el medallón? ¿Has notado si alguien nuevo se interesa por ti? ¿Has conocido algún hombre de raza oriental? ―Sí, no y no. El colgante va conmigo ―dijo tironeando de la cadena y mostrándolo―.Y no he conocido a ningún oriental nuevo, ¿satisfecho? ―añadió con ironía. ―Judith, es importante. No quiero que te pase lo que le ocurrió a Juana. El semblante de la joven se ensombreció. ―¿Quieres asustarme? ―Deberías estarlo. Si te asustas, aunque solo sea un poco, serás más prudente. Y ahora en serio, si ves algo extraño, aunque pienses que es una tontería, llámame, ¿de acuerdo? ―¿Y qué harás tú si un desconocido oriental me aborda en plena calle? ―Haré lo que me pidió Juana. Cuidar de ti. Como vio que a Judith se le había trastocado la mirada, cambió de tema. ―¿Has sentido algo del poder del que tu abuela te habla en la carta? Judith suspiró. ―No ―mintió. Y se mordió el labio para añadir. ―Bueno, sí, alguna vez me han pasado cosas que hasta la carta no tuvieron sentido, y… ayer me enfadé, y no sé si fue una casualidad, pero apagué todas las luces de mi casa. Volvieron en seguida, así que supongo que no cuenta. ―¿Cuántas había encendidas? ―No lo sé. Digamos que fundí todo el edificio y vivo en un cuarto piso, a dos vecinos por planta. Jean Jacques sonrió. ―No tiene gracia. Si lo hice yo, y no soy capaz de controlarlo… ―Tranquila, lo harás y yo te ayudaré. Pero tendrás que confiar en mí. ―¿Quién eres tú? ¿Harry Potter? ―protestó con ironía mientras él la miraba divertido antes de responder.

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―¡Ojalá!, pero no, solo alguien que de momento ha tenido más experiencias que tú en estos temas aunque no tenga tu don. Ella le miró de arriba abajo, abrió la boca como para decir algo pero terminó por guardar silencio. ¿Qué experiencia podía tener alguien tan joven en el mundo sobrenatural? Media hora más tarde salían del café, tras intercambiar los libros y charlar un rato. Jean insistió en acercarla, pues tenía el coche aparcado muy cerca, pero ella rehusó y cruzó corriendo cuando vio que llegaba el autobús. Antes de que el joven pudiera protestar, ella ya se había subido al vehículo y se había acomodado sentándose junto a la ventanilla. Se sintió tentada a sacarle otra foto, y sonrió al recordar aquella que le hizo de extranjis en su primera «cita» y que tenía pegada en la nevera con un imán, pero esta vez él la miraba y era demasiado descarado usar el móvil. Así que se contentó con agitar su mano y decirle adiós tras el cristal. Sentándose derecha en el asiento, sus pensamientos fueron a la deriva mientras volvía de camino a casa. Vampiros, licántropos y otros seres sobrenaturales. ¿De verdad él creía en todo eso? Era guapísimo, pero estaba bastante chalado. Aunque si ella era una bruja… ¿por qué no podía ser cierto todo lo demás? ¿Y si tenía razón? Un temblor frío recorrió su espalda y con cautela miró a su alrededor. Ante él había querido parecer despreocupada, pero desde que Jean le habló de sus sospechas sobre aquel oriental, observaba a la gente que tenía cerca y memorizaba sus caras, intentando comprobar si alguien no era tan anónimo como quería pensar. Sin darse cuenta, se llevó la mano al pecho. Bajo el jersey, aquel amuleto le confería algo de seguridad, aunque ni muerta se atrevería a confesarlo. Pensó en su abuela, en cómo habrían sido sus últimos minutos. Pensó en si habría tenido miedo, en si habría pedido clemencia… En su mente, el vampiro que la había matado era una bestia salvaje que torturaba a la anciana para obligarla a darle su paradero. Según la carta ella iba a recibir los poderes de Juana y eso la convertía en un bocado muy apetecible. Una bruja: joven e inexperta. Sintió un escalofrío y volvió a mirar en derredor fijándose en todos y cada uno de los ocupantes del transporte público. Nadie le pareció sospechoso. Iba a acabar paranoica. En fin… ya casi estaba llegando. Echaría un vistazo a los libros nuevos mientras preparaba la comida. Se encontraba ansiosa por hallar nuevas pruebas de ese mundo oscuro que la había engullido de repente. Nada más poner los pies en el recibidor del edificio, Madame Feraud, su casera, asomó la cabeza por la puerta de su domicilio, pero fue el tono de su voz y no su repentina aparición lo que hizo que Jud diese un respingo.

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―Señorita Judith Marí. Su santa madre lleva llamando toda la mañana. Quiere saber si estás bien. ¿Por qué no la llamas más a menudo? ―Puff. No conoce usted a mi madre. ―¿Puff? No la conozco, no, pero la entiendo perfectamente. Tiene a su niña preciosa estudiando en París, mientras que ella está sola en Mallorca. Así que ahora en cuanto subas, la llamas. Es una orden, ¿me has oído? ―¡Sí, vale! La llamaré. Si este cacharro quiere funcionar ―explicó mientras sacaba del bolsillo su viejo móvil―, lo haré. ―Deberías dejar de comprarte libros ―le reprochó la señora al ver la bolsa―, no sé dónde vas a meterlos todos. ―Estos me los han prestado. ―Es posible, pero las dos cajas que un mensajero ha dejado en mi casa esta mañana las envía tu librero. A Jud se le iluminaron los ojillos. La mayoría de la paga que le suministraba su madre la invertía en comprar volúmenes de arte, historia y dibujo, y eran bastante caros, lo que le dejaba bajo mínimos para todo lo demás, pero la verdad, no le importaba. Los libros eran su tesoro. ―Te los he subido a tu piso y los he dejado en la mesa del comedor. La joven no pudo evitar rodear con sus brazos a la rolliza señora y estamparle un sonoro beso en la mejilla. La mujer, cariñosa, correspondió el abrazo y cuando se separaron le regañó. ―Deberías comer más, niña. Debajo de esas ropas tan grandes solo hay piel y huesos. No sé qué ha visto el guaperas de la nevera en ti. No hay por dónde cogerte. Jud sonrió. Madame Feraud no paraba de insistir en que su dieta fuese la adecuada y la reprendía pensando en que ella vivía del aire. En su afán por cuidarla como si fuera una madre, intentaba amedrentarla insistiendo con la idea de que no encontraría un hombre que la quisiese pero desde que Jud le había dicho que tenía novio, su casera estaba más tranquila y no la presionaba en plan celestina. No había nada de malo en una mentirijilla, ¿no? Tras una agotadora conversación con su madre, a la que solo pudo asistir de espectadora, e intercalar algún «sí, mamá» de cuando en cuando, se desplomó en el sofá y se quedó mirando la bolsa de libros que le había dado Jean. Vampiros… licántropos… Sí, ¿y qué más? Aun así, estaba inquieta, sentía curiosidad y abrió el paquete con premura. El primero de los libros se deslizó en su regazo casi sin querer, y cuando quiso darse cuenta eran las cuatro de la madrugada y se caía de sueño. El manuscrito que tenía entre manos hablaba de la relación de sometimiento de las brujas ante los vampiros que intentaban subyugarlas para ganar poder, de ahí que fueran 10


perseguidas, sobre todo cuando eran jóvenes, con la intención de ganar sus servicios de por vida. No era muy alentador. ¿Cómo iba ella a escapar de uno de esos monstruos? Y la cuestión más importante. ¿Cómo podría un chaval como Jean Jacques ayudarla en aquella empresa? Si es que era cierta, claro. No podía consentir perder el escepticismo que sentía ante todo aquello. No, si quería mantener la cordura, el mundo que se le estaba mostrando no podía ser cierto, era una abominación. Pero a la vez creía y no quería creer. Por mucho que su cerebro insistiera en negarlo, tenía la sensación de que todo aquello era terriblemente cierto. No se molestó ni en meterse en la cama. Estiró el brazo y tiró de una pequeña manta que estaba doblada en la esquina del sofá y, pensando en aquellos monstruos, se quedó dormida. A la mañana siguiente se despertó cuando escuchó a Jerry arañar en el cristal. Aquel gatito callejero era un aprovechado. Le había dado varias veces de comer y ahora volvía al piso cuando le venía en gana. Y aunque ella protestaba, siempre le dejaba entrar. Se levantó y abrió la ventana. El gato entró como una exhalación directo a la escudilla que ella le tenía preparada en la cocina. Jud sonrió. Arrastrando los pies siguió al animalito, le puso un poco de pienso y mientras estaba allí parada viéndole comer, su mirada se desvió sin querer hacia la foto que tenía pegada con un imán a su nevera. Aquellos ojos azules tenían una seguridad y un carisma al que era difícil resistirse. Negó con la cabeza y volvió al salón. Sobre la mesa, entreabierto, estaba el libro que había estado leyendo. ¿Cuánto habría de verdad entre sus páginas? Su desbordada imaginación la había hecho soñar con seres de largos colmillos, con brujas volando en escobas y monstruos peludos que andaban a dos patas. Se preparó un vaso de leche y sacó de nuevo la carta de Juana. «¿Qué quieres decirme realmente, abuela?»

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