silencio, planeta

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ÓSCAR TULIO LIZCANO

gos distantes y un silencio que, ahora que lo pienso, pudo ser premonitorio de algo malo. La noche anterior al 5 de agosto del año 2000 dormí en un apartaestudio ubicado a una cuadra del parque La Candelaria. Cada que visitaba Riosucio me hospedaba en aquel lugar, propiedad de un gran amigo mío: Julio César Sánchez, director de la emisora Armonías del Ingruma. Como si acaso fuese una preparación para lo que se venía, me trasnoché hasta la madrugada releyendo Las consecuencias económicas de la paz, de John Maynard Keynes, el economista británico. También ojeé El arte de la guerra, de Sun Tzu; una antología poética de José Asunción Silva y una de Miguel Hernández. Salí a pesar de la lluvia. Era sábado, y aunque es común que a esa hora el pueblo ya dé señales de vida, el clima parecía haber asustado a los pobladores; apenas unos pocos se apiñaban en las aceras, resguardándose del torrencial aguacero. “Hola, don Óscar”, gritaron algunos, con la amabilidad con la que siempre me acogieron. En Riosucio culminé el bachillerato. Llegué allí después de ser expulsado por promover protestas en el colegio de los hermanos lasallistas, en la capital antioqueña; la misma causa me exilió del Liceo Universidad de Medellín. Estas circunstancias colmaron la paciencia de mi madre, Ascensión, una mujer autodidacta, aficionada a la lectura. Ante mi fracaso en el Liceo Universidad de Medellín, tomó el teléfono y se comunicó con Guillermo Hoyos, un pariente mío que estudiaba en Riosucio. Su nombre me era apenas familiar, por la algarabía que hacía la familia cuando participaba en la Vuelta a Colombia en bicicleta. A la siguiente semana de la llamada a Guillermo, mi mamá y yo viajamos en flota hasta Riosucio y esa misma tarde me matriculó en el Instituto Nacional Los Fundadores.

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