| CARLOS RUIZ ZAFÓN |
mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte, joven, y que el tratamiento estaba dando resultado. Germán y yo no sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacia su trabajo, pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la planta. A finales de abril Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital. Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me dejaba leer ni una línea. —¿Por dónde vas? preguntaba yo. —Es una pregunta tonta. —Los tontos hacen preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas? Nunca me lo decía. Intuía que escribir la historia que habíamos vivido juntos tenía un significado especial para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso la piel de gallina. —Prométeme que, si me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia. —La acabarás tú —repliqué yo y además me la tendrás que dedicar. Mientras tanto la pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la bóveda se perfilaba perfectamente. Germán y yo empezamos a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados de mayo.
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