La conciencia en el cerebro - Dehaene, Stanislas

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Gracias a Euclides, Carl Friedrich Gauss y Albert Einstein, tenemos una razonable comprensión de los principios matemáticos que rigen el mundo físico. Parados como estamos sobre los hombros de gigantes como Isaac Newton y Edwin Hubble, comprendemos que nuestra Tierra sólo es una partícula de polvo en una entre mil millones de galaxias, que se originó de una explosión primigenia, el Big Bang. Y Charles Darwin, Louis Pasteur, James Watson y Francis Crick nos demostraron que la vida está hecha de miles de millones de reacciones químicas evolucionadas: física lisa y llana. Sólo la historia del surgimiento de la conciencia parece permanecer en una oscuridad medieval. ¿Cómo pienso? ¿Qué es este “yo” que parece el hacedor de ese pensamiento? ¿Yo sería distinto si hubiera nacido en una época diferente, en otro lugar, o en otro cuerpo? ¿Adónde voy cuando me duermo, cuando sueño, cuando muero? ¿Todo eso se origina en mi cerebro? ¿O soy, en parte, un espíritu, hecho de una sustancia distinta, la del pensamiento? Estas acuciantes preguntas dejaron perplejas a muchas mentes brillantes. Cuando en 1580, el humanista francés Michel de Montaigne escribía uno de sus famosos ensayos, se lamentaba de no poder encontrar una coherencia en lo que los pensadores del pasado habían escrito sobre la naturaleza del alma. Todos estaban en de​sacuerdo tanto sobre su naturaleza como sobre su sede en el cuerpo: Hipócrates y Herófilo la ubican en el ventrícu​lo del cerebro; Demócrito y Aristóteles la difunden por el cuerpo entero, Epicuro la sitúa en el estómago, los estoicos, en el corazón y a su alrededor, Empédocles, en la sangre; Galeno pensaba que cada parte del cuerpo debía tener su propia alma; Estratón la disponía entre las dos cejas.[5] Durante los siglos XIX y XX, el tema de la conciencia estaba fuera de las fronteras de la ciencia normal. Era un ámbito impreciso, mal definido, cuya subjetividad lo dejaba siempre lejos del alcance de la experimentación objetiva. Por muchos años, ningún investigador serio tocaría el problema: especular acerca de la conciencia era un pasatiempo tolerable para el científico que envejecía. En su manual Introducción a la psicología (1962), George Miller, el padre fundador de la ciencia cognitiva, proponía una prohibición oficial: La conciencia es una palabra desgastada por un millón de lenguas. […] Tal vez deberíamos prohibirla por una década o dos, hasta que podamos de​sarrollar términos más precisos para las distintas acepciones que actualmente la palabra “conciencia” torna opacas. Y así fue. En mi época de estudiante, a finales de la década de 1980, me sorprendió descubrir que durante las reuniones de laboratorio no teníamos permitido usar “la dichosa palabra que empieza con ‘c’”. Todos estudiábamos la conciencia de una manera u otra, por supuesto, cuando les pedíamos a los sujetos que categorizaran lo que habían visto o que formaran imágenes mentales en la oscuridad; pero esa


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