Mucho más que 18 segundos

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Líder caído, ciudad levantada Hijos del terremoto “Nosotros vivíamos nuestro propio drama”

Ciudad de las hipotecas



Homenaje a las víctimas mortales del terremoto

“Nosotros vivíamos nuestro propio drama” Yeldi Fransori Montilla Ledezma yeldi513@hotmail.com

Son numerosas las historias de sufrimiento y de valentía que se presentan durante un desastre natural. La del médico Santiago Ayerbe y la del escritor Marco Valencia son apenas dos ejemplos de la entereza de los payaneses frente a las adversidades. Del mismo modo, cada uno de los afectados por el sismo podría narrar su gesta anónima.

Las construcciones del sector histórico fueron las más afectadas por el sismo. En la fotografía aparece la casa de la familia Ayerbe, ubicada en la calle 4ª con carrera 5ª, frente a lo que hoy es la Alcaldía municipal.

Foto: archivo personal Santiago Ayerbe

Un día antes del terremoto al médico pediatra Santiago Ayerbe González le sucedieron dos cosas muy extrañas. El Miércoles Santo observó en familia la procesión y cuando ésta terminó, salieron juntos a caminar. Él tomó unas fotografías a la Torre del reloj, cosa que nunca antes había hecho. Tenía una buena cámara, una Minolta. Ayerbe cree que esas fotografías fueron de las últimas que se hicieron antes de que ocurriera el desastre. Al otro día la torre quedó bastante averiada. Ese mismo día completaba tres meses en estado de coma un paciente que había sufrido un accidente cerebro vascular. A Santiago Ayerbe González, como jefe de la (UCI) Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario San José, le delegaron la función de informar a los familiares que aquel hombre nunca volvería a vender lotería en las calles de Popayán. “A eso de las cinco de la tarde nos reunimos, la tristeza era compartida y les dije la mala noticia”. Sin embargo, cuando el médico se reintegró a la UCI a las 10:30 de la mañana del día siguiente, encontró al paciente sentado en el borde de

la cama, completamente lúcido. Al instante las enfermeras del lugar le confirmaron lo observado. “Desde está madrugada el señor recuperó su estado de conciencia”, dijo una de ellas. Entonces Ayerbe González pensó en voz alta: “¡Que cosa tan impresionante, esos son los designios de Dios! Ayer se me encomendó dar una mala noticia por un paciente que ya no tenía salvación y hoy él se salvó y mi pequeño hijo está muerto”. Nadie imaginaba que un Jueves Santo como ese iba a ser tan recordado. Habían pasado ya las 8:00 de la mañana. La vida en Popayán, capital del departamento del Cauca, transcurría de manera normal. El médico se hallaba en casa de su padre, ubicada sobre la calle cuarta entre carreras quinta y sexta, diagonal a Santo Domingo, en compañía de su esposa y sus hijos. “Yo estaba alistándome para salir al hospital, mientras que en el otro cuarto mi niño conversaba con su hermana en la cama”, dice. De repente la tierra se movió y rompió con lo cotidiano. El médico, sentado en la cama, se sintió lanzado al aire, miró hacia arriba y pudo ver el cielo. Se había abierto el

techo. Pegó un alarido y enseguida todo fue oscuridad originada por el polvo; alrededor le cayeron piedras y ladrillos. Cuando tuvo oportunidad salió corriendo a buscar a sus tres hijos. Llegó donde se encontraba su hija mayor y su único hijo varón de tan solo seis años de edad. En la habitación, que estaba completamente destruida, sólo escuchó la voz de Mercedes Helena. Gracias a la acción de sus endorfinas, levantó el cielo raso y logró sacarla. A Santiago José también lo sacó pero él había muerto instantáneamente. Lo tomó en sus brazos y salió a la calle. Popayán había colapsado y el hotel Lindbergh, frente a su casa, había desaparecido. Minutos después, Ayerbe trasladó el cuerpo del niño al hospital para que certificaran su fallecimiento. Un par de horas más tarde se reincorporó a su trabajo y nuevamente se puso al frente de UCI. Al día siguiente se dirigió con su familia a una finca donde fueron depositados los restos del niño. Ese instante en que ocurrió el terremoto, fue para él una experiencia sumamente fuerte y muy triste. Hoy en día, treinta años después, todo está

superado. “La cúpula había caído” Según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el terremoto ocurrido el 31 de marzo de 1983 en Popayán, dejó un saldo de 287 personas entre muertos y desaparecidos. De la zona del sector histórico, la Catedral fue una de las construcciones más afectadas, pues en el transcurso de los 18 segundos del movimiento telúrico la cúpula se vino abajo y murió el 25 por ciento del total de las víctimas. En ese lugar se encontraban personas de todas las clases sociales, desde integrantes de familias tradicionalmente distinguidas hasta campesinos de la región. Entre las víctimas estaba Leticia Ortega de Valencia, la abuela del periodista y escritor Marco Antonio Valencia Calle. Ella era uno de aquellos feligreses que fervorosamente visitaba la ciudad blanca en Semana Santa: venía desde la zona rural de El Bordo, un municipio ubicado en el sur del departamen-


to del Cauca. En aquella época, Marco Antonio tenía 16 años, vivía en el barrio El Cadillal y era guía turístico de los Boy Scouts. El día que lo sorprendió la tragedia se encontraba en la puerta de la casa, a punto de partir hacia el Museo Arquidiocesano de Arte Religioso. En ese lugar prestaba su servicio a la comunidad. “Yo que abro la puerta y el piso se me movió… toda esa mañana pensé que era el fin del mundo y los que estábamos vivos éramos sobrevivientes”. El Cadillal fue uno de los barrios más afectados. “Nos quedamos sin casa y sin nada, solo con la ropa que teníamos puesta”, comenta. Marco Antonio padre y Marco Antonio hijo solo pensaron en ir a buscar a la abuela, quién había salido muy temprano a misa. Durante el recorrido, orientado a la búsqueda de Doña Leticia y con las esperanzas reducidas de encontrarla sana y salva, el panorama era desolador: había mucha destrucción, los techos caídos cubrían los andenes y las calles, y muchas personas lloraban y gritaban desesperadamente pidiendo ayuda. “Era imposible para mi familia ayudarlos, todo el mundo buscaba a alguien y nosotros

Después de los momentos terribles del sismo, la gente salió a las calles a hacer un recorrido y a ayudar a los más necesitados.

Foto: José María Arboleda

vivíamos nuestro propio drama”, dice Marco Antonio hijo, y agrega que su padre asumió el liderazgo con entereza y valentía porque la motivación era encontrar a su mamá. “Ya habían pasado 45 minutos después del terremoto y nosotros llegamos a La Catedral. Escenas escalofriantes se nos presentaron: cadenas humanas removían escombros, por un lado sacaron un brazo y por el otro una persona bastante ensangrentada; además grandes rocas hacían parte del paisaje, faltaba el techo. La cúpula

había caído”. A doña Leticia la rescataron aún con signos vitales. De inmediato fue trasladada a la ciudad de Cali, pero tantos esfuerzos no fueron suficientes para salvarla: tenía una grave lesión en la cabeza. Su cadáver lo entregaron al otro día. La familia Valencia Calle siempre se caracterizó por la unión entre sus miembros. Juntos organizaron el funeral y vivieron el duelo. Marco Antonio recuerda que con su padre se acercaron al Cementerio central

para preguntar si podían enterrar a su abuelita y vieron una imagen macabra y espantosa: una pared había caído y los osarios estaban despedazados. Cráneos y huesos de diverso tipo estaban revueltos unos con otros. Y a esto se sumaba el olor a podredumbre. Ni siquiera preguntaron. Inclusive Valencia cuenta que pasados varios meses el olor permanecía: “no sé si era sicosis o impresión mía pero el barrio Pandiguando me olía a muerto, a cementerio”. Al igual que la familia Ayerbe González, la familia Valencia Calle enterró a su ser querido lejos de las ruinas de la ciudad. En el trascurso de esa semana, el cuerpo de Doña Leticia fue trasladado a su lugar de origen. El entierro en el cementerio de El Bordo fue muy emotivo debido a que muchas personas de la región acompañaron el acto fúnebre. Hoy en día, su familia sigue muy unida pero nunca en las reuniones familiares se habla acerca del terremoto.

La esperanza se convirtió en angustia e incertidumbre

Ciudad de las hipotecas

Javier Ortega Mosquera arjavier54@gmail.com

El Banco Central Hipotecario (BCH) financió el sueño de miles de payaneses de reconstruir sus casas tras el terremoto del 31 de marzo de 1983. El período de gracia y el pago de intereses generaron una batalla jurídica.

Pasaron años para que el gobierno solucionara los problemas de los deudores del BCH. Foto: José María Arboleda

Mientras su casa es pintada y las grietas de algunas paredes son resanadas, Lucedy Idrobo recuerda cómo pudo obtener su apartamento durante el caos de vivienda generado por el sismo que sacudió a Popayán en 1983. Era ella en ese entonces cajera del

Banco del Estado y estaba a punto de adquirir una vivienda; recuerda, que faltando dos días para entregarle su inmueble sucedió el terremoto. Lucedy vio en los créditos otorgados por el gobierno para aliviar la situa-

ción, una oportunidad de financiar su apartamento a largo plazo. “Tras negociar las libranzas, presentar la solicitud del crédito y soportar la larga fila en el Central Hipotecario, puesto que todo Popayán estaba en la puerta

del banco, el apartamento me salió más barato y con una tasa más baja. Luego lo arrendé y aceleré el tiempo para pagarlo antes de los 20 años”.

Continúa en página 7 Foto: Julián G. Varona

“Dios mío, protege mis hijos” Fabián Fernando Pasaje Burbano fp9246@gmail.com

Treinta años después del terremoto siguen vagando los recuerdos de aquella catástrofe. Tres personas de una misma familia que vivieron el suceso de maneras distintas, narran sus experiencias de aquel 31 de marzo.

A los 30 años Doña Sara conoció el peligro y la tranquilidad. Una mujer pobre, viuda y con siete hijos caminaba sola por una llanura (en la actualidad el barrio Santa Inés), cuando la sorprendió el terremoto. Era el Jueves Santo de 1983. Hoy, sentada en su sillón, recuerda aquel hecho que nunca olvidará. “Lo único que dije en ese instante fue: ¡Dios mío, protege mis hijos!”, dice mientras frunce los ojos y aprieta las manos como si reviviera en sus entrañas aquel momento. “Era un día raro y el cielo estaba como morado”, comenta la anciana acomodándose en su asiento. En sus ojos hay tranquilidad y emoción a la vez. Quiere contar ese momento y no le cuesta recordarlo; pero expresarlo con palabras, le es difícil: “estaba en la Esmeralda acompañando a mis hijos en su mesa para vender carne. Ellos habían pedido demasiada para ese día y los regañé diciéndoles que era el día del Señor y que no se debía trabajar”. Sin embargo sus hijos no le hicieron caso. Algo angustiada fue a su casa y ahí empezaron los 18 segundos más largos de su vida. Se para del sillón, la dificultad para hacerlo no mengua su emoción, quiere como dramatizar el relato. “¡Póngale cuidado!”, advierte subiendo su tono de voz. Una mujer, una oportunidad Es una tarde de fin de semana y Lucía se ventea con el abanico tratando de refrescarse un poco. Es una mujer gorda y de baja estatura. Tiene sus labios color rojo y su piel brilla por el sofoco. “Ese día estaba haciendo mucho calor. Era un verano que daba miedo”, comenta. Sonríe y con una voz fuerte y segura, algo arrogante, empieza su relato. Mueve las manos, arruga los ojos, se para y se vuelve a sentar. Se nota que el terremoto no fue un momento tan desesperante para ella. Sin embargo, ya le llegarían días de angustia y mucho más pesados que ese. “Un día dijeron que había que ir a invadir y nosotros nos fuimos. Ahí armábamos cambuches, amanecíamos en el lodo, trasnochábamos, nos sacaban, volvíamos y nos metíamos. Fueron días duros”, finaliza, dejando notar en su voz un tono de zozobra. Lucía fue una de las tantas personas que invadió predios buscando una oportunidad de vida para su familia, en lo que hoy se conoce como el barrio El Lago. A pesar de que vivía en una casa con su suegra, decidió arriesgarse invadiendo un lote para construir la propia. Su esposo fue el acompañante de tal aventura y su hija, de solo cuatro años, la más fiel testigo de aquel hecho. “Los cambuches fueron hechos con tres, cuatro palos y encima plásticos. No se podía llevar colchones porque donde estábamos era laguna. La policía nos tumbaba los cambuches pero nosotros volvíamos a armarlos y así, durante más de seis meses”, asegura abanicándose de nuevo. “¡Fíjese las cosas de Dios!” Doña Sara sigue en pie y en sus ojos hay entusiasmo. “Me fui a comprar maíz para los pollos porque mi hija no quiso acompañarme a la misa de la Catedral y cuando estaba en camino la vi. Había una cosa como morada encima de la cúpula, y dije: ¡Virgen Santísima, favorécenos! ¿Qué nos irá a pasar hoy? En ese momento hubo un

bramido de la tierra espantoso, los árboles se movían, los postes se daban unos con otros y después se enderezaban, pero yo no me caí”, comenta y su rostro se entristece asegurando que se preocupó por sus siete hijos. Reitera que nunca se desesperó: “vi a toda esa gente llorar y solo el polvo se levantaba. En eso dijeron que la Catedral se había caído. ¡Fíjese las cosas de Dios! Cuando llegué a mi casa no se me había caído una sola teja y mis siete hijos empezaron a llegar, uno por uno, sanos y salvos.” La casa de Doña Sara fue la única, en lo que era entonces ‘Las Agüitas’, hoy día el barrio Los Sauces, que no se desplomó con aquel terremoto. De las otras pocas viviendas existentes no quedó ni una sola. Esta madre cabeza de familia prefirió no emigrar y pasó a ser testigo de las invasiones que hicieron en su barrio. “En total fueron tres meses”, asevera. Tres meses en los que las enfermedades, las réplicas y el temor eran pan de cada día. Además se avecinaba un nuevo peligro: encapuchados que robaban al interior de las casas, aprovechándose de la situación. Todo tiempo pasado fue mejor Fernando come ensalada de frutas de una manera afanada y sin mayor preocupación. Su tono de voz es calmado, a pesar de narrar las escenas de lo que tuvo que ver en aquel entonces cuando tenía diecisiete años: religiosas y civiles muertos entre los escombros, choques de autos, desesperación de la gente, etc. La frustración aparece en su voz cuando habla de las numerosas invasiones que se presentaron en la ciudad días después de la tragedia: “En Popayán había muchas canchas de fútbol y llanos para jugar. Estos se perdieron por las invasiones y eso no es justo”, continúa, levantando un poco la voz, en señal de

Lucía, como cientos de personas en la ciudad, aprovecharon con el terremoto la oportunidad de tener su propia casa. molestia. “Venían camiones llenos de chivos, gente de otras partes a invadir y eso fue lo que dañó a la ciudad, porque antes era bien bonita Popayán”. Piensa por un largo momento, su rostro es nostálgico y finalmente concluye su relato con algo de fastidio: “antes la gente se podía bañar bien chévere en el río, los peces brincaban y era muy bonito. Después del terremoto todo se dañó. Empezaron a tirar basura al río y por eso está así como es hoy día”. Fernando se refiere al río Ejido, escenario de sus paseos de infancia. “Desde el puente de Los Sauces uno se iba en pantaloneta de ahí para arriba bañándose. ¡Era increíble!”. Lo ganado y lo perdido La pérdida de los espacios naturales

parece que nunca le importó a Lucía, hermana de Fernando. La parte que ella, su esposo y cientos de personas más invadieron era llanura, “casi como para una reserva natural”, según Fernando. Con la invasión, la laguna que había en ese predio se perdió. “Eso antes era una laguna y la gente se iba a bañar ahí. Por eso le pusimos al barrio El Lago”, dice, por su parte, Lucía, con frialdad en la mirada. Lo importante en ese momento era poder construir la casa que nunca habían podido tener, nada más. Ella sabía que habría ayudas para los damnificados, asunto del cual quería sacar beneficio. “Nuestra casa fue hecha en bahareque primero, después pedimos un préstamo y mi esposo la construyó como es hoy”. En la actualidad su casa es de dos pisos, cemen-

tada, pintada y con un amplio garaje. Casi la más llamativa de la calle. “Ya después empezaron a ayudarnos los alcaldes para regalarnos las escrituras… a nosotros los lotes no nos costaron nada”, finaliza. “Los ríos fueron los que llevaron del bulto”, asegura Fernando con severidad. “Por ahí bajaba una quebrada de agua, con eso lavaban lo del matadero. Todo el mundo la usaba para bañarse o lavar ropa y por la invasión se secó”. Continúa comiendo ensalada mientras habla de su barrio y el de Santa Luisa, por donde corría otro río, que también fue canalizado debido a las invasiones. Sabe que con solo palabras nunca pudo solucionar nada. A pesar de los varios intentos que hizo por proteger la naturaleza, no tuvo ningún tipo de apoyo de nadie. Tuvo que resignarse y ver cómo se perdía lo que tanto amaba. “El barrio cambió bastante. En ese tiempo habían unas cuantas casas -comenta la madre de Lucía y Fernando-. Acá era una laguna, se podía ver peces y patos nadando. Pero eso lo secaron a punta de balastro para hacer las casas para los nuevos vecinos y cuando se organizó todo pavimentaron la carretera”, concluye doña Sara. Está triste pero no quiere llorar. Solo se aferra a su fe para relatar la historia. Se dirige a la cocina porque tiene hambre y no quiere que este momento se acabe. Prepara el almuerzo mientras repite lo dicho. Parece que revive lo que hacía hace treinta años. “Así era como le tocaba a uno en plena calle. Solo había una olla y candela, nada más”. De pronto hay una pausa. Se sienta y con un suspiro recuerda de nuevo el momento en que todo empezó. Y repite: “lo único que dije fue: «¡Dios mío, protege mis hijos!»”


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Ciudad de las hipotecas La situación desencadenada a raíz de aquel Jueves Santo se tornó insostenible. En una búsqueda por superarla, la Junta Monetaria, máxima autoridad que definía la política monetaria crediticia en Colombia, reveló en la noche del mismo jueves las resoluciones por medio de las cuales se crearon cupos de crédito en el Banco de la República por cinco mil millones de pesos, con los cuales se esperaba superar la catástrofe. El gerente local en Popayán del entonces Banco Central Hipotecario (BCH), Eduardo Nates López, inició las acciones inmediatas para otorgar préstamos de vivienda, así como lo hicieron también el Instituto de Crédito Territorial y otras entidades afines. El diseño del plan de acción para enfrentar la tragedia contó con una línea de crédito abierta para las gentes de Popayán que resultaron afectadas, programa para iniciar a corto plazo la reparación y reconstrucción de viviendas. La Junta Monetaria le otorgó a este banco un cupo de crédito por tres mil quinientos millones de pesos. Las condiciones financieras de los préstamos otorgados fueron: Reconstrucción 15 años, reparación 8 años. Periodo de gracia 3 años. Reparación 2 años. Tasa de interés para reconstrucción: 18 por ciento. Tasa de redescuento 15 por ciento. “Se brindaron préstamos a todas las personas afectadas y se disminuyeron los documentos de trámite para la adquisición de las viviendas. Los créditos, que antes eran dados en un mes, fueron otorgados en cinco días. Se tramitaban con enorme rapidez”, recuerda Nates López. Los criterios para la adjudicación de los mencionados créditos se harían con base en la proporción de los daños sufridos. El Sábado Santo, dos días después del sismo, el BCH abrió sus puertas para que la gente que resultó damnificada se inscribiera para la solicitud de crédito, asegura Nates López. “Fue un primer recurso. Queríamos darle un poco de esperanza a los afectados, sin embargo, fue como arrojar un lazo sin saber quién lo halaría del otro lado. En ese caos, nos tocaba confiar en la gente”. La supervisión realizada por parte del BCH solo funcionó en las semanas subsiguientes a la tragedia. Nates considera que la mayoría de los beneficiarios actuaron de buena fe, aunque no descarta que algunos pocos especuladores se aprovecharan de la situación. A Juan Bautista, mecánico en esos días, el terremoto le dio una casa. Fue su única oportunidad para conseguirla. No se alegra de la catástrofe, pero su casa, es el mayor recuerdo de aquel 31 de marzo. “Al pedir prestado el crédito en el BCH fue evidente que tras unos días eso se convirtió en todo un negocio. Había personas que decían: «usted vaya allá… y diga que no tiene casa, y yo se la compro, a mi me interesa el lote»”.

El Banco Central Hipotecario otorgó aproximadamente cuatro mil créditos para reconstrucción y reparación de vivienda que, posteriormente, buena parte de los usuarios no pudo pagar.

Foto: José María Arboleda

La Consultoría en Riesgos y Desastres, en su evaluación de riesgos naturales en Colombia, afirma que se hizo el otorgamiento de 2500 créditos para la reconstrucción de viviendas en barrios populares, plan para el que se destinaron trescientos setenta y cinco millones de pesos. Por su parte, Nates recuerda que se otorgaron aproximadamente 2.500 créditos para la reconstrucción de vivienda y 1.500 para reparación. Muchos consideran que “la ciudad quedó hipotecada”. Comienzan los problemas En 1985, el Congreso de la República expidió la ley 132 del mismo año, mediante la cual aumentó el cupo referido en mil quinientos millones de pesos y se modificaron de manera favorable las condiciones del crédito a los deudores, extendiendo los plazos hasta 20 años y bajando los intereses. Sin embargo, en 1997 el Banco Central Hipotecario preparó una cuenta de cobro a cerca de tres mil deudores beneficiados con créditos a raíz del sismo. Ante las protestas por parte de los morosos, esta cuenta de cobro fue hasta los tribunales del Cauca y finalmente al Consejo de Estado, donde se decidió que el BCH podía practicar el cobro correspondiente. Al expedirse los nuevos pagarés empezó una guerra jurídica entre la entidad financiera y aquellos beneficiados por los préstamos. Para el Banco de la República y para el mismo BCH era claro que sobre los cupos de crédito, ya sean de descuento o redescuento, debía entenderse que se causaban intereses durante el periodo de gracia y que estos eran aplicables únicamente para la amortización del capital. Sin embargo, algunos de los deudores comenzaron a interponer demandas ante instancias judiciales del Cauca, pues consideraban injustos los cobros durante el periodo de gracia. Nates López afirma que el periodo de gracia fue concebido como un espacio en el que no se

cobraban intereses, lo cual no quería decir que no existieran, simplemente se acumulaban. Los jueces de Popayán interpretaron de manera diferente lo que pensó el BCH y el Banco de la República. Una sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Popayán, del 19 de diciembre de 1995 señaló: “Ahora bien sobre la refinanciación de los créditos de emergencia, este Tribunal ha expresado… Para que haya plena claridad sobre este asusto de los créditos por razón del terremoto de 1983 (quiere explicar el Tribunal) que durante el periodo de gracia no se causan intereses, ni hay que pagar suma alguna por ningún concepto”. Y en sentencia del 15 de diciembre de 1995, el Tribunal Superior de Distrito de Popayán, señaló también que ninguna de las normas expedidas para resolver el problema de la reconstrucción de Popayán, fijaron plazos de amortización gradual, por lo que no se podía hablar de moras. Es decir, el punto de discordia estaba en si se causaban intereses o no, durante un periodo de gracia. En 1999 el ministro de Hacienda, Juan Camilo Restrepo, elevó consulta al Servicio Civil del Consejo de Estado y este tribunal señaló que efectivamente durante un periodo de gracia se causan y pagan las obligaciones que no hayan quedado expresamente compedidas en dicho beneficio. También dispuso que se debían pagar solamente los intereses corrientes a la tasa del seis por ciento anual. “La cuenta por la que se enfrentan payaneses y el BCH asciende a los 25.353 millones de pesos”, publicó el periódico El Tiempo en el año 1999. Luego de 30 años, Nates López considera que las denuncias presentadas ante los juzgados de esta ciudad fueron justas y eran la respuesta ante la inoperancia del gobierno de darle una solución definitiva a los payaneses que permitiera pagar las deudas contraídas después del sismo. Pero los deudores creyeron que el cobro de los

créditos fue un capricho del banco y consideraron que éste era el culpable de aquella presión económica. “Siempre he pensado que hay, aún, una injusticia con el BCH. Los dineros que le fueron otorgados al banco para la situación que vivía Popayán no eran propiamente suyos, nosotros solo cumplimos con administrarlos. Por otra parte, el gobierno, a través del Banco de la República, le cobró el dinero al banco a través de sus fondos. Así, el BCH terminó siendo el malo ante la ciudadanía. La gente se acuerda únicamente de quien les cobra pero no de quien les presta”. En febrero del 2004 fue liquidado el Banco Central Hipotecario tras una grave crisis financiera y administrativa. Superada la tragedia de aquel Jueves Santo, la deuda asumida por los payaneses fue para Popayán otro terremoto. Sobre lo que quedó en pie, la ciudad se levantó de nuevo.

Foto: José María Arboleda

Seis días faltaban para que Viviana Portilla viese por primera vez la luz del mundo. Su madre se encontraba preparando el café de la mañana, cuando fue sorprendida por un sismo de 5,5 grados en la escala de Richter. Dieciocho segundos después, toda la ciudad se había convertido en un caos. Las escenas de edificios destruidos, los cadáveres entre los escombros y la incertidumbre de no saber qué pasaría con sus vidas, marcarían para siempre a los habitantes de Popayán. Actualmente Viviana es una madre de familia y profesora de bachillerato a punto de cumplir 30 años. Recuerda que para aquel entonces sus padres vivían en el barrio La Esmeralda. “Cuando empezó el terremoto, mi madre se hizo en el umbral de la puerta con mi papá. Afortunadamente ella mantuvo la calma en ese momento”. Su casa no sufrió mayores daños. Sin embargo, la tragedia no estuvo muy lejos: la pared de su vecino se vino abajo, decapitándolo de inmediato. “Es uno de los recuerdos más tristes que tiene mi mami de aquel día”, asegura Viviana. Una semana después se llevó a cabo su parto en el Hospital San José, hasta donde llegaron sus padres en un taxi. Ni en el transporte ni en el alumbramiento enfrentaron mayor complicación. Según cuenta Viviana, el terremoto se ha convertido en un tema constante en su vida desde que lo escuchó de boca de su madre cuando tenía cinco años. Al enterarse la mayoría de personas de que la fecha de su nacimiento fue muy cercana a la del sismo, la curiosidad no se hace esperar, mientras ella relata la misma historia una y otra vez. De su niñez recuerda haber sido sobreprotegida por sus padres y sufrir de un excesivo nerviosismo, el cual, tanto ella como su progenitora atribuyen en parte a aquel traumático desastre natural. “Mi mami piensa que de pronto fue a raíz del terremoto, pues a pesar de que ella estuvo tranquila, de todos modos el ambiente en esos días era tenso y de preocupación por un nuevo temblor”. Curiosamente, no es la única que dice experimentar dicha sensación de forma exagerada. José Luis Muñoz, cantante vallenato y locutor de origen payanés, quién también nació el año del terremoto, cuenta cómo su hermano menor fácilmente puede mantener la calma y continuar recostado en la cama cuando se presenta un movimiento telúrico. Para él, en cambio, “son momentos en los que la angustia me gana la partida y caigo en una especie de nerviosismo que va más allá de lo que puedo soportar… Yo puedo estar dormido y si siento el menor movimiento de la tierra, me desespero y tengo que salir volando de la casa. Y por más que yo digo «no pasa nada», es algo que está dentro de mí”. Al intentar dar una explicación, José Luis afirma: “yo soy muy apegado a lo que dicen, por ejemplo, los abuelos: que todo lo que vive la madre en el periodo de gestación, de una u otra manera

La conmemoración, oportunidad para alejar temores

José Luis Morales Zúñiga joselmozu@gmail.com

Dos jóvenes que nacieron en Popayán en 1983 hablan sobre los miedos y las angustias que también dejó en ellos el sismo que sacudió a la ciudad. Eventos traumáticos vividos por la madre en etapa de gestación pueden afectar el desarrollo emocional de las personas. se le transmite al bebé”. Y es que aunque imagina lo duro que fue para su madre el afrontar dicha situación estando embarazada, manifiesta no tener palabras suficientes para describir un momento tan trágico como el que ella y todos los habitantes de Popayán vivieron aquella mañana. Luz Angélica Rebellón, psicóloga especialista en neuropsicología infantil, asegura: “aunque es posible que eventos traumáticos vividos por la madre en etapa de gestación afecten el desarrollo emocional del niño, una vez que éste haya nacido se deben reafirmar ciertos patrones de comportamiento para evitar generarle ansiedades o angustias”. Ella aclara que existen ciertas conductas aprendidas por el niño, como salir corriendo en caso de una emergencia, que usualmente los padres no orientan de forma adecuada, por desconocimiento del tema. A causa de haber nacido el año del terremoto, José Luis siempre ha sentido una especial curiosidad por

aquel suceso, pues considera que este es un evento relevante no sólo para la historia de la ciudad, sino para la suya. Por eso ha indagado sobre lo que aconteció aquel día y aún hoy sigue haciéndose muchos cuestionamientos al respecto. Sin embargo admite que a veces debe cohibirse un poco de tocar el tema con su familia: “digamos que no le he dado la importancia necesaria sabiendo de antemano el estado en el que se pone mi madre al presenciar un movimiento telúrico. Eso también ha hecho que me guarde ciertas preguntas o que ese tema no lo toquemos porque de pronto hay alguna pregunta que no es bien recibida.” Por su parte, la familia de Viviana siempre se ha tomado con calma los sismos que han experimentado desde entonces, actuando con cabeza fría como aquella vez. Probablemente ese sea un factor que les ha permitido hablar de aquel día en más de una ocasión, así como ella lo hace ahora Foto: José María Arboleda

con su hijo. Pero, respecto al nerviosismo que le provocan, comenta que ha sido constante y que ha tenido que controlarlo para poder ejercer bien su trabajo: “de pronto no sería tan nerviosa si no hubiera tenido tanta sobreprotección, pues eso a la larga hace daño porque se vuelve uno muy tímido”, admite. Dichas conductas pueden provocar dificultades en la crianza de los niños, explica la psicóloga Rebellón: “el pensar «si no perdí a mi hijo durante el terremoto, voy a tener cuidado para que no le pase algo después». Ese tipo de actitudes, son miedos infundados que coartan la libre expresión de la persona.” Así mismo resalta que “para algunas personas esa situación generó actitudes que quizás no se tenían, como liderazgo; mientras que en otras presentó situaciones que a nivel emocional afectaron su conducta: tener miedo, sentir que los iban a robar, etc. Las reacciones dependen de cada vivencia personal”. A 30 años del terremoto, son muchas las experiencias e historias que tanto Viviana como José Luis han escuchado y vivido en Popayán. Hoy en día ambos analizan la ciudad y concuerdan en que tal vez el movimiento telúrico permitió el nacimiento de una renovada religiosidad en la capital caucana. Y coinciden también en asegurar que la ciudad no está preparada para afrontar un evento de similares magnitudes. Según considera José Luis, el recuerdo del terremoto no debe ser algo que sólo se reviva cada año en Semana Santa, como un hecho aislado. Desde su perspectiva, las nuevas generaciones de payaneses deben conocer la situación a fondo, lo que sucedió política, geográfica y socialmente con la ciudad. Con tal planteamiento concuerda Rebellón, quién ve en la conmemoración de este suceso, la oportunidad de generar cultura y educar a las nuevas generaciones de forma que les permita superar los miedos y temores, a la vez que los impulse a aprender de los errores del pasado. “La idea es que las personas hayan desarrollado estrategias de afrontamiento adecuado para poder desenvolverse mejor ante ciertas situaciones. Aunque también tiene mucho que ver la personalidad, no todos reaccionamos igual ante un mismo hecho”. “No creo que la ciudad esté preparada para afrontar un evento similar, aunque tal vez haya más tecnologías en los Bomberos o la Cruz Roja”, dice José Luis. Para Viviana: “en caso de que volviera a ocurrir un terremoto, lo único que se generaría sería un caos porque no sabríamos qué hacer”. Así, aunque saben que un nuevo sismo es algo impredecible, esperan que la ciudad nunca tenga que volver a presenciar un desastre de tales magnitudes. Más aún, esperan que ninguna madre viva de nuevo esa experiencia, para que así ningún hijo nazca de nuevo con el fantasma del terremoto.


El desplome de los Bloques Pubenza evidenció las fallas en las estructuras y las construcciones de la ciudad.

Foto: José María Arboleda

Los estragos también fueron psicológicos Karol Vanessa Álvarez Fernández kavaf_091@hotmail.com

“Nada volvió a ser como antes”

De tal magnitud fue la tragedia de 1983 que los habitantes de El Cadillal aún se estremecen al rememorar los detalles del hecho. Pese a las dificultades que tuvieron que enfrentar, rescatan la fuerza y valentía con la que Popayán logró recuperarse en menos de 10 años. Cuenta Miguel Ángel Ruiz, habitante del barrio El Cadillal, uno de los más afectados por el terremoto, que él salió corriendo a la calle alarmado por el sismo y por el estruendo que ocasionaba la caída de algunas paredes de su casa. Su esposa, que se encontraba en la misa en la iglesia de San Francisco, fue su único pensamiento, mientras sus hijos también salían a la calle para evitar que los pedazos de ladrillo les cayeran encima. Al tiempo, los demás vecinos abandonaban sus casas antes de que se desplomaran. Minutos antes, dos cuadras más abajo de la casa de Miguel Ángel, Isidro Cisneros había llegado a la parroquia Nuestra Señora de Fátima para ultimar detalles de la celebración ca-

tólica de esa fecha. “De repente todo empezó a moverse fuertemente, tanto que el piso parecía una olla de crispetas, luego se nos vinieron encima el techo y las paredes. Después de eso, uno de los que estaba conmigo comenzó a preguntar que dónde estaba la puerta para salir; irónicamente le respondí que se podía salir por cualquier parte porque todo estaba caído. Sobrevivimos de milagro”, rememora. A diferencia de Miguel Ángel, quien salió ileso, a Isidro una viga del techo de la parroquia le cayó encima, golpeándolo fuertemente en la nuca, mientras una nube de polvo se posaba sobre las ruinas en que quedó convertida la capilla. La incertidumbre, pan de cada día El barrio El Progreso fue fundado

en 1947 por un grupo de familias de obreros, entre ellas la de Sixta Tulia Rojas, madre de Isidro. En 1951, El Progreso pasa a llamarse El Cadillal por una planta grande de cadillo que crecía en el lugar, por lo que sus habitantes no dudaron en denominarlo así. El Cadillal y los Bloques de Pubenza fueron los sectores más afectados por el terremoto de 5,5 grados en la escala de Richter que sacudió a la ciudad. Las casas se desplomaron y sus habitantes tuvieron que hacer de la calle su improvisada vivienda. Las carpas que había regalado el gobierno fueron su albergue y quienes no tuvieron acceso a ellas se ingeniaron su propio refugio. Como en el caso de Isidro. Fueron varios días en la calle, en los que además de pasar incomodidades,

Isidro y sus vecinos debían cuidar lo que quedó de sus casas para que los “bandidos” no hicieran de las suyas. Al tiempo, esperaban con ansia las ayudas con las cuales pudieran reconstruir sus casas. Para la familia Cisneros la incertidumbre era el pan de cada día. Para Miguel Ángel y los suyos, la suerte no fue muy distinta pero otras las circunstancias. “Esa noche tuvimos que irnos a dormir donde unos familiares al nororiente de la ciudad, a un barrio que se llamaba El Sotará, y ahí duramos como un mes”, cuenta Teresa Ruiz, hija de Miguel Ángel, quien para ese entonces tenía 22 años. Ahora ella agradece no haber tenido que dormir en carpas y pasar frío y hambre como muchos de sus vecinos.

El barrio se levanta Por la carrera doce con calle tercera, donde aún vive Miguel Ángel, los estragos físicos del terremoto son aparentemente invisibles. Ahora la tragedia revive por medio de anécdotas que quedaron en la mayoría de los habitantes de este sector. Miguel Ángel, Isidro y sus familias lamentan que en escasos 18 segundos las casas de la zona quedaran reducidas a escombros, polvo y desolación. Mientras habla de su estadía en otro barrio, Teresa, al igual que su padre, empieza a señalar las paredes que se agrietaron. Por otra parte, Miguel Ángel recuerda cómo poco a poco, con la ayuda de su hijo mayor, reconstruyó sus dos viviendas, la otra ubicada al occidente de la ciudad y que también había quedado con fisuras y a punto de caerse. “No se hacían las seis de la mañana y ya estábamos con mi hijo y un obrero en lo que había quedado de la casa. Todos los días a la misma hora me venía con mi hijo en la bicicleta; con la ayuda de cinco soldados que me prestaron había que cuidar de los ladrones las pocas pertenencias que habían quedado, pues a veces eran pandillas las que aprovechaban el desorden”. A las seis de la tarde, al terminar la jornada de reconstrucción, padre e hijo regresaban a la

casa donde les habían dado posada. Varios meses después volvieron en familia a la vivienda ya reparada. El panorama en la casa de Isidro no era muy alentador, pues algunas de las paredes se habían cuarteado. “La fisura que dejó en el piso de mi habitación fue muy grande, el piso se levantó y poco a poco con las réplicas y con el tiempo se fue acomodando”, dice Isidro posando su atención en el lugar donde es evidente que algo sucedió. Tal es la elevación que tiene el embaldosado de su casa que parece un camino cavado por mineros en busca de algún “tesoro”. A Isidro le preocupaba tanto su casa como la reconstrucción de la capilla. Había quedado tan deteriorada que países como Alemania y Canadá hicieron posible la reconstrucción de ésta, pero con algo que él lamenta: “la fachada la cambiaron por completo, cambiaron mucho el lugar donde esas cinco personas y yo salimos vivos de milagro; hasta la imagen de la Virgen de Fátima quedó en otro lugar, diferente a donde había sido puesta desde su llegada al barrio”. Segundos después de salir de su casa a refugiarse en la calle para evitar una tragedia mayor, Miguel Ángel se apresuró a llegar a su tienda para intentar recuperar algunas de sus cosas, entre ellas unos paquetes de

velas que en ese momento eran un “cañengo” y posterior al terremoto se vendieron como pan caliente. La electricidad y otros servicios públicos también resultaron averiados, por lo que las noches de los damnificados fueron literalmente “en vela”. Así lo afirma Miguel Ángel, mientras con silencios recuerda aquella mañana cuando vio cómo su casa se había deteriorado por las fuertes réplicas del sismo. La esposa de Isidro había quedado atrapada entre la puerta de la casa y la pared. “El movimiento fue tan fuerte que se trabó la puerta y me tocó venirme corriendo desde la capilla para ayudar a sacarla, afortunadamente de lesiones menores no pasó”, cuenta el hombre, quién, además de socorrer a su familia, aquel día estuvo pendiente de los demás vecinos que resultaron afectados. Ahora, treinta años después, Isidro reconoce con sus ojos casi llorosos que él es de los pocos que aún sigue viviendo en El Cadillal. Algunos habitantes ya murieron y otros, después de la tragedia, decidieron irse y vender sus casas a tan bajos precios que muchos de los nuevos residentes no dudaron en comprar, aprovechando los préstamos que estaba dando el gobierno. Mientras tanto Teresa recuerda que

por el estrés, la tristeza de ver cómo había quedado su natal Popayán, el desastre de su barrio y el tener que reconstruir con sus propias manos la casa a base de caña brava, barro y cemento, Miguel Ángel entró en una crisis de salud donde el alcohol y el cigarrillo se convirtieron en su refugio. Logró salir de ella al ver que su familia, su barrio, su ciudad, iban en constante superación y restauración, pero a la vez reconoce que “ya nada volvió a ser como antes”. A Miguel Ángel los recuerdos lo mantienen vivo, al igual que a Isidro, quien aún hoy guarda en su armario, como una reliquia y con mucho recelo, la imagen sepia de un recorte de periódico del año 83, cuando la prensa local mostró cómo había quedado la parroquia Nuestra Señora de Fátima después del sismo. Ésa, entre otras imágenes es la que tiene en sus manos: las ruinas de Popayán de aquella fecha han quedado grabadas tanto en el papel como en su memoria.


El desastre que impulsó una transformación

“La prevención es la clave” Diego Imbachí Garcés garces_im@hotmail.com

Luego del terremoto de 1983, los organismos responsables de la atención de desastres están preparados para reaccionar con celeridad. Los protocolos de atención son fundamentales, así como los estudios de riesgo, pero los ciudadanos deben ser los primeros en saber cómo responder a una emergencia. La normatividad, los protocolos y la articulación entre los organismos de socorro posibilitan hoy una más oportuna atención a las situaciones de emergencia.

Foto: archivo Cruz Roja Secccional Cauca

La historia de Popayán se ha visto marcada por desastres naturales desde los tiempos de la Colonia. En el artículo, “Los sismos de Popayán”, Diego Castrillón Arboleda, quien ha sido considerado por muchos como el “notario histórico de la ciudad”, recopila datos de diferentes cronistas y hace referencia al libro del Padre Jesús Emilio Ramírez, La historia de los terremotos en Colombia, que registra el primer fenómeno sísmico en el año de 1560 o 1564, existiendo una disparidad entre los historiadores de la época. Uno de los mayores y más recordados desastres naturales de la historia reciente de la ciudad, es el terremoto de aquella mañana de Jueves Santo

de 1983 que la dejó destruida. ¿Se ha hecho algo a partir de entonces para tratar de disminuir los posibles daños de un nuevo evento telúrico? El terremoto y los estudios posteriores El 31 de marzo de 1983, en plena conmemoración de la Semana Santa, a las 8:15 de la mañana, en el occidente de la ciudad, sector conocido como Julumito, se presentó un sismo de tipo superficial a unos doce kilómetros de profundidad, el cual fue producido por una falla conocida como Rosas-Julumito. Según datos registrados por el Observatorio Vulcanológico y Sismológico, O.V.S. Popayán, esta anomalía tectónica pertenece al sistema de fallas del Romeral el cual se extiende por gran parte del territorio colombiano abarcando

los departamentos de Nariño, Cauca, Tolima, Quindío, Risaralda, Caldas, Antioquia, Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena. Como medida de choque, el Congreso de la República promulgó la Ley 11 de 1983 que daba las pautas para la reconstrucción de la ciudad y encargaba de igual forma la realización de estudios de amenaza sísmica. De esta forma, el primer estudio fue realizado en el año 1984 y se convierte en la base del Código Colombiano de Construcciones Sismo-resistentes. Posteriormente, se iniciaron una serie de estudios que fueron pioneros en el intento de comprender lo que había ocasionado tal desastre con el fin de crear normas para enfrentar, contrarrestar y disminuir el daño a las edificaciones de las ciudades de Colombia y a sus habitantes. Es así como en en-

tre 1988 y 1992 se adelantó el estudio de microzonificación sísmica de la ciudad de Popayán. El geólogo del O.V.S., Bernardo Pulgarín Alzate, explica que Popayán está en una zona de amenaza sísmica alta debido a la cercana ubicación del valle sobre el cual está construida la ciudad, con el Macizo Colombiano. Comenta además, que a “raíz del terremoto de Popayán se hizo una serie de análisis de los suelos de la ciudad y de su periferia”. En una primera etapa de tres años, se realizó en 1992 el estudio de Microzonificación sismogeotécnica, para intentar predecir la respuesta de los suelos ante un sismo. Esto permitió concluir, según Pulgarín, que “el suelo sobre el que está la ciudad tiene una conformación de diferentes tipos de depósitos volcánicos que han rellenado la parte plana de la ciudad con sustratos recientes, sueltos y menos resistentes que el suelo que conforma las colinas circundantes a la ciudad”. Además, el suelo blando actúa como un amplificador de las ondas sísmicas. El estudio permitió dividir a la ciudad en cinco zonas, cada una de las cuales tiene una reacción diferente ante un movimiento sísmico. Esta serie de estudios hizo parte de la Ley 400 de 1997 y del Reglamento Sismo-resistente creado por medio del Decreto 33 del 1998. Normatividad para emergencias En la actualidad, la ciudad de Popayán cuenta con un Comité Local de Atención y Prevención de Desastres, CLOPAD. Su coordinador, Hernán Varona Silva, comenta que en un principio y a raíz del terremoto de Popayán en 1983, la toma del Palacio de Justicia y el desastre de Armero, ambas ocurridas en el año 1985, se vio la necesidad, por parte del Gobierno, de unificar los diferentes entes de socorro. Con la Ley 46 de 1988 se creó el Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres para organizar de manera inicial a los organismos humanitarios y de socorro que posteriormente fueron regulados por el Decreto 919 de 1989. En él ya se definían las funciones de los entes de emergencia a nivel local, regional y nacional, además de proponer estrategias y estudios para prevenir futuros desastres naturales. En los 30 años siguientes al terremoto de Popayán, gracias a los estudios realizados, los ciudadanos aprendieron a construir edificaciones de uno y dos pisos de forma sismo-resistente. Con el apoyo del Sena se empieza a educar al maestro de obra raso ya que la mayoría de los ciudadanos prefieren no invertir en un ingeniero para la realización de las construcciones. Como resultado, según Varona, la ciudad está reforzada en edificaciones de uno y dos pisos en un 80%. El 20% restante está representado en la población desplazada que ha construido sus hogares en las zonas de laderas y en terrenos inundables construidos en materiales precarios y perecederos, lo que complica un refuerzo estructural. Se demuestra, así, la necesidad de que

en los próximos planes de prevención se incluyan estrategias para sectores de la población con un mayor índice de riesgo. Pero incluso, según el coordinador del CLOPAD, con los diferentes estudios que se han realizado aún no se tiene datos de cuáles son los sectores más vulnerables de la ciudad dado que la calidad de sus construcciones no son las óptimas. “Las personas no tienen la cultura de contratar un respaldo profesional”, insiste, y pone como ejemplos los casos de los barrios El Empedrado y La Esmeralda, donde se presenta deformación de las construcciones sin dirección técnica. Los organismos de atención La capital caucana cuenta con organismos de atención de desastres o emergencias que en caso de presentarse cualquier tipo de desastre reaccionarían de manera inmediata. Alexander Sánchez, Director Seccional de Socorro de la Cruz Roja, afirma que se debe zonificar la ciudad para que se pueda identificar los puntos críticos de ésta. Al respecto, enfatiza que “es algo que hemos venido sugiriendo en consejos municipales de gestión del riesgo para que cada organismo de socorro aproveche al máximo sus recursos disponibles con el fin de mejorar la respuesta con una adecuada coordinación para cada sector”. La Cruz Roja desarrolla procesos de preparación y de actualización en temas de gestión de riesgo para mejorar sus programas de búsqueda y rescate. No obstante, el organismo es consciente de que los primeros en reaccionar deben ser los mismos habitantes y por ello realiza una serie de talleres en las comunidades de la ciudad para formar líderes locales que sean los primeros en ayudar a manejar las emergencias. Por su parte, la Defensa Civil, desde la promulgación del decreto 919 de 1989, obtuvo un impulso en la forma de manejo de las emergencias, según Jairo Alexander Cabrera, presidente

de la Junta de Defensa Civil Central. A nivel operativo, la Defensa Civil posee equipos de asistencia y automotores, y sus líderes voluntarios se capacitan en las principales escuelas del país. Además cuenta con carpas para albergues, equipos de perforación para estructuras colapsadas y un grupo especializado de búsqueda y rescate. Impulsa también el adiestramiento de emergencias por los diferentes barrios de la ciudad para que los ciudadanos sean los primeros en responder ante una emergencia. Por otro lado, el Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Popayán ha implementado planes interinstitucionales con otros organismos de socorro como la Cruz Roja y la Defensa Civil. Esto con el fin de que “cada institución trabaje en lo que le corresponde en caso de una emergencia”, manifiesta Gustavo Casas, subcomandante del Cuerpo de Bomberos de la ciudad. Para la atención de una emergencia, el

Hernán Varona preside reunión del Clopad

Foto: Oficina de prensa Alcaldía de Popayán

Cuerpo de Bomberos Voluntarios dispone de 93 unidades activas entre oficiales, suboficiales y bomberos, que tienen para su apoyo doce vehículos de bomberos y 3 ambulancias. Pese al entrenamiento que se ha realizado con este grupo humano, Casas considera

La falla del Romeral ocasiona constantes movimientos telúricos en el suroccidente colombiano.

que hace falta “sectorizar y responsabilizar a las entidades de socorro para trabajar en cómo reducir el índice de riesgo en el sector designado”. Si bien han pasado 30 años desde el terremoto que afectó la ciudad, durante ese tiempo sus ciudadanos, la administración local y los organismos de socorro han aprendido cómo prepararse para enfrentar una emergencia similar. Pero los organismos de atención tienen claro que la mejor forma de prevenir pérdidas humanas es estar preparados desde cada hogar para una eventualidad igual o peor a la de 1983.


Crónica sobre un sueño convertido en pesadilla

Mónica Lucía Chamorro Mejía emmalucia3@hotmail.com

Mi triste primera comunión La escritora payanesa hace una remembranza del terremoto desde su mirada de niña sorprendida ante lo que vive y observa en la casa y en las calles. La sabiduría de la abuela intenta recomponer los elementos de aquel universo que acaba de derrumbarse por unos estremecimientos que no son sólo físicos. Las calles de la ciudad blanca quedaron teñidas de naranja y gris, de tristeza y desolación. La cotidianidad de la gente se rompió en 18 segundos.

Foto: José María Arboleda

El día en el que un terremoto –un monstruo que gemía como un dragón furioso- destruyó Popayán, yo debía hacer mi Primera Comunión. Todo estaba listo: mi vestido de pequeña esposa bordado primorosamente; la corona de novia de otro siglo y el cirio alto, poderoso, listo para derrotar a todas las legiones de Satanás. También la casa, mi casa que sobrevivió malamente a la catástrofe, estaba preparada. Las sillas estaban distribuidas en la sala, la mesa cubierta con el mejor encaje, incluso los peces de la pecera estaban catequísticamente preparados para lo que iba a suceder aquel día: que yo, a mis ocho años aún sin cumplir, entrara en la comunidad dilecta de quienes podían saborear la hostia, esa misteriosa y tenue circunferencia, cuyo sabor desconocido obsesionaba mi paladar.

corriendo de mi cuarto, pensando en mi vestido de primera comunión que se quedaba en el armario; corrí por el pasillo donde los peces del acuario roto se estaban ahogando; pasé por el comedor sembrado de trozos de porcelana y llegué al patio. Allí mi abuela y mi mamá estaban ya abrazadas y llorando.

Pero nunca llegué a probarla porque a las ocho y quince minutos de la mañana del 31 de marzo de 1983, algo empezó a rugir debajo de mi cama y yo me desperté dentro del sueño y mi sueño se convirtió en una pesadilla. Recuerdo que abrí los ojos gritando y que no pude dejar de gritar porque descubrí que el monstruo de mis sueños se había desbordado y que estaba sacudiendo mi cama, mi barrio y seguramente el mundo. El piso de madera se movía como si la casa navegara en medio de una tormenta en altamar. Salí

Yo no lloré. No alcanzaba a entender qué era lo que estaba sucediendo, no sabía por qué mi mamá, que normalmente era valiente y no lloraba, estaba histéricamente sumergida en llanto y por qué la abuela, que en cambio lloraba todo el tiempo, ahora tenía los ojos secos. Lo único que alcanzaba a percibir era el ruido creciente de las sirenas y el silencio de todo lo demás: de los carros que dejaron de pasar por la avenida, de los televisores y los radios, de las personas que al salir a la calle encontré en pijama y aturdidas. Cubiertas de polvo, como yo misma. Parecía que acabáramos de salir de un carna-

Sé que el terremoto duró pocos segundos, pero en mi recuerdo es una eternidad. La tierra no cesaba de moverse y las tejas empezaron a caer junto con las cornisas y los muros más protuberantes. En ese momento, de pie y muerta de miedo, presencié el instante preciso en el que una de las casas vecinas, durante el penúltimo estremecimiento del temblor, se precipitó al suelo en un solo movimiento.

val sangriento. Mi mamá y yo empezamos a caminar. Ella quería entender exactamente qué había sucedido. Las esquinas y las calles habían desaparecido, ante nosotros se extendía un caos de paredes vencidas, de edificios inclinados como la Torre de Pisa. Lo que la noche anterior era el orden y la simetría del centro colonial, ya no era más que un infierno de polvo amarillento. Ese polvo cubriría la ciudad durante muchos días, como una cúpula gigantesca que parecía querer reemplazar trágicamente la cúpula de la Catedral, hundida sobre los feligreses. Había personas que escarbaban desesperadamente entre los escombros. Todos empezábamos a escapar del mutismo y muchos se echaron a llorar a gritos. Me di cuenta de que, debajo de los edificios, germinaban los quejidos. Ese día tuve mi primera crisis de fe. No entendía cómo era posible que el hermoso sueño y la hermosa fiesta de mi Comunión se hubieran convertido en ese apocalipsis de horror en el que incluso los muertos del cementerio habían salido de sus tumbas. Aquella primera noche que pasamos al aire libre, muertas de frío y con el estómago casi vacío, lloré mucho. Se lo confesé todo a la abuela. Le dije que el Señor no me quería, que deseaba castigarme y que había organizado todo aquello para que yo

no pudiera probar su santa hostia. Mi abuela, una antigua maestra de escuela, me lo explicó despacio: sí, aquello podía ser un castigo de Dios. La humanidad pecaba sin descanso. O tal vez simplemente la culpa la tenían las rocas gigantescas del corazón de la tierra que se habían querido acomodar un poco mejor. Ella no conocía la respuesta, pero yo no tenía ninguna culpa, de eso estaba completamente segura. Dijo que yo era del todo inocente. Fue la primera vez que no le creí. Hasta ese momento jamás había dudado de su sabiduría. Ella, quien me cuidaba, era el sancto sanctorum de la verdad. Esa fue también la primera grieta en la fe monolítica que me hacía llorar en cada Ángelus. Nunca pude recuperarme. Es más, aún hoy no me recupero. Los caminos del Señor son indescifrables, no sé si lo hizo por castigarme o por castigar a los impíos que bailaban hasta el alba los jueves y los viernes santos. Lo cierto es que hasta aquella mañana, antes de las sacudidas que destruyeron Popayán, mi fe era realmente total e inocente, pero después de todo lo horrible que puso ante mis ojos en las calles destrozadas, dejé inmediatamente de contarme entre el número de los creyentes ciegos. Sospecho que el 31 de marzo de 1983, Dios mismo quiso incluirme entre aquellos hacia los que suele dirigir su santa ira.


Página literaria

Treinta años

Juan Pablo Ramírez Idrobo rimanjuarez@gmail.com

Lo que se narra a continuación ocurrió el 31 de marzo de 1983, fecha en la que esta ciudad, de muchas maneras, dejó de existir. Con las primeras luces del alba, se metió entre las cobijas para sofocar la borrachera. Esperó en la esquina, justo en el atrio de la iglesia, a que su mujer saliera envuelta en la mantilla negra y con el canasto en el brazo rumbo al mercado. El mundo le hacía equilibrios de circo frente a los ojos pero, aun así, fue capaz de llegar al dormitorio a través de los cuartos de los niños que se comunicaban entre sí, como todo en aquellos caserones coloniales. El sopor, que se fue transformando en resaca, le permitió escuchar a su señora regresar de la plaza y dar órdenes al cotero que obedecía poniendo el canasto, ahora lleno, aquí o allá. No podía dormir. Recostaba la cabeza contra el lado frio de la almohada y la mente se le iba al recuerdo de la juerga y a la promesa de ver la procesión con su niño. Esa noche le explicaría el significado de cada paso y saciaría su tartamuda curiosidad de cuatro años. La nena, la otrica, la menor, siete meses de sueño profundo y ojos azules, dormía sin reservas en un corralito verde junto a la cama matrimonial. Pensaba en remolinos. Cuando la marea subía, los tangos de la noche pasada se abrazaban con el balance en el banco, los repuestos del Renault 12, las vacunas de los perros en la finca. En marea baja, los pensamientos eran bambucos junto a su madre, muerta cinco años atrás. La mujer organizaba la remesa y las empleadas (una nana y la otra, de adentro) comenzaban a funcionar con sus escobas. Parecía que al fin se quedaría dormido, pero el niño asaltó su cama acompañado de un oso de felpa en la retaguardia. El pequeño había encendido el televisor que anunciaba las dimensiones de un triángulo en la voz chillona de la rana René. La cabeza le daba vueltas con mayor intensidad y maldijo la hora en que se quedó a beber con los amigotes. Fue en ese momento, justo con la pregunta del niño, “¿Papi, por qué se está cayendo el techo?”, que entendió su borrachera como un mal menor. Se levantó como pudo, sacó a la nena del corral y empujó a su hijo con fuerza hacia el patio. Apareció la señora, pálida, cargó a los críos y salió a la calle. *** El hombre pone fin a su relato en este punto. Confiesa que, a partir de ahí, un telón oscuro se desplegó ante sus ojos y, apenas perceptibles, dos lágrimas le cruzan las mejillas. Ilustración: Noche... (fragmento), Maestro Adolfo Torres


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