Guía de la Psicología
a fondo La neuroeducación En los últimos años hemos vivenciado la expansión del término neuroeducación en el ámbito educativo. Las neurociencias han permito iluminar el conocimiento del cerebro y son varios los profesionales, entre ellos psicólogos/as, los que han defendido la necesidad de poder aportar estos prestigiosos estudios al servicio de aquellos que trabajan en la formación de la infancia. No obstante, ya sabemos que la neuroeducación debe invadir todas las etapas educativas, desde la educación infantil hasta la universitaria, y que no solo debe acotarse al contexto escolar, puesto que padres y madres quieren y deben ser agentes activos de la formación y educación de su hijos. Para comprender mejor a qué nos referimos cuando hablamos de neuroeducación echemos la vista atrás para conocer de dónde viene este término. Gerhard Preiss fue quien, en 1988, acuñó el término de neurodidáctica al que se refirió años más tarde, en un artículo en Mente y Cerebro (2006), con su colega Gerhard Friedrich como la configuración del aprendizaje de la forma qué mejor encaje con el desarrollo del cerebro. Años más tarde, nos aclaró Portellano (2018) cómo la neuroeducación, a diferencia de la neurodidáctica, trata de optimizar el aprendizaje teniendo en cuenta el principio de la neuroplasticidad. De esta manera, el término neuroeducación engloba de una manera más profunda el conocimiento que la neurociencia aporta sobre el funcionamiento del sistema nervioso. Así mismo, el avance de la medicina y de las herramientas que permiten conocer el cerebro, han proporcionado información de gran validez y de rigor científico, permitiendo conocer qué zonas corticales están involucradas en determinadas acciones y tareas cognitivas y de aprendizaje. Podemos quedarnos con la definición de neuroeducación que aporta el doctor Francisco Mora (2017) como la forma de tomar ventaja de los conocimientos de cómo funciona el cerebro integrados con la Psicología, la sociología y la medicina en un intento de mejorar y potenciar tanto los procesos de aprendizaje y memoria de los estudiantes como enseñar mejor en los profesores. Educar sin tener un conocimiento profundo de cómo madura el cerebro es conducir a ciegas. La neurociencia ya nos ha mostrado cómo el cerebro tiene momentos importantes donde se reorganiza a nivel cerebral en las llamadas podas neuronales y que corresponden, a su vez, a momentos importantes de transición dentro del desarrollo. Un ejemplo importante es la poda neuronal que tiene lugar en la pubertad, preparando al cerebro adolescente. También conocemos que el córtex cerebral madura de manera diferencial. Las zonas con mayor número de conexiones en los primeros años de vida son el área motora y sensorial. Por ello, en la etapa de los 0 a los 6 años de vida la experiencia motriz y sensorial es fundamental para nutrir al cerebro de dicha información. Cuánto más vivencie y experimente un niño, más conocimiento almacena en su cerebro, por lo tanto, mayor capacidad posterior de reconocer, nombrar, expresar o intuir. Este dato que nos aporta la neurociencia nos debe servir para diseñar un sistema educativo que proporcione una experiencia potente y sólida de información sensoriomotora a sus alumnos, por lo que será fundamental que los niños puedan consolidar dicha etapa que permitirá, más adelante, la buena activación de las áreas de asociación (Portellano, 2017). Y dentro de este engranaje del cerebro, justo en el medio, uniendo y conectando todas las áreas cerebrales está el sistema límbico, el gran regulador y codificador de la información emocional. No podemos negar que el ser humano es un ser emocional, pero respecto al aprendizaje debemos reconocer su importantísimo papel en los procesos atencionales y memorísticos. Y es que el sistema límbico, como si de un piloto se tratase, nos aproxima o nos hace huir de aquellos estímulos que puede considerar atrayentes o nocivos, y esta percepción, con su correspondiente respuesta, también sucede con la información que presentamos dentro de un contexto formativo.
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