Club #71: Lujo Artesanal

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CARACTER

carlos flores león-márquez [twitter e instagram: @carlosfloreslm] fotos: marco antonio guerrero [0412.8046678]

Jorge Pizzani

En el dedo del huracán Algo pasa en Acarigua que varios de los personajes que comparten tribuna en Caracas por estos días, vieron la luz en esa porción llanera propensa a lo agroindustrial, capital del municipio Páez del estado Portuguesa. Pero será Jorge Pizzani Campins Bustillos (y pare usted de contar) el de mayor escala en el censo: pintor, escultor, muralista, poeta sin saberlo, filósofo queriendo serlo, ya siéndolo, emisor de una realidad que lo recorre por dentro y que brota por sus dedos untados por los santos óleos como si fuera el elegido. 1949 marca la cédula en el renglón nacimiento. Estado civil: artista. Y para no pecar por omisión, la pregunta: ¿Te defines expresionista? “Sí, un expresionista de estas circunstancias, de este agobio, de este tiempo. Es solo una cuestión de carácter en torno a la pintura”, desliza el representante mayor venezolano de esa corriente pictórica, quien hizo suyas las paredes del Museo de Bellas Artes, otrora Galería de Arte Nacional, lanzando tobos rebosantes de pintura ante la mirada atónita de un público de a pie, otro ilustrado, ambos sensibles al espectáculo desmitificador que ofrecía; porque al final se embadurnaba, acababa siendo parte de la obra, y entonces el arte de pintar perdía su aura colocada, de burbuja, y mostraba cercanía, pulsiones, libertad, cero rigor mortis. “Me di cuenta de que eso tocaba a la gente, gente que se conmovía, sobre todo los niños, los jóvenes; pero no todos, solo aquellos que tenían una condición adormecida. Al final quedó más como espectáculo, y me recluí en el taller”. Y reclusión, en sus términos, significa décadas: estando residenciado en Caracas, luego de estudiar en el Instituto de Diseño de la Fundación Neumann y en la Escuela de Bellas Artes Cristóbal Rojas, conoció a Juan Pablo Pérez Alfonzo, quien lo animó a visitar Turgua –heredades aún rurales del municipio El Hatillo– para

que comprobara la belleza de la zona. Pues como el Des Esseintes de Huysmans, montó tienda aparte y pasó 22 años internado, pintando, creando, sin ver a más nadie sino a su familia que iba de vez en cuando a visitarlo, viviendo cual guardabosque empedernido. Terminada la lujuria tropical, como la define, aceptó invitaciones a exponer en Berlín, Kassel, Venecia, París, Barranquilla, Nueva York, Sao Paulo, Dabos... y en 1986 los señores del jurado de Villa de Niza, Francia, le concedieron el premio “Picasso de la pintura”, su artista favorito. Aun así no ha abandonado Turgua por más que Caracas insista en arrastrarlo: Diego Rísquez, cineasta mayor y amigo suyo, acaba de escoger sus obras de gran formato para reabrir los espacios del Trasnocho Lounge; un cuantioso número de compradores le insiste para que baje del cerro a compartir; Oscar Molinari, colega, amigo, casero de su hijo, hace lo propio por atraerlo al valle. Pero él se mantiene en sus treces, aislado en el atelier que da al jardín donde cosecha hasta jengibre, escuchando las aves del paraíso, el viento silbar. Algo de Gauguin hay en eso: el magneto de lo salvaje sofisticado, la belleza virgen. Algo de etimología que se repite por destino, en sufijos, también: Turgua termina en “gua”, que en aborigen significa agua; Acarigua, que desemboca igual, fue el nombre que le dieron al cacique que regía una tribu de indígenas caquetíos y cuybas, derivado de “Akare-gua”: akare, caimán (caimán del agua). En la segunda nació en el crisol de una familia maravillosa; en la primera quiere morir entre óleos, soledad creadora, remanso, solaz... cuando sus dedos de carne y hueso, siempre desprovistos de pincel, se hayan cansado de volver oro figuraciones y paisajes, esculturas y murales, y estén listos para lavarse en las aguas bautismales del infinito, de donde provienen, adonde pertenecen.


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