el collar del tigre

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un espacio artístico donde los niños pudieran expresar su libertad creativa. Ése fue mi final en aquel centro. Otra vez le di un portazo en la nariz a mi hermano que lo hizo sangrar en abundancia; las peleas eran incesantes en la casa y, como reprimenda, mis padres me anunciaron que me bañarían en sangre. Casi me desmayo al imaginármelos golpeándome con alambres de púas o rodillos de amasar pan. Pero, como en un ritual, me hicieron desvestir, me metieron en la bañera y, para mi sorpresa, me tiraron encima una cubeta de salsa de tomate. Conociendo hoy el impacto de la metáfora en el cerebro, fue una visión verdaderamente traumática. Años más tarde repetí la situación y fui yo quien los remojó en salsa roja; después nos bañamos juntos y nos rociamos todos con pétalos de rosas para sanar la marca de aquel desafortunado castigo. El juego en apariencia inocente del Doctor Jekyll y Mister Hyde cesó con los años. Pero la marca ya había sido grabada y, con el tiempo, acabé siendo uno por el día y otro por la noche. Jekyll podía entrar en contacto con infinitas dimensiones espirituales de belleza, gracia, arte y luz. Una originalidad que me inició en mi camino espiritual. Pero Hyde contenía todo lo que mi familia no osaba todavía enfrentar de sí misma y comencé a creerme malo. Vivía con la impresión de tener un tiburón de podredumbre rondando en mi interior, listo para emerger y morder la mano de mis seres queridos. Hasta llegué a sentirme cómodo en el papel. Tanto, que me miraba al espejo durante horas buscando las expresiones más terroríficas que podía inventar. Y enseñando una falsa dentadura con colmillos, maquillado de verde y escupiendo gelatina por la boca, asustaba a las horrorizadas visitas. Cuando llegué a la juventud, mi trastorno se incrementó. Era dos: tenía dos morales, dos vidas y dos mandíbulas de dinosaurio descoyuntándome el cuerpo. Con los años y la labor terapéutica me fui unificando, pero la quijada de reptil seguía clavada en mi tórax. Era hora de retirármela, de traer al mundo físico el conflicto entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Para lograrlo, abrí mis pesadas maletas rojas y de su fondo emergió el pasado como una nube de perlas negras: fotos, metáforas, cuchillos y disfraces nos acompañaron en ese camino plagado de llantos, cólera, vómitos, reparación y ternura. Así comenzó una nueva época en nuestras vidas donde pude reintegrarme a mi propio ser y experimentar la dulce sensación de volver a ser uno. De mis maletas saqué un elegantísimo frac de cola, un par de zapatos de charol, un sombrero de copa, un bastón y un par de guantes que me sirvieron para transformarme en Jekyll. En este rol actué con absoluta bondad y perfección, hice reverencias e imposté la sonrisa. Pero guardaba en el bolsillo un frasco con una poción y, p.24


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