el collar del tigre

Page 185

como si deshiciéramos la ilusión del yo. Después, trozo por trozo, tomamos retales de diferentes horizontes: la diversidad de la expresión en la que nos reestructuramos y reintegramos con una absoluta atención, paciencia y concentración, puntada a puntada, hasta crear una unidad y revestirnos del manto impersonal de la compasión. Con mi nueva vestimenta y mis calcetas blancas tradicionales japonesas, le pedí a Valerie que me hiciera todos los días un guen mai, la sopa de arroz que toman los monjes después de la meditación. A veces la preparaba la niñera en sus horas de turno y más bien parecía comida para perros, pero yo me la comía igual y trataba de hacerme uno con ella: sujeto y objeto en una unidad —como decía Takata, del que también aprendí a andar en kin hin, la marcha concentrada que se hace entre meditación y meditación—. Con una infinita paciencia y buen humor, el maestro japonés me pegaba las manos con el pulgar izquierdo dentro de la palma y el derecho apoyado en el pecho, e imitando la severidad me decía: —¡Espalda recta, hombros relajados, barbilla metida, mirada baja! Después, continuaba con ternura y firmeza: —La respiración, debajo del ombligo como un tigre durmiendo al ritmo de pasos lentos. Debe surgir de manera natural cuando avanzas. Tratando de coordinar todas sus instrucciones, intentaba avanzar más tieso que un palo, mientras él soltaba una especie de rugido: —¡Aaaaaah! ¡Nobleza! El maestro de la ceremonia del té Kakuzo Okakura decía: «La grandeza se encuentra en los pequeños detalles de la vida». En casa estaban empeñados en poner en práctica esta frase: si no aplicaban la vía del zen en lo cotidiano, no servía para nada. A mi manera, comencé a aplicar esa idea yo mismo, a mi manera, lo que rápidamente se convirtió en un nuevo motivo de desesperación para mi familia. Todas las mañanas corría por la casa a tocar mi campana al estilo de los monasterios zen, luego golpeaba mi silla cada vez más fuerte para dar testimonio del paso del tiempo y la impermanencia, y luego realizaba el sampai (prosternarse tres veces: entregar el ego) delante de mi zendo particular. Con toda seriedad, me ponía en posición de seiza, me concentraba, trataba de dejar la mente en blanco y meditaba unos minutos que para mí representaban años. Cuando alguien dejaba los platos sin lavar o no jalaba de la cadena de váter, le decía con toda conciencia: —¡No quieres practicar gyoji, no quieres practicar en lo cotidiano! Acuérdate de que si practicas influyes a todo el mundo. El capítulo 30 del Shobogenzo del maestro Dogen se llama Gyoji, que significa p.185 p.184


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.