Wardstone 02

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Joseph Delaney

La maldición del Espectro

tido común de informarme. Atadle las manos bien fuerte tras la espalda a nuestro buen hermano, y no seáis demasiado amables. ¡Que la cuerda le corte la piel, para que sepa exactamente lo que le espera! Tendremos algo más que una charla, de eso podéis estar seguros. ¡Los hierros candentes enseguida le soltarán la lengua! Como respuesta se oyó un estallido de risas estentóreas y crueles procedentes de los guardias. A continuación vi la larga túnica negra del Inquisidor volando tras él en dirección a la escalera del final del pasillo. ¡Si se volviera, me vería! Por un momento, pensé que iba a pararse frente a la celda de los prisioneros, pero para mi alivio subió las escaleras y desapareció. Pobre hermano Peter. Iban a interrogarle, pero no tenía forma de advertirle. Y yo era el prisionero al que se refería el Inquisidor. ¡Iban a torturarle porque me había dejado escapar! Y no sólo eso: el padre Cairns le había hablado de mí al Inquisidor. Ahora que ya tenía al Espectro, probablemente me buscaría. Tenía que rescatar a mi maestro antes de que fuera demasiado tarde para ambos. Entonces estuve a punto de cometer un grave error: avancé por el pasillo en dirección a la celda, pero justo a tiempo me di cuenta de que cumplirían la orden del Inquisidor inmediatamente. Como era de esperar, la puerta del puesto de guardia se volvió a abrir y salieron dos hombres con porras que se dirigieron hacia las escaleras. Cuando la puerta volvió a cerrarse desde dentro, yo estaba perfectamente a la vista, pero la fortuna volvía a estar de mi lado, porque los guardias no se dieron la vuelta. Después de que desaparecieran por las escaleras, esperé un momento y, cuando el eco de sus pisadas se desvaneció y el corazón dejó de latirme tan fuerte, distinguí otras voces procedentes de la celda. Alguien lloraba; otra voz rezaba. Me dirigí hacia allí y me encontré con una pesada puerta de metal con unos barrotes verticales en la parte superior. Levanté la vela para mirar por entre los barrotes. A la tenue luz de la vela, la celda tenía muy mal aspecto, pero el olor era aún peor. Había unas veinte personas hacinadas en aquel reducido espacio. Algunas estaban estiradas en el suelo y parecía que dormían. Otras estaban sentadas con la espalda contra la pared. Una mujer estaba de pie junto a la puerta; lo que había oído era su voz. Supuse que estaba rezando, pero decía cosas incoherentes y los ojos le daban vueltas, como si aquella experiencia la hubiera vuelto loca. No vi al Espectro ni a Alice, pero aquello no significaba que no estuvieran allí. Sin duda aquélla era la celda de los prisioneros. Los prisioneros del Inquisidor, listos para lo hoguera. Sin perder un momento, apoyé el bastón, abrí lo cerradura y tiré de la puerta lentamente. Quería entrar y buscar al Espectro y a Alice, pero antes incluso de que la puerta se abriera del todo, la mujer que había estado rezando avanzó y me bloqueó el paso.

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