La conquista de aisén

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trasatlánticos, tiene hermosas tierras para el desarrollo de cualquier árbol, grano o semilla, tiene sus campos tapizados de flores, tiene noble raza araucana i de valor, tiene buenos hombres de trabajo, tiene madres sentimentales, tiene oro, plata, metales de gran rareza, tiene salitre i en fin todo lo que se puede desear”. Quién así nos habla desde la profundidad del tiempo es José Antolín Silva Ormeño, que desde 1906 había recorrido “la costa de la cordillera” trabajando con constancia hasta conseguir una modesta fortuna, para luego, junto a su hermano Juan Bautista instalarse con un ‘boliche’ en Lago Blanco, cerca de la frontera chilena en la provincia de Chubut, “siempre pensando en el amor patrio de mi país que me vio nacer”, como diría más tarde. ¡Cuántas añoranzas y amor patrio destilan, efectivamente, sus palabras! Era el llamado del terruño, la fragancia de los bosques húmedos, el canto de los ríos que llegaba desde el otro lado de la cordillera, en cuyos picachos se deshacían los nubarrones negándose a seguir su curso para regar la aridez de la pampa. Sus ojos, su mente, su espíritu, tal cual le ocurría al resto de los expatriados, estaban puestos día tras día al otro lado de ese cordón de montañas existente en territorio argentino, al oeste de Lago Blanco. Con una altura de entre 800 y 1500 metros, vierte el cordón cordillerano sus aguas occidentales en un río que busca el Océano Pacífico para vaciarse. Desde su nacimiento hasta más allá de la línea fronteriza, la Carta de la Oficina de Mensura de Tierras le daba la denominación de ‘Río Huemules’ y ya dentro de nuestro territorio, a bastante distancia de esa línea aparecía con el nombre de ‘Río Simpson’. Desde el Límite y en un trayecto de cuarenta kilómetros sigue su curso hacia el noroeste, y formando allí una amplia curva enfila hacia el noreste por unos veinte kilómetros más para unir luego sus aguas con el río Coyhaique. A lo largo de su curso, hermosos valles se escondían entre espesos bosques. Bellos lomajes esperaban el soplo vivificante del progreso humano. Era el Valle Simpson, y Silva Ormeño, que había oído hablar de él, fue a su encuentro, obedeciendo el llamado de la madre tierra. Lo hizo en 1912 en compañía del veterano de la guerra del 79 don David Orellana, que se había establecido en el valle el año anterior. Fue a su encuentro y holló por primera vez sus llanuras ubérrimas, avizoró entre la lengas y los chilcos el pelaje café de los huemules huyendo hacia los riscos pétreos que coronan los bosques,

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