Presencia Apostolica 64

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Aventuras de un misionero

EL MISIONERO

Y EL RíO Jesús García Vázquez, CMF

L

a vida sin aventuras no es vida. Es muy aburrida. Y si es una aventura con Cristo y por Cristo, mucho mejor, porque tenemos la seguridad de que siempre saldremos adelante, por difícil que sea. Las aventuras inventadas posiblemente sirvan de algo, pero las de la vida real, ayudan a hacerle frente a los problemas que encontramos en ella. ¡Nunca digas no a la experiencia! Si el intelectual viviera lo que piensa, sería muy sabio. Tu experiencia es única, cuéntala. La experiencia unida a la reflexión de la vida es la sabiduría. Yo te comparto otra de mis aventuras para que la analices. El misionero se dirige, lleno de amor a Dios y a sus hermanos los pobres, a una comunidad para celebrar la fiesta del pueblo. El cielo muestra su resplandor matutino, haciendo tal gala de sus hermosos colores, que el arco iris le queda chico. Su belleza invita a las aves a dar gloria a Dios con su canto y se escucha el murmullo de los ríos que las acompañan en su alabanza. Bailoteando con el escabroso camino, una coqueta camioneta, 4

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dirigida a placer por el misionero, escala la montaña, aparentando conocer los caminos que, ya en muchas ocasiones había recorrido. No obstante, le faltaba un detalle: conocer la soberbia de un tímido, mentiroso e hipócrita río que se mostraba sencillo, humilde e inofensivo. Cuando lo cruzábamos, apenas se refrescaban un poco las llantas de la camioneta, al ser acariciadas por sus aguas. El tiempo había volado, y más cuando el misionero se enfrascó en la fiesta, disfrutando de una sucu­ lenta barbacoa con deliciosas tortillas, hechas a juego de palmas de las hermosas y artesanas manos de mujeres campesinas, que conservan la habilidad para esta tarea, y empujadas con refrescantes tragos de agua fresca de la tan nutritiva chía que tanto se produce por estas encantadoras tierras. Tras concluir sus servicios celebrativos en la comunidad de la erguida montaña, el misionero termina de comer. Entonces, comienzan a aparecer negros y amenazantes nubarrones que ya estaban descargando torrentes de agua más arriba en la montaña. El Padre se prepara

para regresar a la cabecera de la misión. Desafortunadamente, tenía que pasar por el río hipócrita… ¡Perdón! ¿Qué culpa tiene el río, si ni él sabía qué caudal de agua pasaría por él ese día. Al llegar a él, el misionero vio que el agua estaba en el nivel acostumbrado, por lo que no encontró inconveniente en pasar. Pero, justamente cuando estaba a la mitad del río, se encuentra con la turbulencia del agua que bajaba como endemoniada de la alta montaña. De pronto el misionero sintió que la camioneta no avanzaba por más que aceleraba, es que no pisaba tierra, sólo nadaba y la corriente la arrastraba río abajo. El misionero ya no podía hacer nada más que rezar y pedirle a un niño con muletas que le acompañaba que le ayudara a hacerlo. Si ya no salían de ahí vivos, por lo menos que los admitieran en el cielo... La camioneta apuntó sus faros hacia donde iba la corriente, iluminando el río y el cauce del agua. Hay que decir que, cuando los faros se hundían en el agua turbulenta, se sentían como en boca de lobo. El agua ya casi entraba a la cabina


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