La historia del loco john katzenbach

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esperar, pero no podía moverse. Los músculos parecían agarrotados y se sintió como alguien atrapado en una fuerte corriente, arrastrado de modo inexorable. Peter y él esperaron en el puesto de enfermería y, a los pocos segundos, oyeron pasos apresurados y llaves en la puerta principal. Pasado un instante, la puerta se abrió y dos guardias de seguridad irrumpieron en la planta. Ambos llevaban una linterna y una larga porra negra. Vestían uniformes de un gris niebla. Recortados un instante contra el umbral, los dos hombres parecieron fundirse con la tenue luz del pasillo. Se acercaron deprisa hacia ellos. —¿Por qué estáis fuera del dormitorio? —preguntó el primer guardia al tiempo que blandía la porra—. No deberíais estar aquí —añadió de forma innecesaria, antes de preguntar—: ¿Dónde está la enfermera? El otro guardia se había situado en una posición de apoyo, preparado para intervenir si Francis y Peter el Bombero creaban problemas. —¿Habéis llamado vosotros a seguridad? —preguntó con brusquedad. Y a continuación repitió la misma pregunta que su compañero—: ¿Dónde está la enfermera? —Ahí—contestó Peter, y señaló el trastero con el pulgar. El primer guardia, un hombre corpulento con la cabeza rapada como los marines y una papada que le colgaba en pliegues adiposos sobre un cuello de camisa demasiado ajustado, apuntó a Francis y Peter con la porra. —No os mováis, ¿entendido? —Se volvió hacia su compañero y le instruyó—: Si intentan alguna jugarreta, dales caña. Su compañero, un hombre enjuto y menudo con una sonrisa torcida, sacó del cinturón una lata de spray defensivo Mace. El fornido se marchó con rapidez pasillo adelante, resollando un poco. Llevaba una linterna en la mano izquierda y la porra en la derecha. El haz de luz dibujaba rodajas que se movían por el pasillo gris a medida que él avanzaba. Francis vio que abría la puerta del trastero con brusquedad. Se quedó un instante inmóvil con la mandíbula desencajada. Luego, soltó un gruñido y retrocedió tambaleante unos segundos después de que la linterna iluminara el cadáver de la enfermera. —¡Dios mío! —exclamó y, casi con la misma rapidez, entró en el trastero. Desde donde estaban, vieron cómo ponía la mano en el hombro de Rubita y la giraba para intentar buscarle el pulso. —No haga eso —advirtió Peter en voz baja—. Está destruyendo pruebas. El guardia menudo había palidecido, aunque todavía no había visto del todo el alcance de la tragedia. —¡Callaos, pirados de mierda! —ordenó con voz chillona y llena de ansiedad—. ¡Callaos! El corpulento retrocedió de nuevo y se volvió con los ojos desorbitados hacia Francis y Peter. Mascullaba juramentos. —¡No os mováis! ¡Quietos los dos, joder! —ordenó con furia. Al acercarse hacia ellos, resbaló en uno de los charcos de sangre que Peter había esquivado con tanto cuidado. Luego, agarró a Francis por el brazo y le dio la vuelta para estamparle la cara contra la rejilla metálica del puesto de enfermería. Casi en el mismo movimiento, le golpeó las corvas con la porra, lo que le hizo tambalearse y caer de rodillas. Un dolor parecido a una explosión de fósforo blanco le nubló la vista, y soltó un grito ahogado antes de inspirar un aire que parecía cargado de agujas. Vio borroso un momento y creyó que iba a perder el conocimiento. Pero cuando recuperó el aliento, el impacto del golpe se desvaneció y dejó un mero dolor sordo y punzante. El guardia menudo siguió el ejemplo de su compañero: giró a Peter y le atizó con la porra en los riñones, lo que tuvo el mismo efecto, de modo que cayó de rodillas y resollando. Los esposaron a ambos de inmediato y los tumbaron en el suelo. Francis notó el olor desagradable del desinfectante que se usaba para fregar el pasillo. —Pirados de mierda —repitió el guardia menudo, y entró en el puesto de enfermería. Marcó un número, esperó un momento y dijo—: Doctor, soy Maxwell, de seguridad. Tenemos un problema grave en Amherst. Debería venir enseguida. —Dudó un instante y anunció, sin duda como respuesta a una pregunta—: Un par de pacientes han matado a una enfermera. —¡Oiga! —se quejó Francis—. Nosotros no hemos... —Pero su desmentido se vio interrumpido por una patada que el guardia corpulento le arreó en el muslo. Guardó silencio y se mordió el labio. Tal como estaba, no podía ver a Peter. Quería girarse en esa dirección, pero no deseaba recibir otra patada, así que no se movió. Y entonces se oyó una sirena que rasgaba la noche y aumentaba de volumen a cada segundo. Era atronadora cuando se detuvo frente a Amherst y se desvaneció como un mal pensamiento. —¿Quién ha llamado a la policía? —preguntó el guardia menudo. —Nosotros —respondió Peter. —Mierda —dijo el guardia, y dio un segundo puntapié a Francis. Se dispuso a atizarlo de nuevo, y Francis se preparó para el dolor, pero no terminó el movimiento. —¡Oye! —exclamó en cambio—. ¡Se puede saber qué coño estáis haciendo! Francis logró girar un poco la cabeza y vio que Napoleón y un par de hombres más del dormitorio habían abierto la puerta y permanecían vacilantes en el umbral, sin saber si podían salir al pasillo. La sirena debía de haber despertado a todo el mundo. En ese mismo momento, alguien accionó el

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