Fenomenología y hermenéutica de lo político

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Fenomenología y hermenéutica de lo político Francisco M. Bodean (ed.)

Estudios de fenomenología y hermenéutica VIII Círculo de Fenomenología y Hermenéutica de Santa Fe-Paraná



Francisco M. Bodean (compilador)

Fenomenología y hermenéutica de lo político Estudios de fenomenología y hermenéutica VIII

Círculo de Fenomenología y Hermenéutica de Santa Fe-Paraná



Contenido

Presentación

7

Fenomenología y hermenéutica de lo político Afección, poder y praxis: los orígenes de la cultura en la filosofía de Michel Henry Micaela Szeftel

13

¿En qué sentido podría haber en Hans-Georg Gadamer un saber hermenéutico de lo político? Francisco Díez Fischer

25

El existente es la medida de comprensión de lo (in)justo Clemencia Campos Massa

39

El don de la política. La Huella del Otro en la Inscripción de la Ley Martín Grassi

49

Polemicidad, prioridad y esencia de lo político. Un examen del fenómeno político desde Carl Schmitt Augusto Dolfo

57

Verdad y mentira. Notas marginales a dos análisis políticos tempranos de Paul Ricœur Lorenzo Toribio

69

Problemas y tensiones en la analítica del poder de Michel Foucault Juan Emilio Ortiz

85

¿Desigualdad en Teoría de la justicia? Análisis desde una perspectiva arendtiana María E. Wagon

95

Lo vivo y lo muerto del Mitsein en Heidegger. La reescritura de la ontología fundamental a partir del ser-con, según J.-L. Nancy Ignacio De Marinis

105


Libertad, experiencia elemental y “nuevos derechos” Giuseppe Zaffaroni

117

¿Son los juicios estético-políticos, también, juicios fronéticos? Arendt sobre Kant Elisa Goyenechea de Benvenuto

131

Justificación del poder político. Pueblo y valores en Una investigación sobre el Estado de Edith Stein Francisco M. Bodean

143

Violencia y mediación Andrés Osswald

159

Acerca del poder en Foucault: hacia una genealogía de lo inasible Matías L. Saidel

169

El cuerpo social y el sentido Raphael Aybar

179

Política, estética y hermenéutica literaria Arte e ideología: memoria, violencia y reconciliación. Una aproximación desde Paul Ricœur Cristina Gonzalo C.

197

Estética y/o fenomenología de lo político en Das Passagen-Werk Eduardo Elizondo

209

Hannah Arendt: la banalidad del mal ilustrada en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury María Sol Rufiner

221

El perro, la mujer, el indio: fenomenología de la alteridad y cartografías de lo político en la narrativa argentina María José Rossi

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233


Presentación Después de algún tiempo de hacerse esperar, he aquí el octavo volumen de la colección Estudios de fenomenología y hermenéutica. Como es habitual, presentamos una compilación de trabajos destacados que fueron expuestos en la XII jornada internacional del Círculo de fenomenología y hermenéutica de Santa Fe-Paraná, esta vez bajo el tema convocante de lo político. Dada la riqueza de argumentos y autores que el lector podrá ver enseguida, nos pareció que la tentativa de demarcación o división en capítulos resultaba injusta o artificial. En cierta manera, el tema es siempre el fenómeno de lo político y sus escorzos, sus análogos, sus fundamentos, etc. Creímos adecuado, sin embargo, dar un espacio diferente a algunos trabajos relacionados a lo estético, o bien pertenecientes a la nueva sección de literatura, artes y hermenéutica bíblica (SELAHB) —abierto ya desde la onceava edición de las Jornadas de Fenomenología. El corpus principal de este volumen corresponde así a esta pluralidad de escorzos de lo político. Micaela Szeftel rastrea los orígenes de la cultura según Michel Henry en el ego, entendido como eminentemente práctico, señalando además algunos problemas en los análisis que dan lugar a una comunidad de vivientes. Francisco Díez Fischer se pregunta por la factibilidad de hallar en Gadamer un saber


hermenéutico de lo político. Clemencia Campos Massa reflexiona acerca del acontecimiento imposible de la justicia, desde algunos desarrollos de J. Derrida, y propone como criterio no una regla universal sino la alteridad del existente. Martín Grassi aborda la política en clave de donación, rastreando donador y donatario en la huella de lo político. Augusto Dolfo revisita el análisis de Carl Schmitt sobre la esencia del fenómeno político en El concepto de lo político, en especial la tesis de la polemicidad de los conceptos. Lorenzo Toribio elabora a modo de notas marginales una relectura desde la actualidad de algunos análisis políticos tempranos de P. Ricœur sobre la unificación violenta de la verdad y la incidencia histórica del sermón de la montaña. Juan E. Ortiz invita a pensar diversas vetas de la resistencia al poder desde M. Foucault, saliendo así del aparente efecto anestesiante que causaría su analítica del poder. María E. Wagon señala algunas consecuencias desigualitarias que se derivan de la reducción de la persona moral a ciudadano nativo en la concepción rawlsiana de la justicia, empleando algunas reflexiones de H. Arendt sobre la situación de apatridia y carencia de derechos humanos. Ignacio De Marinis presenta la deconstrucción del Mitsein (ser-con) heideggeriano realizada por Jean-Luc Nancy, dando lugar a una comunidad “desobrada” (désœuvrée). Giuseppe Zaffaroni analiza la concepción de libertad subyacente a la emergencia contemporánea de los llamados “nuevos derechos” y propone una alternativa de diálogo desde la experiencia elemental. Elisa Goyenechea discute los juicios políticos, entendidos por Hannah Arendt a partir de la tercera crítica kantiana como juicios estéticos con sus características de comunicabilidad, apelación al sentido común e imparcialidad. En mi contribución, busqué dar respuesta al problema de la justificación del poder político, de acuerdo con la fenomenología del Estado elaborada por Edith Stein. Andrés Osswald confronta dos posiciones sobre la mediación y la violencia, C. Schmitt y E. Levinas, señalando sus encuentros y discordancias. Matías 8 | Presentación


Saidel introduce a la concepción del poder según M. Foucault, en tanto inasible, transversal a las prácticas y relaciones humanas bajo forma de dispositivos, mecanismos, etc., objeto por tanto de una genealogía. Contra una interpretación del cuerpo de los excluidos como mero remanente pasivo en el proceso de constitución social (Luhmann), Raphael Aybar se sirve de análisis de la corporalidad (Levinas) y la vida (Bergson) para proponerlo como un estrato previo a los subsistemas económicos, políticos, culturales, etc., capaz de expresarse y fundar significaciones sociales. Una sección más pequeña es reservada a la intersección con lo estético y la literatura, bajo el título de Política, estética y hermenéutica literaria. Cristina Gonzalo se apoya en análisis de la ideología en Paul Ricœur para estudiar las funciones de la obra de arte para la configuración identitaria de una comunidad. Eduardo Elizondo estudia la forma de la obra de arte en El libro de los pasajes de Benjamin, en cuanto conlleva una resignificación de la tradición dialéctica, especialmente en lo que se refiere al concepto de figura y la participación del lector. María Sol Rufiner aborda Fahrenheit 451 desde el concepto de la banalidad del mal acuñado por Hannah Arendt. María José Rossi estudia el perro, la mujer y fundamentalmente el indio en tanto figuras de la alteridad en Excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Agradecemos la contribución de cada uno de los autores que forman parte de este volumen. Queda en manos de los lectores, esperando que sea fructífero como continuación del diálogo iniciado ya en nuestras Jornadas. F.B.

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FENOMENOLOGÍA Y HERMENÉUTICA DE LO POLÍTICO



Afección, poder y praxis: los orígenes de la cultura en la filosofía de Michel Henry Micaela Szeftel (UBA – CONICET – ANCBA/CIF)

Al examinar la teoría de Henry sobre la cultura, no podemos dejar de percibir que no se trata ya de los complejos análisis concernientes a la manifestación inmanente del ego característicos de L’essence de la manifestation. Al aludir a la relación entre las diferentes esferas de estudio, Henry escribe: La teoría del cuerpo subjetivo es tan sólo una primera aplicación de la ontología general de la subjetividad. Los problemas más particulares a los que se aplique la teoría del cuerpo subjetivo deben dar lugar a investigaciones rigurosamente determinadas, y todo ello conforme al sentido que les prescribe a priori el contenido ontológico que ha elaborado, a la luz de las presuposiciones generales de la ontología de la subjetividad, la filosofía del cuerpo subjetivo.1

1

Michel Henry, Philosophie et phénoménologie du corps (Paris: Presse Universitaire de France, 1965), 308. Trad. esp. de Juan Gallo Reyzábal: Filosofía y fenomenología del cuerpo (Salamanca: Ediciones Sígueme, 2007), 302.


Entonces, la investigación sobre la cultura se presenta como una investigación de tipo particular, es decir, limitado. Pero también se presenta como un asunto referente a la existencia en el mundo, es decir, a aquel nivel de la realidad que Henry había hecho a un lado mientras trazaba las líneas fundamentales de su teoría fenomenológica. Por lo tanto, y tal como nos indica la cita, para poder examinar las formas de la cultura adecuadamente debemos avanzar escalonadamente desde la fuente primera de la fenomenalidad hasta el despliegue trascendente y determinado del mundo práctico. Eso es lo que haremos pero teniendo en vista el objetivo de explicitar la tesis henryana según la cual el ego, en tanto originariamente cuerpo, es en su esencia un ser práctico.2

I. El ego práctico Luego de asegurar el carácter autónomo e inmanente de la manifestación del ego, Henry se dedica en L’essence de la manifestation a dar cuenta de la vida interior gracias a la cual el ego alcanza su efectividad.3 Llevar la atención a esta experiencia interior y a la estructura que ella adopta conduce al descubrimiento de la subjetividad, el cual, según el mismo Henry, es el proyecto fundamental de su obra.4 Pero, para poder descubrir de manera definitiva la subjetividad, se la debe arrancar de su indigencia ontológica y llevar a cabo las “investigaciones ontológicas para una fenomenología del Ego.”5 Para ello debe seguirse la indicación que realiza 2

Cf. Ibid., 279. Trad. esp., ibid., 276. Cf. Michel Henry, L’essence de la manifestation (Paris: Presses Universitaires de France, 2011), 58. 4 Cf. Michel Henry, “Notes préparatoires à L’essence de la manifestation: la subjectivité,” Revue Internationale Michel Henry, no. 3 (2012), 123, Ms A 5-10-3089. Estas notas serán citadas como se hace aquí: el primer número refiere a la página de la edición citada y la anotación siguiente refiere al número que identifica la nota citada. 5 Henry, “Notes préparatoires à L’essence de la manifestation: la subjectivité,” 183, Ms A 6-12-4293. 3

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Grégori Jean, según el cual lo que se trata de descubrir no es el ego sino aquello que hace del ego un ego, lo cual precisamente no es un ego, ni un atributo del ego, ni incluso un modo de ser del ego.6 Lo que hace que el ego sea un ego es su estructura subjetiva y ésta es comprendida por Henry como un movimiento inmanente de auto-afección, en el cual, la condición de fenomenalidad y aquello que es llevado a manifestarse coinciden. El fenómeno concreto que cumple con este esquema es, para Henry, el sentimiento. La realización efectiva de la autoafección (primero presentada de modo abstracto como un darse a sí mismo) consiste, entonces, en el sentirse a sí mismo efectivo. Pero para que el sentimiento aparezca como tal, la condición de su fenomenalidad debe ser también la del sentir. Pues, si dependiese de una instancia externa para su manifestación, el sentimiento abandonaría la esfera inmanente de la pura afectividad y dejaría de ser tal. Por lo tanto, que el sentimiento dependa del sentir significa que él es el hecho de sentirse a sí mismo, de manera tal que esta autoafección originaria, este sentimiento de sí, lo constituye y lo define. En este sentido, Henry escribe: La determinación ontológica de la realidad del sentimiento como co-extensiva y consustancial a su revelación y como idéntica a su contenido, funda el carácter absoluto de esta realidad, la designa y la instituye como aquello que, mostrándose en la apariencia que ella da de sí misma y agotándose en esta apariencia, coincidiendo con ella y encontrando en ella, en la realidad de su aparecer y de lo que hace aparecer, su propia realidad se afirma en la positividad de su ser fenomenológico irrecusable y desnudo, y no se deja refutar: el odio es odio, el sufrimiento es sufrimiento.7

6

Cf. Grégori Jean, “La subjectivité, la vie, la mort,” Revue internationale Michel Henry, no. 3 (2012), 17. 7 Henry, L’essence de la manifestation, 694.

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El sentimiento se siente a sí mismo sin ninguna interferencia y con absoluta transparencia: al volverse sobre sí no se encuentra nada más que a sí mismo (el sentimiento es independiente de cualquier contenido particular) y, al encontrarse a sí mismo lo hace de modo inmediato y pleno (el sentimiento no requiere de un proceso de plenificación). Con este análisis nos introducimos en el centro de la teoría henryana de la subjetividad: “sentirse a sí mismo, ser afectado por sí, esto es el ser y la posibilidad del Sí.”8 Por lo tanto, en la identidad perfecta entre el contenido del sentimiento y aquello por lo que es sentido se funda de modo inmanente la unidad del ego, es decir, la ipseidad y es precisamente ésta el principio que explica cómo el ego llega a ser tal. Puesto que el carácter fenomenológico del ego queda garantizado por la afectividad bajo el modo de la ipseidad, el ego se recibe a sí mismo de un modo absolutamente pasivo, como ya dado. El ego se encuentra necesariamente unido a sí mismo y no puede escapar de esta unión.9 Esta primera nota esencial de la pasividad ontológica originaria se traduce en el concepto de “sufrimiento.” Pues, “ser librado a sí mismo irremediablemente para ser eso que se es quiere decir, no puede sino querer decir, experimentarse a sí mismo, sufrir su ser propio, hacer la experiencia de sí en un sufrir más fuerte que toda libertad.”10 Este sufrimiento pasivo refleja la impotencia o la no-libertad del ego con respecto de sí. Ahora bien, la impotencia del sufrimiento es la condición para la potencia del sentimiento, pues, gracias a él, el sentimiento puede tener experiencia de sí y gozar de sí. El segundo carácter de la pasividad ontológica originaria es, por lo tanto, el goce. Éste define el surgimiento y el devenir del sentimiento como tal y, en consecuencia, es la razón de la efectividad del sufrimiento. Entonces, el ego, en tanto determinado por una pa8

Ibid., 581. Cf. Ibid., 589. 10 Ibid., 588. 9

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sividad ontológica originaria, adquiere su ser independientemente de cualquier otra realidad. La inmediatez y la transparencia con la que se da la identidad entre forma y contenido, el encuentro sin pausa del ego consigo mismo, fundamentan su autosuficiencia absoluta.

II. La fenomenología del cuerpo y el origen subjetivo del poder y de la praxis La problemática propia del cuerpo, afirma Henry, está implícita dentro de la ontología fenomenológica elaborada a partir del análisis de la subjetividad.11 Si bien puede considerarse a las investigaciones contenidas en Filosofía y fenomenología del cuerpo como una aplicación de la “ontología general de la subjetividad” como vimos arriba, esto no implica que ellas sean una esfera separada de la subjetividad. Por el contrario, el modo en que es conocido este cuerpo que es el nuestro propio es igual al modo en que se conoce el ser del ego y el ser de toda intencionalidad perteneciente al ego. 12 En este contexto, Henry retoma la terminología biraniana y denomina al nivel más originario del cuerpo, “cuerpo subjetivo”, el cual se diferencia del cuerpo biológico trascendente, cuyo aparecer depende de la exterioridad del mundo sensible. Tal denominación implica que, como la subjetividad, el cuerpo se da a sí mismo, como fuente de su propia revelación. Pero además, el cuerpo es subjetivo en la medida en que se identifica con el ego. El cuerpo se conoce originariamente sin la necesidad de una distancia fenomenológica dado que él remite a una experiencia interna trascendental, la cual se da en la esfera de una inmanencia radical, conforme al proceso fundamental de auto-afección. Henry asegura que la mayor enseñanza de Maine 11

Cf. Henry, Philosophie et phénoménologie du corps, 10. Trad. esp. Filosofía y fenomenología del cuerpo, 31. 12 Cf. Ibid., 11. Trad. esp. Ibid, 32.

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de Biran fue haber determinado el cogito como poder de producción. En ese sentido, a la certeza absoluta que proporciona el cogito cartesiano como puro pensamiento, Biran opone “la acción mediante la que sin cesar modifico el mundo.”13 La certeza inmediata del ejercicio del conjunto de poderes que contiene un cuerpo proviene del hecho de que los movimientos del cuerpo son conocidos por sí mismos y como directamente propios con independencia de su efectuación en el mundo. Así expresa Henry lo fundamental de este problema: El movimiento de la mano ciertamente no es conocido en el sentido concreto de no estar constituido, pero si podemos dirigirlo, ¿no se debe acaso a que tenemos constancia de él, a que poseemos un saber primordial acerca de él que es precisamente esa clase de saber en que no interviene distancia fenomenológica alguna, en que no se realiza constitución alguna? El movimiento de la mano se conoce sin que sea aprehendido en un mundo, es dado inmediatamente en la experiencia interna trascendental que coincide con el ser mismo de este movimiento.14

El “yo puedo” mediante el cual Henry define el cuerpo y, por lo tanto la subjetividad, alude entonces a la naturaleza fenomenológicamente originaria que poseen los movimientos corporales. De este modo también queda determinada la ontología del cuerpo puesto que ella se identifica con el modo en que éste se nos da. En esta instancia es dónde se advierte que el tratamiento fenomenológico de la manifestación del cuerpo se hace uno con el sufrimiento y la impotencia del ego. Henry afirma que tomamos posesión de los poderes latentes de nuestro cuerpo porque en realidad nunca estamos separados de ellos. A diferencia del cuerpo trascendente y constituido, el cual se da en una multiplicidad de aspectos variables, no somos li13 14

Ibid., 72. Trad. esp. Ibid., 88. Ibid., 81–2. Trad. esp. Ibid., 96–7.

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bres de adoptar respecto a nuestro propio cuerpo la perspectiva que deseemos.15 El ser total del cuerpo se sostiene precisamente en esta donación completa y transparente que, al no poder ser evitada, fuerza al cuerpo a una referencia a sí y a una acción constante sobre sí. De tal modo, el ego tiene a su disposición los poderes corporales y en el ejercicio libre de ellos actúa sobre el mundo, modificando los entes naturales del mundo trascendente. La actualización de los poderes del “yo puedo” inmanente es efectuada por el cuerpo orgánico que, si bien para nosotros se presenta como el conjunto de nuestros miembros, no es en realidad eso sino el producto de las diferentes maneras en que el mundo que resiste ha cedido a nuestro esfuerzo. Por lo tanto, el límite de nuestros poderes no se presenta como un límite negativo de su ejercicio sino como “la culminación del mismo, su efecto, aquel resultado donde el ser subjetivo del movimiento demuestra no ser el deseo de un poder sino un poder real.”16 En este agotamiento de las posibilidades corporales es donde aparece la praxis como una actuar que, irrumpiendo en el mundo de lo sensible y transformándolo, deja advenir, como correlato, lo nuevo. En su artículo “Le concept de l’être comme production,” escrito por Henry en 1973, el filósofo manifiesta su interés en el concepto marxiano de “praxis” y ofrece la siguiente interpretación de éste: Aquello que no es ni pensamiento ni intuición, aquello que no se exhibe en la luz de un mundo, Marx lo llama praxis. ¿Por qué la praxis no es ni pensamiento ni intuición, por qué, más profundamente, ella no es la venida al mundo? La praxis designa una acción real, aquella del artesano o del obrero, ella designa la actividad concreta […] Ahora bien, la sustancialidad de esta acción concreta, del hacer, del proceder de la acción, no está contenida en el acontecimiento del mundo, en el ekstasis de su horizonte. Si nos 15 16

Cf. Ibid., 268. Trad. esp. Ibid., 267. Ibid., 170. Trad. esp. Ibid., 178.

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instalamos al interior de la theoria fundamental y si vivimos en ella, intuimos, vemos, no actuamos […] En este caso observamos lo que hacemos. Pero la acción considerada en sí misma no tiene nada que ver con la mirada de la intuición, con el descubrimiento de un espectáculo, con la aparición de un objeto.17

Así como el cuerpo originario fue calificado de subjetivo por fundar su fenomenalidad en la auto-afección del ego, así también la praxis es subjetiva porque presenta la misma estructura inmanente y auto-afectiva que define a la experiencia interna del ego: “ella se siente en la experiencia interior que ella hace de sí misma, ella es esta tensión vivida de una existencia encerrada en el sentir de su acto y coincidente con su hacer.”18 La praxis, como saber que el cuerpo orgánico tiene de sí mismo es identificado, en La barbarie, con el saber de la vida, es decir, con un conocimiento que se tiene a sí mismo como contenido. Por lo tanto, la praxis subjetiva, como autodesarrollo de las potencialidades subjetivas del cuerpo, es el motor de la autotransformación de la vida que da origen a la cultura, en tanto advenimiento de lo nuevo.

III. El surgimiento de la cultura y el problema de la comunidad El advenimiento de lo nuevo acontece en cuanto la vida subjetiva e individual se incrementa a sí misma. Henry se pregunta acerca de la necesidad de este proceso y contesta que éste está contenido en la naturaleza misma de la vida, porque ella es el llegar original en sí mismo, que es como tal el acrecentamiento de sí. Pero, agrega Henry, “el autodesarrollo de los poderes de la vida no significa jamás su simple puesta en obra sino un desarrollo que apunta a verificar lo 17

Michel Henry, Phénoménologie de la vie, vol. III: De l’art et du politique (Paris: Presses Universitaires de France, 2004), 30–1. 18 Ibid., 33.

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que éstos son.”19 En este desarrollo se originan los diversos estratos de la cultura. En primer lugar, Henry se refiere a la organización social que contiene el sistema de necesidades y del trabajo que las satisface. Así, cada cultura adopta diversas modalidades concretas de realización del vivir inmediato y se caracteriza por un hacer específico concerniente a la producción activa de bienes útiles para la vida y su consumo. En este marco, Henry alude a la téchne, la cual, como expresión del acrecentamiento de la vida y del desarrollo de los poderes del cuerpo subjetivo en tanto cuerpo orgánico, vence el límite que presentan los cuerpos reales. Los instrumentos son así una parte del cuerpo orgánico porque ceden al esfuerzo del cuerpo subjetivo. En segunda instancia, tiene lugar un desarrollo ulterior de la vida bajo los modos superiores de la cultura, a saber, el arte, la ética y la religión, los cuales actualizan las formas fundamentales de la vida originaria. El arte es la realización de la sensibilidad, la ética es la realización del obrar de la vida con otros y la religión es la actualización de la impotencia del ego con respecto de sí. Ahora bien, hasta aquí no hemos dicho una palabra acerca de cómo las subjetividades particulares entran en comunicación. Hicimos únicamente referencia a la individuación de los sujetos en virtud de la auto-afección efectuada en la coincidencia del sentimiento, los poderes corporales y la praxis. Pero, tanto en sus formas inferiores como en sus formas superiores, la cultura se presenta como la efectivización concreta de la vida y, como tal, exige dar cuenta de las relaciones concretas entre los hombres. Lo cierto es que, si bien las consideraciones henryanas sobre la cultura no contienen explícitamente un tratamiento de la intersubjetividad, Henry sí proporciona ciertas claves sobre la posibilidad de una comunidad en el último apartado de Fenomenología material, 19

Michel Henry, Phénoménologie de la vie, vol. IV: Sur l’éthique et la religion (Paris: Presses Universitaires de France, 2004), 21.

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denominado “Pathos-con.” En el último estudio de este apartado, escrito en 1987 y titulado “Para una fenomenología de la comunidad,” Henry sostiene que en la comunidad de los egos, no tiene lugar trascendencia alguna. Henry radicaliza la comunidad, haciendo de ella el fondo trascendental en la cual los egos se sienten vivientes. Pues, sólo lo dado por la vida a todos los vivientes hace que estos compartan algo común. Este planteo responde al problema de la comunidad sorpresiva y definitivamente. Evita, a la vez, cualquier tentativa de hacer de los otros una estructura formal vacía, pues el contenido de la alteridad está definido, desde un principio, como la materialidad que da la vida auto-afectándose. Ahora bien, Henry resuelve la problemática de la comunidad de los vivientes apelando a la esencia de éstos. La comunidad de vivientes, es decir, lo común que tienen los egos entre sí, antecede al mundo y a la concretización de las formas culturales. Es posible incluso pensar que las reflexiones fenomenológicas y ontológicas acerca de la ipseidad del ego son una abstracción y ellas suponen de manera implícita la posibilidad de una comunidad. Pues, como asegura Henry, “en la medida en que la subjetividad de la vida constituye la esencia de la comunidad, la vida es precisamente una comunidad: no sólo vida, sino un conjunto potencial de vivientes.”20 Para finalizar, señalaremos dos problemas inherentes al análisis que surgen tal vez como consecuencia del carácter inacabado de las reflexiones henryanas sobre la problemática. Por un lado, el concepto de “comunidad” así definido es de una extensión muy amplia en tanto “no se limita sólo a los humanos sino que comprende todo lo que se haya definido por el sufrir primitivo de la vida.”21 Por consiguiente, no pare20

Michel Henry, Phénoménologie matérielle (Paris: Presse universitaires de France, 1990), 163. Trad. esp. de Javier Teira y Roberto Ranz: Fenomenología material (Madrid: Encuentro, 2009), 213. 21 Ibid., 179. Trad. esp., 232.

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ce haber herramientas para dar cuenta de una particularización de las diversas culturas humanas. Por otro lado, en la medida en que el ego despliega sus poderes prácticos, en tanto acrecentamiento de la vida que lo habita y lo define y que comparte con el resto de los egos, Henry parece no tener en consideración las diferencias entre una praxis y otra e ignora así la heterogeneidad de roles sociales que dan finalmente nacimiento a una cultura.

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¿En qué sentido podría haber en Hans-Georg Gadamer un saber hermenéutico de lo político? Francisco Díez Fischer (Universidad Católica Argentina – CONICET)

La pregunta por la existencia de un saber hermenéutico de lo político es la pregunta por la pertinencia de vincular a Hans-Georg Gadamer con una temática que en su obra ha tenido un tratamiento particular. El ensayo de tal vinculación parece estar sobradamente justificado en tanto se trata de una de las corrientes filosóficas más influyentes del siglo XX, a cuyo avance Gadamer contribuyó tanto que alguien llegó a decir: “Antes de Gadamer nadie sabía lo que era la hermenéutica, y después de él nadie sabe lo que no es.” 1 Sobre la base de esta fama creciente que hoy nos reúne, la pre1

La expresión pertenece a Jean Grondin, pronunciada en el “I Congreso Internacional de Filosofía Hermenéutica. A cincuenta años de Verdad y Método,” del 20 al 22 de Mayo de 2011 en Tucumán, Argentina. Grondin comentó allí también la extrañeza y desconocimiento que había del término “hermenéutica,” lo cual provocó que al presentar Verdad y Método para su publicación el propio editor de Gadamer, sorprendido con el subtítulo “Rasgos de una hermenéutica filosófica,” le preguntó qué significaba.


gunta por un saber hermenéutico de lo político no parece novedosa en tanto otros filósofos hermeneutas se han encargado de investigar extensamente sobre el tema. Paul Ricœur, por ejemplo, ha desarrollado numerosos estudios en torno a los conceptos de justicia, bien, institución, Estado, política etc. Sin embargo, cuando el tema de lo político se plantea en particular desde el horizonte gadameriano aparece una dificultad fundamental. A lo largo de su extensa obra, Gadamer se ocupó muy poco de lo político como tema de sus investigaciones. En sus inicios podemos encontrar algunos estudios que tratan sobre esta cuestión de forma marginal, como su primer trabajo titulado “El saber práctico” de 1930 donde examinó la esencia de la phrónesis en relación con el libro sexto de la Ética a Nicómaco. Más tarde encontramos un estudio sobre la teoría sofística y platónica del Estado que él mismo reconoce haber interrumpido por prudencia política en 1933, porque en esos tiempos “era más prudente, en definitiva, comportarse sin llamar la atención.”2 Después de la publicación de Verdad y Método en 1960, la recepción de la obra generó las conocidas discusiones con Jürgen Habermas durante la década del ‘70 que tuvieron aspectos políticos relevantes, de los que Gadamer se hizo cargo en las sucesivas conversaciones, y que en cierta medida continuaron en los ‘80 a través de las discusiones con Jacques Derrida en torno a la buena voluntad de entendimiento y al principio hermenéutico de “dejar valer en 2

Hans-Georg Gadamer, Selbstdarstellung Hans-Georg Gadamer (1973), Gesammelte Werke 2 (Tübingen: Mohr Siebeck, 1993), 490. Traducción al español, “Autopresentación de Hans-Georg Gadamer,” en Antología (Salamanca: Ed. Sígueme, 2001), 34. Al respecto de esta postura remito a la discusión entre Teresa Orozco Martínez, “El arte de la insinuación. Las intervenciones filosóficas de Hans-Georg Gadamer en el nacionalsocialismo,” Revista Laguna 14, (marzo 2004): 65–88 y Catherine H. Zuckert, “On the Politics of Gadamerian Hermeneutics: A Response to Orozco and Waite,” (übers. von Jason Gaiger), en Gadamer’s Repercussions: Reconsidering Philosophical Hermeneutics (London: University of California Press, 2003), 229–43.

26 | FRANCISCO DÍEZ FISCHER – ¿En qué sentido podría haber en Hans-Georg Gadamer un saber hermenéutico de lo político?


mí algo contra mí.”3 Finalmente, más allá de algunos párrafos dedicados a una crítica de la técnica política administrativa, y algunas entrevistas —motivadas más por la longevidad de su vida que por una reconocida especialidad sobre el tema—, el único texto donde Gadamer trató expresamente la temática de lo político fue publicado en 1992 y se tituló: “Sobre la incompetencia política de la filosofía.”4 Si bien este texto ya preanuncia la opinión gadameriana respecto a las posibilidades de poner en relación a lo político con la filosofía, no deja de llamar la atención que en una obra tan extensa como la suya no exista ningún otro trabajo sobre el tema. ¿Por qué? Consideramos dos razones: 1) porque se trata de un pensador que se ha ocupado de escribir sobre los temas más variados y diversos, y la temática de lo político no pasa por ser en este sentido un problema secundario, y 2) porque la larga vida de Gadamer (1900-2002) le ha otorgado el privilegio de vivir de cerca los convulsionados 100 años del siglo XX, en los que ocurrieron los sucesos políticos más importantes de la historia reciente que sin duda le brindaron una extensa experiencia práctica para reflexionar sobre el tema. Ante esta perspectiva ¿podemos continuar con la pregunta sobre la condición de posibilidad de un saber hermenéutico de lo político en Gadamer? ¿Existe material suficiente para ello? ¿Hasta qué punto no forzamos así el espíritu de un filósofo que por alguna razón ha querido declarar expresamente aquí la incompetencia de la filosofía? Las preguntas abren interrogantes que estructuran el horizonte de respuesta en tres niveles. 3

Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode, Gesammelte Werke 1 (Tübingen: Mohr Siebeck, 1993), 367. De ahora en más GW1. Traducción al español, Verdad y Método (Salamanca: Ed. Sígueme, 1977), 438. De ahora en más VM. 4 Hans-Georg Gadamer, “Über die politische Inkompetenz der Philosophie,” en Hermeneutische Entwürfe. Vorträge und Aufsätze (Tübingen: Morh Siebeck, 2000), 35–41. Traducción al español: “Sobre la incompetencia política de la filosofía,” en Acotaciones hermenéuticas (Madrid: Trotta, 2002), 49–57.

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A) El primero de ellos es la productiva recepción que los conceptos fundamentales de la hermenéutica gadameriana han tenido para un saber de lo político. Por ejemplo, la idea hermenéutica del diálogo y la conversación, entendidos como dinámica interna de la estructura de toda comunidad humana, han llegado a proyectarse en una teoría política de resolución de conflictos, formulada bajo principios muy concretos.5 Su proyecto de una historia conceptual se ha convertido en una herramienta fundamental para las investigaciones en teoría política y ha llegado a transformarse en una historia intelectual con el complemento de los análisis foucaultianos del discurso. Otros conceptos fundamentales como la tríada autoridad-prejuicio-tradición han alimentado las famosas discusiones con Habermas, y sus conceptos de fuerza eficaz de la historia, aplicación, phrónesis, buena voluntad de entendimiento, solidaridad y amistad originaria, juego y pretensión (Anspruch), han tenido numerosas recepciones políticas. Así los conceptos hermenéuticos han mostrado ser, más que conceptualizaciones abstractas meramente teóricas, palabras surgidas de una conversión viva, cuya conflictividad ha sido productiva para enfrentar ciertas crisis políticas contemporáneas.6 5

Cf. Tarja Väyrynen, “A Shared Understanding: Gadamer and International Conflict Resolution,” Journal of Peace Research, vol. 42, no. 3 (May, 2005): 347–355. 6 En el ámbito político, esa productividad se encuentra en gran parte de la literatura secundaria dedicada a Gadamer. Por ejemplo, el deseo de forjar una tercera vía “más allá del objetivismo y del relativismo” (R. Bernstein) sintetiza la dirección de los aportes políticos de algunos pensadores como R. Sullivan, F. Dallmayr y H. H. Kögler, que buscan en la hermenéutica un potencial social y político. Otros intentan algo similar por vías más críticas o simplemente diferentes como J. Caputo, D. Walholf, M. Aguilar Rivero, M. Acosta, V. Vasterling y A. F. Parra Ayala. El teórico político y filósofo Fred Dallmayr propone a partir de Gadamer “un pluralismo integral” como una manera de evitar el pluralismo aislado. Y filósofos feministas como Georgia Warnke, Marie Fleming, Lorraine Code y Linda Martín Acloff se basan en la hermenéutica gadameriana para elaborar sus escritos sobre la justicia y cuestiones sociales y de género. Stanley Rosen considera que la hermenéutica tiene una naturaleza intrínsecamente política, y su popularidad en nuestro propio tiempo no es un signo de nuestra mayor y

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B) La relevancia y productividad política que ha tenido la recepción de los conceptos hermenéuticos fundamentales de Gadamer nos coloca ante la pregunta sobre qué eficacia histórica se encuentra operando aquí. El interrogante conduce hacia el origen del propio planteo hermenéutico y obliga a su vez a preguntarse si el problema central de la autocomprensión de las ciencias del espíritu frente a la primacía metodológica del pensamiento científico, que le ha preocupado a Gadamer desde el comienzo de sus investigaciones, no contiene ya un germen político que opera en la productividad de la recepción conceptual de la hermenéutica. Sabemos que en sus elaboraciones sobre las ciencias del espíritu, Gadamer recurrió a la tradición humanista porque éstas se alimentaban originariamente de ella. En concreto, se sirvió de cuatro conceptos humanistas que analizó como introducción a su obra Verdad y Método: el concepto de Bildung, entendido como formación en la generalidad, el de capacidad de juicio (Urteilskraft), considerado en la productividad lúdica de transformación en una construcción (die Verwandlung ins Gebilde), el de sensus communis y el de gusto. Respecto a estos dos últimos parece haber una eficacia histórica muy particular. El concepto de sentido común tiene una fuerte significación política tanto en la cultura inglesa como francesa. En ambos países la tradición humanista se mantenía vigorosa a través de los términos common sense y bon sens que referían al hecho de ser un conocimiento válido e indispensable para la vida en común, que además era correctivo de las abstracciones teóricas. Los humanistas ingleses lo entendían como el sentido del bien común, una suerte de virtud del buen trato social y del estilo del buen vivir con humor y simpatía porque se está seguro de la existencia de una profunda solidaridad con los otros. Él sirvió de antecedente para el moral mejor comprensión, sino del hecho de que hemos perdido el camino de la praxis.

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sense que desarrollaron luego Hutcheson y Hume, y contra el cual se erigió la ética kantiana. En la cultura continental, los franceses contaban desde Descartes con la noción de bon sens, cuya continuidad alcanza incluso a Bergson.7 Su función cognitiva se remonta según Gadamer a la tradición aristotélica-escolástica del sensus communis que aún se mantiene operante. Mientras que en Inglaterra y en los países románicos el concepto de sensus communis sigue designando incluso ahora no sólo un lema crítico sino más bien una cualidad general del ciudadano, en Alemania los seguidores de Shaftesbury y de Hutcheson no recogen ya en el siglo XVIII el contenido político-social al que hacía referencia el sensus communis.8

Al contrario de lo que sucedía en Inglaterra y Francia, en Alemania faltaban ciertas condiciones socio-políticas fundamentales, cuya ausencia Gadamer atribuye a un vínculo particular que se estableció entre el sentido común y el concepto de capacidad del juicio. Ya Descartes había descripto el “sano sentido común” o el “buen sentido” como la facultad de juzgar y distinguir correctamente lo verdadero de lo falso, o sea, como un conjunto de juicios y criterios respecto de lo justo e injusto que está presente y operante en nuestra razón. La ausencia de un método y, por tanto, de un criterio o principio general bajo el cual juzgar podría ser la causa de que la filosofía ilustrada alemana no haya incluido la capacidad de juicio entre las facultades superiores del espíritu sino entre las inferiores, despreciando así el valor cognoscitivo del sentido común y su significación socio-política. Según Gadamer, Kant fue el primer responsable de este menosprecio en tanto, en la Crítica de la razón práctica, planteaba como objetivo de 7

Cf. el discurso pronunciado por Bergson en 1895 en la Sorbona sobre el bon sens con ocasión de la concesión de premios. Henri Bergson, Ecrits et paroles I (Paris: PUF, 1957), 84ss. 8 Gadamer, GW 1, 32; VM, 57.

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su trabajo preservar a la filosofía moral y política del “empirismo de la razón práctica, que pone los conceptos prácticos del bien y del mal sólo en series de experiencias.”9 No obstante, la exclusión y depreciación cognoscitiva del sentido común y de la capacidad del juicio recibió su golpe de gracia con el giro semántico hacia lo puramente estético que Kant le dio en el juicio del gusto. El objetivo de la Crítica de la capacidad de juzgar era la legitimación de la generalidad subjetiva del gusto y, con ella, su fundamentación trascendental de la estética. El objeto del juicio estético es lo individual y sensible, por eso Kant define el gusto como un enjuiciamiento sensible de la perfección. Ahora bien ¿en qué sentido puede decirse, como sostiene Kant, que el gusto es un sentido común?10 Aunque no haya un criterio general para demostrar algo como bello, es cierto que el gusto tiene la pretensión a priori de generalidad. Para Gadamer, Kant logró hacer justicia a los dos aspectos del juicio estético del gusto: a la singularidad de lo juzgado y a su pretensión de generalidad, pero pagando el precio de la eliminación de su valor cognoscitivo. Es decir, el gusto es un sentido común porque en el juicio del gusto no se conoce nada de los objetos que se juzgan como bellos, sino que únicamente se afirma que les corresponde a priori un sentimiento de placer en el sujeto. Lo bello despierta en el sujeto el libre juego de todas nuestras capacidades de conocer (la imaginación y el entendimiento), y su único fundamento es la relación con ese sentimiento vital que, en tanto a priori, lo determina como gusto reflexivo. Esa relación de rendimiento subjetivo es, para Kant, idealmente la misma para todos; por lo tanto, es comunicable y fundamenta la 9

Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, Gesammelte Schriften, Tomo 5 (Berlin: Akademie der Wissenschaften, 1908), 71. 10 Cf. Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft (Hamburg: Felix Meiner Verlag, 2009) § 40. Para la expresión “entendimiento humano común” Kant utiliza la palabra alemana “gemein” que significa “común” también en el sentido de “ordinario,” es decir, lo que se encuentra en todas partes y cuya posesión no constituye ningún mérito o ventaja.

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pretensión de validez general planteada por el juicio del gusto como una determinación sensible común. En este sentido, se puede entender para Gadamer que “el verdadero sentido común es para Kant el gusto.”11 Su carácter general se determina privativamente porque se abstrae en tanto a priori del estímulo sensible particular y subjetivo, pero, al mismo tiempo, se determina subjetivamente, —y aquí se cumple la intención trascendental de su fundamentación—, en tanto se reduce al libre juego común del sentir sin conocimiento. La crítica de Gadamer es que en ningún caso el gusto se determina positivamente según aquello que fundamenta el carácter comunitario de un grupo que procede de una misma fuente histórica, justamente porque en él se ha eliminado la posibilidad de conocer algo de lo juzgado. Así queda en evidencia para Gadamer la paradoja inherente a la fundamentación trascendental kantiana por la cual la subjetivización de la conciencia estética significó una desvalorización cognoscitiva y una correlativa despolitización de los conceptos de sentido común y gusto. En Alemania ésa habría sido una de las causas de la crisis de las ciencias del espíritu en su discusión con las ciencias de la naturaleza que se consolidó en esa “inmadurez política que se convirtió en una desgracia nacional.”12 11 12

Gadamer, GW 1, 39; VM, 66. Gadamer, “Über die politische Inkompetenz der Philosophie,” 41 (56). Según Rivera de Rosales, la interpretación gadameriana de Kant padece de “anteojeras hegelianas,” pues aunque Kant no utilice la noción de Erkenntnis (conocimiento) en el ámbito de la estética, eso no significa que en la experiencia kantiana del arte no haya comprensión alguna de lo real ni un contenido de verdad. Gadamer no habría visto la contribución de la experiencia de lo bello en la configuración de la subjetividad y en la comprensión que ella ha de alcanzar de sí misma y del mundo. Particularmente, en el cambio cualitativo de mirada o de actitud que se produce en la experiencia estética a través de la distancia de reflexión pero con la cercanía del sentimiento. Cf. Rivera de Rosales, J., “Las dos orillas del sentir. La estética kantiana ante Gadamer,” en Hans-Georg Gadamer: Ontología estética y hermenéutica, Edición Teresa Oñate y Zubía, Cristina García Santos, Miguel Ángel Quintana Paz (Madrid: Dykinson, 2005), 558 y ss.

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C) A partir de este germen político operando como despolitización en la problemática de las ciencias del espíritu, Gadamer reconoce que la pregunta que define la tarea hermenéutica ¿cómo podemos concretar esa tarea de redimensionar la ideología metodológica de la ciencia, cuya legitimación sólo se puede encontrar en un intellectus infinitus del que nada sabe nuestra experiencia humana histórica y finita? lo condujo a reflexionar sobre el suelo en el que se originó su propio pensamiento. La génesis de mi “filosofía hermenéutica” no es en el fondo otra cosa que el intento de explicar teóricamente el estilo de mis estudios y de mi enseñanza. La praxis fue lo primero. Siempre procuré, casi con ansias, no decir demasiado y no perderme en construcciones teóricas que no emanaran totalmente de la experiencia.13

En la radicalización hermenéutica de la praxis que se remonta en su línea argumental hasta los griegos, pasando por la Crítica de Kant, Gadamer operó dentro del ocultamiento de un saber de lo político del cual fue responsable una conciencia científica exacerbada hasta la ceguera que ignora que: El debate sobre los verdaderos fines de la sociedad humana, o la pregunta por el ser en el pleno predominio del hacer, o el recuerdo de nuestro origen histórico y de nuestro futuro dependen de un saber que no es ciencia, pero que dirige la praxis de la vida humana.14

Sobre ese saber reflexivo y orientador de la praxis le cabe a los griegos el mérito de haber elaborado por primera vez un horizonte conceptual que, en razón de su significación para la praxis política, constituye un legado de gran valor y 13 14

Gadamer, Selbstdarstellung Hans-Georg Gadamer (1973), 492 (36). Hans-Georg Gadamer, Replik zu “Hermeneutik und Ideologiekritik” (1971), Gesammelte Werke 2, 251. Traducción al español Réplica a Hermenéutica y crítica de la ideología (1971), Verdad y Método II (Salamanca: Ed. Sígueme, 1992), 243.

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actualidad precisamente por su ocultamiento moderno. Ese saber fue para Gadamer la filosofía práctica aristotélica, que si bien tenía un contenido amplio y global, sobrevivió hasta nuestros días restringida a la esfera política. Gadamer la describe por su carácter eminentemente reflexivo: la filosofía práctica consiste en desarrollar un aparato conceptual con ayuda del cual puede la razón práctica echar luz sobre sí misma.15 En tanto el objeto de la razón práctica es el obrar recto, la filosofía práctica apunta a obtener y fundamentar enunciados correctos sobre ese obrar, es decir, no se trata de una disciplina teórica que sólo toma por objeto a la razón práctica y al mundo del obrar, sino que es una configuración en la cual la razón práctica aparece inmediatamente y opera como tal en tanto pretende guiarse a sí misma. Con ella Aristóteles proporcionó una serie de conceptos para la teoría política de los siglos posteriores que fueron tan fundamentales que Rudolf Carnap llegó a decir que toda la filosofía política del siglo XX podía definirse como una gran nota al pie de la Política de Aristóteles. Ahora bien, el vínculo de la hermenéutica filosófica con la filosofía práctica ha sido tan particular que servirá de guía conclusiva para la pregunta por la condición de posibilidad de un saber hermenéutico de lo político. El primer acercamiento de Gadamer a la filosofía práctica se realizó en los seminarios sobre Aristóteles que Heidegger dictó entre 1923 y 1929, y al que asistieron otros discípulos —de relevante productividad política— como Hannah Arendt, Hans Jonas y Leo Strauss.16 Sus críticos describieron la intencionalidad común de estos pensadores como una “rehabilitación de la 15

Hans-Georg Gadamer, “Probleme der praktischen Vernunft,” Gesammelte Werke 2, 325. Traducción al español El problema de la razón práctica, Verdad y Método II, 314. 16 Cf. Enrico Berti, Ser y tiempo en Aristóteles (Buenos Aires: Biblos, 2011), 17–8. Un ejemplo de esta actualidad de la filosofía antigua es el volumen colectivo en honor a Gadamer, publicado en 1960 y titulado “La presencia de los griegos en el pensamiento moderno.”

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filosofía práctica de Aristóteles.”17 La idea de rehabilitación ya sugiere un diagnóstico: la filosofía práctica necesita ser rehabilitada porque ha caído en el olvido en tanto la concepción moderna de “ciencia” ha logrado imponerse como obligatoria para toda teoría, incluso en el ámbito de la política en eso que hoy llamamos “ciencia política.” La particularidad del vínculo de Gadamer con la filosofía práctica radica en que, a pesar de ese primer acercamiento temprano, hay una ausencia total de este concepto en el sumario de Verdad y Método. El término “filosofía práctica” no aparece ni una sola vez en las 600 páginas que constituyen el cuerpo central de esta obra. La extrañeza crece por el hecho que la publicación de Verdad y Método se realizó dos años después de una conferencia titulada El problema de la conciencia histórica, en la cual Gadamer definía a la filosofía práctica como “la justificación científica de la racionalidad práctica” que permite nada más ni nada menos que la convivencia entre los seres humanos. ¿Qué sucede aquí? Para considerar si se debe a una omisión consciente que se corresponde con el cuidadosamente escaso tratamiento de lo político, sirve relevar el hecho de que el término “filosofía práctica” aparece por primera vez en el epílogo de Verdad y Método, incorporado con posterioridad a su publicación en el año 1972. Y en contraposición a su ausencia en el cuerpo central de la obra, Gadamer destaca allí reiteradas veces la importancia central que la primacía de la praxis, en general, y la filosofía práctica, en particular, tienen para su hermenéutica filosófica: Como se ve, no es sólo el papel de la hermenéutica en las ciencias lo que está aquí en cuestión, sino toda la autocomprensión del hombre en la moderna era de la ciencia. Una de las enseñanzas más importantes que ofrece la historia de la filosofía para este problema actual es el papel que desempeña en la ética y política aristotélica la praxis y 17

Cf. Manfred Riedel, Rehabilitierung der praktischen Philosophie, 2 vols. (Friburgo: Rombach, 1972).

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su saber iluminador y orientador, la astucia o sabiduría práctica que Aristóteles llamó “Phronesis.” […] Lo que se representa sobre el gran trasfondo de una tradición de filosofía práctica (y política), que alcanza desde Aristóteles hasta fines del XIX, es desde el punto de vista filosófico la autonomía de la aportación al conocimiento que supone la referencia a la praxis. […] El retorno a la tradición de la filosofía práctica puede ayudarnos a protegernos de este modo contra la auto-comprensión técnica del concepto moderno de la ciencia.18

Es difícil ensayar razones que expliquen con seguridad por qué el examen de este concepto tan fundamental para la hermenéutica fue omitido en el cuerpo central de Verdad y Método, y sin embargo sí fue trabajada extensamente la phrónesis como una virtud hermenéutica fundamental. Parece más sencillo comprender qué sucedió entre 1960 y 1972 para que la filosofía práctica pasara de ser un concepto ausente a un término tan expresamente esencial y coincidente con la tarea hermenéutica. La razón principal parece estar en la propia situación de la obra que, durante los años posteriores a su publicación, tuvo aquella fuerte e inesperada recepción política gracias a las discusiones con Habermas, lo cual pudo haber obligado a visibilizar la herencia latente de ese saber reflexivo de lo político y de la praxis que Aristóteles llamó “filosofía práctica.” En el hacerse patente de este vínculo, la propuesta de Gadamer se transforma entonces en una construcción con una estructura horizóntica más permeable a un saber hermenéutico de lo político. Al elevar la praxis a la categoría de principio se concreta la subordinación natural que desde antiguo la técnica (téchne) tiene respecto de ella y trae al lenguaje aquel conocimiento que puede dirigir y justificar el obrar concreto y responsable, por lo cual toda filosofía ge18

Hans-Georg Gadamer, Nachwort zur 3. Auflage, Gesammelte Werke 2, 454–5. Traducción al español Epílogo a Verdad y Método, 647–8.

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nuina es siempre práctica, y en tanto filosofía solo puede ser filosofía práctica. Así la hermenéutica adquiere con la filosofía práctica un fuerte parentesco de vecindad concretando la “autorresponsabilidad práctica” kantiana que ya estaba presente como condición de posibilidad en la filosofía práctica de Aristóteles cuando éste suponía ese otro tipo de uso omnicomprensivo de la razón que puede definirse como una “autorresponsabilidad racional.”19

19

Gadamer, “Probleme der praktischen Vernunft,” 325 (314).

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El existente es la medida de comprensión de lo (in)justo Clemencia Campos Massa (Universidad Católica Argentina)

El acontecimiento de la justicia es imposible. ¿Cómo hablar de lo imposible? Hablar de lo imposible no es imposible. Ampliando el espectro de posibilidades de la posibilidad, Jacques Derrida propone al imposible como condición sine qua non para que surja el acontecimiento de la Justicia. Es decir, su posibilidad, depende de su imposibilidad. ¿Es posible hablar de Justicia si nos desligamos de la tradición abrahámica? En esta tradición en la cual la Palabra es la Ley hay un religamiento necesario con lo divino. Pero, el existente vive aún más lo injusto que lo justo; y liberado de esta tradición abrahámica no tiene experiencia de la justicia. Hay injusticia. Ahora, ¿cómo calificar lo injusto sin tener como medida qué es lo justo? El existente experimenta lo injusto en tanto se encuentra en el mismo horizonte de comprensión, ya que injustamente no es lo que es, y es lo que no es. Su modo de ser trascendental es injusto. ¿O será que su ser se encuentra (in)justamente entre el ser y la nada? El existente, el otro, es la medida para comprender lo (in)justo.


El otro exige que la ley se reinvente en cada caso. No existe la regla universal. Es decir, no hay regla universal que se aplique unívocamente a todos los casos. La regla es más universal cuanto más particular sea. La aplicabilidad de la regla por su propia fuerza exige ser reinventada en cada caso particular. …ningún modo de empezar o terminar un ensayo es perfecto. Es más, no existe inicio ni término alguno. Sólo se trata de decir algo más... …la deconstrucción busca desde un modo intervencionista pegar el grito en el cielo. Busca desestabilizar la estructura en la cual se ven inmersos los conceptos. A lo largo de la historia, esta estructura se fue conformando por una necesidad de no contradicción, es decir que existe en tanto un concepto se sostiene o se afirma por otro. Esto lleva a una cadena interminable de conceptos concatenados. Mediante la deconstrucción lo que se intenta lograr es desvestir a los conceptos de una necesidad de cuajar en un discurso con sentido. Hacer florecer un concepto es sacarlo de su construcción para que sea algo más que solo un eslabón de una cadena, llevándolo a sus límites. Así, la deconstrucción trabaja en los márgenes, se mantiene en el equilibrio entre lo que hace que algo sea y lo que excede. El fin es dejar de ver a la filosofía como un sistema cerrado y fijo y denotar su incompletitud y su carácter aporético. Los teoremas de incompletitud1 aportan a la filosofía la noción de indecidibilidad. Uno de ellos afirma que si los axiomas de un teorema no son contradictorios, entonces hay varios enunciados que no podrían ser refutados o probados. Podríamos decir que la deconstrucción es semejante a este teorema. A menos que sea contradictorio, existen varios enunciados posibles. Ahora, el padre de la deconstrucción, Jacques Derrida, le añade otra posibilidad: la deconstrucción se inserta por encima de toda oposición. Es 1

En referencia a los teoremas de incompletitud de Kurt Gödel.

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en este sentido que para hablar de la justicia irá más allá de la oposición de justo e injusto. En resumidas cuentas, veremos cómo la deconstrucción es un intento de desandar el camino con los mismos zapatos rotos. En Fuerza de Ley2 Derrida nos invita a reflexionar acerca de la posibilidad de la justicia en los horizontes de una filosofía como la deconstrucción. Si bien los textos de carácter deconstructivo parecieran no abordar estas temáticas es necesario tratar el tema de la justicia, aunque no directamente sino de un modo oblicuo.3 Ahora, qué es la justicia. Al hablar de justicia surgen como eco dos expresiones: por un lado creemos que la justicia es divina; y por otro, pareciera que en virtud del derecho es posible la justicia entre los hombres. Primeramente, decir que la justicia es divina nos invita a reflexionar en el ropaje histórico en el cual nos vemos inmersos necesariamente y sin voluntad cada vez que evocamos (o incluso pensamos) esa palabra: la tradición abrahámica. Derrida habla de la misma en El siglo y el perdón donde caracteriza la experiencia del perdón a partir de la categoría de lo imposible. Hay términos que enunciamos en la cotidianidad cuyo sentido más propio descansa en el terreno de esta tradición. Es decir, sin Dios no se entenderían conceptos tales como perdón, justicia, verdad, bien, etc. A lo largo de toda la historia se ha generado una interpretación a la luz de esta tradición, de modo que incluso países que no provienen de las mismas raíces también lo han adoptado. Derrida afirma la sacralidad del perdón pero enuncia que al ser algo sagrado, es decir, algo propiamente divino en el hombre, el perdón mundializado sería entonces como una confesión mundializada. Entonces, ha2 3

Jacques Derrida, Fuerza de Ley (Madrid: Tecnos, 1997). “Oblicua como en este momento mismo en el que yo me dispongo a demostrar que no se puede hablar directamente de la justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir ‘esto es justo’ y mucho menos yo soy justo, sin que se traicione inmediatamente la justicia, cuando no el derecho.” Ibid., 25.

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bría en los hombres un lenguaje común que obtendría su sentido más propio sólo a la luz divina. La justicia no queda exenta de este horizonte de comprensión ya que consideramos qué es lo justo a partir de la justicia divina. Vemos la necesidad de hacer descansar a este concepto en manos de Dios en pos de justificar un orden moral, un orden social, una estabilidad terrenal. La traducción de los mandamientos a ley política condujo a los primeros pueblos judeo-cristianos a transmitir no sólo la fe sino también este orden social. Y aquí es donde encontramos el segundo eco: la justicia se enviste de derecho para que sea viable entre los hombres. Dentro de esta tradición, la justicia es posible por el derecho que ha sido constituido para la estabilidad social. Esta tradición alcanzó márgenes, límites y horizontes insondables; abarcó pueblos, países, filosofías y contagió este orden a más de algún ateo sin ánimos de preguntarse qué pasaría si quitamos a la justicia de su lugar divino. A nuestro modo de ver, si dejamos a un lado la tradición abrahámica sucede que el existente queda desangelado. Es decir, el límite de lo que es justo e injusto es indecidible y la sociedad, como conjunto de existentes, queda sometida a una manada manejada forzosamente por el más fuerte. Sin Dios no sería posible dirimir entre lo justo e injusto. Pero el existente, aún liberado de esta tradición, vive la injusticia y no precisamente porque percibe lo justo, sino porque su injusticia descansa en su misma existencia. Ahorcado injustamente, como ser humano, se encuentra en su ser-nada. Queriendo abarcar el Ser, es alguien; es viviente que se encuentra en el tiempo pendular que va de lado a lado y nunca se detiene. Su injusticia es angustiosa. Vemos entonces que el existente se encuentra en el mismo horizonte de comprensión de lo injusto ya que injustamente no es lo que es, y es lo que no es. Su injusticia es de carácter trascendental. De modo que para el existente hay injusticia. Entonces, ¿es posible la justicia? Abriendo una puerta a la imposibilidad Derrida 42 | CLEMENCIA CAMPOS MASSA – El existente es la medida de comprensión de lo (in)justo


intenta en Fuerza de ley hablar de la justicia que, al igual que el perdón, implica hablar de la categoría de lo imposible. La justicia es lo imposible, pero no por eso imposible, ni innombrable, ni impensable. De hecho estamos pensando y versando alrededor de lo imposible, por lo que intentar decir algo de aquello es como hablar de lo indecible. Hablar de la justicia es, para Derrida, reflexionar o decir un poco más acerca de lo imposible, de lo indecible. Es pensar lo imposible manifestado en la forma de la justicia. Tomar de la mano a la justicia con lo imposible es descongelar (desangelar) este concepto mismo de justicia. Decimos que la justicia es imposible porque su posibilidad depende de su imposibilidad. La posibilidad de la justicia radica en su imposibilidad en tanto que la justicia es incalculable. Y, ¿qué es lo calculable? El derecho es lo calculable y predecible ya que está basado en última instancia en el lenguaje y en una interpretación originada en una cultura determinada, por lo que aceptar una ley es aceptarlas todas, en tanto que se encuentra dentro de una misma estructura construida sobre capas textuales, interpretables y transformables. Ergo, el derecho es deconstruible y es esta misma deconstructibilidad lo que posibilita la deconstrucción. La estructura del derecho posibilita que se calcule qué corresponde para tal caso. Pero esto no sería justo sino legal. La justicia escapa al derecho, es decir, no se identifica con el derecho, puesto que la justicia, a diferencia del derecho, no es deconstruible. La justicia es incalculable porque en última instancia descansa en una decisión creativa. La justicia es la deconstrucción. Podemos decir que la deconstrucción tiene que vérselas con lo infinito en tanto que sus problemas son infinitos. Y no precisamente porque sean incontables (aunque también lo son) sino porque exigen la experiencia de la aporía. La aporía abarca mil caminos posibles, y es por eso que nadie puede tener experiencia plena de la aporía aunque sí de un camino Fenomenología y hermenéutica de lo político | 43


posible. No hay camino recto, no hay camino derecho. Si la justicia es la deconstrucción, entonces tiene que vérselas con este tipo de problemas de carácter aporético. Al igual que la experiencia aporética, nadie tiene experiencia plena de la justicia. No hay un camino derecho a la justicia. Es decir, ante un caso concreto la posibilidad de la justicia es infinita. La justicia está llena de experiencias aporéticas, momentos en los que la decisión entre lo justo y lo injusto no están asegurados por una regla, por un derecho. No hay cálculo, por lo que es indecidible. Es en este momento donde retomo la afirmación antedicha y avanzo aún más: la justicia es incalculable porque en última instancia está basada en una decisión creativa. Veámoslo de otro lado. Si la justicia fuera calculable, entonces, ante un caso equis se le aplicaría tal regla equis. Prácticamente, desenvolviendo el caso, y desenvolviendo la regla, habría una aplicación directa y programática. La necesidad de un juez sería superflua, sería solo una imagen, sería una persona destinada únicamente a dictaminar lo que la máquina programada le dicta. Pero insisto, esto solo sería legal, pero no justo.4 La posibilidad de la justicia está basada en lo que Derrida llama suspense. Suspense es el momento previo a la decidibilidad. Es la indecidibilidad. Es el silencio, el no decir. Este silencio es el momento de la suspensión de una regla que posibilita la justicia. En el momento de la decisión es indispensable la suspensión de una regla. ¿A qué refiere Derrida con esto? Para dar crédito a la justicia (a la deconstrucción) es necesario el crédito de un axioma suspendido. La regla se ve inmersa dentro de una estructura conformada por capas textuales interpretadas a lo largo de toda la historia y la tradición. La deconstrucción no significa romper con todo lo 4

“En lugar de justo se puede decir legal o legítimo, en conformidad con un derecho, con reglas y convenciones que autorizan un cálculo pero cuyo origen fundante no hace más que alejar el problema de la justicia.” Ibid., 55.

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anterior de modo de quedar en la nada para volver a construir. Como afirma Cristina de Peretti, la deconstrucción necesita el rechazo de la tradición a la vez que necesita la lectura lenta de la tradición.5 La suspensión sería suprimir la regla, silenciarla, hacer que deje de hablar en un lenguaje determinado por la historia, para dar lugar al lenguaje del otro. Esto sería el paso de un idioma a otro que, por un lado, constituye una violencia, pero, por otro lado, es superador en tanto que rompe con un lenguaje para la adecuación al lenguaje del otro. En la adecuación de la regla al lenguaje del otro se ve la hospitalidad y apertura de la regla. A esto Derrida lo llama: epojé de la regla. La epojé necesita de la suspensión de la regla para la apertura de la misma. El otro convoca a la apertura de la regla y a la expansión de la misma. El juez ha de crear la regla en cada caso asumiéndola, interpretándola y reinventándola como si la ley no existiera con anterioridad. La (re)creación de la regla es exigida en cada caso. Concretamente, la misma fuerza del caso exige la creación de la ley. Es en este sentido donde la regla se vuelve particular y la equidad sería la disimetría absoluta. El otro, entonces, es la medida de comprensión de lo (in)justo. Existe la regla, existe la ley universal, pero es necesario que ante un otro la regla se reinvente, se cree, para ser aplicada al caso particular. Así es como se da la epojé de la regla. Por un lado hay una suspensión de la regla en universal, pero por otro lado se la reinventa. La justicia no es conformidad sino que es la decisión creativa que necesita de la indecidibilidad, del suspense. Cuando se reinventa la ley se expande en tanto que el otro exige por su propia fuerza la aplicabilidad particular. La epojé sin más es como el personaje Ulises quien se va de Ítaca para volver. Es salir de la patria, 5

Cristina de Peretti, Jacques Derrida. Texto y deconstrucción (Barcelona: Ed. Anthropos, 1989), 21.

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de su lugar, para volver enriquecido de múltiples experiencias. Su ser, al volver, se extiende, se hace más Ulises, aunque bien sabemos que nunca dejó de serlo. La suspensión de la regla es necesaria para la expansión de la misma y la experiencia del otro, de lo otro, exige esta suspensión para la decisión creativa. La justicia es particular ya que tiene que ver con los existentes, con su singularidad mientras que el derecho es universal. El derecho se ve en el marco de lo universal, que mata la singularidad, y se mueve por reglas posibles y calculables. Ahora, la justicia exige lo imposible: la indecidibilidad que no es una mera oscilación entre dos decisiones sino que es una entrega a la decisión imposible teniendo en cuenta el derecho y la regla.6 La aplicabilidad de la ley para que sea justa ha de pasar por este proceso de la indecidibilidad, la suspensión de la ley misma, y la reinvención que exige el otro. El otro merece ser jugado a su modo, teniendo en cuenta su singularidad y su infinitud incalculable. No existe entonces la ley universal que se aplique unívocamente a todos los casos. La ley más universal sería en definitiva la más particular. Así mismo, la aplicabilidad de la ley ha de necesitar ese instante de locura de entrega a lo desconocido, a lo infinito. Este sería el momento de decisión que se vería arrebatado por la urgencia y la precipitación que “actúa en la noche de un no-saber y de una no-regla.”7 El otro es la medida de comprensión de lo (in)justo. Existe la ley universal la cual exige ser aplicada a un existente particular. Así, lo justo se dirime por el otro. Cuando la ley se abre al lenguaje del otro se da la aplicabilidad justa de la ley 6

“Lo indecidible no es solo la oscilación o la tensión entre dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que siendo extranjero, heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo —es de un deber de lo que hay que hablar— entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla.” Ibid., 55. 7 Ibid., 61.

46 | CLEMENCIA CAMPOS MASSA – El existente es la medida de comprensión de lo (in)justo


que no es sino lo menos injusto posible en tanto que se aplica justamente a su injusticia trascendental. La aplicabilidad de la ley no es sino la (re)creación de la ley. Es romper, gritar y hacer ruido para que se imponga lo que no estaba impuesto. Y esta imposición no se da por la fuerza de quien impone, es decir, no es sin fundamento,8 sino que el mismo fundamento se encuentra en la aparición de ese otro que hizo a alguien pegar el grito en el cielo.

8

“Dado que en definitiva el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posición de la ley, sólo pueden por definición apoyarse en ellos mismos, éstos constituyen en sí mismos una violencia sin fundamento.” Ibid., 34.

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El don de la política. La Huella del Otro en la Inscripción de la Ley Martín Grassi (UCA – USAL – ANCBA – CONICET)

El don de la política. El genitivo nos invita a jugar un doble juego: por un lado, pensar aquello que da la política, y, por otro lado, pensar la política misma como algo dado. Este doble juego que proponemos no es caprichoso, en tanto que las dos figuras de una política donadora, y de una política dada, aparecen frecuentemente en la historia de la filosofía. Diría, más aún, que ambas figuras son indisociables, y que, en todo caso, solemos encontrar en la reflexión filosófica una preeminencia de una figura sobre la otra. Pero intentaré ir aún más lejos, y mostrar que ambas figuran se identifican, en última instancia, es decir, que es la política lo que dona lo político, o que lo que da la política es lo político mismo. La corriente contractualista ha mostrado cómo lo político logra crear un espacio para la política, es decir, para la efectiva convivencia entre individuos libres, quienes, sin la regulación de la ley, se aniquilarían entre sí. La paradoja central estriba aquí en que un lazo social se logra a partir de un estado de guerra, de disgregación, lo cual supone una comunión antes de la comunidad, es decir, un momento de acuerdo antes de todo pacto. Esta paradoja que señala Paul Ricœur


debe ser entendida desde una distinción entre lo político y la política, en tanto que la primera indica la condición ontológica del ser humano como ser comunitario, mientras que la segunda alude a la efectiva realización de una comunidad. De este modo, lo político sería la condición de posibilidad de toda política efectiva, mientras que esta última no sería más que la manifestación histórica y concreta —y por ello, óntica— de esta condición. Sin embargo, la dialéctica entre la condición y lo condicionado implica que es a través de este último que llegamos al primero, es decir, a partir de la política que logramos indicar lo político. El contrato social intenta alcanzar lo ontológico como momento óntico, o como instancia histórica antes de toda historia; sin embargo, puede leerse también como una ficción metafórica para indicar esta dimensión social antes de toda sociedad. En este sentido ficcional, el contractualismo presenta a la política como aquello que da u otorga la paz social anhelada. Propiamente, lo político no da nada, sino que permite, en todo caso, que el ente político se constituya para garantizar el orden de la polis a través de las leyes que dictará el soberano o la instancia gubernamental. Pero, al mismo tiempo, como mostraría Platón en su mito de Prometeo y Epimeteo, en el cual el hombre es dotado de razón gracias al fuego divino, pero también es dotado de política por obra gratuita de Zeus, la política misma es un cierto don. Es interesante notar que, en ambos casos, tanto Platón como Hobbes (para nombrar al padre del contractualismo moderno) consideran al hombre como un ser entre otros que precisa de la instancia política como suelo de su vida intersubjetiva, como aquello que posibilita la vida humana misma. Pero ¿quién da la política? ¿Acaso puede darse solo aquello que no se tiene ya de algún modo? Si la condición del hombre no fuera ya ontológicamente política, entonces ninguna instancia política efectiva podría dar absolutamente nada, así como tampoco podría darse la política como institución. En otras palabras, el don de la política es doble, pero 50 | MARTÍN GRASSI – El don de la política. La Huella del Otro en la Inscripción de la Ley


idéntica: lo político da la política, así como la política da lo político. Lo político da la política en tanto que es la condición de su posibilidad efectiva; la política da lo político, en tanto que asegura ónticamente su posibilidad. En efecto, si la política, en última instancia, busca la paz social a través del hilo conductor de la justicia (razón por la cual el derecho y la política son indisociables), es en tanto deja como espacio irreductible lo político como tal. Quizá, en este sentido, una posible definición del totalitarismo sea la politización radical y absoluta de lo político, en tanto que reduce el espacio de posibilidad siempre abierto e infinito de la condición ontológica del hombre como ser político a una de sus efectivas realizaciones. Si continuamos el hilo de Ariadna de la ley, podríamos decir que este totalitarismo político se identifica con la reducción e identificación de la justicia con el derecho (reducción denunciada especialmente por Jacques Derrida). La política y lo político, entonces, se encuentran esencialmente compenetrados, dándose el uno al otro constantemente; llevados al plano de la ley, el derecho y la justicia se encuentran igualmente entrelazados, siendo la justicia la condición de lo jurídico, y lo jurídico el lugar de la justicia. Pero sigue en pie la pregunta inicial: ¿quién otorga qué en el plano de la política y de lo jurídico? Propiamente, no hemos hablado aún del donador, sino de la condición de la donación. Sin embargo, este rodeo por la condicionalidad nos obliga a rastrear al donador dentro de esta dialéctica, en tanto que nada que no sea político puede dar la política, así como nada que no sea ya política puede recibirlo. No podemos postular lo absolutamente extraño a lo político como aquello que dona la política. Pero intentemos comprenderlo desde el plano de lo jurídico, que articula simbólicamente las instancias de lo político y lo constituye como tal. La ley no puede ser dada sino por lo que puede ser sometido a ella; pero, a la vez, para poder darla, para poder establecerla, proponerla, quien la da no puede estar absolutamente sujeto a la ley. En el orden de lo político, es elocuente el hecho de que Fenomenología y hermenéutica de lo político | 51


quien da la política sea el Soberano en su dimensión suprahumana, o pseudo-divina, ya sea desde la imagen de Zeus, ya sea desde la de Leviatán (es decir, imágenes que aluden, al mismo tiempo, a una pertenencia y a una no-pertenencia al plano de lo humano, es decir, de lo politizado en cuanto tal). Así también, en el orden de lo jurídico, quien legisla debe estar tanto dentro como fuera de la ley, es decir, sin ser absolutamente extraño, debe instalarse en las afueras del derecho mismo. Si se identificara completamente con lo jurídico, no podría dar nada, puesto que toda donación implica una novedad, una cierta gratuidad que no es garantizada por la ley establecida, así como tampoco una alteridad radical respecto al derecho podría dar ley alguna, ya que una pura heterogeneidad entre los planos implica una radical inefectividad, una incapacidad de inter-acción entre quien legisla y lo legislado. En última instancia, la pregunta por quien dona lo político-jurídico se despliega desde la huella misma del don prodigado, por lo cual la idea de huella nos remite a la impugnación de toda heterogeneidad entre donador, don y donatario. Un capítulo aparte merecería la situación ontológicoóntica de la huella, pero indiquemos, al menos, que esta noción implica una ausencia que se hace presente gracias a una determinada acción que se ha depositado como resto. La diferencia entre la acción y su efectividad es salvada por la huella, tanto en el sentido de que toda acción es efectiva en tanto que se inscribe en un determinado plano (inscripción es también un modo de decir huella), así como en tanto la efectividad de la acción no agota las posibilidades mismas de la acción. Este resto efectivo —expresión que bien puede servir para una definición de la huella— es, a la vez, un resto efectuante, en tanto que la huella prodiga sentidos que la acción original no había mentado. Tal como nos muestra un texto, considerado como huella de una acción semántica, podemos apropiarnos y reapropiarnos constantemente de su sentido, y el campo de interpretaciones posibles señala una inagotabilidad de la huella en tanto que tal. Ahora bien, quien puede 52 | MARTÍN GRASSI – El don de la política. La Huella del Otro en la Inscripción de la Ley


hollar la ley es, a la vez, ciudadano y extranjero respecto a lo jurídico, condición paradojal que solo podemos encontrar en los casos extremos del soberano y del marginado, es decir, de aquél que se encuentra por encima de la ley y, por ello puede dictarla, o de aquél que se encuentra por debajo de la ley — no en tanto que está sometido, sino en tanto que la ley ni siquiera lo contempla—, y, por ello, puede producirla. Aquí, en este espacio paradojal, es donde deberemos buscar el don de la política. La ley es una cierta huella, y como tal es una determinada inscripción. La ley, aún más, se construye siempre como texto (sea como texto sagrado, sea como texto político, sea como texto de la conciencia, en tanto que la conciencia misma es ya un discurrir con símbolos y lenguajes heredados). La huella de la ley remite, a su vez, a la huella del Soberano, en tanto que éste es quien inviste a la ley de la autoridad necesaria para constituirse como instancia imperativa. El imperativo de la ley no se desentiende de la acción de imperar propio del Soberano, y hay, entre ambos imperativos, una oscilación constante de fundamentación: la ley es soberana, el soberano es legitimado. El soberano (siempre tomado en un sentido amplio, más allá de cualquier tipo de organización gubernamental) aparece en su ausencia en la ley, en tanto que la ley lo sustituye en su cuerpo sin perder su espíritu: la voluntad regia se cristaliza en lo jurídico, y el carácter imperativo del derecho obedece a la raíz decisoria del soberano. Pero, como toda huella, la ley trasciende la voluntad misma del soberano, y como todo texto, deja de pertenecerle: la ley revela una infinidad de posibilidades en tanto que se rebela a su reducción al autor. Ello supone, a la vez, una condena y una bendición: condena, porque se tiende a naturalizar una acción que es esencialmente arbitraria, afirmándola en su carácter imperativo de un modo estático y universal; bendición, porque en esta distancia de la ley respecto al soberano, se asegura, al mismo tiempo, el elemento imperante (gracias al cual un orden puede ser garantizado) y el eleFenomenología y hermenéutica de lo político | 53


mento histórico (gracias al cual el orden es constantemente reapropiado y reinterpretado por la comunidad política). La huella del soberano en la huella propia de la ley indica aún otra alteridad, la del marginado. Si multiplicamos las huellas en lo político-jurídico no es con ánimos de enfadar a Guillermo de Ockham, sino porque es necesario dejar siempre abierto el espacio para lo político, entendido ontológicamente. En efecto, si la huella de la ley se identificara con la huella del soberano, entonces la ley misma se reduce a la voluntad regia, en sí misma caprichosa y arbitraria. Es necesario considerar la ley no como la huella de la acción soberana, sino como la huella de una inter-acción, y en ese sentido, como huella política, como huella de lo político. Es preciso, entonces, postular otra acción, otro modo de hollar la historia, otro modo de inscripción. Este otro modo debe ser buscado en esa otra alteridad que, sin ser extraña a la ley, se encuentra sin embargo fuera de ella. Aquí las palabras nos traicionan. Así como el soberano se encontraba fuera de la ley por ser quien la dicta, el marginado se encuentra fuera de la ley en tanto que ésta no lo alcanza –aún cuando sea su radical intención. Aquí es preciso subrayar que la ley se manifiesta ella misma como una búsqueda de la justicia, pero que dicho carácter no se lo debe ya al soberano (como sucedía con su carácter imperativo), sino que se lo debe al marginado. En efecto, lo jurídico implica, por definición, la universalidad de su aplicación; en otras palabras, es esencial a lo jurídico abarcar todo el espectro de lo humano, y en ese sentido, no dejar espacio para lo arbitrario (o en todo caso, dejar espacio para lo arbitrario es ya una definición jurídica, lo cual nos llevaría a una amplísima discusión, que me gustaría retomar en próximas escrituras, en torno al vínculo entre lo íntimo y lo público). Esta universalidad buscada por la ley no puede entenderse desde la perspectiva única del poder, como deseo de control absoluto, sino que se encuentra necesariamente con el reclamo de visibilidad por parte de aquellos que son invisibles. Claro que uno de los peligros de lo jurídico es su 54 | MARTÍN GRASSI – El don de la política. La Huella del Otro en la Inscripción de la Ley


reducción a la tiranía, pero eso supone tan solo atender al carácter imperativo dado por el soberano; pero si atendemos a que el soberano mismo precisa la legitimación para su efectivo poder, nos encontraremos necesariamente con el polo de la justicia que se sitúa en las coordenadas no del poder, sino de la impotencia. La impotencia, como incapacidad de actuar, no es absolutamente extraña a la política, sino que, estando fuera del texto de la ley, actúa, sin embargo, desde las márgenes como aquello que exige su inclusión. El reclamo del marginado es esencial a la ley, en tanto que la libera de su estrechez, y le promete un cumplimiento de su universalidad. En este sentido, el marginado pro-duce la ley. Paradojalmente, la potencia de la ley es prometida por la impotencia del marginado: si el derecho redujera la exigencia de justicia a su texto, entonces nos vemos llevados nuevamente a la anulación de la huella en tanto que es efectuante. En este sentido, el marginado garantiza el elemento dinámico e histórico del derecho en tanto que aparece como aquella alteridad que nos responsabiliza hasta el infinito, razón por la cual la justicia era, para Levinas, el estar frente al rostro del otro, del huérfano, de la viuda, del pobre. Pero los peligros tampoco pueden ser aquí descuidados: si la ley manifestara tan solo la huella del marginado, entonces no podría tener una efectividad, es decir, perdería su carácter imperativo; por otro lado, no podría, propiamente, inscribirse, puesto que el marginado es, por definición, analfabeto, incapaz de escribir él mismo el texto de la ley. Es preciso, por ello, que la huella del soberano actúe en la huella de la ley. El don de la política, pues, es la política misma. Y la política se escribe, ante todo, por sobre todo, siempre, en caracteres jurídicos. No hay horizonte político que no sea, al mismo tiempo, legal. Pero decir el don de la política es decir, al mismo tiempo, a aquel otro que nos la regala, y que es prodigado por la política misma: es el soberano y el marginado quienes pueden fenomenalizarse en el espacio político, al tiempo que fenomenalizan la política misma. Quizá el don Fenomenología y hermenéutica de lo político | 55


de la política sea la política misma, entendida como horizonte de sentido de toda aparición de la alteridad, entendida como la impugnación de toda alteridad radical, y, por ello, también, como impugnación de toda mismidad absoluta. El don de la política es la política misma entendida como donación recíproca entre hombres que, siendo diferentes, son también semejantes; que siendo extranjeros de todo mundo, son conciudadanos de esta comunidad humana.

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Polemicidad, prioridad y esencia de lo político Un examen del fenómeno político desde Carl Schmitt Augusto Dolfo (Universidad Nacional del Litoral)

“Queda ahora por ver cuáles deben ser los modos en que se conduce un príncipe con los súbditos y con los amigos. Y como sé que muchos han escrito sobre esto, dudo, al escribir también yo sobre lo mismo, si no seré tomando por presuntuoso, sobre todo por apartarme, cuando se discute sobre esta materia de los principios de los otros. Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido verdaderamente. Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien sobre su ruina que sobre su propia preservación.” Nicolás Maquiavelo, De Principatibus, XV. (1513)

1.

Introducción

Hacer hablar a Carl Schmitt hoy, tal vez sea la manera más adecuada de poner a prueba algunas de sus tesis de mayor relevancia. Por ello es que me propongo revisar su teoría desde dentro, algo así como Schmitt desde Schmitt. Ya mucho se ha dicho acerca de su famosa confrontación con el li-


beralismo y de las controversiales consecuencias de su decisionismo político, sin embargo el liberalismo contemporáneo se aproxima a Schmitt mucho más de lo que este hubiese deseado y de lo que aquel hubiese creído antaño. Hacer hablar a Schmitt supone para algunos que hable el abogado del diablo, por su profesión y su afiliación política al nazismo. Para otros tal vez sea invocar a un criminal juzgado frente a los tribunales de Nürnberg. Sin embargo y para disgusto de aquellos, tomar tales actitudes es una reivindicación que aumenta la necesidad de examinar nuevamente algunas de las tesis más importantes ensayadas por Carl Schmitt. Por tales razones en esta ocasión me dedicare a examinar El concepto de lo político, obra de peso en la producción intelectual Schmitt, y paso obligatorio para todo aquel que pretenda una aproximación a su pensamiento. En el §3 de El concepto de lo político Carl Schmitt expone la tesis de la polemicidad de los conceptos. En este trabajo pretendo considerar la tesis mencionada en conjunto a otras dos tesis fundamentales de dicha obra, a saber, la tesis de la prioridad de lo político sobre lo estatal (§1) y la tesis de la esencia de las relaciones políticas (§2). De este modo procuro dar cuentas de la función que ocupa el fenómeno de lo político y subsidiariamente de la dinámica propia del conflicto político en el seno de un orden político concreto, según la visión de Carl Schmitt en El concepto de lo político. De tal modo entonces, procuro dar una imagen del planteo schmittiano de la polemicidad de los conceptos, del carácter fundacional de lo político y finalmente de la relación Amigo-Enemigo que supone el antagonismo esencial de lo político según Carl Schmitt. Por tanto el trabajo consta de tres secciones y una conclusión. En la primera sección me dedico a analizar la tesis de la polemicidad de los conceptos, en la segunda sección me detengo en el tratamiento de la tesis de la prioridad de lo político y de su función fundacional en el programa de El concepto de lo político, en la tercer sección atiendo la estructura del conflicto y los principios que 58 | AUGUSTO DOLFO – Polemicidad, prioridad y esencia de lo político. Un examen del fenómeno político desde Carl Schmitt


rigen la relación Amigo-Enemigo y finalmente me dedico en las conclusiones a brindar una serie de observaciones respecto de algunos puntos que se presentan en el itinerario teórico de El concepto de lo político.

2.

Polemicidad

Sin mayores inconvenientes podemos aceptar que toda manifestación política es controversial. Tal es así que “…la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo.”1 En cuanto seamos capaces, no de aceptar que estamos equivocados, pero sí de que a nuestra posición puede existir la posibilidad de alguna clase de desacuerdo, o haciendo justicia al concepto que hemos escogido que puede existir una versión contraria, hemos de aceptar que una manifestación política ha de ser siempre controversial. Carl Schmitt es consciente de esta cuestión elemental y refleja tal idea en una de sus tesis de mayor relevancia al interior de su teoría: Todos los conceptos, ideas, y palabras poseen un sentido polémico se formulan con vistas a un antagonismo concreto, están vinculados a una situación concreta cuya consecuencia última es la agrupación según amigos y enemigos (que se manifiesta en guerra o revolución) y que se convierte en abstracciones vacías y fantasmales en cuanto pierde vigencia ésta situación.2

De tal modo hemos aceptado de manera colateral que uno de los pilares de lo político descansa en el rasgo controversial del desacuerdo inicial, a su vez que estar en desacuerdo no implica necesariamente creer que estamos equivocados sino todo lo contrario. Sin embargo podemos aceptar que a pesar de no creer que estamos equivocados, deseamos 1

Carl Schmitt, Der Begriff des politischen (München und Leipzig: Verlag von Duncker und Humblot, 1932). Traducción española: El Concepto de lo político, trad. Roberto Agapito (España: Ed. Alianza, 2005), 56. 2 Ibid., 60.

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examinar cuan ciertos estamos y por ello nos predisponemos a revisar nuestras convicciones a la luz de aquella versión contraria. También debemos desde un comienzo aceptar que lo político, tiene un interés respecto del desacuerdo público, de manera que no se conviertan en asuntos de relevancia política debate tales como los gustos por Picasso y el placer por el arte vanguardista y que “Sólo el enemigo es enemigo público”3 en stricto sensu. De tal modo preservamos lo político como aquel asunto público de relevancia y cuya nota característica es la controversia respecto de un determinado asunto cuyo alcance excede los límites del desacuerdo individual. Tal es así que nadie que esté en acuerdo con nosotros y con todo lo que hemos dicho hasta aquí estaría impedido de iniciar un negocio con quien no esté de acuerdo al menos en otro asunto que no sea el económico, ni trataría de criminal a aquel con quien no acordase respecto de, quién debe ser el guardián de la Constitución. Hasta aquí poco hemos dicho de la polemicidad, sin embargo hemos aceptado que al manifestarnos de modo político no escapamos del antagonismo y que ipso facto aceptamos una actitud controversial frente a otro cuya posición me resulta extremadamente antagónica por su intensidad y que se encuentra situada en un correlato temporal compartido. De manera que “…la esencia de las relaciones políticas se caracterizan por la presencia de un antagonismo concreto…”4 Todo desacuerdo supone otra parte, pero ahora debemos suponer que dicha parte se comporta de manera similar a la nuestra, por lo tanto hemos de suponer que la parte a la que nos oponemos no tiene razones diferentes a las nuestras para creer estar en lo cierto. Esto quiere decir que, “[una] correcta comprensión de lo que desencadena la más terribles

3 4

Ibid., 59. Ibid., 60.

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hostilidades es justamente el que cada una de las parte esté convencida de poseer la verdad, la bondad y la justicia.”5 Frente a tal caso las cosas parecen ponerse un tanto dificultosas, ya que a priori pareciese que no hay motivos para alcanzar un acuerdo entre las partes. De allí nace la pregunta, ¿cómo resolver el conflicto entre partes que se ven entre sí de modo simétrico? Para Schmitt alguien debe decir y disolver el conflicto al mismo momento que desmonta la polémica, que de otro modo establecería un dialogo cuyo interés antes que disolver las diferencias colabore en fortalecerlas aún más con cada nuevo argumento expuesto. Resulta entonces que la polemicidad opera al interior de la estructura política como la función dinámica que da una dirección al conjunto de elementos involucrados en el conflicto político. A su vez, por su esencial circularidad, conduce a recurrir a la instancia decisional como aquella que garantiza que el movimiento culmine y no quede estancando sobre el un debate centrífugo. De manera que podemos decir que la polemicidad funciona como un elemento del fenómeno político cuyo oficio es imprimir la dinámica al conflicto político que se revela bajo “…una distinción autónoma, pero no en el sentido de definir por sí misma un nuevo campo de la realidad sino en el sentido de que no se funda en una o varias de esas otras dimensiones ni se puede reconducir a ellas.”6 A su vez la polemicidad supone subsidiariamente la posibilidad de que los agentes involucrados no sólo respeten una simetría entre sí, sino también la plena libertad para expresarse en desacuerdo sobre aquello que no convienen. Siendo esta causa que da lugar al antagonismo esencial de lo político, a saber, la diferencia entre dos bandos el de amigos y enemigos, que es insuprimible por el derecho fundamental que tiene los agentes para expresarse. De manera que, “Sería más correcto decir que la política ha sido, es y seguirá siendo 5 6

Ibid., 94. Ibid., 56.

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el destino, y que lo único que ha ocurrido es que la economía se ha transformado en un hecho político y se ha convertido así en ‘destino.’”7

3.

Prioridad

Sin dudas luego de lo que hemos dicho, debemos buscar el momento constitutivo del Estado en la esencia de lo político, después de todo “El concepto de Estado supone el de lo político.”8 Nuestros amigos contractualistas estarían de acuerdo con nosotros al decir que en el principio el Estado, se sirve de fundamento de una decisión, de un ejercicio de la voluntad. De allí que en el origen esté el Soberano y que éste se identifique con la decisión política. A su vez que esta situación inicial se caracterice por su rasgo excepcional. Entonces cabe preguntarnos por el quién, el cómo y el qué, es decir, quién debe decidir, cómo debe hacerlo y cuál es el contenido que debe preponderar en la decisión política. Nos ha quedado vinculado, de este modo, la función polémica a la función fundante de lo político, la que se traduce como una prioridad ontológica de lo político sobre lo estatal. A su vez según esta prioridad el momento fundacional de la decisión queda identificado con el Soberano. Ello implica que la decisión resulte en efecto polémica y constitutiva, es decir, el origen del Estado radica en una decisión soberana y política, el Estado resulta un efecto de esta acción. De allí que el Estado no puede escapar de la determinación que ha impreso la polemicidad en él, y que al alojarla en su seno podamos encontrar la posibilidad de nuevamente entrar en conflicto. También debe considerarse que la instancia fundacional de lo político se determina por un principio composicional

7 8

Ibid., 105. Ibid., 49.

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asociativo,9 que se identifica con la decisión. De tal modo ello nos lleva a pensar que el Estado como resultante de la decisión debe garantizar el orden y su subsistencia como un orden concreto, de allí que Schmitt sostenga que “...el Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente…”10 Pero para que el Estado funcione como garante se supone la posibilidad del conflicto, antes y después de él. Entonces la garantía de la conservación del Estado adviene de la potencialidad latente del conflicto, lo que equivale a decir, el Enemigo siempre se presenta predispuesto al conflicto. El conflicto, la polemicidad, no puede ser suprimida por ser causa de la dinámica que sostiene el movimiento político y a su vez por la incapacidad de normativizar la predisposición de los agentes a manifestarse respecto de aquello que con lo que no acuerdan. De allí que “…todas las teorías políticas propiamente dichas suponen que el hombre es ‘malo’ y lo consideran como un ser no sólo problemático sino ‘peligroso’ y dinámico.”11 Es por tanto que puede sostenerse que las categorías políticas son el fundamento originario que determina, en su dinámica, las características ulteriores del Estado, de modo tal que ellas son fundamento del Estado. Pero aquí es donde el asunto pareciese mostrar su complejidad. Como bien podemos notar, tenemos dos elementos fundamentales, por la negativa el conflicto y por la positiva la decisión. A su vez el conflicto contiene en su interior el problema y la solución, ya que como hemos visto él necesariamente reconduce a la necesidad de una decisión. Schmitt bien sabe notar esto, pero el punto es que la solución ha de tener varias alternativas y el camino que Schmitt escoge no es del todo deseable para las democracias contemporáneas ni para los sistemas representativitos actuales. Schmitt sabe 9

Carlo Galli, “La mirada de Jano,” Ensayos sobre Carl Schmitt, trad. María Julia de Ruschi (Argentina: Ed. Fondo de Cultura Económica, 2011), 33. 10 Schmitt, El Concepto de lo político, 49. 11 Ibid., 90.

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identificar el fenómeno político, se encomienda a las cosas mismas y revela su esencia, pero oscila entre la naturaleza conflictiva y su solución, es decir, plantea dos grandes teorías respecto por una parte nos brinda una teoría de los elementos del conflicto político y por la otra adjunta ad hoc su decisionismo político, la que trae consigo su teoría de la autoridad política. Esta teoría de la autoridad política pareciese no ser afín a los propósitos democráticos, y es por ello que podemos divorciarla del conjunto, para así conservar lo que hemos de llamar su tesis de la polemicidad de los conceptos y su tesis de la autonomía de lo político. Esto entonces significa que tenemos en escena actuando dos grandes propósitos, la identificación del problema y su irresolubilidad y el decisionismo político que viene a palear aquel punto débil. Ahora cabe observar que a pesar de que al interior de la teoría de Carl Schmitt estos dos grandes elementos operan conjuntamente, esto no tiene por qué ser así para nosotros. Es decir no tenemos por qué comprometernos con la solución, al estar de acuerdo con el problema. Quiero decir que si bien el problema es uno, las soluciones que lo diluyen pueden ser variadas y dependen del concepto de autoridad que estemos dispuestos aceptar. Los efectos poco deseables de la teoría de Carl Schmitt advienen en función del rol que debe ocupar el soberano y su decisión como diluyentes del conflicto, su visión de la democracia y la ocupación del soberano como garante de dos aspiraciones que se suprimen en el conflicto, a saber el orden y la paz. Siendo estas dos características fundamentales del caso normal de la vida bajo un orden concreto tal como es la vida al interior del Estado. Por ello podemos separar la solución schmittiana de nuestro panorama y conservar las operaciones que se suponen en su esencialismo político, al que nos dedicaremos en el próximo apartado.

4.

Esencia de lo político

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El conflicto político dentro del programa de Carl Schmitt cumple internamente una función negativa, de allí que Schmitt se empeñe en demostrar la necesidad de su superación. La simetría del par Amigo-Enemigo se sostiene gracias a dos principios, por una parte el principio audi alteram partem y por la otra nemo iudex in causa sua. Con lo cual, la crítica schmittiana recrea una imagen del parlamentarismo republicano, del proceso deliberativo democrático y de la necesaria instancia de decisión resolutoria del conflicto. Como ya hemos dicho el conflicto supone a las partes involucradas que configuran el proceso deliberativo respecto del contenido del concepto sobre el cual no hay acuerdo posible. Amigos y enemigos se comprometen a respetar la simetría al asumir el principio de audi alteram partem, el que a su vez funciona como garantía de la deliberación en su instancia positiva, es decir, mediante su puesta en movimiento según algunos ha de alcanzarse el acuerdo, pero sin embargo al entrar en función junto al principio de nemo iudex in causa sua ocasionan el incesante proceso deliberativo. Tenemos entonces que la imagen del conflicto político schmittiano reproduce una discusión que en ocasión de cada exposición de argumentos cala con mayor intensidad las diferencias entre los bandos a la vez que no da lugar a una decisión, en otras palabras a salir del conflicto, y ello se debe al hecho de estar impedidas las partes a imponerse una sobre la otra. De tal modo la imagen del conflicto muestra el problema y la solución. Si atendemos la configuración del conflicto encontramos en su interior el par Amigo-Enemigo o la relación esencial de lo político. Sin embargo hemos dicho que el conflicto se condiciona por dos principios, veamos entonces en primer lugar las dos instancias del principio audi alteram partem. En primer momento este funciona como el garante de la simetría entre los agentes envueltos en el conflicto, siendo esta su instancia positiva, sin embargo Schmitt logra poner de relieve su cara negativa, la que se revela mostrándose como el causal de intensificación de la diferencia antes que de la Fenomenología y hermenéutica de lo político | 65


identidad. De allí a su teoría del soberano estamos a un paso, pues las partes al estar imposibilitadas a ser juez en su propia causa deben recurrir un tercero impartial que diluya finalmente el conflicto. Este es el recorrido genealógico que a su vez como exposición de motivos justifica la necesidad del Soberano. Schmitt logra mediante la imagen del conflicto que forma a su propia medida, dar un uso negativos de los pilares del liberalismo decimonónico y del parlamentarismo republicano, el programa schmittiano pone los principios a su servicio llevándolos a sus últimas consecuencias. Ahora, el punto es el siguiente, se suele creer que Schmitt está interesado en dar una buena teoría del conflicto político, sin embargo nuestra interpretación considera que antes que ello Schmitt está interesado en dar una buena teoría de la autoridad, y que por esta razón el conflicto es una imagen distorsionada de liberalismo y el parlamentarismo al cual él mismo asiste.

5.

Consideraciones finales

Suele caerse en el error de considerar en conjunto las teorías de la autoridad política y la teoría del conflicto político, sin embargo consideramos que hemos dado una serie de argumentos que nos permiten considerar ambas teorías por separado e incluso que no necesariamente tenemos la obligación de comprometernos con ambas a la vez. De tal modo las tesis de la polemicidad, de la prioridad de lo político y de la esencia de lo político colaboran con la descripción y análisis del conflicto político, mientras que la teoría de la autoridad política resulta un teoría ad hoc y es en ella donde se concentra el interés prioritario del programa teórico de Carl Schmitt. Schmitt se sirve de principios que rigen el liberalismo y el parlamentarismo para consolidar su teoría de la autoridad, con ello quiero decir, demostrar la necesidad y legitimidad del Soberano y de su curso de acción. El Soberano de tal modo según la visión de Schmitt cumple con la necesidad, en 66 | AUGUSTO DOLFO – Polemicidad, prioridad y esencia de lo político. Un examen del fenómeno político desde Carl Schmitt


tanto diluye el conflicto y con la legitimidad en cuanto las partes aceptan su intervención, nunca más oportuna la expresión hobbesiana es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley. Podría objetarse de que el Soberano no representa a nadie, sin embargo Schmitt replicaría recurriendo a la definición del parlamento como commune consilium regni nostri, es decir, el Soberano esta solo facultado para decidir sobre aquello que las partes se ven impedidas a decidir por sus propias convicciones, y es ese precisamente el sentido de autoridad que maneja Schmitt, aquel según el cual al reconocer la autoridad dejamos de actuar sobre la base de nuestras de razones para actuar según las de razones de la autoridad que reconocemos y de tal manera legitimamos, ello sin más implica asumir que la decisión de dicha autoridad reflejará una salida a nuestra necesidad. En este sentido el Soberano representa al conjunto y cumple con el principio que afirma que todo lo que el rey hace debe referirse a su reino, y que del mismo modo que la diferencia entre los bandos de amigos y enemigos cobra un sentido existencial la representación soberana también lo hace, tal es entonces que representar en este sentido significa actuar por el conjunto e implica que los actos del representante se imputan al conjunto como un todo homogéneo y no a un individuo especifico, respetando de tal manera aquel importante principio que Schmitt insiste es condición sin la cual cualquier desacuerdo adviene en político, a saber, el carácter público de la controversia respecto de un concepto polémico que a fin de cuentas nos obliga a considerar al Otro como enemigo político y por lo tanto como enemigo público. Ello justifica que la reflexión de Schmitt va por el camino del Derecho y lo político, y no por el camino ético, si consideramos la diferencia que ocupa a tales reflexiones, a saber, el quién para la política y el derecho y la corrección del qué para la ética. A pesar de ello, Schmitt no ha podido salir del prejuicio según el cual, jamás hemos de llegar a un acuerdo en la deliberación que se aloja al seno del conflicto y es por ello que de Fenomenología y hermenéutica de lo político | 67


no ser tal la consecuencia del conflicto podemos prescindir de la teoría de la autoridad que Schmitt se empeña en dar como única alternativa, alternativa que a fin de cuentas puede cuestionarse con el mismo rigor que puede objetarse su visión de la deliberación liberal y parlamentaria.

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Verdad y mentira. Notas marginales a dos análisis políticos tempranos de Paul Ricœur Lorenzo Toribio (Universidad Nacional de Villa María)

Paul Ricœur eligió ser un cristiano de expresión filosófica en la polis. Sus intervenciones sobre lo político fueron siempre cuidadosamente situadas, fragmentarias y precisas evitando ceder a la tentación de incurrir en grandilocuencias estériles. Hacia 1950 y colaborando con la revista Esprit, abordó dos problemas de suma actualidad para aquella época: los absolutismos políticos y religiosos en Occidente y la no-violencia como acción política concreta. Ricœur sostenía que esos absolutismos se habían legitimado previamente a través de una unificación violenta de la verdad y procedió a describir las funciones de unificación realizadas alternativamente por la Teología en el espacio clerical y por la Filosofía de la historia en la dimensión política. Paralelamente, el filósofo se preguntaba bajo qué condiciones el sermón de la montaña podía hacer-se historia. El contexto histórico actual es muy diferente. Una amplia difusión del liberalismo político en las democracias occidentales atestiguaría que los absolutismos religiosos y políticos son problemas superados y, paralelamente, parecería indicar que los desafíos políticos de cara al futuro serían de


otras características. En un escenario así: ¿No resultarían hoy marginales aquellos análisis políticos de la obra temprana de Ricœur? Ésta es la conjetura que aquí quisiéramos poner a prueba: estos artículos ricœurianos devienen hoy marginales porque es precisamente en los márgenes de Occidente donde se estaría gestando la posibilidad cierta de una absolutización del sentido. Paralelamente, la figura de los emigrados: ya políticos, ya de hambre, interpela desde los márgenes a las potencias de Occidente las cuales parecen renuentes a no reaccionar violentamente. Por último: ¿cuál es hoy, y frente a estas dos realidades, el lugar de la Impostura: en qué pliegues del discurso hegemónico la Mentira se presenta como Verdad? El escrito se articulará en tres momentos : (1) La unificación violenta de la verdad a nivel religioso y político ¿no es todavía un problema latente en regiones marginales cuyo poderío militar y económico resulta inquietante? (2) El liberalismo político en Occidente ¿no sería cómplice en la consolidación creciente de un poder financiero privado transnacional, que opera marginalmente a los estados nacionales evitando todo tipo de control jurídico y constitucional, y en ese caso, cómo podría llegar a producirse una nueva absolutización de sentido en Occidente y qué órgano cultural tendría la función de legitimarla ideológicamente? (3) Frente a los marginados de los márgenes ¿qué eficacia histórica podría tener hoy el Sermón de la Montaña y cuáles serían sus traducciones políticas en Occidente?

Mentira en la unidad de la verdad Hacia fines de la década del cuarenta Ricœur avanzó en el análisis crítico de los poderes que, según él, constituyeron el sustrato de todos los autoritarismos religiosos y políticos conocidos en Occidente: Históricamente, la tentación de unificar violentamente lo verdadero puede venir y ha venido realmente de

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dos polos: el polo clerical y el polo político; más exactamente, de dos poderes, el poder espiritual y el poder temporal. Me gustaría mostrar cómo la síntesis clerical de lo verdadero es culpa de la autoridad especial que el creyente concede a la verdad revelada, lo mismo que la síntesis política de lo verdadero es culpa de la política, cuando pervierte su función natural y auténticamente dominante en nuestra existencia histórica.1

Según Ricœur, tanto la autoridad clerical cuanto la autoridad política, tienen la facultad de incidir en el ámbito de la cultura de un modo particular: buscando unificar lo verdadero con el objetivo de reducir la Verdad a un conjunto de creencias. Cuando esa posibilidad se ejecuta con métodos violentos, entonces, se materializa una síntesis de lo verdadero, ya clerical o ya política, que decide hasta el aspecto más insignificante de la existencia del ciudadano. Esta concepción excluyente y fanática de la autoridad ha sido instrumentada con diversos niveles de violencia individual y colectiva: No es un puro accidente histórico el que en la edad media se haya intentado vincular la Palabra a un sistema del mundo, a una astronomía, a una física, a un sistema social. Este intento tiene su razón en la desviación pasional de la autoridad eclesiástica convertida en poder clerical. Debería volverse a pensar toda la idea de cristiandad a partir de una crítica de las pasiones por la unidad. Esta empresa grandiosa expresaba a la vez la grandeza del hombre en busca de la unidad y la culpabilidad de la violencia clerical. Es aquí donde la mentira está más cerca de la verdad. Habría que hacer toda una exégesis de la mentira con motivaciones clericales. ¡Cuántas astucias para seguir estando “conforme,” como si nada se pareciese tanto a la conformidad de lo verdadero como el conformismo de la mentira!2

Son muy pocos los escritos en los cuales Ricœur apela a expresiones tan vehementes, a advertencias tan incisivas co1 2

Paul Ricœur, Historia y verdad (Madrid: Ediciones Encuentro, 1990), 146. Ricœur, Historia y verdad, 158.

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mo aquellas que realizó en relación al autoritarismo teológico. Resultaría probable suponer que el énfasis puesto por el autor —a la luz de una auto-crítica filosófica tan dura como honesta—, guarda una estrecha vinculación con la necesidad de asumir en primera persona la cuota de responsabilidad comunitaria que le cabe a cada miembro de la tradición cristiana: Todavía no se ha cerrado la era de estas artimañas, de estos manejos, de esas maneras de decir sin decir, de dar a entender y retirarse; actualmente quizá no plantee la cosmología estos problemas —al menos con los términos del Renacimiento—, pero ayer mismo la biología, hoy y mañana las ciencias del hombre, han suscitado y suscitarán el mismo tipo de alternativas que la que estuvo a punto de costarle la vida a Galileo. La pasión clerical es capaz de engendrar todas las figuras fundamentales de la mentira que volverá a inventar el totalitarismo político: desde la falsía vulgar, el disimulo y la habilidad, hasta cierto arte de hacer creer, que es el alma de la propaganda, y que consiste en hacer coagular un conjunto de creencias, de costumbres, de nociones, de representaciones en una masa indivisa que ofrece una especie de superficie lisa, esclerótica e impermeable a la acción disolvente de la reflexión y de la crítica. A su vez, esta mentira activa de la propaganda clerical, que ha perdido con frecuencia el hilo de sus propias maquinaciones, sirve de cobertura a “la más astuta de las alimañas del jardín” —la impostura—, la impostura o la mala fe consolidada como fe.3

Pero así como la conciencia teológica muestra su hybris en el poder clerical con el ánimo de unificar violentamente lo verdadero en todas las dimensiones de lo humano, así también, la conciencia política tiene su propia hybris y la función de unificación hegemónica de la verdad fue realizada durante los últimos ciento cincuenta años por la filosofía de la historia. Ricœur incluye aquí al fascismo y al nacionalsocialismo, pero los considera ejemplos no totalmente desa3

Ibid., 159.

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rrollados pues sus filosofías de la historia resultaban provincianas y no representaban al conjunto de la humanidad. No obstante, admite que el caso del marxismo-leninismostalinista es distinto. Puntualmente dirá Ricœur: “en muchos aspectos él es la filosofía de la historia” El universalismo proletario es en principio y fundamentalmente liberador respecto al provincialismo fascista. Pero la toma del poder, en una provincia de la tierra, por los hombres de la dialéctica hace resurgir todas las consecuencias autoritarias de una filosofía de la historia que pretende monopolizar la ortodoxia. […] Por eso una doctrina universalista, a través del prisma de la autoridad y del poder, puede ser tan tiránica como una doctrina racista, si comprende lo mismo que ella su deber de unificar. Del mismo modo, aunque de forma más pueril, el american way of life, que se niega a verse cuestionado por la historia del resto del mundo y se precia de buena conciencia, es tan capaz de recoger la herencia nazi como el “centralismo democrático”; desde el momento en que se intenta una síntesis prematura de los planos de existencia y de verdad, se repiten con la misma vulgaridad los mismos procesos violentos.4

Felizmente para la contemporaneidad, un liberalismo político cada vez más arraigado en las democracias occidentales ha posibilitado la convivencia pacífica sin mayores inconvenientes entre las diversas manifestaciones positivas religiosas y políticas. Señala el autor: Se requiere admitir que la democracia es el primer régimen político que se sabe mal fundado porque se está continuamente fundando. A este propósito, lo mejor que el pensamiento occidental puede ofrecer es la crisis de sus nociones fundacionales. Quizás es el único pensamiento

4

Ricœur, Historia y verdad, 162–3.

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que es a la vez fundacional y crítico, quiero decir, autocrítico.5

Primera nota marginal: en la actualidad hay estados nacionales cuyo poderío militar los torna peligrosos. En África, en el medio oriente y en parte de Asia se encuentra aún latente la posibilidad de que se produzcan síntesis violentas de lo verdadero de la mano de regímenes o líderes Teocráticos que, aduciendo interpretaciones radicales y sesgadas del islamismo, irritan a sus fieles contra las democracias liberales por considerarlas decadentes a nivel religioso y moral. En otras regiones de esos mismos continentes, sin llegar a los extremos del marxismo-stalinista, existen estados nacionales gobernados por democracias de partido único, con fuertes sesgos corporativos, en los cuales los derechos civiles y políticos permanecen aún muy restringidos. Hay, además, autocracias dictatoriales que violentan todo tipo de derechos. Los sectores sociales marginados y sumidos en una indigencia extrema constituyen las mayorías en esas regiones. Esos contextos de alta vulnerabilidad resultan más sensibles a ideologías mesiánicas que prometan soluciones mágicas a desigualdades estructurales. ¿Pueden los absolutismos religiosos y políticos, entonces, considerarse problemas históricamente superados?

El poder financiero privado transnacional al margen del poder político internacional Se ha revisado cómo el poder, bajo ciertas circunstancias históricas, tiende a absolutizar y a monopolizar el sentido de lo verdadero y cómo procede a excluir violentamente todo aquello que no se adapte a ese monopolio. Así también, en un sistema de producción capitalista post-industrial, el capital financiero privado tiende a concentrarse creciendo a 5

Paul Ricœur, “Filosofía y liberación,” en Filosofia e Liberazione. La sfida del pensiero del Terzo-Mondo (Capone Editore: Lecce, 1992), 108–15.

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una tasa más alta que la economía en la cual ese mismo capital se sustenta. Karl Marx demostró acertadamente en el siglo XIX el modo en que se producía la transferencia de valor (plusvalía) desde el sector del trabajo humano —verdadero y único generador de valor agregado a la naturaleza— hacia el sector del capital industrial y comercial, ayudado éste por la intermediación del dinero y de las mercancías. En la actualidad, Thomas Piketty retoma las inquietudes de los autores clásicos de la economía en relación a la problemática de la generación de la riqueza y a su conflictiva distribución (Thomas Malthus, David Ricardo y Karl Marx) con la intención de describir el comportamiento que la riqueza ha tenido en los últimos tres siglos y así realizar un conjunto de proyecciones posibles sobre el comportamiento que la misma podría tener en el siglo XXI. Piketty relativiza y critica el carácter apodíctico de algunas tesis de Marx y es preciso advertir, contra todo fanatismo ideológico de extracción conservadora, que su tarea tiene como horizonte político mejorar el funcionamiento de las democracias liberales occidentales a partir de la aplicación de instrumentos tributarios novedosos. Su propuesta se asienta en el consenso, apelando a un sentido político común que esté dispuesto a aprender de los desvíos de la historia y a corregirlos institucionalmente, de manera pacífica y conforme a derecho. Es auspicioso leer en el texto de Piketty que su esfuerzo no se orienta a demostrar la existencia de leyes históricas o matemáticas de índole deterministas en la economía. Tan alejado de Karl Marx como de Adam Smith en este punto, este autor subordina la metodología a la economía y ésta a la política para orientar la discusión de alternativas tributarias correctivas hacia un debate público, democrático y plural

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que sea consistente con los valores de justicia social que el liberalismo político promueve.6 No hay leyes deterministas en la historia económica, pero la exhaustiva descriptiva de Piketty y su red de investigadores distribuidos alrededor del planeta, permite identificar la existencia de fuerzas convergentes y divergentes al interior de un sistema de producción capitalista. La dinámica observada en las fuerzas convergentes durante los tres últimos siglos (tales como el crecimiento económico moderno basado en nuevas tecnologías y la difusión del conocimiento, entendido el saber como un bien público) demuestra, contra las profecías más negativas, que la distribución de la riqueza no responde a causas naturales ni a estructuras inamovibles de la historia: […] la principal fuerza de convergencia —la difusión de los conocimientos— sólo es parcialmente natural y espontánea: también depende mucho de las políticas seguidas en materia de educación, y de acceso a la formación y las cualificaciones apropiadas, así como de las instituciones creadas en ese campo.7

En contrapartida, cuando se observa la dinámica de las fuerzas divergentes durante los tres últimos siglos, se identifica una fuerza desestabilizadora que, salvo en el período de los treinta gloriosos (1950-1980), permanece constante. Piketty denominó a esta fuerza divergente la desigualdad r > g: La desigualdad r > g implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo del crecimiento de la producción y los salarios. Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamental. El empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes sólo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se repro6

Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (Ciudad Autónoma de Buenos Aires: FCE, 2014), 643. 7 Ibid., 38.

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duce solo, más rápidamente de lo que crece la producción. El pasado devora al porvenir.8

Después de la segunda guerra mundial y durante treinta años los estados nacionales europeos atenuaron esa transferencia de riqueza a partir de la implementación de un conjunto de medidas jurídico-políticas agrupadas bajo el nombre de Estado de bienestar o Estado benefactor. ¿Qué ha pasado en los últimos treinta años? La Unión de Bancos Suizos AG y la consultora Wealth X hicieron público un informe sobre el censo 2014 de los individuos más ricos del planeta. Allí se señala que existen en la actualidad dos mil trescientas veinticinco (2.325) personas físicas que poseen, en total, siete millones trescientos mil millones de millones de dólares (U$S 7.300.000.000.000), lo que da un promedio de tres mil ciento cuarenta millones de dólares por cada una de ellas (U$S 3.140.000.000). Cada uno ha ganado el último año más de seiscientos (600) millones de dólares.9 Esas 2.325 personas acumulan el cuatro por ciento (4%) de la riqueza mundial, pero el cincuenta por ciento (50%) más pobre, es decir, tres mil quinientos millones de personas (3.500.000.000) alcanzan a reunir sólo el uno por ciento (1%) de la riqueza total. Estos datos pintan un cuadro pecaminoso de maliciosa y estructural desigualdad. En relación a las consecuencias derivadas de una posesión ultrajante y degradada, tanto a nivel individual como colectivo, Ricœur indicaba: […] al identificarme con lo que tengo, me veo poseído por mi posesión, pierdo mi autonomía; por eso el joven rico tiene que vender todos sus bienes para seguir a Jesús; “¡Ay de los ricos!” exclama Cristo en el evangelio […] Pero esa misma desdicha personal e interpersonal tiene también una expresión comunitaria; en efecto, el tener no existe en ninguna parte fuera de un régimen de propiedad; aquí es donde nuestra reflexión puede enriquecerse con la de 8 9

Ibid., 643. http://www.billionairecensus.com/home.php (ingreso setiembre 2014).

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Marx, sin preocupación alguna por la ortodoxia marxista. La grandeza de Marx […] es la de no haberse empeñado en ser un moralista; […] su grandeza está en haber intentado una descripción y una explicación de la alienación —es decir de la caída de lo humano en lo inhumano— en el nivel de las estructuras, en haber escrito un libro que no se titula El capitalista, sino El capital.10

Ricœur no vacila en calificar de falso al materialismo dogmático: “primero existía la materia, luego vino la vida, luego el hombre, luego vendrá el hombre comunista.” No obstante y sin titubear también afirmó: […] sea lo que sea del resto del marxismo, su teoría de las clases, del proletariado como clase universal, de la dictadura del proletariado, la mejor joya de su corona seguirá siendo la teoría de la alienación. El buen uso de esta teoría está en devolvernos una visión del mal a escala, no del individuo moral o inmoral, sino de las instituciones del tener. De esa forma puede reencontrarse la dimensión histórica del pecado que tan bien conocieron los profetas, de ese pecado que nadie comienza pero que todos continúan, en el que se ven cogidos sin reinventarlo en cada ocasión; ya al nacer entro en unas relaciones del tener que están pervertidas en el nivel mismo de lo colectivo, aunque sean relanzadas continuamente por actos individuales de apropiación y de explotación moralmente escandalosos.11

La investigación de Piketty demuestra lo gravoso que resulta creer ingenuamente que el mercado resolverá autónoma y naturalmente los desequilibrios derivados de una distribución extremadamente asimétrica de la riqueza. Su investigación posibilita avanzar en una comprensión económica y científica en relación a fenómenos tan tristes y dramáticos como la existencia de los emigrados de hambre y políticos. En nuestras latitudes, esas experiencias nos retrotraen a los inmigrantes del siglo XIX y comienzos del siglo XX; la memoria colectiva se traslada inmediatamente a la figura de 10 11

Ricœur, Historia y verdad, 103–4. Ibid., 104.

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los abuelos y bisabuelos europeos que huían de las hambrunas, de las pestes, de las guerras y que dejaban todo tras de sí para probar suerte en las Américas. Muchos de ellos trajeron la cultura del trabajo y ayudaron a forjar naciones. Otros murieron en el intento, en la más absurda indiferencia, corriendo igual suerte que sus hermanos aborígenes, gauchos y morenos. Esas muertes absurdas y el sufrimiento cotidiano de todos aquellos prójimos que jamás serán protagonistas de la historia, es decir, el sufrimiento de todos los pequeños que Cristo señala en el Evangelio, reclama soluciones prácticas, individuales y colectivas, articuladas institucionalmente. En los últimos ochenta años, y como nunca antes había sucedido, la humanidad ha conseguido producir mucho más alimentos y riqueza de la que es capaz de consumir. La ciencia y la técnica han contribuido de modo notable en esta superación y los avances en comunicación y transportes eliminaron los antiguos problemas y pérdidas. Segunda nota marginal: El sistema de producción capitalista post-industrial ha generado en los últimos treinta años un nuevo conjunto de herramientas financieras que permitieron incrementar aún más la transferencia de riqueza desde los sectores sociales más desprotegidos hacia los más favorecidos. Al mismo tiempo, las organizaciones políticas nacionales e internacionales no han logrado aún arbitrar los mecanismos jurídicos suficientes y eficientes que permitan impedir o atenuar esta nueva transferencia de la riqueza pública hacia la privada y su posterior concentración en muy pocas manos. La tendencia sostenida y desigual en la distribución de la riqueza a favor de los que más tienen sólo puede mantenerse en el tiempo si logra pasar desapercibida frente a la opinión pública. ¿Cuál es el órgano cultural que permite llevar adelante semejante fraude a escala planetaria sin que se alcance a generar los anticuerpos necesarios, incidiendo en la cultura y legitimando la violencia de un modo análogo

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al que lo hicieron sucesivamente la teología y la filosofía de la historia?

El Sermón de la Montaña quiere hacer-se historia Alejado de cualquier tipo de solución política que estuviese vinculada a las multiformes variantes de la violencia progresista, Ricœur se interrogaba en relación a la eficacia histórica que podría tener el sermón de la montaña, convencido de su intención práctica: ¿Con qué condiciones puede la no-violencia afectar a nuestra historia? Porque es ciertamente la historia, no la pureza de nuestras intenciones, lo que nosotros hayamos hecho a los demás, lo que dará plenamente sentido a lo que hayamos querido. Si la no-violencia tiene que ser éticamente posible hay que ponerla en relación con la acción efectiva, efectuada, tal como se lleva a cabo en todas las incidencias mutuas por las que se elabora una historia humana.12

Frente a la ineficacia no-violenta del “yogui” y a la eficacia violenta del “comisario” Ricœur realizaba una apuesta a favor de la eficacia no-violenta pero discontinua del “profeta.” Quedaba entonces un residuo para la reflexión: ¿cómo traducir esa discontinuidad profética en acciones políticas no-violentas pero continuas y constructivas? La respuesta que da el autor consiste en insistir activamente en la institucionalización de la no-violencia en todos sus órdenes. La existencia de los emigrados de hambre y políticos son un síntoma visible de una humanidad que distribuye escandalosamente sus riquezas. La mitad de la población mundial sólo accede al uno por ciento (1%) de la riqueza y no satisface sus necesidades mínimas. Tres mil quinientos millones de personas (3.500.000.000) interpelan desde los márgenes a Occidente. La vida cotidiana de esos marginados se configura desde una realidad violenta por principio. Sería 12

Ricœur, Historia y verdad, 208.

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grave tratar de corregir esa violencia con más violencia. Cualquiera sea su especie. Nuevamente, entonces, ¿cómo puede el sermón de la montaña hacer-se historia?: Todo esto me hace volver, más allá de toda sociología, al Sermón de la montaña, que resume de este modo la Ley: el amor al prójimo es equivalente, semejante, idéntico al amor a Dios. Es muy fuerte, y no es nunca comprendido. Y el juicio en el cual culminará la historia y se sepultará será un juicio no de las palabras (¡Señor! ¡Señor!) sino de la praxis, como dice Marx, de la acción: “Pues tenía hambre y no me disteis de comer; tenía sed y no me disteis de beber; era forastero y no me recogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis… Todas las veces que no lo habéis hecho a uno de estos más pequeños, no me lo habéis hecho tampoco a mí.” Toda la política está contenida aquí.13

Tercera nota marginal: resistiendo del mismo modo a cualquier tipo de violencia progresista como a toda forma de violencia estructural que cotidianamente hace la historia, Ricœur apostó política y tempranamente a institucionalizar la no-violencia en todas las dimensiones de la realidad humana. Una vez que la conciencia filosófica haya realizado el esfuerzo de atravesar en toda su densidad el diversificado mundo de la violencia debería orientarse a la promoción de instituciones cada vez más justas y menos violentas, en la mayor cantidad de estados nacionales posibles. La realidad actual exige que esa institucionalización se consolide eficazmente en el plano internacional. La novedad del aporte de Thomas Piketty reside precisamente en este punto: los líderes políticos de las democracias liberales del siglo XXI pueden generar los instrumentos legales que articulen a escala planetaria una política tributaria más razonable y progresiva. Este sería un buen modo de traducir políticamente el Sermón de la Montaña al nivel de la dinámica de las estructuras económicas, sin por ello eximir a todo hombre de buena volun13

Paul Ricœur, Política, sociedad, historicidad (Buenos Aires: Prometeo, 2012), 114.

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tad a que proteja y cuide los pequeños de la historia que le salgan al encuentro.

Conclusión Estimulando la abundancia de significados ínsitos en el término marginal, se han realizado aquí tres anotaciones marginales a dos escritos políticos tempranos de Paul Ricœur. La ausencia de políticas tributarias razonables y progresivas por parte de los estados nacionales contemporáneos ha posibilitado (por omisión) el injusto cuadro de desigualdad económica que ha sido esbozado a partir de los datos del censo 2014 de Wealth X. Según Ricœur, la conciencia filosófica de occidente debe meter sus manos en el barro de la historia con la vocación de orientar pacíficamente aquello que él denominó el arte moderno de gobernar y de arbitrar los conflictos. Este arte debe respetar un conjunto mínimo de prescripciones: (1) “No es legítimo (ni incluso posible) deducir una política de una teología”14; (2) “fortalecer la autoridad del estado” sólo puede significar “que el poder civil tiene autoridad sobre el poder militar, sobre la policía y sobre la administración, que el poder de decisión pertenece al Ejecutivo y no a los tecnócratas, que el Ejecutivo sólo es responsable ante los representantes del pueblo y no ante los grupos de presión”15; (3) “El derecho […] es esa región de la acción humana en que la obra se presenta como institución […] [es decir] un conjunto de reglas relativas a los actos de la vida social que permiten que la libertad de cada uno se realice sin causar daño a la de los otros.”16; (4) “Los Estados son tanto más Estados cuanto más tienden hacia la coincidencia del poder público con el ejerci-

14

Ibid., 60. Ibid., 62. 16 Ibid., 181. 15

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cio más abierto de las libertades individuales o colectivas.”17 (5) Por último, Ricœur se pregunta: ¿Llamaré “liberal” a esta concepción del arbitraje político? No, si se llama liberalismo la ideología ligada con el racionalismo clásico, que ha vuelto a la democracia política solidaria con la libre empresa y el capitalismo competitivo. Sí, si se llama liberalismo al conjunto de técnicas de limitación mutua y de equilibrio entre la esfera privada de la libertad y la esfera pública del poder. En mi opinión, tales técnicas constituyen menos una ideología que un arte pragmático de la negociación, que se ha forjado lentamente en el curso de quinientos años de historia política.18

El texto más conocido de Piketty fue publicado ocho años después del fallecimiento de Paul Ricœur. No obstante, es notable la coincidencia de ambos en relación al carácter histórico y contingente de las estructuras económicas y a la consecuente subordinación de éstas a la esfera política: no hay autonomía ni determinismo de la dimensión económica. Cuando Piketty, como corolario de su propuesta, aporta una solución técnica que debería ser sometida a negociación entre las esferas públicas y privadas del poder, a nuestro entender, coincide nuevamente con Ricœur: las soluciones para corregir las desigualdades sociales no deberían ser aplicadas de manera violenta, deberían ser institucionalizadas de un modo pragmático: requiere un arte, no una ideología. Ricœur escribió estos artículos tempranos cuando los treinta [años] gloriosos se iniciaban en Europa. En esos años, marcados profundamente por un espíritu de reconstrucción y crítica en todos los planos de la existencia humana, Ricœur se adelantó a denunciar con valentía dos tipos específicos de absolutización de sentido que habían sido responsables de enormes cuotas de violencia en Occidente: la síntesis clerical de lo verdadero y la síntesis política de lo verdadero. Sus ins17 18

Ibid., 183. Ibid., 189.

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trumentos culturales habían sido respectivamente: la Teología y la Filosofía de la historia. Si a la dinámica de la desigualdad r > g se le adiciona la transferencia de riqueza desde los sectores públicos hacia unos pocos actores privados, el cuadro no es muy alentador: estados nacionales contemporáneos cada vez más endeudados y comprometiendo a futuro a varias generaciones de sus ciudadanos; la riqueza privada creciendo más rápido que la pública y cada vez más concentrada; amplios sectores de la población mundial sumidos en la indigencia más extrema. ¿Cómo pueden pasar desapercibidos estos fenómenos tan asimétricos, que benefician a tan pocos y perjudican a las grandes mayorías? Tal vez, al momento de considerar que desde hace treinta años asistimos a una hiper-concentración privada —a escala planetaria— de la propiedad de los medios masivos de comunicación no podríamos dejar de preguntamos: ¿acaso muchos de esos 2.325 mega-millonarios no son los propietarios de los mass-media? ¿Estaremos asistiendo actualmente a una nueva absolutización del sentido cuyas características sean diversas a las dos señaladas por Ricœur? Al repasar las observaciones realizadas en este escrito por Ricœur y al relacionarlas con las descripciones de Piketty surge otra interrogación: ¿podríamos, quizá, estar asistiendo a una nueva unificación violenta de sentido? ¿Tal vez estemos frente a una síntesis financiera de lo verdadero? Por último: un discurso económico-ortodoxo impuesto sistemáticamente desde los medios masivos de comunicación hacia la opinión pública de todo el planeta y alejado cada vez más del liberalismo político: ¿podría llegar a convertirse, posiblemente, en el nervio de la revuelta en tanto órgano cultural hegemónico encargado de instalar las coordenadas ideológicas que permitan absolutizar el sentido en el siglo XXI? 84 | LORENZO TORIBIO – Verdad y mentira. Notas marginales a dos análisis políticos tempranos de Paul Ricœur


Problemas y tensiones en la analítica del poder de Michel Foucault Juan Emilio Ortiz (Universidad Nacional de Rosario)

El pensamiento de Michel Foucault se ha convertido en una referencia necesaria e imprescindible para reflexionar acerca del poder, su génesis y su sentido. En efecto, las reflexiones del filósofo francés constituyen un punto de ruptura decisivo con la forma en que la modernidad ha pensado el problema del poder y la soberanía. Para Foucault, no existe un centro único de irradiación del poder ni existe unilateralidad en su desenvolvimiento. El poder es, ante todo, una relación entre los distintos puntos que conforman un campo de fuerzas. Su análisis está centrado en la efectividad de su ejercicio. El poder se ejerce, funciona. En una clara contraposición a la idea de un poder únicamente definido en torno al concepto de soberanía (concepción típica de los siglos XVI y XVII), Foucault sostiene que la relación de poder es omnipresente. En este sentido, afirma: Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder soberano sobre los individuos; sino el suelo movedizo y


concreto sobre el que el poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento.1

Para Foucault, el poder aparece siempre relacionado con una situación estratégica determinada. Se ejerce en red, y los individuos están siempre en situación de ejercerlo y de sufrirlo. Por esta razón, el poder no se limita únicamente al ejercicio de la coerción, sino que lleva, en lo más íntimo de su naturaleza, la producción de efectos de verdad: “Lo que hace que el poder agarre, que se le acepte, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho va más allá, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos.”2 A través de sus escritos e investigaciones, el filósofo ha insistido en un modo particular de pensar el conocimiento y la verdad desde una perspectiva puramente estratégica. A diferencia de otros paradigmas de pensamiento metafísico, político o moral basados en la búsqueda de los fundamentos del conocimiento, la propuesta de Foucault enfatiza el carácter histórico y, por tanto, ni esencial ni necesario de categorías como las de sujeto, poder, o saber. Tales categorías no son pensadas desde una instancia exterior (trascendental o trascendente) al desarrollo mismo de los acontecimientos, lo cual explica la ausencia de una noción de identidad que trascienda la multiplicidad de las formas históricas. Esto genera un cambio radical en la forma de pensar las instituciones jurídicas y políticas. Al encontrarse privadas de un fundamento privilegiado, de una esencia inmutable y originaria, tanto la política como el derecho constituirían el conjunto de tecnologías que actúan en el entramado de los poderes imperan1

Michel Foucault, “Les rapports de le pouvoir passent á l’intérieur des corps,” entrevista realizada por L. Finas en La Quinzaine Litteráire, n°247, 1–15 enero de 1977, 4–6. Traducción castellana: Microfísica del Poder, trad. Julia Varela y Fernando Alvarez Uría (Madrid: Ediciones de La Piqueta, 1992), 166. 2 Michel Foucault, “Verité et pouvoir,” entrevista con M. Fontana en L’Arc, n° 70 especial, 16–26. Traducción castellana: Microfísica del Poder, 166.

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tes. Siguiendo esta lógica, es posible advertir que no existe una transparencia total entre los objetivos conciliadores de las instituciones democráticas y el funcionamiento real y concreto de las mismas. El derecho y la política pasan a integrar el campo estratégico de las relaciones de fuerza, siendo su objetivo principal (y muchas veces encubierto) el de fundamentar la legitimidad de un ordenamiento social específico. Dice Foucault: Como las coacciones disciplinarias debían ejercerse a la vez como mecanismos de dominación y quedar ocultas como ejercicio efectivo del poder, era preciso que la teoría de la soberanía permaneciera en el aparato jurídico y fuera reactivada, consumada por los códigos judiciales.3

De este modo, Foucault se propone realizar un análisis que permita alejarse del tratamiento tradicional de la relación entre poder, derecho y política. Las teorías de la soberanía de los siglos XVII y XVIII, se pensaban como un instrumento racional que permitía liberar de la arbitrariedad del poder del monarca. Sin embargo, Foucault también sugiere que esta forma de discurso político y jurídico fue capaz de articularse con nuevas instituciones de dominación. El análisis del filósofo apunta hacia aquellas reglas del derecho que las relaciones de poder ponen en acción para producir discursos de verdad. Una hipótesis central de Foucault es que el derecho de nuestras sociedades se construyó a pedido del poder real para servirle de instrumento y justificación. Dice el autor: Desde la edad media, la teoría central del derecho tiene como papel esencial fijar la legitimidad del poder: El problema fundamental, central, alrededor del cual se organiza toda esta teoría, es el problema de la soberanía. Decir que el problema de la soberanía es el problema central del 3

Michel Foucault, Il Faut défendre la société. Cours au Collège de France 1975-1976 (París: Gallimard–Seuil). Traducción al castellano: Defender la Sociedad (Buenos Aires: Fondo de Cultura económica, 2010), 44.

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derecho en las sociedades occidentales significa que el discurso y la técnica del derecho tuvieron la función esencial de disolver, dentro del poder, la existencia de la dominación, reducirla o enmascararla para poner de manifiesto, en su lugar, dos cosas: por una parte los derechos legítimos de la soberanía y, por la otra, la obligación legal de la obediencia.4

Así, el papel de las teorías de la soberanía sería esencialmente producir efectos de verdad, producir fundamentaciones para alcanzar una legitimidad del poder. Continuando con esta línea de pensamiento, no es posible trazar una discontinuidad entre el discurso jurídicopolítico y la guerra. Contra la imagen tradicional que afirma la universalidad pacificadora del derecho, Foucault advierte una impronta decisivamente beligerante en el accionar de las instituciones: la ley no necesariamente implica la pacificación, sino que es usada como instrumento de dominio. No surge desde una neutralidad que puede ser abstraída de toda crítica, sino que está ella misma atravesada por intereses de facción. Por lo tanto, debajo de ella, de manera encubierta, la guerra continúa afectando a todos los mecanismos de poder. La guerra aparece como el motor de las instituciones y el orden. Ni siquiera la verdad y la subjetividad quedan inmunes a este tipo de crítica, ya que toda verdad se esgrime desde una “posición de combate” determinada y el sujeto mismo resulta ser un producto de las relaciones de fuerza.5 A través de esta descripción breve del análisis del poder concebido en términos estratégicos, se puede percibir que este tipo de crítica hacia el derecho y las instituciones no deja nada en pie. Éste es el punto central que ha irritado a muchos pensadores que reprochan a Foucault la ausencia de un programa concreto de acción: Foucault no nos dice qué hacer. 4 5

Ibid., 35. “Vale decir que la verdad es una verdad que no puede desplegarse más que a partir de su posición de combate, a partir de la victoria buscada, en cierto modo en el límite de la supervivencia misma del sujeto que habla.” Ibid.

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Una de las críticas más importantes ha sido formulada históricamente por pensadores como Jean Paul Sartre y algunos representantes del marxismo. Es posible reconocerla asimismo en diversas formulaciones actuales cuando se ataca al llamado relativismo posmoderno. La denuncia se concentra en los efectos anestesiantes6 de este tipo de teorías. En efecto, en varias ocasiones, Foucault sostiene que uno de los objetivos centrales de sus análisis sería poder delimitar y reconocer puntos de resistencia. Sin embargo, dado que su propuesta teórica no parece estar fundamentada en algún aspecto substancial del compromiso ético y/o político, parecería producirse al interior de su filosofía una oposición irreconciliable: la propuesta filosófica de Foucault favorecería la inacción política volviéndose incapaz de dar una respuesta ante la estructura establecida de los poderes imperantes. Es decir, si el poder no puede pensarse al nivel de una macroestructura capaz de ejercer efectos globales, ¿cómo es posible definir una dirección concreta hacia la cual la lucha contra el mismo pueda orientarse? Y, por otra parte, si cualquier fijación de sentido es expresión de una situación estratégica determinada, ¿cuál es el criterio para definir un objetivo o una idea que pueda representar un efectivo ejercicio de contrapoder? Aquello que se percibe en el fondo de esta problemática podría describirse como una tensión irreconciliable entre los planos normativos y descriptivos. Es decir, podrían distinguirse dos actitudes distintas: por un lado, describir en términos críticos y de denuncia el carácter de dominación de las instituciones jurídicas; por otro lado, dar una respuesta efectiva ante las arbitrariedades y los excesos en el ejercicio del 6

“Por ello, respecto de la política, de la acción, y del compromiso, parecería haber un ‘efecto anestesiante’ en los análisis de Foucault. Para expresarlo en palabras llanas, en sus trabajos no sólo no nos dice qué hacer, sino que el hacer mismo, parece finalmente carecer de sentido.” Edgardo Castro, “Anestesia y parálisis. Sobre la analítica foucaulteana del poder” en El poder una bestia magnífica (Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2012), 15.

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poder. De acuerdo con las críticas, el análisis foucaultiano no parece capaz de ofrecer una salida a este último problema. Más allá del carácter de estas objeciones, considero que es pertinente reflexionar sobre el sentido preciso en que el análisis de Foucault puede motivar formas de resistir y evitar los abusos de poder. Existen dos puntos de vista que pueden resultar adecuados para poner de manifiesto esta cuestión. En primer lugar, considero que es necesario realizar una distinción de método. Foucault no dice qué hacer porque su propuesta se concentra en cuestionar profundamente el sentido de las utilidades dadas, de aquellas formas sociales que se consideran naturales y evidentes por sí mismas. Proponer una línea de acción ante una problemática es posicionarse desde una perspectiva específica, es tratar de generar efectos de poder. Incluso podría decirse que la definición misma de lo que es un problema está sujeto a una lógica particular y queda inserto en ese campo estratégico de producción de la verdad. En este aspecto, Foucault ha sido muy cuidadoso y ha preferido que su trabajo sea valorado como una “caja de herramientas”7 antes que como solución definitiva a las problemáticas que describe. Además, como señala Edgardo Castro, en Foucault encontramos un juego de palabras entre efecto anestesiante y efecto de parálisis: al estar anestesiado, no hay consciencia del dolor; al estar paralizado, por el contrario, uno sí es consciente, y esto puede motivar una actitud de crítica y de cambio ante lo que se muestra como evidente, natural y, por tanto, incuestionable. En este sentido, Foucault afirma: 7

“La teoría como caja de herramientas quiere decir: Que se trata de construir no un sistema sino un instrumento: una lógica propia a las relaciones de poder y a las luchas que se establecen alrededor de ella. Que esta búsqueda no puede hacerse más que gradualmente, a partir de una reflexión (necesariamente histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas.” Michel Foucault, “poderes y estrategias” publicado en Les révoltes logiques, núm. 4 (primer trimestre, 1977). Traducción castellana: Microfísica del Poder, 184.

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La crítica de las instituciones psiquiátricas, de las prisiones, no puede ser la premisa de un razonamiento que terminaría con: “esto es lo que queda por hacer.” Debe ser un instrumento para quienes luchan, resisten y no quieren más lo que es. Debe ser utilizada en procesos de conflicto, de enfrentamientos, de intentos de rechazo. No debe servir de ley para la ley.8

Existe un segundo punto de vista, que puede mostrar que resulta posible señalar una lectura alternativa del pensamiento del autor. Una clave importante para ello se encuentra en la interpretación foucaultiana de los conceptos de ilustración y crítica. En sus últimos trabajos, Michel Foucault inscribe su reflexión dentro de la tradición crítica kantiana. En su respuesta a la pregunta ¿Qué es la ilustración?, Kant habría desarrollado un modo de interrogación por la actualidad que es necesario, para Foucault, recuperar. El planteo kantiano, pone al presente como objeto de investigación filosófica que se puede concentrar en una serie de interrogantes fundamentales: ¿qué pasa hoy?, ¿qué es el ahora?, ¿cuál es el punto de vista desde el cual pienso y escribo?9 A partir de estas preguntas, Foucault sostiene que es posible pensar un sentido de la crítica como ontología de nosotros mismos y de la actualidad.10 Esto lo lleva a reinterpretar la respuesta Kan8

Michel Foucault, Dits et écrits, vol. IV (París: Gallimard), 32–3; citado en: El poder una bestia magnífica, 18. 9 Michel Foucault, Le gouvernement de soi et des autres. Cours au Collège de France (Sauil Gallimard, 2008). Traducción al Castellano: El gobierno de sí y de los otros: Curso en el Collége de France: 1982-1983, trad. Horacio Pons (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014), 39. 10 Una ontología del presente remite al ejercicio de un análisis crítico de la actualidad. El mismo está motivado por una serie de preguntas acerca de los modos de constitución de los actuales mecanismos de poder y saber que nos condicionan: “la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a una serie abierta de preguntas (…) pero que responderán siempre a la sistematización siguiente: cómo somos constituidos como sujetos de nuestro saber, cómo somos constituidos como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder, cómo somos constituidos como sujetos morales de nuestras acciones.” Michel Foucault, “Qu’est-ce que les lumières?” Magazine Littéraire, 1993. Traducción castellana:

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tiana a la pregunta por el sentido de la Aufklärung, abriendo una vía para pensar la crítica como una actitud que debe liberarnos del compromiso de alinearnos con formas dogmáticas o excesivamente doctrinarias de pensar el humanismo y la racionalidad. En efecto, tal como parece advertir Foucault, hay un peligro latente en el humanismo como forma de reflexión cuando se combina con ciertas ideas del hombre con pretensiones de alcance universal y que han sido extraídas de la religión, de la ciencia, o de la política. Por esta razón, nuestro autor considera necesario reconocer las ventajas de otro tipo de reflexión que busca potenciar una actitud crítica y de creación de nosotros mismos en nuestra autonomía. En relación a esto, Foucault afirma: Esa ontología histórica de nosotros mismos, debe abandonar todos los proyectos que pretendan ser globales y radicales […] Prefiero las transformaciones muy precisas que pudieron tener lugar desde hace veinte años en un número determinado de dominios que conciernen a nuestros modos de ser y pensar […] Prefiero esas transformaciones siquiera parciales que han sido realizadas dentro de la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica, que las promesas del hombre nuevo que repitieron los peores sistemas políticos a lo largo del siglo XX.11

A través de esta ontología del presente es posible delinear una especie muy particular de ethos filosófico basado en la crítica permanente de nosotros mismos y de las instituciones que nos regulan. Ésta es la actitud que Foucault rescata del planteo kantiano sobre la ilustración y que debe ser permanentemente renovada: la capacidad de hacer un uso autónomo del pensamiento. Sin embargo, dicha actitud no se halla orientada como un método de fundamentación metafísico

11

¿Qué es la ilustración?, trad. Julia Varela y Fernando Alvarez Uría (Madrid: Editorial La Piqueta, 1996), 109. Michel Foucault, “Qu’est-ce que les lumières?,” Revista Magazine Littéraire (1993). Trad. castellana: ¿Qué es la ilustración?, trad. Julia Varela y Fernando Alvarez Uría, (Madrid: Editorial La Piqueta, 1996), 105–6.

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o trascendental. Se propone, por el contrario, como un análisis genealógico “que no procura extraer las estructuras universales de todo conocimiento y toda acción moral posible, sino que tratará los discursos que articulan lo que pensamos, decimos y hacemos como otros tantos acontecimientos históricos.”12 No interpela acerca de lo que puede pensarse como una forma sustancial e invariable de concebir conceptos como la verdad, el poder, y el sujeto. Se pregunta por las condiciones históricas de surgimiento de dichas categorías, por el entramado estratégico de relaciones de fuerzas en el cual las mismas surgen y funcionan. Siguiendo esta trayectoria, es posible afirmar que una ontología del presente basada en un análisis genealógico, no implica profesar un relativismo de principios. Por el contrario, nos vuelve conscientes del carácter histórico y cuestionable de las formas institucionales, políticas y jurídicas que utilizamos. Lo que es, podría ser de otra manera y podría pensarse de un modo diferente. Desde este punto de vista, el análisis del poder y del presente en términos estratégicos nos permite dudar de todas aquellas propuestas que tienen pretensiones de verdad y nos permite mantenernos alertas ante diversas formas de imposición arbitraria que las mismas puedan ocasionar. La propuesta de Foucault tiene el mérito de invitarnos a considerar todos los diferentes discursos como efectos de una perspectiva específica sobre la realidad que resulta siempre cuestionable. Nos muestra que no existen puntos de neutralidad ni siquiera en el ámbito de las instituciones y el derecho. Que toda ley puede ser el resultado de una tensión de fuerzas específica, que intenta imponer algo. Por lo tanto, es necesario mantenerse alertas y vigilantes ante sus posibles excesos. Una reflexión más puede trazarse en este sentido. La indagación filosófica sobre el presente debe ir acompañada 12

Ibid., 105.

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de una ontología de nosotros mismos. En este punto, es posible encontrar una clave para la resistencia que radicaría en la capacidad de cuestionar, a partir de la propia individualidad, aquellas categorías que pretenden clasificarnos como sujetos basándose en una ley de la verdad que es necesario acatar (ya sea que provengan de cierta forma de discurso teológico o metafísico, de los medios de comunicación, de las instituciones políticas o de versiones acríticas del pensamiento científico). Como señala María Cecilia Colombani, en Foucault encontramos una política de nosotros mismos que invita a pensar un nuevo modo de subjetivación que se oponga a esa subjetividad que es el producto de fuerzas históricas de poder-saber […] Se trata, al mejor estilo nietzscheano, de destruir a golpes de martillo la idea de una verdad a descubrir, se trata de crear, de inventar, de hacer de la propia vida una obra de arte, enfrentándose a ese poder que impone una ley de verdad.13

De este modo, la propuesta de Foucault deja abierta una apuesta por la diversidad, la igualdad en un sentido radical, la multiplicación de voces ausentes en los espacios y los debates públicos, sin que esto implique un relativismo de principios o la limitación de cursos de acción posibles.

13

María C. Colombani, Foucault y lo político (Buenos Aires: Prometeo libros/Universidad Nacional de La Plata, 2008), 21–2.

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¿Desigualdad en Teoría de la justicia? Análisis desde una perspectiva arendtiana María E. Wagon (Universidad Nacional del Sur – CONICET)

El concepto de justicia forma parte de un núcleo categorial clave en las reflexiones de los filósofos y teóricos de la política. La relevancia de su análisis radica no sólo en desandar la complejidad de su abordaje teórico sino en su histórica y cada vez más actual puesta en cuestión en el plano del acontecer cotidiano del mundo. Este trabajo analiza la concepción de la posición original propuesta por Rawls en Teoría de la justicia1 con el objetivo de reflexionar sobre el alcance de la caracterización de la persona moral para luego analizar las consecuencias fácticas de dicha categoría desde la perspectiva de análisis de Arendt. Desde la óptica de la propuesta arendtiana y en paralelo con su análisis de la paradoja de los derechos humanos, se infieren consecuencias desigualitarias de la teoría rawlsiana. Los apátridas quedan al margen de los alcances de los principios de justicia propuestos por Rawls puesto que dichos principios se ven circunscriptos a los límites de una sociedad concebida como un sistema completo y 1

John Rawls, Teoría de la justicia (México: Fondo de Cultura Económica, 1995).


cerrado que cataloga de personas morales únicamente a sus ciudadanos. Se concluye que la promesa igualitaria rawlsiana no se cumple dado que los derechos que los principios de justicia garantizan solo se hacen extensivos a los ciudadanos concebidos como individuos nativos.

La posición original y la noción de persona moral en la Teoría de la justicia La posición original es un modelo de representación para las sociedades liberales que tiene como objetivo estipular las bases justas de una sociedad bien ordenada. Es un estado de cosas en el cual los acuerdos a los que se accede son de carácter equitativo, y donde las partes están igualmente representadas en su condición de personas morales. En la posición original los individuos son racionales y mutuamente desinteresados. Los sujetos, en estas circunstancias, pueden optar por cualquier concepción de la justicia y la decisión que tomen depende de la ponderación de diferentes puntos de vista. Rawls, en la posición original, ubica a las personas morales detrás de un velo de ignorancia con la finalidad de evitar que aquellos beneficios que algunos poseen producto de la lotería natural redunden en ventajas o desventajas a la hora de deliberar y decidir sobre los principios de justicia. En la posición original los individuos desconocen el estatus social que poseen, las ventajas y capacidades naturales que les han tocado en suerte, sus concepciones del bien, su raza, su fuerza, la generación de la que forman parte, etc. Es importante aclarar que el velo de ignorancia no oculta todo tipo de datos sino que actúa encubriendo los anteriormente mencionados pero permite mantener presentes, entre otras cosas, los des-

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cubrimientos sobre economía, psicología, etc., alcanzados por las ciencias sociales.2 Rawls se refiere a los individuos participantes en la posición original como personas morales. El autor afirma que son las personas morales las que tienen derecho a una justicia de carácter igualitario y que utiliza la caracterización de la persona que propuso en la posición original para remitir a la clase de seres a quienes se aplican los principios elegidos. Para Rawls es suficiente que el individuo posea aunque más no sea potencialmente la condición de persona moral para ser beneficiario de los derechos protegidos por los principios de justicia. Rawls continúa afirmando que el requisito exigido de poseer una capacidad mínima de un sentido de la justicia garantiza la igualdad de derechos a todas las personas. Dicha capacidad es considerada por el autor como una capacidad natural. La personalidad moral se caracteriza por dos facultades: la de poseer una concepción del bien expresada en un proyecto racional de vida y la de tener un sentido de la justicia, facultad que se refleja en el impulso a actuar según determinados principios de derecho. La persona moral en la teoría rawlsiana es representante de las posiciones pertinentes que, según Rawls, serían dos: “la de igual ciudadanía y la definida por el lugar que ocupa en la distribución de ingresos y de riqueza.”3

Hannah Arendt: el concepto de persona y su vinculación con los derechos humanos Hannah Arendt es una pensadora que se abocó al estudio crítico de los derechos humanos tanto en el plano ideal y abstracto como en el plano fáctico de aplicación de los mismos. Del análisis de los derechos humanos se desprende, para 2

Roberto Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls (Barcelona: Paidós, 1999). 3 Rawls, Teoría de la justicia, 99.

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la autora, la necesidad de reflexionar sobre dos categorías clave a la hora de indagar sobre los alcances y la aplicabilidad real de los mencionados derechos: la categoría de persona y la de ciudadano. Arendt, en Los orígenes del totalitarismo,4 hace mención a los problemas que se generaron en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, entre los cuales destaca los grupos de migrantes que se transformaron en apátridas una vez que se vieron obligados a abandonar el estado del que formaban parte. Tal condición de apatridia trajo aparejada una situación de desprotección total, se transformaron en la escoria de la tierra y perdieron su condición de humanos. Estas víctimas “habían perdido aquellos derechos que habían sido […] definidos como inalienables, […] los Derechos del Hombre. Los apátridas y las minorías, […] no tenían Gobierno que les representara y les protegiera.”5 La categoría de derechos humanos se volvió, a los ojos de las mencionadas minorías, en un mero ideal carente de cualquier esperanza de aplicación. Los grupos de desplazados quedaban al margen de la ley que regulaba los estados en los que habían buscado refugio y solo podían encontrar en el delito el único camino viable para ingresar al ámbito de la legalidad. En el plano teórico, los derechos humanos podrían ser invocados en cualquier momento y lugar en que los individuos necesitasen protección ante las nuevas arbitrariedades de la sociedad. En tanto derechos del hombre, eran inalienables e irreductibles a cualquier otro tipo de leyes. Ahora bien, la paradoja que encuentra Arendt en la declaración de los derechos humanos es que el hombre al que se refiere parece ser una mera abstracción que no habita en ninguna parte. Los hechos evidencian que los derechos humanos no se aplicaron para protección de aquellas personas que no eran ciudadanas 4 5

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Buenos Aires: Taurus, 1998). Ibid., 226.

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de ningún estado soberano. Es en este sentido que la categoría de ciudadano parece ser anterior y más amplia que la de ser humano o la de persona. Aquellos que no son ciudadanos de ningún estado no solo se ven privados del derecho ciudadano a la justicia y a la libertad, sino que carecen del derecho a la acción y a la opinión. Es aquí donde Arendt afirma que se llegó a tomar consciencia de que existe un derecho fundamental, el derecho a tener derechos que debe ser protegido. El ejemplo paradigmático que ofrece Arendt para ilustrar lo expuesto es el caso de los campos de concentración y exterminio durante el régimen totalitario nazi. El primer paso que abre camino hacia la dominación total perseguida por dicho régimen, y que es anterior a la aniquilación física de los recluidos, es el asesinato de la persona jurídica, eliminación que se logra dejando a ciertos grupos humanos fuera del ámbito de la ley, es decir, negándoseles cualquier tipo de reconocimiento ciudadano con la consecuente anulación de derechos que dicha aniquilación implica. El paso siguiente es el asesinato de la persona moral que se logra haciendo que las decisiones de la conciencia sean ambiguas y equívocas. “La alternativa ya no se plantea entre el bien y el mal, sino entre el homicidio y el homicidio.”6 Por último, el aniquilamiento de la individualidad mediante la anulación de la espontaneidad humana, es decir, la capacidad del ser humano de romper la cadena de causas y efectos e introducir la novedad al acontecer del mundo.

Reflexiones en torno a la noción rawlsiana de persona moral y ciudadano desde la perspectiva de Hannah Arendt Teniendo en cuenta que el análisis arendtiano en torno a los problemas de aplicabilidad de los derechos humanos cuenta ya con muchos años se podría creer que la propuesta 6

Ibid., 362.

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arendtiana carece de vigencia. Sin embargo, y no obstante lo dicho, en el mundo actual los derechos humanos, en su plano fáctico, siguen estando en crisis y necesitan seguir vigentes en el debate político. Como producto del estado de violencia global, aún en la actualidad existe una enorme cantidad de seres humanos a la que se le niega el derecho básico, el derecho a tener derechos.7 Rawls aclara que la concepción de persona en su teoría es una concepción política y no psicológica ni metafísica y que, tal concepción política de la persona es una concepción de la ciudadanía.8 Como un dato relevante cabe mencionar que la ciudadanía no es nunca, para el autor, una opción voluntaria del individuo sino que está determinada por nacimiento. Tal cuestión no es explicitada por Rawls en Teoría de la justicia pero sí es posible derivarla de su definición de la sociedad como un sistema cerrado.9 Esta caracterización de la sociedad se ve reforzada y aclarada en su obra de 1993, Political Liberalism10: [W]e have assumed that a democratic society, like any political society, is to be viewed as a complete and closed social system. It is complete in that it is selfsufficient and has a place for all the main purpose of human life. It is also closed […], in that entry into it is only by birth and exit from it is only by death.11

7

Benhabib, si bien reconoce que hoy en día las medidas de protección de los derechos civiles y sociales de los migrantes y solicitantes de asilo han aumentado considerablemente, también menciona que los derechos fundamentales de participación democrática siguen siendo, en la mayoría de los casos, prerrogativas de los nacionales. Por otra parte, después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, la mayoría de los estados liberales democráticos criminalizaron la condición de refugiado y de solicitante de asilo. Seyla Benhabib, Dignity in adversity. Human Rights in Troubled Times (Cambridge: Polity Press, 2011). 8 John Rawls, “Justice as Fairness: Political not Metaphysical,” Philosophy and Public Affairs, No. 3, (1985): 223–251. 9 Rawls, Teoría de la justicia, 21. 10 John Rawls, Political liberalism (New York: Columbia University Press, 1996). 11 Ibid., 40–1.

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Retomando los aportes de Arendt, queda en evidencia que los apátridas se ven completamente marginados de las consideraciones rawlsianas. Ahora bien, ¿sería correcto reclamarle al autor por dicha omisión? Desde el punto de vista de esta investigación se cree que limitar, en el plano ideal, la categoría de ciudadano de una sociedad a los nacidos en ella tiene implicancias directas en cuestiones de justicia, implicancias que Rawls deja al margen de sus reflexiones. La inmigración ilegal y la co-existencia entre ciudadanos y personas carentes de protección legal por su condición de apátridas, es un fenómeno no solo contemporáneo al autor sino vigente hasta la actualidad en la sociedad americana de la que Rawls formó parte. La omisión de tal realidad reflejada en una concepción naturalista de la persona moral vinculada directamente con el carácter determinista de su concepción de la ciudadanía,12 excluye de los alcances de los principios de justicia a un gran número de individuos, cuestión que pone en tela de juicio la promesa igualitaria de su teoría de la justicia. Arendt, con su afirmación de que es la personería jurídica la que garantiza el reconocimiento y la protección de la personería moral, puso en tela de juicio la anterioridad y supremacía reales de los derechos humanos por sobre los derechos ciudadanos, ambas características postuladas en el plano abstracto e ideal de las proclamaciones. Con su análisis de la desprotección en la que son sumergidos aquellos individuos carentes de un estado garante de derechos que los reconozca como miembros mostró la paradoja en la que caen los derechos humanos y concluyó que si no se es miembro de una comunidad, si no se es ciudadano, potencial o real, la 12

Entiéndase naturalismo en el sentido de que la condición de persona moral está dada, según Rawls, por nacimiento, es decir, por naturaleza, y es anterior a la persona jurídica, y determinismo en tanto el lugar de nacimiento excede a la elección ciudadana y remite a un atributo que le es dado externamente al individuo.

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realidad deja en evidencia que se deja de ser persona. Rawls repite en su teoría, la misma lógica abstracta presente en la declaración de los derechos humanos. Son las personas morales en la posición original las que, por medio de la postulación de principios, construyen y deliberan sobre los derechos que deben regular la estructura básica de una sociedad bien ordenada. Ahora bien, si la secuencia lógica de la proclamación de los derechos humanos se mantiene en la posición original rawlsiana, ¿podría esperarse que los resultados fácticos fueran diferentes? Rawls sostiene, por un lado, la universalidad de la persona moral, en el sentido de que la define como una capacidad natural del ser humano que, dadas contadas excepciones, es detentada por todos los individuos. Pero, por otro, el contrato hipotético celebrado en la posición original se realiza entre personas morales que representan las posiciones sociales pertinentes. La posición pertinente de igual ciudadanía, condición necesaria para obtener representación en la posición original, permite deducir que todo aquel que no es ciudadano se encuentra excluido de las consideraciones rawlsianas sobre la justicia, carece de representación en la posición original y, por lo tanto, se queda al margen del debate contractual y de los alcances de los derechos promovidos por los principios de justicia. Por todo lo expuesto, no caben dudas de que optar por la persona moral como representante de las posiciones sociales pertinentes es optar por el ciudadano. En consonancia con lo expuesto, Benente13 afirma que en la teoría rawlsiana no se podría hablar de un reposo de los derechos humanos en los derechos ciudadanos porque los derechos que son contemplados por los principios de justicia son siempre derechos ciudadanos. Es decir, todo aquel que no 13

Mauro Benente, “Los problemas desigualitarios de la Teoría de la Justicia de John Rawls. Una mirada desde Hannah Arendt,” Lecciones y Ensayos, no. 89 (2011): 455–74.

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caiga, potencial o actualmente, en la categoría de ciudadano queda al margen de los alcances de la justicia rawlsiana. En este trabajo se afirma que hay individuos que quedan excluidos por completo de la mencionada concepción de Rawls, a saber: los apátridas. La concepción del espacio público arendtiano, en relación directa con la acción de la que es capaz el sujeto, vincula el concepto de ciudadano con un quehacer político. La concepción ciudadana de Rawls, en cambio, liga la ciudadanía con la nacionalidad de los sujetos y equipara la categoría de persona moral con el estatus de ciudadano, caracterización que fomenta la mencionada situación de desigualdad en la que se encuentran aquellos que solicitan refugio a una sociedad que, según la descripción rawlsiana, no los reconoce ni los acepta como miembros.

Conclusión Rawls, a través del mecanismo de representación de la posición original, pretende sentar las bases de justicia de una sociedad bien ordenada. En dicha situación inicial las personas morales representativas de las posiciones sociales pertinentes eligen, detrás de un velo de ignorancia, los principios de justicia que deben regular las instituciones de la sociedad. Si bien la capacidad de ser persona moral es, para el autor, una condición natural que detentan todos los seres humanos y, en este sentido, es universal, cabe remarcar que la persona moral en la posición original representa las posiciones sociales pertinentes, una de las cuales es la de igual ciudadanía. La sociedad ideal rawlsiana está compuesta por ciudadanos nativos, hecho que se deduce de su concepción de la sociedad como un sistema completo y cerrado al que se ingresa al nacer y del que se sale al morir. Arendt, por su parte, realiza un análisis de la paradoja en la que caen los derechos humanos en aquellos casos en que, por diferentes circunstancias, los individuos se ven privados de la protección ciudadana y al margen de los alcances Fenomenología y hermenéutica de lo político | 103


del ámbito legal. A la inversa de las proclamaciones de derechos, los derechos ciudadanos parecen ser los únicos garantes de los derechos humanos. El caso paradigmático que analiza la pensadora es el de los judíos bajo la dominación del régimen totalitario nazi. El primer paso dado por el nazismo fue eliminar la persona jurídica por intermedio de la anulación de la ciudadanía. Una vez hecho esto, cualquier vejación al ser humano estaba permitida comprobándose, de esta manera, que la condición ciudadana es la única garante de la condición humana. Arendt concluye que es necesaria la garantía de un derecho anterior a los proclamados universalmente, el derecho a tener derechos. Ahora bien, Rawls, en Teoría de la justicia, no ofrece ninguna reflexión sobre los alcances de la justicia en relación con aquellos habitantes no-ciudadanos. Tal omisión se considera relevante dado que la eliminación de un grupo humano del arco de alcance de los principios de justicia pone en entredicho las pretensiones igualitarias de la propia teoría. Si bien la mencionada omisión no es explícita, sí se deduce de la concepción de la sociedad como sistema cerrado y de la reducción de la ciudadanía a la nacionalidad. Optar, en el plano teórico, por personas morales como representantes de las posiciones sociales pertinentes tiene las mismas consecuencias fácticas que proclamar, en el plano teórico también, derechos humanos que deben hacerse efectivos en sujetos reales. No existen personas morales ni seres humanos en abstracto, los individuos son reconocidos como personas y como seres humanos en el interior de las comunidades políticas. Si esto no se tiene en cuenta y si, además, se reduce la ciudadanía al lugar de nacimiento, se condena a la marginación a todos aquellos que se ven obligados a ingresar a una comunidad política de la que no son nativos.

104 | MARÍA E. WAGON – ¿Desigualdad en Teoría de la justicia? Análisis desde una perspectiva arendtiana


Lo vivo y lo muerto del Mitsein en Heidegger La reescritura de la ontología fundamental a partir del ser-con, según J.-L. Nancy Ignacio De Marinis (UCSF – CONICET)

En la siguiente comunicación abordaremos el problema del ser-con en la filosofía de Heidegger a la luz de las críticas que J.-L. Nancy ha desarrollado en su propuesta de un pensamiento de la comunidad desobrada (désœuvrée) como realización de una “filosofía primera.” Nancy pretende reabrir la ontología fundamental de Heidegger a partir de la radicalización de la determinación fundamental y originaria del sercon; determinación enunciada por Heidegger pero desplazada en favor del ser-sí-mismo (Selbstsein). Dicha lectura pone en jaque desde el interior mismo de Sein und Zeit la reapropiación y clausura que Heidegger ha operado sobre la determinación de ser-con a partir de su derivación en las determinaciones de destino común (Geschick) y pueblo (Volk), anulando la radicalidad de su propio planteo inicial. En el primer punto, se presentará el núcleo central del problema de la postura heideggeriana del ser-con, para, en el segundo punto, dar lugar a la relectura del ser-con en la filosofía de la comunidad de Nancy. Para por último, evaluar lo que resta


de la analítica existencial una vez que el ser-con ha sido liberado en su radicalidad más propia, más allá o más acá del destino y del pueblo, en una comunidad de los que nada tienen en común.

1. Heidegger y el Mitsein a la luz del destino, la comunidad y el pueblo En el §26 de Sein und Zeit, Heidegger plantea el desarrollo de la determinación esencial y originaria del Mitsein o ser-con en el marco de la analítica existenciaria. 1 El Dasein como ser-en-el-mundo es siempre ya un Mitdasein o coexistencia. Eso significa, que el Mitdasein de los otros comparece (Begegnet) cada vez en el mundo destacándose de lo que es a la mano (Zuhandensein). Según Heidegger, la coexistencia de los otros sólo es abierta como tal para un Dasein porque éste es esencialmente ser-con (Mitsein). Por lo tanto, el existir como coexistir con el otro se funda en la determinación esencial, ontológico-existenciaria y originaria del ser-con. La coexistencia no se funda entonces ni en el óntico estar-ahí (Vorhandensein) de la yuxtaposición de un ente existente con otro ni en el fáctico trato práctico con los otros Daseins. Según el giro heideggeriano, por la determinación ontológica constitutiva del ser del Dasein como ser-con, el propio Dasein deja que el Dasein del otro comparezca en el mundo. Ahora bien, esta determinación que permite que el otro Dasein comparezca como coexistencia, hace que el propio Dasein pueda comparecer a su vez como coexistencia para los otros Dasein.2 El propio Dasein se encuentra así expuesto al ser-con como coexistencia para el otro Dasein. El ser del Dasein está originariamente expuesto al otro Dasein tanto co1

Martin Heidegger, Sein und Zeit (Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1977), 114–8. 2 Ibid., 118.

106 | IGNACIO DE MARINIS – Lo vivo y lo muerto del Mitsein en Heidegger. La reescritura de la ontología fundamental a partir del ser-con, según J.-L. Nancy


mo transpuesto él mismo como coexistencia que comparece ante el otro. La estructura esencial del ser como ser-con pone al Dasein más allá de sí mismo con los otros Daseins en un originario ser-uno-con-los-otros (Miteinanderseins).3 Así, la coexistencia del otro se le abre al Dasein tanto como el Dasein se abre como coexistencia por la misma determinación esencial del ser como ser-con. Esta estructura del ser-unocon-los-otros expone al Dasein a la exterioridad de sí mismo siendo-con los otros originariamente. En el §27 Heidegger señala que el Dasein es en el cotidiano ser-uno-con-los-otros, inmediata y regularmente, en el modo del “se” o del Uno (das Man).4 La estructura ontológica del ser-con le permite a Heidegger mostrar que la relación con el coexistente es un existenciario y así también lo es el “Uno mismo” del cotidiano estar absorbido en el mundo con los otros, a pesar de que esto constituya el ser en la impropiedad. Sin embargo, el Dasein alcanzará su propiedad sólo en el estado de resuelto precursando sobre la muerte, al tomar sobre sí totalmente, en su estado de yecto (Geworfenheit), el ente que él mismo es. Es así que en el §74 Heidegger muestra cómo el Dasein libre para la muerte se hace entrega (sich überliefern) de sí mismo a sí mismo en la resolución de posibilidades heredadas pero propias.5 Tal resolución trae al Dasein a la simplicidad de su destino (Schicksals) porque la finitud es asumida, tomada y, en el regreso resolutivo a sí, arrancada de la multiplicidad de posibilidades, del darse por satisfecho y la liviandad del estar perdido en el Uno del existir fáctico con otros.6 Sin embargo, a pesar de que la propiedad implica esta modalización existencial del ser cotidiano con otros, Heidegger reconoce la posibilidad de pensar este exis3

Ibid., 126. Ibid. 5 Ibid., 383. 6 Ibid., 384. 4

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 107


tir destinal propio en una relación propia con los otros. Siendo el Dasein esencialmente ser-con, su acontecer histórico es un acontecer constituido como destino común o colectivo (Geschick); significando esto, para Heidegger, el acontecer de la comunidad (Gemeinschaft) o del pueblo (Volk).7 Es allí donde el Dasein constituye su pleno y propio acontecer. Sin embargo, señala Heidegger, sólo en el compartir (Mitteilung) y en la lucha (Kampf) queda libre el poder del destino común que, si bien es heredado, llama a una apertura explícita en la repetición (Wiederholung) como respuesta (erwidert) a esa posibilidad ya existida.8

2. La ontología del ser-con según J.-L. Nancy Nancy encuentra en lo anteriormente expuesto una contradicción entre las determinaciones esenciales del sercon y el comparecer en común abiertas en el §26, y su posterior clausura en el destino común del pueblo del §74. Es que el esbozo no continuado de la determinación originaria del ser-con, una vez expuesto por Heidegger, pierde peso y radicalidad en favor del ser en sí mismo del Dasein. Es necesario entonces, para Nancy, rehacer la ontología fundamental sobre la base del ser-con para poder reabrir el texto heideggeriano a su propia posibilidad de apertura. Siguiendo el desarrollo heideggeriano sobre el ser, Nancy parte del factum de que el ser es lo más común a todo lo que es.9 Sin embargo, tal como señala Heidegger, el ser no es una propiedad, por lo tanto, no es algo que se pueda tener en común entre los seres. Así, para Nancy, el ser es la existencia cada vez singular y así también la existencia cada vez 7

Ibid. Ibid., 386. 9 Jean-Luc Nancy, La communauté désœuvrée (Paris: Christian Bourgois éditeur, 1999), 201. 8

108 | IGNACIO DE MARINIS – Lo vivo y lo muerto del Mitsein en Heidegger. La reescritura de la ontología fundamental a partir del ser-con, según J.-L. Nancy


compartida. El ser no es lo común pero sí es en-común.10 El ser, que no es una propiedad sobreañadida, pone a la esencia sin presuponer otra cosa. Siendo puesta a existir, la esencia sin presuposición es ex-puesta a sí misma.11 Para Nancy ser en-sí es entonces esencialmente ser a-sí o existir (ser-en-sífuera-de-sí). Pero ese ser a-sí revela que no hay dato bruto de ser. Una tal inmanencia del puro ser sería la anulación de todo símismo. Hay entonces, según Nancy, ser en-común. El ser se reparte originariamente: ser a-sí-al-otro o ser-con.12 Pero el “con,” tal como lo señala Heidegger, no califica al “ser,” como si éste fuese primero en sí-mismo absolutamente. Por el contrario, el “con” constituye esencial y originariamente al “ser.” No hay ser sin ser-con. El ser es la simplicidad de la posición de la esencia a existir, pero toda posición es a la vez la distinción con y entre otras posiciones. Toda posición es entonces, según Nancy, una dis-posición.13 Existir es el comparecer unos-con-otros. Tal pluralidad originaria del ser, forma un nos-otros, como acontecimiento único, cuya unicidad y unidad consiste en la multiplicidad. La existencia como acontecer cada vez y siempre singular es condición de un nos-otros y del sentido. Según Nancy, lo singular discontinúa el ser y hiende la distancia posibilitadora de la pluralidad. Como espaciamiento, lo singular se abre en la distensión de un entre. En una contigüidad sin continuidad, lo singular entra así en contacto. 14 Para Nancy, la circulación del ser en ese espaciamiento originario del ser singular plural es el sentido.15 El ser se da siempre como sentido, tal como Heidegger lo señala. Donde 10

Ibid. Jean-Luc Nancy, El sentido del mundo (Buenos Aires: La marca editora, 2003), 55–9. 12 Nancy, La communauté désœuvrée, 208–9. 13 Jean-Luc Nancy, Être singulier pluriel (Paris: Éditions Galilée, 1996), 30–1. 14 Ibid., 31–2. 15 Ibid., 30. 11

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hay pura presencia o puro hecho de ser, no hay distancia, no hay reparto ni circulación del ser, por lo tanto, no hay sentido. Es así que sólo en lo finito hay sentido. Según Nancy, la circulación del sentido va en todos los sentidos, sin privilegios. Es por eso que el Dasein no tiene privilegios en este sercon la totalidad del ente. Como acontecimiento único del ser, la dis-posición del mundo es nuestra disposición. En el hombre la existencia es expuesta. En la exposición del Dasein al mundo, que es su existencia, el mundo se expone. Pero, tal como señala Nancy, el privilegio óntico-ontológico del Dasein no es un atributo sino su ser y su ser no es otra cosa que el ser del ente. Por lo tanto, según Nancy, la existencia expuesta en el Dasein afecta a la totalidad de los entes. El Dasein expone la singularidad del ser como tal. Exponiendo lo no-humano, el Dasein se expone a ello. Así, el Dasein no es el fondo ni el fin del mundo y el mundo no es ni su medio ni su representación. Ya que se trata de una exposición ontológica del mundo, el Dasein como ser-en-el-mundo se expone a la totalidad de lo que es, se distiende al mundo que es a una con él, conformando la unidad plural del acontecimiento del nos-otros. Este desnudo ser-unos-con-los-otros, marca del originario y esencial ser-con, es lo que Nancy llama, la comunidad.16 La comunidad como la unidad de la pluralidad del ser singular nunca es algo presente ni dado en plenitud a sí mismo, es decir, nunca es algo representable. El ser-común sin tener nada en común, deshace toda inmanencia de una metafísica del sujeto. En efecto, para Nancy, la comunidad como el espaciamiento del ser-común dis-puesto, es la experiencia de la existencia, del ser-fuera-de-sí común a todo lo que es. Dicha experiencia desnuda del ser-con, sin contenido, como la exposición a-sí-al-otro, nada tiene que ver con una obra a pro16

Ibid., 12.

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ducir ni con el resto o la nostalgia de una comunidad como unidad presente perdida. No hay una comunidad como sustancia, sujeto o presencia a sí que anteceda o proceda al nosotros. Tal unidad presente a sí misma (más no sea en el anhelo del porvenir de una presencia pasada o futura) no tiene sentido, ya que borra todo espaciamiento del originario ser plural. La comunidad no es entonces una obra ni se hace obra de sí misma sino que es el acontecimiento común del sentido. Es el nosotros de una comunidad singular plural nunca presente, sin contenido, es decir, sin significación. Dicha comunidad tampoco tiene sentido, es ella misma sentido, sin otro sentido más que el “nosotros.” Pero se trata de un nosotros de una comunidad nunca presente, de una comunidad sin comunión, sin representación, una comunidad del ser-fuera-de-sí, de la existencia. No es una comunidad del hombre ni de ninguna de sus significaciones. No es el hombre el sentido. Más bien, somos nosotros los que estamos expuestos al sentido en tanto expuestos todos infinitamente, existiendo, en el ser-común. Esta exposición infinita al sentido sin significación surge en la exacta medida en que la retirada de la representación nos expone a la pérdida definitiva de toda medida para nuestro ser-junto al otro. En la puesta al desnudo de un mundo sin “mundo,” de un sentido sin reserva, la comunidad desobrada, señala Nancy, rompe toda inmanencia del hombre al hombre. En efecto, según Nancy, presuponer que una comunidad debe ser de los hombres, impone como tarea comunitaria el cumplimiento del ideal regulativo de una esencia común del hombre.17 Según Nancy, en la puesta en obra de sí misma, en la tarea de ser su propia obra, la comunidad deviene en “totalitarismo” e “inmanentismo.” Una tal comunidad que se igua-

17

Nancy, La communauté désœuvrée, 13–6.

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la a sus obras, es comunidad de muerte o comunidad de muertos.18 Según Nancy, la comunidad sin contenido del ser-con dis-loca lo nacional en general (sobrenacional, supranacional, infranacional) y supone el retiro de lo religioso y lo político (lo teológico-político).19 Esto no se da en favor de una despolitización sino por el contrario en la necesidad de una determinación de lo político, en su retirada. Sin embargo, el pensamiento de la comunidad descubre la exigencia del sercon que deconstruye toda filosofía comprendida como política (la filosofía como cumplimiento en lo político). Para Nancy, la comunidad desnuda surge por el retiro de lo político, es decir, como retirada de toda figura e identidad en favor del espaciamiento originario irrepresentable. Lo filosóficopolítico representa la comunidad desde el sacrificio de la misma. Pero la existencia singular plural es en sí misma insacrificable. Es así que Nancy toma distancia de la filosofíapolítica como el intento de representación-de-sí o búsqueda de la figura originaria de la comunidad que administra y sacrifica la pluralidad inapropiable del origen.

3. Lo vivo y lo muerto del Mitsein heideggeriano a la luz del ser-con de la comunidad singular plural Una ontología del ser-con que surge a partir de Heidegger pero que, como lo desarrolla Nancy, va más allá de él, opera para nosotros como un concepto límite deconstructor del pensamiento heideggeriano. Dicha deconstrucción surge en la misma medida en que el pensamiento de Nancy deconstruye la filosofía-política y la metafísica de la subjetividad. Podríamos encontrar en ello, en los vestigios de dicha filosofía-política en Sein und Zeit, lo muerto del pensamiento 18 19

Ibid., 35–40. Nancy, Être singulier pluriel, 43–5.

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del ser-con de Heidegger. Recordando que lo muerto no es aquello que matamos, ni aquello de lo que podemos apropiarnos (ni en su carácter de muerto ni en su ser mortal), tampoco es aquello que ya no es ni de lo que podemos librarnos de una vez por todas. Por el contrario, nosotros, como toda muerte que revela la comunidad, estamos consignados a lo muerto, una y otra vez. Lo muerto del ser-con vuelve singular y pluralmente. El problema del planteo de Heidegger no radicaría entonces en el olvido del Otro (en favor de la inmanencia del ser) sino en la falta de profundización en el sentido extático y plural de la existencia como ser-con. Dicho en términos de Nancy, más que el olvido del ser es el olvido del entre lo que Heidegger debería haber desarrollado. Heidegger deja de lado la primacía de la coexistencia para centrarse en el símismo del Dasein. Es por eso que, del desplazamiento horizontal del fondo sin fondo de la comunidad de los existentes que se abre a partir del existenciario del ser-con, Heidegger se desplaza, dejando de lado esta co-existencia originaria, hacia el abismo del sin fundamento de la nada en la angustia del Dasein en sí mismo. Una ontología del ser-con que se abre en el co-existir singular plural y se sostiene en la afirmación de su finitud indefinida sin reserva, nada tiene que ver con una ontología que encuentra su propiedad en la angustia, el precursar la muerte y el ser-deudor del sí-mismo. En esta dirección que toma el pensamiento heideggeriano, Nancy reconoce la continuación de una larga tradición que ha pensado al ser sin co-existencia; que ha pensado al ser sólo en correlación a la nada.20 Sin embargo, para Nancy, Heidegger ha tenido el mérito de plantear el ser como existencia y a ésta como el ser-fuera-de-sí que en el co-existir se dis-

20

Ibid., 99–100.

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 113


tiende infinitamente, sin enmascarar este diferir con ningún origen absoluto ni bajo la relación con un Otro.21 Según Nancy, el ocultamiento de la coexistencia en Heidegger ocurre inmediatamente después de exponer el ser-con, al caracterizar la cotidianeidad como la impropiedad del “se.” El ser-con, operador ontológico de todo ser-unocon-otro, se sustrae a su darse inmediato y regular caído. El concebir al ser-con desde su ser caído, obliga a Heidegger a que el ser-con sea recuperado sólo a partir de una vuelta a sí. De este modo, Heidegger neutraliza la distancialidad (Abständigkeit) propia del ser-con en la indiferencia del término medio. Sin embargo, tal como lo establece Nancy, no hay un “se” puro y simple en el que el existente esté en un principio pura y simplemente inmerso. En la cotidianeidad, todos difieren unos de otros. En ese diferir se anuncia la inminencia en cada instante de la singularidad del otro. No se trata de un “se” indiferente. La cotidianeidad revela una multiplicidad reticulada, en la cual nos encontramos con la extrañeza de la singularidad del otro (otros hombres, “la gente,” la naturaleza), en la que se anuncia la extrañeza de un origen otro en el mundo/del mundo.22 Cada día, cada vez, rozamos la singularidad diferenciada del ser-con en nuestro trato cotidiano. Sólo sobre esta base diferenciada, señala Nancy, es posible que los días se nos hagan iguales, las personas las mismas. Según Nancy, la cotidianeidad es una discordancia, una ruptura siempre renovada, una discontinuidad reticular y polifónica. La reducción de lo cotidiano a la indiferencia del “se” tiene como contrapartida y respuesta la diferenciación-decisión (Entscheidung) a partir de la vuelta a sí como discontinuación en la repetición del instante. Por el contrario, para Nancy, el origen es una afirmación siempre plural y no una caída ni un origen pleno perdido. Por lo tanto, tampoco será 21 22

Ibid., 100–3. Ibid., 27.

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la filosofía el deseo de evasión del mundo ni el desdén por lo cotidiano (ni el rechazo de la curiosidad y con eso de la ciencia y la técnica, por ejemplo). Es en ese deseo de evasión que se funda la voluntad que decide y se decide en su vuelta destinal y transformadora sobre lo cotidiano. El sentido reside en la existencia misma, en la pluralidad de los orígenes y en su co-existencia. Para Nancy, lo cotidiano en la desnudez de la existencia siempre es plural y, por lo tanto, excepcional. Lo mismo ocurre con la muerte. En la radicalidad de un ser-común originario, la muerte es también simultáneamente la co-posibilidad más propia del ser-con. Para Nancy, la muerte expone al Dasein en el ser-uno-con-el-otro. En una comunidad sin contenido, sin inmanencia, la muerte es siempre la muerte singular. No es posible como ser-con darle significación a la muerte, no es posible reapropiarla. No hay posibilidad del sacrificio, es decir, no hay cumplimiento de la muerte en la inmanencia.23 Según Nancy, la muerte es entonces el pasado perpetuo de la comunidad y lo indisociable de ella. La comunidad se revela a través de la muerte y la muerte a través de la comunidad. Así, para Nancy, la comunidad se abre alrededor de la muerte de sus miembros, es decir, alrededor de la pérdida de su inmanencia, alrededor de su misma imposibilidad. La comunidad no hace obra de la muerte. Se ve una y otra vez, siempre, consignada a la muerte como lo imposible de hacer obra. Por último, la asunción de la apertura que el Dasein es, debe ser abierta ella misma a partir de la radicalización del ser-con, más allá de las figuras ocultantes de la comunidad como son el destino y el pueblo. Para Nancy, el Dasein se resuelve entonces a través de la modalización existencial de su ser cotidiano, al ras de la experiencia óntica.24 Si la existencia se resuelve a ser lo que ella es, no se resuelve más allá de la 23 24

Ibid., 44–5. Cfr. Nancy, La communauté désœuvrée, 38–9. Jean-Luc Nancy, Un pensamiento finito (Barcelona: Anthropos, 2002), 112.

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experiencia del ser-con. Tal resolución no es actuar sobre un mundo dado ni más allá del mundo sino al ras del mundo. La existencia no se decide por tal o cual significación sino que se expone a la indecidibilidad de sentido que es la existencia como ser singular plural. Esto es, existe su existir a nivel de la cotidianeidad desarraigada. Tal existir (sin posibilidad de autenticidad) se resuelve a mantenerse en la apertura que ella es, como ser-con de la comunidad mundana ya siempre arrojada. En conclusión, Nancy aporta una nueva forma de evaluar la relevancia del pensamiento contenido en Sein und Zeit. Lejos de oponer la figura de la alteridad como crítica al Mitsein heideggeriano, llevando al peligro de una nueva mistificación de signo opuesto pero equivalente a la desarrollada por Heidegger, Nancy busca radicalizar la postura heideggeriana hasta que esta se vuelve un agente extraño en su propia concepción. Nancy piensa desde Heidegger, más allá de él, contra él. El ser-con opera entonces como un concepto deconstructor de la metafísica de la subjetividad que resta en Sein und Zeit. El ser-con, como estructura de un afuera sin inmanencia, imposibilita la apropiación (paradigma de toda inmanencia) de la apertura que el Dasein es. Heidegger pasa por alto el ser-fuera-de-sí-con-otros que multiplica y reparte infinitamente al ser. El ser-con se guarda indecidiblemente más allá de todas las oposiciones que replican la metafísica de la subjetividad. Desplaza así tanto a la cotidianeidad, como caída en la impropiedad, tanto como a la muerte concebida en el precursar y en la propiedad del Dasein. El hecho de que Heidegger haya resuelto el problema de la analítica existencial en torno a estas oposiciones propias de la metafísica, revelan hasta qué punto se mantuvo inapropiable el sercon, incluso para el mismo Heidegger.

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Libertad, experiencia elemental y “nuevos derechos” Giuseppe Zaffaroni (Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico)

Introducción El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó con voto unánime la Declaración Universal de los Derechos Humanos: ¿sucedería lo mismo si este documento se pusiera a votación ahora? Probablemente hoy sería mucho más difícil encontrar un terreno común para identificar y concertar un conjunto de derechos humanos universalmente aceptado. Sobre todo la lista se vería ampliada por la tendencia actual a multiplicar los derechos de acuerdo a las exigencias de grupos o individuos, que reivindican, como parte del respeto de la propia identidad cultural o de la propia subjetividad, el derecho al reconocimiento jurídico de sus diferencias y de sus proyectos de vida. ¿Cuáles son estos “nuevos derechos”? Vamos a mencionar algunos (sin pretender ser exhaustivos), que no sólo son objeto de debate en la opinión pública, sino que forman parte de la agenda de agencias de las Naciones Unidas y, en al-


gún caso, ya son reconocidos en las legislaciones de algunos países occidentales. Se trata por ejemplo del derecho a la salud reproductiva (=derecho al aborto y a toda forma de contracepción); el derecho a tener hijos (=derecho a cualquier forma de procreación asistida homóloga y heteróloga; derecho a adoptar niños por parte de cualquier individuo o tipo de pareja que lo desee); derecho a escoger el tipo de hijo que se quiere (=derecho a la manipulación genética con finalidad eugenésica); derecho al libre uso de drogas; derecho a una muerte digna (=derecho al suicidio asistido y a la eutanasia); derecho al reconocimiento jurídico de la autodeterminación de la propia identidad sexual y el derecho al matrimonio homosexual. ¿A qué se debe esta explosión de “derechos”? ¿Cuáles acontecimientos han provocado una metamorfosis tan profunda en la mentalidad de nuestros países occidentales? ¿Cuáles son los aspectos principales de estas transformaciones? ¿Qué cultura sostiene esta aparente ampliación del poder de la libertad individual? La respuesta a todas estas preguntas implicaría un estudio interdisciplinario mucho más extenso de lo que podemos realizar aquí: en las últimas décadas las sociedades occidentales han padecido cambios tan radicales a nivel tecnológico, cultural, social, político y religioso, que no pueden ni siquiera ser mencionados en el breve espacio que tenemos a disposición. La presente reflexión quiere más sencillamente establecer una relación significativa entre el fenómeno de la reivindicación de los “nuevos derechos” y algunas características de la concepción del sujeto humano y de su libertad, que se han impuesto en la época contemporánea, denominada siempre más comúnmente “posmoderna.”

El ideal de una vida “auténtica” En el siglo XX la cultura del individualismo moderno ha tomado un giro peculiar que Charles Taylor ha llamado “in118 | GIUSEPPE ZAFFARONI – Libertad, experiencia elemental y “nuevos derechos”


dividualismo de la autorrealización” y ha caracterizado de este modo: […] todo el mundo tiene el derecho a desarrollar su propia forma de vida, fundada en un sentido propio de lo que realmente tiene importancia o tiene valor. Se les pide a las personas que sean fieles a sí mismas y busquen su autorrealización. En qué consiste esto debe, en última instancia, determinarlo cada uno para sí mismo. Ninguna otra persona puede tratar de dictar su contenido.1

Esta perspectiva ideológica, que exalta el derecho a la “diferencia” y a la “autenticidad,” se ha conjugado con un clima creciente de escepticismo en campo ético, que por falta de confianza en una racionalidad que sea algo más que estratégica, sostiene la imposibilidad de identificar una base racional común sobre la cual juzgar los valores y las preferencias de cada grupo o individuo. La justa exigencia de que sea reconocida la igual dignidad de todo ser humano y su derecho a la libre realización de la propia humanidad, se ha identificado con el relativismo ético y, en lugar de intentar una justificación de estos valores, se ha preferido apelar a la imposibilidad de llevar a cabo su fundamentación racional. El dogma esencial del relativismo es precisamente que no existen verdades objetivas y universales y, por lo tanto, tampoco existen valores absolutos, o virtudes, obligaciones y estilos de vida con validez universal. No disponiendo de un criterio racional común para discriminar entre modelos de comportamiento y opciones de vida, cualquier elección se ha vuelto aceptable y buena, por el simple hecho de ser el objeto de preferencia de una libertad individual. Cada individuo o grupo entonces adoptará los valores que considerará más oportunos en base a su identidad particular (étnica, sexual o religiosa) o a sus preferencias subjetivas. Y precisamente porque se trata de simples preferencias 1

Charles Taylor, La ética de la autenticidad (Barcelona: Paidós, 1994), 49–50.

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subjetivas, serán valores incuestionables, no tendrá sentido juzgarlos o discutirlos, porque las opciones no tienen más fundamento que los gustos y el parecer de una irrepetible subjetividad. “Las diferencias” se han afirmado progresivamente como la señal inequivocable de una autenticidad de vida; al mismo tiempo, tolerancia y respeto se han vuelto los valores indiscutibles de nuestra sociedad, el único test de una sociedad verdaderamente democrática. Cualquier discusión, crítica o disensión acerca de una de las posibles opciones de vida, es interpretada inmediatamente como un intento de discriminación, un acto de intolerancia que requiere una intervención del Estado que censure y castigue al intolerante y establezca jurídicamente el derecho a aquella opción de vida. De este modo hemos llegado a la situación actual: los legisladores, desprovistos de cualquier criterio de juicio para “discriminar” entre lo justo y la injusto, tienden a considerar como su único deber el de aceptar y codificar los derechos que día tras día los grupos organizados van reclamando.2

El ideal de una libertad sin interferencias Es oportuno regresar a una afirmación anterior acerca de la libertad. Se dijo que hoy en día “cualquier elección se 2

A este propósito son emblemáticas las declaraciones de la entonces designada procuradora de la mujer, Johanne M. Vélez García, que así se expresaba en una entrevista a El Vocero: “La Constitución de Puerto Rico existe para garantizar derechos, no para restringirlos y aunque la percepción de nuestra sociedad es que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, reconocemos que hay mujeres que viven en otro tipo de relación y que también tenemos que defender y proteger. Reconocemos los derechos a todos los seres humanos.” Siempre hablando del matrimonio de personas del mismo sexo añade: “Si se parte de la premisa de que la creencia fundamental es reconocer y respetar a todos los seres humanos por igual, tienes una obligación de ser consecuente y no puedes decir que crees en la igualdad de todos los seres humanos para luego decir que ciertos hombres tienen unos derechos y ciertas mujeres tienen unos derechos” (Rivera Sánchez, M. Con agenda clara designada a la procuraduría de las mujeres, El Vocero, 22 de enero de 2009).

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ha vuelto aceptable y buena, por el simple hecho de que es el objeto de preferencia de una libertad individual.” Con esta afirmación se quiso expresar sintéticamente uno de los cambios más significativo en el modo de entender la libertad. En efecto, según la tradición filosófica clásica lo que determina la bondad de una acción es ante todo el objeto hacia el cual se orienta: “Por tanto la especie de un acto humano se considera formalmente según el fin, y materialmente según el objeto del acto exterior,”3 nos recuerda Tomás de Aquino. Si el objeto es bueno, la acción que libremente lo elige se vuelve buena. De ahí que el acto no es bueno sólo porque es libre, sino porque se dirige hacia un objeto que la razón presenta como un bien apreciable en orden al fin último. Es sabido que debemos a Kant la propuesta de una ética que no viera en la búsqueda del bien la moralidad de una acción. Independientemente de las intenciones que motivaron a Kant para llevar a cabo esta ruptura entre moralidad y bien, el éxito contemporáneo de aquella reivindicación de autonomía para la libertad humana es una creciente afirmación de la libertad como bien en sí que con su elección hace buenas las cosas elegidas. Bueno de por sí es el acto que prefiere y elige: cualquier cosa que se interponga entre el acto y su realización es un mal. No importa ya qué es lo que se escoge, porque parece que ya no hay manera de juzgar de manera racional y universalmente aceptada lo que es bueno y malo. No elijo algo porque es bueno, sino que es bueno porque lo elijo. Esta concepción de libertad tiene unas consecuencias importantes. La primera es que si todo vale por el simple hecho de ser escogido, entonces ya no hay nada que valga realmente la pena escoger. Todo se vuelve equivalente, igualmente insignificante. Esta perspectiva destruye en el fondo lo que quería promover: la diferencia entre vida auténtica y vida no-auténtica desaparece porque no tiene sentido 3

Suma Teológica, I-II, q. 18, a. 6.

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el sacrificio de ser fiel a un proyecto de vida que vale exactamente como su contrario.4 En segundo lugar, el individuo atrapado por esta visión de la libertad, tiende a no aceptar ningún tipo de condicionamiento o interferencia. La libertad coincide con la absoluta espontaneidad y la ausencia de vínculos, tanto de tipo normativo como de tipo social o afectivo. Los ligámenes tradicionalmente constitutivos de la vida humana (por ejemplo, la esposa y los hijos, el trabajo) pueden ser alejados de la propia existencia en el momento en el que se presentan como obstáculo para la realización de algún proyecto de satisfacción. Pero, en último análisis, es la misma realidad en todas sus formas que se revela enemiga,5 porque se presenta siempre como “obligante,” lugar donde el individuo encuentra resistencias a sus proyectos. Por eso resulta siempre más difícil para el hombre contemporáneo aceptar experiencias de dependencia como lo son los impedimentos físicos o psíquicos, los fracasos, la vejez con sus inexorables limitaciones, las enfermedades terminales o la condición de comatoso de algún ser querido. La libertad como ausencia de vínculos e interferencias hace comprensible y aceptable sólo una persona llena de salud, dotada de bienestar y de todas aquellas condiciones que permiten la vida como disfrute y gozo. Y es en este tipo de existencia que normalmente se piensa cuando se apela al concepto típicamente posmoderno de “calidad de vida.”

La fractura entre ética privada y ética pública Sin embargo, no hay quien no vea el potencial conflictivo que este tipo de cultura contiene respecto a la posibilidad 4

5

Sobre este peligro de un deslizamiento de la ética de la autenticidad, cf. Taylor, La ética de la autenticidad, 67–76. Como observa agudamente María Zambrano “lo que está en crisis, parece, es este misterioso nexo que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo sustento.” María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma (Madrid: Alianza Editorial, 2000), 104.

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de crear un clima de pacífica convivencia civil. Como agudamente observa Andrea Simoncini, “esta es la paradoja de la modernidad: más favorece el individualismo y más se ve obligada a multiplicar las reglas para poner bajo control el ‘lobo’ que es potencialmente cada uno de nosotros.” 6 Entonces, lo que se rechaza radicalmente en la vida personalcotidiana, se invoca siempre más frecuentemente en la dimensión de la vida social: todo debe ser siempre más reglamentado y codificado, justo para garantizar el espacio en el que cada cual pueda perseguir los bienes y las formas de vida que más le agraden y para impedir la interferencia de los demás. Los valores fundamentales, por lo tanto, como ya se dijo, tienden a reducirse al de la libertad-autenticidad personal y al respeto-tolerancia con los proyectos de libertadautenticidad de los demás. El instrumento jurídico privilegiado con el que se ha tratado de eliminar de la esfera de la acción humana personal cualquier tipo de consideración moral ha sido el derecho a la privacidad. Pero Simoncini hace notar otra novedad producida por esta perspectiva antropológica de una libertad sin interferencias, y es la transformación del principio de igualdad (tratar de igual manera a situaciones iguales y de manera diversa situaciones diversas) en principio de no discriminación (prohibición de diferenciar entre situaciones objetivamente diferentes).7 De esta manera el campo propio de la discusión ética queda reducido a lo que transciende de la “vida privada” hacia la “vida pública”: la ética parece tener sentido solo como ética social o, al límite, parece destinada a confundirse con el derecho.

“Nuevos derechos” y nuevos totalitarismos éticos

6

Andrea Simoncini, “Esperienza elementare e diritto: una questione ‘persistente,’” en Esperienza elementale e diritto, ed. A. Simoncini (Milano: Edizioni Angelo Guerini e Associati, 2011), 66, traducción mía. 7 Cf. Simoncini, “Esperienza elementare e diritto,” 63–6.

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Dado este contexto filosófico-cultural, es interesante poner atención al modo con el cual los “nuevos derechos” se van promoviendo e implantando a nivel de praxis política. Está bajo los ojos de todos que su introducción acontece casi siempre utilizando aquellos niveles institucionales donde es más difícil el ejercicio del control soberano del pueblo y es más fácil la acción de cabildeo de poderosos grupos de poder. A nivel mundial es conocido el trabajo que se lleva a cabo en las diferentes comisiones preparatorias de las grandes conferencias de las Naciones Unidas y cómo las directrices elaboradas por las diferentes agencias entran a determinar las políticas locales de los Estados. En Europa se elaboran documentos en las Comisiones de la Comunidad Europea y desde ahí se tiende a imponer a todos los países miembros las resoluciones tomadas por pequeños grupos de “expertos.” En Estados Unidos (y desde hace pocos años también en Europa) son sobre todo los tribunales, en sus diferentes niveles, que con sus decisiones determinan siempre más frecuentemente la entrada de los nuevos derechos en la legislación estatal. Lo que no se puede llevar a cabo a nivel local, porque no se cuenta con el apoyo de la mayoría del pueblo, se lleva a niveles superiores donde hay más probabilidad de éxito.8 En esta línea antidemocrática se encuentra también la tendencia a restringir los espacios de la objeción de conciencia. En España ha sido objeto de mucha discusión la objeción de conciencia de los jueces frente a la institución del matrimonio homosexual y la de los padres que se oponían a la 8

Se puede considerar paradigmático el modo con que ha llegado a ser legal el “matrimonio igualitario” en Argentina. En Puerto Rico son emblemáticas las vicisitudes de la Resolución 99 del Senado, que se proponía enmendar la Constitución para introducir una definición del matrimonio como unión de un hombre y de una mujer. Nunca llegó a ser votada en la Cámara de Representantes porque el 12 de junio de 2008 fue detenida gracias a un informe negativo de la Comisión Cameral de lo Jurídico. De esta manera, con la firma de sólo 11 representantes, se logró impedir que el pueblo pudiera expresar su parecer y, a través de un plebiscito, tomara directamente una decisión acerca del asunto.

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asignatura “Educación para la ciudadanía.” 9 En Estados Unidos ha sido un punto delicado de la discusión acerca de la Reforma de Salud propuesta por el Presidente Obama. En Europa la objeción de conciencia ha sido atacada abiertamente en un documento del E.U. Network of Independent Experts on Fundamental Rights (un grupo de expertos instituido por la Comunidad Europea para monitorear la aplicación de los derechos humanos) que pide a los gobiernos europeos de limitar el derecho a la objeción de conciencia de los médicos en tema de aborto. Vale la pena evidenciar la paradoja de una mentalidad que para defender los derechos humanos viola uno de los derechos más importantes en una sociedad democrática: la posibilidad de optar por la objeción de conciencia en temas éticos y existencialmente delicados como lo son el aborto o la eutanasia. Precisamente en el momento en que se debería reconocer el carácter convencional y discutible de leyes establecidas en base a una simple mayoría de votos, el derecho contemporáneo, en otras ocasiones tan sensible al pluralismo cultural y moral, impone y obliga como si estuviera frente a verdades absolutas. Por eso, no se trata solo de que los “nuevos derechos,” bajo la máscara de la reivindicación de mayores espacios de libertad, revelen un proyecto ideológico iliberal impulsado por el “autoritarismo burocrático”10 de unos pocos centros de poder. La paradoja es que la manera en que se está introduciendo el reconocimiento jurídico de los nuevos derechos está transformando el derecho en una nueva moral: “La legalidad, principio que ha nacido para limitar la acción del Estado, es transformada en un valor ético, único parámetro para 9

Una reconstrucción precisa de este debate se encuentra en Regina Gaya Sicilia, “Educación y objeción de conciencia: el caso español,” Koinonía 2007/2008 (2009): 81–99. 10 Cf. Luca Antonini, “Il Nuovo Principe e i nuovi diritti,” en Persona e Stato (Milano: Fondazione per la Sussidiarietà, 2007), 62, traducción mía.

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juzgar los comportamientos individuales. Por lo tanto, la moral no puede dictar reglas al derecho, pero el derecho puede volverse una nueva moral.”11

Conclusiones Frente a la voracidad con la cual los nuevos derechos están devorando y fragmentando en individualismos inconciliables nuestra sociedad posmoderna, el reto que se nos plantea es el de reconocer lo que hay de bueno en la reivindicación actual de autenticidad y de valores inherentes a la propia experiencia humana particular, sin renunciar a la posibilidad de identificar unos derechos humanos universalmente reconocibles. El ideal sería poder volver a hablar de “derecho” en presencia de evidencias y exigencias constitutivas de todo ser humano, aunque estas puedan aflorar y manifestarse bajo diferentes formas histórico-culturales. Pero, ¿es todavía posible en un contexto cultural que se caracteriza precisamente por la negación de la existencia de una naturaleza humana y de un derecho natural en ella fundamentado? Un camino viable me parece el que propone Luigi Giussani,12 que, en otro contexto, sugiere la existencia de un nivel elemental de experiencia común a todos los seres humanos que permite reconocer lo que realmente constituye una riqueza para todos y puede constituir la “casa” de todos, el espacio donde la comunicación es posible entre individuos de épocas, culturas y lenguajes diferentes: […] [los seres humanos] cuando dicen “yo” utilizan esta palabra para indicar una multiplicidad de elementos que derivan de su historia, tradiciones y circunstancias diversas, pero indudablemente cuando dicen “yo” también usan esa expresión para indicar un rostro interior, un “corazón,”

11 12

Simoncini, “Esperienza elementare e diritto,” 68, traducción mía. Cf. Luigi Giussani, El Sentido Religioso, 10ª ed. (Madrid: Ediciones Encuentro, 2008), 18-26.

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como diría la Biblia, que es igual en todos y cada uno de ellos, aunque se traduzca de muy diversos modos.13

Y más adelante observa: La exigencia de bondad, de justicia, de verdad, de felicidad, constituye el rostro último, la energía profunda con la que los hombre de todos los tiempos y de todas las razas se acercan a todo, hasta el punto que pueden vivir entre sí un comercio de ideas —y no sólo de cosas— y pueden transmitirse riquezas entre ellos a distancia de siglos […] Porque la experiencia elemental, como decíamos, es sustancialmente igual en todos, aunque luego se defina, traduzca y realice de modos muy distintos, incluso aparentemente opuestos.14

Esta perspectiva permite reconocer más fácilmente que universal y particular en la experiencia humana no se contradicen, ni se contraponen. Como afirma la profesora de derecho constitucional y juez de la Corte Constitucional de la República Italiana, Marta Cartabia, precisamente en los derechos humanos coexisten una dimensión universal y una dimensión histórica, que no están en conflicto, porque se llega siempre al descubrimiento de lo universal a través de experiencias particulares, culturalmente caracterizadas: “Lo que es universal se revela en la concreción y particularidad de las diversas expresiones culturales, examinadas críticamente a la luz de la razón y de los criterios de los cuales está dotada cada persona.”15 Hablar de exigencias originales y de “experiencia elemental” no significa, por lo tanto, cerrar definitivamente el problema de la identificación de los derechos humanos, casi como si se tratara de deducirlos de las exigencias originales. Al contrario: las exigencias de verdad, de justicia, de belleza, 13

Ibid., 24. Ibid., 26. 15 Marta Cartabia, “Esperienza elementare, esigenza di giustizia e diritti umani,” en Esperienza elementale e diritto, ed. A. Simoncini (Milano: Edizioni Angelo Guerini e Associati, 2011), 108, traducción mía. 14

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de amor, en cuanto experiencia elemental que se encuentra en cada ser humano, constituye la raíz antropológica adecuada, el terreno común donde es posible volver a dialogar serenamente acerca de lo que merece ser declarado y garantizado como derecho universal. Se trata de una tarea abierta e inacabada, porque al reconocimiento de evidencias y exigencias comunes se debe llegar a través de un examen crítico continuo de la propia experiencia. Esta perspectiva permite también volver a repensar la libertad de manera más adecuada. Antes que nada porque pone en crisis una imagen individualista y narcisista de la búsqueda de la propia autenticidad. El protagonista es el sujeto en su irrepetible unicidad, pero de alguna manera para llegar a ser plenamente sí mismo debe descubrir en la propia experiencia aquellas exigencias que son él mismo y que lo ponen en comunicación con los demás. Qué significa ser auténtico, ser uno mismo, no se inventa, no es pura arbitrariedad o gusto subjetivo, sino que es descubrir y asumir responsablemente unos datos originarios, unas exigencias, que me preceden y a las cuales debo obedecer precisamente porque de otra manera no sería yo mismo. La libertad humana no puede evitar el “conócete a ti mismo” socrático. Como nos recuerda Taylor, “debo ejercer efectivamente la autocomprensión para ser realmente o plenamente libre.”16 Entonces el movimiento propio de la realización personal consistirá en la seriedad con la que la persona descubre y asume este conjunto de exigencias originales. La experiencia de la libertad coincide con una experiencia de satisfacción y plenitud subjetiva, pero, al mismo tiempo, es el acontecer de una perfección objetiva, fruto del encuentro y de la adhesión a un bien que corresponde y perfecciona objetivamente al ser humano. 16

Charles Taylor, “Cosa c’è che non va nella libertà negativa,” en L’idea di libertà, eds. I. Carter y M. Ricciardi (Milano: Feltrinelli, 1996), 97.

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En esta perspectiva se entiende mejor dónde está uno de los equívocos existencialmente más grave de la contemporánea lucha para los “nuevos derechos.” Detrás de estas batallas se asoma a menudo la triste ilusión de que sean suficientes la aceptación social y el reconocimiento jurídico para que las aspiraciones a la satisfacción y a la felicidad se cumplan. Es evidente que no es así. No basta convertir en derecho el propio deseo para que este mágicamente se vuelva capaz de satisfacernos. A pesar de tener el poder legal de llevar a cabo ciertas acciones, no tendremos el poder de transformar en felicidad lo que objetivamente no puede darla. Se impone una tarea educativa urgente y dramática: ayudar a las nuevas generaciones a descubrir y amar su propia humanidad, es decir, las exigencias originales de su corazón. Sin esta brújula, nuestros jóvenes se verán cada vez más desamparados y a la merced de la presión mediática, fiel aliada de los nuevos centros de poder. Aprender a juzgar a partir de las evidencias y exigencias originales es el primer gesto de auténtica libertad, de afecto a uno mismos y de amor a los demás.

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¿Son los juicios estético-políticos, también, juicios fronéticos? Arendt sobre Kant Elisa Goyenechea de Benvenuto (Universidad Católica Argentina)

En la década del 60 Hannah Arendt examinó la tercera crítica de Kant y creyó que el procedimiento de los juicios estético reflexivos proveía una herramienta fundamental para teorizar sobre nuestra apreciaciones políticas. Las cualidades que garantizan la calidad del juicio son la comunicabilidad, la apelación a priori al sensus communis y la imparcialidad resultante. Hannah Arendt encontró el instrumento teórico para elevar una facultad humana que habilita a estimar el valor de lo particular sin la necesaria mediación de reglas operativas bajo las cuales subsumir los casos novedosos. El juicio estético, entonces, le provee el principio a priori por el que se destaca un particular, se le atribuye carácter ejemplar y se lo presenta ante la comunidad juzgante, anticipando el consentimiento y la aprobación. Consideramos que la pensadora ejerció esta modalidad de juicio no sólo cuando tomó el término totalitarismo y lo elevó a caso ejemplar sin precedentes de una forma de gobierno no prevista por la tradición, ni por la taxonomía de Montesquieu, ni por la clasificación de Kant en La paz perpetua. Otro tanto hizo cuando acuñó la fórmula


de la “banalidad del mal” para dar cuenta de las matanzas administrativas o de un tipo peculiar e inédito de crimen. La virtud del juicio consiste en extraer un particular de un grupo o agregado de individuos y elevarlo a la categoría de ejemplo. La independencia respecto de conceptos clasificatorios previos da cuenta de la libertad del intérprete frente a opiniones establecidas y con tal estrategia, desea poner de manifiesto algo novedoso ante la comunidad de oyentes. Además, puesto que su apreciación sobre el particular no es fruto del antojo y la arbitrariedad, Arendt apela al carácter intersubjetivo de tales juicios, que adquieren comunicabilidad porque buscan suscitar la aprobación de los demás. 1 El asentimiento es más desiderativo que imperativo o compulsivo, no obligan, sino que son contenciosos, hermenéuticos y abiertos a discusión. Por esa razón, los considera ideales para dar cuenta de las opiniones que expresamos en calidad de ciudadanos. Contrario a lo que podría suponerse, la validez de los juicios estético-políticos (las apreciaciones que realizamos en virtud de ser ciudadanos) no descansa en resoluciones mayoritarias, ni yace su validez en deliberaciones y consensos. *** Hannah Arendt, creemos, no es dialoguista, ni consensualista; la opinión mayoritaria, la opinión pública o el consenso no sancionan la validez de los juicios estético-políticos. No es esta la posición de Seyla Benhabib, quien, buscando evidencia textual en los textos históricos más que en los teóricos2, procura acercar a Arendt a J. Habermas, presentarla

1

Hannah Arendt, Lectures on Kant’s Political Philosophy (Chicago: The University of Chicago Press, 1982), 63, 69–72. 2 Sus textos de cabecera son en la obra sobre Rahel Varnhagen, The Origins of Totalitarianism y los escritos judíos. No toma en consideración las obras de ma-

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como una “modernista reluctante,”3 pasible de ser posicionada entre los pensadores que sostienen que la Modernidad es “un proyecto inconcluso.”4 Para Benhabib, profesora de Yale, la Modernidad es un proceso rico en contradicciones; sus notas de cosmopolitismo, universalismo y el principio de igualdad política universal han entrado en tensión con las diversas formas de diferenciación racial, religiosa, cultural, lingüística. La Modernidad ha sido ha sido imperfectamente realizada; no ha logrado establecer exitosamente las prácticas democráticas liberales herederas de las revoluciones burguesas. Si bien ha alcanzado corporizar en instituciones una racionalidad práctica técnica e instrumental, al mismo tiempo ha amenazado con excluir de dicha racionalidad práctica los valores y las capacidades morales que no guardan una relación instrumental con los objetivos e intereses. Para la catedrática nacida en Estambul, como para Habermas, la capacidad humana para el discurso moral es un vehículo cognitivo. Es decir, el discurso moral contiene proposiciones sobre lo que es lo bueno o sobre el bien deseado, en las que interpretamos y damos a conocer tanto nuestras necesidades, como las que compartimos con otros. Esas necesidades comunes expresan bienes que queremos conseguir en calidad de fines, sobre cuya comunicación se asienta la posibilidad de alcanzar consensos. El cometido de la intérprete es defender la presencia de la comunicación, el debate y la búsqueda de consensos en el pensamiento de Arendt. Según sus términos, Arendt no se limita a enaltecer lo político como evento agonístico, performativo y expresivo solamente, sino que también incluye los aspectos democráticos de intercambio y de decisión, que hacen a la vida política real de las democrayor contenido teórico, como The Human Condition, o Between Past and Future, o Lectures on Kant’s Political Philosophy. 3 Seyla Benhabib, The Reluctant Modernism of Hannah Arendt (Lanham, Boulder, New York, Toronto, Oxford: Rowman & Littlefield Publishers, Inc., 2000), 198. 4 Ibid., xxv.

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cias actuales: “Sigue siendo una de sus contribuciones centrales la filosofía política [de Arendt] el habernos hecho tomar conciencia de la importancia del concepto de esfera pública para cualquier proyecto democrático, asociativo, participativo e igualitario.”5 Benhabib sostiene que a través de la lectura de las obras menos filosóficas o teóricas, pueden hallarse elementos que justifiquen calificar a Hannah Arendt como apologeta de la comunicación sustantiva y los acuerdos reales en vistas de fines deseables. Su cometido —creemos— es restringir el peso de la herencia antimoderna y la grecofilia de Heidegger, amén de relativizar la infranqueable separación entre póiesis y praxis, y la consiguiente sustracción de la teleología de la praxis. Esto significaría, además, afirmar que para Arendt los juicios estético-políticos son juicios prácticos cognitivos, es decir, que son apreciaciones que nos dan a conocer y nos permiten comunicar lo que consideramos bueno, justo o sus contrarios. Discutiremos esta posición. Al respecto, creemos, no puede olvidarse la consistencia de las Lectures on Kant’s Political Philosophy, donde se aprecia la deuda de Arendt con Kant al afirmar que en los juicios estéticos y, por extensión, en los políticos, se comunica una sensación, mas no una propiedad del objeto. En The Reluctant Modernism of Hannah Arendt, cuestiona Benhabib: “Reuniré estas consideraciones bajo un signo de interrogación: ‘¿Una genealogía alternativa de la Modernidad?’ Quiero sugerir que en los comienzos de la obra de Arendt encontramos una genealogía de la modernidad diferente de la presente en sus escritos posteriores. En esta genealogía alternativa de la Modernidad, ‘el auge de lo social’ no se referiría a las relaciones de intercambio de mercancías […], sino que designaría el surgimiento de nuevas formas de sociabilidad, asociación, intimidad, amistad, hábitos de con5

Ibid., 198.

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versación y de escritura, gustos en la comida, maneras y artes, como también en los hobbies, pasatiempos y actividades ociosas.”6 Estos diversos modos de interacción —creemos— claramente son tomados en consideración por Arendt y pertenecen a las prácticas, asociaciones y quehaceres domésticos, sociales y privados en general. Cuando los examina, es en el contexto de la denuncia de la obliteración de la distinción de las esferas privada y pública, propia de los regímenes totalitarios, o también en la excesiva intromisión del Estado en las decisiones familiares, como cuando denuncia la injusticia de la prueba piloto educativa en Arkansas (juntar obligatoriamente a blancos y negros en las aulas) en sus “Reflections on Little Rock.”7 No constituyen propiamente esfera pública y no es exacto, cuando de Arendt se trata, hablar de un mundo familiar o del mundo del trabajo; mundo es, rigurosamente, esfera pública y política. En el capítulo II de The Human Condition, encontramos la sospecha de Arendt precisamente respecto de esas formas de asociación que surgieron en la modernidad (como los salones berlineses y tertulias de Rahel Varnhagen) que la autora rechaza como esfera pública: Allí [en la esfera pública] únicamente se tolera lo que se considera apropiado, digno de verse u oírse, de manera que lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado. […] Lo que la esfera pública considera inapropiado puede tener un encanto tan extraordinario y contagioso que cabe que lo adopte todo un pueblo, sin perder por tal motivo su carácter esencialmente privado. El moderno encanto por las “pequeñas cosas,” dentro de sus cuatro paredes […], esta ampliación de lo privado, el encanto, como si dijéramos, de todo un pueblo, no constituye una esfera pública, sino que, por el contrario, significa que dicha esfera ha retrocedido por completo, de manera que la 6 7

Ibid., 22. Hannah Arendt, “Reflections on Little Rock,” en Responsibility and Judgment (New York: Schocken Books, 2003), 193–213.

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grandeza ha dado paso por todas partes al encanto; si bien la esfera pública puede ser grande, no puede ser encantadora precisamente porque es incapaz de albergar lo inapropiado.8

Entre las formas públicamente inapropiadas, Arendt menciona todas las situaciones de intimidad interpersonal como la amistad (no cívica, pues la aristotélica philía politiké es la única que rescata) o el amor, es decir las maneras de relación yo-tú, que no precisan de la mediación de las instituciones. Por esa razón, aun defendiendo lo sagrado e intocable del espacio familiar, éste es sólo una forma opacada, o una sombra del verdadero espacio público: Cabe que la subjetividad de lo privado se prolongue y multiplique en una familia, incluso que llegue a ser tan fuerte que su peso se deje sentir en la esfera pública, pero ese “mundo familiar” nunca puede reemplazar a la realidad que surge de la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana.9

La intérprete de la Universidad de Yale, creemos, pretende atemperar una tesis central de Arendt: que la consideración y la discusión en torno a los cometidos concretos de las comunidades reales, no hacen a la especificidad de la praxis; que el valor de la acción no yace en el logro de los cometidos, sino en otro lado, y que sólo el observador desinteresado puede capturarla; por último, que la comunicabilidad que sanciona la validez de los juicios, no concierne a comunidades concretas y existentes, sino a una comunidad virtual o potencial, que configura un espacio público también vir8

Hannah Arendt, The Human Condition (Chicago & London: The University of Chicago Press, 1998), 52. 9 Ibid., 66.

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tual, pero imprescindible en los procesos de formación de opiniones consistentes y juicios imparciales. Este proceso, empero, no es real ni acontece en un espacio público concreto e históricamente emplazado. […] hago presente a mi mente los puntos de vista de aquellos que están ausentes […]. Cuanto mayor sea el número de puntos vista presente en mi mente cuando considero un determinado asunto y cuanto mejor pueda imaginar cómo sentiría y pensaría si estuviera en su lugar […] más válidas serán mis conclusiones finales, mi opinión. […] de manera que aunque esté completamente aislada al formar una opinión, no estoy solamente en compañía de mí misma en la solitud de mi pensamiento filosófico; permanezco en este mundo de interdependencia universal, en donde puedo volverme la representante de todos los demás […].10

Cuando Arendt teoriza sobre los procesos de deliberación y decisión, quiere y busca la imparcialidad pero no la ubica en los acuerdos intersubjetivos, menos aún en la decisión de las mayorías, sino en el acuerdo y la armonía del yo consigo mismo. En otras palabras, cuando examina el proceso socrático de pensamiento y lo vincula con las reflexiones sobre las cuestiones morales no logra, sostenemos, prolongar estas cavilaciones hacia el ámbito público; no alcanza a teorizar sobre cómo los hombres en plural, como miembros de cuerpos políticos reales se proponen metas, discuten y deciden acerca de los objetivos que les interesan. De más está decir que para Arendt estos procesos existen y son inexcusables, pero lo cierto es que cuando quiere justificar el procedimiento por el cual decidimos cursos de acción —qué es lo bueno en ésta situación—, “el viento del pensar,”11 que arrasa con los convencionalismo y los clichés, sólo indica los límites que no debemos traspasar si queremos seguir en paz con no10

11

Hannah Arendt, Between Past and Future (New York: Penguin Books, 1993), 241–2. Hannah Arendt, “Thinking and Moral Considerations. A Lecture,” Social Research 38, number 3 (Autumn 1971): 433.

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sotros mismos, en ningún caso da prescripciones positivas ni definitivas sobre lo que sea lo bueno o lo justo. La presuposición constante que recorre “On Civil Desobedience” (1970) es que los hombres pueden reunirse en torno a intereses comunes y que de este modo, dejan de ser meros objetores de conciencia y se vuelven figuras que actúan en público, en calidad de minorías organizadas que ex professo impugnan decisiones o prácticas políticas, incluso aquellas resultantes de decisiones mayoritarias. O sea, que su preocupación principal no es tanto estar en paz consigo mismos, como el objetor de conciencia, sino denunciar públicamente un daño o un crimen que perjudica a toda la comunidad. Sin embargo, Hannah Arendt, no examina ni teoriza sobre estos procesos de debate mediante los cuales se alcanzan los consensos. Y en los casos en los que afirma que los procesos decisorios se resuelven por mayoría o que necesitan número, está más interesada en salvaguardar la existencia y operatividad de las minorías (es decir, asegurar que la opinión pública mayoritaria no se trague a las minorías), que en justificar los consensos. Como hemos adelantado en los renglones precedentes, Hannah Arendt extiende la peculiaridad de la actividad de juzgar, desde el ámbito de la estética hacia la dimensión política, porque el mismo procedimiento de juicio estético nos habilita a proferir apreciaciones sobre lo bueno y lo malo. Sin embargo, la autora insiste en la exclusión de los propósitos y el planteo y consecución de objetivos (los fines deseables inherentes a cualquier juicio práctico, en general, y práctico político en particular), con el pretexto de que obnubilan el juicio imparcial a la hora de proferir valoraciones. Insistimos, en los juicios estético-políticos no se juega el saber obrar. Al negar el status cognitivo a los juicios reflexivos, Arendt sigue claramente a Kant: “pues la belleza no es un concepto del objeto, ni el juicio de gusto un juicio de conocimiento. Sostiene solamente que estamos facultados para presuponer en todos 138 | ELISA GOYENECHEA DE BENVENUTO – ¿Son los juicios estético-políticos, también, juicios fronéticos? Arendt sobre Kant


los hombres en general las mismas condiciones subjetivas de la facultad de juzgar que encontramos en nosotros […].” 12 Piénsese, también, en la reluctancia de Arendt en incluir los aspectos económicos y materiales en la consideración de los juicios políticos; las cuestiones a las que consideramos la quintaesencia de la discusión política, como la distribución, la justicia en general, la justicia social, en particular, brillan por su ausencia. Esto no significa que Arendt las tuviera por irrelevantes. Lo decisivo era que estas consideraciones introducían en la esfera pública actividades y materias directamente concernidas con la subsistencia, el mantenimiento o la calidad de vida, y amenazaban con sustraerle autarquía a lo político con la colonización de quehaceres más concernidos con la necesidad que con la libertad. Tales preocupaciones involucran imperiosamente las estrategias de racionalidad instrumental y de buena gestión de los recursos escasos, modalidades que Arendt no se cansa de distinguir de lo estrictamente político. Porque la cualidades del hombre de estado o del hombre político y las cualidades del gestor o del administrador no son las mismas y raramente se las encuentra juntas en el mismo individuo; el primero debe saber cómo tratar con hombres en el campo de las relaciones humanas, cuyo principio es la libertad, y el otro debe saber cómo gerenciar cosas y personas en la esfera de la vida, cuyo principio es la necesidad.13

En otro contexto, Arendt discierne entre lo político y la esfera del interés —lo social y lo económico— cuando distingue entre la clase obrera y los sindicatos, con el propósito de marcar sus diferencias. Los segundos, que proclaman monopolizar los intereses y reclamos obreros, siempre se mantuvieron en el nivel de las exigencias sociales y su lucha política, orientada a la inserción plena de los obreros en la socie12 13

Kant, Crítica del juicio (Buenos Aires: Losada, 1961), 142. Hannah Arendt, On Revolution (New York, Penguin Books, 2006), 266.

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dad moderna. Los primeros, en cambio, durante las revoluciones y en el breve intervalo en el que su poder no fue monopolizado por un programa partidario o una ideología oficial, expresaron valiosas ideas de tinte político. Concretamente, referidas a una nueva forma de gobierno democrático bajo condiciones modernas. Arendt se refiere aquí al sistema de consejos, que desarrolla ampliamente en el último capítulo de On Revolución, el cual, aunque con pocas posibilidades de implementación, permitiría superar las aporías de la representación. En The Human Condition, a propósito del examen el rol de los movimientos obreros en la política moderna, sostiene Arendt: Desde las revoluciones de 1848 hasta la revolución húngara de 1956, la clase trabajadora europea […] ha escrito uno de los más gloriosos y probablemente el más prometedor capítulo de la historia reciente. Sin embargo, aunque la línea entre las demandas políticas y las económicas, entre organización política y sindicato, ha sido considerablemente borrada, no deben ser confundidos. Los sindicatos, defendiendo y luchando por los intereses de la clase obrera son responsables de su eventual incorporación a la sociedad moderna, especialmente del extraordinario mejoramiento en la seguridad social, prestigio social, y poder político. Los sindicatos nunca fueron revolucionarios en el sentido de que desearan una transformación de la sociedad junto con una transformación de las instituciones políticas en las que esta sociedad era representada, y los partidos políticos de la clase obrera han sido, casi siempre, partidos de interés, exactamente iguales a los otros partidos representantes de otras clases sociales. La distinción aparecía sólo en raros pero decisivos momentos cuando, durante el proceso de una revolución, ocurría que estas personas, si no estaban dirigidas por ningún programa partidario o ideología oficial, tenían sus propias ideas acerca de las posibilidades de un gobierno democrático bajo condiciones modernas. En otras palabras, la línea divisoria entre ambos no es cuestión de demandas sociales o económicas extremas,

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sino únicamente, de la propuesta de una nueva forma de gobierno.14

Hannah Arendt desembocó en extrañas ambigüedades, cuando defendió el estatuto independiente de lo político y en contradicciones, cuando excluyó de los juicios políticos la discusión estratégica concerniente a los medios y los fines. Puso en la misma línea la racionalidad estratégica, la racionalidad técnica y la discusión acerca de los cometidos deseables; entendió toda teleología como unilateralmente estratégica, es decir, como concernida únicamente por la consideración instrumental que discierne los medios más aptos para el logro del fin. No alcanzó a distinguir debidamente entre razón técnica y racionalidad práctica, razonabilidad o sensatez. Lo que sí podemos afirmar es que se acercó a esta razonabilidad y sensatez, cuando afirmó que la distinción entre lo bueno y lo malo, lo bello de los feo, ancla en el sentido del gusto, elevando su estatuto a juicio. Urgida por elevar el sentido valioso de las acciones y los sucesos políticos allende el logro de los propósitos, excluyó la teleología — imprescindible en los juicios prácticos— de los juicios políticos, y los calificó como retrospectivos e históricos. Asimismo, la imparcialidad, el recurso al sentido comunitario y la comunicabilidad, imprescindibles en los juicios estético reflexivos no proveen recursos para plantear y discutir objetivos a futuro, porque de ser así —concluye Arendt— estarían centrados en el discernimiento de los medios que garantizan el máximo rendimiento o el éxito, al menor costo: racionalidad estratégica. Arendt buscó deslindar el fenómeno político del ámbito de la instrumentalidad, pero no logró discernir lo instrumental de lo práctico, es decir, de los juicios acerca de los buenos fines. *** 14

Arendt, The Human Condition, 215–6.

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 141


En conclusión, creemos que ambas vertientes, la reflexión estética-política sobre la que sí teorizó, y la decisión sobre los cursos de acción comunitarios, cuya justificación brilla por su ausencia, no se dejan armonizar con facilidad y no es correcto forzar tanto la evidencia textual como para hacer de Arendt una pensadora neo-aristotélica. No creemos que Arendt deseara ex professo expulsar del dominio político todo lo perteneciente a la subsistencia, la necesidad, la instrumentalidad y el bienestar en la medida que son —hoy por hoy— cuestiones políticas por excelencia, pero lo cierto es que Arendt las rotuló como pertenecientes a una esfera de preocupaciones, reclamaciones y derechos aún pre-políticos, precisamente porque la necesidad y la carencia bloquean la libertad para el mundo, inhiben el afán por el cuidado de lo común. Pero si son cuestiones lindantes con lo estrictamente político, entonces —admítase— el dominio político, en sí mismo considerado, es o formalmente estrechísimo, una esfera angosta pero cualitativamente superior poblada por los mejores que deciden por lo bueno/lo bello, pero materialmente tan amplia como todo aquello que cae bajo la consideración humana y puede ser objeto de discurso en tanto y en cuanto convivimos con otros: “Siempre que está en juego la relevancia del discurso, las cuestiones se vuelven políticas por definición, porque el discurso es lo que hace al hombre un ser político.”15

15

Arendt, The Human Condition, 3.

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Justificación del poder político. Pueblo y valores en Una investigación sobre el Estado de Edith Stein Francisco M. Bodean (Universidad Católica de Santa Fe)

En Eine Untersuchung über den Staat1 Edith Stein se propone indagar, siguiendo el método fenomenológico, la estructura óntica del Estado. Hilvanando algunos de sus análisis —especialmente la segunda parte de la obra, titulada “El Estado desde el punto de vista de los valores”—, busco responder a la cuestión: ¿Cuál es el significado del poder para la vida de los hombres? En términos de Stein: ¿cuál es el valor de la entidad denominada “Estado,” en sí misma y en relación a otros valores? Siendo una entidad cuyo origen y forma dependen del querer humano, ¿cómo se justifica su existencia? Aún los Estados ya existentes dependen de individuos que hacen política o consienten tácitamente con su existencia. ¿Qué los motiva? El análisis de Stein puede resumirse en 1

Edith Stein, “Eine Untersuchung über den Staat,” en Jahrbuch für Philosophie und Phänomenologische Forschung, ed. Edmund Husserl, Vol. VII, (Halle a.d.S.: M. Niemeyer, 1925); empleo la versión italiana Una ricerca sullo stato, trad. y ed. por Angela Ales Bello (Roma: Città Nuova, 1993). Las trad. del italiano son del autor.


la siguiente paradoja: el poder, la esencia del Estado,2 librado a sí mismo no tiene valor, se devela vacío e inerte. Su significado depende necesariamente de ámbitos pre-políticos de la vida y del mundo de valores. Esto implicará oscilar entre un análisis puramente eidético y la justificación en el plano fáctico de los Estados concretos. La exposición tiene dos partes: en la primera sintetizo la noción de Estado y poder político, que se mostrará esencialmente indeterminado en su contenido y necesitado de factores extrínsecos. En la segunda presento los valores como algunos de estos factores, útiles para justificar el poder político, especialmente el valor de la comunidad popular.

1.

Comunidad, Estado y poder político

En continuidad con sus estudios sobre la empatía y la constitución psíquico-espiritual de la persona,3 la perspectiva del análisis de Stein es “personalista:”4 la antropología sirve de base a la comprensión de las formas de asociación, consideradas “personalidades de orden superior,” evitando además reducir el individuo a cualquier forma de vida intersubjetiva. La comunidad (Gemeinschaft) es la forma de asociación paradigmática. Su esencia es la comunión de vida por la cual sus miembros se relacionan en forma natural y orgánica, en cuanto sujetos. La objetivación y racionalización de las re2

Stein, Una ricerca sullo stato, 26. “la nostra Autrice [E. Stein] segue un cammino che la conduce in modo consequenziale dall’analisi del vissuto relativo alla conoscenza dell’altro, alla costituzione dell’essere umano come essere psichico e spirituale e quindi alle discipline che si interessano di questi ambiti e, nuovamente, alla dimensione intersoggettiva esaminata in riferimento al soggetto, ma anche da un punto di vista oggettivo, cioè relativamente alle forme associative umane, quali la comunità e la società, fino al momento culminante dell’associazione stessa, rappresentato dallo Stato.” Angela Ales Bello, introducción a Psicologia e scienze dello Spirito. Contributi per una fondazione filosofica, por Edith Stein, trad. Anna Maria Pezzella (Roma: Città Nuova, 1996), 7. 4 Angela Ales Bello, Fenomenologia dell'essere umano: lineamenti di una filosofia al femminile (Roma: Città nuova, 1992), 120. 3

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laciones es propia de la sociedad (Gesellschaft).5 El pueblo (Volk) es la comunidad caracterizada por ser creadora autónoma de cultura, i.e. por poseer un alma que se manifiesta en la creación de un mundo de bienes espirituales único. La nación es el pueblo que cultiva su autoconsciencia y personalidad.6 Ambas son análogas a la personalidad individual, y portadoras de un valor propio. El Estado es aquella formación social que se distingue de las anteriores por ser persona, sujeto de actos libres. Su naturaleza última es jurídica: “‘Él [el Estado] puede’— quiere decir que le corresponde el derecho y, por tal razón, autoridad e iniciativa legal son correlativas.” 7 Su carácter específico halla expresión sintética en el concepto de soberanía, entendida como autodeterminación, núcleo esencial análogo a la libertad en la constitución de la persona individual. A nivel social se trata de la “peculiaridad del poder del Estado consistente en el poseer el derecho exclusivo de disponer en su esfera de autoridad y en el poder autolimitar tal derecho a favor de otros poderes.”8 Los conceptos de persona y actos libres son correlativos: el Estado se auto-constituye como tal a partir de sus actos. El gobierno, al cual se reconducen todas las acciones estatales, no es arbitrario, sino fundado en el derecho, ante todo derecho a legislar y ser la fuente de todo derecho. Los actos estatales, mandatos y disposiciones —rol ejecutivo y legislativo

5

cf. Edith Stein, “Beiträge zur philosophischen Begründung der Psychologie und der Geisteswissenschaften,” en Jahrbuch für Philosophie und Phänomenologische Forschung, ed. Edmund Husserl, Vol. V (Halle a.d.S.: M. Niemeyer, 1922); empleo la versión italiana: Psicologia e scienze dello Spirito. Contributi per una fondazione filosofica, trad. Anna Maria Pezzella (Roma: Città Nuova, 1996), 159ss; 277ss. 6 Stein, Una ricerca sullo stato, 34ss. 7 Ibid., 27. 8 Ibid., 30. Sobre el contexto académico del estudio de Stein, es útil Clara Álvarez Alonso, “Percepción fenomenológica del Estado: la significación jurídica de Eine Untersuchung über den Staat de Edith Stein,” Revista Jurídica de la Universidad Autónoma de Madrid, no. 19 (2009).

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 145


respectivamente—, son de naturaleza social o relacional.9 Con ello el análisis fenomenológico concuerda con una definición del poder no substancial, basada en la posesión de medios, según la formulación clásica del Leviatán hobbesiano,10 sino como relación de tipo causal suficiente entre dos individuos o grupos, por la cual el comportamiento del primero determina el comportamiento del segundo en un ámbito de actividades denominada esfera de poder.11 En el análisis de Stein, el todo estatal se articula en (a) la comunidad que vive en el Estado, instancia pre-política, ámbito de autoridad correspondiente a la esfera de poder; y (b) el poder estatal, estrato totalmente nuevo que ejerce su influencia en la vida de los individuos, pero en la cual la vida no penetra como tal, sino como órgano que hace perceptible al Estado y ejerce funciones en representación de la totalidad. Esta esfera inaugura el ámbito de lo político en sentido estricto. Acerca de lo político, Stein tiende a asimilarlo a lo estatal. En una nota le atribuye tres significados, derivados de la definición más general de “formación del Estado”: (a) totalidad de acciones estatales; (b) auto-organización estatal; (c) acciones de personas o grupos para dar forma al Estado. 12 Esta última acepción comprendería v.g. el accionar de partidos políticos.13 Sin embargo, el nexo indisociable entre lo político y lo estatal no significa desconocer el carácter también político del accionar al interno de comunidades y la sociedad civil. En PyCE presenta una contraposición entre el demagogo y el líder comunitario auténtico, que está al servicio de su pue-

9

Stein, Una ricerca sullo stato, 68. cf. Thomas Hobbes, Leviatán: o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil, trad. Manuel Sanchez Sarto (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009), cp. X. 11 M. Stoppino, “Poder,” en Diccionario de Política, ed. N. Bobbio, N. Matteucci y G. Paquino (Siglo veintiuno, 2000). 12 Stein, Una ricerca sullo stato, 131. 13 cf. Ibid., 153. 10

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blo, sin necesidad de apelar a una asociación estatal.14 La naturalidad de la relación de autoridad en el ámbito comunitario, sancionada jurídicamente, es considerada como garantía del poder político. Esta ambigüedad acerca de lo político entre relaciones comunitarias orgánicas y estatuto jurídico del poder es ejemplo de una constante en el análisis de Stein. El dilema se funda en la oscilación entre abstraer la estructura óntica del Estado, su esencia y valor propio como persona jurídica, o bien considerar su relación necesaria con ámbitos sociológicos y axiológicos previos o superiores. La consideración eidética del Estado con frecuencia se contrapone a otro nivel de análisis, correspondiente a las entidades estatales concretas, a tal punto que arrojan resultados divergentes. El problema del contenido del ejercicio de la autoridad sirve para comprender mejor esta cuestión. Stein analiza qué se puede predeterminar a partir del sentido del Estado. “La vida del Estado se agota en el ejercicio del poder,”15 por lo que la conservación del mismo es el único criterio acorde a su sentido. Ello implica: (1) que el Estado debe mandar y disponer lo que es necesario para este fin; (2) que el Estado puede disponer y mandar aquello que no obstaculiza tal fin; (3) que el Estado no puede realizar nada que impida este fin. La tercera categoría descarta las decisiones problemáticas, que conlleven el riesgo de poner en cuestión las relaciones de autoridad, sea al interno como al externo, v.g. una decisión que pueda incitar la desobediencia o inducir a una potencia extranjera a atentar contra la propia soberanía. A la primera categoría corresponden v.g. la penalización o la defensa del territorio. La segun14

Stein, Psicologia e scienze dello Spirito, 160–1. La identificación de lo político y lo estatal es una tendencia de la época señalada por Carl Schmitt: “todo lo que no es estatal, luego todo lo ‘social,’ es por lo tanto apolítico.” El concepto de lo político, trad. R. Agapito (Madrid, 1991), 51. Stein no es inmune a este lugar común, aunque sus análisis ofrecen matizaciones diversas, tales como la señalada. 15 Stein, Una ricerca sullo stato, 98.

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da categoría, referida a las disposiciones que no obstaculizan la conservación del poder, es el ámbito más problemático. En ella ingresan todas las hipótesis corrientes de la teoría política acerca del supuesto fin del Estado, como ser la realización de un Estado ético, garantizar el libre desarrollo de la nación o cuidar el bienestar del pueblo, etc. En síntesis, no se le prescribe al Estado según su esencia el que deba estar al servicio de la ley moral, y Stein expresa en forma muy elocuente esta incertidumbre acerca del contenido: “El reino de Satanás puede ser realizado como Estado tanto como el reino de Dios.”16 Por esto, el Estado no puede limitarse a sí mismo y requiere un fundamento distinto de su esencia.

2.

Estado y valores

Para salvar la esencial incertidumbre del poder político, cuyo valor se restringe a ser un ordenamiento jurídico, es necesario considerar ámbitos de valor ajenos a su esencia. Veremos a continuación: (1) el valor personal de la comunidad popular; (2) valores éticos, (3) valores vitales y espirituales, y (4) valores religiosos. 2.1. Valor personal de la comunidad de pueblo En primer lugar, es eminente el rol del pueblo, portador de un valor propio. A nivel de su estructura formal, Estado y comunidad popular no son asimilables, y pueden separarse. Demostración de ello es que la destrucción del Estado no implica la desaparición del pueblo. El Estado-nación es una especie particular, no el Estado en cuanto tal. Es posible en línea de principio un Estado con fundamentos societarios, o un único Estado que comprehenda y regule una pluralidad de pueblos sin violar sus caracteres nacionales. Ahora bien, este análisis se modifica en el plano fáctico, en relación a factores ajenos a la esencia del Estado. Stein se remite a Aristó16

Ibid., 99.

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teles, para quien la sola justica no basta para mantener unido a un cuerpo político, sino que es necesario un vínculo de φιλία17 —en términos fenomenológicos, una “consciencia de la comunidad” (Gemeinschaftbewußseins). La formación de un Estado constituye el “proceso de desarrollo típico de una comunidad.”18 Su génesis y desarrollo está ligado a fundamentos pre-estatales, entre los cuales el más habitual y eminente es una vida comunitaria precedente, ocupando un rol natural y preponderante el pueblo y la nación. Los complejos impulsos de una vida comunitaria le proveen de contenido, orientación y vida a las acciones del Estado, a su querer y actuar libre. En otros términos: El valor de la organización […] se mide con el desarrollo de la vida comunitaria, de la cual se encuentra al servicio. A la comunidad en cuanto tal y aún más a la comunidad de pueblo, como personalidad productora de cultura, le corresponde un valor propio. El Estado que se presenta con un ordenamiento jurídico al servicio de la vida comunitaria, no produce este valor, sino que contribuye a realizarlo, y al Estado no le corresponde, en cuanto cumple tal función, un valor propio, sino, por el contrario, sólo derivado.19

La soberanía “no equivale a autosuficiencia,” sino que precisa de garantías extrínsecas, i.e. “que los ciudadanos la reconozcan de forma permanente; un reconocimiento que deriva de los acuerdos compartidos subyacentes que se expresan en fines comunes compartidos.” 20 Por ello, la autonomía cultural del pueblo es el fundamento material de la soberanía, entendida como autonomía formal,21 y “existe una

17

cf. Ética nicomaquea (Buenos Aires: Colihue Clásica, 2007), VIII, 1155a 22–31. Stein, Una ricerca sullo stato, 108. 19 Ibid., 141. 20 Alasdair MacIntyre, Edith Stein: un prólogo filosófico, 1913-1922, trad. Feliciana Merino Escalera (Granada: Nuevo Inicio, 2008), 168. 21 Stein, Una ricerca sullo stato, 36. 18

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relación entre la estabilidad política y los valores de la Gemeinschaft.”22 ¿En qué consiste la contribución del Estado en relación al valor del pueblo? Se distinguen dos justificaciones principales: (1) En forma negativa, sirve de protección contra tendencias disgregantes y correctivo de modos de ser de los individuos amenazantes para la vida común. En este sentido, por esencia el Estado no sólo permite la estabilización legal de los comportamientos, con la posibilidad de ejercer una “acción educativa de tipo ético,”23 sino que tiene además la potestad exclusiva sobre los paliativos legislativos de carácter práctico, v.g. el castigo o punición. (2) Desde un punto de vista positivo, el Estado constituye el ordenamiento estable necesario para la continuidad y acrecentamiento de la vida comunitaria, requerido cuando las dimensiones de la comunidad trascienden la inmediatez de la relación yo-tú hacia la tercera persona. Derecho positivo e instituciones cumplen esta función, sirviendo al acuerdo de tendencias, permitiendo a la vez una visión de conjunto y de cada individuo.24 En ello, el Estado no sustituye sino que promueve y en ocasiones libera el accionar de la comunidad. En expresión de Stein: “El Estado puede servir al ‘desarrollo de la personalidad’ sea a través de las instituciones que el mismo crea, o también eventualmente dejando libres algunos ámbitos del control estatal y confiándose a la iniciativa de los individuos o de las asociaciones privadas.”25 Se puede añadir una justificación positiva: el Estado es el modo en el cual una comunidad puede alcanzar la dignidad de persona supraindividual en sentido pleno. El pueblo está más cercano a la personalidad individual (individuellen Persönlichkeit), es esencialmente una comunidad de perso22

MacIntyre, Edith Stein, 168. Stein, Una ricerca sullo stato, 156. 24 Ibid., 140–1. 25 Ibid., 153. 23

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nas que puede cumplir actos libres, pero la libertad, lo específico del ser personal (Personalität), no cumple el mismo rol en su constitución. La vida del pueblo transcurre en la forma de tomas de posición y acciones instintivas. En cambio, “la vida del Estado está contenida del todo en el ámbito de la libertad y se exterioriza en actos libres. Nos encontramos con el Estado porque se presenta bajo la forma de actos libres.”26 El pueblo sirve de mediación en la relación individuoEstado. En cuanto comunidad de fuerzas psíquicas, sus miembros pertenecen a una vida común, de la cual se nutren. El Estado, en cambio, como maquinaria jurídica exenta de productividad psíquica, sólo puede producir cosas exteriores y visibles, pero es incapaz de generar vida en los individuos. Por eso es natural que el hombre ame y sirva a su pueblo, y sólo de forma derivada al Estado, como a su forma exterior. Desde el punto de vista concreto, el Estado portador del valor personal del pueblo se vuelve meritorio del patriotismo de sus ciudadanos. En forma análoga a como no se cuestiona la existencia de la persona amada, el individuo no problematiza el derecho a existir del Estado investido de valor nacional, por lo cual esto basta para justificarlo fácticamente.27 2.2. Valores éticos Stein distingue entre las normas legales y éticas, ambas del mismo estatuto puro a priori, pero diversas en su contenido. Consecuentemente, la justicia tiene dos sentidos: (1) en su acepción legal, es entendida como la propiedad del derecho positivo de estar de acuerdo con el derecho puro. Requiere además de sujetos que colaboren con su legislación, reconocimiento e implementación. Pero no es necesario un Estado de derecho para que reine la justicia, ni que en todos 26 27

Ibid., 72. cf. Ibid., 141.

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 151


los casos el derecho vigente tienda a adecuarse al derecho puro, i.e. es probable que el derecho positivo sea injusto. Por ello, Stein disocia la justicia como finalidad de la idea del Estado. (2) En sentido moral, la justicia es un predicado para ciertos valores, de relevancia moral en su contenido, i.e. referidos a cualidades espirituales, sentimientos, tomas de posición emotivas, etc., reconocidos como deberes por las personas. Al Estado como persona jurídica no le compete la realización de los valores éticos, propios de la persona individual. Ahora bien, de las normas éticas a priori se distingue lo que Stein llama “moral dominante” o ethos, que refleja el habitus personal de una comunidad, su actitud fundamental para con el mundo de valores. Este ámbito de la ética dominante sirve de mediación entre los sujetos éticos y el Estado como sujeto jurídico: es garantía de la política mantener el sello de una cierta actitud espiritual, respetando el ethos del pueblo. El ethos puede servir así de fundamento al accionar legislativo del Estado —que, desarrollado mediante acciones libres, se nutre de vivencias de otro tipo—, de otro modo susceptible de volverse instrumento de intereses individuales o minoritarios. Gobernar contra tal actitud conlleva cortar las raíces de la existencia del Estado y tornar inconsistente el derecho positivo. Por su parte, las leyes pueden tener influencia en la moral dominante, i.e. producir en su ámbito de validez un cambio en el comportamiento de los individuos, ejercer una “acción educativa de tipo ético” 28 a través de instrumentos jurídicos, dando motivos para la formación del carácter y la voluntad. Puede estar en la intención y el deber del legislador ejercer este tipo de influencia, aun cuando no tenga siempre eficacia real. 2.3. Valores vitales y espirituales

28

Ibid., 156.

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Una de las justificaciones clásicas de la entidad estatal es la de servir al desarrollo de sus individuos. Esto puede ser interpretado de dos maneras: (1) satisfacer las necesidades vitales básicas en forma más eficiente que la división del trabajo, brindando protección contra los peligros externos e internos; y (2) favorecer el desarrollo espiritual, mediante la organización de las actividades inferiores, liberando la productividad de bienes culturales de orden superior. Stein aclara que ninguno de ambos fines es exigido esencialmente por el sentido del Estado. En línea de principio es posible al poder político favorecer este desarrollo, pero no le es necesario, al punto que “se puede suponer también la existencia de Estados que destruyan valores espirituales más de cuanto contribuyan a formarlos.”29 Es visible el contraste entre vida y poder, entre los individuos y el Estado como maquinaria indiferente. El Estado sin pueblo, dice Stein, “puede ser comparado a una máquina que exige vidas humanas para ser puesta en movimiento y mantenida en funcionamiento, pero no es en sí misma viva y permanece indiferente ante la vida, sobre la cual se arroga derechos.”30 Nuevamente el pueblo juega un rol preponderante a la hora de mediar entre individuos y poder impersonal. Sin embargo, el análisis fenomenológico revela que el poder, por la naturaleza de sus actos, no tiene jurisdicción sobre la vida y el espíritu. Todo lo que es creado arbitrariamente o expuesto a influencias arbitrarias escapa al ámbito de estabilización legal de lo humano. Un ejemplo de Stein de otro contexto es muy ilustrativo para el tema que nos compete: es posible pensar, en línea de principio, que un Estado instituya una educación musical para todos sus ciudadanos y la declare obligatoria. Ahora bien, no tendría sentido que el 29 30

Ibid., 139. Ibid., 47.

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mismo Estado pretendiese prescribir a los individuos el que nazcan con una particular predisposición musical.31 Tal observación, en su simplicidad, ilumina el límite del poder por principio: la potencia estatal tiene en su esfera de influencia reglar y encauzar de muchas maneras el comportamiento de los hombres mediante prescripciones, y por lo tanto dirigir el desarrollo personal en direcciones bien determinadas hasta el punto incluso de “obtener artificiosamente un cierto tipo de hombre;”32 pero ante el nacimiento —por emplear un concepto muy caro a Arendt— el poder debe reconocerse impotente. En los términos específicos del análisis de Stein: …las cualidades personales, presupuestas por el desarrollo de toda personalidad, ponen límite fijo a las posibles variaciones y no permiten ni prescripción ni prohibición. La personalidad se despliega en direcciones siempre nuevas […] Como para las cualidades personales, así sucede con todo aquello que se ancla en la personalidad, todo aquello que pertenece al “reino del alma”: tomas de posición de la persona, relaciones internas entre personas y producciones del espíritu.33

Stein añade algunos ejemplos que ilustran la impotencia de la ley ante el reino del espíritu: ninguna orden del Estado puede impedir una comunión de vida entre dos individuos, en modo análogo en que tampoco la puede exigir. Ninguna orden posee la fuerza como para fundar una comunidad.34 Los actos intelectuales y tomas de posición no pertenecen al dominio del Estado; si bien es posible una intervención, no le competen y se sustraen por principio a su accionar.35 Del mismo modo, ninguna ley o prohibición acerca del culto y pública confesión de la religión, ninguna orden o 31

Ibid., 111. Ibid., 110. 33 Ibid., 110–1. 34 Ibid., 111. 35 Ibid., 68–9. 32

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prohibición ejercitada desde el exterior tiene la fuerza suficiente como para influir sobre la relación del alma con Dios. 2.4. Valores religiosos En este sentido, abordaremos por último la relación entre valores últimos religiosos y el poder del Estado. Stein plantea la cuestión como la incompatibilidad entre dos autoridades con pretensiones radicales, señalando sin embargo la absoluta precedencia de la esfera religiosa, que “indudablemente en conformidad con la jerarquía de valores” 36 requiere obediencia incondicional a sus miembros con independencia de lo que mande el poder político. El poder mira con recelo y en ocasiones persigue a la comunidad religiosa, mientras ésta lo denomina nada menos que “Anticristo.” Este conflicto, dada la especificidad de los ámbitos, es irresoluble en el plano teórico y se traslada al plano fáctico.37 Una armonización es admitida desde el mandato de Cristo de “darle al César lo que es del César,” lo cual significa el reconocimiento del poder, aunque condicionado a que no impida “dar a Dios lo que es de Dios.” Desde el punto de vista de los individuos, el Estado no exige, como otras comunidades absorbentes, el ser considerado el valor último por sus ciudadanos. Incluso el político, pudiendo valorar más la salvación del alma que el bien del Estado,38 no entra en conflicto mientras viva también como ciudadano y sea este un punto de referencia estable en asuntos no políticos. Desde el punto de vista del Estado, en sentido preventivo Stein propone una norma de prudencia por la cual evite emitir normativas que atenten presuntos valores 36

Ibid., 163. Ibid., 68–9. 38 “El político puede estar convencido, como el santo, de que la salvación del alma vale más que el bien del Estado.” Ibid., 44. Referencia a N. Maquiavelo “amo a mi ciudad más que a mi propia alma,” en carta a Francesco Vettori del 16 de abril de 1527, cf. Cartas privadas de Nicolás Maquiavelo, ed. Luis A. Arocena (Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1979). 37

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religiosos de sus miembros, suscitando oposiciones o rebelión. Quizá no fue prudente la prohibición de Creonte, o bien debiera haber dispensado a Antígona, tal como propone Stein como autolimitación válida del poder si se trata de un número limitado de desobediencias. En el caso de valores ya no presuntos sino reales e indubitables, no sólo el Estado no puede luchar contra, sino que se le exige la “tutela de los valores religiosos,”39 antepuesta incluso a sus intereses vitales. En sentido positivo, Stein se pregunta si debería favorecer el desarrollo de los valores religiosos. Como hemos visto, el poder no tiene competencia en este ámbito: “la vida religiosa se desenvuelve en una esfera en la cual nada puede ser hecho o deshecho por medio de leyes o intervenciones voluntarias,”40 ni se le prescribe por su esencia el ser portador de valores religiosos, pero puede dar espacio y oportunidad a los individuos para entrar en contacto con esta esfera y desarrollarla.

Conclusión El análisis de Stein explota las ventajas de distinguir lo específico del poder estatal en ser sujeto jurídico que se despliega en actos libres. La esencia del Estado es depurada teóricamente de finalidades extrínsecas, para manifestar la necesidad de recuperarlas en el plano fáctico. Lo posible en línea de principio —v.g. tener como base una comunidad popular—, que no obstaculiza la esencia del poder, resulta con frecuencia imperativo considerado en el orden concreto. Los valores “son indiferentes respecto lo que es el Estado en cuanto tal,” pero constituyen “el fundamento del cual depende la existencia del Estado,”41 i.e. los motivos para su justificación de hecho. El poder tiene sentido instrumental: vacío de contenido, por sí mismo no puede ser el fin de la voluntad 39

Stein, Una ricerca sullo stato, 166. Ibid. 41 Ibid., 167. 40

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individual ni popular —“[la] vida es regulada por el Estado, [pero] no para él”42—, sino en vistas a una finalidad ulterior. Tal télos no depende del plano eidético sino de ámbitos prepolíticos de la vida comunitaria y la libertad de quienes son protagonistas de lo político.

42

Ibid.

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Violencia y mediación Andrés Osswald (UBA–CONICET–CEF)

Pese a la ostensible distancia que separa a Emmanuel Levinas de Carl Schmitt, ambos autores comparten una visión similar respecto al problema de la violencia y su contención: es preciso que la inmanencia haga lugar a la trascendencia. Sin embargo, difieren respecto al modo en que la trascendencia puede operar tal pacificación. Por una parte, Levinas considera que la mediación de la trascendencia es la fuente última de toda violencia al subordinar la manifestación de la alteridad a la lógica de la comprensión —i.e. anteponer frente al rostro un término medio que permita la inteligencia del ser—. Tal procedimiento, a su vez, es identificado con la ontología. En consecuencia, sólo un pensamiento que renuncie a la mediación hará posible la manifestación de lo Otro trascendente. En esto, justamente, consiste para el autor lo propio de la ética. Por otra parte, para el pensamiento político schmittiano el estado de naturaleza es relación pura, no mediada, entre los hombres y, en ese sentido, guerra de todos contra todos. Si la conflictividad es el punto de partida, aquello capaz de limitarla y producir lo común no puede definirse en los mismos términos del conflicto. Pero, si la inmanencia es incapaz de limitarse a sí misma, la relación


con la trascendencia no puede ser tampoco simple apertura sino que requiere de una mediación institucional. Mientras que la afirmación de una apertura inmediata a la trascendencia piensa toda institucionalización como una reducción de lo Otro a lo Mismo, la posición teológicopolítica entiende la ausencia de mediación como fuente de conflicto. Si para uno la violencia se haya en aquella reducción, para el otro es justamente la institucionalización del vínculo la única forma de limitarla.

1. Mediación La divergencia respecto al papel de la mediación expresa en términos teológicos el problema de la representación. La trascendencia absoluta del Dios de los judíos y, con ello, la negativa a priori de su manifestación terrena contrasta con el lugar que el cristianismo otorga a la figura de Jesús. En efecto, Cristo —el representante por antonomasia— realiza la irrupción de la trascendencia de Dios en el plano inmanente. Esta estructura funda la legitimidad de la Iglesia como heredera de la representación cristológica. En este sentido, la institución eclesiástica no constituye una creación contingente sino que en ella está cifrada la clave de la relación entre Dios y el mundo. La forma institucional que la trascendencia funda en la inmanencia es el Estado que encuentre en el Vaticano su ejemplo por excelencia pero no se limita, naturalmente, a él. La forma estatal se define tanto por su estructura representativa como por el carácter personal de la representación. Respecto a lo primero, Schmitt se preocupa por distinguir la representación política (Repräsentation) de otras formas de vicariato (Vertretung).1 En la representación política el objeto representado debe poseer un carácter universal: “Dios, o en 1

Cfr. C.R. Miguel, “Introducción” en Catolicismo y forma política (Buenos Aires: Areté, 2009), 30–3.

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la ideología democrática el Pueblo, o ideas abstractas como la Libertad y la Igualdad, son contenidos susceptibles de representación, pero no la Producción o el Consumo.” 2 Es decir, no es posible la representación en el ámbito de las relaciones privadas o de carácter económico porque, en tal caso, no puede realizarse un rasgo esencial de la representación política; a saber: ella es una complexio oppositorum que persigue la unidad de los representados en la figura del representante. Tal unidad no resulta de la convergencia de un conjunto de intereses particulares orientados, cada uno de ellos, al beneficio privado. En una palabra, el Estado no es una agencia de protección de la propiedad privada ni, concomitantemente, su representante, un gerente general. De aquí que la extensión ilimitada del pensamiento económico coincidiría con una total despolitización de la sociedad. Escribe Schmitt: “Se espera que la vida pública se rija por sí misma; debe gobernarse por medio de la opinión pública de los ciudadanos, es decir, por sujetos privados, a su vez, la opinión pública se halla dominada por la prensa existente en régimen de propiedad privada. Nada resulta representativo en este sistema; todos son asuntos privados.”3 La representación política, por el contrario, recibe su legitimidad no de su eficacia económica sino del principio trascendente que realiza. Ello supone, desde el punto de vista del objeto representado, volver a los hombres ciudadanos, es decir, miembros de una comunidad civil inscripta en un espacio público o, expresado negativamente, la sociedad civil no es una agrupación de consumidores. La figura del representante, por su parte, debe ser desempeñada por una persona concreta cuya autoridad y dignidad emana del principio que encarna. En este sentido, dice Schmitt: “La representación otorga a la persona del representante una dignidad pro2 3

C. Schimitt, Catolicismo y forma política (Buenos Aires: Areté, 2009), 70. Ibid., 78–9.

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pia, porque el representante de un valor importante no puede ser alguien privado de valor.”4 La insistencia del jurista en el carácter personal de la representación —i.e. su dimensión humana— contrasta con la naturaleza abstracta del vínculo económico dominado por la racionalidad técnica. En este sentido, caracteriza al sistema de producción capitalista como un “automatismo maquínico”5 que responde a la dinámica de la oferta y la demanda. En consecuencia, se aplica con rigor técnico un cálculo racional orientado únicamente a satisfacer la demanda a la vez que se desentiende del sentido racional de tal producción; así, se producen con igual precisión y sentido económico “camisas de seda o gases venenosos.”6 Una consideración similar recibe el sistema de producción comunista pues el asunto crucial aquí es la preeminencia del pensamiento económico con independencia del modo en que se define la producción y distribución de bienes: “Los financieros americanos —escribe el autor— y los bolcheviques rusos se encuentran juntos en la lucha por un pensamiento económico, es decir, en la lucha contra los políticos y los juristas.”7 En otras palabras, no hay representación en el plano económico porque en lugar de una articulación con la trascendencia se pretende “una presencia real de las cosas”8 —propia del vínculo inmanente de intercambio—. Pero tampoco habría representación si la relación con la trascendencia se diera sin mediación. En ambos casos, la posibilidad de una violencia ilimitada se mantiene latente. Dotti sintetiza así el problema: […] allí donde la mediación alto/bajo no es institucional, o sea donde la articulación es sólo vertical e inmediata (sin representación) o sólo horizontal y mediada en 4 5 6 7 8

Ibid., 70. Ibid., 77. Ibid., 62. Ibid., 60. Ibid., 69.

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clave inmanentista (representación utilitaria), no en cruz, allí impera la dialéctica de la complementación entre una universalidad vacua y la arbitrariedad del particularismo faccioso con más poder para imponerse como su intérprete y ejecutor.9

Por un lado, Schmitt encuentra que el modo de relación que se establece entre los hombres cuando sólo están regidos por la lógica económica conduce a la situación de guerra universal que Hobbes vinculaba al estado de naturaleza. En efecto, si todos somos libres e iguales, la existencia del otro supone una afrenta a mi libertad pues basta tan sólo con que desee algún objeto para que ipso facto se erija como obstáculo para mi deseo y, con ello, restrinja mi derecho natural — pues, por principio, no estoy obligado a cederle nada a nadie—. Por otro lado, la apelación inmediata a un principio universal (Dios, la ley natural, el valor justicia, el valor vida, el valor hombre, etc.) es intrínsecamente conflictiva en tanto queda bajo la responsabilidad de los sujeto individuales interpretar el sentido que tales principios deben adquirir para efectivizarse en situaciones concretas. Se trata de dos formas de “neutralización” de la política que coinciden en el intento por legitimar al Estado a partir de una teoría del valor. La noción de valor arrancada de su esfera de pertenencia —i.e. el ámbito económico y la justicia conmutativa— no sólo es incapaz de detener el relativismo utilitario sino que alberga un peligro mayor: la aniquilación del no-valor. Respecto a lo primero, se señala que el acto de valorar supone equiparar elementos —por principio, cualitativamente diversos— a fin de ordenarlos jerárquicamente según una regla cuantitativa: así, hay valores superiores e inferiores. Sin embargo, aún el valor que se ubique en el ápice de la axiología no puede escapar a la lógica valorativa y, en consecuencia, a su relativización. En este sentido, Dotti señala: “Asumir — como hace la axiología— la absolutez del valor para superar 9

J. Dotti, “Filioque” en La tiranía de los valores (Buenos Aires: Hydra, 2009), 11.

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el nihilismo lleva a un absurdo: un valor que escape a la comparación y a la transacción, a la correlación de equivalencia, por ende a su relativización, no es un valor.” 10 Ahora bien, quien impulsa un valor no puede hacerlo sin desvalorizar otros y, en el caso extremo, sin proponer un no-valor —a saber: aquel que se ubica en las antípodas en la escala axiológica—. Así, mientras el recurso al valor pretendía limitar la conflictividad entre los hombres al subordinar los intereses individuales a un principio universal, en los hechos —y dado que son hombres concretos los que valoran—, el impulso del valor conduce a la aniquilación del no-valor: la guerra se vuelve justa. Schmitt escribe: “Todo miramiento con el adversario cae, se convierte en un no-valor cuando la lucha contra ese adversario es una lucha por los valores supremos. El no-valor carece de derechos frente al valor y ningún precio es demasiado elevado para la imposición del valor más elevado.”11 En síntesis, ni la lógica económica de la inmanencia ni la relación inmediata con la trascendencia son eficaces como antídotos contra la violencia. Sólo la representación política que interpone una institución entre trascendencia e inmanencia —vale decir: que no pone en manos de los sujetos individuales la potestad de interpretar la trascendencia— puede para Schmitt impedir la guerra.

2. Inmediatez Según Levinas la filosofía “ha sido muy a menudo una ontología: una reducción de lo Otro a lo Mismo, por mediación de un término medio que asegura la inteligencia del ser.”12 Pero la comprensión del ser no redunda únicamente en un ejercicio teórico sino que lo mismo vale para la com10

Ibid., 28. Schmitt, Catolicismo y forma política, 144. 12 E. Levinas, Totalité et infini. Essai sur l’extériorité (Paris: Librairie Générale Française, 1988), 33–4. 11

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prensión entendida como ser-en-el-mundo. Para el pensamiento contemporáneo la donación del ente nunca es el puro manifestarse de algo aislado sino que tiene lugar siempre en el horizonte del mundo. De aquí que el ente particular no pueda darse sino a partir del plexo de significación del cual emerge, esto es, “a través de un tercer término —el término neutro— el cual, por su parte, no es un ser.”13 La ontología priva al ente de su trascendencia para disolverlo en la inmanencia. La neutralización de la asimetría entre el Mismo y el Otro acompaña la tesis que prescribe como condición de la manifestación del ente su comprensión. Comprender significa aquí: definir al ente a partir de un conjunto de propiedades ya sean teóricas —las notas que le caben como miembro de una clase— o prácticas —el conjunto de usos posibles en el contexto del mundo—. Por tanto, aún cuando en los hechos no haya dos entes que cumplan con las mismas condiciones de identidad o incluso cuando pretenda evitarse esa posibilidad introduciendo en el concepto de un ente la totalidad de sus circunstancias espaciotemporales, nada excluye que en principio un ente pueda ser intercambiado por otro si cumple con las condiciones exigidas por su concepto. Esto es, aún el concepto que selecciona únicamente a un ente, no lo selecciona a él en sí mismo, sino a cualquiera que cumpla con las condiciones estipuladas. Esta privación de la unicidad del ente operada por la ontología se traduce en violencia cuando el ente en cuestión es otro hombre. En efecto, negar la trascendencia del otro hombre —vale decir, anteponer la comprensión a su manifestación— significa, para el autor, ponerlo a merced del Mismo. La violencia real es sólo una manifestación de esta operación: quien explota a un trabajador, quien esclaviza, quien llega al extremo de asesinar puede hacerlo sólo a condición de no encontrar en el trabajador, en el esclavo o en la víctima 13

Ibid., 32.

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a un Otro. En otros términos, el Otro es sometido como caso de una totalidad. Si aquí radica la razón de la violencia, el pensamiento debe propiciar una “apertura en la que la significancia de lo tras-cendente no anula la trascendencia para hacerla entrar en un orden inmanente.” 14 Esto es, debe preservarse la trascendencia de la alteridad como mecanismo para limitar la violencia. Anteponer la ética a la ontología significa, entonces, eliminar la mediación entre el Mismo y el Otro. En el “cara a cara,” experiencia de la no-mediación por excelencia, el Otro se da en sí mismo. La contrapartida de la donación, desde la perspectiva del Mismo, es una dimensión de pasividad radical, de pura receptividad entendida como antesala de toda actividad posible —vale decir, de toda decisión y de todo intento de comprensión—. Sin embargo, la manifestación no es innocua sino que la pasividad va acompañada por una responsabilidad ineludible por el Otro; nuevamente, puedo elegir no responder al llamado del Otro, lo que no puedo hacer es desconocer mi responsabilidad pues ella en tanto pura pasividad es anterior a mi libertad de elegir. La pasividad, entonces, es por esencia pacificadora y fundamenta el deseo que busca al Otro: “[...] bondad en la paz, que es, ella también ejercicio de una libertad donde el yo se desprende de su ‘retorno a sí,’ de su auto-afirmación, de su egoísmo de seguir perseverando en el ser, para responder por el otro, para defender precisamente los derechos del otro hombre.”15 Lo derechos del otro hombre tienen, a su vez, un alcance universal. En efecto, el otro hombre, al que no se lo comprende, carece de nombre, de religión, de nacionalidad. Es una donación pura que excede su darse fenoménico y que, por tanto, carece de propiedades. En este sentido, su rostro 14

E. Levinas, “Significación y sentido” en El humanismo del otro hombre (México: Siglo XXI, 2003), 70–1. 15 E. Levinas, “Les droits de l’homme et les droits d’autrui” en Hors sujet (Paris: Librairie Générale Française, 1987), 169.

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es también el de todos los hombres. Sin embargo, la mención a los derechos del hombre puede generar confusión. No se trata para Levinas de apelar a un orden legal determinado, arbitrado y observado por una institución estatal, sino más bien de un ámbito que es fuente y condición de las leyes positivas pero que, sin embargo, permanece trascendente a la inmanencia del Estado y sus leyes. El autor escribe en 1985: Esto significa también —es importante subrayarlo— que la defensa de los derechos del hombre responde a una vocación exterior al Estado, que disfruta, en una sociedad política, de una especie de extra-territorialidad, como aquella de la profecía ante el poder político del Antiguo Testamento, vigilancia completamente otra que la de la inteligencia política, lucidez que no se limita a inclinarse por el formalismo de la universalidad, sino que sostiene a la justicia misma en sus límites. La posibilidad de garantizar esta extra-territorialidad y esta independencia, define al Estado liberal y describe la modalidad según la cual es, en sí mismo, posible la conjunción de la política y de la ética.16

La extra-territorialidad de la justicia es propia de la relación ética que funda al vínculo político y constituye su razón de ser. La ética se antepone a la política porque ella es el resguardo de la inmediatez, radicalmente pacificadora, y fuente de toda razón y justicia. El Estado liberal, entonces, parecería realizar en términos políticos la apertura a la exterioridad exigida por Levinas. Con todo, en un texto de juventud titulado Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo —publicado en 1934 y reeditado y prologado por el propio Levinas en 1990—, toma distancia del concepto de libertad defendido por el liberalismo. La crítica toma por abstracta la idea de una libertad absoluta desprendida de sus condiciones materiales y, ante todo, de su basamento corporal. Las formas políticas asociadas al liberalismo resultan en consecuencia “frágiles e incon16

Ibid., 167.

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sistentes.” Pero el rechazo del universalismo liberal y racional no lo empuja a abrazar un “particularismo” étnico —o de otra especie— como el defendido por el hitlerismo. Pues, en verdad, tal particularismo no es sino una forma de universalismo en tanto alberga una pretensión de expansión ilimitada. Así, mientras el liberalismo propone al hombre como universal, el fascismo a un pueblo.17 En su lugar, Levinas propone una “difícil libertad” que enraizada en la finitud del cuerpo intenta dar respuesta a la responsabilidad asimétrica por el otro.

3. Algunas conclusiones Schmitt y Levinas encuentran en la neutralización de las relaciones humanas la causa de la violencia. En el primer caso, la neutralización expresa tanto el vínculo simétrico de intercambio que define al pensamiento económico como la relación inmediata con la trascendencia. Sólo una estalidad que reciba su fundamentación desde “lo alto” y que, por tanto, se arrogue la potestad de ser único intérprete legítimo de la trascendencia, puede limitar la libertad de los hombres y someterlos a la ley. Levinas, por su parte, encuentra en la responsabilidad ética el dispositivo capaz de interrumpir la simetría neutralizante del ser y de poner a cada hombre en un vínculo asimétrico con todos los demás. Queda abierta, sin embargo, la cuestión del tipo de organización política que mejor realiza esta obligación ética.

17

Cfr. A. Horowitz y G. Horowitz, “¿Es el liberalismo todo lo que necesitamos? Preludio vía fascismo,” en Levinas y la política, comp. por P. Dreizik (Buenos Aires: Prometeo, 2014), 112.

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Acerca del poder en Foucault: hacia una genealogía de lo inasible Matías L. Saidel (CONICET-UCSF – UNR – UNER)

0.

Para abordar el problema de la génesis y el sentido del poder resulta apropiado remitir al pensamiento de Michel Foucault quien ha desarrollado un enfoque lo suficientemente complejo y versátil como para seguir interpelándonos y sernos útil a la hora de pensar las relaciones de poder en nuestro presente. En lo que sigue, intentaré partir de su concepción genealógica para luego comentar algunas de las modalidades del poder que identifica Foucault. Espero que este recorrido me permita hacer visible que: a) para Foucault, el poder no tiene origen pero atraviesa las prácticas y las relaciones humanas, siendo producido por ellas y funcionando como su condición de posibilidad; y b) el poder no es estrictamente subjetivo ni intersubjetivo ni político —sino todo eso a la vez— puesto que todas esas dimensiones están atravesadas y configuradas por relaciones de fuerzas. En ese marco, me gustaría proponer que para el francés no toda forma de poder es política, aunque no haya política sin poder. En segundo lugar, que el poder circula entre los sujetos, pero también los atraviesa y constituye. Es decir que no hay,


para Foucault, sujeto anterior al poder, como no hay sujeto de conocimiento por fuera de las relaciones estratégicas de las que es efecto, y por ende no hay una intersubjetividad exenta de o anterior a las relaciones de poder. En tercer lugar, las relaciones de poder siempre asumen configuraciones históricas particulares: se puede hacer una historia de sus técnicas, dispositivos y tecnologías pero no de algo como “el” poder. En cuarto lugar, toda relación de poder supone la posibilidad de resistencia, cierto grado de libertad: el poder no es dominación.

1. Una primera cuestión a hacer notar es que para Foucault no existe “el” Poder sino distintas modalidades históricamente específicas de su ejercicio. Foucault se pregunta por el “cómo” del poder sospechando que la pregunta por su esencia u origen deja escapar una configuración compleja de realidades y que la cuestión “qué pasa con el poder,” fuera de una ontología o una metafísica del poder, permiten una investigación crítica del mismo.1 De allí que sus formas de entender el funcionamiento del poder se modifiquen en cada período y modalidad analizados, partiendo de las prácticas y suponiendo la inexistencia de universales como Estado, soberanía, pueblo, sujeto, etc.2 Tomando distancia de las teorías “envolventes y globales,”3 Foucault no elabora una ontología del poder, porque el poder funciona, designa relaciones de fuerzas siempre en movimiento, localizadas espaciotemporalmente, no es algo que podamos aprehender de ma1

En Defender la sociedad (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000), 26 Foucault señala que no le interesa realizar una teoría del poder sino “determinar cuáles son, en sus mecanismos, sus efectos, sus relaciones, esos diferentes dispositivos de poder que se ejercen, en niveles diferentes de la sociedad, en ámbitos y con extensiones tan variadas.” 2 Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica. Curso en el collège de France (1978–1979) (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), 18. 3 Foucault destaca la eficacia incluso práctica de las críticas discontinuas, particulares, localizadas. Defender la sociedad, 20.

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nera estable. La pregunta no sería entonces qué es el poder, como si fuese una cosa u substancia, ni cómo se manifiesta el poder, como si fuese una realidad trascendental, sino cómo se ejercen las relaciones de poder y cuál es en cada caso su especificidad. Por eso mismo no puede haber una teoría general del poder sino un análisis de sus mecanismos y procedimientos, teniendo en cuenta que el poder es parte intrínseca, efecto y causa, de todas las relaciones sociales y que produce y se apoya en determinados efectos de saber.4 Por todo lo dicho hablamos de algo que resulta, como tal, inasible. Al mismo tiempo, el poder, que durante gran parte de la obra de Foucault será entendido como relación de lucha, conflictos que constituyen lo social, aparece íntimamente ligado a la posibilidad de las resistencias.5 En ese marco, “[e]n lugar de analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, se trata de analizar las relaciones de poder a través del enfrentamiento de las estrategias.” 6 Aquí aparece una constante en Foucault: que la posibilidad de resistencia siempre será primera respecto al poder. Si la resistencia no es posible, si no hay algún grado de libertad, entonces no hay relación de poder. Esto es así porque para Foucault el poder no designa un fenómeno macizo de dominación, no se reparte entre quienes lo tienen y quienes no. El poder funciona, circula, transita por los individuos a la vez que los constituye, no se aplica como si fuesen una materia inerte.7 4

Michel Foucault, Seguridad, Territorio, Población. Curso en el collège de France (1977-1978) (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2006), 16–7. 5 Señala Foucault en 1978: “hay que resituar las relaciones de poder dentro de las luchas y no suponer que por un lado está el poder y por otro aquello sobre lo cual se ejerce, y que la lucha se desarrolla entre el poder y el no poder.” M. Foucault, “Precisiones sobre el poder: respuestas a algunas críticas,” entrevista con Pasquale Pasquino, febrero de 1978, publicada en El poder. Una bestia magnífica. Sobre el poder, la prisión y la vida (Buenos Aires: Siglo XXI, 2012), 121–2. 6 Michel Foucault, “El sujeto y el poder,” Revista Mexicana de Sociología, Vol. 50, No. 3. (Jul.–Sep., 1988): 3–20. 7 Foucault, Defender la sociedad, 38.

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Para entender que el poder sólo existe en una configuración espacio-temporal concreta, no tiene origen y designa una relación de fuerzas resulta útil detenerse en el uso foucaulteano de la genealogía. Foucault señala que la genealogía se opone “al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del origen.”8 La oposición nietzscheana a la búsqueda del origen (Ursprung) es entendida por Foucault como un rechazo a buscar la esencia de la cosa, su forma inmóvil y anterior al devenir histórico, buscar lo que ya estaba dado, intentando develar una identidad primera. Por el contrario, el genealogista no busca ese origen metafísico sino precisamente mostrar que las cosas se presentan sin esencia.9 El genealogista rastrea la bajeza del comienzo histórico “para conjurar la quimera del origen…”10 Si la metafísica obliga a creer en la dialéctica de origen y destino, la genealogía restablece los “sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones.” 11 En este sentido, la Entstehung pone en el primer plano la lucha entre distintas fuerzas en cuyo intersticio emergen los instintos, los valores, las instituciones, etc. Acoplando saberes eruditos y memorias locales, la genealogía construye un “saber histórico de las luchas.”12 En este sentido, las relaciones de poder atraviesan lo subjetivo, lo intersubjetivo y lo político.

2. Ahora bien, la genealogía no sólo permite atisbar relaciones de poder, relaciones de fuerza, en la emergencia de nuestras instituciones sino que, al mismo tiempo, podemos hacer 8

Michel Foucault, “Nietzsche, la genealogía, la historia,” en Microfísica del poder (Madrid: La piqueta, 1992). 9 “Lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen —es la discordia de las otras cosas, es el disparate.” Foucault, “Nietzsche, la genealogía, la historia.” 10 Ibid. 11 Ibid. 12 Foucault, Defender la sociedad, 22.

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la genealogía de las propias formas del poder. Es lo que Foucault hará implícitamente desde su Historia de la locura hasta sus cursos sobre la gubernamentalidad donde el poder es asumido explícitamente como objeto de análisis. En todos esos casos, sus investigaciones van develando las relaciones históricamente cambiantes entre poder, verdad y subjetividad, en la medida en que el poder siempre se ejerce formando aparatos de saber que se nutren de su ejercicio a la vez que lo hacen posible13 y que este complejo saber-poder produce determinadas formas de subjetividad que, a su vez, oponen formas de resistencia a esos dispositivos.14 Dicho brutalmente: tenemos que producir la verdad a la que estamos sometidos.15 Esta preocupación por el poder, ya visible en sus estudios de los ’60 sobre la locura, es mucho más manifiesta en los años ’70, donde va a estudiar el nacimiento de la prisión, la noción de anormalidad, el poder psiquiátrico y médico, la historia de la sexualidad, y de los mecanismos de seguridad, etc. Es mediante ese análisis ascendente de los “mecanismos infinitesimales del poder”16 que Foucault observa el despliegue de las grandes tecnologías de conjunto que adquiere el poder sobre la vida en la modernidad: el poder disciplinario y la biopolítica, luego articulados por la noción de gubernamentalidad. En esos años, sus estudios genealógicos le permiten tomar distancia de ciertos modelos con los cuales el poder ha sido pensado en Occidente: tanto la hipótesis jurídica, como

13

Ibid., 41. Foucault sostiene que “No hay ejercicio del poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la producción de la verdad.” Ibid., 34. 15 Ibid. 16 Ibid., 39. 14

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la hipótesis represiva e incluso la noción de exclusión.17 Así, en La Voluntad de Saber Foucault señala que la concepción corriente del poder basada en una imagen jurídica con la que el poder y las críticas al mismo se presentan, siempre tienen lugar en los términos propios de la soberanía, pero no es así como funciona el poder.18 Propone, por el contario, un modelo estratégico frente al del derecho.19 En ese sentido, a partir del siglo XVIII aparecerían grandes tecnologías de poder extrajurídicas que toman a su cargo la vida de los hombres en tanto vivientes y que ya no funcionan mediante la extracción de riquezas y el poder de dar muerte, propios de la soberanía. “[L]os nuevos procedimientos de poder… funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control, y… se ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y sus aparatos.” (108-109) En el curso del mismo año, Defender la sociedad, Foucault sostiene que, en alternativa a esta visión hobbesiana de la soberanía y a la hipótesis represiva de Reich, habría otra teoría no jurídica ni económica del poder que sería la de la guerra. Esta hipótesis sostiene que los códigos jurídicos, el Estado, las instituciones se originan en las luchas, se levantan sobre la sangre de los vencidos y no sobre el consenso que busca legitimar al rey. En ese sentido, explora la posibilidad de invertir la tesis de Clausewitz señalando que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Foucault señala que entre los siglos XVII y XVIII se produjo la aparición de una nueva mecánica del poder centrada en los cuerpos y su actividad, buscando “incrementar, a la vez, las fuerzas sometidas y la fuerza y la eficacia de quien las

17

Para una clasificación más detallada, cf. Edgardo Castro, Introducción a Foucault (Buenos Aires: Siglo XXI, 2014), 80. 18 Michel Foucault, La voluntad de saber, 107. 19 Ibid., 124.

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somete.”20 Esta mecánica del poder que Foucault está describiendo es la del poder disciplinario, que busca “calcular el poder con el mínimo de gastos y el máximo de eficacia,” lo cual hizo posible el despliegue de la sociedad industrial.21 Estamos frente a un modo de ejercicio del poder que sin abandonar su dimensión polémico-estratégica, se caracteriza por su productividad. Las disciplinas buscan producir cuerpos dóciles y económicamente rentables. Estas darán lugar a un saber clínico, propio de las ciencias humanas y que tendrá como patrón de medida no la ley sino la norma y que, a partir del poder cada vez mayor que adquiere la medicina, producirá una progresiva medicalización de los comportamientos. En esta sociedad de normalización, el discriminante no es tanto la transgresión de una ley sino el grado de desviación respecto de lo que se define como normal, generando toda una serie de saberes y patologías relativas a la conducta humana. No es que la ley desaparezca, sino que ahora está combinada, superpuesta con la norma. Por ejemplo, a diferencia de cuanto supone la hipótesis represiva de Reich, Foucault considera que en la modernidad la sexualidad ha sido incitada, hecha visible, objeto de atención y discurso, y por eso busca determinar el régimen de saber-poder-placer que sostiene en nosotros el discurso de la sexualidad humana. Para Foucault la voluntad de saber se ha encarnizado en construir una ciencia de la sexualidad, la cual “[…] se ligó desde el origen a una intensificación del cuerpo; a su valoración como objeto de saber y como elemento en las relaciones de poder.”22 Lo interesante de este dispositivo es que remite al problema de la norma y se sitúa en el cruce entre las conductas individuales y las de la población, entre los dispositivos disciplinarios y lo que Foucault llamará biopolítica. En ese mar20

Foucault, Defender la sociedad, 43. Ibid., 44. 22 Foucault, La voluntad de saber, 130–1. 21

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co, el sexo se transforma en asunto de Estado, de policía, es decir de administración, en el sentido no de “represión del desorden sino mejoría ordenada de las fuerzas colectivas e individuales.” Surge el sujeto/objeto de la biopolítica: la población en tanto problema económico y político, con sus fenómenos y variables específicos como la “natalidad, morbilidad, duración de la vida, fecundidad, estado de salud, frecuencia de enfermedades, formas de alimentación y de vivienda.”23 Así, los dispositivos de poder que se van configurando no tienen por objetivo establecer qué es lícito o no sino que se plantean en términos de verdad y de eficacia. No buscan prohibir sino incorporar, tornar útiles las fuerzas que anidan en la vida de los cuerpos. En definitiva, la modernidad política coincidió inicialmente con el paso de la ley a la norma, de una sociedad de soberanía a otra disciplinaria o de normalización, de un Estado territorial a un Estado de población, de un poder que prohíbe, castiga o reprime a un poder que produce, incita, organiza, economiza. Este biopoder busca hacer vivir y dejar morir, en oposición al poder soberano que se ejercía por el lado de la muerte. Este poder productivo será entendido posteriormente en términos de gubernamentalidad, que remite al poder como acción sobre las acciones posibles de otros, buscando encauzarlas hacia el fin que les es más conveniente. En ese marco se hace más clara su concepción del poder: …lo que define una relación de poder es que es un modo de acción que no actúa de manera directa e inmediata sobre los otros, sino que actúa sobre sus acciones […] eventuales o actuales, presentes o futuras. Una relación de violencia actúa sobre un cuerpo o sobre cosas: fuerza, somete, quiebra, destruye: cierra la puerta a toda posibilidad. […] En cambio, una relación de poder se articula sobre dos ele23

Ibid., 35.

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mentos […] que “el otro” (aquel sobre el cual ésta se ejerce) sea totalmente reconocido y que se le mantenga hasta el final como un sujeto de acción y que se abra, frente a la relación de poder, todo un campo de respuestas, reacciones, efectos y posibles invenciones.24

Por otra parte, la noción de gubernamentalidad supone desplazar no sólo el modo en que se entiende el ejercicio del poder sino también la amplitud histórico-genealógica de sus técnicas. En lo que hace al modo de ejercicio, la economía política será el saber clave para gobernar a las poblaciones mediante dispositivos de seguridad, desplazando un énfasis dado anteriormente a la medicalización. En lo que hace a la amplitud, existen dispositivos de poder que tienen una larga historia en Occidente, como el poder pastoral que es una primera forma de gobierno que vela por el bienestar de todos y cada uno y que funcionó como tal durante un milenio o el antiquísimo dispositivo de la confesión del que se siguen valiendo las técnicas de poder actuales. Estas técnicas operan hoy sobre el deseo de sujetos incitados a participar del juego del mercado como empresarios de sí mismos que deben incrementar su capital humano para poder subsistir y maximizar sus utilidades. Lejos de cualquier idea del poder como prohibición o represión, hoy se gobierna a través de dispositivos no coercitivos, produciendo deseos y libertades e incitando la vocación de maximizar nuestro rendimiento y nuestro goce. En ese marco, la competencia a todo nivel entre sujetos-empresa se vuelve central como dinámica que regula las relaciones sociales.

3. A lo largo de este trabajo intentamos señalar algunas características del poder según Foucault. Dijimos que el mismo no tiene origen ni esencia pero que sí se puede hacer una genealogía de sus modalidades de ejercicio y sus dispositivos. Esto implica tomar en consideración las relaciones de fuerza 24

M. Foucault, “El sujeto y el poder.”

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 177


y conflicto que son constitutivas de lo social. En ese marco, Foucault intenta desplazar la pregunta por el poder tal como la entiende la filosofía política moderna. El poder no funciona según la imagen jurídica del contrato, que transfiere derechos subjetivos, y el castigo, que restituye la dignidad a la soberanía dañada. El poder soberano que hace morir o deja vivir irá perdiendo centralidad frente al biopoder tanto disciplinario como biopolítico, que buscan extraer fuerzas, producir sujetos, maximizar un estado de vida, mediante regulaciones ambientales. A través de los procesos de gubernamentalización del Estado, el poder que este ejerce se va a volver individualizador y a la vez totalizador y va a ser entendido más claramente como conducción de conductas. De este recorrido resulta que los abordajes que Foucault realiza del poder cambian constantemente adaptándose al objeto analizado, que no hay en el francés una teoría general ni mucho menos unitaria del poder, sino lo que llamamos una genealogía de algo siempre cambiante y por eso inasible. Una genealogía que estamos invitados a continuar si queremos comprender las coordenadas del poder en nuestro propio presente.

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El cuerpo social y el sentido Raphael Aybar (Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas – Pontificia Universidad Católica del Perú – CIPHER)

0.- Introducción El siguiente trabajo es una reflexión acerca del papel constituyente que tiene la corporalidad en la generación de los sentidos aceptados socialmente. Contra una concepción pasiva de la corporalidad, que la opone a la generación de sentidos y a la actividad discursiva, destaca en esta una capacidad expresiva análoga a la del discurso. La teoría de sistemas de Luhmann sostiene que los individuos excluidos de la sociedad parecen contar solo como cuerpos, afirmando de manera tácita una concepción pasiva de la corporalidad en la generación de los sentidos sociales o, en todo caso, no haciendo explícito su papel activo. Desde la perspectiva que aquí se presenta, en cambio, hay un estrato más elemental de significación en el que los individuos son capaces de tornar válidos sentidos antes carentes de significación. Esta constitución de sentidos no consiste, como podría creerse, en la mera integración de los individuos en determinados subsis-


temas, sino en la capacidad que tienen estos de interpelar de una manera sensible-corpórea o expresiva los órdenes de sentido, suspendiendo con ello su relativa invisibilidad social. En un primer momento aborda el problema de la exclusión y la invisibilidad social en la teoría sociológica de Luhmann para sostener que los excluidos no participan activamente en la configuración del orden social y que solo tienen valor social en tanto que “cuerpos.” En un segundo momento, presenta sucintamente los análisis de la corporalidad de Levinas y el concepto de vida de Bergson para sostener que la configuración de los sentidos y/o valores sociales no solo está determinada por factores económicos, políticos, culturales, etc., sino que depende de relaciones más elementales que se establecen en el seno de la vida sensible de los agentes sociales. Finalmente, defiende la hipótesis de que el “cuerpo” no es un mero remanente de los significados que queda al margen de lo social, pues tiene la posibilidad de expresarse y fundar sentidos que interpelan y dan dinamismo a las estructuras sociales.

I.- Luhmann y el problema de la exclusión La teoría sociológica de Niklas Luhmann entiende las sociedades como sistemas funcionales en los que los agentes son socialmente visibles porque desempeñan funciones en determinados subsistemas de la sociedad. Dichos subsistemas corresponden a las distintas funciones que se generan en las sociedades de manera histórica a través de procesos comunicativos y en la propia evolución de la sociedad. Subsistemas son, por ejemplo, la economía, la política, el sistema educativo, etc. Cada vez que un individuo participa en la sociedad lo hace siempre en uno o más de estos sub-sistemas particulares; así, no es que un individuo participe directamente en lo “social,” sino que lo hace a través del subsistema respectivo. 180 | RAPHAEL AYBAR – El cuerpo social y el sentido


La sociedad opera a través de diferenciaciones funcionales, es decir, los subsistemas se definen por exclusión de los otros subsistemas. En sociedades modernas tal diferenciación opera además a través de los roles de los agentes, la división del trabajo, etc. Gracias a la diferenciación los subsistemas adquieren una forma específica (están limitados, cerrados y excluyen lo que no funciona). Al ser las sociedades superestructuras diferenciadas según funciones, estar incluido en ellas significa tener las condiciones de participar en uno o más subsistemas. Tal participación es posible porque los individuos adquieren una forma o función que los limita pero los hace visibles. Una forma limita un cuerpo, es el límite de un sólido. Esta actividad conlleva una exclusión, puramente lógica, de lo que no responde con el criterio de diferenciación. Un primer sentido de la exclusión en la obra de Luhmann reside en la limitación de la individualidad en la participación de una forma o función que es la condición necesaria para la participación en cualquier sub-sistema. Estar excluido significaría entonces no desempeñar una función en determinado subsistema. La exclusión sería el afuera respecto del adentro (la forma). “Un concepto de forma relativo a la inclusión. ‘Inclusión’ indica, entonces, la cara interna de una forma, cuya cara externa es la ‘exclusión.’ Por consiguiente, sólo es pertinente hablar de inclusión si hay exclusión.”1 Este primer sentido de la exclusión es lógicamente deducible de la inclusión de los individuos en los sub-sistemas funcionales y consiste en la exclusión de la individualidad que toda participación social comporta. “La inclusión de la persona, esto es, su participación en sistemas parciales mediante diferentes Publikumsrollen, es posible solo mediante la exclusión de la individualidad. ‘Individualidad es, pues, exclusión’ (Nassehi 1

Niklas Luhmann, “Inclusión y exclusión,” en Complejidad y modernidad: de la unidad a la diferencia (Madrid: Trotta, 1998), I.

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2006: 127ss).”2 De este modo, tal concepto de exclusión no contradice al de inclusión, sino que es más bien su condición de posibilidad.”3 Si “ser persona” significa estar excluido como individuo, entonces la integración en los sub-sistemas coincide con la anulación de la capacidad que tienen los individuos de participar activamente en la configuración de lo social, en la medida en que al integrarse ellos solo son capaces de reproducir el orden de cosas existente, mas no de decidir la configuración de dicho orden. Un segundo sentido de la exclusión de Luhmann apunta a la parte que queda sin marcar en la constitución de lo social. Los sistemas son para Luhmann autopoiéticos, es decir, tienen un carácter autorreferencial o constituyen a los elementos que forman parte de ellos. En ese sentido limitan o establecen “marcas” para cada función. En un paradigma progresista la autopoiésis conduce a la inclusión total de los individuos a través de su integración gradual en los subsistemas. Los excluidos no serían sino los que están “aún por marcar.” En este segundo sentido, en cambio, son lo residual y no visto en la autodefinición de los subsistemas. Esta forma de la exclusión ya no se entiende más como la pérdida de la individualidad inherente en la integración del agente; no es un estar-fuera que puede luego volverse un estar-dentro, ya que ambos posibilitados por la auto-definición del subsistema que deja una parte sin marcar. Por ello, en este segundo sentido de la exclusión aparece una segregación estructural de determinados individuos en todos los subsistemas. 2

Armin Nassehi, “Inklusion, Exklusion–Integration, Desintegration. Die Theorie funktionaler Differenzierung un die Desintegrationsthese.” En Heitmeyer, Wilhelm (ed.). Bundesrepublik Deutschland: Auf dem Weg von der Konsens- zur Konfliktgesellschaft, Band 2: Was hält die Gesellschaft zusammen? (Frankfurt/M: Suhrkamp, 2006). Citado por Gianfranco Casuso, “Invisibilidad e incomunicabilidad. Apuntes sobre el estatuto ontológico de la exclusión” (documento inédito, 2014), 6–7. 3 Casuso, “Invisibilidad e incomunicabilidad,” 8.

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Luhmann toma como modelo de este sentido de exclusión a las favelas de Brasil; en ellas, la exclusión no se da respecto de sub-sistemas aislados sino de múltiples subsistemas, ya que hay una segregación sistemática de los individuos. Están fuera de lo social, pues no han sido delimitados, carecen de forma y son invisibles. Tal fenómeno muestra que “la dependencia múltiple de los sistemas funcionales refuerza el efecto de exclusión.”4 Por ejemplo, “quien no tiene dirección tampoco puede inscribirse en las escuelas (India). Quien no sabe leer ni escribir tiene pocas posibilidades en el mercado laboral, y se discute seriamente (Brasil) si no debe ser excluido del derecho político de votar.”5 La exclusión sistemática hace a algunos individuos invisibles para los demás. La perspectiva progresista moderna (que asume que las dinámicas sociales conducen a una progresiva inclusión) no considera que la exclusión no siempre se da de manera aislada. La modernidad ha malentendido la exclusión al no plantearla como un fenómeno socioestructural y creer que, en principio, puede ser superada a través de la inclusión. En ese sentido, asume que de antemano se saben cuáles son las demandas de los excluidos, pues estos son visibles, reconocidos y su situación puede, en principio, ser superada; no comprende, pues, su carácter nofenoménico. Luhmann dice al respecto que la lógica totalitaria exige la eliminación del opuesto. Reclama elaboración de uniformidad. Apenas ahora todos los seres humanos devienen seres humanos —dotados de derechos humanos y provistos de oportunidades. Tal lógica totalitaria parece desembocar en una lógica del tiempo. No se pueden ignorar las diferencias en las condiciones de vida, pero sí postergarse como problema temporal. Por una parte se ponen las esperanzas en desarrollos dialécticos con eventuales ayudas revolucionarias; por otra, se pone el es4

Niklas Luhmann, La sociedad de la sociedad (México D.F.: Herder, Universidad iberoamericana, 2007), 500. 5 Ibid.

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fuerzo en el crecimiento considerando que una mayor cantidad debería facilitar mejores distribuciones, o se refuerza el empeño por la “ayuda al desarrollo” o la “ayuda social” para hacer posible que los rezagados puedan recuperar algo. Dentro de la lógica totalitaria de inclusión, las exclusiones se hacen notar como problemas “remanentes”— problemas que se categorizan de manera tal que no ponga en duda la lógica totalitaria.6

En oposición a esta perspectiva, Luhmann comprende la exclusión no solo como un modo caído de la inclusión. Más bien considera que, planteando la cuestión en términos de integración, “la sociedad moderna se ahorra —al menos por lo pronto— el percibir el otro lado de la forma (la exclusión) como un fenómeno socioestructural.”7 Como fenómeno socioestructural la exclusión a determinado subsistema refuerza la exclusión a otros subsistemas; así, es evidente —por ejemplo— que la exclusión del sistema económico trae como consecuencia una exclusión, o —en todo caso— una mayor dificultad, en la participación política. Este efecto muestra que, en determinadas circunstancias, hay una interdependencia entre los distintos tipos de exclusión.8 Así, no es que los excluidos sean excluidos en un subsistema pero incluidos en otro, sino que se tornan invisibles, difusos y permanecen “sin marcar” en la sociedad.9 Que sean invisibles significa que no participan activamente en la configuración de los subsistemas, por lo que no que carecen de valor real en la sociedad. Asimismo, tampoco forman parte de los procesos comunicativos que permiten la 6

Luhmann, La sociedad de la sociedad, 496. Luhmann, La sociedad de la sociedad, 496. 8 “Los problemas de exclusión en la actualidad tienen un peso distinto. Tienen también otra estructura. Son consecuencias directas de la diferenciación por funciones del sistema de la sociedad en tanto se basan en formas funcionalmente específicas de refuerzo de la desviación mediante el feedback positivo, y también por el hecho de que la dependencia múltiple de los sistemas funcionales refuerza el efecto de exclusion.” Luhmann, La sociedad de la sociedad, 500. 9 Casuso, “Invisibilidad e incomunicabilidad,” 8. 7

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diferenciación10 y, con ello, la generación de determinados sentidos compartidos. Para formar parte de dichos procesos en los que los valores sociales se hace dinámico, los individuos deberían ser capaces de integrarse en la sociedad pero, dado el efecto rebote de la exclusión, tal posibilidad les está vedada. Luhmann vincula la invisibilidad e incomunicabilidad de los excluidos con el hecho de que su valor social es la de un cuerpo sinsentido. “Mientras que en el ámbito de la inclusión los seres humanos cuentan como personas, en el de la exclusión parecen importar únicamente como cuerpos.”11 La corporalidad del excluido es el remanente de la exclusión, aquella base biológica supuestamente carente de participación en el proceso de constitución de lo social. En lo que sigue, se presentará una forma alternativa de plantear la relación entre la corporalidad y lo social.

II. El cuerpo social La oposición antes señalada entre la corporalidad y la socialidad ha sido también destacada por Levinas en De la existencia al existente. Él emplea el término “vestimenta” para referirse al cuidado que hay en la vida social en relacionarse con los otros por intermediación de los significados y sentidos aceptados por la comunidad. En la vida social no hay una relación directa con el cuerpo, sino una relación mediada a través del sentido. “La socialidad es decente. Las relaciones sociales más delicadas se llevan a cabo guardando las formas; y salvaguardan las apariencias que prestan una vestidura de sinceridad a todos los equívocos y los vuelven mundanos.”12 10

Luhmann, Niklas, Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general (Barcelona: Anthropos, 1998), 145. 11 Luhmann, La sociedad de la sociedad, 501. 12 Ibid.

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En la socialidad el otro es determinado a través de la vestimenta. La decencia consiste en respetar estos usos y estos sentidos. Esto posibilita que el otro se haga visible en su situación y pueda ser comprendido.13 Pese a ello, Levinas reconoce un ámbito que queda invisible en la socialidad. “La forma esconde la desnudez dentro de la cual el ser desvestido se retira del mundo, es precisamente como si su existencia estuviese en otra parte.”14 Así, relaciona la desnudez o exposición corporal del otro a la capacidad de instaurar sentidos o significaciones. “La relación con la desnudez es la verdadera experiencia —si ese término no fuera imposible en una relación que va más allá del mundo— de la alteridad del otro.”15 Cabría preguntarse en qué términos tal relación puede ser comprendida. La separación y, por consiguiente, la exclusión de la corporalidad en la comprensión de la generación de significados y sentidos validados por la sociedad puede ser superada considerando su potencia activa. Esto pone entredicho el papel de remanente que tiene el cuerpo en la teoría de sistemas y permite entenderlo como un componente activo del proceso de constitución de lo social. Una diferencia entre la interpretación del cuerpo como mero remanente y como cuerpo activo reside en la animación. Detrás de ella está, evidentemente, el hecho del que el cuerpo está vivo. El concepto de vida que se presentará es el 13

Esto no significa que el otro sea comprendido en todas sus determinaciones, pero sí que es comprendido desde un horizonte, el cual puede conocerse progresivamente: “El ente se comprende en la medida en que el pensamiento lo trasciende para medirlo por el horizonte en que se perfila. Toda fenomenología, desde Husserl, consiste en promover la idea de horizonte, que para ella desempeña un papel equivalente al del concepto en el idealismo clásico: el ente surge sobre un fondo que lo sobrepasa —como el individuo a partir del concepto.” Emmanuel Levinas, Totalité et infini. Essai sur l´extériorité (La Haya: Martinus Nijhoff, 1961). Cito la edición al castellano: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, 2a ed. (Salamanca: Sígueme, 2012), 41. 14 Emmanuel Levinas, De la existencia al existente (Madrid: Arena, 2006), 47. 15 Ibid.

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de Bergson; él considera que este tiene los siguientes aspectos: “1) la resistencia que la vida experimenta de parte de la materia bruta, y 2) la fuerza explosiva —debida a un equilibrio inestable de tendencias— que la vida lleva en sí.”16 Tal vida, “es tendencia, y la esencia de una tendencia estriba en desarrollarse en forma de efusión,17 creando, por el solo hecho de su crecimiento, direcciones divergentes entre las que se repartirá su impulso.”18 En ese sentido, la vida es la permanente actualización de lo virtual, de la potencia, un impulso que genera la diferenciación: Decíamos que la vida, desde sus orígenes, es la continuación de un único y mismo impulso que se ha dividido entre líneas de evolución divergentes. Algo ha crecido, se ha desarrollado por una serie de adiciones que han sido otras tantas creaciones. Es ese mismo desarrollo el que ha llevado a la disociación de tendencias que no podían crecer más allá de un cierto punto sin devenir incompatibles entre sí. […] En realidad la evolución se ha hecho por la intermediación de millones de individuos sobre líneas divergentes, cada una de las cuales desembocaba ella misma en una encrucijada donde brotaban nuevos individuos, y así indefinidamente.19

El cuerpo vivo, según Bergson, es más que la mera suma de sus partes; su animación le permite tomar una dirección, organizando la multiplicidad de tendencias que lleva en sí en función a una finalidad. Dicha finalidad no pertenece ni a la totalidad de seres vivientes, pues supondría una teleología que el propio Bergson rechaza, ni a una finalidad individual (si se piensa la individualidad como una sustancia que precede a la finalidad). Bergson defiende una dialéctica entre la finalidad individual y la de una totalidad, reinterpretada por 16

Henri Bergson, Mémoire et vie. Textes choisis par Gilles Deleuze (Paris: P.U.F., 1957). Cito la edición al castellano Memoria y vida (Madrid: Alianza, 1977), 98. 17 El traductor emplea el término “surtidor.” 18 Bergson, Memoria y vida, 98. 19 Henri Bergson, La evolución creadora (Buenos Aires: Cactus, 2007), 70–1.

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Deleuze como agenciamiento. En todo caso, lo central aquí es que la configuración de la individualidad implica la asunción de una multiplicidad de elementos que corresponde a un sinnúmero de tendencias. Por ello, no hay individuo sin materia, pero el individuo es más que la materia inerte, pues es asunción o hipóstasis de la multiplicidad. Ahora bien, la configuración del cuerpo propio se da también en relación con la corporalidad del otro. La apelación a una serie de elementos distintos de él permiten su modificación. Y, asimismo, tal relación permite la constitución de sentidos en un nivel originario. Una conciencia encarnada mantiene una relación con algo distinto de ella, que es la alteridad. La alteridad del mundo y del otro dan a la conciencia los contenidos que asimila como suyos. La relación con la alteridad es estratificada y comienza con la sensación de la materialidad del cuerpo propio y la sensación del cuerpo del otro. Sobre la base de estas sensaciones el cuerpo establece un estrato mínimo de sentido que Husserl llama “esfera de la propiedad” y Levinas, “en-casa.” “El cuerpo que, sobre la tierra, que le es exterior, se sostiene y puede.”20 La distinción entre cuerpo y mundo (en este caso tierra) es difusa, el cuerpo es una cosa en el mundo (materia) que, al mismo tiempo, lo habita sosteniéndose y ejerciendo en él su poder. El yo se distingue del mundo porque siente su peso y el de los otros cuerpos; por ello, Calin ha afirmado que “el yo pienso retorna al yo peso como a su condición.”21 La pesantez del cuerpo agobia y motiva el movimiento. La materialidad del cuerpo es distinta de la materialidad de la mera cosa porque cuando los cuerpos exteriores chocan con el cuerpo propio se produce una “reacción intencional,” según la expresión de Levinas. 20 21

Levinas, Totalidad e infinito, 32. “Le je pense renvoie au je pèse comme à sa condition,” en Rodolphe Calin, “Le corps de la responsabilité: sensibilité, corporéité et subjectivité chez Levinas,” Les études philosophiques, vol. 3, n° 78, 2006, 302.

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El cuerpo sentido percibe y se auto-percibe. No solo es pasivo ante las sensaciones, sino que reacciona ante ellas y las ordena en un haz de sentidos. Tiene una actividad intencional que es el posicionarse, que configura al yo como unidad y posibilita ulteriores actos correspondientes a esferas superiores de la racionalidad. En De otro modo que ser o más allá de la esencia, Levinas llama a una de estas esferas superiores kerygma (proclamación), y corresponde con la manera en que interpreta el discurso. Yo como unicidad, fuera de toda comparación, ya que, al margen de la comunidad, del género y de la forma, al no encontrar más reposo en sí mismo, in-quieta desde el momento en que no coincide consigo mismo. Unicidad de la cual lo al margen de sí mismo, la diferencia con respecto a sí es la no-indiferencia propiamente tal […] Unicidad sin lugar, sin la identidad ideal que un ser toma del kerygma que identifica los aspectos innumerables de su manifestación, sin la identidad del yo coincidiendo consigo mismo.22

Levinas identifica el kerygma con la intencionalidad o donación de sentido. La subjetividad, habíamos señalado, es una asunción o hipóstasis de una multiplicidad de elementos. Estos elementos se agrupan en la unidad del sentido. Pero el sentido no coincide del todo consigo, puesto que los elementos (la materia), como vimos con Bergson, tiene tendencias divergentes. Para Levinas esta diferencia respecto de sí es lo que lleva a la subjetividad a expresarse. El kerygma es la expresión que identifica; tal expresión, y esta es la idea del fondo de la anterior cita, responde a la no-indiferencia de la subjetividad ante lo que está al margen de ella misma. Esta no-indiferencia tiene que ver con la inquietud que suscita en ella la materia (lo que antes se denominó “pesantez”). En ese sentido, Levinas concibe la subjetividad como reactividad pe-

22

Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia (Salamanca: Sígueme, 2003), 52.

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ro, al mismo tiempo, como donante de sentido o capaz de poiesis. La actividad expresiva del sujeto hunde así sus raíces en la asunción de la materia que él mismo realiza. En ese sentido, el sujeto es paciente pues padece de contenidos distintos de sí que lo configuran. Esta vivencia es del cuerpo vivo, que solo genera un sentido por la apelación que suscita toda materia en él a un nivel corporal.

III. Algunas consideraciones En el anterior apartado se ha tomado la corporalidad en vinculación con la generación del sentido. La donación de sentido tiene que ver con la asunción de la materialidad del otro en el nivel del cuerpo propio. Siguiendo esta intuición, la donación de sentido se produce cuando el cuerpo reacciona ante la materialidad. A tal reacción la llama Levinas Kerygma, y esta revela la dependencia de la acción discursiva al ámbito ante-predicativo. En esta última parte se vinculará este análisis a la idea de que la donación de sentido sensible y corpórea tiene también una validez en lo social o en los sentidos socialmente aceptados, de forma tal que quede en evidencia que hay un papel activo de la corporalidad en lo social, que no es mera “paciencia.” En la primera parte de la ponencia se señaló el segundo sentido de la exclusión en la obra de Luhmann; este corresponde a la segregación estructural de los individuos que quedan sin marcar en la configuración de lo social. El propósito ahora es mostrar cómo la corporalidad tiene una función en la revelación del agente. Esta idea se aleja de interpretaciones como la de Foucault que comprenden el cuerpo como sujeto a una serie de fuerzas sociales que le imponen una disciplina a costa de integrarlo en la sociedad, haciendo funcionales, por ejemplo, la sexualidad o que confinan el cuerpo al lugar, tornando inmoral a aquello que no resulta producti190 | RAPHAEL AYBAR – El cuerpo social y el sentido


vo (ej. la locura). Tampoco sigue a Bourdieu que comprende el cuerpo como un producto social en tanto que reproduce la estructura social; los gestos, ademanes, la higiene están para él en relación con la posición que ocupan los individuos en la sociedad. Más bien, apunta a una consideración positiva de la materialidad como principio de individuación y, en esa línea, como fundamento de cualquier constitución de sentido, incluyendo la de los sentidos sociales. Sobre este punto, un comentario de Merleau-Ponty sobre el materialismo de Marx resulta ilustrativo. Algunas veces se ha preguntado, y con razón, cómo un materialismo podría ser dialéctico, cómo la materia, si se toma la palabra con todo rigor, podía contener el principio de productividad y de novedad que se llama una dialéctica. Es que en el marxismo la “materia,” al igual que por otra parte la “conciencia,” jamás es considerada aparte, sino que está inserta en el sistema de la coexistencia humana, fundado en ella una situación común de los individuos contemporáneos y sucesivos, asegurando la generalidad de sus proyectos y haciendo posible una línea de desarrollo y un sentido de la historia; pero si esta lógica de la situación se ha puesto en marca, se ha desarrollado y se ha realizado, ha sido por la productividad humana sin la cual el conjunto de condiciones naturales dadas no haría aparecer ni una economía ni, con mucha más razón, una historia de la economía. Los animales domésticos, dice Marx, están mezclados a la vida humana, pero no son sino su producto, no participan en ella. El hombre, por el contrario, produce sistemas de trabajo y de vida siempre nuevos.23

La productividad humana está estrechamente vinculada con la materia. La materia es modificada por la mano del hombre, pero la mano del hombre tiene qué tocar porque hay materia. El hombre produce su propia materia pero eso 23

Maurice Merleau-Ponty, “Marxismo y filosofía,” en Sentido y sinsentido (Barcelona: Península, 1977), 198–9.

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depende de su ser material. La materia que pasa por la mano humana se torna sentido. Si esto es así, la propia concepción social del cuerpo, su valor social, está también determinado por una relación corporal o por una actividad del hombre con la materia. La concepción social del cuerpo sería entonces la cara externa de una relación entre cuerpos (cara interna). Por ello, la función y la forma que están a la base de los subsistemas sociales serían dependientes de una relación entre cuerpos. Aquí seguimos la siguiente intuición de Nietzsche: por muy bien que se hayan comprendido la utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una institución jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una forma determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido aún respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable a oídos más viejos, —ya que desde antiguo se había creído que en la finalidad demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba hecho para ver, y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de este modo la pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las finalidades, todas las utilidades son sólo indicios de que una voluntad de poder que se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una “cosa,” de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí […] Incluso en el interior de cada organismo singular las cosas no ocurren de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo cambien también de “sentido” de cada uno de los órganos, —y a veces la parcial ruina de los mismos, su reduc-

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ción numérica […] pueden ser un signo de creciente fuerza y perfección.24

Nietzsche pone en cuestión la anterioridad de la función o de la finalidad respecto de la relación entre los cuerpos. Por ello no asume que el cuerpo es una sustancia. El cuerpo es una forma cuando una serie de tendencias divergentes se integran en un haz, pero esto implica que su función o finalidad no sea unívoca sino dinámica. Abordar la corporalidad ha tenido como fin mostrar que si bien el excluido vale como cuerpo, eso no significa que carezca de significación ni que no sea capaz de generarla. La significación de lo corporal tiene una dimensión activa que es paralela a la capacidad discursiva. Ello se debe a que el cuerpo animado es susceptible de respuesta y de reacción. Si concebimos las habitualidades de los cuerpos como totalmente dependientes de los órdenes sistémicos en los que están adscritos, entonces puede perderse de vista que tales órdenes emergen desde un estrato originario de significación. Lo antes dicho implica que los sistemas, por más cerrados que se precien, son afectados por algo que les excede. Tal apelación excede al ámbito de las funciones que solo reproducen el sistema y demanda su propia legitimación. Tal legitimación no puede ser meramente formal ni responder solo a cuestiones como la “tolerancia,” sino que supone además un cambio de percepción de los individuos, un cambio del valor social del sentido. Las habitualidades de los otros nos afectan y nos trasforman, reconfiguran nuestro mundo de sentidos. Por esto, aquel que ha sido relegado tiene, en potencia, una capacidad expresiva y puede trascender la lógica reproductiva de los sistemas funcionales. Los cuerpos sociales son, entonces, capaces de alterar los órdenes sistémicos (en el caso de que formen parte de 24

Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral. Un escrito polémico (Madrid: Alianza editorial, 1997), II, 12.

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uno) o, en caso de estar excluidos, de crear uno distinto. Si esto es así, una aproximación a la inclusión debe tomar en consideración que no resulta sin más legítimo integrar a los excluidos si ello significa destruir sus habitualidades y sus formas de vida (que se han generado “al margen”); en todo caso, una inclusión que quiera respetar su alteridad debe tener presente que, más que integración, la inclusión es una tensión. No se trata de que los otros se integren a nuestras formas de vida, sino de que sus formas de vida sean capaces de interpelar las nuestras y a la inversa. Esto correspondería con la propia dinámica entre corporalidad y sentido. Sólo así la potencia activa del cuerpo excluido puede expresarse y, con ello, adquirir visibilidad.

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POLÍTICA, ESTÉTICA Y HERMENÉUTICA LITERARIA



Arte e ideología: memoria, violencia y reconciliación. Una aproximación desde Paul Ricœur Cristina Gonzalo C. (Universidad Nacional de Villa María)

En el presente trabajo nos proponemos mostrar cuáles podrían ser las distintas funciones/disfunciones que la obra de arte podría ejercer en la configuración identitaria de una comunidad, a partir de los desarrollos que Paul Ricœur realizara en torno al fenómeno de la ideología. Ricœur presta mucha atención al análisis marxista de la ideología en su función de justificación y legitimación de la dominación. Sin negar el aporte de estos análisis les agrega dos instancias de revisión crítica que le permiten tanto expandir el significado de la noción de ideología cuanto proponer su corrección en vistas a recuperar aquellos valores originarios de una tradición que han sido adulterados por las funciones deformadas de la ideología. La hipótesis que guía nuestra propuesta es la siguiente: El juicio ético que Paul Ricœur le reconoce al arte, en tanto configurador de la simbólica inmanente a la cultura de toda tradición, admite identificar en la obra de arte un conjunto de funciones constituyentes y críticas de la ideología de una


comunidad y otro conjunto de disfunciones justificadoras y legitimadoras de la dominación en cada comunidad. Tomando como referencias inmediatas el imprescindible análisis de Paul Ricœur sobre la ideología y las valoraciones que el propio autor realizó sobre el arte y su estatuto epistemológico de verdad, nuestro recorrido muestra los distintos modos en los que esta relación entre arte e ideología se configuran: primero como memoria de una comunidad, luego como instrumento de violencia y finalmente como posibilidad de reconciliación de los valores identitarios originarios de toda cultura.

El arte y su función integradora En su artículo “Ciencia e ideología,” Paul Ricœur avanza sobre el esclarecimiento del concepto de ideología, con el objeto de evitar las múltiples trampas que ésta nos tiende. Ricœur considera necesario abordar este fenómeno con un alcance más vasto que el de la dominación. Propone la noción integración social, “del cual la dominación es una dimensión, pero no la condición única y esencial.”1 Para su análisis, Ricœur recoge de Max Weber los conceptos de acción social y de relación social. La acción social es aquel comportamiento significativo para el hombre individual orientado en función del otro. La relación social le agrega a dicha definición “la idea de una estabilidad y de una previsibilidad de un sistema de significaciones.”2 Es aquí donde aparece la originalidad del fenómeno ideológico. Su carácter significativo se debe a la necesidad de una comunidad naciente de reconocerse, darse de sí misma una imagen que la represente. Distingue en este análisis cinco rasgos de la ideología a partir de los cuales se pueden seguir los derroteros de este 1 2

Paul Ricœur, Del texto a la acción (Mexico: FCE, 2006), 280. Ibid., 282.

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concepto desde una visión originaria, integradora, fundacional en una comunidad, hasta llegar a un punto negativo que cede paso a la consideración de la ideología no ya como integración sino como dominación. La función de la ideología opera en la distancia que separa la memoria social de su instancia fundacional. Si la ideología es operatoria y no temática es porque en lugar de pensar sobre ella se piensa a partir de ella. Señala Ricœur: En este distanciamiento, característico de todas las situaciones de posteridad, intervienen las imágenes y las interpretaciones. Un acto de fundamentación puede ser retomado y reactualizado en una interpretación que lo modela retroactivamente, a través de una representación de sí mismo.3

El arte, como realidad cultural, en esta primera fase del fenómeno ideológico, traduciría en sus diversas formaciones los anhelos iniciales de una comunidad que se reconoce en dichas simbolizaciones. Si esto es así, surge el primer interrogante ¿es el arte siempre ideológico?, ¿en qué medida podemos referirnos al arte en estos términos? Al asumir una pertenencia que nos precede y conduce, estamos desde los inicios insertos en la ideología como integración y las obras de arte se hallan comprendidas, ineludiblemente, dentro de esta primera instancia de la ideología. Son las obras de la cultura, dentro de las cuales se cuentan las obras de arte, las que perpetúan la memoria de aquel momento fundacional en sus diversas configuraciones. Las obras de arte son instauradoras del universo simbólico que aglutina y da expresión a los ideales de una comunidad.

El arte y su función de domesticación: dominación y violencia 3

Ibid., 283.

Fenomenología y hermenéutica de lo político | 199


La fase inicial de la ideología se caracteriza por ser movilizadora. Pero es también en ese mismo momento cuando la ideología asiste a su domesticación y a su justificación. Dirá Ricœur, así como en la acción individual “un motivo es a la vez lo que justifica y lo que impulsa,” 4 del mismo modo, la ideología como motivación social es justificación y proyecto. En este juego de dinamismo y justificación se vislumbra en la ideología su proceso de esquematización y codificación. En adelante, la ideología será: una clave, un código, para permitir una visión de conjunto, no sólo del grupo, sino de la historia y, en último término, del mundo. Este carácter codificado de la ideología es inherente a su función justificadora; […] La idealización de la imagen que un grupo toma de sí mismo es sólo un corolario de esta esquematización. A través de una imagen idealizada un grupo se representa su propia existencia, y es esta imagen la que, retroactivamente, refuerza el código interpretativo.5

Un rasgo que modela la faz negativa de aquel inicial fenómeno ideológico integrador es el que codifica su interpretación ya que “que el código interpretativo de una ideología es algo en lo cual los hombres habitan y piensan, más que una concepción que ellos ponen ante sí.”6 Sabemos que el arte es esencialmente polisémico: ¿podrá entonces asumir el arte una función justificadora, convirtiéndose en mero código? Si tenemos en cuenta que la ideología como indica Ricœur, es el reino de los ismos, y por analogía, asimilamos al arte a este nivel de discurso, observamos que, cuando hablamos de impresionismo, expresionismo, dadaísmo, por citar sólo algunos, ya no pensamos a partir de lo que su singu4

Ibid. Ibid. 6 Ibid., 284. 5

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laridad propone sino desde un canon establecido para su aproximación. Y así, un movimiento artístico que surgió como denuncia, como reclamo muy específico al interior de su sociedad, es asimilado luego con rasgos dogmáticos ocluyendo la dinámica que le dio origen. En estos casos se puede advertir cómo el arte con su carácter instaurador cede paso a un arte ideológico con carácter justificador. En tanto justificadora, la ideología abre a la posibilidad de la distorsión, del disimulo, dado por su estatuto no reflexivo y no transparente. Como opinión, la ideología se asienta sobre pilares de pensamiento sin rigor que son asumidos téticamente por una cultura, una comunidad. Y cuando esto sucede, la dominación ingresa en el modo de habitualidades sedimentadas por el paso del tiempo. La función de dominación de la ideología no puede pensarse sin tener en cuenta la función de justificación y ésta en relación con la autoridad. Aquí Ricœur vuelve sobre los análisis weberianos sobre la autoridad y la dominación. Toda autoridad para constituirse en tal, necesita legitimarse y no hay legitimación enteramente transparente “hay una opacidad esencial del fenómeno de autoridad. Más que quererlo, es en él que queremos:”7 […] es necesario haber entendido la primera función de la ideología para comprender la cristalización del fenómeno frente al problema de la autoridad. Lo que la ideología interpreta y justifica por excelencia es la relación con las autoridades, con el sistema de autoridad.8

Esta es la ideología como dominación denunciada por el marxismo. Para esta tradición la dimensión cultural que mejor desempeña esta función de legitimación de dominación es la religión en todas sus variantes. Análogamente, en tanto que los artistas reproduzcan la ideología dominante caerán 7 8

Ibid., 286. Ibid.

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bajo esta acertada crítica del marxismo. Para un marxismo ortodoxo el arte en todas sus manifestaciones será una dimensión más de la superestructura ideológica en tanto reflejo de la estructura material constituida por las relaciones de producción. Dentro del rasgo justificatorio de la ideología lo nuevo “no puede ser recibido sino a partir de lo típico, surgido por su parte de la sedimentación de la experiencia social.” 9 Aquí la novedad nada tiene que ver con aquel rasgo propio del arte que es la irrupción de la obra “como una estela de fuego salida de ella misma,”10 que —desde su singularidad— nos lanza fuera del mundo, sacude nuestros cimientos y nos hace reingresar por su poder transformador. En su función justificadora, el arte es principiado por esquemas, códigos de la ideología dominante y, bajo el disfraz y el disimulo, en muchas ocasiones pretende rupturas “sin fisuras.” Tal como Ricœur lo señala, se avizora en la primera función de la ideología una paradoja: siendo al mismo tiempo interpretación de lo real es una obturación de lo posible. En esta misma paradoja se inscribe la fragilidad del arte en su función ideológica. Cuando el arte instaura a partir de su novedad una nueva manera de entender el mundo, aglutina y dinamiza, pero en el mismo momento también corre el riesgo de apartarse de esta función primordial convirtiéndose en esquema que clausure la alteridad bajo la hegemonía de un código. De este modo el arte se vuelve intolerable y excluyente, convirtiéndose en muchos casos en mensajero sutil y servil de propósitos ajenos. De esta manera impide que una comunidad, una cultura, a través de las obras de arte, se reconozca y se re-encuentre en el devenir histórico. Nos interrogamos nuevamente: ¿No será ésta la mayor manifestación de violencia del y en el arte, que se da primero 9 10

Ibid. Paul Ricœur, Crítica y convicción (Madrid: Síntesis, 2003), 244.

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consigo mismo y luego en la cultura que lo vio emerger y en la cual irrumpe? Mirado desde una posición marxista ortodoxa resulta imposible reconocer al arte su propio y particular estatuto epistemológico de verdad. La aproximación de Ricœur salva esta amputación reflexiva y promueve en el quehacer artístico una función ética de relevancia, no ya a nivel de integración en la auto-representación del colectivo de una comunidad, sino en la posibilidad de ruptura desde la propia verdad del arte con los prejuicios dominantes en un contexto determinado.

El arte como reconciliación: juicio ético del arte En Historia y verdad Paul Ricœur aporta las claves para comprender la posibilidad de reconciliación —por mediación del arte— suscitando nuevos modos de enfrentar la vida en común. Sobre esta particular función del arte referirá Ricœur —muchos años más tarde— en su diálogo con el neurobiólogo Jean-Pierre Changeaux a propósito de la búsqueda de un “bien común” en el nivel de la deliberación y la decisión frente a nuevas situaciones. Ambos coincidieron en que el arte ofrece esa posibilidad, en palabras de Changeux, ratificadas por Ricœur “ofrece medios sencillos de reunir, religare sin correr los riesgos que entrañan los discursos dogmáticos.”11 Agrega luego: Desde Poussin a John Heartfield o Pablo Picasso, el cuadro, transmite un mensaje ético: pone en guardia contra los desatinos del político, refuerza el exemplum del sabio estoico, de la palabra cristiana o del gesto de solidaridad.12

11

Jean-Pierre Changeaux, Paul Ricœur, La naturaleza y la norma (Mexico: FCE, 2001), 305. 12 Ibid.

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Es posible, entonces, ubicar al arte y a su esencial estatuto de verdad en relación a su particular dinámica de respeto y de duda. Respeto y duda que refieren particularmente a los momentos de lucha intrínseca del artista con el material, hecho que marca con evidencia que la motivación fundamental del artista está centrada en la obra por hacer, en las exigencias propias de su arte constituidas por un proceso que involucra decisiones, arrepentimientos, correcciones, que son la única y mayor preocupación del artista que acepta sumiso la materia elegida y al mismo tiempo lucha por doblegarla a las reglas de su ideación. Los imperativos externos a su arte, si están presentes, son siempre secundarios; incluso si pretende dar forma artística a la revolución, a la sociedad de su tiempo o bien escandalizarla de algún modo, lo hace desde categorías propias de su arte y no produce subordinado a un análisis sociológico o político, por el contrario, “creará algo nuevo, social y políticamente válido, si es fiel al poder de análisis que procede de la autenticidad de su sensibilidad como de la madurez de los medios de expresión heredados.” 13 Agrega luego Ricœur: el arte verdadero, conforme con su propia motivación, es un arte comprometido cuando no lo pretende, cuando acepta no conocer él mismo el principio de su integración en una civilización total.14

En profundidad el arte intenta un encuentro del hombre con el hombre. En el arte se realizan las aspiraciones de una cultura, las obras de arte representan una imagen global y objetiva en una cultura; ellas evocan la búsqueda de estima mutua que, a manera de presencias a veces discretas, a veces no tanto, son constitutivas de la cultura, así lo expresa Ricœur:

13 14

Paul Ricœur, Historia y verdad (Madrid: Encuentro, 1990), 154.

Ibid.

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[…] cuando visito una exposición como la de Van Gogh, estoy ante una visión del mundo que ha tomado cuerpo en su obra, en una cosa, la obra de arte, vehículo de comunicación, e incluso cuando no es el rostro humano lo que se representa, lo que se sigue transmitiendo es una representación del hombre; porque la imagen del hombre no es sólo el retrato del hombre, sino también el conjunto de proyecciones de la mirada del hombre sobre las cosas; en este sentido una naturaleza muerta es una imagen del hombre.15

No obstante es preciso señalar que esta imagen, esta impronta cultural que deja el arte no debería ser entendida como una invitación a la aceptación sin cuestionamientos, sino que debería ser un desafío a meditar hasta el extremo incluso de “destruir o pervertir las representaciones fundamentales que el hombre se hace de sí mismo,” 16 y sacudir con su presencia incómoda o desconcertante, aquellas significaciones que creemos asimiladas: Puede incluso decirse que hay una fuente fundamental de rompimiento de la relación interhumana; porque la literatura y el arte tienen quizá una función permanente de escándalo: al representar el mal con insistencia, incluso a veces con complacencia, el artista desgarra la imagen convencional e hipócrita que los bienpensantes intentan darse de sí mismos, por lo que siempre se le acusa al artista de pervertir al hombre destruyendo la imagen del hombre; y es necesario que su papel siga siendo ambiguo, como maestro de veracidad y como maestro de seducción.17

Con su escándalo el arte sacude el corazón de cada hombre y el de una comunidad; en el choque, en la provocación, en la perplejidad, la obra de arte pone en cuestión —sin dogmas— los supuestos en los que se asienta una cultura e invita a re-pensar el mundo, su imagen y a la misma existencia humana. La obra de arte posee la libre capacidad de decir 15

Ibid., 106–7. Ibid., 107. 17 Ibid. 16

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y comprender con otro lenguaje, ampliando nuestro campo perceptivo desde lo real hasta lo posible. Es aquí donde emerge prístino el juicio ético del arte, así lo inquiere Ricœur con la siguiente cavilación: “me pregunto si la obra de arte, con su conjunción de singularidad y comunicabilidad, no supondrá un modelo para acercarnos a la noción de testimonio.”18

Conclusión Este breve recorrido guiado por las reflexiones de Paul Ricœur, nos ha permitido meditar la relación entre arte e ideología. El riguroso análisis sobre la ideología que el filósofo francés despliega, nos ha posibilitado vislumbrar que, en primera instancia, es imposible escapar a la ideología, entendida ésta como la matriz necesaria en la configuración de una cultura a la que pertenecemos y en la cual nos comprendemos. Aquí la función de la ideología es integradora y la función del arte es la de actualizar en sus diversas manifestaciones aquellos ideales perseguidos por un grupo humano. Es así que el arte, en tanto huella de la comunidad deviene memoria de un pueblo. A esta fase inicial de la ideología que se caracteriza por ser movilizadora le adviene en su misma dinámica, su domesticación y su justificación, su esquematización y codificación. Esta torsión de la ideología al interior del arte produce violencia: una primera violencia consigo mismo porque deja de responder a su comunidad desde su propia verdad; una segunda violencia hacia su propia comunidad, pues se subordina a los intereses dominantes de su época y clausura la posibilidad de desbaratar los prejuicios que legitiman esa dominación.

18

Ricœur, Crítica y convicción, 247.

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Pero si el arte se respeta en su autonomía y se integra en un diálogo con su cultura desde sus propios supuestos entonces sí existe la posibilidad de reconciliación de los valores constituyentes de la cultura en la cual se halla inserto, los cuales deben siempre volver a pensar-se en el curso de la historia. Quisiéramos cerrar nuestro recorrido sobre la relación arte e ideología con una certera observación de Paul Ricœur: Sea lo que fuere de esta situación política de la verdad estética, ésta introduce en nuestra vida cultural una nueva línea de demarcación y de explosión. […] ¿qué sería para nosotros el espectáculo conmovedor de este mundo percibido, matriz de nuestra existencia, si el artista no nos devolviera continuamente su gozo, incluso a través del artificio extremo del arte abstracto? Salvando el color, y el sonido, y el sabor de la palabra, el artista sin quererlo expresamente, resucita la verdad más primitiva del mundo de nuestra vida que el sabio había sepultado; creando figuras y mitos interpreta el mundo y establece permanentemente un juicio ético sobre nuestra existencia, aun cuando no moralice, sobre todo si no moraliza. Poetry is a criticism of life…19

19

Ricœur, Historia y verdad, 154.

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Estética y/o fenomenología de lo político en

Das Passagen-Werk Eduardo Elizondo (Universidad Nacional de Rosario)

I. El Libro de los pasajes y el problema de la forma de las obras de arte El problema de la forma (Form) de las obras de arte ha estado presente a lo largo de todo el desarrollo de la filosofía de Walter Benjamin. Sus abordajes tempranos sobre la literatura del romanticismo de Jena, Goethe y el Trauerspiel alemán, su incursión en las vanguardias de su tiempo, en el modernismo de Baudelaire y en manifestaciones artísticas de otra naturaleza —como el cine, la fotografía y la pintura y, en cierta medida, si se quiere emparentarla a una destreza artística, la traducción—, están siempre en vinculación con la forma que imponen tales prácticas y objetos por ellas versados. En este sentido, la reflexión en la estética de Benjamin sobre las formas compositivas es inescindible de los modos escriturarios que adopta su propia filosofía.


El Libro de los pasajes, surgido a fines de la década de los años veinte,1 adscribe a la forma propia de la literatura surrealista, de la cual, como es sabido, Benjamin confiesa en sus borradores haber nacido de ella la inspiración de su proyecto; específicamente, de su lectura de Campesino de París de Louis Aragón. Esta forma poética, que entroniza la literalidad en oposición a toda forma de mediación retórico literaria, la exterioridad significante de lo constructivo de la escritura en oposición a toda interioridad sígnica velada, la superposición de hechos —dirá Benjamin en su ensayo sobre el surrealismo2— en oposición a la narración, la prehistoria de las cosas a su devenir mediación y las huellas de las mismas a las del alma,3 tendrá un lugar determinante en el modo de composición del proyecto de los Pasajes. A su vez, éste es prefigurado sobre un peculiar emplazamiento dentro del materialismo histórico, mediante el cual, el problema de la recepción de las obras, entronizado fundamentalmente en torno a aspectos como el tiempo histórico, las técnicas artísticas y la figura del lector, ocupará un lugar privilegiado en sus interpretaciones estético-políticas. En esta dirección, en una conferencia de los años treinta, ante el Instituto de Estudios del Fascismo de París, Benjamin señala: la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria. Y añadiremos enseguida: esa tendencia literaria, contenida de manera implícita o explícita en cada tendencia política correcta, es la que constituye, y no otra cosa, la calidad de la obra. Por eso la tendencia política correcta de una obra incluye su calidad literaria, ya que incluye su tendencia literaria.

1

Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los pasajes (Madrid: Visor, 1995), 12. 2 Cf. Walter Benjamin, El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea, Obra completa, Libro II Vol. I (Madrid: ABADA, 2007), 307. 3 Cf. Walter Benjamin, “Glosa sobre el surrealism,” en Onirokitsch. Walter Benjamin y el surrealismo, ed. Ricardo Ibarlucía (Buenos Aires: Manantial, 1998), 114.

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Parto del estéril debate acerca de la relación en que estén entre sí tendencia y calidad de la obra literaria. Hubiese podido también partir de otro debate más antiguo, pero no menos estéril: en qué relación están forma y contenido, y especialmente en la literatura política. Este planteamiento del asunto está desacreditado; y con razón. Pasa por ser un caso típico del intento de acercarse a los complejos literarios adialécticamente [...]. ¿Pero cómo es entonces el tratamiento dialéctico de la misma cuestión? El tratamiento dialéctico de la cuestión, y con ello llego a nuestro asunto, nada puede hacer con cosas pasmadas, aisladas: obra, novela, libro. Tiene que instalarlas en los contextos sociales vivos.4

Esta consideración, enunciada en un contexto de discusión y crítica inmanente con intelectuales y artistas marxistas, y durante el proceso de perpetua gestación del Libro de los pasajes, ha de ser una máxima fundamental que, de hecho, acerca su interpretación materialista a preceptos clásicos de la Dialéctica (nos referimos a la Fenomenología de Hegel) que tendrán una intensa relevancia para comprender cuestiones como el concepto de imagen dialéctica y la figura del lector, a través de los cuales sostendremos la posibilidad de afirmar la tesis siguiente que articulará nuestro trabajo, a saber: la presencia en el Libro de los pasajes de una forma estética que tiene como punto de arribo una fenomenología de lo político, en la cual opera una resignificación de la tradición dialéctica. Para tal tarea, por una vía de análisis marcaremos puntos de afinidad y de diferencia con la retórica de la fenomenología hegeliana. Por otra vía, consideraremos el modo peculiar bajo el cual se traza una dialéctica genuinamente benjaminiana.

II. Usos y modos de la figura 4

Walter Benjamin, “El autor como productor,” en Tentativas sobre Brecht (Madrid: Taurus, 1975), 118–9.

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En comentarios del Fichero (Konvolut) intitulado “[Ciudad y arquitectura oníricas, ensoñaciones utópicas, nihilismo antropológico, Jung],” así como también en cartas y en otros fragmentos del Libro de los pasajes,5 Benjamin insiste en considerar al “método” dialéctico como oportuno para el proyecto de los Pasajes. Notoriamente, la interpretación constructivista del proceder dialéctico instaura una escisión que la Fenomenología intentará salvar en su identificación de la figura del lector con la conciencia natural; identificación que avanzado este trabajo expondremos en confrontación con el lugar que el lector ocupará en la interpretación benjaminiana de la dialéctica. ¿En qué sentido, entonces, se presenta el elemento constructivo del Libro de los pasajes en diferenciación con la dialéctica y la fenomenología hegeliana? ¿Por qué vías podemos hallar esta puesta en oscilación y uso que Benjamin hace de esta tradición filosófica? ¿Qué aspectos no dejan de resonar como restos en el interior de esta apropiación benjaminiana de la filosofía de Hegel? Estos interrogantes necesariamente nos conducen al uso y estatuto ontológico que para Benjamin dispone la “imagen dialéctica” (dialektische Bilder) y a lo que en la Fenomenología de Hegel funciona como “figura” (Gestalt). Dentro de la crítica especializada se ha señalado con detenimiento el oxímoron mismo que compone el sintagma imagen dialéctica. Hillach indica que dicho concepto se estructura de forma paradójica, en la medida de que: a primera vista no puede haber ninguna “imagen dialéctica.” Según la concepción tradicional, una imagen es una figura en la cual el tiempo, que tomó parte en su origen, se ha detenido […] Como resultado de un proceso, del carácter que sea, una imagen ha conseguido una cierta estabilidad que, como figura sintagmática, no puede ser introducida nuevamente en el flujo del tiempo —que todo lo 5

Principalmente el Fichero N. Cf. Walter Benjamin, Libro de los pasajes (Madrid: Akal, 2011), 459–90.

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modifica— o en el quehacer humano, sin que al mismo tiempo la imagen se disuelva como dicha imagen.6

Estos presupuestos, que tácitamente remiten al imaginario conceptual sobre las Figuras propio de la Retórica clásica, entran, claramente, en tensión con el elemento ínsito de la Dialéctica, es decir, el despliegue temporal, el movimiento circular de las recurrencias internas de las alteridades en sus diferencias, que Hillach vincula a la recepción de Benjamin de Historia y conciencia de clase de Lukács y, parcialmente mediante la lectura de él, de la filosofía de Marx. La paradoja, que lee Hillach en el concepto benjaminiano de imagen dialéctica, no se restringe a un marxismo aséptico a la tradición especulativa, sino que, en todo caso, remite a un marco mayor de recepción del marxismo que no se escinde —tal como también sucede en las filosofías de Lukács y de los intelectuales de Frankfurt— de la idea fundante de la Fenomenología de Hegel sobre la forma inherente de la Dialéctica. Allí, ésta es identificada con la nervadura retórica de la ambigüedad, a partir de la cual la conciencia escenifica (darstellt) su experiencia (Erfahrung) de la agonística, pasaje e inversión de sus figuras, dentro de las cuales, la conciencia misma, así como también la autoconciencia, en la figura mayor del para nosotros, son superadas y de ese modo concebidas como determinabilidades de la figura del espíritu absoluto. Con esto, queremos señalar que en la retórica fenomenológica de la dialéctica hegeliana, el asunto de la figura en relación al tiempo ya se ha vuelto problema; aun cuando, a diferencia de la concepción materialista-surreal benjaminiana, las figuras en Hegel presupongan un proceso de trasfiguración de la temporalidad histórico-fáctica ya mediada tras la forma del concepto en el interior de la obra filosófica misma en el marco de una metafísica del concepto, en la medida de que en 6

Ansgar Hilach, “Imagen dialéctica,” en Conceptos de Walter Benjamin, eds. María Belforte y Miguel Vedda (Buenos Aires: Las cuarenta, 2014), 643.

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dicha obra los restos históricos han de ser condensados y traducidos en momentos paradigmáticos de la experiencia de la conciencia, y no presentados en su exterioridad histórica a secas. Esta temporalidad de las figuras, inscriptas y configuradas en el campo de la experiencia fenomenológica, se enmarca dentro del esquematismo fundamental de la dispositio de la Dialéctica, que consiste en la puesta en escena de las recurrencias internas de lo uno y lo otro, en la forma del pasaje, en el trabajo de lo negativo, en suma, en la exposición de las prolíferas escisiones a través de las cuales la falsa inmediatez de la literalidad de las figuras deviene, en la inmanencia de la obra filosófica, mediación. No obstante, este punto de diferenciación —es decir, el estatuto ontológico de las figuras— potencia su conflictividad en el horizonte mayor del problema de la exposición y de la lectura que pone en juego el Libro de los pasajes. Pues, mientras que el modo de proceder de la dialéctica hegeliana exige en su obra iniciática un estricto rigor en la operatoria de la ambigüedad dialéctica —en oposición a las variaciones fragmentarias de la filosofía poética del romanticismo alemán—, interiorizada y/o internalizada en la obra misma, y presupone a la figura del lector —identificada con la conciencia natural, situada como comienzo de la puesta en escenificación de las figuras— como un elemento formal intrínseco a la narratividad dialéctica, el Libro de los pasaje, por el contrario, partirá desde el artificio retórico inherente a una nueva forma artística (el montaje) a través de la cual emplazará agonísticamente y repensará la tradición dialéctica.

III. Figuras del lector Es notoriamente sorprendente para el lector que, en comentarios de “Apuntes y materiales” del Libro de los pasajes, se destaquen las caracterizaciones del modo de proceder de la Dialéctica como propias de esa obra en particular, siendo los Ficheros de su proyecto en estado de realización frag214 | EDUARDO ELIZONDO – Estética y/o fenomenología de lo político en Das Passagen-Werk


mentos que a primera vista se acercan al ideal poético romántico y, más precisamente, al principio de montaje de las vanguardias, eminentemente constructivo y, en este sentido, adialéctico y edificante. En un fragmento del Fichero anteriormente aludido, Benjamin comenta: Hay una experiencia absolutamente única de la dialéctica. La experiencia compulsiva, drástica, que refuta toda “progresividad” del devenir y muestra todo aparente “desarrollo” como un vuelco dialéctico sumamente complejo, es el despertar de los sueños […]. El método dialéctico de la historiografía se presenta como el arte de experimentar el presente como el mundo de la vigilia al que en verdad se refiere ese sueño que llamamos pasado.7

El pasaje citado expone una revalidación de un esquematismo general de la Dialéctica, propia del hegelianismo de izquierda de los intelectuales cercanos a Benjamin. En contraposición al modelo causal y determinista de la episteme moderna —bajo el cual, parte de la obra del mismo Marx se inscribe; no sólo en sus postulados empiristas extremos, sino incluso también en críticas externas a la filosofía de Hegel—, Benjamin evoca las figuras de la circularidad y el vuelco características de la Dialéctica, en oposición a la linealidad y progresividad de la ciencia decimonónica positiva. Expresamente, este comentario, presupone a la Dialéctica como “principio metodológico” en contraste con el modo de trabajo sobre el material histórico que llevan a cabo las ciencias humanas; modo que Benjamin ha criticado no sólo por el modelo historiográfico que presupone, sino aún también por su inescindible forma de escritura.8 7 8

Benjamin, Libro de los pasajes, 394. Con respecto a esto, es clave la apropiación benjaminiana de la técnica del montaje como un arte de la cita que se distancia del uso exterior del material que hace el historiador al identificar a aquél como un mero documento. El uso que Benjamin hace de los materiales del siglo XIX, decididamente dispone de un alcance mayormente político que arqueológico; cf. José Sazbón, “Historia y para-

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Sobrepuesto a la caracterización del “método” dialéctico, en otro Fichero de la misma obra, intitulado “[Teoría del conocimiento, Teoría del progreso],” hallamos el siguiente fragmento: “Método de este trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos.”9 En este comentario aparece nítidamente la veta constructiva de la obra, en consonancia con las vanguardias literarias de la época. La cuestión entonces que se plantea es un problema que en términos epistémicos es nombrado como metodológico, pero que sin embargo necesariamente nos conduce al más acá del proyecto de los Pasajes, al problema de la exposición (Darstellung) y de la figura de Benjamin como filósofo escritor, a saber: como pensador que hace un uso retórico-estético de las tradiciones filosóficas y artísticas y de las texturas culturales. (Siguiendo la interpretación de Arendt en torno a los oficios de Benjamin,10 así como podemos hablar de cada uno de ellos como tareas fallidas, las tradiciones de pensamiento, del arte y de la cultura también operan en sus ensayos, y especialmente en el Libro de los pasajes, de ese modo eminentemente suspensivo).11 digmas en Marx y en Benjamin,” en Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana, eds. Gabriela Massuh y Silvia Ferhmann (Buenos Aires: Alianza, 1993), 104. Las Tesis de la filosofía de la historia, en su inseparabilidad entre su modo de escrituración y la crítica filosófico-política al modelo epistémico de la historiografía clásica, exponen el horizonte último sobre el cual el Libro de los pasajes configura los materiales. 9 Benjamin, Libro de los pasajes, 462. 10 Hannah Arendt, “Walter Benjamin: 1892-1940,” en Hombres en tiempo de oscuridad (Barcelona: Gedisa, 1991), 140. Cf. Theodor W. Adorno, “De cartas a Walter Benjamin,” en Sobre Walter Benjamin (Madrid: Cátedra, 1995). 11 La figura de Benjamin escritor contiene un doble aspecto. Uno variante de éste, está trazado por su vocación literaria, practicada en distintos registros literarios (en la forma del soneto, en sus escritos que concentran experiencias lisérgicas y

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En el contexto del modo de producción del Libro de los pasajes y del artificium de escritura de los ensayos de la década del treinta (principalmente el primer trabajo sobre Baudelaire), la tesis benjaminiana del primer fragmento citado —que no deja de repetirse en otros— claramente entra en discordia con el aspecto constructivo del montaje que expone el segundo fragmento. Este fuerte e insuprimible contraste ha contribuido a la propagación de las críticas tempranas de Adorno al primer ensayo de Benjamin sobre Baudelaire, las cuales, en cierta medida, han hipostasiado la figura de Benjamin en la recepción de la crítica especializada bajo la disyuntiva de filósofo dialéctico o adialéctico —siendo que en ensayos de Adorno posteriores a sus críticas podemos encontrar ambas afirmaciones con una relativa aceptación, más allá del Benjamin “ideal” que sostenga su interpretación sobre el proceso de gestación del proyecto de los Pasajes—. Sin embargo, conforme al tema de nuestro trabajo, lo que nos parece propiamente cuestionable de las críticas de Adorno — que claramente son estrictamente hegelianas— es el lugar en el que sitúa la Dialéctica con respecto a los escritos de Benjamin circundantes al proceso de producción del Libro de los pasajes, a saber: como un proceder inmanente a la escritura, en el cual, la interpretación es intrínseca a ese proceder mismo, como modulación ínsita de la obra, tal como el mismo Benjamin lo ha practicado en su estudio sobre el literatura, en su trabajo del género autobiográfico, en sus momentos aforísticos, en sus crónicas de viaje). La otra variante, en la que ha legado una elaboración más extensa y en la que se concentran y resuenan las formas literarias anteriormente nombradas, es la de su condición de escritor filósofo. En su famoso ensayo sobre Benjamin, Hannah Arendt identifica su ejercicio de escritura con la siguiente expresión genérica: “pensar poéticamente” (Ibíd.). Esta expresión hay que considerarla en un sentido rígido, es decir, no alivianando la sobredeterminación que las formas poético-retóricas llevan a cabo en la elaboración de un filosofía que concebimos gestada principalmente a través del distintos modos de escritura, tal como se lee, de modo absolutamente explícito, en el mismo Libro de los pasajes, en la puesta en movimiento de formas antinómicas de la Dialéctica y el montaje.

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Trauerspiel alemán,12 en el cual el trabajo crítico de la filosofía consistía expresamente en exponer los extremos y recurrencias especulativas de las tensiones dialécticas de las categorías allí abordadas13; ese allí es esencial para los escritos de Benjamin; ese allí es la precedencia de la forma de la obra a la exposición filosófica. La indeterminación del Libro de los pasajes habilita la figura de la lectura y/o la interpretación como añadido. Precisamente, esta posibilidad estructural de la obra va en detrimento del lugar que la mediación ocupa en el desarrollo escriturario de la interpretación de la dialéctica clásica, a la que adscriben las críticas de Adorno. El añadido se sobrepone como efecto de lectura ante la fragmentariedad de la obra elevada a nervadura compositiva, ante la diagramación de un aparente continuum arbitrario de yuxtaposiciones de materiales. Junto a estas yuxtaposiciones, que no sólo remiten a citas, Benjamin introduce, mediante la forma del comentario, constructos textuales en los que se exponen las equivocidades metódicas insalvables de la obra en las que el lector se halla salvado. El acto de interpretar/añadir pertenece a la razón de Estado del lector, que es quien dialectiza las imágenes, quien lee recurrencias donde hay conglomerados de cultura. Ese lector, que perfila el Libro de los pasajes, es el lector que en Las flores del mal ironizaba Baudelaire en el punto mismo de su aparición y que las obras de las vanguardias, en relación dialéctica con su tiempo, privilegiaron al interiorizar la forma inusitada del montaje como principio estético de su poética.

IV. Estética y fenomenología de lo político A modo de conclusión, decimos en principio que el artificio escriturario que se plasma en el proyecto de los Pasajes 12

Nos referimos a la conocida carta de Adorno a Benjamin del 02 de agosto de 1935. 13 Walter Benjamin, El origen del Trauerspiel alemán, Obra completa, Libro I Vol. I (Madrid: ABADA, 2008), 375–7.

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se distancia críticamente de los modos de interpretación del siglo XIX, sobre los cuales Benjamin no dejó de ejercer una intensa critica en vía de una nueva y posible construcción de la prehistoria de la Modernidad aún no redimida. A su vez, la yuxtaposición de imágenes, que remite al montaje literario profesado por los surrealistas, será el modo constructivo a partir del cual Benjamin reorganizará su estética materialista histórica, en la cual está presente la tradición fenomenológica y dialéctica de origen hegeliana, aunque inscripta de una forma inusitada. La filiación de Benjamin con el principio constructivo tiene como fundamento una concepción dialéctico fenomenológica que si bien no aparece, o no funciona, sobre la superficie de la escritura de la obra, sí se instala bajo un marco de reflexión estética mayor, tal como lo es el “tratamiento dialectico” entre las formas artísticas y el problema de la recepción de las obras en el contexto histórico social de su época. En este sentido, su reflexión estética es identificable a una fenomenología de lo político y su proyecto de los Pasajes a una obra que aúna la plasticidad de las formas estéticas vanguardistas con la lectura política que el materialismo histórico construye sobre la historia. El estatuto de la imagen dialéctica se cifra en el anudamiento de ambas tareas. En la hechura sintagmática de tales imágenes, sobre aquellas texturas hechas de desechos, oscila el estado de cosas del cual debería redimirse una época.

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Hannah Arendt: la banalidad del mal ilustrada en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury María Sol Rufiner (UCA – UCALP)

¿Cuánto daño puede hacer un hombre normal? ¿Hay un mal encerrado en los quehaceres diarios de oficina? ¿Puede una actividad rutinaria encerrar la peor de las iniquidades bajo el ropaje de la mayor de las bondades? Y por último, ¿puede todo esto ser parte de una cultura y un modo de vivir propiciados por las autoridades de turno? En el presente trabajo, nos proponemos analizar la novela distópica de Ray Bradbury Fahrenheit 451 a la luz del concepto de banalidad del mal elaborado por la filósofa política Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Luego, a través de la imagen proporcionada por la literatura, concluiremos acerca de la importancia de la conciencia individual alimentada por la imaginación suministrada por la lectura y la contemplación de la realidad.

“Era un placer quemar” Así comienza la novela de Ray Bradbury, más específicamente dice:


Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia.1

Para Guy Montag, su trabajo constituía un placer, parte de su ser un buen ciudadano, un fiel cumplidor de la ley. Su entrenamiento como bombero era claro y sencillo, atender las alarmas y quemar los libros, aprehender a los lectores de libros, aquellas peligrosas personas que atentaban contra la paz y el orden de los ciudadanos, contra la felicidad de los mismos. En este trabajo, como en su vida cotidiana, no tenía que intervenir la conciencia, pues no era él el que debía juzgar si los libros eran buenos o malos. El trabajo de los bomberos era el de ser “[…] custodios de la paz de nuestras mentes […]”2 y Guy Montag lo disfrutaba. Al menos en un principio. Para el hombre sin importancia3 de la sociedad de Fahrenheit 451 el imperativo categórico era conservar la felicidad a toda costa como dice el jefe de bomberos Beatty: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda tu vida? “Quiero ser feliz,” dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les 1

Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (Buenos Aires: Minotauro, 2002), 13. Ibid., 74. 3 Cf. Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (Barcelona: Lumen, 2001), 84. “(…) según la fórmula del ‘imperativo categórico del Tercer Reich,’ debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: ‘Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos’ (Die Technik des Staates, 1942, 15–16). (…). Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del ‘hombre sin importancia’ alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones.” 2

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proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia.4

De este modo, el hombre sin importancia de esta civilización, es un adicto a la “felicidad,” aquél estado mental proporcionado por las flores de loto tecnológicas y sociales que entrega el gobierno para hacer a la población olvidarse de las preocupaciones y mantenerla entretenida en su propio mundo feliz, como escribe Bradbury haciéndole un guiño a Huxley. Sin embargo, cabe preguntar ¿cuál es el precio para mantener esa felicidad? ¿Qué poderes la población ha de entregar al Estado Leviatán para que este vele por su paz mental? Lo único que pide el gran Leviatán es que se le entregue la capacidad de contemplar: “La cremallera reemplazó al botón, y el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del alba, una hora filosófica, y por lo tanto una hora melancólica.”5 La melancolía y la preocupación, el prestar atención al mundo que nos rodea está prohibido, reemplazado por la diversión que proporciona el Estado. Así, el precio de que continúe la cotidianeidad desenvolviéndose en su somnolencia habitual, parece no ser alto. Simplemente consiste en que todos se conviertan en hombres sin importancia, en que todos sean iguales. Este fenómeno ilustrado en Fahrenheit lo explica brillantemente Hannah al referirse a la falta de reacción de Eichmann ante las atrocidades cometidas. Escribe: Presumieron —los jueces— que el acusado, como toda “persona normal,” tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que “no constituía una excepción en el régimen nazi.” Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el

4 5

Bradbury, Fahrenheit 451, 74. Ibid., 71

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Tercer Reich, tan sólo los seres “excepcionales” podían reaccionar “normalmente.”6

Bradbury capta este concepto de que el régimen distópico sólo se puede mantener si eliminamos a los hombres excepcionales, como dice Beatty “No nacemos libres e iguales, como dice la Constitución, nos hacemos iguales. Todo hombre es la imagen de todos los demás, y todos somos así igualmente felices.”7 De esta forma, mientras Montag disfrute quemar, mientras siga siendo un bombero más sin importancia, mientras no sobresalga y constituya una excepción a la regla de la banalidad de la sociedad, podrá vivir en paz. Sin embargo, la pregunta que nos cabe es: ¿puede vivir en paz? Y más específicamente, ¿puede vivir cuando todo lo que lo rodea está sumido en una banalidad absoluta?

Montag se Despierta y Eichmann se lava las manos Para responder a las anteriores preguntas debemos comparar los caminos tomados por los protagonistas de ambas historias, Eichmann y Montag. E investigar en ellos cómo es la conciencia de una persona normal y la conciencia de un hombre sin importancia, cuáles son los pasos que hacen al hombre ir de una a la otra. El primer momento que podemos notar que Montag empieza a despertar la conciencia es en su encuentro con Clarisse McClellan. Cuando nuestro bombero sin importancia se ve reflejado en los ojos de ella, algo en su interior cambia: Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven, vuelto ahora hacia él, 6 7

Arendt, Eichmann en Jerusalén, 21. Bradbury, Fahrenheit 451, 73.

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era un frágil cristal de leche con una luz suave y constante en su interior.8

Pasa de ser un bombero a, como dice Clarisse, ser tan sólo un hombre, y eso, a alguien que está acostumbrado a formar parte de un cuerpo, a ser su trabajo, lo pone incómodo. Para rematar, la joven le hace la única pregunta que puede, a un hombre, hacer despertar su conciencia: “¿Es usted Feliz?”9 Montag se ve obligado a mirarse en un espejo a sí mismo, a salir de su trabajo y enfrentarse con quién él realmente es, y el resultado puede ser realmente doloroso. No así el caso de Eichmann que al enfrentarse con los Jueces en Jerusalén, no puede ver en sí mismo la contradicción reinante en su propia conciencia adormecida: “En su mente, no existía contradicción entre la frase ‘saltaré dentro de mi tumba alegremente’ a propósito para el final de la guerra, y la aseveración ‘me ahorcaría gustosamente en público como un ejemplo y advertencia a todos los antisemitas de la tierra,’ que ahora, en circunstancias muy diferentes, tenía el mismo propósito de enaltecerle.”10 Esta contradicción se debe a la vanidad que en ella reina, vanidad que busca enaltecerse dentro de una sociedad, de un grupo, aunque este sea el mismo de sus ejecutores. Sin embargo, un hombre no llega a ser de este modo al final de su vida sin antes pasar por un proceso de adormecimiento. Este proceso comienza por evitar la pregunta de Clarisse, solucionándola con la misma anestesia que la mujer de Montag toma para tranquilizarse frente a las atrocidades de las que ella y sus amigas hablan y cometen. Esta pastilla se resume en la fórmula de Poncio Pilatos: “lavarse manos,” que sean otros los que decidan qué es la felicidad, qué es lo correcto, así de este modo no se tendrá que volver a preocuparse por nada. Esto lo podemos ver en la 8

Ibid., 17. Ibid., 20. 10 Arendt, Eichmann en Jerusalén, 37. 9

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siguiente referencia de la vida de Eichmann por Hannah Arendt: Hubo también otra razón en virtud de la cual el día de la conferencia quedó indeleblemente grabado en la memoria de Eichmann. Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano para contribuir a llevar a buen puerto la Solución Final, también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de “esta sangrienta solución, mediante la violencia,” y, tras la conferencia, estas dudas quedaron disipadas. “En el curso de la reunión, hablaron los hombres más prominentes, los papas del Tercer Reich.” Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no solo Hitler, no solo Heydrich o la “esfinge” de Müller, no solo las SS y el partido, sino la élite de la vieja y amada burocracia se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de destacar en aquel “sangriento” asunto. “En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa.” ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto?11

Aquí se encuentra la raíz del adormecimiento, Eichmann pasa de ser un hombre normal al que la sola idea de la “solución final” da escalofríos, a ser un hombre sin importancia, sin capacidad de Juzgar, ya que cuando son los popes del Reich los que frente a él definen lo que es mejor para Alemania, los don nadies como él han de callar. Lo mismo le sucede, como señalamos antes, a la mujer de Montag, Mildred, que prefiere lavarse las manos y entregar a su marido a las autoridades, porque la verdad acerca de ella es demasiado dolorosa, como señala en su escrito Arendt: “[…] es muy duro, y ciertamente deprimente, reconocer la propia culpa y arrepentirse.”12 Mirarse en el espejo del otro, contemplar la realidad circundante, prestar atención y reconocer la propia culpa, el propio vacío, es difícil, a veces tremendamente doloro11 12

Ibid., 72. Ibid., 151.

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so, pero es el camino que se ha de tomar si se ha de recuperar la conciencia. Quien no se enfrenta al espejo de sí mismo cae en la tremenda banalidad del mal; aquella que incluso frente a la frontera última de la muerte queda inmutable como dice Hannah en referencia a las últimas declaraciones de Eichmann: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.”13 En cambio, el caso de Montag, quien ya afectado por la pregunta de su nueva vecina, comienza a mirar su trabajo con nuevos ojos y a tomar conciencia de lo que este significa. Poco a poco se va despertando para poder hacer la última pregunta que lo llevará a asumir completamente su conciencia y comenzar a reaccionar ante las atrocidades de su labor como un hombre normal: “—Tú no estabas allí, tú no la viste —insistió él—. Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada.”14 Esta es la respuesta de Guy a su mujer ante el reproche de ella de que presenciar la inmolación de aquella anciana con sus libros lo había cambiado. Es en ese instante que Montag se hace la pregunta por aquella Verdad por la que vale la pena vivir y morir. Sin embargo, ¿cuál es la diferencia entre el entregar la vida y la conciencia al Reich como lo hizo Eichmann? La respuesta se encuentra en el principio evangélico: “La verdad os hará libres” (Jn. 8, 32). Montag no busca una serie de reglas, imperativos como los que seguía Eichmann: “Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del ‘hombre sin importancia’ alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley 13 14

Ibid., 152. Bradbury, Fahrenheit 451, 65.

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era una ley, y no cabían excepciones.”15 Montag busca aquello que lo libere, que le haga asumir la responsabilidad de sus actos y por ende la dirección de los mismos. Busca la libertad que lo pueda volver feliz. Aquello que hace que aún mostrándole un espejo doloroso de sí mismo, vuelva a ser el mismo, un hombre normal en busca de su destino. En busca de aquello que lo eleve por sobre la banalidad que lo rodea, frente a la cual dice Hannah que “[…] las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.”16 Esto último lo podemos ver en las palabras que dedica el profesor Faber a Guy sobre su despertar: —Es usted un romántico incurable —dijo Faber—. Resultaría divertido si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle infinito y las mismas enseñanzas podrían ser proyectados a través de radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. Desde luego, usted no puede saber esto, sigue sin entender lo que quiero decir con mis palabras. Intuitivamente, tiene usted razón, y eso es lo que importa.17

He aquí la respuesta a nuestra pregunta, no se puede vivir como una persona normal si se está sumido en la banalidad del mal: uno perderá su conciencia y pasará a ser un hombre sin alma, sin conciencia, incapaz de ser libre más allá de lo que un poder superior le ordena. Sin embargo, esto 15

Arendt, Eichmann en Jerusalén, 84. Ibid., 152. 17 Bradbury, Fahrenheit 451, 98. 16

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no es vida, porque por más que dentro de la banalidad se tenga todo para ser feliz, siempre habrá algo que falte, ese detalle que hace que las máscaras se caigan a medianoche y uno pueda respirar el aire nocturno plagado de estrellas.

Conclusión Si bien, en este trabajo, nos hemos tomado la licencia de comparar a un personaje literario con uno de carne y hueso, lo hicimos a fin de ilustrar la importancia que tiene la conciencia individual, el ocio, la libertad y la prudencia para evitar que la banalidad del mal lleve a hombres normales a convertirse en hombres sin importancia, en don nadies, capaces de realizar las más grandes atrocidades como parte de una rutina de oficina. A esto se refiere el profesor Faber cuando dice: Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: “Recuerda, César, eres mortal.” La mayoría de nosotros no podemos andar corriendo por ahí, hablando con todo el mundo, ni conocer todas las ciudades del mundo, pues carecemos de dinero o de amigos. Lo que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el único medio para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un libro. No pida garantías. Y no espere ser salvado por alguna cosa, persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigía hacia la playa.18

Como nosotros todavía no estamos en una distopía, podemos decir que esto se logrará si mediante la cultura y la educación, los que estamos a cargo de ella, fomentamos las tres cosas que el Profesor Faber de Fahrenheit le transmitió a Montag: Calidad, Ocio y libertad para ejercer la prudencia en

18

Ibid., 102.

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nuestros actos19 y no convertirnos en hombres sin importancia, sino en hombres y mujeres libres con conciencias propias. Anexo: Extracto del diálogo entre Faber y Montag ”Primera: ¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto más “literario” se vea. En todo caso, ésa es mi definición. Detalle revelador. Detalle reciente. Los buenos escultores tocan la vida a menudo. Los mediocres sólo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos violan y la dejan por inútil. ”¿Se dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hércules y de Anteo, gigantesco luchador, cuya fuerza era increíble en tanto estaba firmemente plantado en tierra. Pero cuando Hércules lo sostuvo en el aire, sucumbió fácilmente. Si en esta leyenda no hay algo que puede aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es que estoy completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que necesitábamos. Calidad, textura de información. —¿Y lo segundo? —Ocio. —Oh, disponemos de muchas horas después del trabajo. —De horas después del trabajo, sí, pero, ¿y tiempo para pensar? Si no se conduce un vehículo a ciento cincuenta kilóme19

Cf. Ibid., ver anexo el diálogo entre el profesor Faber y Montag.

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tros por hora, de modo que sólo puede pensarse en el peligro que se corre, se está interviniendo en algún juego o se está sentado en un salón, donde es imposible discutir con el televisor de cuatro paredes… ¿Por qué? El televisor es “real.” Es inmediato, tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razón. Parece tenerla. Te hostiga tan apremiantemente para que aceptes tus propias conclusiones, que tu mente no tiene tiempo para protestar, para gritar: “¡Qué tontería!” —Sólo la “familia” es gente. —¿Qué dice? —Mi esposa afirma que los libros no son “reales.” —Y gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos decir “Aguarda un momento.” Uno actúa como un Dios. Pero, ¿quién se ha arrancado alguna vez de la garra que le sujeta una vez se ha instalado en un salón con televisor? ¡Le da a uno la forma que desea! Es medio ambiente tan auténtico como el mundo. Se convierte y es la verdad. Los libros pueden ser combatidos con motivo. Pero, con todos mis conocimientos y escepticismo, nunca he sido capaz de discutir con una orquesta sinfónica de un centenar de instrumentos, a todo color, en tres dimensiones, y formando parte, al mismo tiempo, de esos increíbles salones. Como ve, mi salón consiste únicamente en cuatro paredes de yeso. Y aquí tengo esto —mostró dos pequeños tapones de goma—. Para mis orejas cuando viajo en el “Metro.” —“Dentifrico Denham”; no mancha, ni se reseca —dijo Montag, con los ojos cerrados—. ¿Adónde iremos a parar? ¿Podrían ayudarnos los libros? —Sólo si la tercera condición necesaria pudiera sernos concedida. La primera, como he dicho, es calidad de información. La segunda, ocio para asimilarla. Y la tercera: el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos. Y me cuesta creer que un viejo y un bombero arrepentido pueden hacer gran cosa en una situación tan avanzada...

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El perro, la mujer, el indio: fenomenología de la alteridad y cartografías de lo político en la narrativa argentina María José Rossi (Universidad de Buenos Aires)

Somos algo más que un dualismo, somos algo de complejo de complicado o indescifrable. (Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles)

Los cartógrafos de lo político se reparten hoy entre los que conciben el espacio social como concurrencia y reunión de los iguales (linaje contractual), y los que lo ven como fractura de lo común, como disputa por un lugar entre los desiguales. Según la última visión, que bien puede remontarse a Hegel y que se continúa en Rancière, Laclau, Badiou, Zizek, la lógica propia de la politicidad no consiste en el acuerdo de las partes sino en la fricción; no en la convivencia armoniosa de los distintos en el espacio común, sino en la partición originaria, lo que da lugar al conflicto. No en lo que se ha dado en llamar “policía” —conforme con la más estricta tradición cameralista alemana1— sino “política”: contradicción de los 1

La institución de la policía fue el recurso que el cameralismo de los siglos XVI y XVII desarrolló para evitar, por un lado, los riesgos financieros de los Estados y, por el otro, coordinar las acciones privadas para que no comprometan el bie-


mundos alojados en uno solo, de acuerdo con la ajustada definición de Rancière. Esos mundos corresponden a los diferentes alter, a los diversos otros que no alcanzan a cuajar en la mezcla, desde plebeyos a gitanos, bárbaros, indios. El propósito de esta comunicación es examinar tres figuras de alteridad que emergen en la narrativa de uno de los máximos exponentes de la literatura argentina del siglo XIX: Lucio Mansilla. Esas figuras —que recaen, alternativamente, en el perro, la mujer y el indio— cuestionan, cada una a su modo, el lugar que les ha sido asignado por el Amo; son los otros que alteran la adecuación armoniosa de las partes en la comunidad. Que reclaman su parte en la contabilidad del todo. Las correspondencias de estas figuras con los momentos de la diversidad, la oposición y la contradicción que habremos de examinar, pertenecientes a la Lógica de la esencia de Hegel, tiene por cometido mostrar cómo en verdad sólo el último de esos momentos ofrece una chance para la superación de una antinomia que encuentra en la polarización la amenaza de la fijación de los extremos —y, en otro registro, el de una repetición neurótica de lo mismo. Contra el lugar común que supone que la superación de la contradicción implica la caída en una identidad tranquila, lo que vemos aquí es que sólo la superación asegura el movimiento de las partes y la chance de un reconocimiento de los límites propios y ajenos. En ese sentido, Una excursión a los indios ranqueles muestra nestar general. No obstante la importancia que Hegel asigna a la función policial en la Filosofía del Derecho, el filósofo es consciente de que aquella no alcanza a saldar la contradicción que se aloja al interior de la sociedad civil. La lógica política, contra la lógica policial, afirma así su prerrogativa: la reconciliación entre las partes no está asegurada de antemano. La existencia de la plebe es ese resto maldito que amenaza la reconciliación sin fisuras de la totalidad ética. Y no es que Hegel la mire con horror: el horror se encuentra, conforme con la lúcida lectura que hace de la sociedad capitalista, en la articulación viciosa de una lógica económica y política que se reproduce generando excedentes que no habrán de encontrar su sitio en la presunta totalidad reconciliada. Véase Claudio Aliscioni, El capital en Hegel (Buenos Aires: Homo Sapiens, 2010), 249ss.

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en modo magistral cómo la lucha entre civilizado y bárbaro se termina convirtiendo en una lucha entre puntos de vista al interior de la propia conciencia del protagonista. Son parte de su conciencia desdoblada, figuras cuyo trastrueque —que consiste en hacer propia la ajenidad de lo otro y en enajenar el sí mismo— asegura la superación de la antinomia sin que ella alcance a suturar la grieta que se abre entre los extremos. Las figuras del perro y la mujer habrán de esperar tiempos mejores para ser contados entre esas partes. *** La concepción de lo político como un espacio en el que concurren los diferentes sin que la mezcla produzca el borramiento de los antagonistas, es decir, poniendo a la vista lo desemejante, la diferencia, ha estado presente en nuestra literatura no filosófica latinoamericana. Baste nombrar a El siglo de las luces de Carpentier,2 El señor presidente de Asturias,3 a la ensayística de Lezama Lima, a sabiendas de que nos quedamos cortos. Esa cartografía, emplazada al ritmo de la palabra, no alcanza quizá las alturas del concepto. Se aloja sin más en la gravedad de la letra. Pero al hacerlo, consigue una intensidad que le es propia. Pues tiene la potencia de los cuerpos, la vibración de los puros significantes, la plasticidad viva de las imágenes que se cuelan en la trama barroca de nuestros textos. Es el ejemplo que hegemoniza en su singularidad lo universal del concepto —si bien el concepto deman-

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Novela histórica sobre los ecos de la revolución francesa en el Caribe construida desde la voz de los otros, los que no tienen registro en la historia oficial: criollos, exiliados, mulatos. 3 En esta novela de Asturias, los personajes secundarios, el Pelele (equivalente a “el idiota”), Miguel Cara de ángel, así como muchos otros cuya individualidad se recorta sobre un fondo oscuro, contra una nada negra, cobran protagonismo y giran en torno del presidente como significante vacío; la alusión nunca es directa pero se trata del presidente guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, cuya tiranía se extiende desde 1898 a 1920.

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de para sí la necesidad de hacer propia esa hegemonía otras formas. Es lo que ocurre con Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla.4 Este texto, que quiere presentarse desde el título como una excursión e incluso, como una novela de aventuras (se trata, en verdad, de una serie de cartas que fueron publicadas por entregas en el diario La tribuna5), inmediatamente se invierte en su opuesto: la sugerencia de una tournée por fuera de la frontera de la civilización se convierte en un viaje a la interioridad. La incursión permite al protagonista el encuentro con tres figuras de alteridad que van a componer diferentes maneras de relación intersubjetiva y de configuración del espacio político: el perro, la mujer y el indio. Figuras que, si nos movemos en terreno hegeliano, corresponderían, respectivamente, a los momentos a la diversidad, la oposición y la contradicción que se describen en la Lógica de la esencia del texto hegeliano. Sólo ella concede la posibilidad de la superación de una antinomia (civilizadosbárbaros) que en otras narrativas se encuentra escandida, imposibilitada de ponerse en movimiento. Del carácter inestable de esa cartografía trasladada a la interioridad del personaje, va a pender que la lógica antinómica que traza una frontera infranqueable entre nosotros y los otros ofrezca la posibilidad un corrimiento de los límites. La que sanciona la igualdad de los desiguales. 4 5

Citamos la edición de CEAL: Buenos Aires, 1967 (dos tomos). Sobre el final de 1870, el diario La tribuna publica una serie de apostillas en las que su autor, el coronel del Ejército Argentino Lucio Mansilla, describe los encuentros que mantiene con el gran cacique Mariano Rosas (en lengua araucana, Panghitruz Guor) y otros caciques ranqueles en territorio pampeano. El motivo del viaje es convencer a Rosas de trasladarse a la comandancia de Río Cuarto, Provincia de Córdoba, para refrendar un tratado de paz con el gobierno argentino, en ese momento, al mando de Sarmiento. Su experiencia en la frontera, en la que es acompañado por cuatro oficiales, once soldados y dos misioneros franciscanos, es relatada en las cartas dirigidas a su amigo Santiago Arcos, otro viajero cuyo destino se ignora y con el que espera reencontrarse alguna vez.

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*** El perro. Ubicado, desde entonces y hasta ahora, en la categoría de una simple cosa, el perro es lo simplemente “otro.” Como tal, correspondería a la figura de la diversidad: “en la diversidad —nos dice Hegel— estos lados [identidad y diferencia] se separan entre sí de modo indiferente.”6 Es lo otro que mantiene con el sí mismo una relación de indiferencia. Podría ser equivalente a un mueble, a un bien susceptible de ser intercambiado por otro o simplemente ignorado. Es un “algo,” una “cosa.” Mansilla cuenta que los indios “no les dan de comer a sus perros.”7 Lo dice con alguna extrañeza, como si en el propio entorno las cosas fuesen distintas. Y sin embargo, reconoce que en esto de tener alguna sensibilidad hacia esos otros, los cristianos no son mejores, ya que hacen sufrir a los animales en el momento de darles muerte.8 La mujer. La mujer es la figura de la oposición; es el contrario que permite que la identidad (es decir, el varón) se reconozca a sí en la diferencia; pero es una diferencia que se mantiene como tal, es decir, en la independencia con respecto a su otro; ya no en la indiferencia, pero sí en la exclusión. Con todo, esa independencia de los opuestos no impide que ambos se medien entre sí: “cada uno está mediado consigo por su otro, y lo contiene. Pero está también mediado consigo por el no-ser de su otro; así es unidad que existe por sí y excluye de sí al otro.”9 La mujer es caracterizada la mayor de las veces de modo negativo: es lo falso (“Además, como todas las mujeres son iguales, falsas como la plata boliviana” 10), pro6

G. W. F. Hegel, Ciencia de la Lógica, tomo II (Buenos Aires: Solar, 1993), 62. Mansilla, Una excursión…, tomo II, 26. 8 Ibid., tomo I, 225. No obstante, el hecho de reconocer que los indios antes de carnear a sus animales los entontecen, entra en la dialéctica de la civilización barbarie, lo que lo obliga a reconocer rasgos de humanidad (y por tanto de civilización) en los bárbaros. 9 Hegel, Ciencia de la Lógica, tomo II, 62. 10 Mansilla, Una excursión…, tomo I, 83. 7

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pensa al desapego y a la traición. A la maledicencia. En casi todas las historias de fogón, las desgracias que tienen los hombres son debidas a una mujer. Otras veces, se destaca su ambigüedad, como cuando considera que la mujer es fuente dual de gozo y dolor, bella en lo que hace a sus atributos externos, pero defectuosa en su espiritualidad. Implacable y hermosa, constituye el reverso de lo masculino, de todo lo que es fuerte, áspero, excesivo. Es la simple antítesis con la que se mantiene un vínculo de necesidad. Una virtud le reconoce el Coronel a Carmen, su amiga lenguaraz: la lealtad. Rasgo que, no por casualidad, tiene en común con el perro, lo que implícitamente rebaja su valor: no resulta muy meritorio ostentar una virtud que se tiene por naturaleza.11 Pero con los bárbaros es distinto. En el reconocimiento de elementos equivalentes, inferiores e incluso superiores en relación con los civilizados aparece, sin lugar a dudas, la contradicción. Ya no es la mera diversidad de lo indiferente ni la oposición de lo distinto, sino la contradicción que obliga a cuestionar el punto de partida, el lugar mismo de enunciación desde el que se distribuyen los cuerpos y las almas en el espacio de la civilización. La contradicción en sí, dice Hegel, “representa la unidad de aquellos que existen sólo porque no son uno, y representa la separación de aquellos que existen sólo como separados y en la misma relación. Sin embargo… en esto son cada uno la superación de sí mismo y el ponerse su contrario.”12 La unidad no es simple identidad, caracterizada por ser “sólo la determinación de lo simple inmediato, del ser muerto,” sino que es el encuentro de los desiguales que implican contradicción, considerada la raíz de todo mo11

“Fiel ministril,” Carmen le revela intrigas tramadas contra él, le da de beber cuando las fuerzas lo abandonan y lo auxilia cuando regresa aturdido por la borrachera forzosa a que lo obliga la cortesía hacia los indios. Hasta lo ayuda en su aseo. “Surge así… el motivo de la mujer-samaritana, la imagen de la hermana y de la madre dispuestas a confortar y a servir,” María Rosa Lojo, La barbarie en la narrativa argentina del siglo XIX (Buenos Aires, Corregidor, 1996), 2. 12 Hegel, Lógica, tomo II, 62.

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vimiento y vitalidad: “pues sólo al contener una contradicción en sí, una cosa se mueve, tiene impulso y actividad.”13 La contradicción entre cristianos e infieles, entre blancos e indios, entre civilizados y bárbaros, implica unidad y diferencia. Unidad a nivel de la diplomacia y del funcionamiento democrático de la asamblea: allí, como entre nosotros, nos dice Mansilla, se impone la voluntad de la mayoría.14 Diferencia negativa en lo que concierne a la capacidad de trabajo de los ranqueles —si bien hay excepciones.15 Y positiva en lo referente a la cortesía, en la que reconoce la superioridad de los “salvajes”: el autor se muestra sorprendido del protocolo riguroso que los indios imponen en cada uno de sus encuentros. Estas diferencias, y sobre todo aquellas que, sin entrar en los detalles de la misión de Mansilla en territorio ranquel, cobran especial relieve cuando se trata de atender al reclamo de una de las partes; son las que componen el escenario de la lucha, del antagonismo. En la junta que se describe en el cap. 20, en efecto, el tema de las “respectivas posesiones” es asunto que genera rispidez: si bien los indios reconocen que el ganado y los caballos que se roban son de los cristianos, los cristianos no reconocen que la tierra (también robada) sea de los indios: cuando la intersubjetividad es asimétrica, el reconocimiento —dirá Hegel una vez más— resulta unilateral y desigual.16 13

Ibid, 72. Ibid., tomo I, 136. 15 En esto coincide con Martínez Estrada (Radiografía de la Pampa, 1933) para quien, la renuencia al trabajo propia del indígena, es razón suficiente para excluirlo de la historia. 16 G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, trad. Roses (México D.F.: FCE, 1966), 118. El corazón del tratado consiste en un intercambio: paz a cambio de bienes, de mercancías: yeguas, yerba, azúcar, tabaco. Pero el mayor problema, lo que parece exceder la presunta equidad de este intercambio, es la tierra. Aquí es cuando el cacique mayor toma la palabra e interpela duramente al representante del gobierno. Le reprocha el acopio inopinado, el haberlos desalojado de las tierras que pertenecieron a sus abuelos. “Ustedes los cristianos, le dice a Mansilla, nos 14

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Ahora bien, si se tratase tan sólo de una lucha entre cristianos y bárbaros, estaríamos frente a un espacio agonístico que asume la simple exterioridad de opuestos, como diría Hegel.17 En cambio, lo interesante de la novela es que esta discordia originaria se transpone al corazón de Mansilla: es su propia interioridad la que, escindida, lo lleva a preguntarse: ¿somos civilizados o bárbaros? La contraposición ya no es entre indios y cristianos, como entidades que están simplemente ahí, una frente a otra, sino entre puntos de vista. La diferencia es vital: al transformarlos en parte de sí, Mansilla remueve sus hábitos perceptivos para cuestionar y horadar los fundamentos de la civilización a la que dice pertenecer. Es la confrontación de esa otra manera de ver con la suya propia la que lo lleva a replantear la dicotomía civilizaciónbarbarie. Si lo observado fuese un mero objeto exterior a él, ello no redundaría en una conmoción del propio sistema de denominaciones. Es lo que sucede, para el caso, ya avanzada la novela (cap. 34) cuando compara el modo de vivir del indio con el del gaucho, el toldo con el rancho: “Como ves, Santiago amigo, el espectáculo que presenta el toldo de un indio, es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho. Y no obstante, el gaucho es un hombre civilizado, ¿O son bárbaros? ¿Cuáles son los verdaderos caracteres de la

quitan la tierra.” La interpelación parece encontrar eco en el auditorio, que se crispa, se torna amenazante, estrecha el círculo en torno del representante de la ley. Mansilla replica que los indios también roban sus ganados. “No es lo mismo,” dicen los unos, la turba enajenada, la muchedumbre, la indiada. “No es lo mismo,” dice el otro, el civilizado, el hombre de la ley, el representante del gobierno. Lo interesante está en las razones por las cuales cada mismidad en juego revela el intervalo entre los planos, el espacio que impide que las perpendiculares lleguen a tocarse, que hace que lo mismo no sea lo mismo: “No es lo mismo —dice Mansilla— primero porque nosotros no reconocemos que la tierra sea de ustedes y ustedes reconocen que los ganados que nos roban son nuestros; segundo, porque en la tierra no se vive, es preciso trabajarla.” Una excursión…, tomo II, 99. 17 Hegel, Lógica II, 74–5.

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barbarie?”18 La conmoción de los presupuestos que sindican a unos como civilizados y a otros como bárbaros se ven removidos y obligan a un corrimiento de los parámetros de la propia conciencia. El remate de la comparación no se hace esperar: “¡Qué triste y desconsolador es todo esto! Me parte el alma tener que decirlo. Pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización hay que obligarla a entablar comparaciones.”19 Lo inevitable de la comparación, sin embargo, no lo hace sucumbir a la tentación de comparar una entidad ajena o externa al observador con una sustancia “original,” entidad que resultaría más o menos exótica o pintoresca conforme con cánones de cuya legitimidad no se tienen dudas. Lo que compara, en verdad, son puntos de vista, dos sistemas de comparación, y por tanto, de traducción.20 Una comparación que incluye como uno de sus términos el propio discurso de Mansilla, su propio dispositivo conceptual. Mansilla no compara para explicar, para justificar, para generalizar. Compara para traducir. Este es el reto: traducir a términos propios una posición perspectiva diferente.21 El perspectivismo es, a una mirada atenta, una clave que atraviesa toda la novela. Es lo que nos permite percatarnos de que si bien Mansilla abunda en descripciones de los indígenas, es lo suficientemente lúcido para advertir que ellas resultan, como decíamos en el punto anterior, de la adopción de un punto de vista: “…una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, 18

Mansilla, Una excursión…, tomo I, 230. Ibid., 231. 20 “Toda cultura —nos dice Viveiros de Castro— es un gigantesco y multidimensional dispositivo de comparación”. En Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural (Buenos Aires: Katz, 2010), 70. 21 A sabiendas de que, en un tiempo no muy lejano, ese público que lo está leyendo incluirá no sólo a los muchos, sino a los “todos”: “No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento/ También ellos reciben y leen La tribuna/ ¿Te ríes Santiago? Tiempo al Tiempo.” 19

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sin que el ideal jamás muera.” La referencia, en el capítulo 4, a los diferentes modos de denominar que encuentra en los habitantes “originarios” de nuestra tierra es de por sí elocuente. Allí nos dice, para el caso, que los “paisanos de Córdoba” tienen “un modo peculiar de denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se comprende la ventaja de la sustitución. / Al Oeste le llaman arriba. Al Este abajo.” 22 El reconocimiento de la mentada peculiaridad no entraña tacharla de extravagante o caprichosa, pues “Ir de Córdoba para el poniente o para el naciente es, en efecto, ir para arriba o para abajo, porque el nivel de la tierra es más elevada que el del mar a medida que se camina del litoral de nuestra patria para la Cordillera.”23 De modo que lo de “arriba” o “abajo” poco tiene que ver con lo que, desde otra perspectiva, ha servido para encumbrar la que se ha dado en llamar a sí misma la civilización, poniéndose en lo alto. En cambio, la experiencia de trajinar la superficie, y la constatación fehaciente de que “la tierra se dobla visiblemente, de manera que el que va sube y el que viene baja,” es valorada aquí como fundamento de un sistema de referencias cuya validez en términos pragmáticos resulta irrefutable. El conocimiento del terreno, el hecho de estar en el propio campo, le da la posibilidad de comparar no sólo la visión de propios y de extraños, sino la de sabios y poetas: “Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas.”24 La contraposición entre perspectivas, la real y la ideal, concluye en la asunción del pluralismo. Hay pampas, como hay diversidad de opiniones, puntos de vista plurales, ninguno en condiciones de ostentar la verdad. “Vivir —nos dice promediando el capítulo 10, después de una de las primeras reflexiones en las 22

Mansilla, Una excursión…, tomo I, 22. Ibid., 23. 24 Ibid., 65. 23

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que se pone en entredicho lo que se entiende por “civilización”— es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.”25 En el cap. 14 cuenta que ha tenido un sueño en el que está en dos perspectivas diferentes. Y confiesa que esa necesidad de cambiar el punto de vista era tan grande que, cansado de mirar todos los días la misma cosa: las mismas trincheras, los mismos bosques, los mismos esteros, los mismos centinelas (sic), solía curvar la espalda para quedar “contemplando los objetos al revés.” El hastío de la mismidad exige cambiar la mirada. No cambian las cosas: cambiamos nosotros. Lo que resulta de “poner todo patas para arriba,” es que los términos extraños subvierten y deforman su propio dispositivo conceptual. Mansilla comienza a leer su propia civilización con otros ojos, la traduce de otra manera. O al menos, la mirada sobre los modos de traducción y de autocomprensión se vuelve inestable. Ora permanece aferrado a la dicotomía civilizados-bárbaros, ora la invierte, y los civilizados son los bárbaros, con lo que la lente le devuelve una imagen completamente diversa de sí y del otro. “Me quedé pensando en las seducciones de la barbarie,” confiesa sin pudor.26 Frase que parece justificar aquello de que “Viviendo entre salvajes he comprendido por qué ha sido siempre más fácil pasar de la civilización a la barbarie que de la barbarie a la civilización.”27 De este modo, la contradicción civilizados-bárbaros adquiere, a decir de Hegel, el movimiento propio del concepto, vale decir, abandona la simplicidad característica del pensamiento representativo, para el que los opuestos permanecen en la exterioridad unos con otros, para alcanzar esa vitalidad que trastrueca los contrarios, los dinamiza y los impulsa a superarse a ellos mismos: “Sólo después de haber sido lleva25

Ibid., 60. Ibid., 180. 27 Ibid., 88. 26

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dos al extremo de la contradicción los múltiples se vuelven activos y vivientes uno frente al otro, y consiguen en la contradicción la negatividad, que es la pulsación inmanente del automovimiento y de la vitalidad.”28 La simple oposición (civilizados-bárbaros) se trastrueca en contradicción al trasladarse al interior de la conciencia de Mansilla, de nuestra conciencia, en el que la lucha entre las figuras no deja de actualizarse y de intentar “reconciliarse” cada vez. ¿Obedece esta “reconciliación” a una conciliación de las diferencias? Más bien deberíamos decir lo contrario: la reconciliación es tan sólo una inversión de la perspectiva, una dolorosa confirmación de la herida de la escisión.29 Solo en la medida en que esa batalla se renueva cada vez al interior de nosotros mismos, la relación fija entre los extremos adquiere esa vitalidad que permite superarla. La relación entre perspectivas se convierte así en una relación de dislocación reflexiva,30 o mejor, de oposición vital, donde no hay (no puede haber) fusión de horizontes (en el sentido gadameriano del término) sino equivocidad, diferencia y también identidad. De ahí que este extraño filósofo y militar de las pampas (oxímoron curioso, al menos para nuestro tiempo), en un convite cuasi barroco, pueda llegar a decir, sin que el tono revele petulancia o sarcasmo, que “los oradores de la pampa son tan fuertes en retórica como el maestro de gramática de Molière…”

28

Hegel, Lógica, 75–6. Slavoj Zizek, Porque no saben lo que hacen (Buenos Aires: Paidos, 1998), 110. 30 La expresión es de Viveiros de Castro: “La tarea que el perspectivismo contrapone a ésa es la otra ‘simétrica,’ de descubrir qué es un punto de vista para el indígena, es decir cuál es el concepto de punto de vista presente en las culturas amerindias: cuál es el punto de vista indígena sobre el concepto antropológico de punto de vista. Evidentemente el concepto indígena de punto de vista no coincide con el concepto de punto de vista del indígena, del mismo modo que el punto de vista del antropólogo no puede ser el del indígena (no hay fusión de horizontes), sino el de su relación (perspectiva) con este último. Esa relación es una relación de dislocación reflexiva.” Metafísicas caníbales, 60, cursiva mía. 29

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Colección Estudios de fenomenología y hermenéutica I. Acontecimiento, sentido y acción II. Memoria, libertad y destino III. Afectividad y ampliación de la razón IV. Experiencia e historia: identidad, comunidad, universalidad V. Vida y concepto: conmemorando el centenario de Wilhelm Dilthey VI. Razón crítica y experiencia religiosa VII. Paul Ric ur y la fenomenología VIII. Fenomenología y hermenéutica de lo político

Círculo de Fenomenología y Hermenéutica de Santa Fe-Paraná |


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