comprender cabalmente la complejidad de ese real al que se enfrentan; ni siquiera suponen que el discurso cinematográfico sea capaz de transformar las acciones de quienes son representados o de quienes son sus espectadores. La propuesta de Gaviria puede considerarse incluso más radical en ese sentido, al incorporar lo que Jáuregui y Suárez llaman “observación mutua”, y leerse como una suerte de perspectiva utópica inserta en las posibilidades dadas por el aparato cinematográfico. Y aquí veo yo una oposición entre la propuesta del director colombiano y la del español, quien mediante su clásica escena del huevo arrojado a la cámara, cuestiona incluso el cine como institución. En Gaviria parece haber todavía una suerte de confianza, no en la realidad, como ocurre en el “realismo revelador” denominado así por Ismael Xavier, y en el que podríamos inscribir en parte la obra de Gaviria, sino en el aparato cinematográfico mismo. Ahora, el cine de Gaviria, tal como el de Buñuel, realizan un giro estilístico que los separa de esta propuesta y sus postulados. En Rodrigo D. la realidad “reveladora” permanece en un estado de ambigüedad que el trabajo fílmico no es –ni será, ni lo pretende– capaz de resolver, en una estructura hecha de retazos, que si bien posee un hilo narrativo conductor que nos llevará hasta el desenlace predestinado, se sostiene mucho más en el ritmo caótico de la música punk que en las relaciones de coherencia entre las acciones del relato: “las escenas son brevísimas, la agilidad de la cámara constante” (Ruffinelli 2004, 136). En el caso de La vendedora de rosas, este distanciamiento es aún más extremo, dialogando otra vez con Los olvidados al incorporar otros estilos y romper así la relación estricta con una corriente en particular. Es sabido que Buñuel quería incorporar elementos irracionales e inesperados en algunas escenas, como la banda de músicos tocando sobre las ruinas de un edificio a medio construir, pero su productor se lo prohibió; sin embargo, pudo insertar un par de escenas más enmarcadas en la tradición surrealista, y fundamentadas en el guión, como la inclusión del sueño de Pedro y la visión del Jaibo durante su agonía de muerte. En el caso de La vendedora, la constante alucinación de niños que pasan gran parte de su tiempo deambulando por las calles y aspirando pegamento (cosa que por lo demás efectivamente hacen durante la filmación de las escenas), permite que la cámara se instale también desde una suerte de estado intermedio entre la lucidez y las visiones, dotando a toda la realidad intrafílmica de una característica de ensoñación y pesadilla. Para terminar, solo quiero volver a destacar la distancia ya establecida anteriormente entre la posición profundamente iconoclasta de Buñuel, que barre incluso con las convenciones del discurso fílmico y la de Gaviria. Es en la sección de la Escuela Granja donde encontramos el famoso plano meta-
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