Español lecturas 6 2013 2014

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La recompensa de Nefru Enrique Serna

Pasada la medianoche, Nefru se levantó de la cama y caminó descalzo hacia el dormitorio de sus padres: ambos roncaban con un sueño de piedra. Era el momento de emprender la gran aventura que había estado planeando en los últimos meses. Suti, su mono, le saltó a los hombros con ganas de jugar y tuvo que apartarlo de un manotazo. Fue a la cocina en busca de una lámpara de aceite, que se ató a la cintura con una cuerda. Por si las dudas también se metió una daga en el taparrabos: así estaría más seguro si alguien lo atacaba. Con el mayor sigilo abrió la reja de bambú que daba a la calle. Estaba desierta y sólo se escuchaban a lo lejos los aullidos de los lobos y el ulular de las hienas. Desde su nacimiento, Nefru había vivido en Deir el Medineh, la aldea de trabajadores que erigían y adornaban las tumbas de los faraones, y tenía un mapa mental de sus callejuelas que le permitió caminar a ciegas, en medio de la espesa oscuridad, sin tropezar con ningún hoyanco. Más allá de la aldea comenzaban las dunas del desierto. Al empezar a recorrer sus abruptas veredas encendió la lámpara de aceite. No temía a las fieras de los alrededores, porque el fuego las ahuyentaba. En cambio le aterraba toparse con alguno de los animales fantásticos que merodeaban por el desierto: leones alados, lobos con hocico de víbora, halcones gigantes que podían alzarlo en vilo con sus enormes garras. Al cabo de una larga caminata llegó al Valle de Los Reyes, el gran cementerio de los faraones egipcios. Era un valle árido, circundado por peñascos y montañas de piedra caliza donde jamás había crecido una hierba. Los promontorios alzados en el valle indicaban el lugar de las tumbas y cada uno tenía una puerta de piedra sellada a cal y canto. Nefru había oído historias fabulosas sobre los tesoros que los faraones se llevaban al inframundo, para gozar en el más allá los mismos lujos y comodidades que tuvieron en vida, pero jamás había podido ver una tumba por dentro. La única vez que le había manifestado ese anhelo a su padre, se llevó un duro regaño: —¿Estás loco? Los faraones son dioses y sus tumbas son sagradas. Profanarlas puede costarte la vida. La prohibición sólo avivó más su curiosidad y a partir de entonces, bajo el pretexto de llevarle la comida a su padre, que trabajaba en el valle con un grupo de canteros y escultores, se había dedicado a explorar la necrópolis por su cuenta. De tanto subir y bajar por las pequeñas lomas, había descubierto que

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