Hellraiser

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El corazón condenado

Clive Barker

Él murmuro algo contra su cuello y no se movió. Le había puesto la mano izquierda en el seno izquierdo; con la otra la aferraba de la cintura. Ella lo dejó deslizar los dedos por debajo de la blusa. Si se resistía a esta exigencia no lograría otra cosa que enardecerlo más. —Te necesito —dijo él, poniéndole la boca contra la oreja. Una vez, hacia media vida, a Julia le había parecido que su corazón brincaba al oír tales manifestaciones. Ahora tenía más experiencia. Su corazón no era un acróbata; no sentía ningún hormigueo en los vericuetos del abdomen. Sólo existían los quehaceres continuos del cuerpo: ingresaba aire, circulaba la sangre, la comida se hacia pulpa y excremento. Descubrió que era más fácil dejar que él le quitara la blusa y le apoyara la cara en los senos si pensaba en su propio organismo como en un simple conjunto de imperativos naturales alojados en el músculo y el hueso. Sus terminaciones nerviosas respondieron obedientemente a la lengua de Rory, pero, una vez más, no fue otra cosa que una mera lección de anatomía. Julia estaba encerrada en la cúpula de su cráneo y permanecía inmutable. Rory se desprendió los botones. Julia entrevió la jactanciosa golosina que él le frotaba contra el muslo. Él le abrió las piernas y la bajó la ropa interior sólo lo suficiente para lograr el acceso. Ella no opuso objeciones, ni emitió sonido alguno, mientras él la penetraba. Casi de inmediato, Rory comenzó a parlotear: débiles alegatos de amor y lujuria, desesperadamente enredados. Julia lo escucho a medias y lo dejó hacer a su antojo, mientras Rory enterraba la cara en su pelo. Cerrando los ojos, Julia trató de rememorar épocas mejores, pero los relámpagos echaban a perder sus sueños. Cuando el sonido llegó antes que el fogonazo, abrió los ojos otra vez y vio que la puerta del dormitorio húmedo se había abierto cinco o diez centímetros. En el estrecho espacio entre la puerta y el marco, pudo distinguir una figura resplandeciente que los observaba. No podía ver los ojos de Frank, pero los sentía, mucho mas filosos que puñales por la envidia y la furia. Tampoco aparto la mirada, sino que contemplo fijamente a la sombra mientras aumentaban los gemidos de Rory. Y, por fin, una cosa llevo a la otra y se imaginó acostada en la cama, sobre el vestido de novia arrugado, mientras una bestia negra y escarlata ascendía lentamente entre sus piernas para entregarle una muestra de su Amor. —Pobrecita —fue lo último que dijo Rory antes de que el sueño se apoderara de él. Estaba acostado en la cama, todavía con la ropa puesta. Julia no hizo ningún intento

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