El retrato de dorian gray

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Oscar Wilde

oído de Sibyl se estrellaban las olas de la prudencia mundana. Las flechas de la astucia pasaban sin tocarla. Vio que los finos labios se movían, y sonrió. De repente sintió la necesidad de hablar. El silencio lleno de palabras la desazonaba. -Madre, madre -exclamó-, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero. Le quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo de él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul? -la mujer de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó-. Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres porque lo querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo eras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre! -Hijita mía, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera su nombre. Todo esto es muy poco conveniente y, a decir verdad, cuando lames está a punto de irse a Australia y yo tengo tantas preocupaciones, he de decir que podrías haber mostrado un poco más de consideración. Sin embargo, como ya he dicho antes, en el caso de que sea rico... -¡Madre, madre! ¡Permíteme ser feliz! La señora Vane se la quedó mirando y, con uno de esos falsos gestos teatrales que con tanta frecuencia se convierten

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