El retrato de dorian gray

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Oscar Wilde

creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles; o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida. Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo, con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes, y el sutil antinomismo que siempre parece acompañarlo, le conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo, encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de toda

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