56280792 jay haley terapia no convencional

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sionar el tiempo, o sea, a valerse de la hipnosis para alterar la propia noción del tiempo, para que un hecho que dura breves minutos se prolongue, subjetivamente, varias horas. Esto estaba destinado, en parte, a ayudarlo en su trabajo académico. Por entonces, Erickson le aplicó seis sesiones de hipnosis profunda, con distorsión del tiempo, en las cuales lo hizo permanecer sentado, en silencio, pasando revista a quién era, qué era, qué querría ser y qué podía hacer; también debió examinar su pasado contraponiéndolo a su futuro, su realidad como criatura biológica dotada de fuerzas físicas y emocionales, sus capacidades como personalidad humana que se conducía de manera razonablemente adecuada respecto de sí misma y de los demás. Durante estas sesiones, Harold parecía un hombre intensamente abocado a la resolución de problemas, algunos agradables, otros desagradables (eran los más), pero al parecer todos trascendentales. Acababa cada entrevista bastante fatigado. Al término de estas sesiones hipnóticas, Erickson no lo vio durante dos semanas, hasta que Harold se presentó en el consultorio para informar sobre un «nuevo problema»: Manifestaba cierta tensión; su comportamiento general parecía algo cambiado, menos familiar. Aparentemente quería recibir información, pero sin estar dispuesto a que yo comprendiese la situación más allá de lo necesario. Por lo tanto, escuché pasivamente su relato, me mostré evasivo en los puntos positivos y me expresé con un énfasis bastante espontáneo respecto de los negativos. Me contó que un tiempo atrás —no sabía exactamente cuándo, «pero fue hace bastante tiempo, tal vez hace mucho tiempo»— había venido a vivir una mujer en el departamento contiguo al suyo. Más adelante advirtió que la mujer salía y entraba del patio del edificio en el mismo instante que él, por la mañana y por la tarde. Tomó conciencia de esto, dolorosamente, cuando ella empezó a saludarlo con un alegre «¡Hola!» que lo molestaba, pero ante el cual no sabía qué hacer como no fuera contestar. Después la mujer empezó a detener su coche y a entablar con él conversaciones breves e intrascendentes, cosa que lo perturbaba «horriblemente» porque suscitaba comentarios divertidos entre sus vecinos. Se enteró por ellos de que la mujer le llevaba a él quince años, que era separada del marido (un alcoholista que la había maltratado físicamente) y que se ganaba la vida procurando, además, reunir fondos para costearse el juicio de divorcio. «No hubo ningún problema» hasta que un anochecer, «sin excusa alguna», la mujer «invadió» su departamento, cargada de provisiones, y procedió a preparar una cena para los dos. Disculpó su «atropello» diciendo que, de vez en cuando, un hombre debía saborear comida hecha por una mujer. Más tarde, mientras lavaba los platos, le pidió que pusiera algunos discos de música

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clásica; así lo hizo él, sintiendo un gran alivio porque entonces no hacía falta conversar, y «afortunadamente, después de ordenar la cocina», la mujer se fue. Harold pasó el resto de la noche, casi hasta el amanecer, yendo y viniendo por la habitación, «tratando inútilmente de pensar». Pocas noches después, cuando él estaba por preparar su cena, la mujer «simplemente entró y me dijo que ya tenía la cena lista y esperándonos en su departamento. No pude hacer nada... no se me ocurrió qué decirle. Me limité a seguirla y cenar, como un chiquillo. Después de la cena amontonó la vajilla y se invitó a sí misma a escuchar más música en mi departamento; fuimos y se marchó a eso de las diez. Esa noche no dormí; tampoco entonces pude pensar. Creí que me estaba volviendo loco; fue horrible. Sabía que tendría que hacer algo, muy importante, pero ignoraba qué era. Empecé a eludirla, y sólo dos semanas después se me ocurrió lo que debía hacer: prepararía una cena para ella y con eso quedaría satisfecha. Y lo hice, pero no resultó lo que yo esperaba: creo que fue una buena cena y todo lo demás; volvimos a escuchar discos. A ella le gusta realmente la música y sabe mucho sobre el tema; es una mujer muy inteligente, aunque bastante estúpida en ciertos aspectos. De todos modos, lo cierto es que se fue a eso de las diez y media y, al trasponer el umbral, se inclinó sobre mí y me besó. La hubiera matado. Cerré la puerta a escape, corrí al baño, me metí bajo la ducha y la abrí; me jaboné a fondo la cara antes de quitarme las ropas. Aquello fue horrible: jabonaba, refregaba, y vuelta a jabonar y refregar. Pasé una noche de perros. Varias veces me vestí y salí con intención de telefonearle a usted, pero cada vez sabía que no debía llamarlo tan temprano, de modo que regresaba, me metía bajo la ducha y me jabonaba de nuevo. ¡Dios, estaba loco! Sabía que tendría que dominarlo solo, pero ignoraba qué era lo que debía vencer y cómo hacerlo. Por último, se me ocurrió que ya sabía la respuesta. Fue cuando tuve esa media docena de sesiones en las que me cansé tanto; algo dentro de mí parecía decirme: "Esa es la respuesta", pero aquello no tenía sentido, ni lo tiene ahora, aunque sí me ayudó a dejar de refregarme. »No sé por qué he venido hoy, pero tenía que venir. No quiero que me diga nada y a la vez necesito que me hable, pero tenga mucho cuidado con lo que me dice. Perdóneme por hablarle así, pero siento que debo estar seguro. Es mi problema». Hablándole con cautela, discutí el tema en forma vaga, general, deliberadamente tangencial a lo que Harold me había comunicado. Señalé que no debíamos culpar ni criticar a la mujer por buscar el divorcio, que el matrimonio debía traer algo más que desdicha y maltrato físico, que todo ser humano tiene derecho a la felicidad personal y física. Ciertamente, la mujer poseía cualidades merecedoras de respeto, admiración y simpatía, puesto que quería ser independiente en todo sentido. En cuanto a su amigabilidad y su intrusión en la vida privada de Harold, era preciso admitir que la gente es esencialmente gregaria, que es de esperar que esa mujer, él o el resto de la humanidad busque

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