56280792 jay haley terapia no convencional

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si cree que es el mejor enfoque para esa persona en particular. El caso siguiente ejemplifica un enfoque de confrontación, al par que nos muestra la moderación y eficiencia crecientes con que Erickson trata los problemas a medida que envejece. E s t a es una familia muy especial: cada uno de sus miembros presenta un problema bastante grave que ha pasado incólume por una terapia anterior. Valiéndose de un enfoque directo con cada miembro, Erickson los reforma rápidamente siguiendo el principio típico de la terapia orientada hacia la familia: si el terapeuta puede producir un cambio en uno de los miembros o relaciones de la familia, lo más probable es que tenga éxito con el siguiente. Un hombre vino a verme y me dijo: «Desde que tenía siete años vengo sufriendo una maldita jaqueca. A pesar de eso me las arreglé para hacer la primaria, el secundario, ir a un colegio superior y formar mi propia empresa. Me va muy bien, pero me duele la cabeza constantemente. He visto a cientos de médicos, me han sacado centenares de radiografías y he gastado muchísimo dinero. Trataron de decirme que todo está en mi cabeza; eso ya lo sé, pero ellos no quisieron decirme eso sino que estoy loco. Finalmente, decidí venir a verlo porque usted es asesor psicológico de familias y la mía tiene bastantes dificultades. Espero que no me insulte. También he venido por otra razón: me doy cuenta de que me he vuelto drogadicto, ya que no puedo vivir sin la cocaína y el Perkodan». Le dejé contar toda su historia y después, para sorpresa suya, la resumí así: «Usted ha tenido este dolor de cabeza desde los siete años. Lo ha tenido diariamente. Por la noche se ha acostado con él y por la mañana se ha levantado con él. Lo tuvo el día de su boda, el día en que nació cada uno de sus hijos, el día en que cada hijo aprendió a caminar, el día en que cada uno ingresó en el jardín de infantes. ¿Es usted un empresario honesto? ¿De veras cree que es un empresario ético y honrado?». Se sorprendió bastante, y yo proseguí: «Hay varias clases de honestidad, aparte de la relacionada con el dinero y los objetos materiales. Usted me ha contado que ha venido reteniendo una jaqueca infantil durante años y años, la jaqueca de un niño de siete años. ¿Por qué demonios no deja que ese niño tenga su dolor de cabeza? ¿Qué hace un hombre adulto como usted, aferrándose durante treinta años a la jaqueca de un chiquillo?». Trató de darme una explicación, pero yo sólo podía entender que él había retenido una jaqueca infantil y hasta lo maldije de veras por eso. Era un empresario honesto. Debía defenderse en lo atinente a negocios y coincidir conmigo, pero es muy difícil concordar y discrepar al mismo tiempo. Debía admitir que era honesto en sus negocios, cosa importante para él. pero poner en un mismo nivel una formulación sobre la honradez comercial y la acusación

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de que está reteniendo la jaqueca de un niño. . . Es imposible equiparar ambas cosas. Y no tenía manera de refutármelo. Si lo hubiese planteado de otra forma, hablándole primero de sus negocios, mis comentarios sobre el dolor de cabeza no habrían sido eficaces. Es preciso comenzar de tal modo que les sea imposible contradecirnos. Se fue del consultorio muy enojado conmigo. Durante la cena notó que la cabeza no le dolía, pero sabía que le dolería al acostarse y que necesitaría su dosis de medicamentos; empero, ni le dolió ni necesitó su Perkodan. Claro que sabía que, al despertarse, la cabeza le dolería y buscaría ávidamente la droga pero, para su sorpresa, no sucedió así. Había venido a verme un 26 de febrero. El 17 de abril volvió para decirme con turbación y en tono de disculpa: « M e temo que usted tenía razón. Vivía aferrado a una jaqueca infantil. He esperado y esperado desde aquel primer día y ahora he decidido, finalmente, que no soy drogadicto ni tengo jaqueca». Le respondí: «Le llevó bastante tiempo decidir que no tenía dolor de cabeza: desde el 26 de febrero hasta hoy, 17 de abril. Tarda en aprender, ¿no le parece? Pero hay algo más. Usted dijo que su familia no era muy feliz. Dígame, ¿qué calamidad arrojó sobre su esposa, qué arpía hizo de ella y a cuántos de sus seis hijos ha hecho daño?». El hombre me contestó: «Mi hijo mayor no es muy dócil; la hermana que le sigue es demasiado gorda; después viene un muchacho de catorce años que todavía está en primer grado y llevamos gastados miles de dólares tratando de enseñarle a leer; el siguiente, otro varón, tiene la dicción confusa a causa de un labio leporino; los dos restantes son demasiado pequeños todavía como para mostrar cuánto daño han recibido». «Ahora que sabe todo el daño que ha hecho al aferrarse a una jaqueca infantil, y que yo puedo corregir su deshonestidad, lo mejor es que me envíe a su esposa y me deje corregirle parte del daño que le hizo. Dígale que traiga también a su hija gorda y al muchacho que está en primer grado», le indiqué. Pasé cuatro horas acusando a la mujer, en términos harto descorteses, de ser la peor arpía, insistiendo en que debía avergonzarse de sí misma. Aterrada; intentó defenderse pero yo seguí insultándola. Cuando sus hijos trataron de defenderla, le dije a la muchacha: «Vamos, párese y dése vuelta. ¿Cuántos años tiene y cuántos kilos pesa? ¿No se da cuenta de que parece la grupa do un caballo percherón?». La joven se marchó, furibunda. Volviéndome a su hermanó, le ordené: «Quiero que cuando llegues a casa tomes un diario y copies cien palabras de él, tomándolas al azar; no quiero palabras que vayan juntas, sino las que aparezcan en cien lugares distintos». Después le dije a la madre: «En cuanto a usted, señora, piense cómo ha cambiado: de una joven buena, dulce, bonita, se ha convertido en una fierecilla gritona, regañona y discútidora. Debería avergonzarse. Ya es bastante grande como para saber lo que debe hacer».

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