EL CANTA CUENTOS Antología de cuentos bolivianos

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EL CANTA CUENTOS

ANTOLOGÍA DE CUENTOS BOLIVIANOS


Primera Edición, enero 2022 © Aparapita Editorial Avenida Pando Nº 1859 esquina Fidel Anze, Cochabamba - Bolivia. Telfs. (591) 71439915 E-mail: chaman182@gmail.com

© J. Héctor Arnez F. - Compilador Ilustraciones: Diagramación:

Monika Mitkute J. Héctor Arnez F.


ÍNDICE CARRETERA Rodrigo Hasbún

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“FILHO DADA” Roberto Laserna

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EL TRIÁNGULO DE LA BERMÚDEZ Germán Araúz Crespo

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EL OJO Liliana Colanzi Serrate

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UN GATO CON APELLIDO Jaime Nisttahuz

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LA REINA DEL CAFÉ Gonzalo Lema

81

LA LETRA ENTRA CON SANGRE Víctor Montoya

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EL CORRESPONSAL Pablo Mendieta

109

LA ROSA NEGRA Graciela D. Ortuño Lazarte

29

VACACIONES FAMILIARES Gustavo Munckel

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MARIPOSAS NEGRAS René Rivera Miranda

33

TEMBLOR DEL CIELO José Edmundo Paz-Soldán Ávila

123

UNA NOCHE CON NERUDA Y ANNA NICOLE

RAPSODIA CASI TRISTE Carlos Rimassa

38

DEFORME Fabiola Morales Franco

43

EL LINCHAMIENTO DE EPIZANA Juan Claudio Lechín

133

LA TRISTE HISTORIA DE TRISTÓN Víctor Hugo Viscarra

54

TRANSMUTACIÓN Sandra Concepción Velasco

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JILAÑA Mauricio Rodríguez Medrano

63

EL VIAJE Isabel Mesa Gisbert

147

LA MÚSICA DEL SORDO Ramón Rocha Monroy

151

Homero Carvalho Oliva

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CARRETERA Rodrigo Hasbún

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Llevaba seis horas conduciendo cuando se le ocurrió, por primera vez en semanas, que quizá no sería bien recibido en la fiesta y al verlo todos recordarían algo, la visión o el relato de la visión de dos cuerpos desnudos, la visión o el relato del desastre del amor o de lo que en algún momento pudo serlo. Todo eso había sido hace mucho, en las postrimerías de la adolescencia. No se veían hace casi ocho años. En esos casi ocho años sin contacto –el primero, la invitación lujosa y fría de pocas semanas atrás-, la vida había seguido su rígida y agobiadora marcha silenciosa. Le faltaban unas tres horas para llegar, calculando el tiempo que demoraría en encontrar la iglesia. Quitó el disco que tenía puesto y apretó el buscador de estaciones. Hizo que se detuviera en una donde sonaba una cumbia. Sujetando con firmeza el volante, cerró los ojos y contó hasta diez. Los abrió. Volvió a cerrarlos. Contó hasta quince. Los abrió. Era un juego peligroso pero fascinante. Mientras más rápido, y en ese momento iba a más de cien, tanto mejor. Mientras más llena la carretera, mejor. ¿Qué le diría? ¿Qué sentiría viéndola? ¿El futuro marido habría tenido noticias de él? ¿Por qué lo invitaron? ¿Como señal de que el pasado ahora sí estaba muerto? ¿Lo estaba? ¿Cuánto pensó en ella en esos casi ocho años? ¿Por qué nunca intentó localizarla después de las primeras treinta o cuarenta tentativas frustradas por una familia decidida a no permitirlo? ¿Ella habría intentado? ¿Por qué nunca logró querer tanto a nadie más? ¿Ella pudo? ¿El futuro marido le haría recuerdo a él? Se acomodó el cabello. Porque se lo exigían en el trabajo, ahora lo llevaba corto. También le exigían ir de traje, todos los días menos los viernes. Lo hizo lavar, e hizo que le lustraran los mocasines, aprovechando el descanso. Demasiada preparación -curiosidad, ganas, necesidad- para empezar a pensar a esas alturas del viaje que quizá no sería bien recibido. Lo invitaron y tendrían que atenerse a las consecuencias. Probablemente no las habría. Sólo nostalgia. Sólo tristeza inofensiva. Buscó en la guantera la botellita de whisky que compró la noche anterior, mientras le llenaban el tanque. El primer sorbo, el primero en horas, descendió con ardor. Un hombre de voz ronca, presumiblemente dañada por años de cigarrillo, se puso a hablar en la radio. Saludó a todos los que aún estarían rondando la noche. Es aconsejable no volver, decía, sin explicarse bien, hablando más consigo mismo que con los posibles oyentes. Ya habrá años para eso. Y más años. Viejos lobos, para ustedes, esta canción. ¿Cómo sería el hombre físicamente? ¿Cuánto habría sufrido por una mujer que un día dejó de amarlo, porque empezó a amar a otro o porque se cansó de sus horarios, de su temperamento melancólico, de su afición al programa nocturno? Conducir le encantaba. Conducir de noche aún más. Las carreteras estaban vacías y uno podía distinguir fácilmente los otros coches, luces encendidas, el paisaje clausurado en la oscuridad. Su padre -madre al lado- había muerto conduciendo. Él era niño y no recordaba nada y tampoco creía que ésa fuera la causa de que le gustara tanto. Fue algo rápido. Un descuido, según se presupuso luego, y el camión abalanzándose sobre el pequeño Volkswagen modelo 63. Menos de dos segundos ajenos que definieron su vida. Menos de dos segundos, un accidente, cruzar la intersección sin fijarse que del otro lado venía alguien, que lo cambiaron todo para siempre. 3


Durante años se esforzó por imaginar los detalles mínimos, las causas secretas, cualquier indicio que le ayudara a entender el error. En ese tiempo también se empeñó en recobrar a sus padres. Forzando la memoria, ayudándola con fotografías. A excepción de una tarde en un balneario que no sabía dónde estaba y que tal vez ya no existía (un balneario que buscó infatigablemente hasta cumplir los dieciséis), y de un par de tardes en las que sus padres y él aparecían duchándose juntos, una familia entera y desnuda bajo agua tibia, lo demás se había perdido. Absolutamente todo. Incluso lo que vino inmediatamente después. El velorio con ataúdes cerrados, ocultando los restos de cuerpos desfigurados, irreconocibles. La caravana hacia el cementerio. El funeral donde debió hacer de personaje principal, huérfano reciente. En muchos momentos de su vida, más de los que cabía imaginar, deseó haber estado con ellos ese día. La pareja celebraba diez años de casados e iba de viaje a festejarlo. Él tenía sólo seis y lo dejaron donde tía Lucía, hermana menor de su madre. A partir de entonces nunca volvió a casa. Casa dejó de existir. Casa todavía no se había terminado de pagar y fue embargada. Casa fue derruida y construyeron en su lugar un edificio muy alto. Viejos lobos, ha habido atracos y disparos. Mujeres han perdido la virginidad. Han sido infieles por primera vez. Viejos lobos, el hombre comenzó a hablar encima de la canción, desordenado, indescifrable: en el horizonte empezaba a asomar la primera luz, varios han muerto en unas cuantas horas. La noche es un universo. Hemos sobrevivido. Podemos decir que hemos sobrevivido, guardó silencio durante dos o tres segundos, tosió, la canción disminuía de volumen. Ahí les va otra, dijo al fin, por las ganas de seguir vivos. Divisó una población. Cientos de lucecitas encendidas, aunque todos durmieran. No sabía el nombre. No se le ocurría cuál podía ser. No recordaba que a esa altura de la carretera hubiera una tan grande. Cogió la botella de whisky y bebió. Un batallón líquido abriéndose espacio, arañando, hiriendo. Fue acercándose. Estaba fascinado. ¿Habría hecho un mal desvío en algún momento? Acercó el coche a una cantina abierta, anunciada por un cartel enorme. Decidió bajarse, descansar. En los treinta pasos que dio hasta la puerta del lugar pudo darse cuenta que se trataba de un pueblo menos pobre que la mayoría de los anteriores, todos anclados al borde de la carretera. Había luces de neón y varios coches aparcados en las aceras desiertas. Había, también, lejos pero visible, una gasolinera inmensa. Se acomodó el traje y la camisa ligeramente arrugada. La cantina estaba vacía. Al fondo del mostrador una mujer dormía apoyada sobre sus brazos cruzados. Despertó con el sonido de la puerta y lo miró sin decir nada. Buenas noches, dijo él. Buen día. ¿Aún atienden? Algo en la mujer lo puso nervioso. Sus ojos. Era bizca. Gorda y bizca y posiblemente no había conseguido marido todavía. Posiblemente no había cogido aún. En unos cuarenta años, calculó, ni una sola vez. Nadie le habría sobado las tetas ni el culo jamás. Nadie le habría susurrado su deseo al oído. 4


En medio de esos pensamientos, inevitables -siempre encasillaba a los desconocidos imaginando sus vidas sexuales-, descubrió el cansancio de toda la noche, recibió la carga completa en una sola entrega. Mientras la mujer le respondía que sí, hosca, todavía un poco dormida, escogió una mesa que le permitiera ver el coche por la ventana. Pidió whisky. ¿Del bueno o del malo?, preguntó ella. Del bueno, dijo él. Le trajo una copa llena a medias y otra con cubos de hielo. No hubo sonrisas ni gestos de ningún tipo. Los ojos mirando cada uno a su lado lo desconcertaban. Siempre había sido así. La abuela Mercedes también era bizca. La abuela Mercedes había sido la que abrió la puerta del dormitorio, esa vez. La dueña de la visión y del relato de la visión. La que permitió que terminara de desencadenarse la tragedia. Dentro de unas horas me caso. Ella volvía callada a su sitio, desde donde lo miró, sorprendida de que le hablara. Con la chica a la que siempre he amado. Por eso voy tan bien vestido. ¿Aquí?, preguntó, desinteresada. Voy de paso. De hecho, ¿dónde estamos? La gorda respondió. No era un nombre familiar. No era un nombre que le recordara nada. Le preguntó por la carretera. Era la que pensaba: le hacían falta dos horas y media más de viaje. Dejó de hablarle. Se distrajo con el whisky. Mirando hacia fuera. Siempre le gustaron las ventanas. Mirar hacia fuera, por más convulsionado que estuviera, lo dotaba de una serena sensación de paz. Una especie de alivio expansivo que nacía en el pecho y llegaba a todas partes, al cuerpo entero, a las extremidades, adormeciendo, sosegando. Podía pasarse horas así. Lo había hecho mucho. Durante los años de colegio y, sobre todo, en el semestre y medio que soportó de universidad. Su padre tampoco había estudiado y se las arregló bastante bien. El mundo, más que de profesionales necesitaba de los otros, gente que estuviera dispuesta a hacerlo todo y a cobrar menos de lo estipulado. Él llevaba seis años trabajando en la misma empresa, desde los dieciocho. Empezó con los encargos y poco a poco fue ascendiendo. Ahora atendía uno de los cubículos y, con frecuencia, por el trato amable que recibía de su jefe, pensaba que lo hacía aún mejor que los demás, profesionales todos. No es que fuera más inteligente que ninguno de ellos (no había trabado amistad con nadie): simplemente se encontraba en condiciones de dedicarle al trabajo más tiempo del requerido. A veces, por ejemplo, cuando no podía dormir, llegaba a la oficina dos o tres horas antes que sus compañeros, sin recibir nada a cambio, y también decidía quedarse hasta después de la hora de salida, aunque no necesariamente a trabajar. Tenía la ventana y algún trago en la gaveta y el lugar le resultaba grato para hacerse preguntas e intentar responderlas. Lo que más lo ocupó los últimos meses, antes de que le llegara la invitación, era su propia adolescencia y juventud y los cambios que se suscitaron repentinamente. ¿Por qué fue tan inquieto durante tanto tiempo? ¿Adónde se fue esa inquietud? ¿Pudo desaparecer realmente, esfumarse sin dejar rastros o dejando lo contrario, un letargo continuo, esas ganas de estarse quieto, de no conocer gente, de evitar 5


el mínimo esfuerzo? ¿Qué lo impulsaba a orinar en la mayonesa de los kioscos de sus innumerables colegios y de la cafetería de la universidad? ¿Qué lo llevaba a mojar los rollos de papel higiénico para luego arrojarlos al techo de los lavabos? ¿Qué hacía que en todos los partidos de fútbol terminara peleando a puñetes con jugadores del otro equipo, con jugadores del suyo propio o con el árbitro? Tía Lucía, tío Mario y la abuela Mercedes fueron siempre comprensivos. Amenazaban con trasladarlo a un orfanato, a un seminario de curas, al campo, pero nunca lo hacían. A lo mejor ése fue el problema. Y Ana, que siempre intercedía a su favor. De regreso en el auto, acelerando a fondo, recordó los primeros años en su nueva casa, acompañado de su nueva familia. Esos recuerdos no se le aparecían claros ni evidentes, pero al menos estaban. Eran buenos recuerdos. Recuerdos felices. Llenos de ella. A pesar de todo, a pesar de que él estuviera atravesando una etapa demasiado revoltosa, Ana era la que lo había decidido siempre todo. La que iba primero. La que volvía hace mucho. El hombre de la voz ronca ya no estaba en la radio. La apagó y terminó el whisky de la botellita, menos bueno que el del bar. Se sintió un poco mareado y feliz. Por haber llegado a los recuerdos. Por haber llegado a la Ana de ese tiempo. ¿Soportaría verla ahora, más vieja, más agobiada por la vida? ¿Soportaría no verla? ¿No llegar a la fiesta? ¿Desviarse? ¿Volver? Te voy a mostrar algo, le dijo un día, tendría nueve o diez años, él once meses más. ¿Qué es?, preguntó. Una película, dijo ella. Quizá ése había sido el principio de todo. No era seguro, pero quizá. La culpa, entonces, si fuera posible ubicarla, si existiera de verdad, la habría tenido tío Mario. Eran las tres de la tarde y los dos, como casi siempre en esa época, estaban solos en casa. La abuela Mercedes aún acompañaba a tía Lucía al trabajo y ese día la criada no iba a limpiar. Se sentó delante del mueble de la televisión. Ana terminó de poner el video y se sentó a su lado. No sabía qué esperar, pero sospechaba, por la sonrisa y por el tono, que se trataba de una de esas cosas que no deben hacerse. Aparecieron los créditos. Luego aparecieron una mujer y su médico, en el consultorio de él, conversando. Comparadas con las filmaciones que solían pasar en la televisión o en el cine, ésta no era muy buena. Tengo que revisarla, decía el médico. Ella se desvestía entera y se echaba sobre la camilla. Sin que el médico se lo pidiera, abría las piernas y empezaba a acariciarse a sí misma, la vagina, las tetas. Sintió nervios. Una sensación extraña en el estómago y un entumecimiento en los brazos. Hubiera preferido no seguir viendo pero le dio vergüenza decirlo. Ana sonreía y miraba la televisión y lo miraba. Se notaba que ya había visto la película. Cerró los ojos. Negro por diez segundos y luego paisaje, negro y la velocidad por quince segundos y luego paisaje. Abrir y cerrar los ojos, conduciendo. Sentir vértigo, adrenalina. Jugar con la muerte. Provocarla. Decirle que no se le tiene miedo, que se está preparado, que no es tan terrible como se nos ha hecho creer. Negro por veinte segundos y luego el coche desviándose y tomar el control y paisaje. Cada vez menos árido. Paisaje con casas pobres. Paisaje con casas no tan pobres. Paisaje con edificios a medio construir, plazuelas de tierra, basurales. Paisaje con gente empezando a funcionar, hombres y mujeres abriendo tiendas, las puertas de sus casas. Paisaje con ciudad. 6


Eran las nueve y cuarto cuando llegó, luego de más de nueve horas de viaje. En la invitación constató la dirección. Encontró la iglesia al primer intento. Faltaba aún más de media hora para que empezara la misa. Estacionó el coche y fue en busca de algún bar. Encontró una cafetería. Pidió whisky y le respondieron que sólo tenían cerveza. Aceptó y después de algunos minutos pidió una más (me caso dentro de media hora, le dijo al mesero, un muchacho muy delgado y joven). Estaba nervioso. Tenía miedo. Quería llegar unos minutos tarde, una vez iniciada la misa. Necesitaba decidir cómo se comportaría. Cómo saludaría a Ana y a tía Lucia y tío Mario. Qué les contaría de su vida. Cómo insinuaría que se había enterado demasiado tarde del fallecimiento de la abuela Mercedes, semanas o meses después de que sucediera, y había llorado durante varias noches seguidas, por no haber estado ahí, por no haberlo sabido mientras sucedía. Cómo insinuaría que los echaba de menos y seguía agradeciéndoles los años de cuidados y cariño. Cómo les haría saber que había cambiado, que se tranquilizó, que asumía la invitación como una señal de reconciliación, estaba muy feliz, ya podrían recuperar los años perdidos. Quería ordenar sus ideas antes de ponerse de pie, salir de la cafetería, cruzar la calle y llegar a la iglesia. Imaginarlo todo antes de vivirlo. Que Ana estaba embarazada no lo habría imaginado jamás. Fue lo primero que notó, el vientre ligeramente abultado. Que tío Mario estuviera tan demacrado tampoco. Sentado en uno de los bancos del fondo de la iglesia, la misa retrasada más de lo habitual, se puso de pie para verlos entrar. Todos, también de pie, se emocionaron y aplaudieron. Apareció el novio con su madre. Era alto y fornido y su rostro, de rasgos aún infantiles, no se correspondía demasiado con el cuerpo. Llegó donde Ana, cubierta por un velo, y se sonrieron. Le acarició el brazo después de saludar a tío Mario con un apretón de manos. El sacerdote –de sexualidad dudosa, pensó, mirándolo fijamente: ¿en qué grupo lo pondría?, ¿en el de los onanistas compulsivos o en el de los homosexuales aquejados de remordimientos y culpa, pero sólo después de coger?- hizo la señal de la cruz y todos los demás, al mismo tiempo, también la hicieron. Luego se sentaron a oírlo. Como le sucedía durante los años en que lo obligaron a ir a la iglesia, y como suponía que les sucedía a todos, se distrajo pronto. Buscó a tía Lucía. Estaba sentada en el primer banco de la fila de al lado. Sólo alcanzaba a ver parte del perfil, las arrugas del cuello, el cabello en un sofisticado peinado empezando a encanecer. Hay un momento preciso en la vida de todos, pensó, pero tal vez ya lo había pensado antes, cruzando la plaza principal de su ciudad, de la que adoptó como su ciudad después de que la familia lo expulsara, atestada de ancianos que ya no saben qué hacer con sus vidas, valerosos ciudadanos combatientes durante años en guerras finalmente perdidas y ahora incapaces de llevarse una cuchara a la boca, en el que se inicia la caída, un estrepitoso descenso. Es un momento preciso, localizable, y se dio cuenta que tía Lucía y tío Mario lo habían atravesado ya. Se les notaba. No podía no notárseles. ¿La muerte del único progenitor que quedaba? ¿La desaparición definitiva de los padres, que obliga a sustituirlos, ocupar sus espacios, dar un paso adelante en la fila? ¿Enfermedades, problemas económicos, falta de entendimiento? ¿Otras pérdidas, depresión? ¿Un amor conyugal tambaleante y dudoso? 7


A momentos dejaba de sentirse en control de sus pensamientos. Dos niños se sentaron en su banco. Hablaban entre sí al oído. Reían. Eso lo distrajo. Quería distraerse. Reconoció a algunos tíos y primos, incluso saludó de lejos a una conocida. No se sentía observado ni enfrentado por nadie. Todos empezaron a atender la ceremonia cuando el cura dejó de hablar. Ana, una mujer vestida de blanco, igual de hermosa que siempre, casi una niña disfrazada de mujer, una niña jugando a que se casa y tiene hijos y crece, leía las frases a las que el novio diría que sí. El novio decía que sí. Se le nublaron los ojos. Sintió ganas de llorar. La vio en cientos de fotografías mentales, sonriendo. Ana sentada a su lado esa tarde en que vieron la primera película. Ana sentada a su lado en muchas tardes parecidas. Ana en plazuelas y calles, en heladerías, en cines antiguos y centros comerciales recién construidos. En el patio, en la piscina, en la ducha. En el juego y la curiosidad permanente, de todos los días, a toda hora. ¿Quieres que lo intentemos?, preguntó meses después, una vez agotada la colección de tío Mario. Él ni siquiera sabía si podría. No respondió. Era de noche y sus padres habían salido a una fiesta y la abuela Mercedes veía una telenovela en su dormitorio. Estaban en la sala, sentados en el sillón. Guardo esto y vuelvo, dijo Ana, sacando la cinta del equipo. Fue al escritorio y regresó muy pronto. Lo tomó de la mano y lo llevó al baño. Cerró la puerta. ¿Te gustan más?, preguntó. Sí, dijo él, ¿a ti? Sí, cada vez más. Siento algo raro, ¿tú? Sí. Luego se puso de rodillas y le abrió el pantalón, tomó su pene entre las manos, lo metió en la boca. Sentado en uno de los bancos del fondo de la iglesia, atrás, donde podía pasar desapercibido, seguía creyendo que ése, el primero, en la boca de Ana, fue el orgasmo más placentero de su vida. Al día siguiente, a la vuelta del colegio, hicieron el amor en su cuarto, ella debajo. Le costó entrar, más de lo que les costaba a los hombres de las películas, pero finalmente lo logró. Terminó mucho más pronto que los hombres de las películas. Ana no había gemido. Le preguntó si le gustó. Respondió que sí. Se acomodaron la ropa y volvieron a la sala. Hacer el amor se hizo rutina. Todas las tardes, de lunes a viernes, en algún dormitorio o en el cuarto de trastos. Empezaron a mejorar. A convertirse en buenos amantes. En grandes amantes. En amantes tan hábiles como los de las películas. La aventura duró unos tres años antes de comenzar a estropearse, antes de que él perdiera la perspectiva e insinuara la posibilidad de fugarse juntos a un país lejano, en el que nadie supiera que eran primos. Ella lo adoraba pero la inquietó su confusión. Nunca se había tratado de eso. Nunca se había tratado de nada. Sólo de jugar. De pasarla bien juntos. De quererse inofensivamente y sin futuro. De ayudarse el uno al otro a descubrir las minucias del placer sexual. Era mucho, pero nada más. A él le costó asumirlo y en esa época acentuó sus travesuras colegiales, el asunto de la mayonesa y el orín, el de los rollos de papel higiénico sumergidos en agua y luego arrojados al techo, el de los dibujos obscenos en las paredes de los pasillos y algunos otros, que en varias ocasiones le significaron expulsiones inmediatas. Ella, para evidenciar la distancia, para asentarla, para ayudar a que su primo 8


asumiera la situación, cogió con varios compañeros e invariablemente le contó, pero de buena manera, acariciándole el cabello, diciéndole que ninguno sabía hacerlo como él, que todos eyaculaban en segundos, y prometiéndole siempre esa complicidad a prueba de balas. Era una complicidad verdadera. Ella nunca contaba a nadie todo lo que le contaba. Siempre salía en su defensa ante las amenazas de tío Mario y tía Lucía. Se preocupaba por él y le hacía preguntas. Cuando lo veía triste se acercaba y le daba un beso en la mejilla y se sentaba a su lado y se quedaba callada, esperando que dijera algo, pero sólo si quería. Era la única amiga que había tenido. Salían a menudo. A todas partes. Y cogían mucho y seguían jugando a imitar a los personajes de las películas, todas las maneras en que esos personajes se daban placer. A veces hablaban del futuro. Ninguno quería llegar. Ahora estaban ahí. En una iglesia donde ella contraía matrimonio y él la veía por primera vez después de años. Hizo fila para acercarse a sus tíos, en el patio de la iglesia. Las palmas de la mano le sudaban, el corazón palpitaba más rápido. Tío Mario no terminó de reconocerlo. No sólo estaba demacrado sino que además parecía enfermo, de la cabeza. Como si hubiera perdido las facultades más elementales. Tío Mario, dijo, y estiró la mano. Tía Lucía, a su lado, no sabía qué decir. Toñito, has venido. Quiso abrazarla pero sólo se animó a darle un beso en la mejilla, breve, frío a pesar suyo. Tal vez estaría sorprendida por el pelo corto, el traje, la huella de los años. Varias personas esperaban detrás. Volvió a dirigirse a su tío. Soy Antonio, dijo. El hombre sonrió y respondió apenas, muchas gracias. Tía Lucía preguntó si iría a la fiesta. Sí. Puedes ir en nuestro coche, Toñito, si quieres. Traje el mío, gracias. La fiesta será en casa. Sí. Se fue a un costado del patio para no molestar. Desde ahí buscó a los novios. Estaban al otro lado, rodeados de gente. Se sintió cansado. Un cansancio que no se debía a la situación ni a la noche en la carretera, sino más bien a haber seguido siendo él mismo durante tanto tiempo. Como si un capítulo de su vida -el capítulo más importante- estuviera cerrándose al fin en ese momento. Y sintió que quizá lo mismo podía estar sucediéndoles a sus tíos y a Ana, aunque lo más seguro era que no, que sólo a él. El día que la abuela Mercedes los descubrió en el dormitorio, pensó, ella desnuda, atada a una silla, los ojos cubiertos, el culo al aire, enrojecido, él azotándole las nalgas con las palmas abiertas, no había concluido nada, aunque durante mucho tiempo creyeran que sí. Ocho años después se cerraban recién la historia y la desventura. De nuevo empezó a lagrimear. Se restregaba los ojos con la manga del traje cuando Ana lo saludó, tomándolo por sorpresa. Has venido, le dijo. Se quedó callado, mirándola. Pasaron horas o más probablemente dos o tres segundos. ¿Ya sabes qué será?, le preguntó él, señalando el vientre. Será mujercita. Sonrió. Me alegra que estés acá, Toño. ¿También vas a la fiesta? Sí. Es en casa. Sí. ¿Estás bien? ¿Has estado bebiendo? No. Carraspeó. Gracias por invitarme. No hubo más palabras. Ella se dio la vuelta y volvió donde su marido. Tío Mario y tía Lucía, y los padres de él, seguían rodeados de gente. Iría a la fiesta y recorrería la casa en la que había crecido, la sala, la cocina, el dormitorio de la abuela 9


Mercedes que tal vez ocuparía la nueva miembro de la familia, si pensaban quedarse a vivir ahí, con los que serían flamantes abuelos. En algún momento entraría a su cuarto, se echaría sobre la cama, rememoraría la vida anterior. Luego regresaría al jardín, donde seguramente estarían acomodadas las mesas. Hablaría con tío Mario. Le contaría sobre el viaje, sobre ese pueblo fantasma que no había visto nunca antes, sobre la mujer que lo atendió. Tío Mario no respondería. A lo sumo diría muchas gracias. Seguirían bebiendo y en algún momento se animaría a abrazarlo y también abrazaría a tía Lucía y a Ana y al marido de Ana. Sería una tarde feliz. Salió de la iglesia. Caminó algunos metros y cruzó la calle. Entró en la misma cafetería de hace un rato y pidió una cerveza. ¿Qué tal el matrimonio? El muchacho estaba parado al lado de la mesa, anotando la orden. Le respondió con un gesto que podía significar cualquier cosa, buena o mala o las dos. Yo también me casé en esta iglesia. ¿Estás casado?, preguntó él, sorprendido. Sí señor, sino no estaría aquí, atendiéndolo un sábado por la mañana. ¿Tienes hijos? Dos caballeritos muy saludables. Pensó en decirle que los quisiera mucho, que se cuidara de no decepcionarlos jamás, de ninguna forma, pero se quedó callado. Por el ventanal vio a la gente empezando a salir de la iglesia. Ahora mismo le traigo su cerveza, dijo el mesero, y se dio la vuelta y desapareció.

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Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. En 2002 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz de la Sierra. Es autor de El lugar del cuerpo publicado en 2007. Ha publicado el libro de cuentos Cinco. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogota39. En 2011 publicó Los días más felices, su segundo libro de cuentos.

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EL TRIÁNGULO DE LA BERMÚDEZ Germán Araúz Crespo

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Refiere a una sola braga elegante que puede asegurar el futuro Cantango por dentro (Julio de la Vega) Fue como una aparición. Quienes no se habían percatado de su ingreso al salón, lo hicieron avisados por la fragancia a hembra que desparramaba a su paso. Sus caderas danzaban entre los escritorios como si en ellas llevara todo el ritmo del universo, sus ojos concentraban una expresión de niña que engarzaba plenamente con sus dos tetas firmes y respingonas y su pelo caía libre sobre la espalda que confluía armoniosamente en los hemisferios de dos nalgas suculentas. Sesenta pares de ojos seguimos en silencio su paso hacia el fondo, donde se levanta la mampara de vidrio que separa al departamento de Auditoría del resto de Administración. La precedía el jefe de Recursos Humanos que, consciente de la conmoción que aquella presencia causaba, había adoptado un paso solemne, casi marcial, aunque sin poder evitar una sonrisa levemente sardónica. Sesenta mortales nos arremolinamos en torno a Auditoría solo para convencernos de que aquello no era un espejismo, una burla del destino. Sin embargo, la amenaza de una multa nos obligó a retornar a nuestros escritorios. La incorporación de Teresa Bermúdez como secretaria de Auditoría había alterado definitivamente la rutina en el Instituto. Desde el abismo que abrió en nuestra relación con el personal femenino, hasta las nuevas pautas que su presencia impuso en el trabajo. Para comenzar, el departamento de Auditoría se convirtió, para los funcionarios varones, en una suerte de centro del universo, sin contar a quienes llegábamos diez minutos antes solo para verla marcar su tarjeta con ese aire, mezcla de presunción y desamparo. A lo largo de cada jornada, concentrábamos nuestro esfuerzo en la invención de razones válidas que nos permitieran visitar esas oficinas para –aunque más no sea– recibir la dulce caricia de una mirada de aquel ángel que, según afirmaba el supervisor de Estadística, no llevaba alas solo para permitirnos la gloria de contemplar un culo celestial. Esta situación, sin embargo, no se prolongó demasiado. Un viernes fatídico, al final de la jornada, luego de marcar su tarjeta e iluminar nuestros sueños con una sonrisa, la secretaria de Auditoría se colgó del brazo del auditor júnior y, como si estuvieran dispuestos a fundirse uno en el otro, abandonaron juntos la oficina. La jefa de Estadística arriesgó una opinión que ninguno de nosotros quiso admitir: hacían bonita pareja. Al decir de la otoñal secretaria de Personal, el aludido tenía una expresión soñadora que conciliaba la dulce mirada de Our Man Flint y la sonrisa levemente cínica de ClarK Gable. Alto y delgado, aplicado y eficiente, el joven funcionario reunía todas las cualidades para disfrutar de la alta consideración de sus superiores. Pero a partir de aquel viernes negro, su suerte sufrió un vuelco. Lo supimos cuando, el siguiente lunes, al saludar a su jefe con un atento “¡qué tal Licen!”, este apartó violentamente su atención del diario que leía como si alguien le hubiera clavado un alfiler en las nalgas. Fulminándolo a través de sus impenetrables lentes negros y elevando la voz como para que lo sintonice todo el país, respondió cortante: “¡Hoy quiero los kárdex de Almacenes al día!”. Desde aquel momento, el auditor junior vio cómo sus obligaciones se multiplicaban al punto que no volvimos a verlo marcando la salida como era norma, a las 19.00, ya sea 13


porque quince minutos antes le instruían un arqueo de caja o porque tenía que conciliar cifras en algún trasnochado informe de Contabilidad. Al principio, en ejemplar actitud, la Bermúdez se quedaba para ayudar a su joven romeo. Pero aquel gesto solo sirvió para cosechar frutos amargos. Cuanto más conmovedora era la solidaridad de su novia, más pesados y absurdos eran los trabajos encomendados al infortunado. Y eso, hay que admitirlo, cansa a cualquiera. Consecuentemente, el trato de la secretaria con su jefe se fue suavizando, en tanto el auditor junior ya mostraba en la mirada un no sé qué de envejecimiento prematuro. Cuando recibió el memorándum que le agradecía los servicios prestados a la institución, Teresa Bermúdez, su novia, ya coqueteaba abiertamente con su propio jefe. Pocos días después, la secretaria de Auditoría abandonaba la oficina colgada del brazo de su jefe. Al día siguiente, eran varias las voces que recordaban que el auditor ya ocupaba un cargo expectante en el instituto durante las dictaduras. Ese fue el primer aviso. El segundo llegó cuando, al pretender compartir un café con el gerente financiero en el despacho de este, el jefe de Auditoría fue detenido por la secretaria de Gerencia quien le anunció que “por instrucciones del señor gerente, cualquier contacto entre ambos despachos debe seguir los canales orgánicos establecidos”. Desde aquel día, la secretaria Bermúdez se erigió en el único nexo entre Auditoría y Gerencia. Esto, empero, no fue óbice para que las solicitudes e informes del departamento de Auditoría fueran rechazados en forma sistemática y un arqueo de caja instruido por el jefe de esa dependencia fuera desautorizado –personalmente– por el mismo gerente. Los lentes oscuros deambulaban angustiados por el instituto. La barca hacía aguas por todo lado. -Esas gafas negras fueron vistas en el asalto a la central obrera durante el narcogolpe. – ¡No puede ser! Si él mismo organizó la célula de jóvenes profesionales de nuestro partido. – Será por eso que nuestro partido está repleto de paramilitares. Los rumores eran persistentes. Sin embargo, para el auditor en jefe, todos aquellos amargos trascendidos parecían ser compensados por el gozo de pavonear prendido del brazo de su secretaria y, si bien su estatura no sobrepasaba la línea de los pezones de su ángel guardián, ni siquiera los anteojos negros eran capaces de disimular tanto orgullo. La situación del jefe de Auditoría empeoraba día que pasaba, al punto que incluso los cajeros lo saludaban como si se tratara de un cadáver. Al contrario, la suerte de su secretaria mejoraba minuto a minuto. Luciendo a la moda había adquirido una nueva afición por las joyas, las que eran dócilmente canceladas por su jefe, aun cuando su presencia en Gerencia Financiera era requerida con frecuencia cada vez mayor y las reuniones realizadas en ese despacho se prolongaban conforme pasaban los días. La caída fue casual, aunque estrepitosa. Por un lamentable error, la propia secretaria de Auditoría había entrepapelado una carta personal dirigida a su jefe con el informe mensual del estado de cuentas a Gerencia Financiera. En aquella misiva, el dueño de la empresa consultora, ganadora de la licitación a la auditoría externa del instituto, agradecía al auditor en jefe su “invaluable colaboración” en el concurso y lo citaba a las oficinas de su empresa a fin de saldarle la suma comprometida. La amenaza de un juicio administrativo y la suspensión llegaron de inmediato. Tres días después, mientras ayudaba a su ex jefe 14


a desocupar el escritorio que pasaría a manos del nuevo auditor, la Bermúdez recibió un memorándum anunciándole que, dado su eficaz espíritu de colaboración, era promovida al cargo de secretaria de Gerencia Financiera. Hombre de austeras costumbres, bordeando el ascetismo; bebedor de agua mineral e inveterado vegetariano, el gerente y su flamante secretaria no eran precisamente lo que se dice almas afines. Por eso extrañó que, a tres días de haber sido posesionada la Bermúdez en su nuevo cargo, el joven ejecutivo apareciera con evidentes signos de haber ingerido alcohol hasta un par de horas antes. Todo permitía suponer que el hombre comenzaba a alterar sus costumbres. Lo confirmamos tiempo después, cuando recibió la visita de su esposa. Gritos en el despacho nos hicieron saber que hacían cinco días que el señor gerente no llegaba a su hogar. Parece que aquella doble vida produjo en el jefe financiero una intensa sed. No resultaba raro verlo pasear las oficinas algo pasadito en copas y era evidente que bebía en su propio despacho. En cambio, la situación de su secretaria mejoraba a ojos vista. Radiante hasta la ingenuidad, nos hizo conocer de la compra de un departamento de lujo en un nuevo edificio de la zona sur. Coincidentemente, un matutino local publicaba una denuncia de malversación de fondos en el Instituto. El director ejecutivo, funcionario inaccesible si los hay, bajó en persona a Gerencia a fin de requerir algunas explicaciones en torno a la anomalía denunciada. Fue cuando conoció a la Bermúdez. Desde entonces, se veía al director por el área económica cinco o seis veces al día. El primer choque entre ambos ejecutivos fue cuando la secretaria de Gerencia fue llamada, con carácter de urgencia, a Dirección Ejecutiva. Diez minutos más tarde, el señor gerente –en estado inconveniente– irrumpía violentamente en el despacho del director. El incidente tendría serias consecuencias pues, si bien el director ejecutivo era diputado de uno de los partidos de la coalición oficialista, el señor gerente era pariente cercano de la primera dama de la nación. El resultado del incidente estaba a la vista. El partido del director ejecutivo solicitó públicamente su inmediato retorno a “las sagradas tareas para las que había sido elegido por mandato popular”. Dos semanas después, el gerente financiero –recientemente promovido a Director Ejecutivo– se rodaba las gradas en el instituto, lo que le provocó una seria lesión cerebral que lo mantuvo en estado de coma hasta su deceso. De acuerdo a algunos trascendidos, el momento de caer estaba en evidente estado de ebriedad. Esa misma mañana, la secretaria Bermúdez había recibido una invitación para ocupar el puesto de secretaria en la Comisión de Prevención y Lucha contra el Tráfico de Drogas del Parlamento Nacional, de la que el ex director ejecutivo había sido nominado presidente. De esa manera, la Bermúdez abandonó definitivamente el Instituto. No pasaron seis meses cuando el ex director del Instituto, diputado nacional en ejercicio y, a la sazón, jefe directo de Teresa Bermúdez, tuvo que solicitar licencia indefinida en el Parlamento al comprobarse sus vínculos con peces gordos del narcotráfico. Coincidentemente, su colaboradora había sido promovida como secretaria privada del presidente de la Cámara de Diputados quien, pocos meses después, fue denunciado por tráfico de influencias. A fin de evitar traumas que afecten nuestro proceso democrático, 15


el supremo gobierno optó por encargarle una delicada misión diplomática en Medio Oriente. Allí perdimos todo rastro de la Teresa Bermúdez. Hasta ayer, cuando la prensa local la mencionó como nueva responsable del manejo económico en la próxima campaña electoral de uno de los partidos de la coalición oficialista. Extraño privilegio el nuestro: saber, a un año de las próximas elecciones, quién será el perdedor. Cuento publicado en el libro «Nadie supo finalmente», Cuentos reunidos.

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Germán Araúz Crespo, nació en la ciudad de La Paz, Bolivia, el año de 1941.- Escritor y periodista. Trabajó como editor cultural en varios medios impresos como ‘El Día’ de Santa Cruz y ‘La Razón’ de La Paz. Sus primeros cuentos fueron publicados en la antología ‘Taller de cuento nuevo’ (SC, 1986). También fue editor de ‘Pegatina’, suplemento literario del semanario ‘Aquí’ (1991). Colaborador de la revista de cuento ‘Correveidile’. Mauricio Souza en el prólogo al libro del autor anotó: «Los textos de Araúz pisan diversos espacios: los territorios de lo grotesco urbano, cierta realidad rural chaqueña, el universo de los niños. En casi todas esas exploraciones se mantuvo fiel a una constante: el humor corrosivo. Además, no es impertinente apuntar que es un cuentista apegado a las sorpresas: remata por lo general sus cuentos apelando a cartas de la manga, que no sólo sorprenden al lector sino que ayudan a dirigir sus relatos hacia el absurdo. El del mundo». Su primer trabajo en el periodismo fue como corrector en El Diario. El olor a plomo del linotipo quedó para siempre en su memoria como un momento de profunda impresión. Posteriormente, trabajo en el Consejo Nacional de Vivienda, al menos durante una década y como administrador de esta institución se mudó a Santa Cruz. La cultura y la narrativa. En la capital, en los años de 1980, se dio modos para escribir en revistas y ser redactor de “El Mundo”. La dedicación y la calidad de su trabajo pronto fueron reconocidas; tiempo después se convirtió en editor general y cultural del periódico “El Día” antes de ser jefe de información de “El Deber”. Por aquellos años asistió a un taller de literatura organizado por el poeta y escritor Lic. Jorge Suárez, quien “al leer Crónica secreta de la guerra del Pacífico”, quedo subyugado, tanto que lo incluyo en la publicación “Taller del cuento nuevo (1986)”, raíz del momento literario que sigue vigente en Santa Cruz”. A partir de entonces, la obra narrativa de Araúz fue publicada en antologías en Bolivia, Suecia, Croacia, México y Estados Unidos, además de revistas como Jiwaki. En los años 90 regresó a La Paz para trabajar como editor de cultura en “La Razón”. Posteriormente, trabajó en “La Prensa”, “Presencia” y semanarios “Pulso” y “Aquí”, además de escribir columnas firmadas con el seudónimo Machi Mirón. 17


UN GATO CON APELLIDO Jaime Nisttahuz

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Era la época de Elvis Presley. Cada época crea sus ídolos y héroes, también sus imitadores. En el barrio teníamos nuestro Elvis. Aunque de quinta. Ramirito nunca acabó de convencernos. El pobre, acompañándose con el disco e inventándose una guitarra en su fonomímica, apenas nos hacía sonreír. No faltaban obviamente las pazguatas que se le arrimaban. Yo, que sólo me animaba a imitar a una pared y que no tenía ni siquiera la nariz respingada… a cagar. No recuerdo quién trajo a una de nuestras fiestas a la parejita de amigos: Ricardo Carrillo y Ademar Toro. Ricardo tenía ojos verdes. Quería que lo llamáramos Ricky. Nosotros lo llamábamos gato. Gato y Toro. Toribio para los amigos, dijo Ademar. En la primera fiesta a la que los invitamos, Ricardo pidió la guitarra a su compañero, y se despachó en un inglés verosímil, una canción del inefable Elvis. A pesar de su voz gangosa, la cosa estuvo bien. El primero en aplaudir fue nuestro Ramirito. Posteriormente me enteré que el toro le hacía aprender de memoria al gato las letras en inglés, porque el animal se pateaba las orejas en ese idioma. Y la parejita comenzó a birlarnos las chicas. Como yo no pasaba de ser confundido con la pared, no tenía mayor pena. Los bichos se disputaban a nuestra Clarita. La chica más atractiva del barrio. Como entonces los viejos embromaban más de la cuenta con prejuicios y convencionalismos, las mujeres se desenvolvían más limitadamente. Quiero creer que sólo la tuvieron para bailar, caminar junto a ella, besarla y presumir. Clarita era demasiado lista y arisca para entregarse a un rocanrolero, quiero creer. A los pocos días, vimos a don gato con doña María Cristina tomados de la mano, mirándose como borregos. Él le decía Mary, a la pequeña y vivaracha mujercita, cuyo poder estaba en su coquetería. El rocanrolero podía estar cantando de lo mejor, pero la petisa igualito, igualito lo hacía andar de bragueta, Quizá le hacía asumir al pie de la letra la canción: María Cristina me quiere gobernar/ y yo le sigo le sigo la corriente… Grabaron un disco con Ademar y otros muchachos. Mary lo seguía templando. El gato estaba que se arañaba. Le ha debido dar ch’eqe ch’eqe para imbecilizarlo, dijeron. Que el hombre sufría por ella, me consta. Una noche que lo acompañamos a buscarla con tragos, como no la encontramos, proseguimos la farra en la misma calle, esperándola. Sospecho que estaba ahí, pero le gustaba manejar al gato apretándole las bolas. El gato maullaba, sentado en la acera: —Sufro. Sufro mucho. Sufro. Mierda de mujer. Y Elvis todavía se encontraba vivo. 19


—No seas cojudo. Está bien que sufras por una mujer que vale la pena, no por una pendeja. Puedes ser un buen cantante. Y se te van a arrimar otras mujeres… —Pero no como mi enanita. —No pues, no. Las cojudezas no se repiten. Canta más bien una de Elvis. Se incorporó, barrió las lágrimas, bajando las manos por su cara. No le dije respira profundo. Y comenzó a cantar: It’s now or never… Y el gato se cansó de comerse a Marycita, o se dio cuenta que la enana estaba abusando de él, y la dejó. No sé si cometí un error al aconsejarle que la dejara, diciéndole que era una pendeja. Nunca la vi con otros. Desde entonces sé que solamente la mitad de lo que me aconsejan puede servir. Debo apuntar hacia donde apunta mi corazón, aunque termine perdiendo. Mary nunca se casó. Vive con unos bonitos perros, y ha hecho construir una casa sobre los cuartos donde tiroteaba con el gato. Lugares inolvidables seguramente para ella. Al poco tiempo, nos enteramos que don Toribio y don gato enamoraban con dos hermanas, más o menos feítas, pero con dinero. —Tu chica es fea —le dijo un amigo —Es bella. Tú no sabes —respondió. —Otra cosa es que tú la ves bella. Por algo dicen que el amor es ciego. Me contaron que el gato golpeó al amigo, por intentar quitarle la venda de los ojos. Al que se encuentra feliz viviendo ofuscado, debemos decirle la verdad. Pero si insiste, hay que dejar que se joda. La estupidez no tiene remedio. Los padres de las feítas, nada convencidos de los enamorados, y pensando en mejores transacciones, se las llevaron a Cochabamba. Contraproducente idea. Los galanes viajaban como podían a ver a sus amadas. Y lograron casarse. Y cada animal tuvo que caminar por su cuenta y riesgo. El toro terminó de estudiar auditoría. El gato siguió cantando. Vinieron otras modas. Como buenos concuñados, pusieron una discoteca. Cuando fui, la discoteca ya no era de ellos. Me dieron la dirección del toro. Comimos silpanchos, bebimos hasta cantar y lagrimear por las mujeres que amamos y no fueron nuestras. No quiso contarme de su amigo gato. Me casé. Tengo un solo hijo que me embroma la vida como si fueran diez. Y me encuentro con un amigo 20


que era compinche de los rocanroleros. Es médico, y sin medirme la presión ni atender mi catarro, me lleva a tomar unos tragos porque es su cumpleaños. Aborrece a su mujer, tiene cinco hijos, y no sabe qué hacer. Apriétale el cuello, le digo. Lo he intentado, y no he podido llegar hasta el final. ¿Tienes miedo de ir a la cárcel? Sí, creo que sí. O quizá no he tenido el valor suficiente para matarla. Ponle entonces sal a la ducha. ¿Será efectivo? Me han dicho que sí: Me avisas. ¿Te acuerdas del gato? Claro, tengo el disco que grabaron con el toro. Te cuento que ese carajo se ha ido a los Estados Unidos. Gran cosa. No es eso. Es que se ha ido con otra. Y qué. Pero se ha ido robándole las joyas a su mujer. ¿Y no te gustaría hacer algo parecido? No. Me faltaría coraje. Además, mi mujer no tiene más joyas que su fatuidad. En varias ocasiones me encontré con el amigo médico. En varias le sonamos tragos, acordándonos de otros tiempos y de amigos vivos y muertos, riendo como cojudos de los mismos chistes y estupideces de entonces. En uno de esos encuentros, me dice que no hace mucho tiempo se reunieron con el gato, que regresó de los Usa. —Por qué no me has llamado —le reclamo. —Es que… —Ah, ya me doy cuenta. Como me han cambiado de número, seguramente no sabías dónde llamar. —Eso, eso. Por eso no te hemos podido llamar. —Cojudo. Hay nueva guía. Ahí está mi nuevo número. Ni mentir sabes. No se acordaron un carajo de llamarme. —Bueno ya, pero la cosa es que el gato nos ha aclarado que cuando se ha ido, no ha sido porque se ha ido con otra, y menos porque le hubiera robado a su mujer las joyas como todos pensábamos. ¿Sabes por qué se había ido? Porque su mujer le ponía cuernos, —¿La fea? —Claro, la fea. Qué cagada ¿no? —Y le has creído…

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Jaime Nisttahuz (Oruro, Bolivia, 1942) Poeta y Narrador. Fue durante muchos años oficinista en la Caja Ferroviaria de Oruro. De esa experiencia toma muchos de los personajes que pueblan su narrativa y su poesía. Miembro de la revista Trasluz junto a los narradores René Bascopé y Manuel Vargas. Publica Escrito en los muros, su primer libro de poesía en 1976. Hasta la fecha ha publicado los libros de poesía El murmullo de las ropas (1980), Palabras con agujeros (1983), La humedad es una sombra y otros poemas (1992), Recodo en el aire (2003) y los libros de cuentos Fábulas contra la oscuridad (1994), Cuentos desnudos (2008), Inquilinos del insomnio (2008) y Desquiciados, maniacos, diferentes (2010), además de una novela corta, Barriomundo (1993). Ya jubilado, actualmente vende libros en el puesto número 6 del pasaje Marina Núñez del Prado en La Paz. Allí además oficia de consejero editorial, interlocutor poético o contrincante literario según se presente el caso. 22


LA LETRA ENTRA CON SANGRE Víctor Montoya

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La primera vez que mi madre me llevó a la escuela, la mañana era calurosa y polvorienta. Yo tenía guardapolvo blanco, sandalias de cuero negro y un mundo de ilusiones. Pensé que al fin se me abrirían las puertas de ese establecimiento misterioso y temido, del cual me hablaron tanto mis compañeros de juego. «Los profesores sacan los conocimientos hasta por los bolsillos», me dijeron. «Les falta un pelo para ser bibliotecas andantes y dejar de ser mortales de sangre y hueso». En el trayecto, cuya distancia entre la casa de mis abuelos y la escuela se podía ganar en un minuto a vuelo de pájaro, recuerdo que mi madre me apretaba la mano como si me fuese a reventar los dedos. Ella caminaba redoblando los pasos y yo casi flotando a un palmo del suelo. Al llegar a la plaza del pueblo, a poco de vencer un laberinto de callejones, mi madre se plantó de súbito, levantó el brazo y, enseñándome un letrero, dijo: «Ésta será tu escuela. Se llama Jaime Mendoza». Miré el letrero con el rabillo del ojo y sentí escalofríos, pues sabía que en esta escuela, de paredes húmedas y pupitres desvencijados, se castigaba a los desobedientes y se premiaba a los inteligentes. Cuando entramos a la escuela, mi madre desapareció en la sala de profesores, mientras yo la aguardaba en el patio, sentado en un rincón, escuchando voces que estallaban a mi alrededor y trepando con la mirada por las paredes grisáceas. Al toque de campana, los niños rompieron el bullicio y formaron en columnas de a dos. Yo permanecí en aquel rincón, sin moverme ni hablar, hasta que escuché la voz de mi madre, quien me tomó de la mano y me condujo hacia donde estaban los compañeros de mi clase. «Éste es mi hijo», le dijo a la profesora, con una sonrisa amplia. La profesora no contestó, se limitó a bañarme con una mirada fría y a esbozar un rictus de tedio y mal humor. Al cabo de ocupar mi puesto en la fila, me entraron ganas de llorar a gritos; pero como sabía que los hombres no deben llorar, y menos en la escuela, me mantuve con las manos empuñadas y los dientes apretados. Mi madre se arrimó sobre mi hombro y, acercando sus tibios labios a mi oreja, dijo: «Tienes que respetar a tu profesora como a tu segunda madre». Luego depositó un beso en mi frente, se volvió y se marchó. La perseguí con la mirada y, antes de que desapareciera detrás de la puerta, sentí ganas de orinarme; mas me inhibí al oír al portero, cuya voz de mando se sobreponía a la algarabía de los niños y los redobles de la campana. A las nueve de la mañana, dos niños, de cabezas rapadas y zapatos lustrosos como sus caras, izaron la bandera en un mástil herrumbroso. Entonamos el Himno Nacional deformando «el hado» en «helado» y «propicio» en «prepucio». Al final del acto, el director habló de cosas que no entendí; sus palabras eran tan difíciles y abstractas como las del Himno Nacional. Después entramos en el aula, nos sentamos en los pupitres de dos en dos. La profesora leyó nuestros nombres en orden alfabético y, al llegar al mío, me miró a los ojos y preguntó: «¿Tú te llamas Víctor o Luis?». «Víctor», contesté con voz quebrada. Ella levantó el bolígrafo a la altura de su nariz ganchuda y tachó mi nombre como haciéndome desaparecer del mapa. Se plantó frente a nosotros, mirándonos uno por uno, y advirtió: «En esta clase está prohibido hablar, jugar y preguntar». Por la tarde, apenas oí el portazo que me sacudió como si el golpe lo hubiese recibido yo, la profesora 24


apretó una tiza entre los dedos y exclamó: «Hoy les presentaré a una señora redonda y con cola. Se llama «a». Y, mientras la representaba gráficamente en la pizarra, agregó: «Ésta es la primera letra de nuestro abecedario…». Al día siguiente no quise volver a la escuela. Preferí jugar con mi auto de latas y carretas de hilo, pero como mi madre me amenazó con llevarme de la oreja, no tuve más remedio que alistar mis útiles y asearme el cuerpo, ya que la profesora tenía la manía de revisar las orejas, los calcetines, las uñas y el pañuelo. A quienes tenían las uñas sucias les daba un reglazo en la palma y a quienes se olvidaban el pañuelo los hacía volver a casa. La disciplina era tan espartana que los niños, más que niños, éramos soldados en miniatura. Desde el inicio escolar transcurrieron ya varios días, semanas y meses, pero yo no aprendí ni siquiera a diferenciar las vocales de las consonantes. En cambio el compañero de banco, un chico de origen campesino, que casi siempre venía en harapos y cuyo castellano estaba salpicado de interferencias quechuas, sabía ya leer y escribir de corrido. Su padre trabajaba en la misma galería del interior de la mina que mi padre y mi madre era la profesora de su hermana en la escuela de niñas; razones suficientes para que fuese mi mejor amigo. Además, me defendía de la agresión de los mayores y me ayudaba a hacer los deberes escolares. Se llamaba Juan -digo se llamaba, porque no hace mucho que murió aplastado por un tojo en la mina-. Los dos solíamos jugar en los recreos. Le invitaba una fruta y él depositaba un puñado de habas tostadas en el cuenco de mi mano. Ambos éramos aburridos y nunca reíamos a carcajadas, ni siquiera cuando los payasos y titiriteros venían a la escuela. Eso de las carcajadas era una suerte de privilegio reservado sólo para los niños felices. Nosotros éramos otra cosa. La alegría la teníamos oculta en algún recóndito lugar del ser. No hablábamos en voz alta ni nos oponíamos al autoritarismo de los adultos. Ya entonces estuvimos acostumbrados a la pedagogía del silencio. Todavía recuerdo el día en que Juan y yo llegamos atrasados a la escuela por jugar con las canicas. El portero abrió la puerta y nos propinó un coscorrón a cada uno. Próximos a nuestra aula nos persignamos escupiendo tres veces al suelo, pero esta creencia popular no dio resultado, pues apenas cruzamos la puerta, la profesora nos tomó por las orejas sacudiéndonos en el aire. Cuando nos soltó de golpe, sentí que un hilo de sangre corría por mi cuello y que un sudor frío me empapaba el cuerpo. De mis ojos querían brotar lágrimas y de mis labios improperios, y, sin proponérmelo, dejé caer la mirada en el instante en que la profesora me dio un revés que ardió en mi cara. Seguidamente me dio un empellón y me arrinconó contra la pared, donde me puso de rodillas sobre dos piedras del tamaño de las canicas. A Juan lo puso de plantón, los brazos en alto y seis libros apilados sobre las manos. En esta posición nos mantuvimos hasta la hora del recreo. Desde entonces fueron mayores mis deseos de no regresar a la escuela, y aunque me sentía como Pinocho, un niño ni muy bueno ni muy malo, jamás se me ocurrió la idea de ser un niño obediente para luego convertirme en un niño de verdad. Lo que yo quería era morirme y no volver a ver la figura de mi profesora, quien, por lo demás, tenía un horrible moño en la cabeza, la cara prismática, el estómago abombado y las piernas tan delgadas como los tacones de sus zapatos. 25


Cada vez que me acosaba la idea de no ir a la escuela, no sabía cómo explicarle a mi madre. Sabía que no me iba a entender. Entonces tramaba planes entre el silencio y el desvelo, simulando estar enfermo o dormido; pero mi madre, conocedora de mis manías, me levantaba de un grito y me daba unas pastillitas que me provocaban náuseas. Frustrados mis planes, salía de casa golpeando las puertas, pateando las piedras, maldiciendo a mi profesora y pensando que la escuela había sido el peor invento del hombre. Un día en que el sol se mostró en un cielo teñido de rojo sangre, me enteré que Juan se marchó al campo a cultivar la tierra de sus padres, a oír el ladrido de los perros y el balido de las ovejas. De pronto sentí su ausencia en el alma y una sombra de tristeza cubrió mis ojos. Avancé cabizbajo y me dejé caer sobre el banco vacío y frío. Y, mientras recordaba los mejores momentos que pasé con Juan, la profesora me extendió un libro mal encuadernado y sin láminas a colores. El libro era tan grande y pesado, que había que asentarlo sobre el pupitre para hojearlo. La profesora me miró con los ojos grandes y negros, negrísimos, y me ordenó leer una fábula de Esopo. Me puse de pie, sintiendo un nudo en la garganta y, al término de un instante de rigidez que me trepó por los huesos, empecé a leer el título deletreando. La profesora, parada a mis espaldas y leyendo el texto por encima de mi hombro, me preguntó a bocajarro: «¿No sabes leer o no quieres leer?». Me restregué los ojos con el dorso de la mano y volví a clavar la mirada en esa sopa de letras. Pero en el tercero o cuarto verso concluí que no entendía el léxico, la sintaxis ni la moraleja. Al comprobar que no comprendía mi propia lectura, a pesar de escuchar mi voz, me dio la impresión de que aún no sabía leer. Por lo tanto, acosado por la angustia y la frustración, empecé a tartamudear y gimotear. La profesora, cuya severidad era admirada por los padres, hizo estallar un sopapo en mi boca. El dolor fue tan intenso que, apenas me chocó su mano, sentí como si me arrancara la cabeza de cuajo. La sangre fluía de mis labios, mientras yo permanecía pétreo, como acostumbrado a mantenerme inmóvil para recibir un golpe. Me sorbí los mocos, engullí un amago de saliva y las lágrimas inundaron mis ojos. Pero la profesora, que mantenía la mano alzada ante un rayo que se filtraba por la ventana iluminando las motas de polvo, me siguió obligando a leer, como si con esa tortura física y psíquica complaciera su sadismo. A partir de ese día adquirí un trauma por la lectura. Pensé que todos los libros estaban escritos por cabezones para cabezones, y no para los niños que piensan y hablan de diferente manera que los animalitos de las fábulas de Esopo. Sin embargo, mi otro yo, el que estaba dentro de mí, pero muy adentro, me decía que debía aprender a leer, aun no estando motivado para hacerlo. Lo extraño es que yo sabía ya leer un poco, pero en silencio, pues leía el letrero del peluquero que vivía cerca de la casa de mi abuelo, las carteleras de los cines, las rúbricas de los periódicos y las revistas de series, que son las que más leía, porque tenían ilustraciones a colores. Y cuando escribía, parecía que las palabras descendían de mi cerebro, emergían por mi boca y chorreaban sobre el papel como la tinta por la punta del bolígrafo. Pero eso sí, lo que nunca supe es cómo aprendí a leer, si fue por inducción o deducción, con método sintético o analítico. Lo único que recuerdo es que esos pequeños signos se fueron grabando en mi memoria. Después aprendí la fonética de cada grafema, casé las letras en sílabas 26


y las sílabas en palabras. Era como si mi cerebro acumulara palabras y las organizara en una sintaxis coherente. A pesar de esto, cada vez que la profesora me obligaba a leer en voz alta, delante de mis compañeros de miradas atónitas, me subía el rubor a la cara y pronunciaba las palabras atropelladamente, como si arrojara pedradas por la boca. Recuerdo también que, la primera vez que no hice los deberes de matemáticas, la profesora me preguntó la tabla de multiplicar y yo quise trocarme en polvo, pues en lugar de contestar una cosa, contestaba otra. Así que ella introdujo sus dedos índices en mi boca y me estiró la comisura de los labios de ceja a oreja. «Correveydile a tu madre que, en vez de tener un hijo, tuvo un burro», dijo mientras me sacudía violentamente, como a un pez cogido por el anzuelo. Otro día me sorprendió haciendo su caricatura sobre un papel cuadriculado, me miró seria y dijo: «Desde mañana haz de cuenta que no existes». Rompió su caricatura delante de mis ojos, y ese dibujante que había en mí, murió a poco de haber nacido. Ella se sentó en la silla, redactó una nota, dobló la hoja y agregó: «Este regalito es para tus padres». Al regresar a casa de mis abuelos, tenía alucinaciones audiovisuales, veía la imagen de la profesora y oía sus palabras en todas partes. Fue entonces cuando perdí las ganas de seguir siendo niño. No quería ser como Peter Pan, pequeño toda una vida, sino un hombre hecho y derecho, para salvarme de los castigos habidos y por haber. Antes de concluir el año lectivo había que asistir al examen final, para comprobar si uno merecía ser promovido a un curso inmediato superior. Aquel día, la mañana era lluviosa y fría. Desperté con la idea de colgarme de la viga del techo o clavarme un cuchillo en el pecho, cansado ya de soportar los vejámenes por no haber asimilado las lecciones impartidas por la profesora. No tomé el desayuno ni me cepillé los dientes. No me lavé la cara ni me peiné los mechones. Salí exactamente como estaba, con el guardapolvo sujeto por el único botón que había cerca del cuello y con las sandalias de correas reventadas. No llevaba conmigo más que un lápiz, una goma y un sacapuntas colgados del cuello como abalorio de curandero. Cuando legué a la escuela, esquivando los charcos que formó la lluvia, alcé los ojos hacia el cielo y recé el Padrenuestro. Después entré en la sala de examen, donde los profesores vigilaban el mínimo movimiento en medio de un ámbito en el que no se oía una sola voz. La sala parecía un campo de concentración, donde sólo faltaban las armas y los barrotes. Sentado en mi pupitre, frente a la hoja de examen, empecé a llenar mecánicamente los espacios en blanco. Todas las preguntas tenían una sola respuesta, cualquier otra era inmediatamente anulada. Entre mis compañeros había quienes memorizaban las lecciones tres días antes del examen y quienes se olvidaban tres días después. Empero, los más astutos, que casi siempre obtenían las calificaciones más sobresalientes, metían chanchullo en las manos, en el reverso del guardapolvo y hasta en las mangas de la camisa. Al abandonar la sala, experimenté la misma sensación que siente el preso al salir de la cárcel, aspiré un aire puro a todo pulmón y lancé un escupitajo al suelo. En la calle, no muy lejos de la casa de mis abuelos ni muy cerca de la escuela, me encontré con mi madre, 27


quien, abriendo sus ojos que parecían invadirle el rostro, me dijo: «El próximo año seré la directora de tu escuela». A lo que yo le contesté con voz serena: «No hace falta, la letra ya me entró con sangre».

Víctor Montoya nació en La Paz, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en las poblaciones de Siglo XX y Llallagua, al norte de Potosí, donde conoció el sufrimiento humano y compartió la lucha de los trabajadores mineros. En 1976, como consecuencia de sus actividades políticas, fue perseguido, torturado y encarcelado durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Chonchocoro-Viacha, escribió su libro de testimonio Huelga y represión (1979). Liberado de la prisión por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en 1977. Cursó estudios de especialización en el Instituto Superior de Pedagogía en Estocolmo y ejerció la docencia durante varios años. Asistió al Primer Encuentro Hispanoamericano de Jóvenes Creadores, realizado en Madrid, en 1985, y organizó el Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa, que se llevó a cabo en Estocolmo, en 1991. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos, del PEN-Club Internacional y de la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil. Dictó conferencias en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Perú, Estados Unidos y otros países. En su extensa obra, que abarca el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005), Retratos (2006), Cuentos en el exilio (2008) y Conversaciones con el Tío de Potosí (2013). Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías nacionales y extranjeras. Está considerado como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana. Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento, UTO, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, Suecia, 1988; el primer Premio de Cuento de Escritores de la Escania, 1993; el Premio del Concurso Internacional Sexto Continente de Relato Erótico, convocado por Radio Exterior de España, 2010. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos. 28


LA ROSA NEGRA

Graciela Dayan Ortuño Lazarte

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En Lutie existía una leyenda que hablaba acerca de una mágica rosa negra. La verdad sobre sus poderes se extinguió en medio de todos los rumores creados por las brujas y duendes que habitaban el lugar. Unos decían que servía para volverte inmortal, otros que te convertía en el ser más poderoso y temido de todos los tiempos; mientras que los más optimistas pensaban que esta rosa cumplía cualquier deseo, hasta los imposibles. Cassandra llevaba una larga túnica negra, un par de botas que le permitirían cruzar el río y, por su puesto, su grillo de la suerte. Ella era del tipo de bruja que estaba dispuesta a descubrir la verdad de todo, costara lo que costara. Por ello, ahora se encontraba cruzando el río salvaje hacia la tierra Rosie, lugar donde fue vista por última vez la codiciada flor. Justo poco antes de llegar a la orilla, su túnica se trabó en una de las piedras y, al agacharse, su sombrero puntiagudo fue quitado violentamente de su cabeza por la corriente del río. Cassandra se enfureció tanto que subió a la orilla y, de inmediato, lanzó un hechizo contra aquellas aguas cristalinas que pronto se congelaron. Todos sabían lo mucho que el río odiaba que le quitasen su movimiento, pero a la bruja no le importó. Luego de soltar ruidosas carcajadas, sacó un viejo mapa de su bolsillo y empezó a contar sus pasos con determinación. A veces jalaba su pierna un poco más de lo normal, pues el mapa indicaba “paso corto, paso medio y paso largo”. Cuando finalmente llegó frente a un gran árbol de hojas que brillaban tanto como la plata, dio grandes saltos de alegría alredor de él, festejo aplaudiendo y bailando rítmicamente. Después, sacó una de las hojas del gran árbol y la olfateó cuidadosamente con su enorme nariz de sabueso. Los cuencos de sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría, pues estaba segura de que la rosa negra pronto sería suya. Observó su mapa de nuevo y sorprendentemente empezó a caminar como una araña, brazos y piernas extendidas en el suelo. Poco a poco cobró agilidad, tanto así, que le gustaba ponerse con el torso hacia arriba para darle un mayor impacto a su movimiento. Los animales del bosque empezaron a huir de ella y hacían bien, pues la bruja estaba a la cacería de diez especies. Poco a poco fueron cayendo en sus garras, conejos, patos, pájaros, venados, cerdos y un león al que tuvo que hechizar antes de degollarlo con su inseparable daga de acero. Para completar su colección, aplastó al grillo de la suerte. Amontonó los cuerpos a los pies del gran árbol, que encontró al principio, y en cada uno hizo cortes en los que incrustó las hojas de plata del árbol. Sacó su mapa y leyó en voz alta un antiguo hechizo, finalizó diciendo «…y aquí te entrego todo cuanto 30


se necesita para la aparición de la rosa negra». El cielo empezó a tornarse oscuro y relámpagos se abrieron paso en medio de aquella imperturbable penumbra. Las hojas del árbol empezaron a agitarse y desprenderse hasta que, finalmente, no quedó ni una sola de ellas. La bruja Cassandra se encontraba en medio del éxtasis que representaba el convertirse pronto en el ser más poderoso, levantaba sus brazos al cielo y por las ranuras de su boca aún se veían las manchas de sangre que dejaron sus víctimas al ser cazadas. Entonces ocurrió que todos los cuerpos levitaron al ritmo del viento y eso incluyó al de la bruja; un remolino los envolvió y cuando la tranquilidad retornó al lugar, solo quedó la rosa negra… Flor que quizá jamás sería encontrada, porque el terco río decidió elevarse y formar una gran muralla de hielo, nunca más nadie podría atravesar esa mitad del bosque, ni beber las aguas de sus manantiales. Sin embargo, es probable que pronto la rosa vuelva a ser creada por algún intrépido brujo, cuyo destino escrito sea desaparecer, así como el de aquellos que buscan el poder sin saber que probablemente esa sea su perdición.

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Graciela Dayan Ortuño Lazarte nació en Santa Cruz-Bolivia, en 1989, actualmente reside en Cochabamba. Es socia fundadora de la Sociedad Boliviana de Escritores ESCRIBO, miembro de Pen-Bolivia y promotora de la lectura para jóvenes. Fue ganadora de la olimpiada juvenil de cuento organizada por el colegio Urcupiña, nombrada “Ciudadana Meritoria” por el Consejo Municipal de Colcapirhua por su labor como escritora; y recibió un “Certificado de Reconocimiento” por su aporte a la cultura literaria del departamento, otorgado por el Gobierno de Cochabamba. Publicó: “Síndrome de princesa” (2016), “El fantasma de tu recuerdo” (2017), “Corazón de príncipe” (2018) y “Mi camino hacia ti” (2020).

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MARIPOSAS NEGRAS René Rivera Miranda

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– No silbes Elvio. Deja ya de silbar. Andá a buscar ayuda. Tu hijo ya no aguanta más. Deja de silbar tan triste. Tú solo silbas y no dices nada. Andá hombre, no seas así. Elvio, andá. La llorosa súplica parece no tener destinatario; el enjuto rostro no se inmuta para nada. Parado, con los brazos cruzados, se detiene en el cuarto y mira a través de la pequeña ventana una extraña y casi imperceptible nube negra en la lejanía de los cerros del soleado día. Caminaba de un lado a otro, deteniéndose a cada rato y mirando el horizonte, donde el viento hacía danzar las hojas. Dejó de silbar y se quedó mudo mirando el extraño remolino, repleto de hojas y pequeñas ramas que cargaba el viento. El remolino se fue tan pronto como vino, pero algo diminuto y ligero se separó de él: una pequeña y extraña mariposa negra volando en pequeños círculos. Cada aleteo mostraba un par de líneas blancas en cada una de sus alas. Al momento de separarlas formaba una horrible figura que asustó a quienes la vieron. Esa noche parecía eterna. Caminaba por la pequeña habitación, iba y venía de un lado para otro, silbando y silbando. El niño despertaba a cada rato por la tos, presa de constantes convulsiones mezcladas de un cansino llanto que aumentaban la pena de la madre, quien, sentada a un costado de la cama, limpiaba el sudor de la frente del niño. Lloraba en silencio, resignada, con pocas fuerzas para seguir sosteniendo al moribundo hijo. En el rincón más oscuro del pequeño cuarto, el famélico abuelo sostenía entre sus huesudas manos un destartalado rosario, con el cual rezaba en voz baja. Los perros aullaron al oscurecer el día, desgarradores y largos lamentos se escucharon toda la noche. El tenebroso aullido del zorro contribuyó a quebrar el nocturno silencio y los sumurucucus, con su horrible gorjeo y su estrepitoso batir de alas rompieron, definitivamente, la calma. El conjunto de aullidos, quejas y sonidos extraños formaban una especie de desafinada y tétrica orquesta. – Elvio no silbes. Calla. Ya va amanecer y tú sigues silbando. Los recuerdos se apilan uno a uno, como si fueran una pared de adobes. Los recuerdos vienen pero no interrumpen a los obsesivos brazos que siguen trabajando. Las callosas manos sangran por el esfuerzo pero siguen cavando. El azadón en sus manos se mueve una y otra vez, sin dar tregua a su trabajo. El azadón se levanta una y otra vez, se estrella contra la tierra seca buscando doblegarla. Ese año la sequía fue la peor de todas. No llovió por mucho tiempo. Se secaron los cultivos, las plantas no dieron frutos, los animales enflaquecieron hasta parecer espectros de tan flacos por la falta de pastos; el florido terreno se convirtió en un triste páramo. El sol era calcinante y parecía multiplicarse en mil lenguas de fuego que lamían la tierra seca, exprimiendo la última humedad de sus entrañas. – Elvio, basta, ¡basta por favor! Ya no silbes. Mira tu hijo está ardiendo en fiebre. Ya va amanecer y tú no vas. Tampoco fuiste por tu otro hijo. No quiero que este también muera. Elvio, deja de silbar tan triste. 34


Sabe que debe seguir cavando, que debe ser más profunda la fosa para que no vengan los perros a escarbar. Ya casi está lista. Golpea con más fuerza, para que no parezca recién enterrado. Aunque el corregidor le dijo que debía quemar los cuerpos. Pero no, ella no quería eso. Ella quería sentir la tierra cerca de su cuerpo, sentir que está junto al resto de su familia rodeada de sus seres más queridos en el descanso eterno. Recordó que la mariposa no quería marcharse de su rancho. Se acercó volando en pequeños círculos donde estaba el niño que no dejaba de toser; luego voló donde la mujer. Cuando el viejo la vio, se persignó dos veces sin soltar el rosario de sus manos y se puso a rezar con mayor prisa y mucha fe. Elvio siguió silbando. Sabía porque vino la mariposa. Siempre lo supo. La mariposa volaba de un lado a otro, subía, bajaba, daba vueltas, incansable, aleteando sus alas y mostrando el tenebroso dibujo que formaba en cada batir de alas. Cuando la mariposa salió por la ventana, un pesado y lóbrego silencio se sintió en el aire, parecía que oscureció más, una curiosa calma envolvió al rancho y la tos del niño no se escuchó más. Solo, en la cima del cerro, el escuálido cuerpo, apenas cubierto por unas andrajosas ropas y un sombrero “lapa”, prosigue su faena. Nada interrumpe su último trabajo, nada distrae su atención. El viento sigue escalando el cerro, araña cada uno de los lugares que toca y continúa silbando. A ratos forma pequeños remolinos jugando con la tierra. El sol arde más que nunca. No deja un solo lugar sin iluminar. Luego el viento se detiene y el sol se vuelve más inclemente. Quema las plantas, las piedras, cada pedazo de tierra. Parece la boca de un horno caliente. Todos sienten la caricia del infierno, menos Elvio, que silba indiferente a todo. “¡Deja de silbar!” Fueron las últimas palabras que escuchó poco antes de cerrar los ojos de su esposa. Algo similar le dijo su padre, cuando sentenció que debía llevar al resto de la familia a otro lugar. La peste era implacable y nadie saldría con vida si no se marchaban pronto. Pero, marcharse ¿a dónde? Qué otro lugar conocía aparte de éste. Solo, en el solitario cementerio de la montaña, silbaba. Sólo faltaba una tumba. Allí vio otra vez en la lejanía de los cerros, la extraña nube negra que se acercaba cada vez más. Cerca de sus oídos escuchó un suave aleteo. Era la primera. Lo sabía. Siguió silbando. La cruz también estaba lista. Pero quién la pondrá. Un momento se detuvo para limpiar el sudor de su arrugada frente con la palma de su mano y escupió a un lado. Sí, era sangre. Lo sabía. Pero él debía ser el último en partir. Faltaba poco. Seguía silbando. Las ampolladas manos sangraban más. Nada detenía su trabajo. El sol parecía marcharse por fin, en su lugar el viento tomaba fuerza y en la punta de los cerros la noche empezaba a oscurecer con su sombra. La mariposa negra ya no estaba sola, otras mariposas revoloteaban junto a ella. Apresuró su trabajo. Ya 35


casi estaba, un poco más. Seguía silbando. El viento no se iba, las pocas mariposas negras volaban en pequeños círculos y cada vez más rápido, resistiendo al viento que aumentaba paulatinamente. El viento silbaba, Elvio también. La noche llegaba, Elvio se iba, avanzaba el crepúsculo, el número de mariposas se multiplicaba. Elvio no dejaba de silbar. El círculo de mariposas negras era incontable. Parecían brotar de la joven noche. El cielo estaba nublado y las mariposas ayudaban a oscurecer aún más. El azadón sonaba apenas. El silbo triste era más fuerte. Seguía cavando, cada vez con menos fuerza pero con mayor frenesí. Era incontenible la faena. Seguía y seguía, obsesionado con terminar su trabajo. En la lejana oscuridad de la montaña, la noche y el silencio llegaron vestidos de un lóbrego batir de alas. La nube de mariposas negras que parecía tan lejana estaba sobre él, volando en interminables círculos a su alrededor. El viento corría con mayor prisa y como un lejano lamento se escuchaba en la eterna noche: –

Elvio, ¡Deja de silbar!

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René Rivera Miranda, escritor, poeta, ensayista, editor, gestor cultural y docente universitario. Nació el 22 de octubre de 1970 en Tarija. Salió bachiller del Colegio Nacional San Luis de Tarija. Estudió Filosofía (Mención Letras) en la Universidad Católica Boliviana (Cochabamba) y luego Lingüística e Idiomas en la UMSS. Tiene varios posgrados en diferentes universidades. Fue Director de la Carrera de Lingüística Aplicada a la Enseñanza de Lenguas y actualmente es docente titularen la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UMSS. Fue fundador de Escritores Unidos y ocupa el cargo de Presidente en la actualidad. Como editor es el Director Ejecutivo de la Editorial Fe de Erratas y es Vicepresidente del Comité Plurinacional del libro y la lectura. Desde la gestión 2015 ocupa el cargo de Presidente de la Cámara Departamental del Libro de Cochabamba.

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RAPSODIA CASI TRISTE Carlos Rimassa

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Esa quieta edad cara al cielo… Primero fueron las puertas, la oscuridad, las luces de las ventanas cuando uno se asoma a cierta altura, ventanas largas, redondas, cuadradas, con matices que van del rojo al azul, algunas de color ceniciento que pertenecen a la noche. Sé que siempre hay alguien detrás de esas ventanas aunque no lo vea; gatos que corren por los tejados de oscura cerámica; por la calle, gente triste; llueve ahora y es como una cortina que apaga el brillo de las luces, afuera y adentro. Pensamientos nada alegres, historias de miedo contadas por las empleadas. Grises hojas de los árboles en invierno, pequeños espacios de brillante verde, cerca de los postes de luz, hombres parados sin rostro, tal vez ladrones esperando su momento para entrar, no sé en qué casa o en qué tienda, tal vez la mía… Estatuas en los parques, tan serias y tan frías; montañas que se adhieren al negro de las noches, bocinas de automóvil con un contrapunto de los grillos. Propietarios de almacenes, concupiscentes, personajes que tal vez regalen un juguete barato a sus hijos; una madre gorda, un padre de bigotes, la dueña de la tienda donde a veces tomaba desayuno. El carabinero que hacía su ronda siempre borracho. Los partidos de fútbol en la calle y la pelota que desaparecía detrás de un muro justo en mi calle. Un hombre alto y desgarbado que vivía en la casa de en frente, nosotros, estábamos casi seguros, que tenía tratos con el demonio, porque era masón y jamás iba a la iglesia del barrio, todos vivíamos cerca de todo. Un sastre con un perro llamado Rex, Alberto, otro amigo de la calle largo y jorobado con su lento andar, talvez le costaba mantener el esqueleto erguido por su altura, fácil de enojar y violento en sus reacciones. Recuerdos que se deshacen de viejos, justo al tocarlos como materia de sueño. La vida quieta, tristeza que crece en mis manos, mundo que cambia día y día, aferrado a los perfumes de mi jardín, a una cuadra de mi casa, el parque; allí la vieja iglesia con su única torre; el kiosco en el que vendían empanadas de queso, los zaguanes mortecinos, luciérnagas y mosquitos en verano, árboles detrás de las bardas. Y esto no es lo primero, mi abuelita siempre vestida de negro con largas faldas, moño en la cabeza, dos empleadas, Natty y Carmen. Natty la de los grandes senos, me cargaba en su espalda y yo sentía un estremecimiento con su contacto. Mi abuela que vivió años en el trópico, se encariñó con los animales, teníamos en la casa loros, monos, tortugas, canarios, hasta un tejón que llenaba de agujeros el jardín. El zaguán de mosaicos blancos y negros, era la entrada a la casa, luego el jardín, a cierta hora de luz dorada le daba un fantástico aspecto. Mariposas nocturnas en los crepúsculos, la casa de tres patios era una isla en la ciudad. Mi madre siempre con la aguja en las manos, mi padre sólo existía pocas veces 39


al año, cuando llegaba de una mina de cobre en Oruro, una ciudad a la que se llegaba en tren, nos acordábamos de él cuando nos amenazaban con su nombre –le voy a contar a tu padre- recién años después se incorporó a la casa, al vender sus propiedades y volver a Cochabamba; y ese olor a la leña y humo de la cocina compitiendo con el perfume de las flores del jardín, siguen aquí conmigo. Mi profesor de primer grado, flaco y de anteojos, con un hijo en el mismo curso, a quien perseguíamos en los recreos; profesores y sacerdotes, en mis años de colegio fueron tantos que a través del tiempo han sido sepultados en el olvido; pero el peso de mí mismo, se fue construyento, ladrillo sobre ladrillo, o igual que adoquines tras adoquines de las calles; y en medio del dolor aparecen los postes de luz mortecina, casas blancas, gente caminando no sé donde o para qué. El primo de mi madre, decían, que era un pintor buenísimo porque había estado en París, en un mágico lugar de ensueños junto a los relatos de Verne y Salgari, y sólo por eso era considerado un gran acuarelista. Vivía en el primer patio, allí había armado su taller; caballete, marcos, pinturas, que daban al lugar un aire mágico, eso creía yo aquél tiempo y a mi edad; corría por las calles buscando la luz del sol en los días lluviosos, salía a mojarme en los charcos y una taza de chocolate caliente me curaba de cualquier resfrío. Cada persona de la casa en su lugar, cada flor, cada piedra, cada insecto en su espacio, las voces suspendidas en torno a mi, silbidos de mis amigos para una cita. Las calles silenciosas en la noche, espesos muros aislaban una morado de otra, niños que de pronto pasaban con pisadas que el eco aumentaba su urgencia, montañas a lo lejos presentes en las ventanas. El mundo se agranda con los años, ese afán de conocerlo todo, de sentirlo todo, dueño del mundo, los amores que se convertían en lamentables aventuras, mi pensamiento que no podía apartarse de ellas, buscaba el amor total, los sentimientos enteros, la entrega absoluta. Un cierto ascetismo me hacia diferente a mis compañeros de Universidad, éstos confundían sus complejos con un libertinaje sin originalidad, alcohol, cigarrillos, sexo con una aplicación digna de cualquier materia académica, me volvía contra todos y todo por ser diferente, tenía la lucidez de no querer lo mismo que otros. Escribía a mi madre cortas misivas desde la Universidad porque no encontraba que decirle y sabía que en vacaciones la iba a ver irremediablemente. Jamás pensé que podía morir, porque decían que las madres son eternas. Mi habitación de estudiante, tan igual a otras, cama, velador, un mueble tipo ropero, con espejo que a cierta distancia distorsionaba la imagen, un pequeño escritorio, libros, un par de afiches de cine en la pared y otros de bellas y desnudas mujeres con grandes senos. Sartre, Hesse, Camus, novelas policiales y de ciencia ficción, gestos para poblar mi mundo. En el espejo quería ver cada día como cambiaba mi rostro por haber conocido algo más en este mundo; imitaba gestos para encontrar uno que revelara una fisonomía de hombre inteligente; o por lo menos alguna seña mía de esa identidad no 40


elegida. Me mentía a mi mismo, sólo mi concupiscencia indecorosa, pero nada furtiva. He amado todo lo que he podido, la satinada luz del atardecer, los libros que abrían un derrotero a otros libros, la música cualquier música, los paseos por el campo, días lluviosos, los panes recién horneados, la ropa nueva, los cigarrillos extranjeros, en fin, las noches y los días y sobre todo las mujeres. Hay días que me quedo callado con la mirada perdida en mis angustias, talvez una vida simple enclavada en algún rincón del campo, sin noticias del mundo o mejor una vida complicada con libros, películas y viajes, con pinturas y dibujos, con un grupo de amigos exigentes y pocos enemigos. O conocer alguna persona que no te pregunte cuanto ganas para poder ser tu amigo. Porque todos quieren tener una casa grande, poderosos vehículos y dinero, mucho dinero en el banco, por supuesto viajar a Europa o el Caribe y sacarse fotos con el mar de fondo. Estoy en mi casa, el sol se ha perdido y todo adquiere un color gris: las paredes, el cielo raso, las pinturas colgadas y la ventana que forma un cuadro más en el conjunto. Pienso en la gente que ya no veo o que ha muerto y me siento un superviviente, mis padres, tíos, a quienes miré en sus ojos y me sonrieron con un gesto que ha quedado fijo en el tiempo como una fotografía . Los seres se vuelven recuerdos congelados, una palabra lograría revivirlos. Don Jorge sentado allí, quieto en su asiento, en sus ojos otro día que crecía, otro día como otros, solo allí como todos, no se si mira afuera o hacia adentro, su rostro siempre es el mismo, como “un idiota en medio del ruido”. Federico mira pasar la vida, desde su oficina acomodado en un cómodo sillón lo acompaña el periódico cotidiano que le recuerda que él pertenece a este planeta y Eugenia a quien debo sensaciones inéditas y juveniles, llevando ahora a sus hijos al colegio y perdiendo día a día la esperanza de permanecer bella y deseada por todos. Gonzalo obsesionado por los malos y buenos espíritus a quienes convocaba todos los viernes en reuniones espiritistas como un médium, convencido que el otro mundo era más interesante que éste, torpe y brutal en el que vivimos. Apenas abro los ojos y una sensación insalubre, de ajeno a todos y a todo, recorre mi invertebrada memoria; el invierno pegado a los edificios, pareciera que nadie mira a nadie y camino en calles arboladas, llevo mi espacio a cuestas. Para equilibrar esta vida tenemos que mentirnos.

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Carlos Rimassa nació en Cochabamba, Bolivia el 27 de septiembre de 1930. Arquitecto, pintor, dibujante, director de teatro, diseñador de escenografía, profesor de arte y poeta. Cursó sus estudios en la carrera de arquitectura de la Universidad Mayor de San Andrés en la ciudad de La Paz. Rimassa es miembro destacado del ambiente artístico y cultural de Bolivia. Rimassa es reconocido por su trabajo prolífico como artista plástico desde los años sesenta, una labor que varía en técnica y medio desde ilustraciones de libros y acuarelas, hasta óleos de formato grande y murales.(1) En 1990 Rimassa dejó la arquitectura para dedicarse a la pintura y la enseñanza de arte a niños de edad escolar, ha mostrado sus trabajos en Bolivia y en el exterior y ha ganado una multitud de premios y menciones. Rimassa continua montando entre dos y tres exposiciones al año y participando en un sinfín de actividades culturales en su ciudad natal.

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DEFORME

Fabiola Morales Franco

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Tengo pesadillas en las que me dejas, le digo, quiero decir, son sueños recurrentes en los que tú y yo tenemos otros rostros pero, al fin y al cabo, somos nosotros. En el sueño, te vas siempre con alguna amiga mía, a veces las facciones de la amiga en cuestión coinciden con un rostro conocido, a veces no. En todas las ocasiones reacciono con rabia, no tanto hacia a ti como hacia la traición de mi amiga. En cuanto a ti, las más de las veces me resigno con facilidad a perderte, pero sufro de ataques de ira cuando me cruzo con esa amiga, porque, y en eso hay una constante, la amiga termina siempre irrumpiendo en el lugar en el que yo estoy, una calle, un café, mi propia casa, entonces se arma una pelea campal, una discusión a gritos, una situación desagradable en la que termino lanzando cosas. Al principio despertaba de estos sueños llorando, ahora lo manejo mejor; sin embargo, las más de las veces me despierta un dolor agudo en el pecho y este rencor que no cesa. Él se me queda mirando, sabe que mientras le hablo mi mano, escondida bajo la mesa, está rascando mi talón en secreto. Al final mi marido estalla en una risa estridente, las personas que están sentadas en las mesas alrededor de la nuestra se voltean, movidas por el estrépito de su risa, luego el sonido ambiente vuelve a inundar el bar. Le doy un sorbo a mi cerveza. Sueñas que te dejo, pero yo no soy yo, ni tú eres tú. Creo más bien que quieres decir que sueñas que un hombre deja a una mujer y que esa mujer reacciona mal a ese abandono. No, no, murmuro sin dejar el talón, somos tú y yo. ¿Aunque no tengamos el mismo rostro? Exacto, aunque no tengamos el mismo rostro. La otra noche, aquella en la que estuve fuera de casa por trabajo, el sueño fue tan vívido que estuve a punto de llamarte; eran las tres y media de la mañana cuando desperté, estaba en una habitación del piso once, en un hotel sin gracia a las afueras de Ámsterdam, el viento soplaba con fuerza y parecía emitir gritos al chocarse con los vidrios de las ventanas; confundí aquel sonido con mis propios gritos y los de la mujer con la que peleaba en el sueño. Peleaba por ti o más bien por tu traición. Cuando despierto de esos sueños me siento avergonzada de mí misma, por no saber odiarte, por esa resignación tan mansa ante tu pérdida, por dirigir todo el rencor hacia una mujer imaginaria y sobre todo por pelear con ella. Luego pensé que no tenía mucho sentido llamar, despertarte y explicarte todo esto de madrugada. Él se levanta y me abraza, luego con sigilo me aparta la mano del talón. Te harás una herida si sigues rascándotelo, me dice, ponte bien los zapatos. Asiento, siempre le digo sí, no sé decir que no. La primera vez que experimenté un picor en el talón tenía doce años; era verano, leía, hacía poco había encontrado un libro en la biblioteca del cole que hablaba sobre fotógrafos del siglo XX; entre tantos nombres de hombre, me había llamado la atención el de una mujer que parecía trascender los estereotipos de su época. Sí, fue cuando miraba las fotografías tomadas por esa mujer que sentí que un mosquito me picó. Estuve rascándome el talón un rato hasta que el picor se hizo insoportable, entonces me clavé las uñas y un chorrito de sangre salió al instante. Dorothea Lange no nació coja. Dorothea Lange era una niña de clase media con una infancia feliz, 44


hasta que cogió la polio, como resultado se le torció una pierna. Poco después sus padres se separaron. Ella solía decir que estos dos hechos habían marcado su vida: la cojera provocada por la enfermedad y el abandono de su padre. Me he preguntado siempre si para Dorothea, aunque nunca lo aceptara públicamente, había una relación directa entre la separación y la vergüenza que ella creía les provocaba a sus padres verla caminar arrastrando una pierna. Yo, en cambio, no sufrí ninguna enfermedad; jamás he estado al borde de la muerte, mis padres no se han separado y de hecho creo que viven relativamente felices. Es mi cuerpo el que se obstina en traicionarme. La picazón del talón mutó en dolor y cuando la herida cicatrizó volvió a transformarse en escozor. Me rasque primero ligeramente y luego con fuerza, hasta que la costra que se había formado se hizo añicos y dio paso a un corte más grande. Como era verano y hacía calor, la herida abierta, una y otra vez, no tardó en infectarse lo que provocó que comenzara por primera vez a cojear. No sé cuántas veces he robado en mi vida, creo que pocas o solo esta; a veces esas cosas se hacen de una manera inconsciente, como con el libro de los fotógrafos que decidí quedarme. Se veía a las claras que yo era la única que lo había leído y efectivamente nadie nunca me lo pidió de vuelta. Frida Kahlo tampoco nació coja, aunque era doce años más joven que Dorothea Lange también sufrió la polio, probablemente por las mismas razones que ella, es decir, vivía en un entorno privilegiado, en un ambiente limpio en el que sus defensas no se habían desarrollado con la misma fuerza que la de los niños de zonas más deprimidas y por lo tanto la hicieron presa fácil de la enfermedad; ironías del mundo moderno. Existe un estudio fechado en mil novecientos dieciséis que muestra la incidencia de la polio a lo largo de la ciudad de Nueva York. En él se puede ver como la parálisis infantil se ceba principalmente en los niños y adultos habitantes de los barrios más acomodados, lugares en los que el aire respirado era potencialmente más limpio, donde las condiciones de salubridad en las casas estaban aseguradas, las antípodas de los sobrepoblados barrios citadinos, donde personas, animales y mugre convivían hacinados en edificios desvencijados. Este estudio pasó sin apenas ser tomado en cuenta por los médicos de entonces, ofuscados como estaban en popularizar los hábitos de limpieza. Yo también vivía en un barrio en las afueras de la ciudad, pero para cuando yo nací la vacuna de la polio se había ya inventado y nadie, o casi nadie, sufría la enfermedad. En mi libro de fotógrafos encontré una foto hecha por Imogen Cunningham, amiga de Dorothea Lange, de Frida Kahlo; me impactó la fuerza de su rostro, encontré inmediatamente un lazo entre aquella joven de vestido campesino y lo que yo entendía como personalidad original. Volví a la biblioteca a buscar algo sobre ella, al final de cuentas solo tenía un pie de foto y la afirmación de que era pintora. En aquel entonces Kahlo no era tan famosa como es hoy, así que la bibliotecaria del colegio tuvo que rebuscar un rato para sacar alguna información sobre ella. Me fui a casa con otro libro. Este si lo regresé. 45


Antes de quedarse coja, a Dorothea Lange le dio un resfriado, un resfriado que en vez de mejorar avanzó hacía una gripe, o eso era lo que en su casa creían; en verdad aquella gripe no era otra cosa que la polio que en alguna de sus variantes era frecuentemente confundida con la influenza, por sus síntomas comunes. No sé cuánto tiempo tardaron mis padres en darse cuenta que yo estaba coja. He dicho antes que tuve una infancia tranquila, unos padres de trato agradable, pero nunca he dicho que fueran los más atentos del mundo, sobre todo cuando de sus hijos se trataba; así que es posible que pasaran algunos días, quizá semanas, antes de que alguno de los dos tomara cartas en el asunto. Si alguien le preguntara a la niña que en ese tiempo fui, cuánto pasó, diría yo que meses, pero seguramente sería una exageración. Cuando el pie comenzó a latirme le dije a mi padre que me llevara al médico, se alzó de hombros y me entregó sin mucho trámite a los cuidados de mi madre que, en un primer momento, creyó que podría resolverlo ella misma con un poco de cáscara de huevo y algún menjunje farmacéutico. Fue suficiente sacarme el calcetín para que el asunto quedara aparcado y termináramos en urgencias. A Frida Kahlo la enfermedad le duró alrededor de un año en el que dejó por completo de relacionarse con otros niños, de ir a la escuela y de levantarse de la cama, salvo para los ejercicios que su padre le obligó a realizar en aras de que la pierna no siguiera su atrofia. En todo caso para las tres pasó que un buen día dejamos de andar bien y, tras una convalecencia, comenzamos a ser el hazmerreír de los otros niños. En el hospital hicieron un tajo limpio alrededor de las incisiones que me había hecho con las uñas y a continuación apretaron hasta sacar toda la pus, luego me mandaron a casa. Mis padres se olvidaron del asunto. Pocos días después volví a caminar, había aprovechado esos días para leer sobre la vida de Kahlo y ahora regresaba a lo que realmente me importaba que era Dorothea Lange. Recuerdo que aquel verano llevaba el libro a todas partes, solía repasar la diferencia entre las fotos de unos y otros fotógrafos, comparar el impresionismo de Imogen Cunningham contra la fotografía de denuncia de Lange; era fácil, pero habían otros tantos autores que también habían sido documentalistas en la misma época que ellas. ¿Por qué Lange era diferente? ¿Qué hacía que yo quedara fascinada antes sus fotos de una manera que no era capaz de hacerlo con otros? ¿Y cómo reconocía yo, sin siquiera mirar los comentarios, cuando una fotografía era de Lange? Eran cuestiones que me perseguían incluso en sueños. Durante esas largas horas la herida en mi pie me impedía salir a disfrutar del clima. En los ratos en que me veía forzada a dejar mi precioso libro, el talón maltrecho tomaba el protagonismo de mis obsesiones y me era imperioso tener las manos encima suyo, primero rascando alrededor de la venda y luego, cuando ya había traspasado el pudor de levantarla, con la herida misma. A mi entender, el escozor persistía y se incrementaba con los días, mi teoría pasaba porque la venda podía provocar que mi piel se resintiera por la humedad y el roce; se lo 46


decía constantemente a mi madre, esta venda me está matando, me pica, ¿y si es una infección? Una tarde de aburrimiento me deshice por completo de la dichosa venda. Salió a relucir aquel pequeño manojo de hijos negros, no era una costura estética, se trataba más bien de un ramillete hecho por pases y contrapases, había un par de nudos como los que se deja cuando empiezas a coser y luego picos, cabos sueltos. Tocaba los hilos y el picor se incrementaba en niveles en los que el dolor rozaba con un extraño sentimiento de placer; cuanto más estiraba, más dolía, cuanto más dolía, la sensación posterior era más placentera. Había incluso minutos en los que parecía perder la conciencia y el pie y mi cuerpo no existían. Hasta que llegó el momento en que decidí sacarme los puntos que cerraban la herida, apreté y dejé que la sangre saliera sin descanso, no hubo placer en ello, la sangre solo podía provocarme dolor. Por la noche, mientras mi madre me ponía una venda nueva, le recité de memoria un fragmento del diario de Frida Kahlo que decía algo así: Puntos de Apoyo, En mi figura completa solo hay uno, y quiero dos. Para tener yo los dos me tienen que cortar uno. Es el uno que no tengo el que tengo que tener para poder caminar… Todavía hoy mi madre perjura que pasé aquella noche delirando, hablando de palomas que equivocaban el vuelo y alas que salían volando solas. A veces pienso que fue allí donde la verruga inició su acenso hacia la luz. Desde entonces si me estreso el picor regresa, como cuando me quedé sin trabajo hace tres años; la oficina en la que trabajaba, generando estadísticas sobre encuestas de satisfacción, cerró tras perder el último cliente. Nunca habíamos tenido demasiados, pero al menos daban para pagar el sueldo de seis trabajadores. 47


La paga era mediocre me dijo mi amiga cuando se lo conté. Sí, le dije, lo era, pero al menos tenía algo, ahora me he quedado sin nada. Mi amiga bajó los ojos y se puso pálida, estaba claro que ese no era el momento para hablar sobre mí; por entonces ella estaba embarazada de tres meses y no tenía claro que aquel hecho fuera una buena noticia. Una ventura incondicional, le llamaba ella; no estaba segura de que fuera “una ventura incondicional”, estaba bien pero no radiante, creía que era feliz pero su rostro no lo demostraba, el hecho de que aquel niño viniera sin ser planificado la desconcertaba, a pesar de todo: y todo era que se había casado hacía dos años; que tenía un piso prácticamente pagado; y que no se le ocurría ningún motivo pero para no tener a ese niño. Al fin y al cabo algún día iba a ser madre decía, nunca es el mejor momento, decía, fue una sorpresa, decía. Y entonces se apagaba. Frida Kahlo nunca tuvo hijos y se dedicó a pintar su continuo fracaso, gran parte de su obra está centrada en este hecho. Dorothea Lange, en cambio, tuvo dos hijos absolutamente planificados y trató desde el principio de ser una madre y esposa ejemplar hasta el punto en que durante años su obra fotográfica se limitó a instantáneas familiares, mientras su marido, que era pintor, desaparecía durante meses persiguiendo su sueño artístico. En aras de ser una esposa perfecta se convirtió en una madre controladora, perfeccionista y sus hijos e hijastros, más que disfrutarla, tuvieron que sufrirla. La verruga en mi talón comenzó siendo un bultito alrededor de la cicatriz que habían dejado los puntos, realizados por la enfermera, tras la intervención en urgencias. Traté de ocultar su existencia lo más que pude, al principio era una ligera molestia que me esforcé en ignorar; sin embargo la molestia iba creciendo lo mismo que la bolita. Por las noches ya dentro las sábanas me daba masajes en el pie, pero esto provocaba que se intensificara el escozor, así que optaba por encerrarme en el baño y dejar que el agua helada corriera hasta entumecer mis dedos, entonces masajeaba en la creencia de que de esta forma disolvería el bulto. Eventualmente vi que tenía algo parecido a una espinita incrustada en la piel, así que ayudada de un alfiler traté de sacármela, pero la espinita parecía estar siempre más al fondo de lo que parecía. Como lo que yo tenía dentro era una verruga, no volví a sacarme sangre, por más que agujereaba y agujereaba lo que obtenía eran cachos de piel, secciones de carne muerta como trozos de cuero. Cuanto más abría el fondo, más se levantaban los costados. Volví a cojear, aunque esta vez con sigilo, tenía doce años y la regla acababa de venirme por primera vez. Recuerdo haber estado enfadada con el mundo, enteramente amargada ante la injusticia de una naturaleza que no me había preguntado si yo quería ser madre, ni siquiera me había dado tiempo a pensar en chicos, estaba inmersa en la pelea contra mi talón y ahora además debía lidiar con el hecho de convertirme en una mujer. La regla olía mal y provocaba dolores, ya había visto a mi hermana pasar por eso unos años atrás, aunque trascurrido el tiempo ella parecía no acordarse de lo mal que lo había 48


pasado, entusiasmada como estaba con los bailes de quince años, los tacones que mi madre le había comprado y el maquillaje, quizá su más preciado descubrimiento. Yo la observaba distante, no quería ser ella. Hay una fotografía muy famosa de la familia de Frida Kahlo en la que ella, adolescente, aparece vestida de hombre. Durante aquel tiempo de pubertad a marchas forzadas, en el que ser mujer significaba una injusticia a mis ojos, guardaba esa fotografía entre las hojas de mi diario. Recuerdo que llené aquel cuaderno de palabras, cuando ya no hubo más hojas en las que escribir dejé la fotografía dentro. Ya no lo volví a abrir. Las madres no entienden nada, le dije a él un día, yo estaba a punto de parir a nuestro primer hijo. Era un día soleado de primavera, de esos en los que la gente del barrio suele caminar hasta la vera del rio para pasearse tranquilos arriba y abajo, ahora deteniéndose a conversar con otros vecinos, ahora agarrados del brazo, ahora corriendo tras los niños. ¿Y eso?, me contestó él, se lo oía desconcertado, yo ya no lo miraba, yo miraba el agua que corría plana a nuestra derecha. Pronto seré madre, le dije, yo tampoco entenderé nada sobre mis hijos. Al llegar a casa cogí el libro de fotografías, el mismo que nunca devolví a la biblioteca del colegio y mientras señalaba sus páginas le dije a mi marido, Dorothea Lange no se llevaba bien con su madre, le decía a quién quisiera oírla que su madre había sido siempre un ser endeble y lejano, nunca la había protegido y la había entregado sin restricciones a su abuela, una mujer que no había tenido para con ella más que reproches y castigos. La relación entre Frida y su madre también fue ambivalente toda su vida y, si con alguien tuvo Frida un acercamiento, fue con su padre, algo que a Dorothea no le pasó. En los dos años posteriores a la separación de sus progenitores, apenas si vio a su padre en un par de ocasiones, un día el hombre simplemente dejó de visitarlos. Nunca más lo vio. Él miro el libro que yo señalaba como si de un platillo volador se tratara, luego me miro a mí y volvió los ojos al libro, había curiosidad y asombro en su cara. No entiendo de lo que estás hablando, dijo, mientras revisaba las fotografías, ¿quién es Dorothea Lange? preguntó. Una madre, le contesté. Mi madre trató de acercarse a mí, en la misma sintonía que se había acercado a mi hermana y con la que tan buenos resultados le había dado. Ambas llevaban una relación armoniosa, incluso cómplice. Pero yo no era mi hermana, me interesaban igual a cero las cosas de la casa, odiaba la cocina, la moda me traía sin cuidado y sobre todo, sentía un profundo rechazo por el llamado mundo femenino en el que ella quería incluirme. La recuerdo en la sala exhortándome a que aprendiera a freír un huevo, hacer un arroz, picar unas verduras, lo que fuera; yo lloraba, tenía doce años y lloraba ante frases como, “eres mujercita tienes que aprender, sino cómo te van a querer los hombres”, “tienes que ser más femenina”, “acaso te quieres quedar sola toda la vida”, “¿qué harás cuando estés casada y tengas que hacer la comida 49


para tu marido y tus hijos?”. Mi hermana participaba de estas escenas siempre de manera periférica, nos miraba en silencio mientras se pintaba las uñas, sentada en el comedor junto a la puerta de la cocina, la colección de esmaltes de uñas acompañándola, nos miraba en silencio con los rulos puestos en la cabeza, nos miraba en silencio con la mascarilla reseca sobre la cara, nos miraba en silencio, digo, y sonreía o fruncía el ceño o respingaba la nariz y luego seguía con lo suyo que era ponerse bonita. Nunca fui lo que mi madre esperaba, aun así ella persistió hasta el cansancio, luego durante un tiempo me dejó de hablar. Descubrí con pesar que yo tampoco tenía mucho que ver con mi padre. Yo era un ser aislado. La madre de Dorothea Lange se ganaba la vida como bibliotecaria, en cuanto su hija tuvo que ir a la secundaria se la llevó con ella a Nueva York y la inscribió en una escuela progresista en el Lower East Side, la PS62. Dorothea demostró no tener talento alguno y fue una estudiante mediocre. Como no tenía nada más que hacer mientras esperaba a que su madre saliera del trabajo, aprendió a caminar largas distancias en soledad. Tanto andar callejeando le sirvió para fijarse en detalles que para cualquier otro pasarían desapercibidos. Años después cuando hacía ya mucho que era una retratista reconocida entre las clases más acomodadas, dejaría su vida plácida para caminar sin rumbo por las calles de San Francisco, documentando los estragos que la crisis de mil novecientos veintinueve había provocado; entonces cambiaría su tarjeta de visita en la que podía “retratista” , por una que desde entonces y hasta su muerte rezaría así: Dorothea Lange. Fotógrafa del pueblo. Oculté la verruga cuanto pude, la oculté hasta que fue demasiado tarde. Tenía quince años cuando volví al médico, la verruga había carcomido gran parte del talón, había poco por hacer. Recuerdo ir en el asiento del copiloto, mi madre conducía llorando de vuelta a casa. Yo temía por nuestras vidas, no entendía cómo podía llorar de esa manera y no chocar con lo primero que se le cruzara en medio. Así que para aminorar la tensión le dije, al menos hay una buena noticia en todo esto. La pobre se volvió hacía mí con un destello de luz en los ojos, la había cogido realmente desprevenida. No tendré que usar tacones, no podré usar nunca tacones, mi pie no lo soportaría. Ella dejó de llorar. Seis meses después volví a la escuela oficialmente coja. Dejé de tener amigas, a los chicos no les gustaba las tullidas, durante un tiempo caminar conmigo era fuente de risas. Tanto Frida Kahlo como Dorothea Lange batallaron para minimizar su cojera, la primera vestía faldas 50


largas y amplias para ocultar su malformación, la segunda trabajó incansablemente para que en su caminar no se notara la minusvalía. Ninguna dejó que sus males detuvieran el destino. No es extraño, pues, que al conocerse en 1930 conectaran inmediatamente. El pequeño niño salido de mis entrañas me hizo sentir más poderosa que nunca, su absoluta dependencia de mí me fortaleció y me hizo frágil a la vez. Teniéndolo contra mi pecho encontré verdaderos momentos de comunión con la naturaleza. A veces me parecía increíble vivir una situación así. No todo fueron flores. Durante un tiempo también me sentí como una vaca, una teta ambulante, una enorme teta solitaria. Hacía tiempo que mi cojera no le importaba a nadie, tampoco a mí. Ahora importaba mi hijo, yo sería una madre distinta, ese era el propósito, pero de momento lo que yo era, era un cúmulo de emociones contrahechas: por un lado, cada progreso del niño que llevaba en brazos era un redescubrimiento del mundo; por otro, la individualidad, mi individualidad, se disolvía a marchas forzadas. Yo no era yo. Yo era la madre. En 1936 Dorothea Lange conoció a Florence Thompson, la protagonista de su fotografía más famosa, “Migrant Mother”. Por aquel entonces muchas familias de campesinos apremiadas por la falta de recursos se habían visto forzados a emigrar; en la periferia de los núcleos urbanos crecían hordas de barracas en las que los migrantes pasaban el tiempo hasta que el gobierno los forzaba a desmantelar el sitio, entonces cogían sus coches y marchaban hasta el siguiente pueblo. Cuando Dorothea Lange emprendió su camino a aquel invierno, Florence y sus siete hijos acampaban al costado de una carretera; el marido y el hijo mayor habían salido, hacía días, a buscar comida, llevándose el coche, como no tenían manera de comunicarse, la mujer había decidido quedarse junto a la carretera esperando su regreso. Al pie de una de aquellas reproducciones, Dorothea escribió: “Nipomo, Calf. Mar. 1936. Familia de agricultores migrante. Siete niños hambrientos. Madre de treinta y dos años. El padre es nativo de California. Despedido de un campo de recolección de guisantes, debido a la fallida del primer cultivo. Esta gente acababa de vender su tienda para poder comprar comida”. Décadas después recordaría aquel encuentro de la siguiente manera: “Vi y me acerqué, como impulsada por un imán, a una hambrienta y desesperada madre. No recuerdo cómo le expliqué mi presencia o mi cámara, pero recuerdo que ella no me preguntó nada. Hice cinco exposiciones, acercándome más y más cerca con la cámara. No le pregunté su nombre ni su historia. Ella me dijo su edad, tenía treinta y dos años. Me contó que estaban viviendo de recolectar los vegetales casi congelados que habían quedado sin recoger en los campos vecinos y de los pocos pájaros que los niños cazaban. Allí estaba ella sentada, debajo de un toldo que hacía de tienda, con sus niños acurrucados alrededor de ella y parecía saber que mis fotografías podrían ayudarla, así que ella me ayudó. Hubo cierta clase de igualdad al respecto”. Me había hecho el plan mental de amamantar a mi hijo hasta que él dijera basta. La noche anterior al 51


parto había soñado que yo era Frida Kahlo, o más bien yo era una pintura de Frida Kahlo, de mis pechos de oleo salían ríos blancos, haces luminosos de leche que caían dentro de una cuna que estaba a mis pies; cuando me agachaba encontraba que todo aquel líquido que salía de mí iba a parar a la boca de un recién nacido flacuchento, tan raquítico que su piel transparentaba los huesos. Mi hijo. Yo, que había decidido mucho antes que le daría mi leche hasta que la propia inercia lo venciera y se alejara naturalmente de mí, sabía que eso podía pasar entre los dos y los cuatro años; me pareció un tiempo correcto para verlo crecer y hacerme yo misma a la idea de que era un ser que no me pertenecía del todo. Un ser que no me pertenecía en absoluto, debería decir, pero no lo digo porque soy su madre. Tras el nacimiento había venido la primera ruptura entre nosotros; al cortar el cordón umbilical se había roto el lazo primigenio bajo el cual habíamos sido uno mismo durante nueve meses. La leche que salía de mis senos había reemplazado rápidamente ese vacío. Nuestro lazo de sangre pasó, sin muchos trámites, a ser un lazo dulce, tibio, blanco. Quería, ansiaba que siguiera siendo así. Y sin embargo la leche no se rige bajo los impulsos del deseo materno, la leche como la sangre menstrual, sigue su propio e individual designio. Así pues hace unas semanas la leche dejó de salir, lo mismo que los grifos que se van secando cuando hay un corte de agua. Fui a visitar al médico, me dijo que no era extraño, la naturaleza es curiosa esgrimió, se dan algunos casos. Le pregunté si podía hacer algo al respecto, devolverme el flujo lácteo, potenciarlo. Mi hijo aún no tiene un año, dije. Se encogió de hombros y, por primera vez en cinco años, que era el tiempo en que nos conocíamos, preguntó que le pasaba a mi talón, por qué llevaba el pie siempre de puntillas, a qué se debía que cojease cada vez más. Volví a casa furiosa. Aquella noche salí a cenar con mis amigas, me costó horrores llegar al sitio, a pesar de que estaba a cinco calles de mi casa. El talón me hacía daño, al llegar me senté exhausta, traigo literalmente arrastrando la pierna dije, mis amigas rieron, algo de todo esto les parecía gracioso. Por primera vez en mucho tiempo bebí una copa de vino. En casa él me esperaba con el niño en brazos, habían estado dando vueltas por el pasillo durante horas, arriba y abajo, el niño lloraba, se negaba a tomar el biberón. Nada más verme, mi hijo se abalanzó sobre mis pechos, gemía y decía ma-mama-ma, mientras estiraba mi ropa. Pasamos una noche fatal. Antes del amanecer me levanté con cuidado, nuestro bebé dormía en su cuna, sentía que tenía el estómago revuelto, corrí al baño y vomité una gran masa de bilis, hasta entonces no había tenido en mente lo verde que podía ser, al terminar me senté en la taza, algo cayó con fuerza de entre mis piernas, era la regla. Muchos años después del retrato de “Migrant Mother”, cuando Dorothea Lange ya se había hecho famosa y daba clases de fotografía, uno de los deberes que más le gustaba poner a sus alumnos era traer cada semana una fotografía que respondiera a la pregunta “¿Dónde vivo?”. En una ocasión un grupo 52


de alumnos le pidió que hiciera lo mismo, lo que Lange trajo fueron una serie de fotografías de su pie retorcido por la polio. Tenía la sensación que era dónde vivía, prisionera de un cuerpo deforme.

Fabiola Morales Franco (Cochabamba, 1978) realizó estudios en Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés y el Master de Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona ciudad en la que reside desde el 2005. Ha publicado el libro de cuentos “La Región Prohibida” (2012; Editorial Nuevo Milenio). “El día de todos tus Santos”(2017, Editorial Nuevo Milenio) es su primera novela. Relatos suyos han sido publicados en antologías como “Kafkaville” (EL Cuervo, 2015) y “Vertigos, antología del cuento fantástico boliviano”(El Cuervo, 2013), “Mar Fantasma”(Kipus, 2018), “Carne de mi Carne” (Mantis, 2018), “Once escritores del Wilsterman” (Editorial Nuevo Milenio, 2018), “Calles” (2018) y “La desobediencia” (Dum-Dum Editora, 2019) y recientemente “19 cuentos de terror” (Parc Editores, 2020) . 53


LA TRISTE HISTORIA DE TRISTÓN Víctor Hugo Viscarra

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Tristón tuvo la mala suerte de haber sido engendrado en el vientre de una famélica perra callejera, enfermiza y llena de pulgas, que lo parió justo en el lugar en el que tienen que nacer todos los perros vagabundos: el basural de la esquina. La perra, que era una especie de cigüeña canina, era tan miserable que no podía darle a Tristón las cuatro raciones de leche que todo perrito recién nacido tiene que mamar cada día. Es por eso que desde su tierna infancia conoció el hambre y experimentó lo terrible que era dormir por las noches acurrucado en un portal viejo, un basural, o en la cochina calle. Nunca conoció a su perro padre. Lo único que suponía era que el perro que gastó uno de sus espermatozoides para fecundarlo en el vientre de su perra madre, debió de ser uno de los «sin cuenta» perros que se quedaron prendidos a su trasero cuando ella estaba en celo. Tristón vino al basural, mejor escrito al mundo, acompañado de otros seis hermanitos, pero, los pobrecitos se murieron antes de nacer, porque tuvieron miedo de enfrentarse al mundo hostil en el que tenían que vivir. Es por eso que Tristón fue el único sobreviviente de las consecuencias lógicas de los traspiés amorosos de su mamá, quien, cuando estaba en celo no recibió a cambio de sus servicios ni un mísero hueso descarnado. Por el contrario fue perseguida, aporreada, mordida y brutalmente violada por los «sin cuenta» perros desgraciados que se la desfilaron durante una semana. Cuando Tristón tenía dos meses de edad, una tarde; fue adoptado en la calle por una mocosa de la jaila, quién, se lo llevó a su casa para tenerlo como mascota. Allí lo soportaron tan solo por cinco días, porque la mamá de la mocosa (que también era de la jaila), se quejaba cada tres minutos de que Tristón era un cochino, que se orinaba en cualquier parte y que era el perro más pulguiento que había conocido en su vida. Pero la verdad era que el pobrecito, que había dormido todas las noches de su vida en la fría calle, tenía la vejiga y los riñones resfriados. Tristón fue agarrado de su cogote y levantado en vilo por el mayordomo de la casa (que era un hombre que pretendía «algún» día pertenecer a la jaila) y llevado hasta un basural alejado del centro de la ciudad donde lo botó como a un vulgar perro Y se fue. Esa noche, el pobre animalito, tuvo que dormir acurrucado entremedio de cartones podridos mientras la lluvia que caía sobre la ciudad le calaba hasta lo más profundo de los huesos. Al día siguiente, una imillita con espíritu de comerciante, y presumiblemente descendiente del Mercader de Venecia, tuvo la feliz idea -según ella¬ de sacar algo de provecho del cachorrillo desvalido que encontró en el basural; y, ni corta ni perezosa, lo llevó hasta el mercado más cercano, donde lo vendió a una malhumorada chola de barrio marginal, en el mismo precio que cobró Judas Iscariote por vender el 55


Cristo, es decir, en treinta monedas, suma que cayó de perillas en las hambrientas alforjas de la pollera de la imilla. Un trauma canino-psicológico se abatió sobre Tristón, porque en menos de veinticuatro horas había pasado a depender de una familia proletaria, mientras que el día anterior estaba viviendo en el seno de una familia burguesa-empresarial. En su nueva casa, Tristón tuvo que experimentar en carne propia lo terrible que era vivir encadenada junto a una pequeña k’ucha (caseta pequeña para perros) infecta y llena de mugre, cerca a la puerta de entrada a la morada de sus nuevos amos, cuidando que ningún amigo de lo ajeno traspase el umbral con tenciones de «nacionalizar» las escasas prendas de valor que ellos guardaban. Además tenía que conformarse con el insípido plato de harina amarilla cocida que le daban una vez al día, extrañando aquellos jugosos huesitos, un poco sucios y malolientes, que de noche en noche encontraba al escarbar entre el cumulo de desperdicios de aquel basural que semanas antes lo viera nacer. Tristón creció como crecen los perros sometidos a ración de hambre: flaco y desgarbado. Y a pesar de haber llevado durante mucho tiempo alrededor de su cuello una correa de cuero, que sus amos se empecinaban en llamar collar, nunca perdió las esperanzas de algún día volver a corretear libremente por las calles. Un domingo por la tarde los amos del perro salieron de casa para asistir a un presterío, dejando a Tristón al cuidado de la casa; pero, como decían que éste era un animal mañoso y traicionero, ya que nunca había correspondido con afecto a las caricias palocientas (a plan de palo) que le daban, lo dejaron fuertemente amarrado al poste más cercano a la entrada. El “Mafias” y el «Zacarías Todo», conocidos raterillos de segunda categoría, que estaban pendientes de los movimientos de los propietarios, al ver que éstos salían de jarana, se acercaron cautelosamente hasta la casa para inspeccionarla de cerca. Cuando llegaron, el perro se irguió sobre sus cuatro patas y los miró de frente, mas no gruñó ni hizo movimiento agresivo alguno, porque reconoció en ellos a los dos amigos que, de cuando en cuando, al pasar por allí le arrojaban un poco de comida. Fue por esa que les movió la cola en franca demostración de amistad canina. Los dos raterillos saltaron la pared y se introdujeron en la casa. Se acercaron al perro, Y el «Mafias», compadecido por el estado lamentable del perro -ya parecía un acérrimo participante de huelgas de hambre, le soltó el collar y la cadena devolviéndole la libertad, al tiempo que decía a su compañero de fechorías: «Si este perro fuera un ser humano, con gusto le regalaría unos pesos para que se vaya a 56


comprar un buen plato de comida…». Al verse libre Tristón no cabía en sí de gozo. Corría ce un lugar a otro sin rumbo fijo. Mil veces lamió agradecido las manos de sus libertadores. Les hacia piruetas Y malabarismos; Y casi se desmaya de emoción y alegría cuando el «Mafias» le abrió la puerta de calle, y con una genuflexión, le invitó a salir para que fuese en busca de sus sueños e ilusiones, libre como el viento. Con disimulo, el «Mafias» secó con una de sus mangas una lágrima furtiva que intentó humedecer sus mejillas, y. después, se reunió con su compañero de fechorías para, conjuntamente, realizar en el interior de la casa de los ex-amos de Tristón una «nacionalización» mucho más efectiva y despiadada que las nacionalizaciones de las minas de Patiño, Hoschildt y Aramayo juntas. Pasaron muchos meses y Tristón se convirtió en el perro más temido de la ciudad y sus alrededores. Las personas y los animales temblaban de solo verlo caminar por las calles acompañado de varios perros vagabundos que eran sus guardaespaldas. Donde antes había remedos de carne, ahora existían fortísimos músculos de acero. Sus colmillos habían demostrado que eran capaces de cortar de una dentellada el rabo del can que osaba enfrentársele y más de un guardián del orden había sentido en sus posaderas la presión de sus mandíbulas. En fin, Tristón se había transformado en la pesadilla viviente de toda la ciudad. A pesar de que aún seguía viviendo en la calle, Tristón había encontrado infinidad de recovecos clandestinos y semiabrigados donde se retiraba a descansar cada vez que terminaba su jornada diaria de fechorías. Era el galán más cotizado por innumerables damiselas caninas que iban desde las finas y elegantes collies, hasta las encogidas pequinesas, pasando por las estrafalarias ch ‘apis, pastoras alemanas, proletarias th’ampullis y aburguesadas perritas de lanas. Alguien contaba que Tristón había regado con pequeños tristoncitos varios hogares citadinos, provocando el malestar de los dueños de sus ocasionales pichochas, quienes se enfurecían al ver que esos cachorrillos arruinaban el «perrigree» de sus perras falderas. Y también causaba grandes decepciones caninas, porque los «novios legales» veían que las perras de sus sueños parían muchos críos que, más que ser perros de raza, se asemejaban a futuros canes vagabundos. Las viejas beatas de la ciudad que sumaban más de mil- formaron una comisión ad hoc, de emergencia, para ir a solicitar al Alcalde la inmediata eliminación del perro ganster que perturbaba sus días de rezos Y sus noches de insomnio. Para tal efecto organizaron un té rummy de beneficencia donde reunieron sus 57


buenos pesos y compraron valiosos regalos. Después, las viejas que conformaban la comisión se hicieron acompañar de Lolita (preciosa chiquilla de quince años de la que estaba perdidamente enamorado el sexagenario Alcalde) Y se fueron hasta la Comuna, donde lograron que el burgomaestre les empeñe su palabra de honor de eliminar al temible can. Luego, cuando las viejas de la comisión salieron, dejaron al Alcalde «conversando» íntimamente con Lolita, que, aunque parezca insólito, ya era una experta programera profesional que ofrecía a sus acaudalados clientes, el denominado «servicio completo». Al día siguiente, la totalidad de los gendarmes municipales salieron en busca de Tristón llevando entre sus manos bocados de carne envenenada con la ilusión de que el perro se los comiese; pero, como Tristón ya era matrero Y que además de ser corrido en siete plazas se las sabía todas, optó por retirarse a sus cuarteles de invierno para descansar mientras pasaba la tormenta. Cierta noche Tristón se sintió romántico y, descuidando precauciones, se dirigió hasta el barrio residencial donde vivía la perrita de sus sueñes para contertuliar con ella. Una vez que llegó allí, de un salto formidable venció la muralla que protegía la propiedad y cuando estuvo dentro, emocionado se puso a ladrar llamando a su Dulcinea; más no salló ella sino el secretario del patrón, armado de un arcabuz made in Barrio Chino y, al ver la silueta de Tristón lo confundió con un vulgar raterillo por lo que le empezó a disparar a quemarropa. Como Tristón no estaba hecho en el mismo molde ¬de Kaliman o el Hombre Nuclear, fue herido en el pecho y en las dos patas traseras. Haciendo un esfuerzo sobrecanino (casi escribo sobrehumano) que le consumió todas sus fuerzas logro salir de la casa y emprender la retirada, mas que corriendo, arrastrándose por calles y avenidas. Avanzó más aún la noche, Tristón estaba afiebrado y desangrándose por completo. Se había refugiado bajo un banco de madera, en un parquecillo olvidado de la mano de la Alcaldía y su mente era un maremágnum de recuerdos y sinsabores. Afluían a su cerebro los recuerdos de antaño y le atormentaban los dolores de aquellas incontables palizas que recibiera cuando vivía en el barrio marginal, del hijo de la chola, quien armado de un palo de escoba, se ensañaba con Tristón tratando de medir su grado de resistencia al dolor. Evocaba los frecuentes malestares estomacales que sufría cada vez que comía huesos sucios y podridos y aun le parecía sentir cómo durante las frías noches del verano paceño, la lluvia solía mojarle hasta lo mas profundo de su cuero. Y no tenía fuerzas para restañarse sus heridas con la lengua, y por sus ojos empezaron a brotar lacerantes lágrimas, mezcla de dolor e impotencia por la miserable vida de perro que había llevado hasta entonces. 58


Tristón tenía sed. La garganta le quemaba ferozmente y el dolor de tas heridas le resultaba insoportable. Agobiado por mil pensamientos inenarrables, logró atrapar en el aire un poquito de sueño y apoyando su cabeza entre sus patas delanteras se quedó profundamente dormido. Amanecía sobre la ciudad cuando Tristón escuchó unos pasos que se le acercaban y despertó sobresaltado; pero, al oír la voz amistosa del «Mafias», movió una sola vez la cola -no tenía fuerzas para más- y dejó que éste se le acerque Y cariñosamente le rasque la cabeza. Los madrugadores que salían de» sus casas y los noctámbulos que se dirigían hacia ellas, vieron esa mañana a un hombre que caminaba presuroso por las calles llevando entre sus brazos a un perro herido (o quizás muerto), que parecía dormir plácidamente; más lo que no notaron fue el bulto que el hombre llevaba atado a la espalda, del cual sobresalía la antena de un televisor a colores. Mientras tanto, los gendarmes municipales seguían buscando afanosamente al terrible perro que hizo temblar de miedo a esas viejas encopetadas y emputantes, que tienen por hobby molestar a los curas de sus parroquias con aburridísimas confesiones, además de la mala costumbre de jugar rummy canasta todas las tardes. Tristón recuperó poco a poco la salud y con el transcurrir del tiempo volvió a ser el mismo perro acerado de antes. Algunos meses después, la ciudad nuevamente fue afectada por una psicosis de miedo Y de terror. Innumerables domicilios fueron asaltados por un trío infernal integrado por dos connotados delincuentes y un perro. Nada ni nadie estaba a salvo. Las mujeres y las perras eran violadas sin contemplaciones. Ante esta situación los gendarmes municipales se pusieron a buen recaudo, quedando encargados de la captura del trío efectivos fuertemente armados de la policía. El general Primitivo Metebala, a la sazón Presidente de la República, ofreció públicamente centenares de miles de morlacos por la captura o muerte del trio, mientras que las viejas beatas -y las que no lo eran¬ofrecían en matrimonio a sus hijas vírgenes (según las viejas) al o los héroes que lograran exterminar a los causantes de sus noches de insomnio. Pero nadie salió a enfrentarse con los tres amigos entrañables; y la policía, cansada de buscarlos por, las cantinas, prostíbulos, bares, cines y presteríos, se dedicó a reprimir manifestaciones de obreros que pedían aumentos salariales en calles y avenidas. Y hasta el general Primitivo Metebala, a la sazón 59


Presidente de la República, tuvo que desistir de la recompensa que ofreció, porque el Director del Tesoro de la Nación le comunicó que las arcas estatales estaban aullando por la escasez de metálico contante y sonante. Las viejas beatas -y las que no lo eran- tuvieron que elevar entonces sus súplicas y plegarias a San ¬Román y a San Judo; pero como este tipo de santos no han sido canonizados todavía, sus oraciones se perdían ¬entre los meteoritos y asteroides. Mientras tanto sus hijas vírgenes -vírgenes según las viejasante la inexistencia de un héroe similar a Alain Delon, Charless Bronson o Jean Paul Belmondo, cada noche compraban desesperadamente cantidad enorme de velas y cirios de grueso calibre para calmar sus ansias. Siguieron pasando los meses y una noche, en un prostíbulo de «Villa Cariño», el «Zacarías Todo» perdió la vida y todo el dinero que llevaba mientras jugaba a la ruleta rusa. Al mes siguiente, el «Mafias» cayó desde el piso setenta y nueve del edificio del Banco de Sangre, mientras trataba de escapar con un maletín lleno de coca-dólares y billetes de corte mayor. Al llegar al suelo ya estaba muerto, porque su corazón había dejado de latir víctima de un ataque cardíaco al pasar por el piso trece, y conste que el «Mafias» no era supersticioso, puesto que él aseguraba que eso siempre traía mala suerte. ¿Y Tristón? ¿Qué pasaba con ese pobre animalito del Señor? Bueno, él se había quedado nuevamente solo, y como se sentía un poco viejo Y aburrido, se dedicó a vagar por los barrios periféricos de la ciudad recordando sus buenos tiempos, cuando hacía temblar a todos los animales (racionales e irracionales). Y aunque aun infundía temor y respeto en aquellos que se cruzaban en su camino, nadie levantaba la mano para agredirlo, ni el auricular del teléfono para denunciarlo, porque la plebe siempre ha sabido valorar el coraje de aquellos, sean humanos o animales, que tuvieron el valor de enfrentarse decididamente contra el injusto sistema social en el que tuvieron el k’encherío de nacer. Los moralistas de siempre, viejos corruptos y degenerados, se escandalizaron cierto día al ver el espectáculo que ofrecían en plena calle una perra en celo y un quiltro greñudo unidos fuertemente en sus partes «pornos», rodeados de infinidad de perros que hacían cola para descargar en la perra los chorros pestilentes de sus pasiones contenidas; y como este espectáculo no era apto para menores de veinte ocho años, apedrearon furiosamente a la ramera canina y a sus pretendientes hasta ponerlos en fuga. Este hecho fue comidilla por varios días para las chismosas de siempre, quienes contaban» escandalizadas» 60


los pormenores del coito canino, mientras que con mal simulado pudor se frotaban las nalgas, como si estuviesen celosas de la suerte de la perra. Siguieron pasando los meses y un día domingo por la tarde, Tristón tuvo la mala idea de ir a pasear después de mucho tiempo, por los barrios residenciales de la ciudad, a manera de desanquilosar las oxidadas coyunturas de sus huesos; y, figúrense, cuál sería el sentimiento de frustración que experimentó al ver la Dulcinea de sus sueños, la veleidosa y coqueta perrita de lanas, por la cual casi pierde la vida, acompañada de un formidable bulldog, paseando como dos enamorados. El bulldog no representaba ningún problema para Tristón, porque él se había peleado hasta con tres de ellos poniéndolos siempre en fuga. Pero el dolor que sintió en su corazón fue tan intenso, que se quedo inmóvil en medio de la calle, y por eso no escuchó la bocina de un auto deportivo que se acercaba a gran velocidad y que tras embestir el cuerpo del perro, lo elevó por los aires, estrellándolo treinta metros más allá. La perra lo miró con desdén, y siguió paseando con su galán como si no hubiese pasado nada, dejando el cadáver del pobre Tristón tirado en la calle, en medio de un charco de sangre, atropellado como un vulgar perro. Policarpio Tancara, humilde campesino oriundo de la población de Chamaco Mock’o y que trabajaba en esa época como pichiri (barrendero) de la Alcaldía, lanzó al aire tres carajazos esa madrugada cuando tuvo que recoger el cadáver ensangrentado de Tristón para conducirlo en su desvencijada carretilla hasta el basural de la esquina. Mientras mascullaba maldiciones en aymará, procedió a realizar esa macabra labor, mientras que en esos momentos, en medio del basural, una perra callejera estaba pariendo nueve cachorrillos y en una casa de vecindad, una imillita con espíritu de comerciante, y en esos días escasa de dinero, reunía toda la basura de su casa para ir a arrojarla al único lugar destinado a ese efecto: el basural de la esquina.

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Víctor Hugo Viscarra nació en La Paz el 2 de enero de 1958 y murió 24 de mayo de 2006, fue escritor y cuentista boliviano. Su obra literaria refleja su vida dentro de la marginación, el alcoholismo, las drogas y el crimen; adentrándose en éste siendo apenas un adolescente, y viviendo de él y para él hasta el día de su muerte. Los últimos treinta y tres años de su vida se desarrollaron en la marginalidad; mundo que el escritor conoció a plenitud y que nutrió toda su obra literaria, además de sus investigaciones en torno al coba y la germanía del hampa boliviana (1981). De esta última se publicaron tres ediciones. Formó parte de un sector de la población del cual se conoce muy poco, debido al cerrado círculo que conforman sus integrantes. Viscarra rompe el código de silencio establecido por ese círculo y denuncia no solo las injusticias sociales de las que son víctimas, sino también las situaciones que se viven dentro del mismo, las cuales no siempre son justas, sanas o siquiera humanas. Viscarra no obedece las reglas de la literatura formal, pero su narrativa es tan intrigante y atractiva que parece obedecer al deseo primario y de la primera literatura conocida: la necesidad de escribir sobre lo que el autor pretende expresar sin convertirlo en cuento, novela, ciencia ficción, filosofía o autobiografía. Víctor Hugo hace uso de todo lo anterior, dependiendo del relato, sin hacer una compilación por géneros. Esto convierte su obra en una visión personal y descriptiva de ese «submundo», haciendo de él mismo, en un ente complejo y objeto de un meticuloso análisis psicológico, que refleja traumas, deseos, esperanzas, motivos, gustos, sentimientos, etc. Pudiendo hacernos capaces de entenderlo en parte y, como toda literatura, revivir sus páginas mediante la empatía y la imaginación. 62


JILAÑA

Mauricio Rodríguez Medrano

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Escapé de casa por amor. Fue a finales del 2003, una semana después de que Alejandra viajó a organizar un mitin en la mina de Catavi. En los primeros días de lo que fue Octubre Negro. Ella estudiaba Sociología. Era socialista, a veces anarquista. A veces cristiana evangélica. Yo tenía dieciocho años y cursaba las primeras materias de la universidad. Dejé La Paz como ayudante de chofer en un minibús provincial. Era un Nissan blanco percudido de 1990 llamado Gran Pagador. Tenía el parabrisas trizado y las luces traseras descompuestas. La carrocería algo oxidada. En mi segunda semana de trabajo el minibús fue alquilado para transportar a la banda Real Continental: quince músicos con sacos fosforescentes y pantalones blancos. Don Emilio, mi jefe, al principio se negó. Terminó aceptando por el dinero: veinte veces de lo que ganaba en una jornada. La carretera a Oruro está bloqueada, dijo. Iremos por el sendero del contrabando. ¿Cargo los bidones con gasolina?, pregunté. No seas pendejo. Iremos por la ruta de los contrabandistas. Encendió el motor. Luego de un rato, mirándome de reojo, sonriendo, dijo: —En Taucachi llenaremos los bidones. Los alistas. La segunda parada fue en Ayo Ayo. Mi padre fue compositor, me contó uno de los trompetistas. Lo besó el diablo. Lo templó como deben templarse los instrumentos. Mi padre se perdió en este laberinto de tierra. Fue cuando era niño. Fue en Huari. Lo buscaron toda la noche, pero ningún paisano lo encontró. Lloró de miedo. No del miedo que todos tenemos ante la oscuridad. Lloró al descubrir el horror que te invade al darte cuenta de que estás perdido desde hace mucho tiempo. Desde que naciste. Desde que sabes que nada tiene remedio. Luego está el beso del diablo. De eso jamás me quiso hablar. Cada vez que estaba borracho me contaba la misma historia. Me decía que bebía como el diablo le había enseñado. El caso es que compuso cien morenadas porque fue templado. —También robó cincuenta composiciones a su tío —dijo el platillero riéndose por lo bajo. En todo el camino hacia Ayamayo los músicos cantaron morenadas que trataban de la soledad. De la soledad y el amor. De la soledad y el engaño. De la soledad y el alcohol Caimán. De la soledad y de mujeres extraviadas o raptadas en el altiplano. Pensé en Alejandra y mi garganta estaba seca. Mira a tu izquierda, dijo don Emilio. ¿Ves ese pueblo? ¡Carajo! Yo era joven cuando se inundó. Recuerdo el agua como un espejo que reflejaba todo. Recuerdo los techos oxidados donde esperaba la gente. ¿Qué esperaba? ¿Ayuda? ¿Piedad? ¿Caridad? Nada de eso. Esperaba como esperaron sus abuelos en la sequía, como esperaron sus padres luego de la granizada que destrozó las cosechas. Pero llegaron unos evangelizadores en una barca. Acogieron a la gente en ella. Hablaron de ayuda, piedad, caridad. Y se llevaron a los más jóvenes. ¡Fueron salvados! En agradecimiento cambiaron de nombre al pueblo por el de la barca: Belén. La inundación pasó. Los jóvenes sólo regresaron para recoger sus cosas. Se despidieron de sus abuelos, de sus padres. De su tierra. Se fueron. Yo también me fui con ellos. —Ahora es un pueblo de viejos. Ya desaparecerá. 64


Sol, tierra seca y polvareda: Angostura. Jiska Pampa. Chata. Challavito. Chuiña. Machaca. Colliri. Tirata. Chorocasi. Catuyo. Quisipata. Estancia Rosa Pata. Cerca de Andamarca el radiador del minibús se averió. Se está saliendo el agua, dijo don Emilio. No llegaremos a ningún otro lado. El sol alumbraba poco. Empujamos el minibús hasta la plazuela central. Había un toro de bronce en el centro. Cuando anocheció buscamos alojamiento y ningún poblador nos abrió sus puertas. Estamos esperando una reunión, nos decían. En La Paz dos hermanos murieron. Los militares los mataron. Entonces golpeamos la puerta de una iglesia. Un arqueólogo español llamado Aníbal nos abrió. Cojeaba. Era manco, también tuerto. Esto no es mío, dijo. Pero os dejo pasar la noche con tal de que compren cerveza. Con una caja de cerveza os acepto lo que queráis. —Este pueblo está muerto. Los músicos tocaron hasta el amanecer. Bebimos y nos emborrachamos. Aníbal me contó que en la Guerra Civil su hermano era un rebelde. Intentó escapar por una sierra, pero los militares lo encontraron, lo prendieron, dijo. En La Muiña pararon para comer en una taberna y lo ataron a una argolla que se utilizaba para amarrar al ganado. Después se dirigieron por un macizo en dirección a Montecubeiro, que había sido declarada zona de guerra. Ascendí a escondidas detrás de ellos. Los militares subían alegres haciéndose chanzas, cantando zarzuelas, coplas, como si la guerra hubiese sido parte de la escenografía de papel de una obra escrita por chavales, dirigida por chavales, actuada por chavales. —¡Me cago en la leche! Llegaron hasta la punta de aquel cerro y empujaron a mi hermano al suelo, lo desvistieron, lo voltearon, y su rostro miraba al sol, joder, cantaban con una inocencia que jamás vi, que jamás volví a ver. Luego le quitaron los ojos, le cortaron la lengua. Siguieron cantando. Y lo remataron a palos y a tiros de escopeta. —Fue en septiembre de 1936. Salí tambaleándome de la iglesia al amanecer. Algunos pobladores se reunían en la plazuela y decían que marcharían a La Paz. ¿Era la revolución? Reventaron unos petardos y unos cachorros de dinamita. Y quise llorar como jamás había llorado, pero nada salió. Estaba seco y pensé en dejarlo todo y no regresar a casa. Y caminé sin mirar atrás, perdiéndome por algún sendero del altiplano.

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Mauricio Rodríguez Medrano enseña literatura en el colegio Vida y Verdad. Nació en La Paz, Bolivia, en 1985, y ganó un concurso de cuento en España convocado por el diario «El País» (2013). Ganó el concurso Adolfo Costa Du Rels de escritura dramática (2009). Fue finalista dos veces en el concurso de cuento Franz Tamayo. Es periodista y editor freelance y publica artículos sobre libros y cine en el diario Opinión, de Cochabamba.

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“FILHO DADA” Roberto Laserna

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“y los topos Voraces, como siempre Precisos Indemnes Y la vergüenza Hasta de haber vivido trozos de amor posible” E. Mitre Hay lujos que no todos pueden darse. Por ejemplo, ver la sangre de los caídos. Yo sí, me doy bien seguido ese lujito, como anoche… Llegué tarde, muy tarde para la redada, cuando ya mis compañeros estaban sentados en el jeep, fumando su nerviosismo. Un nerviosismo que amenazaba desarmar el viejo lanrover de tanta tembladera. Siempre lo mismo, salen todos hechos un manojo de nervios, y se descargan pateando puertas, asustando viejas, correteando maricones. Javier ya se dio cuenta de que llego, escucho su voz lejana, burlándose seguramente de mi cojera el muy granputa. Pero ya van a ver, algún día les he de hacer tragar sus bromitas idiotas. -¡Hola Filho Dadá! –me grita desde lejos- parece que el camino se llenó de piedras, ¿no? ¿Para qué responder? Me limito a esbozar una sonrisa que sabe a mierda en esa noche fría. Javier y sus bromas, el “comando quince” que festeja sus burreras. La pistola molesta con su peso mi axila. Otra noche más de la misma faena. ¿Hasta cuándo tendremos este trabajo? Cualquier rato voltean al gobierno y seremos nosotros los que tengamos que salir a la raja, escapando. Por eso es que junto mi platita, por eso. Y cuando llegue el día en que el hambre nos ajuste la comida, yo estaré listo para irme lejos. Bien lejos. Sin estos cuatro cabrones que me ven llegar con sus ojos burláticos. Me saben que siempre quedo rezagado en las carreras, me saben que no puedo abrir las puertas a patadas, y me saben y me envidian el padrino que tengo. ¡El Indio Saravia, un pendejo! -Apurate Cojo, se nos hace tarde –me grita Fermín desde el volante- ya no encontraremos a nadie a estas horas. Aprieto el paso a como puedo, hasta hacer rechinar mis huesos de dolor. -Mejor te quedaras, Cojo –mirando a Javier, sonriendo tras sus palabras el Cholo -¡por ahí es noche agitada! -Sí oye, mejor nos esperas con café caliente en el cuartito –me dicen- así estarás en forma para el interro, no cansado. La idea no es mala, pero me emperro en ir con ellos. Si no conozco al preso, si no veo los rostros deformes por el susto, si no escucho los tontos gritos de suéltelo señor él no ha hecho nada, la noche es incompleta. Además, me gusta que me rueguen, que me supliquen, que me lloren. ¡Qué diablos! -No, voy con ustedes –mascullo entre dientes y trepo con dificultad al jeep que ya comienza a bramar los 68


motores. Sangre de los caídos. Lujito de verla: y no cualquiera, ¿no? No cualquiera puede dárselo. Yo sí, anoche. Uno de los dos huevones que encontramos en la ronda tenía un libro comprometedor. Le ajustamos las clavijas hasta hacerle botar todo lo que quisimos. Claro que… ¡pobre desgraciado! La picana jugando en su estómago, ¡qué sensación! Enchufarla y sentir que en la otra punta algo se retuerce. Y ajustar. Ajustar… hasta que sus gritos se apagan de cansancio. Esas pequeñas cosas son las que hacen que me olvide de mi pierna. Pero, como siempre, alguien interrumpiendo. -Dejá Cojo –quitonea la picana, empujando mi pierna gastada, Javier- ¿no ves que lo vas a matar? Y yo sé que así no más no se mueren estos cabrones. Yo sé, porque tengo experiencia, no soy un novato como Javier, que piensa que todos son tan débiles como él y por eso no ajusta como se debe. Por eso también es que dejamos que él se encargue de redactar y escribir los informes y declaraciones, hasta que se foguee. Además, sabe leer de corrido, bien. En el fondo, yo sé que me admira, porque conmigo aprende a hacer las cosas como es debido. Es que yo sé que todos son más fuertes que yo, y que resisten más mucho más que yo. Ajusto la picana con fuerza, raspándola con precisión donde más duele: si soy un especialista, ¡en cambio Javier! -Tú dedícate a escribir las respuestas y no me jodas –le digo, y me doy la vuelta para mirar al Jefe que sonríe complacido. El me conoce, sabe que trabajo bien. Tienes vocación, me ha dicho varias veces. Pero no, yo antes no era sí. Lo que pasa es que con el hábito uno aprende y acaba gustándole el oficio. Ahora llego hasta a gozar con los gritos, como cuando el pintor quiere negar lo innegable. -Juro que el libro no es de política –grita con voz cansada- es de arte… no sigan… ¡por Dios! –se nota que sufre. Pero a mí me da más bronca que sea tan mentiroso, como si no hubiéramos leído el título. Fermín también se ha calentado, y dejo que él se adelante a tirarle la patada que merece este imbécil. Yo le daría si pudiera, pero esta mi pierna me impide sentir la sensación de la bota hundiéndose en la carne, y ver luego el cuerpo retorcido de dolor, y el grito que sube desde la espalda y se contiene en la sangre, la saliva y los mocos que bota el mentiroso. Veo sonreír y, ¡maldita mi pata encojida! -No, no sigan –lagrimeando el pintor. Javier lo ha salvado con su vengan al café, ¡yastá caliente! Nos llega el momento de descanso y charla: aunque debo confesar que uno no siente el esfuerzo en este trabajo, es tan divertido. Una vez pasamos tanto tiempo interrogando, que en vez de café nos trajeron salteñitas: la noche se pasó volando y era ya de mañana. Pero esas eran otras épocas, estábamos comenzando recién y los que traíamos eran más resistentes, más fuertes. No como éstos que con unas cuantas patadas cantan lo que les pidas y firman tranquilos la declaración que escribe Javier. -No sé qué te pasa esta noche –entre el vapor del café y el humo de su cigarrillo me habla el Cholo- si ese ñato apenas llevaba un libro, ¡no es para tanto, Cojo! Pobre idiota este Cholo, igualito a Javier, no saben. -Tras un libro puede haber toda una organización –repito lo que escuché alguna vez, pausado, para que 69


me entiendan bien, hasta el Jefe me mira atento- esos libros no se consiguen así nomás… alguien ha tenido que dárselo, y a ése estamos buscando, ¿quién es Jefe? –pregunto interesado. Siempre me gusta conocer a quién nos toca sacar la mierda la próxima noche. -A don Diómedes Callao- responde seria y lentamente el Jefe. El sabe. Tiene la lista. ¡Ah! ¡Sería de lindo ver esa listita! A ese Diómedes lo conozco de vista. Hasta en fotos siempre sale. A ver si mañana lo encuentro, saldré a buscarlo y de lejos observaré su cuerpo, registrando los mejores lugares para meterle picana y… -Diómedes Callao –dice el Jefe- a ése lo quiero tener cerca. Hace tiempo que no lo podemos coger, se cuida bastante el muy grandísimo. Pero mañana lo agarramos por distribuir literatura subversiva y aquí le hago cantar todo. Ya van a ver cómo trabajo… ¡ya me van a ver! Como siempre, el Jefe guardándose los peces gordos y dejando para nosotros estos pichiruchis que no aguantan nada… ¡eso me da bronca! -Espera Cojo, no lo jodas todavía terminá tranquilo tu café. -Está bien, Jefe –digo-, pero yo sé que no está bien. A veces creo que él se aburre con este trabajo, ojalá nos dejara solos. Nosotros haríamos cantar hasta en chino a estos cabrones. -Este Cojo es muy maleante, Jefe –se queja Javier- a veces sin necesidad mete picana –siempre metiche Javier- y no lo deja hablar –el muy alcahuete. -Es cierto, Cojo –el Cholo ayudando- a veces no lo dejas hablar por meterle el cepillo –me tienen envidia. Pero el Jefe no quiere entrar en el lío, me conoce y sabe que soy muy capo, que les hago firmar lo que quiera, que… Bueno, yo los dejo, tengo que ir a ver en qué andan los otros grupos –se va-, se va el Jefe… ahora verán… el pintor será mío, mío… Antes de que cierre completamente la puerta escuchamos un grito que viene arrastrándose desde el fondo del pasillo. Otro grupo, me sonrío. -Sigamos –dice Javier dejando su taza al borde de la mesa, cogiendo el lápiz, peinando su bigotillo- se nos hace tarde. Me levanto dispuesto a continuar, pero el dedo de Fermín me apunta diciendo tú no, Cojo, es mi turno. Y me quedo en mi esquina, masticando mis ganas de ver cómo Fermín lo agarra de las solapas y repite las preguntas, una vez, otra vez, y se repiten las respuestas: -Soy pintor…no político –casi llorando el muy marica- y el libro es de pintura… Fermín no aguanta la mentira y ha callado al pintor de un golpe bien medido, Fermín es de los que sabe calcular y dar el puño en el lugar preciso, como ahora: -Habladeunavezhijodeperra –lo sacude gritando- hablaoterompolacara!! -No, no… -suplica humedeciendo sus ojos- ¡Mierda! Mejor me lo dejan a mí, es capaz de conmoverlos con su llanto- ni siquiera es mío el libro –moqueando, preso en sus lágrimas- no es mío… me lo dieron… Ahí salto, es un decir, claro. Me levanto- ¡Quién! –digo- ¡quién! –grito furioso- danos el nombre y te dejamos libre –la cara de Fermín se hace a un lado cuando me ve avanzar- danos el nombre pintorcito –le 70


digo con suavidad. Y su boca cerrada me enerva. Enchufo la picana y se la muestro- si no hablas te meto ésto, lo conoces, ¿no? -y su cara de pánico me da risa- échenle agua –digo carajeando. Esos gritos del pintor hacen cosquillas en mi cabeza. Grita pintorcito, grita de nuevo, más- si no das el nombre te coceré los huevos, ¿oyes? -no por favor, nooooooooooooo Siento el temblor de su cuerpo y ajusto hasta que se calla. -Lo has desmayado otra vez, Cojo -¿recrimina? ¿Fermín? –estaba a punto de hablar y no lo dejas. -No te metas –le digo- no te metas, Fermín, este tipo es asunto mío –para que sepan- vamos, Cholo, despierta a este marica. Javier me mira con cansancio, pensará que soy cruel. Pero no, eficiente, eso es lo que soy, e-fi-cien-te, ya lo han dicho varias veces. Si no les gusta para qué vienen, digo yo. -Ya no, ya no –repite despertando. Está débil, tendré que dejar la picana y… sí. Está bien. Esto no sacude, no cansa. Cantará. -No. Cojo. Guarda la navaja, eso deja huella, sabes que al Jefe… -A la mierda el Jefe –digo- déjenme trabajar, lo que el Jefe quiere es comprometer al tal Callao, ¿no? Pues yo le daré el gusto. -Que conste que te lo advertimos, Cojo. -¡Y basta de Cojo, cabrones! –grito furioso- me llamo Filho Dadá, ¿oyen? ¡Filho Dadá!! Me emputa el silencio burlón con que me escuchan, siempre lo mismo, siempre, todos en mi contra. ¡Mierda! Y empujo la navajita hacia abajo. Lentamente. Chilla pero no se mueve. Seguramente tiene miedo de que se me vaya la mano. Se queda quietito mirando mis dedos que bajan por su pecho desnudo, ajustando la navajita. Los ojos totalmente abiertos observan un hilito de sangre que se desliza hacia su estómago. Los labios colgados han quedado silenciosos. -Ahora hablarás, ¿no? –pregunto, no dirán que no doy oportunidad- a ver, dinos, ¿quién te dio el librito? -Fue… -y mira su sangre, temblando la nariz de pavor levanta los ojos- fue… Mariela Gon… -¡No! –le interrumpo gritando, qué cree este tipo- no fue Mariela, fue Diómedes Callao, ¿no es cierto? Y su cara de estúpido preguntando: -¿Quién? –el muy osado- ¿quién? Si será bruto. -Dio me des Ca lla o, él fue, ¿verdad? –y le muestro la navajita para que entienda. La acerco hasta su herida que casi ya no sangra, y empujo hacia abajo, suavito. -Nooo… basta… ¿Dónde está el que cogieron anoche? –por la puerta entreabierta el Jefe. Con esfuerzo me levanto del suelo y lo miro satisfecho, orgulloso. Se pondrá contento y mañana, mañana aprovecharé para charlarle de un aumento Jefe no sea así. Y lo hará. Me admira. -Muéstreme lo que ha firmado -Javier se acerca sonriente, esgrimiendo su victoria, y se la entrega- bien, 71


muchachos –cierra la puerta sin despedirse. Fermín me palmea el hombro. Ya podemos descansar. El Cholo se acerca al pintor para poner un pañuelo en su herida. Já, la cara agradecida del marica. Tanto gritar para eso, debe estar pensando, una firma. Una simple firma. -Comando quince, a la oficina principal. Nos miramos interrogando al aire. ¿A qué se debe? Nunca lo hacen. -Al Jefe no le ha gustado ver sangre –Fermín. -Lo has maltratado sin necesidad -Javier -Eres muy sanguinario –el Cholo. La misma cantaleta de siempre. Todos echándome la culpa. Si ya veo sus caras de “yonoluicejefuelcojo”. Cobardes. Toditos. Cabrones. Todos. -Entren –la voz soñolienta del Jefe de Comandos- este es el Quince, mi coronel ¿El coronel? ¿En persona? Parece que el tal Diómedes es algo serio. Se levanta el coronel. Gordo, gordo y con mirada de mujer. (¡¿el coronel ?!), nos chequea con la vista a los cinco, hasta que se decide a hablar: -¿Ustedes son los que han hecho firmar esta declaración?…¿estúpidos? Todos miramos a Javier que la escribió, el muy cojudo baja la cabeza, dispuesto al castigo. -¿A quién creen que van acusar con esta porquería? –sigue el coronel, resonando sus pisadas alrededor de nosotros- Callao es un personaje importante, que necesitamos tener aquí… no, no lo podemos coger así nomás… por su influencia. Y encima ustedes piensan que lo podemos tomar con este papelucho? ¿Eh? Javier se rasca la cabeza, busca palabras. -En vano se han gastado eta noche –dice furioso el coronel- son una punta de tarados –y se dispone a leer la declaración- “…sin presiones y con total dominio de mis facultades mentales, afirmo que ha sido el señor Diómedes Callao el que me ha entregado con fines de adoctrinamiento subversivo el libro titulado EL CUBISMO, UNA LINEA Y UN ESTILO…” –se sacude en risa el coronel: Nos miramos desconcertados, ¿qué tiene eso de raro?, era el libro que llevaba el tipo cuando lo agarramos, ¿? -¿No saben leer, idiotas?! –nos mira, se peina con los dedos, pasea nervioso el coronel- este libro ha sido editado por la Secretaria de Educación, ¡bestias! ¿Es que realmente no saben leer? La verdad que no. Leímos el título y basta, luego cumplimos órdenes. No es nuestra culpa. Le hicimos firmar lo que querían, ¿no? Acusar al tal Callao era lo importante, ¿no? Pienso, pero no digo nada. Callado nomás estoy, el coronel furioso estruja el papel. Esta declaración no sirve para nada. El tipo ése, al que han jodido tanto, no tiene nada que ver –el Jefe también baja la cabeza, impresionado por las palabras del coronel. Debió haber revisado las pertenencias del pintor, debió, pero ya es tarde. Ni modo- lo peor –sigue el coronel- es que ahora no podemos largar a ese hombre así nomás. Puede armar tremendo escándalo –mira al Jefe- ¿alguien vino a reclamar por él? …-tarda en responder el Jefe- …nadie, mi coronel. -Bien…nadie lo ha visto, ¿entienden? Nadie. ¡Salgan de una vez! 72


Al cerrar la puerta escuchamos que mejor al grupo tres, que eficaces, que estos brutos. ¡Mierda! Después de esto ni hablar de aumento, que se frieguen. Yo, por lo menos, me he dado esta noche un lujo que no todos pueden darse, ver la sangre de los caídos, y oír que me suplican, que me lloran, que me ruegan. ¿Cojo? Já ¡Filho Dadá, granputas! ¡Filho Dadá!

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Roberto Laserna (nació en Cochabamba – 1953) es un escritor y economista nacido en Bolivia. Obtuvo el doctorado en la University of California, Berkeley en planificación regional y urbana. Como escritor, ha publicado en el género de cuento, con el que obtuvo el Premio Nacional Franz Tamayo en 1976. En el campo de la investigación social ha realizado estudios sobre pobreza urbana, política antidrogas, desarrollo humano, movimientos y conflictos sociales, rentismo y democracia. La democracia en el ch`enko es uno de sus más recientes libros y en él explica cómo funciona una de las causas menos estudiadas del estancamiento económico: la heterogeneidad estructural. En un libro posterior, «La Trampa del Rentismo» Laserna trabaja en colaboración con José Gordillo y Jorge Komadina y exploran la influencia que tiene la abundancia de recursos naturales sobre las instituciones políticas y la cultura económica. Fue Profesor en la Universidad Mayor de San Simón, y ha pasado temporadas enseñando en la Universidad del Pacífico (Lima) y en la Universidad de Princeton (2003–2004). Es investigador de CERES, un centro académico privado con sede en Cochabamba y es Presidente de Fundación Milenio, un centro de pensamiento y debate económico que tiene oficinas en La Paz.

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EL OJO

Liliana Colanzi Serrate

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A ella le cayó mal desde que él la dejara plantada a última hora para un trabajo de grupo durante el primer año de la universidad. Estoy enfermo, dijo él por teléfono con el tono de voz neutro de quien no reclama simpatía, y ella ofreció hacerse cargo del trabajo. Esa noche, mientras ella regresaba a casa en el auto de su madre —el trabajo hecho y cuidadosamente copiado en una flash memory—, lo vio caminando por la calle de un mercado junto a una chica goth, las manos en los bolsillos y la mirada fija en algún punto en la distancia. La chica le pareció un vampiro con zancos que movía agitadamente las manos mientras hablaba; él, en cambio, se limitaba a asentir, la cabeza un poco inclinada, avanzando hacia la oscuridad de la calle. Se quedó paralizada en medio del tráfico, demasiado aturdida como para decidirse a avanzar o llamar al chico por la ventanilla del auto. Más tarde, mientras cenaba con su madre, regresó una y otra vez a la misma imagen, a la expresión atenta de él y a la chica vestida de negro, semejante a una urraca o una viuda. Sintió náuseas. Estás rara, le dijo su madre, escrutándola por encima del plato de raviolis. Algo has hecho. Simplemente estoy cansada. ¿Es un hombre?, insistió la madre, y la chica negó con la cabeza y se puso colorada. La madre acostumbraba a revisar el kilometraje del auto cada día para asegurarse de que no se fuera a otra parte en las horas en que debía estar en la universidad. La madre prosiguió: El Enemigo viene disfrazado de ángel, pero su verdadero rostro es terrible. No te olvides nunca de que llevas su marca en la frente. Él conoce tu nombre y escucha tu llamado. La madre hizo la señal de la cruz y la chica se atragantó con un raviol. Hipó. Muéstrame las manos, ordenó la madre. Mamá, protestó nerviosamente, pero la madre insistió. La chica colocó con reticencia las manos pecosas, de uñas mordisqueadas, sobre el mantel a cuadros. La madre las inspeccionó y, con un gesto rápido, se las llevó a la nariz. Basta, gritó la chica, desasiéndose, y corrió a su habitación. Echó el cerrojo a la puerta y se tiró de bruces en la cama, donde sus muñecas —regalos de su madre que no se atrevía a arrojar a la basura— la observaban con sus implacables ojos de vidrio. Todavía la abrumaba el peso de la traición del chico. Cuando el profesor 76


explicó días atrás que los trabajos se realizarían en grupo, ella se acercó de inmediato a él: lo había escogido. Era la primera vez en su vida que tomaba la iniciativa. Al pensar en lo que había arriesgado mintiéndole a su madre para poder reunirse con él, en lo comprensiva que se había mostrado ante su enfermedad ficticia, en el tiempo que le había tomado hacer la parte del trabajo que le correspondía a él, en el maquillaje estridente de la chica gótica, algo en ella se agitaba como ante la presencia de una víbora. El mundo, de pronto, era un lugar hostil. Quería graduarse con honores para después postular a un doctorado en el extranjero y así alejarse para siempre de la estricta vigilancia de su madre, de su Ojo que lo abarcaba todo. La mentira del chico era una afrenta personal, un atentado contra el futuro que había diseñado para sí misma, contra su idea de la felicidad y del mundo, y de pronto se sintió impotente y estafada y a punto de llorar. Corrió al baño, montó el pie sobre el inodoro y se levantó la falda. Tomó la navaja y, sin un solo suspiro, se hizo un corte transversal en el muslo, donde desvanecían algunas cicatrices antiguas. Luego se dio tres, cuatro, cinco cachetadas veloces, hasta que el espejo del baño le devolvió la imagen de sus mejillas encendidas. Entonces se acomodó el cabello detrás de la oreja, se limpió la sangre del muslo con un pedazo de papel higiénico que tiró al inodoro y luego volvió a la cama, donde permaneció leyendo El maravilloso secreto de las almas del Purgatorio, de Maria Simma, hasta quedarse dormida. Al día siguiente llegó a la universidad con el trabajo impreso. Había borrado el nombre del chico. Anticipaba su reacción cuando se enterara de las consecuencias de su mentira: el trabajo final era decisivo para aprobar la materia. Lo imaginaba confundido al verse descubierto, tartamudeando excusas para finalmente rendirse ante la evidencia de su engaño. Dejaría que le rogase un poco antes de volver a escribir su nombre en la carátula en un último gesto magnánimo, para enseñarle que ella sabía perdonar. Solo entonces el orden de las cosas sería restablecido. Sin embargo el chico no llegó jamás a clases y ella entregó el trabajo sin su nombre, y no supo más de él ni intentó acercarse nunca más a nadie. Por entonces la madre había comenzado a olisquear la ropa interior de la chica a sus espaldas, e insistía en dejarla en la puerta de la universidad y en pasar a buscarla todos los días, a pesar de que se trataba de una precaución inútil. Mi madre tiene razón, pensaba la chica. Llevo una marca que me separa del resto como el fuego. No había forma de borrar la marca, de disimularla. Así que se empeñó ciegamente en conseguir notas perfectas, hasta que una profesora la llamó un día a su oficina y le informó que no le daría la nota máxima aunque hubiera cumplido con todas las tareas. Usted, señorita, lo que tiene que hacer es aprender a desobedecer, le dijo, mirándola con impaciencia. O mejor dicho, aprender a pensar por usted misma, que no es lo mismo que memorizar. La chica ——que amaba y temía a la profesora—— se ruborizó violentamente, apretó la mochila contra el 77


pecho y no dijo nada. Usted confunde inteligencia con memoria, repitió la profesora. La chica no levantó los ojos. Un temblor imperceptible le cruzó los labios. La luz de la tarde hizo resplandecer las partículas suspendidas en el aire. Eso era lo que tenía que decirle, dijo la profesora. La chica murmuró una disculpa y corrió a encerrarse en uno de los baños de la universidad. Las paredes estaban cubiertas de garabatos superpuestos: Puta la que lee esto viva el pichi Yeni ve visiones FEMEN viva el MAS mujeres libres, lindas y locas TE VOY A MATAR PUTA DESGRACIADA. El corazón le golpeaba enloquecido. Se inclinó sobre la tapa rota del inodoro y empujó dos dedos hasta el fondo de su garganta. La comida del almuerzo salió casi sin esfuerzo, convertida en una papilla amarillenta. Utilizó los dedos hasta escupir un líquido amargo que le incendió la garganta, pero el alivio tardaba en llegar. Desde el inodoro, emergiendo en medio de una burbuja de vómito, vio aparecer al Ojo. Carecía de párpado; sin embargo, la chica reconoció en el iris azul oscuro la mirada —¿burlona? ¿amenazante?— de su madre. El Ojo —¿era posible? — sonreía. Largó la cadena. Un chorro de agua se llevó al Ojo y a los restos de la masa amarillenta. Antes de salir del baño, la chica miró varias veces por encima del hombro para cerciorarse de que el Ojo no volviera a aparecer flotando desde las cañerías. A partir de ese día agudizó todos los sentidos. Esperaba aquello que iba a suceder, porque algo estaba claramente a punto de suceder: debía ser importante para haber despertado al Ojo. El Ojo —así lo había entendido— era la señal. Por eso no sufrió ni se tajeó los muslos cuando la profesora le dio una nota mediocre por el trabajo final –con un solo comentario: “¡Piense!”— ni se inquietó al descubrir a su madre cada vez más absorta en el bordado del camisón que quería llevar puesto al momento de su muerte. Su madre, no tuvo dudas, también esperaba. Faltaban pocos días para la Navidad cuando se encontró con el chico en una calle del centro. Ella caminaba mirando la nieve artificial de las vitrinas cuando chocaron de frente. Él la saludó como si nunca hubieran dejado de verse en todos esos meses. Durante ese tiempo, notó ella, la cara de él había perdido la redondez de la infancia. Era una cara hermosa, afilada y distante. La cara de alguien que aún no es del todo adulto pero que nunca ha sido un niño. Ella cruzó la mano instintivamente sobre su cartera. Él dijo que iba al cine, ella no se sorprendió cuando la invitó a acompañarlo. Pensó en su madre esperándola en la casa, observando a intervalos cada vez más breves el reloj de la cocina mientras bordaba el camisón a velocidad alucinada, pero ya sus pasos iban tras los del chico. Durante el camino se dijeron poco. Ella le preguntó tímidamente por qué había abandonado la universidad. Él contestó que la universidad lo 78


aburría y que ahora tenía una banda de rock. A esto ella no tuvo mucho qué agregar; por suerte el chico caminaba con los oídos cubiertos por los audífonos de su iPod. En la taquilla del cine cada uno pagó su propia entrada. Era la función de la tarde y una pareja de niños se entretenía arrojando pipocas al aire varias filas más adelante. Apenas se apagaron las luces y las letras ensangrentadas anunciaron el nombre de la película, los dedos de él se cerraron sobre su muslo. Tú eres aquel que viene y toma, pensó ella, y un espasmo le recorrió la espalda con la intensidad de un relámpago. En la pantalla un enorme monstruo verde se deslizaba en medio de una selva tenebrosa. Se estremeció. El Ojo acababa de brotar de entre el follaje de los árboles y ahora se dirigía flotando hacia ella; se detuvo a pocos centímetros de su butaca, brillando acusador en la oscuridad. Procuró espantarlo cerrando los ojos. Llevas la marca de tu origen en la frente, le susurró la voz de su madre al oído. Pero la lengua del chico le hacía cosquillas en la oreja. Pequeño cordero en la colina, rezó, corre lo más rápido que puedas, tu vida ni siquiera empieza, ni siquiera ha empezado. El chico le succionó los dedos de la mano, uno a uno, mientras sus propios dedos buscaban el camino hacia la boca de ella y en la pantalla una mujer aullaba, arrollada bajo una cosechadora mecánica que avanzaba enloquecida. Las tripas de la mujer salieron volando a un costado. La chica soltó un suspiro y mordió a ciegas las yemas de esos dedos que hurgaban en su boca. Yahvé Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, chilló enfurecida la voz de la madre, y las butacas del cine se elevaron unos centímetros por encima del suelo. Los niños de la fila de adelante gritaron de placer. El chico se abrió la bragueta, y sosteniendo a la chica por el cuello, forzó su cabeza sobre su verga. La chica empezó a a chupar, a ahogarse con los pelos de él, que la sostenía por la nuca y los cabellos sin delicadeza alguna, y entonces ella fue tocada por el rayo de la gracia como un haz cegador de luz que la inundaba. Entendió que había sido traída al mundo para ese momento, y que todo lo que había sucedido hasta entonces no era otra cosa que una preparación para ese encuentro, para el momento de una revelación que la superaba y ante la cual se rendía por completo, como ante la corriente de un río bajo el sol del mediodía. Era el chico quien la había elegido. El chico había esperado desde el principio de los tiempos el momento en que, a través de ella, echaría a andar los motores de la gran destrucción. El chico era el Enemigo del que siempre le había hablado su madre, pensó, maravillada, y su propia vocación —ahora lo sabía— había sido la de abrir las compuertas del vacío. ¡Qué destino el suyo, el de propiciar la llegada de la noche de los tiempos! ¿Estás bien?, murmuró el chico, algo molesto, subiéndose la cremallera del pantalón, pero a ella —la cabeza aún apoyada en su entrepierna— ya no la alcanzaban las palabras. El Ojo había desaparecido y la chica podía sentir en sus huesos el crepitar de las primeras bolas de fuego que se dirigían hacia la tierra. Había empezado.

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Liliana Colanzi Serrate nació en Santa Cruz, Bolivia, el 27 de marzo de 1981. Estudió Comunicación Social en la UPSA de Santa Cruz, y obtuvo una maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Cambridge. Y es doctoranda en Literatura Comparada de la Universidad de Cornell. Trabajó como periodista en varios medios impresos como el Deber, El Nuevo Día y Número Uno. Ha colaborado en: El País, Letras Libres, Americas Quarterly, The White Review, El Desacuerdo y Etiqueta Negra. En 2009 fue coeditora de Conductas erráticas y en 2013 editó la mini-antología de cuento Mesías. En 2010 publicó su primer libro Vacaciones permanentes, le siguieron La ola, de 2014, y Nuestro mundo muerto, de 2016. Obtuvo el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada 2015.

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LA REINA DEL CAFÉ

Gonzalo Lema

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A Ramón Rocha Monroy 1. La callecita salía ancha de una esquina de la plaza principal, cruzaba pronto una avenida y de inmediato angostaba la cintura y se volvía coqueta, colonial e histórico turística hasta dar de lleno con el río serpenteante. Las casas apretadas, trepadas unas en otras, con idénticas puertas, con inmensas cerraduras, de una sola planta y tejas negras ondulantes y sobresalientes, se prestaban a la confusión de la gente. La lluvia calma de más de un siglo y medio había terminado lavando las fachadas, aparejándolas, convirtiendo la realidad en un todo que se debatía entre la recuperación histórica del casco viejo o la demolición de raíz para dar lugar a los rascacielos. Toda la vida o toda la muerte. Semejante decisión dependía siempre del alcalde, pero pese a la democracia y los sucesivos gobiernos municipales, ninguno de ellos se la jugaba por nada. El paso del tiempo lo haría todo: las derrumbaría. Parado en la acera del frente, beneficiándose apenas por la sombra de un alero de tejas a punto de derrumbarse, el investigador privado Santiago Blanco tenía dificultades para retirar su barriga del sol. Ya había mirado de una esquina a la otra cada una de las casas y se aprestaba, entretenido como nunca, a volver a hacerlo. La numeración no era correlativa sino arbitraria, y algunas la tenían, pero la mayoría no. Ese dato no servía de nada, porque obligaba a revisar cada puerta, cada pared, hasta hallarla pintada a medias, o borrada a medias por la lluvia y el viento, y sospechar que tampoco era la numeración que se buscaba. A veces se abría una puerta. Cuando eso sucedía, salía una persona a husmear en la acera como un tordo ante la sorpresa de la jaula abierta. Casi de inmediato salía un perro ordinario. Los dos viejos desde hacía tiempo. Y sólo una vez llegó uno y se paró sin dudas frente a su puerta, escarbó en sus muchos bolsillos y sacó una llave inmensa, con dientes hambrientos, y se metió en su casa trepando una grada alta. Un retazo de patio cuadrado y más de una maceta con flores se dibujó como un fulgor al fondo. La observación continuó un momento más. La calle tenía una iglesia de piedra, inmóvil desde siempre en el tiempo, hermosa y muda como vigía alerta. En la otra esquina, una casona colonial, recuperada del estrago para beneficio de la cultura, mantenía sus puertas cerradas por falta de dinero. Y casi frente a ella, otra casona lucía el techo desfondado del todo, paredes a punto de doblarse, y echando polvo sin cesar como si se tratara del tren de la vida corriendo afanoso hacia la muerte inalcanzable. Después, el silencio. El viejo vecindario se dedicaba a tomar sol en el patio con baldosas de piedra. Los afortunados a cargo de alguien tomaban un poco de té o un poco de mate de manzanilla. Quizás remojaban galletas de agua en la piscina de sus bocas con paredes de encías despobladas, hacía años, de dientes. Pero los otros viejos estaban solos, y seguramente oraban sin cesar arrepintiéndose de sus 82


pecados. Les daba miedo la muerte, pero la vida ya no les servía para nada. Y tampoco los tomaba en cuenta. Había que marchar. Un rayo de sol refulgió en un pedazo de placa. Santiago Blanco cerró un tanto los ojos y trató de leerla. Se lo impedía la tierra seca, las manchas de pintura y el cansancio de sus ojos. Se despegó de la pared y cruzó toda la calzada sin mirar a los costados. Por la calle no pasaban ni bicicletas. La placa decía en letra molde: Morada del poeta laureado Jacinto de Rodríguez Aranibar. Y la puerta lucía un aldabón con la cabeza pesada y desmochada de un león. El investigador se sonrió. Aplicó tres golpes secos en la puerta y pensó en los pistoletazos de cien años atrás. ¿Quién vive? ¿Y quién muere? Cosas así. Una niña de pollera le abrió la puerta y se quedó mirándolo curiosa y sin palabras. El investigador se sonrió y le acarició la mejilla con un dedo. -Busco a don Jacinto -le dijo-. Soy su paisano Santiago Blanco. Él se va a acordar de mí. La niña lo escuchó atentamente. Tenía los ojos negros, bellos como las aceitunas relucientes, la tez del color del cobre y las mejillas rosadas de salud. Se puso a jugar con sus trenzas un momento. Luego cerró la puerta en sus narices y se la escuchó correr por el patio gritando a voz en cuello al viejo. Santiago Blanco retrocedió a la calzada para observar mejor la casa. A diferencia de las demás, esta tenía dos ventanas y dos puertas. Parecía un tanto apretada, como forzada por las divisiones de herencia que practicaban los hijos. Pensó que por dentro estaría canibalizada con mamparas y hasta paredes. La imposibilidad de llegar a un acuerdo hacía destrozos absolutos en el patrimonio urbano. La puerta volvió a abrirse y reapareció la niña. Santiago Blanco pudo ver algo del patio interior: unas flores y una calva reluciente. -Dice que no se acuerda –le dijo. También se metió un dedo a la boca y empezó a chuparlo con ganas. El hombre no se desanimó: -Dile que él me mandó a llamar. La niña volvió a cerrar la puerta. Sus pasos resonaron en el piso de piedra. Santiago Blanco retrocedió unos pasos más y se cobijó feliz bajo la sombra mezquina del techo del frente. La puerta volvió a abrirse y la niña apareció con la misma expresión de la primera vez. Santiago Blanco le sonrió divertido. Incluso le batió la mano indicándole dónde estaba. 83


-Dice que “para qué” –dijo la niña. El investigador se desconcertó: -¿Que “para qué”? -Sí. -No sé “para qué”. Él tiene que decírmelo. La puerta se cerró. Santiago Blanco frunció el ceño. El sol le daba de lleno en el cuerpo a partir del pecho. De inmediato sintió que sus axilas se zafaban de control y liberaban hilillos continuos de traspiración que caían sobre el pedazo de carne y grasa de sus laterales. Y una corona de perlas se le formó en la frente superior, cerca al nacimiento de la cabellera indócil. La puerta se abrió. -Pase –dijo la niña, y lo miró con sumo cuidado y detalle. -¿Se acordó de mí? –preguntó irónico Santiago. -No –dijo ella, muy sincera. Santiago Blanco se detuvo en el corredor de ingreso. La niña decía que el poeta no se acordaba de él, y él se acordaba apenas del poeta, porque cuando el señor visitaba el huerto de su tía Julieta, él tenía como máximo cinco años. Pero también lo había visto en algún suplemento cultural, con algún poema suyo a los pies. No había leído más que el verso de arranque, y hasta pensó que se trataba de un homenaje póstumo. Después lo cortó a cuadraditos, que era lo que le sucedía a todo suplemento apilado en el baño. Y seguramente jaló la cadena. El viejo se mecía en pleno centro del patio, rodeado de macetas con flores, con las piernas abrigadas por una gruesa colcha. Tenía la calva en el puro hueso, aunque una pelusa fina, que antes había sido pelo, bordaba los dos parietales como si fuera basura de algodón. Los dos ojos brillaban con intensidad y potencia en los globos amarillos, como huevos criollos recién pasados por el agua hervida. Y los pómulos desafiantes parecían a punto de perforar la piel pecosa y lunareja. La boca lucía intacta con las placas de buena calidad y los dientes parejos aunque muy grandes. -Don Jacinto –saludó Santiago Blanco y estiró la mano con afecto. 84


El viejo comenzó a temblar de frío. No sacó las manos de debajo la colcha. Ni se movió. Tan sólo giró los ojos hasta posarlos en el hombre que lo saludaba. No cambió de expresión. -¿Está chocho tu abuelo? –le preguntó a la niña apoyada contra una de las columnas del patio-. Me parece que está en la edad de destejer lo que antes tejió. ¿Tú lo cuidas? La niña asintió. Lo cuidaba hasta que llegaba su mamá, que además se lo cocinaba y le daba de comer dentro la boca. También limpiaba parte de la casa y regaba las plantas. -No es mi abuelo –dijo, después de un momento-. Es padrino de mi mamá. De Punata somos. Como vos. Santiago Blanco suspendió las cejas, divertido. La niña era una luz. Pero luego fue conciente de que el viejo era una tumba. ¿En qué momento se le ocurrió buscarlo? Una señora de pollera, con sombrero duro en base a cal, lo había buscado en el edificio para decirle que don Jacinto, que era el hacendado próspero de Punata, quería verlo en su domicilio. “Si lo visitas, te lo va a agradecer”, le dijo. Y afectuosa, como toda la gente del campo, le regaló un quesillo fresco, blanco y húmedo que le abrió el apetito de par en par. Santiago Blanco se había quedado haciendo memoria. Don Jacinto aparecía en los extramuros del pueblo en cualquier momento. A veces a pie y con bastón, y a veces en caballo y con chicote. Siempre saludaba a quien se le cruzara en el camino. Y, si era una mujer, tomaba con toda la mano la copa del sombrero y se lo sacaba de la cabeza como un caballero español. A la tía Julieta le encantaba ese gesto. “Parece un pavo real”, comentaba, y seguía dando vueltas al chancho trozado en el inmenso perol de cobre. “O un gallo de pelea”. Don Jacinto era el galán exitoso del pueblo. También un gran patrón. Los indios no tenían queja. Y se sabía que escribía poesía que se publicaba en un afamado periódico de Buenos Aires. La gente lo quería y respetaba. -¿Ha perdido la memoria? –preguntó Santiago-. ¿Ya no habla? -Habla –dijo la niña-. A ratos se pierde, pero a ratos vuelve. Esperá un ratito en ese asiento. Mi mamá ya va a llegar. Santiago se sentó en un asiento de lo más incómodo, de estructura de fierro y superficie de hilos de plástico que se le metieron en la carne de las piernas. Y, unos minutos después, en la carne de la espalda. El viejo no lo perdió de vista en ningún momento. Ausente, aunque con la mirada viva, estuvo atento a sus movimientos y expresiones sin que un solo músculo de la cara se le moviera. Tampoco del cuerpo. La 85


niña les invitó un refresco de durazno hervido y dejó los vasos sobre una pequeña mesa con superficie de vidrio. Al vaso del viejo le clavó una pajita y luego se lo acercó a su boca. El viejo dejó que la pajita jugara entre sus labios y dientes, pero no hizo el menor esfuerzo por absorber el refresco o más bien rechazarlo. Entonces ella lo dejó nuevamente sobre la mesa. -Ya va a volver –dijo. Santiago se aburrió de la mirada fija de don Jacinto y se puso de pie. Tenía la camisa empapada de traspiración, igual que la parte superior de los pantalones y el calzoncillo, y una suerte de mal humor súbito y creciente. A la niña le preguntó dónde quedaba el baño y decidió echarse agua sobre medio cuerpo y sentarse en el inodoro unos buenos quince minutos para descansar del sol. Un minuto antes de que venciera el plazo, la señora de la víspera se hizo sentir hablando a gritos. -¡Susana! ¡Susana! ¿Por qué has dejado solo a mi padrino? Y encima bajo el sol. ¿Qué quieres? ¿Que le duela la cabeza? –rezongó. La mujer se acercó al viejo y lo ayudó a pararse. Lentamente lo llevó a la sombra, lo dejó de pie, y le aproximó la misma mecedora. En ese instante apareció Santiago Blanco. La señora pegó un grito del puro susto. La niña se rió muy divertida. -¿De dónde te me apareces? –le preguntó al hombre-. ¿Acaso eres un fantasma? Aquí nomás te he visto. Santiago Blanco se sonrió. La doña era una mujer muy simpática. Se le acercó y le dio un beso sonoro en la mejilla gorda y dura. También quiso abrazarla un rato, pero ella se zafó de sus brazos. -¡Qué bien que has venido! –comentó. Al mismo tiempo le hizo una seña a su hija-. Yo pensé que no ibas a venir. Y mi padrino quiere pedirte un gran favor. Santiago asintió. A él le gustaba la formalidad, porque pensaba que así la vida funcionaba bien. ¿Cómo 86


podía funcionar de otro modo? Cuando la gente llegaba a un acuerdo, a un compromiso, a un convenio, debía dar el paso adelante para honrarlo. Entonces la vida se ponía más linda y daba la pena vivirla. La niña apareció en el patio con un vaso de durazno hervido. La doña se lo tomó sin una sola pausa. Le pidió a su hija que sirviera otra ronda. -Es la señorita de la casa –dijo, orgullosa-. Es hacendosa. Todo sabe hacer. Parece una mujer de verdad. Santiago asintió. -¿Usted sabe para qué me busca don Jacinto? –se animó a preguntar. -Algo sé –dijo la doña-. Pero siempre es mejor que te lo diga él, con sus palabras. Ten un poco de paciencia. La niña volvió a aparecer en el patio con una fuente de vidrio llena de dulce de leche. Les ofreció que lo probaran con una cucharilla. Santiago aceptó. Su mamá se enojó que estuviera con dulce en la mañana. Y ella se chupó un dedo con picardía. -Todo sabe hacer –repitió la mujer-. Por eso la cocina funciona todo el día. No le da descanso. Al cabo de un momento, la niña volvió a aparecer con compota de membrillo. A Santiago se le hizo agua la boca. La mujer la volvió a reñir. -Dejanos conversar –dijo, y le hizo señas para que se fuera-. Le gusta que la piropeen. Sabe cocinar, sabe repostería y sabe mantener la casa. Es la preferida de don Jacinto. Le hace fiestas cuando vuelve. -¿Y vuelve seguido? -preguntó Santiago mirando su reloj. -Seguido –dijo ella-, aunque por temporadas. A veces no vuelve días enteros. Pero no está así ahora. Ya va a volver. Parece que cuando le da hambre, vuelve. ¿Qué hora tienes, pues? -Son las doce en punto –dijo Santiago-. ¿A qué hora almuerza? -Justo a esta hora –dijo la mujer. Luego gritó a su hija-: ¡Susana! ¡Es mejor que calientes la comida! Santiago se asustó con los gritos. Miró al viejo, pero no advirtió nada raro en su semblante. Parecía un retrato pintado con polvo de arroz. Pecas y lunares distribuidos con gotas de café. 87


El viejo también lo miró. De pronto movió la boca y se reacomodó las placas. Los dientes se retiraron un tanto al fondo de la caverna, parejos. Un ruido de fusil amartillado sonó en su interior. -Clarito es –dijo la mujer-. Ya le ha dado hambre. ¡Susana! ¡Tienes que servir para los dos caballeros! ¿Qué te has preparado? La voz de la niña llegó de inmediato: -¡Falso Conejo! ¡Con fideo! Santiago Blanco sintió un retortijón en las tripas. -Que no se olvide de la llajua –dijo una nueva voz. 2. Don Jacinto estiró la mano y saludó afectuoso a Santiago Blanco. Él lo había conocido así, pequeño, en el huerto de doña Julieta Blanco. Era un muchacho inteligente aunque algo retraído. Le gustaba ayudar a su tía en la venta del chicharrón. Y era su compañerito. Él llegaba a visitar a Julieta y se sentaba bajo la sombra de ese enorme pacay. La huerta se abría ante sus ojos y muy pronto llegaba un cántaro de chicha para refrescarse. Punata era una verdadera acuarela de colores suaves llenos de agua. La gente gustaba de ser obsequiosa. Las lluvias del verano inundaban los campos facilitando una vida fácil, casi regalada, de los campesinos. Y él se inspiraba con todo eso, porque siempre fue un devoto de la felicidad. -Hay que trabajar para que la gente sea feliz, muchacho –le dijo. El viento de las palabras chocaba inútilmente contra el parapeto cerrado y alto de los dientes amarillos-. No hay mejor misión en la Tierra. Santiago lo escuchó con el rostro metido en el plato de comida. Todo el vapor le procuraba una satisfacción adicional al sabor dulzón de la carne apanada y metida a una olla para que se cociera en su propio jugo. Luego el macarrón revuelto en huevo, tomate, cebolla y quesillo. Y un par de papas harinosas apostadas a un costado. Más la llajua. El placer y el calor habían terminado cambiándole el color a su camisa. El viejo continuó: -Yo empecé a escribir poesía desde la escuela. Los niños se me burlaban. Pero mi madre, que también escribía, me alentaba en el esfuerzo. Así que llenaba cuadernos con mis cosas, con perseverancia. Y a veces se las mostraba a alguien. Me quedaba quieto, sufriendo, esperando el veredicto. Y me ponía muy contento cuando más bien me alentaban. Eso me pasaba siempre con Eleonora, claro. Santiago Blanco alzó el rostro, bañado en vapor, del plato. De pronto pensaba que ese nombre le decía 88


algo. El viejo así lo comprendió. -Eleonora Barrón, la mujer más buena de la Tierra –dijo, con énfasis propio de la edad de los discursos-. Esa niña leía mis poemas y se largaba a llorar por la pura emoción. Cada verso mío lograba sensibilizarla hasta ese punto. Y se me abrazaba rogándome que no me fuera de su lado. Y no me fui, porque pocos años después nos casamos y tuvimos tres hijos. Y sólo la muerte nos separó. Don Jacinto calló. Un sentimiento de tristeza invadió su ánimo. Los recuerdos no se cansaban de perseguirlo. Y se le aparecían nítidos, exactos, con la misma fuerza de entonces. “Eleonora Barrón”, claro. Santiago continuó con el rostro en alto, un poco pensativo. Manteniendo el tenedor en alto. La señora Eleonora había sido su maestra en la escuela en los primeros años. Llegaba apurada en las mañanas, siempre con retraso, marcando el paso desigual debido a una leve desviación de la cadera derecha. Los niños malos se burlaban de su cojera. La imitaban en su ausencia. Pero ella los abrazaba cariñosa a todos sin ni un poco de rencor. Y sacaba caramelos gordos de su bolsa, fabricados por ella misma. Los niños se ponían contentos como en una fiesta. La gente le compadecía el matrimonio con don Jacinto de Rodríguez Aranibar. Ahora recordaba mejor. Ese viejo sinverguenza metido a poeta. Su tía Julieta no se callaba. Hablaba para él apenas desaparecía de su vista. -Con Eleonora nos vinimos a vivir aquí, a la casa de sus padres –dijo don Jacinto-. Era lo que convenía por entonces. Aquí teníamos las ventajas del progreso. Todo nos quedaba a la mano. Y estaba el periódico para mis publicaciones regulares. Cada domingo salía un par de poemas míos en el suplemento cultural. Eso me dio mucha fama. Fue sensacional. Eleonora Barrón caminaba rápido por las calles terrosas del pueblo. Y el pueblo la miraba. Corría a la escuela, al mercado, a la iglesia y corría también donde Julieta Blanco. En sus brazos se ponía a llorar amargamente la tarde entera. Mientras tanto, don Jacinto de Rodríguez Aranibar paseaba por los huertos al paso del caballo, declamando sus versos recién creados. Cuando pasaba una mujer, de cualquier edad, se quitaba el sombrero. La gente se le reía a sus espaldas. Los indios se le burlaban en quechua. Pero él sentía, más bien, que una nube de gloria lo alzaba por el firmamento. El viejo contaba y comía con calma. Sus grandes dientes amarillos se cerraban sobre el macarrón como las fauces de una bestia de mar. Y luego se abrían para que salieran las palabras. Se notaba que estaba a gusto. -Pronto me consideraron el vate cochabambino –dijo, y movió feliz y orgulloso la cabeza-. En las tardes salía a caminar por la plaza principal y me encontraba con los amigos. Con los admiradores. Todos querían 89


algo del nuevo poema. Naturalmente, no se los daba. Y más tardecita, una copa de licor en el Club Social. Esa era la vida. Parecíamos París. La tía Julieta contaba que el desgraciado del poeta tenía amoríos con la cuñada. Esa era la rabia que la gente del pueblo le fue teniendo. Todo el mundo lo sabía, pero el muy sinverguenza actuaba como si no fuera cierto. Por eso Eleonora le exigió abandonar de inmediato el pueblo y vivir en la ciudad. Y el poeta accedió, porque de otra manera el romance prohibido hubiera servido para hacer escarnio de su persona. -Yo conocí a Franz Tamayo –dijo el viejo, con mucho orgullo-. Iba a visitarlo a su casa en La Paz. También conocí a Alcides Arguedas. A Jesús Lara. A Porfirio Díaz Machicao. A tantos grandes escritores. Viajaba todo fin de semana posible. Me subía al camión y me iba observando el paisaje de la puna. La cara de los indios. Todo eso me inspiraba. Y cuando volvía a esta ciudad, me encontraba aliviado con el clima templado del valle. Con las muchachas bonitas. Qué sensacional. Cochabamba ha sido siempre lo mejor para vivir. ¡Ni siquiera Lima! ¡Ni siquiera Buenos Aires! La cuñada Marina Barrón, la más linda de las cuatro hermanas. Alta, erguida y cimbreante, parecía un árbol en primavera. Con las flores rojas en la copa y en el piso. La gente se daba la vuelta para observarla. ¿Cómo fue que se enamoró de su cuñado? Pero lo amaba. No le importaba qué se decía de su persona. Cuánto la desprestigiaba la relación. Ella era su amante. Él era el amor de su vida. Y siempre estuvo entre sus brazos. Inclusive cuando se casó y tuvo tres hijos con Adalberto Pérez. -¿Y aquí quiénes vivían? –preguntó Santiago con verdadero morbo. -¿En la casa? –preguntó a su vez el viejo-. Vivíamos desde siempre Eleonora y yo, pero al poco tiempo llegaron Marina y Adalberto. Este patio parecía una escuela con los niños. Yo me subía al altillo a trabajar durante toda la mañana. Al mediodía almorzábamos aquí. Y por las noches yo salía a pasear por el Club. Mis suegros llegaban algunos fines de semana, hasta que se murieron. Santiago Blanco torció el cuello todo lo que pudo. Una pared liviana, hecha de ladrillos de cinco agujeros, cortaba el patio en dos. Un arbusto de buen tamaño la ocultaba. Y las macetas con flores. También escuchó voces de la familia vecina. Sobrinos, seguramente, de don Jacinto. Nietos. El viejo pilló el interés del hombre. “Sobrinos”, se apresuró a decir. A la muerte de Eleonora hubo necesidad de dividir la propiedad. Él, y sus hijos, se quedaron con esta mitad. Marina y los suyos se fueron a la otra. Y se comunicaban a través de una puerta que estaba allí, al centro de la pared. -La familia Barrón me quería mucho –dijo el viejo y empujó su plato al centro de la mesa-. A la muerte de 90


la pobre Eleonora, Marina me cuidaba como una verdadera hermana. A veces se quedaba a dormir en este lado de la casa. Adalberto estaba de acuerdo. Los dos me querían mucho. Santiago Blanco asintió. El viejo atenazó el vaso con pajita y se lo llevó a los labios con algo de temblor. Absorbió fuerte. Se atoró. La doña salió de la cocina apurada y fue directo a darle recios golpes en la espalda a su padrino. Susana salió un tanto, y se quedó en medio camino. Don Jacinto se atoraba siempre, pero no le pasaba nada grave. El que estaba cerca tenía que darle de manotazos en la espalda. Eso era todo. -Te vamos a aumentar el Falso Conejo –le dijo la doña a la visita-. Y después vamos a tener compota de membrillo. Mi hija está impaciente para hacerte probar. -Muy bien –dijo Santiago, contento-. Acepto la oferta de las dos. El viejo respiró seguido tres veces. Y carraspeó. Ya estaba bien. Las flemas le jugaban una mala pasada, y eso sucedía cuando comía dulce. No importaba la hora. El resultado era que se le cerraba la garganta y también la nariz, unidas como estaban, y no le entraba aire por ningún lado. -Voy a morir de asfixia –dijo, convencido-, porque lo mismo toso en la noche. O ahogado en mis flemas. No sé qué es peor. Santiago Blanco asintió. La tía Julieta decía que el poeta era un don Juan de la peor especie. Que todos los poetas eran iguales. Se podían meter con todas las hermanas, con las tías, con las sobrinas, con la chica de hacer los mandados. No les importaba nada. Y por esa desgracia se había muerto Eleonora. Del puro dolor. Desangrada por esa desgracia sin nombre. ¿Con qué cara la miraba su hermana? ¿Cómo podían compartir un hombre? Para colmo, ese hombre era su marido. Pero así vivieron casi toda la vida. Santiago Blanco volvió a asentir. Tenía ante sí el plato nuevamente a tope. Y Susana sacaba la cabeza de la cocina, impaciente, con la compota de membrillo lista. Volvió a asomar la cara sobre el vapor denso del plato. Y comenzó a engullir. “Desde aquí es gula”, pensó. También se alzó de hombros. El viejo comenzó a perder fuerza de improviso. Aleteó en el aire con desesperación, igual que los pájaros grandes alcanzados por la piedra de la honda. Y torció y retorció el cuello buscando socorro. Pero el patio estaba vacío de gente. 91


Santiago Blanco aplaudió con fuerza, una vez. El viejo volvió a fijar sus ojos en él, sin parpadear. Algo asustado. -Me estaba contando, don Jacinto –le dijo, con voz de cuartel. El viejo asintió. Se puso a llorar con desconsuelo. -Yo amaba a Marina desde siempre –dijo, y batió una mano por los aires-, pero no tenía valor para cortejarla. Yo pensaba que no me miraría. La gente con ambiciones no mira a los poetas. Pero ella me miró y me dijo que me quería. Y lloramos los dos, abrazados, porque justo en esos días me había comprometido con su hermana. ¿Cómo podía anular ese compromiso sin dividir a la familia? No se podía ni pensar en esa posibilidad. La familia me hubiera colgado pese a quererme tanto. Y hubiera desgraciado a todos. Santiago Blanco dejó de comer para escucharlo con suma atención. Y comprenderlo. Don Jacinto le estaba contando su verdad de hombre. Él quería escuchar toda la historia de su boca. El eco de la voz de la tía Julieta fue adelgazándose poco a poco. -Me sentí desesperado –dijo el viejo y se elevó de la silla-. No sabía qué hacer. Las dos hermanas me esperaban vichando tras los visillos. Y las dos me esperaban a la salida del colegio. Y las dos querían pasar las fiestas del carnaval conmigo. ¿Qué podía hacer en esas circunstancias? Santiago Blanco se alzó de hombros, ignorante. No lo sabía. Él había pasado toda la juventud en el prostíbulo, y cada quince días cambiaban las chicas. Se iban a otra ciudad. Llegaban de otra ciudad. Nadie se enamoraba de nadie. Se tenía sexo, eso era todo. Del bueno. -Las dos horneaban pan para mí –siguió enumerando el viejo-. Cada día había esa puja. Sus padres comenzaron a sospechar que la historia no iba por buen camino. Por eso, su padre me sentó frente a él y me preguntó cuándo nos casaríamos con Eleonora. Yo quedé seco. Santiago se acomodó mejor en su silla. -¿Y? –preguntó. -Ahora –dijo el viejo, comprensivo-, yo entendía por qué su apuro. Y la respuesta era que el señor deseaba casar primero a Eleonora porque ella era, además, cojita. Tenía un leve defecto en la pierna derecha. No casarse con ella podía significar su suicidio. Así entendía el hombre. 92


-¿Y se casó pronto? –preguntó Santiago, apurado. -No –dijo el viejo. Su mirada comenzó a desvanecerse en el sol de las dos de la tarde-. No. Lo que recuerdo es que viajé a La Paz para pedir a un amigo que me nombrara alcalde de Sorata. Eso es, creo. Alcalde de ese pueblo de la Colonia, para que yo pudiera escribir tranquilo. Pero algo pasó que no me acuerdo… El viejo volvió a torcer el cuello en busca de ayuda. La doña apareció de inmediato en su socorro. Lo abrazó. Lo tranquilizó. Le dijo que lo mejor era irse a dormir un par de horas. En la cama. Bien abrigado. Y lo puso de pie haciendo señas cómplices a la visita. Susana apareció de inmediato con la compota de membrillo. Estaba orgullosa de su obra. Había hervido los membrillos sin cáscara, con azúcar, y había ido aumentado agua y canela hasta que el jugo quedara amarillo, un tanto almíbar, y lo había dejado enfriar en la misma olla. También tenían jugo para el refresco. Pero ese se lo debía meter al refrigerador. Santiago le sonrió contento y agradecido. -Eres una linda señorita –le dijo-. ¿Cuántos años tienes? -Once. Al cabo apareció la doña y se sentó sonriente en el lugar dejado por don Jacinto. Cuando al hombre se le daba por hablar, pues hablaba mucho más que la mujer. Su padrino era así, aunque a veces no abría la boca días enteros. Pero hoy había hablado sin cesar. Además, se había sincerado. Inclusive lloró de la pena. -Así es –dijo Santiago-. Y no sé por qué me ha contado tanto. La doña se rió con todas sus ganas, divertida. -No te lo voy a decir –le anticipó-. Vas a tener que volver esta tarde. O mañana, a esta hora. ¿Qué prefieres? Mi padrino quiere que le ayudes a encontrar a alguien. Te va a pagar el servicio. El ex investigador de la policía se puso de pie. Eso era, entonces. Y asintió con la cabeza. Pero, ¿y si don Jacinto no volvía? Porque no se podía asegurar cómo iba a despertar. 93


Súbitamente tomó una decisión: -Me vengo a tomar el café esta tarde con pan fresco. Seguro ha sobrado dulce de leche, ¿no? Salió de la casa con una sensación de asco por la camisa mojada en la espalda. El sol de noviembre calentaba hasta las baldosas de piedra. Por supuesto que había traspasado la cortina vegetal de un árbol seco y muerto parado en la esquina del patio. Se subió al colectivo y llegó hasta la avenida América. Se metió a su cuarto sin mirar hacia el kiosco. Le hubiera gustado comentar el caso con su tía Julieta, más bien. Pero la pobre llevaba dos décadas muerta. Pensó en el mozo del bar Las Rosas, que era punateño, pero una vieja deuda hizo que se frenara. Por último, se echó en la cama y se durmió. 3. La calle se ponía más linda cuando el sol declinaba. Los colores de las casas, corroídos por el simple paso del tiempo, parecían afirmarse en su madurez y dejaban, en el visitante, una sensación de sobriedad. Los techos curvos de tejas negras, inmensas, se recortaban contra el horizonte de cielo limpio con una personalidad sin fisuras. Eran las viviendas de los antiguos. Muchos de ellos habían ido a la guerra del Chaco, se habían opuesto a la Revolución del 52 y todavía miraban con desconfianza la democracia. Eran de mentalidad conservadora, feudal. Quieta en el espacio. Añoraban la olla hirviendo sobre un colchón de leña. La servidumbre indígena. El paisaje de ensueño de sus latifundios. Susana abrió la puerta de la casa y se quedó mirando al hombre de la víspera. Le sonrió y se dejó acariciar las mejillas, de piel de manzana, con un dedo gordo. De inmediato le ofreció una taza de arroz con leche. -¿Antes del café? –preguntó Santiago. -Antes –dijo ella. Santiago se sentó en la misma silla incómoda de la mañana. El patio de la casa lucía fresco y acogedor sin la luz directa del sol. El viejo árbol le pareció un antiguo soldado cumpliendo el deber de dar sombra. Las flores de las macetas lucían con la calma propia de las cinco de la tarde. De pronto, unas carcajadas sueltas y felices brotaron de un cuarto. La doña festejaba las ocurrencias del viejo. Las risas continuaban. Santiago se acomodó lo mejor que pudo en la silla y quedó a la expectativa. La doña salió al patio y lo llamó sin mayor preámbulo. 94


-Venite al dormitorio de don Jacinto –le dijo. Se ayudó con la mano. Santiago se puso de pie y caminó hacia el cuarto. “Está loquito”, le dijo la doña al dejarlo pasar por la puerta. Era un dormitorio oscuro, de paredes altas. El techo, ubicado como a cinco metros de altura, tenía una tela vieja y rota como cielo falso. Santiago Blanco pensó que en esa tela los ratones bebés jugaban a los brincos y las carreras. Apenas un foco miserable colgaba en pleno centro del cuarto para alumbrar nada. -Hola, don Jacinto –saludó desde donde estaba. El viejo lo miró con curiosidad, pero también con simpatía. -¿Es el doctor? –le preguntó a su ahijada. -Es el investigador –dijo ella-. Usted lo ha llamado. El viejo asintió. El cuarto tenía un polvo fino flotando en el ambiente y recordando otro siglo. Un crucifijo de madera colgaba sobre el respaldar de la cama. Una cómoda de muchos cajones parecía olvidada en un rincón. El piso de ladrillo lucía ondulado por partes. El viejo y la doña estaban arreglando la cama de la siesta. -Me está contando su viaje a Coroico –dijo la doña, divertida-. Es la parte que a usted le interesa. -¿Por qué será? –preguntó Santiago. El viejo miró a uno y otro. También se miró las manos sosteniendo la colcha. Miró la cama. Seguramente le tocaba transitar por uno de los tantos vacíos de su memoria. Uno de esos momentos en que era puro cuerpo, nada de conciencia. Deshabitado. Una sencilla cáscara. -Ya va a volver –dijo ella, y arregló la colcha sobre la cama-. Dice que fue a pedir ayuda a su amigo en La Paz. Un ministro. Para que le diera la alcaldía de Sorata. Allí pensaba vivir con doña Eleonora. Pero su amigo le había dicho que los sorateños eran gente complicada. Que lo iban a sacar en burro. En su lugar, le ofreció la alcaldía de Coroico. 95


Santiago Blanco suspendió las cejas, muy divertido. El estuco grueso de las paredes había comenzado a caerse en grandes pedazos. Una suerte de lepra seca. Y pensó que el cuarto terminaba con la oscuridad del mausoleo cuando se cerraba la puerta. El viejo los observó con los ojos de un canario. Pasaba de uno a otro. Se sonrió muy amigable y se salió al patio dando pasos firmes. Susana apareció de inmediato con su nueva creación: arroz con leche y canela en polvo. Una maravilla. -Ya –le dijo su mamá-. Ahora andate a jugar. La niña corrió hacia la cocina y se quedó apoyada en la puerta a la espera de los comentarios. Santiago probó el arroz y se relamió los labios. La niña se sonrió muy contenta. -Me alquilé la cabina de un camión y viajé a Coroico –dijo el viejo, serio y divertido. Con la mano tiesa cortó el aire-. Horas de horas. Primero la puna, luego las colinas del subtrópico. Qué viaje más sensacional. -¿De qué año estamos hablando? –preguntó Santiago, atento. -¿Cómo? –preguntó el viejo, sordo y molesto. -No lo interrumpa –dijo la doña, sabida-. Después se olvida. Don Jacinto comenzó a masticar el aire. ¿El año? Y pareció escarbar con desesperación en la tierra seca de su memoria. ¿Qué año era ese, pues? Y cerró los puños hasta inflar de sangre las venas. -No importa –salió en su socorro Santiago, arrepentido. -Luego nos vas a decir –dijo la doña. -El cuarentiseis –dijo el viejo, con la contracción de la época-. El año de Gualberto Villarroel. La gente andaba por las calles como loca. Creían que era el fin del mundo. Y yo viajando a ese paraíso. Sensacional. Susana volvió a aparecer cargando una charola con tazas de café. La doña se apresuró a hacerle campo en la mesa. Tres tazas de café negro y humeante. Tres marraquetas recién horneadas de la panadería del barrio. Quesillo fresco. Dulce de leche. 96


-Gracias, señorita –dijo Blanco. -Andate a jugar –insistió su madre. -Me recibió el intendente municipal –continuó don Jacinto. Se puso de pie y alzó los brazos-. Un negro cimarrón. Un mandinga. Podían pasar los alcaldes, pero él se quedaba siempre a cargo de la intendencia. Sabía de su oficio. Y sabía cómo comprar a los recién llegados. Santiago Blanco asintió sin abrir la boca. Imaginó Coroico. Colinas. Árboles. La vegetación exuberante. El canto de los ríos. Las mariposas. El color de las frutas. De su gente. El olor inigualable del café. -Me ayudó a instalarme en un hotelito de mala muerte –dijo el viejo-, y me dijo que me esperaba en su casa, a la tardecita, para servirnos un rico picante de pollo con plátano. Qué sensacional. Yo me alisté y fui. “El cuarenta y seis”. Las balas surcaban el cielo boliviano como si se trataran de avispas. Los indios se reunían en su primer congreso nacional. Y el presidente Gualberto Villarroel se aprestaba a tomar grandes medidas. En medio de la historia patria, un joven poeta buscaba dónde refugiarse con su futura esposa, la hermana de su verdadero amor, y apaciguar su enorme dolor. Santiago se sonrió, enternecido. -Yo esperaba una pequeña mesa de invitados –explicó el viejo, con ademanes estudiados-. Tres o cuatro importantes vecinos. Pero no. Sólo me esperaba una negra bella de menos de veinte años: era la reina del café. Los dos oyentes dejaron de respirar por un momento. Don Jacinto los había sorprendido como era su intención. Una mesa pequeña servía como un lugar de encuentro entre el poeta valluno y la reina tropical. El huerto y el esplendor de su vegetación enmarcaban ese momento mágico. El dueño de casa no iba a aparecer en ningún momento, muy discreto. Sólo una de sus hijas, un momento más tarde, se acercó con los platos de comida. -Mi familia espera que le guste –había dicho antes de desaparecer. A partir de ese instante, el flamante alcalde municipal se olvidó de sus penas. ¡Qué lejos quedaba Cochabamba de ese paraíso! ¡Qué lejos de la belleza de la reina quedaba la presencia débil de Eleonora! Ya no le daba ganas de volver. Ni de recordar sus compromisos. -La reina me llevaba a pasear por las colinas –contó el viejo con toda la melancolía posible-. Por los ríos. Y 97


nos echábamos a la sombra fresca de los árboles. Todo parecía un sueño. Y en vez de volver a la semana, volví a los seis meses. Pero Eleonora me esperaba igual. El padre de Eleonora lo recibió con el ceño fruncido. Los caballeros no se hacían esperar con las damas. Y mientras Marina le hacía señas desde las cortinas, el señor decidió que el matrimonio se celebrara cuanto antes. -Nos casamos el siguiente domingo –dijo don Jacinto-. Yo cumplí con la dama como un caballero. Fui al registro civil y estampé mi firma sin decir esta boca es mía. Después fui a la iglesia e hice lo mismo. -¿Asistió doña Marina? –preguntó Santiago, con cuidado. El viejo asintió desde la oscuridad de un profundo dolor. -Asistió, claro –dijo, con poca voz-. Me miraba desde un costado de la nave. Y lloraba. Y yo quería irme a su lado, aunque también pensaba en la reina. En la única mujer que no pensaba, era en mi flamante esposa. Eso fue lo que pasó. Pero yo era un hombre de palabra. Las tres personas tomaron en silencio lo que quedaba del café. El sol de las siete de la tarde se había marchado lejos, y el pequeño patio quedó en penumbras. Susana encendió la poca luz oculta tras las plantas. Don Jacinto de Rodríguez Aranibar se recostó en la mecedora y dejó que sus recuerdos afloraran una vez más. Claro: lo de la reina había sido un episodio en su vida inscrito en la anécdota. En la aventura. En cambio fue un tanto distinto su romance con la cuñada. Ella había sido, hasta el final, el amor de su vida. -Yo quiero que me la encuentre –le dijo, de pronto, a Santiago. El ex investigador se sorprendió con el pedido. -¿A quién, don Jacinto? –le preguntó, curioso de verdad-. ¿A Marina Barrón? La doña se acercó un tanto a la mesa motivada por la expectativa. -Ella ha muerto, hombre -dijo, seco, el poeta-. Yo mismo la enterré en el cementerio. Ayúdeme a encontrar a la reina del café. Averigue qué es de su vida. Y vuelva a contármelo. Se lo voy a agradecer. Y se lo voy a pagar, también. 98


Santiago Blanco se quedó pensando un buen momento. La reina del café debía tener como diez años menos que el viejo, lo cual garantizaba que se trataba, de todas formas, de una mujer vieja. Muy vieja. Lo más probable era que estuviera enterrada en las tierras sueltas y húmedas de Coroico, y eso se podía averiguar visitando las oficinas del registro civil. No se trataba de un gran trabajo. Algunos amigos había detrás de esos mostradores. -Quiero que viaje –dijo el viejo, con énfasis-. Lleve ropa de verano. Quédese una semana. Sepa qué fue de ella. Cómo vivió. De qué murió si ya murió. O cómo está, si está. Anótelo en una libreta para que no se le escape nada. Y vuelva. Mi ahijada le pagará el resto. -¿Cuánto es el resto? –preguntó él con desconfianza. -Cinco mil ahora –respondió don Jacinto-. Cinco mil después. Aquí estará el dinero con mi ahijada. Le digo eso por si me muero. Si estoy sin memoria, le ruego volver otro día a informarme. Haga eso por este hombre. Un viejo poeta de una república que ya no existe. Santiago asintió. Un viaje a Coroico en flota. Lo mejor era visitar a la virgen de Urkupiña para encomendarse antes que nada. La ruta parecía la indicada para morirse. Bastaba leer los periódicos. Pero también se decía en todos los idiomas que era un paraíso. Las nubes nacían en los matorrales. Las colinas llenas de flores y frutas a colores. Los ríos. Las mariposas. Los negros. El café. ¿Por qué no? -¿Cuándo la vió por última vez, don Jacinto? –le preguntó. -¿A Marina? –preguntó a su vez el viejo. -A ella la vió hasta enterrarla –replicó con retraso el investigador-. A la reina del café. ¿Acaso no la estamos buscando a ella? -¡Ah! –exclamó el viejo-. Yo me casé y volví a Coroico con… Ya me olvidé su nombre. -Doña Eleonora –dijo la doña, atenta. -Eso es. Con Eleonora –dijo el viejo-. Alquilé la cabina de un camión y viajamos hasta el pueblo. Todo el viaje pensando en la reina y en Marina. El corazón sangrante por la pena. Mientras tanto, Eleonora viajaba con los brazos cruzados. Parecía segura de lo que vivía. Ni me miraba. Por eso es que en la tranca de ingreso, cuando yo abrí los ojos de susto, ella se limitó a mirar a la muchacha que parecía estar 99


esperando a alguien. -¡Oh! –exclamaron a dúo la doña y Santiago. -Era la reina del café –dijo el viejo cortando las palabras-. Estaba en la tranca esperándome, más bella y joven que nunca. Y seguramente ambas mujeres se miraron. Y ambas comprendieron. La una desapareció ya nomás de mi vida. La otra siguió conmigo hasta hace unos años. -No más señales de ella –preguntó afirmando Santiago. -Nunca más –dijo él-. Yo me quedé en Coroico como seis meses o un poco más. Pero no supe nada de ella. Y no quise preguntar al intendente ni a nadie, porque me temía lo peor. De todas formas la gente me miraba mal. Peor que a Eleonora. Así que cuando colgaron a Gualberto Villarroel, hice mis cosas y me volví. Nos volvimos. No nos movimos más de esta ciudad. Santiago Blanco asintió. -¿Y por qué necesita noticias de ella justo ahora? –preguntó, un poco insolente-. ¿Es pura nostalgia? O piensa dejarle parte de su herencia… El viejo, para sorpresa de la doña, comenzó a reír. “Herencia”. Unos papeles amarillentos, con letras disecadas por el tiempo y el olvido, es todo lo que podía dejar de herencia. No tenía dinero. Ni siquiera una renta. Nada que se pudiera considerar una herencia. -Esta casa ya es de mi ahijada –explicó el viejo-. Y de su hija. Nada tengo para dejar a nadie. Si la busco es porque necesito cerrar el círculo. La pobre huyó enamorada de mí y yo le jugué semejante trastada. Quizás hasta se suicidó. Necesito saberlo. Santiago Blanco se puso de pie. La doña sacó el dinero de una bolsa tejida con lana teñida de oveja. Cinco mil bolivianos. Daba para el viaje. El alojamiento en un buen hotel con piscina. Comida y cerveza. -Fuera de ese picante –preguntó Santiago recontando afanoso todo el dinero-, ¿qué más se come por allí? El viejo no le contestó. Le tocaba superar una laguna mental inmensa y triste, grande como un océano. Y ese viaje lo hacía solo. En silencio. Sin la convicción mínima de terminar la travesía con ganas de seguir viviendo. 100


4. Santiago Blanco se posesionó de la cabeza desmochada del león con toda la mano y aplicó tres golpes secos a la puerta. Los tres pistoletazos se estrellaron contra las paredes del patio. No hubo muertos ni heridos. Luego el silencio respetuoso, distinto. Como si alguien se estuviera muriendo por el puro paso del tiempo. Agachó la cabeza y se puso a mirar el interior de la casa por la cerradura inmensa. Pensó que nadie se estaba muriendo, sino que alguien ya había muerto, y que por eso la casa estaba vacía. Porque la doña y su hija estaban en el cementerio. Pensó en subirse a un taxi y correr para allá. De pronto la puerta se abrió y apareció la doña. Lo miró un momento hasta encontrarlo en la memoria. “¡Ah!”, exclamó. “Es usted”. Y lo dejó ir a su gusto hasta la misma silla del patio de varios días atrás. -No lo había reconocido –le dijo. También se secó las manos, hasta dejarlas rojas, en un mandil-. Pensé que era un moreno. Un peruano. No le iba a dejar entrar. Santiago Blanco se sonrió. Era él, efectivamente. En el mismo viaje a Coroico se le empezaron a quemar los brazos con el sol inclemente. Luego, en el pueblo, cuando pensó en la solución del sombrero, ya era tarde. Ya era moreno. Así que después se dedicó a meterse a la piscina del hotel y terminó íntegramente de otro color. -¿Me veo mejor? –preguntó, coqueto. La doña se rió con todas sus ganas. -Has vuelto más gordo –le dijo. -Es el plátano –comentó Santiago-. Peor si está verde. La doña volvió a reír. Ella le iba a invitar el refresco porque Susana no había vuelto aún de la escuela. Claro que el refresco lo había hecho ella. De melón. Bueno para el estómago. Pero mejor si se tenía el baño cerca. Otra vez la risa suelta y libre volando por el aire pesado y quieto de noviembre. Santiago asintió, divertido. -¿Y don Jacinto? –preguntó él-. ¿Está durmiendo? La doña asintió. Cada día don Jacinto dormía más. Y cada día tenía menos memoria. Ni siquiera a ella la 101


reconocía. Se le quedaba mirándola durante horas, hasta que le daba hambre. Y a veces comía sin saber con quién estaba. Ni dónde. Pero una vez se acordó de Santiago Blanco y miró su reloj. “¿A qué hora va a llegar?”, le preguntó a su ahijada. -Está en Coroico, le he dicho yo –contó la mujer. -¿Y desde qué hora está durmiendo ahora? –preguntó Santiago. -Ni siquiera ha almorzado –dijo ella-. Cualquier rato va a despertar. Santiago Blanco asintió. Él podía esperar lo que hiciera falta, porque no tenía nada más que hacer después de dar el informe. Salvo cobrar, claro. Pero toda su vida había sido un ejercicio de la espera. La investigación era también eso. Esperar. Tener paciencia. Y él estaba acostumbrado. Aunque era mejor tomando un café. Un refresco. El tiempo pasaba más rápido. La doña miró las baldosas del piso antes de hablar, como pensando. -¿Y quién había sido, pues, la negra esa? Santiago Blanco abrió los ojos al escucharla. Si no estaba mal, sintió una intención despectiva en las palabras de la doña. Si era así, se trataba del temor de la herencia. Por la casa, seguramente. -Era la reina del café –le recordó-. Y me han dicho que ninguna pudo igualar su belleza. Las fotos dicen eso. Era una mujer tallada en ébano. La doña se puso de pie y alisó sus polleras, molesta. Cada día decía lo mismo su padrino en los tiempos en que no estaba viejo. Recordaba a la negra a propósito de cualquier cosa. “¡Esa era, pues, una mujer de verdad!” Hacía llorar a doña Eleonora, a doña Marina. Pero doña Eleonora lloraba por lo menos un par de días. -Seguro quieres que llore –le dijo la doña al investigador-. Por eso me dices esas cosas. Pero debe estar viejita. Como una momia. -Sigue igualita –aseveró Santiago. Se ayudó con un gesto-. Ahora se la podría nombrar reina otra vez. La doña respiró profundamente. El gordo era un mentiroso. Para eso se le había pagado. Seguro que ni viajó a Coroico. Se fue a la piscina con el dinero de adelanto. A comer como chancho. 102


-¿Y qué le vas a decir a mi padrino? –le preguntó ella-. Mejor si no le mientes. -La pura verdad –dijo él-. Aunque duela. La doña dio la vuelta y se marchó a uno de los ambientes. Santiago se quedó sentado mirando su vaso vacío. Si le daba más sed, la llamaría. De eso podía estar seguro todo el mundo. Y si le daba hambre con la espera, la llamaría igual. Pero él de allí no se movía hasta dar su informe completo a quien lo contrató. Una hora después, un vaso se estrelló contra la pared en el cuarto de don Jacinto. La doña salió a la carrera a ver lo que sucedía. Santiago se fue despacio tras ella. Don Jacinto se había atorado con las flemas. En su desesperación dio un manotazo de ahogado que envió el vaso contra la pared. Todavía estaba rojo por el susto cuando levantó la vista y se encontró con los ojos negros de su paisano. -¿Es el doctor? –preguntó. -No –dijo ella-. Es el policía que usted mandó a Coroico. -¿Me va a llevar preso? –preguntó asustado como un conejo-. Dígale que ya soy un hombre viejo. Santiago se sonrió. La doña le dijo que no se preocupara de nada. Y que pensara en comer. No se podía vivir sin comer. O sin respirar. O sin un poco de agua. Y por eso tenía que portarse bien y comer. El caballero que estaba parado frente a ellos lo iba a acompañar. Cosas así de tontas. Como si se estuviera hablando con un niño de dos años. El viejo salió por delante dando pequeños pasos tartamudos. La doña lo sujetaba del brazo. -¿Quiere almorzar? -le preguntó la mujer al pasar hacia la cocina. -Es hora del café –dijo Santiago. Luego se quedaron los dos hombres mirándose sin hablar. Apenas se bajó del colectivo en la plaza de Coroico, Santiago caminó hacia la alcaldía y preguntó por el intendente municipal. Un muchacho esbelto, de treinta o treinta y cinco años, lo recibió con la mayor cordialidad. Él le contó que los intendentes caían como moscas ante la avalancha de los comerciantes. No duraban más de dos años. 103


-Nadie se puede sostener en el puesto –le dijo-. Si se pone en vereda a los comerciantes, se enoja el alcalde. Si no se los pone en vereda, se enoja el alcalde. El alcalde se enoja de todo. Pero los comerciantes ya están en la esquina de la plaza. Lo mismo sucede en las grandes ciudades de Bolivia. -¡No me diga! –se sorprendió el investigador en su mejor actuación. -Así nomás –se envalentonó el muchacho-. El comerciantado avanza a la toma del poder sin darse cuenta. Todo el contrabando es de ellos, y eso es mucha plata. Varias ciudades están al margen de la ley. Imposible que la policía se anime a entrar a esos lugares. Y han copado los mercados, todas las aceras, las calles y las plazas. ¿Qué les falta ocupar? -Ni idea. -El Palacio Quemado –dijo el muchacho, convencido. -Sería fatal. -Están a un paso de hacerlo –afirmó el muchacho, contundente y ágil de razonamiento-. Cuente usted cuántos diputados tienen en el Congreso. O cuántos concejales en cada gobierno municipal. ¡Es de no creer! Ninguno de los sectores tiene semejante representación. Ni siquiera los transportistas sindicalizados. Es más: los comerciantes son los dueños del transporte. -¡Qué desastre! -Pero es la verdad –se afanó el muchacho-. El comerciantado envía a sus hijos al ejército, a la policía y a la facultad de Derecho. ¿Qué objetivo persigue? Ya lo sabe. Mañana o pasado uno de ellos será el Presidente. Santiago se había quedado callado ante el pesimismo fundamentado del joven intendente. De ser cierta la premonición, él sería el primero en marcharse del país. Se iría bien lejos. En lo posible a países donde nadie, ni el más avezado delincuente, hablara de contrabando. Eso lo tenía claro. -Pero –preguntó, con ciertas dudas-, dígame: ¿y el viejo intendente? Un hombre negro, fuerte y simpático… Tengo entendido que ese hombre se quedó años en el cargo… El muchacho frunció el ceño para pensar mejor. Era cierto. Ese negro era compadre de su papá, y había 104


sido intendente como diez años. Pero era la época de la dictadura. El comerciantado era incipiente. A los alcaldes se los nombraba a dedo. Todo era distinto. -Don Demetrio –dijo-. Pero era otra época. Ni siquiera había gente. -Yo quisiera hablar con él –dijo Santiago, con voz de diplomático. -Yo lo llevo –dijo el muchacho-. Con todo gusto. Así había sido todo. Santiago pensaba que su deber consistía en ser claro y exhaustivo en el informe, pero el viejo poeta no estaba para trotes largos. Quizás, ni siquiera para un informe escueto. Además, ¿qué sentido tenía? La pérdida de la memoria no implicaba la pérdida de la conciencia. Y seguramente lo sucedido en Coroico podía desesperarlo mucho más que las flemas. Que la falta de oxígeno en los pulmones. La doña asentó el almuerzo de don Jacinto y el café para el hombre en la mesa. Marchó nuevamente a la cocina y volvió con un panadero y un vaso de refresco con pajita. La mesa estaba servida. Era cuestión de esperar que la memoria volviera a gobernar en la mente del poeta. -¿Es policía? –preguntó el poeta a la doña desde el fondo mismo de las cuencas de sus ojos. -No, padrino –dijo la doña intentando hacerlo comer-. No es policía. Es el hombre que usted mandó a Coroico para que buscara a una negra. -A la reina del café –aclaró Santiago. El viejo se quedó mirando a Santiago. Horrorizado. Petrificado. Con la mandíbula inferior completamente fuera de control. Como si se tratara de un niño buscó refugio en los brazos de su ahijada. -Está asustado –dijo ella-. Pobrecito. Debe creer que eres el diablo. Santiago Blanco comenzó a sorber el café con ritmo pausado. Lo que sucedía con el viejo era que temía recuperar la memoria. Y que ese hecho le trajera las noticias del pasado. Pero al mismo tiempo, debido al tormento del desorden en su cabeza, producto de la vejez y de sus secuelas, en algún momento había decidido poner los recuerdos en orden y constatar que los más de ellos fueron ciertos. Por eso había mandado al investigador de viaje. -Soy su memoria –dijo Santiago, después de una pausa larga. 105


La doña lo miró para tratar de entenderlo. Cansada de su esfuerzo, se afanó por completo en dar de comer a su padrino. “Si no come se nos va a morir”, le dijo, cariñosa. Y el viejo comenzó a abrir la boca, a separar algo los dientes y dejar que la sopa se le escurriera hasta el estómago. Santiago asintió, paciente. Reflexionando sobre lo sucedido. Porque el muchacho lo llevó a la casa de don Demetrio y lo dejó sentado bajo una sombra fresca prodigada por la palmera y el plátano. Al instante apareció don Demetrio. Los años habían achicado el alto de su esqueleto. Y sus carnes arrugadas le colgaban de la mandíbula y de los brazos. Los dientes eran postizos. Y el cabello parecía una viruta blanca y fina, como para raspar obras de arte. -Soy Santiago Blanco –dijo él-. Vengo de parte del poeta Jacinto de Rodríguez Aranibar, ex alcalde de Coroico. ¿Se acuerda usted de él? El viejo congeló su sonrisa de inmediato. ¿Si se acordaba de él? Para sus penas. Sí, se acordaba. Todo el pueblo de esa época se acordaba. Era un hombre que llegó durante el gobierno de Villarroel, y salió escapando del pueblo. Nunca más volvió. -¿Sigue vivo? –preguntó, pero Santiago no supo de la intención de su voz. -Más o menos –dijo-. ¿Qué fue de la reina del café? ¿Usted sabe algo de eso? El hombre se llevó las manos al rostro. ¿Que si sabía? ¿Y acaso no lo sabía toda la gente? Porque el amor que se tenían era del conocimiento de todos. La única persona que fingía no saber nada era la esposa del alcalde. Y eso por razones obvias. Pero después lo sabía todo el mundo. Los monos incluidos. -Desapareció –dijo el hombre-. Pero todo el mundo decía que él fue quien la mató. Y seguramente fue así, pero a falta de pruebas, no es bueno acusar a nadie. Santiago se sorprendió con la respuesta. Se reacomodó en la silla con la cara descompuesta por la noticia. -¿La mató de tanto quererla? –preguntó-. Podía haberse ido con ella y ser feliz. El hombre negó esa posibilidad con la cabeza. “A su mujer no iba a dejar jamás”, dijo, con poca voz. “Y la reina se lo insistía”. Y sucedió que un día la reina no volvió a aparecer por ningún lado. Hasta el día de hoy. Y la gente comenzó a mirar con malos ojos al alcalde. Por eso se fue. 106


-Para mí que la desapareció –insistió el hombre. Eso era todo. Y ahora el viejo lo miraba mientras la sopa le resbalaba de la boca. Tenía los ojos asustados. El corazón alterado. Y la cabeza que le daba vueltas con la fuerza de un torbellino. Toda la verdad estaba ahí, pero había fuerzas y también vacíos que no la dejarían salir nunca. Parte de su voluntad había hecho enormes esfuerzos para contratarlo. “Vaya a Coroico. Averigue qué fue de ella”. Pero la verdad no estaba en el pueblo, sino en el fondo de su memoria. Y para llegar a ese fondo se debía cruzar lagunas. Y las piernas existenciales ya no daban más. -¿Es policía? –volvió a preguntar el viejo. Santiago Blanco se puso de pie. Su tarea había terminado. “Págueme el saldo”, le dijo a la doña. “Y si algún rato vuelve, dígale de mi parte que no la encontré. Que la busque él mismo en su memoria”. Cochabamba, noviembre-2012.

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Gonzalo Lema: Nació en Tarija, Bolivia, (1959). Escritor de novelas y cuentos. Premio Nacional de Culturas (2014).Premio Nacional de Novela (1998, “La vida me duele sin vos”); Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz de novela (2012, “Los días vacíos del Raspa Ríos”) Premio Kipus Internal. de novela (2014, “Siempre fuimos familia”); Premio Santa Cruz de la Sierra, cuentos (2014, “Tumbalocos”); Premio L’H Confidencial, novela negra, Barcelona (2017, “Que te vaya como mereces”).

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EL CORRESPONSAL Pablo Mendieta

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Colgaban frente a mí las pinturas de un conocido artista que me había invitado a su exposición en una galería de la ciudad, pero por más que hacía esfuerzos por concentrarme en ellas, extrañamente las veía desdobladas, como a dos visos, de suerte que mirado cada lienzo representaba una figura, y mirado de otro, una muy distinta. En una amorfa lejanía, escuchaba decir que no se trataba de otra exhibición de cautivadora belleza: que era la mejor. ¡Cuánto deseaba apreciarla!, pero me hallaba ese minuto enredado en un torbellino de ideas que nacían de una mayor que me angustiaba toda vez que me veía rodeado de gente: mi envejecimiento. Con cincuenta y un años encima, podría decirse que tenía todavía algún futuro por delante, pero nací viejo, de una vejez que me había condenado a un hostil y despiadado mundo de soledad, pese a que por mi oficio había conocido a tanta gente (bien que esa gente, viéndome de frente, o de soslayo, no ocultaba su impresión al verme). Pero ahí estaba, de pie, aferrando entre mis temblorosas manos una copa de vino –que luego fueron varias, como era habitual en mí-. En ese trance, aún más ausente de todo, y enfermo de inseguridad, me odié; odié mi identidad, la continua humillación, los pliegues de mi cara que se acentuaban día tras día. ¿Por qué tan viejo? Mi vida había pasado fugazmente, como si en cada jornada se hubieran descolgado muchos crepúsculos. En mis estelares y engañosos sueños, el inconsciente hacía brillar una chispa de esperanza, como una luz sobrenatural y reveladora que anunciaba la desaparición del fenómeno. Eran los únicos momentos de una paz forzada, pero de cierta quietud al fin. Abiertos los ojos, la cruda realidad permanecía inalterable, si bien la vida, dando prueba de certeza sobre la geometría de las mitades, nunca me fue parca en los mundanos y deleitables placeres. Ahora tengo cincuenta y ocho años. Como corresponsal de guerra Bagdad es mi destino. Guerra y muerte. Niños, mujeres y ancianos que llegan en ambulancias destartaladas a hospitales pobres, sucios, colmados de heridos. Miseria. La atmósfera es espesa. El clima asfixia. Es caluroso y árido y no hay rastro de una posible frescura. En temporadas altas no cae una sola gota, por lo que la humedad es muy baja y frecuentes las enormes tormentas de polvo color pizarra, agitadas desde el desierto hasta esconder la atmósfera. Pero hay invierno, y en esa estación las temperaturas se suavizan en frescas brisas. Luego, como agua bendita, el cielo desciende en lluvias. De cualquier manera, todo es tórrido y me parece estar viviendo una sola estación, uniforme hasta la monotonía, equilibrándome en una larga y cálida cuerda. Vivo en un modesto hotel de Rusafa, la mitad este de la ciudad. Duermo y como allí. Mi cuarto es penumbroso; huele vagamente a intrusa humedad. Aparte del catre y el baño, no tiene nada, desmantelado, salvo una rosa marchita en un vaso de metal que descansa sobre una mesa, y un almanaque que cuelga en una esquina de la pared. A centenares, decenas de metros, silba el plomo asesino y se oyen gritos espeluznantes. Todo es horror en Bagdad. Un insólito silencio me ha despertado más tarde que de costumbre. El sol es sofocante, oprime. La ciudad se desgarra en escombros. Los niños, mujeres y ancianos, pero sobre todo los niños-viejos sufren hambre (los veo a través de los visillos, a ellos más que a nadie). Aguzando el oído, como si la devastadora 110


escenografía completara todo su montaje, se filtra por la ventana una canción de Serrat proveniente de la habitación contigua: “Disculpe el señor, se llenó de pobres el recibidor, y no paran de llegar, desde la retaguardia por tierra y por mar…” Mientras los soldados patrullan las calles la gente toma las esquinas a vender lo poco que tiene para poder comer. Del alba al ocaso las horas se multiplican en tiempos de guerra; todo es largo y penoso. Ha sido otra jornada violenta, pero esta, distinta, señalada por algo extraño e impensado que llegó a mí como no había sucedido antes. Ya se había hundido el sol, aunque un postrero resplandor exaltaba esa perforada geografía. Los bombardeos y el tableteo de las metralletas se escuchaban distantes. Tendido en mi cama, junto a la botella de licor (mi pan diario), vinculaba en mis pensamientos todo lo que allí ocurría con la historia de mi desdicha. Tenía temor de mí. Tenía miedo de Dios, incluso un miedo reverente de pronunciar su nombre, como si en ese momento hubiera recalado en mi cerebro aquella doctrina que hablaba con devoción de ese Nombre todopoderoso, pero tan escondido. El mensaje que bullía dentro no dejaba dudas: mi vida cruzaba ásperamente la delgada línea de la existencia y la muerte, como si mi destino doblase a duelo, como si en mis vísceras pudiera interpretar los decretos de mis días muertos. Pasé toda la noche en vela, abstraído en esa torre de turbaciones, en sospechas oscilantes que agitan el alma. Poco antes de las primeras luces, exhausto, un sueño fugaz me envolvió. Amanece. El miedo, a pesar de todo no es tan martirizante, y si menos opresiva se me antoja hoy la muerte, ella no se distancia ni de mí ni de los demás. Quiero acabar con todo uniformado. Pretendo, con rabia, arrojar sangre al mundo ante la crueldad de la guerra, ese manto negro que cubre el día. Mucho he escrito sobre su descarnada realidad, y todos los que perdieron la vida, mujeres y hombres, niños y viejos, viven todavía junto a mí; puedo palpar sus cuerpos aun sin ir hacia ellos. Y puedo palpar el mío. Mi historia no existe más. Nada de forzado equilibrio. Nada de caminos, nada de reglas. Tantas guerras contadas que ya no quiero distinguirlas ni divisarlas ni hablar más de ellas. Odio mi identidad, lo dije. Quiero permanecer solo, tendido en cualquier parte, levantarme de pronto, caminar sobre las arenas movedizas del desierto que el viento ha desplazado, echarme a descansar bajo la sombra de una palmera datilera, oír el canto imperceptible de las dunas, incorporarme otra vez, cruzar el Tigris, y luego, bajo el poder hipnótico de arrecifes corales y ostras, sumergirme en el distante Golfo. Cavaré sepulturas y levantaré nichos lóbregos. Sé que cuando todo es difuso el ánimo se estrecha irregular, lejos del tiempo, o en el mismo tiempo, aunque en un desmayado poniente. A estas alturas, a los cincuenta y ocho, y sin que lo que vaya a decir pueda parecer una justificación o excusa para romper frustraciones, derrotas, humillaciones, agrego un evento brutal que siempre he querido guardar en los enigmáticos senderos de lo inconsciente: veo un rostro que me habla de una vida temprana atrapada por el alcohol. Ya lo saben, claro, lo dije. Pero me urge gritarlo a los puntos cardinales. Este secreto torturador me llevó a creer desde entonces en la ficción de que una, muchas copas de licor aferradas a mis tiritonas manos, reemplazarían la incomprensión de Dios en obsequiarme una vida normal de vastos amaneceres y pródigos océanos, sin pliegues en la cara ni en el alma que habrían impedido –por Dios que así hubiese sido- ver morir a 111


cientos, a miles, y tropezarme a cada paso con ellos. Aquella fisonomía, embriagada por una juventud lacerante, prendería fuego a las múltiples rayas de mi piel años después. Ahora. Arranqué bruscamente la última hoja del almanaque y me enfrenté cara a cara al espejo del mezquino baño, uno de tantos espejos que intimidaron progresivamente mi vida. Bajando mi vista al desolado abismo del vidrio, alcancé a ver que, al fondo de una escarpa del desierto, sucio y harapiento, yacía yo.

Pablo Mendieta Paz nació en Potosí, Bolivia, es músico, escritor y poeta (1955)

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VACACIONES FAMILIARES Gustavo Munckel

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I Como las vacaciones van a ser largas, papá y mamá quieren que vayamos todos de viaje. Dicen que vamos a conocer otro país y que iremos lejos, al campo. Van a ser unas vacaciones especiales. Sin tele, sin compu, sin teléfonos, sin videojuegos. Eso nos explica mamá, pero como yo me quejo porque quiero que las vacaciones sean divertidas, nos dice que si nos portamos bien, al volver nos van a comprar más juegos. Pero sólo si nos portamos bien. Tenemos que hacer caso en todo, comer de calladitos y no pelearnos. Eso me lo dice a mí, porque a veces le pego al Nico cuando molesta mucho. Papá dice que vamos a ir al campo para estar solos con la naturaleza, que sus amigos nos prestaron una cabaña en la montaña. Mamá dice que va a ser divertido. II Del avión no me acuerdo mucho, sólo un poco de las nubes blanquísimas vistas desde arriba. Es que como el Nico es chiquito le dieron un remedio para que se duerma y viaje tranquilo, pero como no quería tomar porque yo no había tomado, también me dieron lo mismo. Yo soy el mayor y tengo que dar el ejemplo, siempre me dicen eso. Por eso no me acuerdo mucho. Yo quería mirar por la ventana, pero me quedé dormido sin darme cuenta. «Hijito, ya hemos llegado», me dice papá y me mueve un poco para despertarme. Yo sigo medio dormido y no me quiero levantar. «Ya estamos en Córdoba», dice mamá. No me quiero mover del asiento, pero como nos tenemos que portar bien, al final les hago caso y me levanto. Todavía tengo mucho sueño y papá me carga porque me sigo durmiendo incluso parado. Al Nico lo lleva mamá. Cuando me despierto de nuevo, le pregunto a papá dónde está la cabaña. Dice que está un poco lejos y que ahora tenemos que viajar en auto para subir a la montaña. Me pone en el piso y me lleva de la mano para que no me caiga, porque sigo con sueño. El auto es blanco y nuevito. Papá mete las maletas y luego nos dice que subamos, pero el Nico se pone a llorar porque no es nuestro auto. No se quiere subir porque dice que lo estamos robando. Mamá le explica que no, que no lo estamos robando, que sólo lo hemos alquilado, que es un auto prestado. Luego me pide que suba y le dice al Nico que mire cómo me subo yo, que soy valiente y no lloro. En el auto viajamos más tiempo que en el avión. Paramos para comprar comida y cargar gasolina, luego papá sigue manejando. Yo voy mirando por la ventana porque quiero saber cómo es estar en otro país. Y todo es diferente pero parecido. Los mismos árboles, los mismos perros. Hasta el cielo es igual, del mismo color celeste. Las casas son un poco diferentes, pero no mucho, y las personas también, pero no tanto. La única diferencia es que hablan raro. No es otro idioma; es el mismo que hablamos nosotros, pero diferente. A la gasolina le dicen nafta, en vez de lluvia dicen shuvia. Es divertido. 114


Mamá dice que ya estamos en Córdoba, pero que todavía no hemos llegado a donde vamos a pasar las vacaciones. Entonces le pregunto a papá a dónde estamos yendo y si todavía falta mucho. Me dice que a la montaña, en Traslasierra, y que todavía falta. III La cabaña en la montaña es lejos de verdad. Lejos de la ciudad, lejos del pueblo, lejos hasta de las otras casas. No hay nada cerca, sólo árboles y piedras. Pregunto dónde está la montaña y los papás se ríen. Mamá me explica que ya hemos llegado, pero que no se ve porque estamos en la parte de arriba. Para mí se ve igual a los cerros que hay en nuestro país, pero no les digo nada para que no me riñan por malcriado. Bajamos del auto cerca de un arroyuelo y papá dice que es agua limpia y que se puede tomar así nomás. Se agacha, mete sus manos al agua y luego las acerca a su boca. Nos dice que probemos, que es fresquita. Mamá no quiere y el Nico tampoco, pero yo me acerco porque quiero saber si su sabor es igual o diferente. Y como mi hermano es un copión, se agacha a mi lado y mete sus manos al agua fría. Papá camina cargando la maleta más pesada y las bolsas con comida, mamá lleva la otra maleta y una neverita de plástico. El Nico y yo llevamos nuestras mochilas, pero como yo ya soy grande me dejan ayudar con unas bolsas. La cabaña es pequeña. Es redonda y sus paredes son de piedra. No se parece a las de la tele, pero no digo nada para que no me riñan. Cuando llegamos a la puerta, mamá señala el techo. «Un hornero», dice y apunta con su dedo a un pájaro café, igualito a los que hay en nuestro patio. «Está construyendo su casita». Dentro de la cabaña hay una chimenea, muebles de madera y cosas raras que nunca había visto antes. No hay juguetes, pero por suerte tenemos los nuestros. No hay tele ni compu. Tampoco refrigerador, ni siquiera microondas, y la cocina no es como la de la casa. Papá nos explica que funciona a leña porque en la cabaña no hay luz. El Nico se asusta y pregunta cómo vamos a ver. Le digo que no sea tonto, que sí hay luz, pero no electricidad. Luego mamá nos dice que de noche hay que prender velas, pero el Nico no las puede tocar y yo tengo que tener muchísimo cuidado. Mientras mamá guarda la comida en los estantes y en la neverita, papá revisa el cuarto que vamos a compartir los cuatro y arma las camas. Mamá me dice que lo vigile al Nico para que no rompa nada, porque no son nuestras cosas. Para no aburrirnos, revisamos qué hay en los estantes. Puro cosas raras, como herramientas y adornos de madera. También algunos libros. Como ya sé leer, agarro uno para ver qué es. Se llama Las ciudades invisibles. No tiene dibujos, ni siquiera de las ciudades, pero está bien porque si son invisibles entonces no se pueden dibujar. 115


Como mamá tiene que trapear el piso, nos dice que salgamos a jugar al patio, pero sin irnos muy lejos. Yo le pregunto dónde está el patio, porque no lo vi al llegar, y mamá se pone a reír. Nos explica que todo lo de afuera es el patio, sólo que no hay paredes como en la casa. Papá nos dice que no vayamos más allá del arroyuelo y que está prohibido entrar al bosque. También nos dice que tengamos cuidado con los bichos porque hay unas moscas grandes que pican y se llaman tábanos. Afuera hay campo para jugar fútbol, pero la pelota está adentro de la cabaña, en la maleta grande. Yo sé que si entro a buscarla me van a reñir por ensuciar con mis pies llenos de tierra, así que le digo al Nico que me siga y vamos caminando hasta el arroyuelo. Al borde crecen muchas plantas. Una tiene un olor fuerte, como a chicle de menta, pero son unas hojas verdes. Arranco unas cuantas y le digo al Nico que las guarde en su bolsillo para mostrarle a mamá. Luego le digo que juguemos a los exploradores, porque se está aburriendo. Seguimos el arroyuelo y llegamos hasta unos árboles, pero el Nico ya no quiere avanzar porque es el bosque y tiene miedo del lobo. Le digo que no tenga miedo, que sólo hay lobos en otros países, pero entonces me acuerdo que estamos en otro país y también me da un poquito de miedo. IV Mamá nos grita desde la puerta para que entremos a almorzar y papá sale a buscarnos. Está preocupado porque dice que no nos veía desde la ventana y que está prohibido irse tan lejos. Como yo no quiero que nos riña, le pido disculpas y le digo que no estábamos lejos, que sólo fuimos hasta el arroyuelo y que no entramos al bosque. El Nico le dice que en el bosque vive el lobo y que tiene miedo. Papá me mira enojado. Me riñe por decirle mentiras a mi hermano, por inventarme cosas y por asustarlo con el lobo. Le digo que no es verdad, que yo no le dije nada del lobo, que el Nico solito se ha inventado que el lobo vive en el bosque. Como el Nico le dice que sí, papá se calma y nos explica que no hay lobos en Córdoba, pero que igual hay que tener cuidado porque puede haber víboras. Mamá dice que nos sentemos en la mesa para comer. El mantel debe ser muy viejo porque tiene agujeros y además huele raro. Para el almuerzo mamá hizo sándwiches de atún con mayonesa, tomate y lechuga. El Nico no quiere comer porque no le gusta la lechuga. Yo lo riño, le digo que tiene que comer de calladito. Mamá dice que yo tengo razón y que para los que se portan bien y comen todo su almuerzo hay helado de postre. Cuando terminamos, mamá saca el helado y nos sirve en unos vasos porque no hay pocillos. Como no hay refri, el helado está medio derretido y además tiene como unos grumos duros, pero lo peor es que es de coco. Yo no quiero que me riñan por escoger la comida, pero tampoco quiero comer eso, así que pido permiso para ir a comer mi postre afuera. Papá se enoja y dice que no, que tenemos que terminar todo el helado. Pero como mamá lo mira como cuando le pide por favor, al final me dice que sí, pero que lo lleve 116


a mi hermano. Cuando estamos saliendo, mamá nos dice que tenemos que acabar todito nuestro postre y que volvamos rápido para hacer la siesta con ellos. Afuera, me fijo que los papás no me estén mirando y boto todo mi helado al pasto, detrás de una piedra grande para que no se vea desde la puerta. El Nico me mira asustado y yo le digo que no me gusta el helado de coco. Como es un copión, dice que a él tampoco y lo bota en el mismo lugar que yo. V Ni el Nico ni yo tenemos sueño y no queremos hacer siesta. Ya hemos dormido todo el camino y ahora sólo queremos jugar. Jugamos calladitos y sin ir muy lejos para que no nos riñan. Más tarde le digo al Nico que entremos un rato para ver si los papás ya están haciendo siesta, y que si están durmiendo podemos sacar la pelota para jugar fútbol, pero sin gritar ni hacer bulla. Adentro, los papás están bien dormidos, así que abro la maleta grande bien despacito para no hacer ruido con el cierre y saco la pelota. El Nico está parado en la puerta del cuarto, mirando feliz. Es la pelota nueva que papá nos compró de regalo cuando se acabaron las clases. Salimos de puntitas y nos vamos a jugar fútbol un poco más lejos para no hacer bulla y no romper los vidrios. VI Jugamos hasta tarde y el Nico se porta bien. A veces se cae cuando le toca atajar, pero no llora. Sólo se pone rojo y le salen lágrimas, pero cuando le digo que no llore porque nos van a reñir, me hace caso y se aguanta. Cuando nos cansamos de jugar, volvemos a la cabaña para buscar refresco. El Nico quiere despertar a mamá para que nos sirva Coca-Cola, pero le digo que no la moleste y que, como ya soy grande, yo le voy a servir. La botella está en la neverita y cuando el Nico ve que la estoy abriendo, me dice que quiere helado. Yo sé que le gusta el de coco y que sólo lo botó por copión. Pero como se estuvo portando bien y no nos hizo reñir, le digo que sí y busco el helado para invitarle un poco. Saco el envase, pero está vacío. Adentro sólo hay basura: una cajita y un frasco grande de remedios, todo vacío. Así que le digo al Nico que ya no hay y que sólo queda refresco. El Nico se pone a llorar porque quiere helado. Le digo que se calle porque va a despertar a los papás y nos van a reñir por su culpa, pero él sigue llorando y gritando que quiere helado y quiere helado y quiere helado. 117


Los papás deben estar muy cansados porque no se despiertan con toda la bulla que mete el Nico. Al final se cansa de gritar y se sienta en el piso. Yo le hablo bajito para no despertar a los papás. Lo riño porque es un malcriado y le digo que yo soy el mayor y me tiene que hacer caso. Le sirvo un vaso de coca y se toma todo de golpe. Le digo que tenga cuidado porque se puede atorar, pero seguro que de tanto gritar se está muriendo de sed. VII Como el Nico dejó la puerta abierta, se metieron las moscas. A mamá no le gustan y por eso en la casa siempre hay que dejar la puerta cerrada, porque si se meten bichos ella se enoja y nos riñe. Pero las moscas de aquí son diferentes. Unas son iguales, pero hay otras más grandes y lentas. Al Nico se le para una en el brazo y se pone a llorar. «¡Los pábamos, los pábamos!», grita, y sale corriendo al patio. Ese rato me acuerdo de lo que papá dijo de las moscas que pican y se llaman tábanos. Salgo corriendo a buscar al Nico. Está sentado en el pasto, llorando otra vez, diciendo que el pábamo le ha picado su brazo. Lo reviso, pero no tiene nada. Le digo que no llore, que no pasa nada y que ningún bicho le ha picado. También le enseño que se dice tábano, no pábamo. Al final lo llevo a la cabaña porque sigue llorando y quiere que mamá le cure su brazo. Yo sé que no tiene nada, pero como no se calla, lo llevo de la mano para que mamá lo revise. Le digo que es un desconsiderado, un malagradecido y un descomedido; que los papás están cansados y no los debería molestar con macanas; que no tiene nada en su brazo y que es un llorón. Entramos a la cabaña y vamos al cuarto para despertar a mamá. Le hablo despacito, pero sigue durmiendo. La muevo un poco, como hacen ellos, pero nada. Seguro está cansada después de un viaje tan largo, así que la dejo dormir y voy a despertar a papá. Está bien dormido, porque tiene una mosca caminando por su cara y no se da cuenta. Su boca está sucia y pegajosa de helado, y hasta la almohada está manchada, así que se está llenando de moscas. Las espanto con mi mano y lo muevo para que se despierte, pero tampoco me hace caso. Salgo del cuarto y le digo al Nico que los papás siguen durmiendo, pero que mamá me dijo que como yo soy el mayor lo tengo que curar. Busco mi mochila y saco las curitas de Batman que me compraron en la farmacia. Le pregunto al Nico dónde le ha picado el tábano y me dice: «Aquí, en mi brazo». No tiene nada de nada, pero para que no moleste le pongo una curita. Incluso le dejo elegir la que más le guste, y con eso se queda tranquilo. VIII Como nos estamos aburriendo y adentro no hay nada que hacer, salimos de nuevo para jugar a los 118


exploradores. Esta vez le digo al Nico que cierre la puerta porque si la deja abierta se van a entrar los tábanos y le van a picar. Como sigue un poco asustado, me hace caso y cierra con cuidado para no hacer ruido. El hornero que mamá nos había señalado antes está tirado en el piso, en el mismo lugar donde botamos el helado. También hay un montón de hormigas y moscas. Algunas están pegadas en la mancha de helado, otras siguen volando cerquita. Vamos hasta el arroyuelo y tomamos agua con las manos. Luego caminamos por el borde y llegamos hasta el bosque. Yo sé que papá ha dicho que está prohibido, pero igual quiero entrar a explorar porque nunca había visto un bosque. El Nico me dice que no, que tiene miedo del lobo. Le digo que no hay ningún lobo, que papá ya nos ha explicado. Entonces me dice que tiene miedo de la víbora. Ya estoy cansado de estar con él porque lo estuve cuidando todo el día, así que le digo que yo voy a entrar y que si no quiere ir conmigo me espere ahí, sin moverse y sin llorar. Entro al bosque yo solito. No hay nada especial, sólo más árboles. Camino un rato buscando algo, aunque no sé qué, pero no encuentro nada, sólo árboles y más árboles. Me aburro y me doy la vuelta para salir del bosque. No lo quiero dejar solo al Nico mucho tiempo para que no me riñan los papás. Camino un poco y me paro de golpe porque escucho un ruido a lo lejos, como pasos pequeños. Debe ser el Nico, que seguro me ha estado siguiendo sin que me dé cuenta. Me doy la vuelta, pero no hay nada. Luego vuelvo a escuchar los pasos y veo que algo se mueve. Me empieza a dar miedo. Escucho esos pasos otra vez, pero más cerca. Debe ser el Nico, que se está escondiendo para que no lo riña por haberme seguido. Pero no es él. Al final lo veo: es el lobo. Es negro y grande. Es peludo, con orejas largas y ojos rojos. Grito y empiezo a correr hasta que llego donde el Nico. Lo agarro de la mano y corremos a la cabaña. Grito: «¡El lobo, el lobo!». El Nico se asusta más y empieza a llorar. Se cae y me hace caer con él. Me doy la vuelta y veo que el lobo se está acercando. El Nico lo ve y se pone a gritar. Lo jalo para que se levante y sigamos corriendo. Entramos a la cabaña, llorando los dos porque yo también tengo miedo. Cerramos con llave y nos sentamos en el piso, apoyados contra la puerta para que el lobo no la empuje. IX Se está poniendo oscuro y los papás siguen durmiendo. El Nico los quiere despertar para que nos cuiden y maten al lobo. Le digo que se calle, que nos van a reñir si les decimos que hemos entrado al bosque. El Nico es chiquito, pero no siempre es tonto. Se enoja conmigo porque dice que él no ha entrado al bosque y que ahora el lobo nos va a comer por mi culpa. No le hago caso y me acerco a la ventana. Tengo miedo, pero quiero ver si el lobo sigue ahí. Me da miedo que salte a la ventana, pero no lo veo. Cuando estoy por darme la vuelta, una pata con garras me agarra del hombro y grito, pero sólo es el Nico. Ya está más tranquilo, pero luego se pone a mirar por la ventana, asustado. Levanta su dedo para señalar algo afuera. 119


Todo su bracito tiembla y yo tengo miedo de mirar. El lobo está ahí. Se está comiendo al hornero y todo el helado derretido. El Nico empieza a gritar: «¡Papá, papá!», y no me hace caso cuando le digo que se calle. Entra corriendo al cuarto y se pone a sacudir a papá para despertarlo. Está llorando y gritando: «¡El lobo, el lobo!». Pero papá está cansado y no le hace caso. Lo agarro de la mano y lo jalo afuera del cuarto. Le digo que no moleste a los papás y que el lobo se va a ir porque ya ha comido. El Nico se acerca corriendo a la ventana y voy detrás de él. El lobo ya no está. Lo vemos más lejos, metiéndose al bosque. Nos sentamos en el piso, debajo de la ventana, y el Nico empieza a llorar. Lo abrazo para que no tenga miedo, pero yo también me pongo a llorar. X Ya está oscuro y el Nico me dice que prenda la luz. Me acuerdo de lo que han dicho los papás y le explico al Nico que no hay electricidad. Le digo que no se preocupe, que voy a buscar velas. «Igual que cuando se cortó la luz en la casa». Con eso se queda tranquilo, así que busco las velas en las bolsas que trajimos, luego en los cajones y al final en los estantes. Ahí están. Encuentro los fósforos al lado de la cocina y prendo dos velas. Le llevo una al Nico, pero entonces me acuerdo que él no las puede tocar, así que las pongo en unos candelabros como los de la casa. Las acomodo con muchísimo cuidado porque si se caen la cabaña se puede incendiar. Con las velas ya podemos ver mejor y nos quedamos tranquilos, pero luego al Nico le da hambre. A mí también, pero yo no me quejo porque tengo que dar el ejemplo. Voy al cuarto para despertar a mamá, pero no me hace caso. Papá tampoco. Salgo y le digo al Nico que yo le voy a hacer un sándwich. Todavía queda pan, pero ya no hay atún. Saco dulce de leche y también una bolsa de papas fritas. Preparo dos sándwiches con dulce y abro la bolsa de papas. Comemos eso sentados en el sillón. El Nico me dice que tiene frío, así que voy a buscar nuestras chompas al cuarto. Me pongo la mía y luego lo ayudo a abrigarse porque todavía es chiquito y a veces se la pone al revés. Al final, el Nico se queda dormido en el sillón. No lo quiero despertar, pero como no lo puedo cargar, voy al cuarto y saco una frazada de nuestra cama. Lo tapo y luego voy a mirar por la ventana para ver si el lobo vuelve. Afuera está oscuro. De día, el cielo es igual que el de nuestro país, celeste. Pero de noche es diferente: hay muchísimas estrellas. XI Al día siguiente nos despertamos antes que los papás. El Nico me dice que quiere leche, pero no hay. Le explico que no tenemos refri y que por eso no hemos comprado, porque se hubiera echado a perder. Le digo que le voy a preparar un té y un sándwich. 120


No hay microondas y no puedo calentar el agua porque no sé cómo prender la cocina a leña. Preparo dos sándwiches de dulce de leche y sirvo dos vasos de Coca-Cola, aunque ya no está fría. Como los papás siguen durmiendo, le digo al Nico que salgamos a jugar fútbol. Primero se pone contento, pero luego se acuerda del lobo y le da miedo. Le digo que no se preocupe, que si el lobo vuelve, yo mismo lo voy a matar con un palo. «Igual que en la tele». Afuera, agarro un palo grande por si aparece el lobo, pero no lo vemos por ningún lado. Tampoco está el hornero y hasta la mancha de helado se ha borrado. Sólo quedan algunas hormigas. Jugamos un rato hasta que nos da sed. En lugar de volver a la cabaña a buscar la coca, vamos al arroyuelo a tomar agua con las manos. Es más divertido. Luego volvemos a jugar fútbol. Sin querer, pateo la pelota muy fuerte y, como el Nico es chiquito y todavía no sabe atajar bien, se va lejos, cerca del bosque. Cuando le pido que vaya a buscarla, dice que no y se pone a llorar. Sé que tiene miedo del lobo, así que voy yo. Agarro el palo grande y camino despacio, de puntitas para no hacer ruido. La pelota está en la entrada del bosque, así que me acerco con mucho cuidado. Cuando la estoy por agarrar, escucho un ruido raro, como si estuvieran llorando. Pero no es el Nico, porque me está esperando atrás. Me acerco más y el ruido se escucha más fuerte. Suena como un perrito asustado. Es el lobo. Está echado en el suelo, llorando. Me acerco para verlo más de cerca porque nunca había visto uno. Su barriga sube y baja. Es todo negro y peludo. Me doy cuenta de que no es un lobo, sólo es un perro grande. Sus ojos son cafés y sus orejas son largas. Cuando me ve, se asusta y trata de levantarse, pero se cae y vomita una cosa blanca. Yo me asusto y me voy rápido. Agarro la pelota y corro donde el Nico. Le digo que he visto al lobo y que está enfermo, que está vomitando. Luego le digo que no es un lobo, que sólo es un perrito y que tenemos que ayudarlo. Corremos a la cabaña para despertar a mamá. Como es veterinaria, ella puede ayudar al perrito. Si se cura, tal vez se pueda quedar con nosotros. Cuando le digo eso al Nico, se pone contento porque siempre quiso tener un perro, pero todas las veces papá dice que no porque nos puede morder. El cuarto huele feo, como cuando el Nico se hace en sus pantalones, y hay más moscas. Lo riño por haber dejado la puerta abierta otra vez. Nos acercamos a la cama de mamá y le decimos que hay un perrito que está enfermo y que lo tiene que curar. Pero no nos hace caso, así que vamos a despertar a papá. Hay más moscas caminando por su cara y las espanto con mi mano. Luego lo sacudo del hombro, pero tampoco hace caso, así que le digo al Nico que los dejemos dormir y vayamos a ver al perrito. Cuando llegamos al bosque, el perro ya no está. Tampoco se lo escucha llorar. El Nico se pone triste 121


porque lo quería acariciar, pero yo me alegro porque tal vez se sintió mejor y se fue a su casa. Volvemos a la cabaña porque tenemos hambre y ya va a ser la hora del almuerzo. Mi reloj dice que son las doce en punto y en la casa siempre comemos a las doce y media. Como mamá sigue durmiendo, le digo al Nico que me ayude a poner la mesa, pero con mucho cuidado y sin romper nada. A las doce y media, entro al cuarto y les digo a los papás que ya es hora de almorzar. Les digo que ya hemos puesto la mesa para que puedan descansar cinco minutitos más, pero que ya son más de las doce y hay que levantarse. El Nico entra al cuarto y dice que tiene hambre. «Mamá sigue durmiendo», le digo, «pero no te preocupes, yo voy a preparar el almuerzo». “Vacaciones familiares” forma parte del libro de cuentos El día del fuego, publicado por Editorial Nuevo Milenio.

Gustavo Munckel nació en Cochabamba, Bolivia, en 1988. Estudió comunicación social y trabaja como corrector. Ha publicado el libro de cuentos El día del fuego (2020, Editorial Nuevo Milenio). En la actualidad se encuentra trabajando en dos nuevos libros: Imposible regresar al lugar del que te fuiste y Liminal.

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TEMBLOR DEL CIELO

J. Edmundo Paz-Soldán Ávila

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A João Guimarães Rosa, que conoció a la niña de allá La niña comenzó a hablar poco después de que su padre se fuera de la casa para unirse a la rebelión de Orlewen. Se llamaba Rosa y era pequeña y de ojos enormes, la cabeza tan grande que alguna vez su madre había sugerido, preocupada, que quizás fuera hidrocefálica. El padre, esa noche, le dijo que no exagerara, los niños eran así, algunas partes se desarrollaban antes que otras, todo era desajuste y desencuentro. La madre volvió a la carga, insistiendo en que no era normal que ella hubiera cumplido cuatro años sin llorar nunca y mucho menos pronunciar una palabra que se pudiera entender. Esos silencios le roían el alma. Ella misma había sido una llorona, en uno de sus primeros recuerdos estaba en la parte trasera del rikshö de su abuelo, él dando vueltas a la plaza del distrito para ver si ella se calmaba después de dos horas de llanto ininterrumpido. Además la enloquecía esa costumbre de Rosa de irse a una esquina de la sala principal y quedarse ahí sentadita, jugando con una muñeca de trapo o viendo las paredes, extrañada, como si estas respiraran. Ni los juegos de su hermana mayor la distraían de su ensimismamiento. El padre, pequeño granjero, le dijo que a él también le pasaba algo así, cualquier insecto u objeto que veía con detenimiento en la propiedad se ponía a latir, sobre todo las calabazas que cultivaba con tanta dedicación, era un efecto de las cosas o de la mirada o quizás del encuentro de las cosas con la mirada. En cuanto al silencio, solo era cuestión de tiempo, se saltaría la etapa de los balbuceos y cuando hablara lo haría en frases complejas. La madre no se desprendió del rosario mientras hablaban. No lo convencería de llevar a Rosa al médico. Era parte de su fe y ella lo había aceptado así. Con el tiempo, hasta se había convencido de que era lo correcto. La naturaleza del mundo: buscar soluciones sin artificio. Desatino todo lo demás. Vivían en las afueras de Nova Isa, en un distrito conocido como Temblor-del-Cielo. Los vecinos los respetaban por su capacidad para el trabajo, pero no se metían con ellos porque eran una familia kreol diferente. Juntaban, ecuménicos, a Dios con Xlött, y llevaban a cabo, tres veces por semana, ceremonias nocturnas con cánticos y jün. Al distrito habían llegado noticias del levantamiento de Orlewen, y si bien algunos creían en el Advenimiento, era más fuerte el miedo a las represalias de los pieloscura. Poco después se supo que el granjero convocó a una reunión secreta en la que proclamó que había llegado el tiempo del mundo dándose vuelta. Los shanz visitaron la casa y los interrogaron. El granjero negó a Orlewen una y otra vez. Al día siguiente desapareció, dejando solas a la madre y a sus hijas. Decían que se había unido a la rebelión. Una tarde Rosa comía un plato de calabaza al horno bañada en miel cuando se puso a pronunciar palabras que a su hermana Ágata, que estaba junto a ella, no le sonaron irisinas ni del dialecto que se hablaba en la región ni de ninguno de los lenguajes de los pieloscra. Seidel, dijo la niña en un acento remoto, como si ella también acabara de llegar de Afuera. Cheiro, dijo, y Ágata se rió, pensando que era mejor cualquier palabra a ese silencio que había avanzado aun más con la partida del padre. La madre 124


vino corriendo, a instancias de Ágata, y se puso a escuchar las palabras que Rosa pronunciaba. Palabras que salían como una explosión de agua desde el centro de la tierra. Seidel cheiro, dijo la madre, y agarró el tenedor y le dio un pedazo de calabaza en la boca. No era bobita su hija. Tenía razón él, solo necesitaba un sacudón. Tu ausencia a cambio de su voz, di. Rosa rio con una risa imprevista y la madre se asustó, aunque no tardó en recuperar la calma. Esa noche Rosa llamó Niña grande a su madre. La madre, entusiasmada, salió a buscar a algún vecino para contarle lo que ocurría. Ágata la acompañó. En la oscuridad la madre distinguió la silueta de dos shanz caminando por la calle de tierra, como si con su sola presencia fueran capaces de disuadir a los kreols e irisinos de Temblor-del-Cielo de sumarse a la insurgencia. Iba a entrar a la casa cuando descubrió a Rosa detrás de ella, en el jardín. La niña señaló a las estrellas, y dijo, con una claridad de espanto, Estrellitas altas, tiritan. Todo naciendo. La niña rio, y la madre la abrazó y la besó. Las hormigas caminaban en fila india por el sendero que daba a la calle, y Rosa concluyó: hay que saber seguir. Los glimworms iluminaron el jardín posándose sobre una enredadera, y la niña dijo, están llenos de luz, señalándolos con el dedo. Tú estás llena de luz tu, mi niña, dijo la madre. Fueron días de jugar con las palabras. Si un pájaro dejaba de cantar, Rosa decía el pajarito desapareció del ruido. Si encontraba una hormiga muerta en el jardín, la alzaba y decía, te visitaré antes de desrecordarte. Salían al pedazo de propiedad, descuidado desde la partida del padre, con calabazas pudriéndose en esos días de sol pleno y sequía, y ella se paraba entre los cultivos y decía algo se sobresalta abajo y viene a vernos. Los lánsès que se posaban en el techo de la casa eran los señores visitas, y cuando comía algo que le gustaba, decía la vida es. A la llegada de la noche ella la llamaba lo oscuro hace su nido. Hubo días en que Rosa regresó al silencio. Para volver a despertar sus palabras, a Ágata se le ocurrió mostrarle un holo del padre. Uno de cuando la familia había ido a la feria de los globos aerostáticos, en una planicie encerrada entre montañas a dos horas de donde vivían, y el globo que alquilaron, de colores sangre y azul, subió y subió al cielo ante la agitación de la niña, que no dejaba de señalar una luz que tiritaba en el firmamento, como si algo o alguien la esperara allá. La niña habló entre risas, dirigiéndose al holo: voy a visitarte. La madre intervino: él volverá antes de que tú vayas. No es un hombre de guerra, se cansará pronto. La niña la miró con sus ojos burlones. Poco después comenzaron los milagros. Rosa volvió a su refugio en una de las esquinas de la sala, y dijo: Quiero visitas. Al rato una plaga de boxelders invadió la casa, cayendo por las ventanas, asomándose por las hendijas del 125


techo, apareciendo por entre las alacenas. Los boxelders se dirigieron en busca de la niña y la rodearon sin tocarla. La madre y la hermana contemplaron pasmadas lo que ocurría. Los boxelders no tardaron en desaparecer. Al poco tiempo la madre se enfermó y debió quedarse en cama con fiebre, acompañada por una prima lejana que vivía en otro distrito de Nova Isa, cerca de la prisión. La madre pasaba noches de agobio, rechazando los remedios que le ofrecía la prima y alternando sus rezos a Dios y a Xlött. La prima le había dicho que esos rezos eran una herejía, debía decidirse por uno o por otro. Si seguía así ella no pensaba quedarse más noches en la casa. También le sugirió que entregara a la niña al monasterio de los defectuosos. Me pone nerviosa su silencio. Hay algo roto en su cabeza. Entonces la niña se acercó a la madre y se echó sobre ella. La madre sanó en menos de un minuto. Temerosa, la prima se fue después de que la madre le pidiera que guardara el secreto. No habría monasterio para su niña, y tampoco quería que vinieran a quitársela. A la mañana siguiente un vecino le ofreció una suma irrisoria por la propiedad. La madre lo echó de la casa tirando un portazo. Pensó que algo debía hacerse al respecto. Si no era alguien del distrito, vendrían las autoridades a confiscarle ese valioso pedazo de tierra. Se le ocurrió que quizás no necesitaban de ayuda para que los cultivos reverdecieran. Habló con Rosa y le dijo, implorante: Hay que intentar no vender la propiedad. Unas palabras tuyas obrarán el milagro. Rosa se puso a correr por la casa y saltar en el jardín. Quiero un arcoiris, dijo, y esa tarde apareció en el cielo un arcoiris. Quiero pájaros verdes, dijo, y en vez de los lánsès se posó en el techo una sarta de loros bulliciosos, pequeños y de picos negros, que hacían un alto en su viaje a un valle cercano. La niña volvió a sentarse en su esquina y la madre dijo: Pide cosas prácticas, niña. Con arcoris y loros no iremos a ningún lugar. Rosa permaneció inalterada. La madre pidió más cosas: se acababan la leche, el arroz, la carne, los dulces, las frutas. La niña sonrió, los ojos cerrados, como si escuchara ahí adentro, en su ensimismamiento, una voz que no era la de su madre. Esa misma noche Rosa enfermó. No paraba de temblar. La malaria, decían, había llegado a Nova Isa. La madre dudó, esta vez sí, acerca de su rechazo a los doctores. Quizás convenía llevarla a una posta 126


sanitaria. Al final no pudo con sus creencias, y armada de su rosario se puso a rezar a Dios y a Xlött. La niña, en su cama, dijo: Quiero visitar a mi pa. Desencarnarme pronto, y que me dejen nel jardín, junto a las hormigas, pa que me vean los pajaritos verdes y los arcoíris. Rosa pidió a su hermana que limpiara el cuarto de todo objeto. La silla, una cómoda y una repisa fueron trasladadas a la sala; los juguetes y la ropa se amontonaron en la cocina. Desde su cama, Rosa contempló durante horas, como en estado de trance, esa pieza vacía, de piso crujiente y paredes agrietadas. La madre y la hermana la veían expectantes, procurando no interrumpirla. La madre soñaba con que su niña volvería de allá con el deseo de ayudar a que la casa no se perdiera. La niña volvió en sí. He visto a pa, dijo, y se puso a llorar. Contó que estaba tirado entre unos matorrales, en el valle de Malhado. Una bomba lo había alcanzado, destrozando su pecho y su cara. Ella estuvo ahí, a su lado, hasta que él no pudo más y se desencarnó. La madre insultó a Xlött y a Dios y lloró junto a Ágata. Rosa les pidió que se callaran. Construiré la casa más hermosa del mundo, dijo. Me iré a vivir allí con pa y las esperaré. La madre la miró, incrédula, pero no pudo decirle nada porque la niña había vuelto a entrar en trance. Al cuarto día Rosa salió del trance para decir una sola palabra: Yastá. La niña nunca más volvió a pronunciar palabra. Se quedó en cama con una sonrisa, al cuidado de su hermana. Meses después, cuando ya no pudo más, la madre decidió hacer caso a su prima y entregó a Rosa al monasterio de los defectuosos. El atardecer en que le anunciaron que le confiscaban la propiedad, salió al jardín y, serena, mientras observaba el parpadeo de los glimworms, se detuvo en un pensamiento: la niña no las había ayudado. Así fue como Rosa dejó de ser su hijita en gloria, la santa niña.

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José Edmundo Paz-Soldán Ávila (Cochabamba, 1967) es un escritor boliviano y uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de la década de 1990, conocida como McOndo. En 1992 aparece su primera novela, Días de papel, que el año anterior había quedado finalista en el concurso literario estadounidense de obras en español Letras de Oro y que le hizo merecedor de su primer galardón: el premio boliviano Erich Guttentag. Desde entonces ha seguido fiel a la narrativa, escribiendo tanto relatos como novelas. En 1997 obtuvo un doctorado en Lenguas y Literatura Hispana por la Universidad de Berkeley con un ensayo sobre la vida y obra de Alcides Arguedas; de esta investigación nacería después un libro que fue publicado en 2003.1Paz Soldán en 2008 En 2011 presidió la primera edición del Premio de las Américas, que ganó el chileno Arturo Fontaine Talavera. Paz Soldán escribió su primer libro de ciencia ficción en 2014: Iris, que nació de la lectura de un reportaje en la revista Rolling Stone sobre soldados psicópatas en Afganistán. Esta novela no fue pensada en un comienzo para escribirla en el género en el que finalmente lo hizo, sino que debería haber sido la última de una trilogía que empezó con Los vivos y los muertos (2009) y siguió con Norte (2011). «La ciencia ficción que me interesa es un género muy político, el de las grandes distopías del siglo XX creadas por autores como Orwell o Huxley», ha explicado el escritor.5 Es columnista de temas de cultura y política en el diario chileno La Tercera. También ha escrito para medios como El País, The New York Times, Time y Etiqueta Negra. Ha traducido algunas obras del inglés, como Mucho ruido y pocas nueces de Shakespeare y El vendedor de sueños del estadounidense de origen ecuatoriano Ernesto Quiñonez. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas y han aparecido en antologías en diferentes países de Europa y América. Desde 1991 reside en Estados Unidos, donde es profesor de Literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell. Su hermano Marcelo fue director (1996-2009) de la editorial Nuevo Milenio, en Bolivia.

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UNA NOCHE CON NERUDA Y ANNA NICOLE Homero Carvalho Oliva

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Para mi vecina de hace 50 años, porque al verla acostada boca abajo en su terraza, creía que el sol salía solamente para iluminar sus incomparables nalgas. Tenía casi quince años cuando descubrí a Pablo Neruda y conocí a Anna Nicole Smith. Al poeta del amor me lo presentó mi padre y a la que sería la dueña de mis fantasías eróticas la vi, por primera vez, en un puesto de revistas y estuve, varios días, merodeándola hasta que me decidí a acercarme para conocerla mejor. Ambos encuentros fueron prometedores: Neruda simbolizaba la posibilidad de enamorar con las palabras y Anna Nicole la de enamorarse. Sentí que había cierta química entre ambos y lo comprobé cuando fui seducido por los veinte poemas de amor y cuando ella se convirtió, definitivamente, en el objeto de mis crecientes y arrolladores deseos sexuales. “Está en la edad del burro”, me disculpó mi madre ante unos azorados parientes que me vieron mirando lascivamente a mi prima María Eugenia, que de un día para otro se había hecho toda una mujer. La culminación de mis devaneos sexuales llegó, una noche, mientras leía el poema Uno del libro “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”: “Cuerpo de mujer”, leí y allí, a mi diestra, estaba ella ofreciéndose desnuda para mí. “Blancas colinas”, dije en voz alta y miré anhelante sus enormes senos coronados por dos perturbadores pezones rosados, erguidos y desafiantes, dispuestos para que mis atrevidas manos suban poco a poco y bajen por ellos como deslizándose en cámara lenta, acariciando las níveas montañas y deteniéndose en aquellas rojas cerezas del alto pastel que repetía su cumbre desafiando todos los deseos. “Muslos blancos”: sus piernas parecían un par de columnas romanas apenas sostenidas por puntiagudos tacones. “Te pareces al mundo en tu actitud de entrega”: la miré ansiosamente y ella adivinó lo que quería y se dio la vuelta y vi, deslumbrado y satisfecho –como seguramente Moisés lo estuvo ante el milagro del Mar Rojo–, que el mundo se partía en dos perfectas mitades. Le reproché al poeta no haber incluido una pequeña oda o alguna metáfora a las nalgas y, volviéndolas a mirar, juzgué que quizá no era necesario: este culo es un poema, me dije y volqué la página para seguir en mis afanes lúdicos. Ella siguió sumisa y sin remilgos, entregándose a la lujuria de mis manos salvajes que la socavaban como si yo fuera un labriego haciéndole saltar un hijo, declaré parafraseando al poeta; un fruto de esa tierra albina que mostraba todo su esplendor en la rubia mata rizada como si fuera un delta de filamentos dorados y se perdía, pícaramente, entre sus piernas escurriéndose en una tierna zanja carmesí e incitándome inevitablemente a penetrarla; a perderme en su interior destruyendo con su descarada y profunda sonrisa vertical todos mis cristianos pudores. Nada podía hacerse ante tamaña hendidura, nada que no fuera seguir adelante. Me entregué a su túnel y lo invadí tan poderosamente que estuve a punto de irme. Así que para contenerme tuve que agarrar mi miembro como un arma, como si fuera una flecha en el arco de mis dedos que la templaban para disparar hacia el centro mismo de su “cuerpo de mujer, cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida. Cuerpo de mujer, blancas colinas. ¡Ah, los vasos del pecho! ¡Ah, las rosas del pubis!” Y mis manos siguieron apretando el arma, intentando detenerla para prolongar el gozo, hasta que ya no pude más y exploté. Reventó el embravecido manantial subterráneo que hacía meses buscaba un alivio, como un oprimido geiser de líquido caliente que hallaba su cauce para salir y 130


alcanzar el cielo. Cuerpo de mujer, conejita mía. Todavía la veo, semi aturdido y feliz, rebosante de la tibia leche perlada que ávida buscaba sus muslos blancos y sus blancas colinas para fluir por la superficie, y, aún, la siento entre mis dedos, manando hasta agotarse. Y es entonces que me doy cuenta que “mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso”, han sido saciados y para gloria mía y del poeta inmortal ni una gota de mis entrañas había tocado el libro que permanecía a mi izquierda, a diferencia de la revista en cuyas páginas centrales el brillante cuerpo de playmate del año de Anna Nicole no podría quitarse nunca la húmeda mancha de mis veleidades poéticas. Gracias querido Pablo, usted fue los veinte poemas y yo la canción desesperada.

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Homero Carvalho Oliva, Beni, Bolivia, 1957, escritor, poeta y gestor cultural, ha obtenido varios premios de cuento a nivel nacional e internacional como el Premio latinoamericano de Cuento en México, 1981 y el Latin American Writer’s de New York, USA, 1998; dos veces el Premio Nacional de Novela con Memoria de los espejos y La maquinaria de los secretos. Su obra literaria ha sido publicada en otros países y ha sido traducida a varios idiomas; figura en más de treinta antologías nacionales e internacionales de cuento como Antología del cuento boliviano contemporáneo, The fatman from La Paz e internacionales, como El nuevo cuento latinoamericano de Julio Ortega, México; Profundidad de la memoria de Monte Ávila, Venezuela; Antología del microrelato, España y Se habla español, México; en poesía está incluido en Nueva Poesía Hispanoamericana, España; Memoria del XX Festival Internacional de Poesía de Medellín, Colombia y en la del Festival de Poesía de Lima, Perú; así como en la antología Poetas del Oriente boliviano. Entre sus poemarios se destacan Los Reinos Dorados y El cazador de sueños, inspirados en las tradiciones, leyendas y cosmogonías de los pueblos amazónicos de Bolivia y Quipus en las tradiciones y leyendas andinas. El año 2012 obtuvo el Premio Nacional de Poesía con Inventario Nocturno y el 2013 publicó la Antología de Poesía Amazónica de Bolivia y la Antología Bolivia. Tu voz habla en el viento, que reúne a cincuenta y cinco autores, entre ellos a tres Premios Nobel de Literatura hablando de Bolivia. Es autor de la Antología de poesía del siglo XX en Bolivia, publicada por la prestigiosa editorial Visor de España. Premio Feria Internacional del Libro 2016 de Santa Cruz, Bolivia. En el 2017, La editorial El Ángel, de Quito, Ecuador, publicó su poemario ¿De qué día es esta noche?; el año 2019 la Editorial New York Poetry, de Estados Unidos, publicó su antología poética personal Memoria incendiada y en el 2020 la editorial Buenos Aires Poetry, de Argentina, publicó su poemario Reconstrucción del vuelo. Ediciones Quarks de Perú publicó su libro La evidencia de silencio y la Municipalidad de Lima su antología personal Dimensión del milagro. 132


EL LINCHAMIENTO DE EPIZANA Juan Claudio Lechín

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(Basado en un episodio real) Para los griegos el destino era una diosa llamada Moira. Muchos siglos después el azar convertido por ciencia en la teoría de la incertidumbre explicaría los sucesos sorpresivos. Pero sea por destino o por azar, todo accidente es una limpia geometría euclidiana donde no cabe ningún error o desviación en su formulación, de otra manera no sucedería. El celular de Lambert Chávez, periodista de le red televisiva VisiónTV, suena pasadas las cinco y media de la madrugada. Es raro, él cree haberlo puesto en silencio luego de la mala noche que compartió con su mujer cuidando la tos de la pequeña Brigitte. —Escuchame bien, la gente en Epizana, a unos policías, le han hecho un 316. Jodido, bien jodido, che oye. Primicia te estoy dando—, le informa un contacto. No podía ir. Esa mañana tenía agendado cubrir varias noticias en Cochabamba, pero su instinto pitbull de periodista no puede dejar escapar la primicia de un “316”, de un apresamiento, y además de policías. Una hora después toma carretera en un auto del canal. Son 130 kilómetros hasta el pequeño pueblo de Epizana. Edison, el camarógrafo, dormita a su lado. Timbra el celular, es Giovanna, su mujer: —Lambert, todo dejas para ir a meterte en líos, ¿quién te paga después tu sacrificio? Bien loco eres vos siempre, y con el Edison creen que el micrófono y la cámara son la capa invisible del Harry Potter. A mitad de camino los detiene un bloqueo de grandes árboles derribados con motosierra. En sentido contrario, quince policías vienen de regreso. Despejan la ruta por donde habían pasado, de madrugada, rumbo a Epizana con la misión de liberar a los policías detenidos. Apenas llegaron fueron rodeados por una multitud amenazante. Los dirigentes les lanzaron un ultimátum con tufo a alcohol: —Si hasta las ocho de la mañana no traen a un fiscal les vamos a ajusticiar a esos maleantes… falsos policías, qu’emos atrapado. Luego los amenazaron y los obligaron a replegarse. Por radio informaron y desde el Comando les ordenaron volver a Cochabamba. En el punto de bloqueo donde se han cruzado, un policía albino le comenta a Lambert: —¿Los hemos de abandonar a nuestros camaradas como perros, en manos de los cocaleros? Me pregunto yo…, digo nomás. 134


—Y ¿por qué tan poquitos han ido al rescate? —pregunta Edison. —Así nomás nos han ordenado. Parece que anoche, a las diez, les han capturado a nuestros camaradas. Nosotros recién hemos ido a rescatar como a las tres. En una grabación (que está en manos de los investigadores) un cabo con el supuesto nombre de Martín Mamani, desde el retén de Epizana, por radio dio parte al comando de lo sucedido. Pero lo hizo cuatro horas más tarde de los sucesos, o sea, a las dos y media de la noche. En la grabación se escucha también a un tal cabo Condori explicando el móvil de los sucesos: “Parece que las extorsiones que han hecho estos camaradas mucho han macheteado a la gente. Por eso parece que 316 les han hecho”. Pero ¿dónde estaban estos dos cabos al momento de los apresamientos?, y ¿por qué tardaron tanto en informar? —No vayan, ché, la gente endemoniada está —le advierte el albino a Lambert. —Tranquilo, hermano. Hablo quechua, me he de hacer entender. Sortearon el bloqueo y prosiguieron camino. Epizana es un importante paso del narcotráfico. Desde Los Yungas y el Chapare llega la cocaína en las mochilas del contrabando hormiga. Es acopiada y despachada. Pero Epizana tiene también otra historia. En 1973, su pueblo fue masacrado por protestar contra la dictadura del general Banzer. Una hora después, a las ocho y media de la mañana, pasan por el retén donde los policías fueron apresados. Están un jeep Cherokee de la policía y el auto blanco con vidrios raivanizados de los tres capturados. Están apedreados, con los vidrios rotos y las puertas y el capó abiertos. La noche anterior los tres policías habrían extorsionado al hijo del alcalde-corregidor de Epizana, de apellido Costa, y a René Claros, su chofer, dice la prensa, dizque porque el vehículo que manejaban no tenía documentos. Una versión no corroborada. Pero si del tamaño del pájaro es la pedrada, algo mayor sucedió en ese encuentro por la mucha saña con que se desencadenarían los acontecimientos y que no se explican por una infracción de tránsito. Fue algo de otro calibre, estalló una irritación medular. Mientras el chofer Claros se quedó en el retén, el hijo del alcalde-corregidor corrió a contarle a su padre sobre el encuentro con el trío policial. El padre ardió en furia y convocó a los pobladores con argumentos varios, entre otros, que los policías eran delincuentes disfrazados. Varios coincidieron en haber visto el auto blanco de vidrios raivanizados merodeando por las cercanías. Muchos pobladores fueron hacia el retén con los ánimos incendiados. 135


Claros, el chofer, vio aparecer en la oscuridad las linternas de su multitud y corrió para fundirse con ella. Pero a los pocos pasos resbaló y al caer se golpeó la nuca, dice una versión. Al llegar los comunarios, estaba tendido en el suelo y con la cabeza ensangrentada. —¡Estos me han roto mi cabeza! ¡Miren, miren! —mostró su sangre acusando a los policías. No hubo aclaración posible. Su mala predisposición aumentó y golpearon a los uniformados que, según la primera declaración del subcomandante de Cochabamba, estaban allí por razones de investigación. Posteriormente, el comandante Copa diría que ninguno estaba destacado a la zona, que dos tenían baja médica y el otro estaba de franco. Tampoco se entiende por qué los cabos Mamani y Condori reportaron el 316 cuatro horas más tarde, ni por qué el comando mandó tan sólo quince efectivos al rescate. Cualquiera sea la verdad, el destino, como una falsa carnada dorada para peces, llevaría al sargento Willy Álvarez, al cabo Walter Ávila y al policía Vidal Yupanqui por una ruta negra hacia la muerte. A empellones, dos de ellos fueron escoltados por treinta comunarios para hacer curar al chofer Claros, en el hospital de Totora. El tercer policía quedó como prenda de un polvorín que lo volvió a golpear (quizá aquí lo apuñalaron), que destruyó el retén, el Cherokee y el auto blanco de vidrios raibanizados; la misma escena que Lambert ve cuando pasa rumbo a Epizana. Un kilómetro más adelante una cola de vehículos está varada pues la multitud ocupa la carretera en cuyo borde está la casa comunal, donde los tres policías guardan detención. Lambert estaciona entre los camiones, que no se involucran, y su vagoneta queda camuflada. —¡Prensa!, ¡prensa!, ¡ha llegado la prensa! —grita un dirigente comunario agitando, a modo de abrir paso, una mano en la que lleva un walkie talkie. Estos radio-transistores y las bengalas lanzapetardos sirven para alertar cuando aparecen la policía o los “Leopardos”, de la lucha contra el narcotráfico; y con ellos monitorean bloqueos. Las varias radios comunales dan música, huayños peruanos y regetón, noticias y los comentaristas instigan a una revancha indígena contra un sinfín de culpables históricos. También alertan por códigos: “nube azul va a llover” o “los tigres llegan al zoológico”. Hay una red de secretos que algo esconde. Lambert camina adelante y Edison lo sigue. La cámara ya está filmando. Un grupo de dirigentes bastante ebrios, se acercan. Han bebido toda la noche bajo un cielo clarísimo con nubes galácticas y también pijcharon hoja de coca (o jalaron) para estar como robles luego de tantas horas de farra. Casi todos visten a la moda del presidente Evo Morales: chaqueta oscura cuello Mao, adornada con tiras de telas indígenas 136


multicolores. —¡Vamos, compañero periodista, vamos! — lo invitan y Lambert agradece en quechua consiguiendo gestos de asentimiento. En un álgido momento indigenista, como el que vive el país, hablar quechua o aymara rompe los hielos raciales e ideológicos. Son casi las nueve de la mañana. La cámara registra gente caminando normalmente, dos viejas charlando y espantando moscas con un latiguillo y unos niños jugando trompo. Lambert avanza por entre la multitud sin ninguna precaución. Edison lo sigue. Llegan a la casa comunal. En el segundo piso, y luego de una noche de torturas y golpes, están los policías. Uno llora, sabe que lo van a matar. —¿Crees que la Fuerza nos va a dejar aquí como si fuéramos animales? —lo increpa el otro que tiene el ojo cerrado por un hematoma púrpura. —Señorita, por favor, échenos llave y asegúrenos la puerta —le suplica Álvarez a la enfermera de la Casa Comunal. Con un botiquín rudimentario ella ha curado heridas, bocas con dientes partidos, contusiones y la puñalada. Seguramente ella se conmueve, enfermera, al fin y al cabo, y acepta las súplicas porque al vencerse el plazo de traer al fiscal los comunarios no pudieron abrir la puerta para sacar al sargento Álvarez, al cabo Ávila y al policía Yupanqui. Estaba cerrada. La furia de la turba, como es natural, debió haber disminuido con el pasar de las horas. Pero algo la enciende de nuevo, algo la hace aumentar. Empiezan a apedrear las ventanas. —¿Ves?… Yo te he dicho que nos vayamos a Sucre —le recrimina Ávila a Yupanqui. Nadie se percata de lo que la cámara filma: un camión verde se estaciona bajo la ventana del segundo piso y hace de escalera para que varios comunarios y dirigentes suban a sacar a los policías. Abajo espera la muchedumbre de ejecutores. Hace crecer su ira con gritos y palabras alevosas hasta que la sensación de compartir un hecho catastrófico embriaga a todos y permite que aflore esa extasiante y prohibida intensidad humana: la masacre. La turba es un antifaz detrás del cuál nadie cree ser visto. Los dirigentes de saco oscuro y ribetes coloridos miran desde lejos. El sol es blanco. Tres nubes compactas cuelgan del cielo. Los tres policías son obligados a descender, 137


como bomberos, por un tubo metálico de luz que flanquea la ventana. El primero, el apuñalado, se suelta a mitad de descenso. Cae sobre el piso de tierra y su pierna se parte en dos. Queda adherido al sitio. Como hormigas le brincan, lo cubren y lo caminan contra la pared para triturarlo. El segundo salta voluntariamente e inmediatamente es atrapado. Los palazos y puñetes lo hunden en la penumbra de pedradas y patadas donde hay olor a intimidades ajenas, a tela percudida. También hay niños participando del castigo. Hay buena conexión en el compañerismo de dar muerte. Es un disfrute antiguo, propiciatorio, con adrenalina, risas y sacralidad. El tercero es fornido, más bien gordo, y viste una polera roja. Aprovecha que están entretenidos con su compañero y huye sorteando gente como quaterback de fútbol americano, pero son muchas las manos que lo buscan. —¡Ay-ayay-ay! —, grita desgarradoramente mientras huye. Cuando lo tumban, calla. Se cubre el rostro y le falta el aire. Se incorpora y vuelve a chillar instintivamente. Una extraña sincronización hace que la violencia del tumulto parezca una escena grácil previamente ensayada hasta la perfección. Sólo la víctima es torpe. Tal vez de ese mundo primitivo de la hueste cazadora, el ser humano extrajo la noción de la elegancia al dar muerte en grupo. La secretaria de la casa comunal y la dueña de un kiosco miserable han hervido agua y los queman. Ellos gritan, se revuelcan de dolor, imploran: —No nos maten, tenemos hijos, familia. —¡Justicia comunitaria, carajo! —, gritan los comunarios. La “justicia comunitaria” es uno de los temas conflictivos del nuevo proyecto de Constitución con la que el presidente Morales busca «refundar» Bolivia (sic). —No, por favor, compañeros, ¡calma!, ¡calma!, por favor —dice Lambert en quechua levantando una mano suplicante—. No les maten, después van a venir muchos policías a castigarles a ustedes. —¿A nosotros qué nos va a hacer? Del gobierno somos, del MAS somos, ¡viva el Evo, carajo-mierda! —, gritan desafiantes los dirigentes. 138


—¡Viva! —corea desde el piso uno de los policías con la voz quebrada — ¡Nosotros también del MAS somos, hermanos, compañeros! —¡Viva la nacionalización de los hidrocarburos! —proclama desesperado el otro buscando empatías salvadoras. Pero las banderas político-ideológicas ya no apiadan a nadie. Ondean de un solo lado. Lambert insiste en detener la violencia, pero su voz desentona y llama la atención. Descubren que él y Edison son siameses unidos por el cable del micrófono y ese bicéfalo tiene la filmación de sus rostros, de sus acciones, de su crimen. —¡La cámara, quítenles la cámara! —¡A esos, lincharlos también! Lambert busca a los dirigentes protectores, pero se han desmarcado y están mimetizados en la turba. Ven venir el alud y buscan salir del tumulto, pero es un largo trecho. A medida que avanzan, los golpes los hacen tropezar y caer. Edison pierde la cámara. Pero se levantan todas las veces. Están frescos. La adrenalina y el miedo no han hecho nido toda la noche en ellos como en los policías. A las carreras cruzan un terraplén y las piedras llueven, buscándolos. Una le estalla a Edison en la nariz. Las patadas le han roto los ligamentos del pie. Lo tendrán que operar. Los choféres, mirones en la carretera, sin hacerse ver les muestran vericuetos y Lambert y Edison se internan por entre de las filas de camiones, logrando escapar. No los han seguido persiguiendo porque no han querido perderse la verdadera fiesta. Lambert y Edison llegan a su automóvil sin cámara, sin micrófono, sin aire y con el temblor involuntario de haber sido acariciados por la muerte. Desde allí ven una ejecución antigua. Con una soga de plástico azul arrastran del cuello, como a un perro, a uno de los policías. Aún está con vida. Charles Lynch, un coronel norteamericano de milicias ordenó, en 1780, ejecutar tumultuariamente a un grupo de sospechosos que habían sido absueltos por la justicia. Su apellido es el origen de la palabra “linchamiento”. En los dos primeros meses del año, en Bolivia, se produjeron cuarenta linchamientos, con once muertos y tan sólo siete detenidos. Ahora, en Epizana, esta mañana del 26 de febrero del 2008 el método de Lynch cobraba tres nuevas víctimas. —La causa principal de la muerte fue la asfixia mecánica por ahorcamiento, pero todos tienen traumatismo 139


encéfalo craneano (TEC), fracturas, policontusiones y muchos golpes —técnicamente diagnosticaría posteriormente la médico forense. Lambert y Edison parten. Recién sus vidas recorren ante sus ojos, recién añoran a los seres que hacen tiernos sus días. Lambert imagina el llanto por su muerte de la pequeña Brigitte, que ya no existirá. Cerca al mediodía, los cuerpos sin vida de los tres policías fueron botados sobre la carretera. Los despojos quedaron exhibidos como una clara advertencia. Posteriormente la policía apresará a algunos sospechosos y recuperará la cámara filmadora, pero no desmentirá la acusación de que los tres de Epizana eran extorsionadores, aceptando silenciosamente la mancha pecaminosa sobre la institución. Con su silencio darán por saldado que el “ojo por ojo” hace justicia y paga deudas. Los habían abandonado a sus tres camaradas durante su calvario y después de asesinados. Culpables o no, esta es la soledad del chivo expiatorio. El gobierno se lavará las manos con un par de declaraciones condenatorias. Las preguntas siguen golpeando por salir de esta historia. ¿Por qué no los matan cuando los capturan que es cuando los ánimos caldeados impulsan linchamientos? ¿Por qué la larga espera no apacigua los ánimos, como normalmente sucede, y la ejecución se marca a la hora en que empiezan a abrirse las oficinas del Estado como si alguien hubiera dado una burocrática orden para matarlos? ¿Quién de los linchadores de Epizana fueron verdugos y quiénes eran cómplice de la droga? Pero al final es posible que todo este accidente haya sido una tragedia de emociones y equivocaciones y cualquier sospecha sea una ofensa a la transparente investidura de los poderes nacionales y provinciales. Pero cuando existen mafias, no es inédito en la historia de los hombres que estas acuerden ejecutar a los entrometidos, a los que van por la libre interfiriendo en sus negocios regulares. Una de las hipótesis más escuchadas es que los tres linchados de Epizana habían hecho una requisa de cocaína. Luego de una noche de consultas con distintas líneas y poderes del narcotráfico se confirmó que actuaban de manera independiente, sin orden superior, y ordenaron su ejecución. Las esposas de los policías linchados protestan a viva voz que jamás permitirán la liberación de los sospechosos. Pero los autores intelectuales ya están protegidos en el limbo de la impunidad. La justicia y los trámites se tomarán un tiempo del que ya no disponen los asesinados pues, para ellos, los antecedentes se alinearon perfectamente y luego de un martirio de once horas el reloj se les detuvo por toda la eternidad. En cambio, para Lambert y Edison, la sincronización del azar o el destino no fue geométricamente exacta, por eso pudieron salvarse de la fatal puntualidad. La Paz, 21 de abril del 2008 140


Nota del autor: Este cuento/crónica está basado en una sostenida investigación, en prensa, en televisión y con testigos. Se tuvo acceso a la filmación de la parte que se narra del linchamiento.

Juan Claudio Lechín, escritor de teatro novela y teoría política. Cochabamba, 1956. Trabaja como estratega político, asesor de campañas y en diseño de proyectos políticos. Desde el 2006 al 2009 ha investigado sistemáticamente la relación entre fascismo, comunismo y el socialismo del siglo XXI, publicando su primer ensayo sobre este tema, Las máscaras del fascismo – 2010. Con su novela La gula del picaflor ganó el premio Alfaguara 2003 de novela (Bolivia) que quedó finalista en el Rómulo Gallegos 2005 (Venezuela). Fue traducida al portugués. 141


TRANSMUTACIÓN

Sandra Concepción Velasco

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Provengo de un pueblo de hombres con mirada lejana y mujeres adoradoras de la luna. Los pies de mis antepasados viajaban constantemente, despertaban antes que el sol, pedían permiso para cazar y perdón por arrancar la vida. Armaban cabañas y en el segundo invierno dejaban que la selva devoré todo, su mudanza la realizaban cuando la estrella de la mañana los observaba. Mi pueblo no tiene nombre, lo sagrado no se nombra, dicen, yo lo entendí el día de la crecida del río. Cada nuevo ciclo los ríos se desbordan, las aguas bautizan con caos. Miro mí pasado de frente y recuerdo que había terminado de cambiar mis dientes de la primera etapa de mi vida, cuando las aguas se encolerizaron y arrasaron con una fuerza impresionante la vida terrestre, aún puedo escuchar el agua como un ejército de jochis gigantes pisoteando todo a su paso. Subimos a los árboles, pero la corriente era una mazamorra café con colmillos que despedazaban con furia, perdí de vista a mi madre, mis hermanos estaban regados como semillas, mi gente era arrastrada como hojas, dejaron de ser dueños de su cuerpo y se unieron al turbión. Desperté en la parte alta del monte, el río aún seguía embravecido, pero su hermano viento ya estaba en calma. Atontado silbaba llamando a mis queridos y nadie contestaba. Me senté y lloré, mis lágrimas saladas rodaron, mojé la tierra y nadie me contestó; mire el cielo, las nubes no escucharon mi clamor, mi boca se llenó de desamparo y silbé tan fuerte que mis pulmones casi explotan. Un pájaro de vivos colores se apiadó de mí, me habló sobre el temperamento de los vientos y el agua, me contó sobre sus luchas ancestrales. Pasó muchos días a mi lado hasta que las aguas bajaron, me trajo guineos, manga verde, pachío y papaya. Me sentí en deuda, le rogué que me pidiera algo, no importaba si era inmenso o diminuto, finito o infinito, simple o complejo, quería pagar mi deuda. El pájaro agradecido me dijo que me comunicaría su pedido cuando las flores de limón aparecieran en el mundo de los terrestres. Me sentí tranquilo, nos despedimos; quería buscar a mi gente, estaba desesperado y temía perderme a mí mismo si no encontraba a mis iguales. Caminé por el monte sin rumbo, llegué a despedirme del sol por muchos días, la espesura de la vorágine no me dejaba contemplar el cielo, me alimenté de raíces y al final de muchos días y noches llegué a un asentamiento de gente igual, pero diferente a mí. Me acogieron y pude dormí noches completas sin preocuparme. Me acostumbré a mi nuevo hogar, en algunos crepúsculos suspiraba por mi anterior vida, pero al salir de cacería ocupaba toda mi energía para proveer al clan como es costumbre de los hombres, algunas veces recogía plumas, maderas interesantes para tallar, contemplaba el horizonte por muchas horas, como lo hacía mi padre, mi abuelo y el padre de mi abuelo. 143


Un día alcé mis ojos y vi que los arboles de limón de los senderos estaban cargados de una bella flor blanca y pequeña. Recordé la promesa al ave y espere paciente su regreso. En la primera luna llena se me apareció en sueño, me dijo su nombre, pero como es un trinar, no tiene traducción al lenguaje humano. Me mostró sus cielos, visité las copas de los árboles, pude ver a mi aldea engullida por el monte, busqué a mi gente y no los encontré. Pude observar el río meditando en paz, tranquilo, su cuerpo dibujaba una serpiente dormida en la espesura de la tierra verde. Cuando mi amigo pájaro sintió que mi corazón se había calmado me narró la tristeza de su vida, comprendí que ambos deseábamos lo imposible. Esto me contó mi amigo pájaro sobre su aflicción: En el día que se hizo noche y luego volvió a ser día, los animales del monte se volvieron locos como los humanos. En ese momento estaba posado en una rama, tranquilo, había comido suficiente fruta y descansaba sin preocupación. En un instante la noche fue cayendo, algunos hermanos de otras especies estaban confundidos, posé mis ojos al cielo y vi un anillo amarillo como cuando cae un fruto al agua y se forma un círculo, pensé que algo había quebrado la paz del cielo. En ese instante un rayo de sol saltó del manantial, nunca había visto un ser que volara con tanta gracias, se perdió por un instante en las aguas, justo cuando la noche que no era noche se posó, volvió a resurgir cuando empezó a clarear. Quise escapar pero choque con ese ser que volaba desde el agua, me hundí junto a su cuerpo vestido de sol, luego ambos salimos del agua en una coreografía que parecía un vuelo. Por alguna razón podemos comunicarnos desde entonces. Ella es un pez dorado yo un pájaro arcoíris. Esa es mi triste pena amigo humano, mi cuerpo no puede vivir en el agua, ella no puede nadar en el cielo celeste. Nos vemos cada amanecer, le hablo de los vientos, ella me cuenta sobre las corrientes, nuestro amor es clandestino. El dolor de mi amigo pájaro lo viví, me sentí enfermo, pensé que moriría, pero se mezclaba con otra energía que tenía vida propia, entonces conocí el amor. Recordé que mis antepasados decían que lo sagrado no podía nombrarse, no encontraba una palabra que contenga todo ese sentir. Recordé mi promesa y le dije: ¡Aquí estoy hermano! Dime que puedo hacer y lo haré, ha florecido el limonero, es el tiempo de pagar mi deuda. Callo su voz en mí, caminé adentrándome al monte, sobrevolaba por encima de mi cabeza, cuando lo vio conveniente, volví a sentí su presencia en mi pecho y me dijo: Queremos vivir en ti, es la única manera para poder estar juntos, moriremos a nuestro cuerpo físico y moraremos en el tuyo. Solo si estás de acuerdo. 144


Acepté – Faltaban pocas horas para que desaparezca el sol, decidí retornar a la aldea. Mientras caminaba me daba las instrucciones para el ritual – Debes seguir los pasos a cabalidad, cuando comiences no podrás parar: Primero ayunaras por 7 días, puedes beber agua, pero nada solido debe ingresar a tu cuerpo. Al final sentirás que mueres, debes buscar un refugio en el monte para que nadie te vea. Luego yo me presentaré y deberás cazarme, comerás sólo mi corazón. Descansarás 7 días y vivirás la vida de los humanos, en ese lapso yo te hablaré desde el corazón, ese día debes partir a buscar a pez dorado, ella te estará esperando para que la pesques, te alimentarás de su carne, en el lapso de 7 días no beberás nada líquido, ni nada que contenga agua. Yo callaré mi voz para que ella nade en tu alma. Cuando sientas su espíritu y veas lo que los humanos no pueden ver, sabrás que ella vive en ti. Seguí celosamente todas las indicaciones. En todo este lapso, no puedes hablar con tus iguales, callarás tu voz y te escucharás por dentro. Morí y reviví Reviví y Morí Y volví a nacer, ahora soy Tiri, el chamán de la tribu.

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Sandra Concepción Velasco de nacionalidad boliviana, cursa sus estudios primarios en el Colegio Santa Ana, licenciatura en administración de empresas en la Universidad Católica Boliviana. Periodista de investigación económica en Bolivian Business en el año 2003 hasta el 2005. Administradora de Arte Digital, publicista, pintora digital. Producción de trabajos de storyboard para empresas fílmicas nacionales e internacionales. Dirección Creativa en Aura Productora Cultural. Gestora Cultural. Integrante del Colectivo Lengua de Urucú. Publicaciones Por Palabras Concebida – Poemario – Editorial Gente de Blanco. Mudanza – Microcuentos – Creación de Libro Objeto.

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EL VIAJE

Isabel Mesa Gisbert

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El día no era de los mejores. Un cielo oscuro y cargado amenazaba lluvia. Las gotas, indecisas, se prendían de los bordes de las nubes con fuerza, dibujando gruesos trazos, como si no quisieran lanzarse al vacío. El mar turbulento y alborotado, enviaba estrepitosas olas contra el acantilado. Y los barcos, cientos de ellos, surcaban las aguas como frágiles cometas que han perdido su curso. Llegaban a la orilla con dificultad, recogían pasajeros y retornaban deprisa perdiéndose en el horizonte. Me había quedado rezagado mirando aquel peculiar paisaje, hasta que una voz me regresó al momento. – ¿Tomarás un barco? – Supongo que sí. Veo que todos suben a uno. – No todos. Si no estás en la lista no podrás abordar. – ¿Y usted cómo lo sabe? – Hace tiempo que intento subir a uno… pero nada. Creo que hoy tampoco tendré suerte. Sentada sobre el acantilado estaba aquella mujer envuelta en su abrigo negro y con una chalina de lana gris alrededor del cuello. Apoyaba su brazo izquierdo sobre una pequeña valija de cuero beige con remaches metálicos. Hablaba sin mirarme. Tenía la vista clavada en el horizonte. Me acerqué, descargué mis dos bultos y me quedé mirándola. – ¿Qué llevas ahí? –preguntó con curiosidad. – Te diré que los barcos no transportan mucho peso –manifestó. – Usted sabe… lo imprescindible para un viaje… lo más querido… – ¿Por qué lo dice? – Lo veo todos los días –respondió. Entonces me contó que una vez que los pasajeros suben y se acomodan, y así que el barco inicia su marcha, ellos, los hombres que trabajan en la compañía, lanzan al agua todos los bultos que están en la bodega. Te aseguro que el fondo de este mar está cubierto de un gran tesoro de “cosas imprescindibles” y “muy queridas”, susurró. Me dejó pensativo. – Y ¿por qué tiene usted esa maleta? – ¡Lo que es la experiencia, muchacho! –dijo riendo–. Este tiempo de espera no ha sido en vano; yo 148


observo y aprendo. ¿Quieres ver lo que traigo en la maleta? Abrió la pequeña valija y estaba llena de objetos: un cepillo de dientes, un libro a medio leer, una botella de vino tinto, una caja de chocolates, un violín… Al ver mi cara de sorpresa, la mujer me pidió que me aproximara. Puse lentamente mi mano sobre cada una de aquellas cosas, pero éstas no existían físicamente. Eran dibujos, trazos perfectos con el volumen, el color y la textura de los objetos reales. En realidad, la maleta estaba vacía. – Soy la única que sé cómo engañarlos. ¡Levántala! ¡Si no pesa nada! –afirmó soltando una carcajada–. Y fíjate, en este bolsillo están las frases esenciales escritas en trozos de papel de seda… livianas como el aire. Tomé uno de aquellos pedazos de papel de seda y lo leí en silencio: Tu vida es tu lienzo, pinta en ella tus sueños. – Veo que también lleva lo imprescindible y lo más querido –repuse en tono de burla. – No lo creas… No todo lo imprescindible es indispensable, y no todo lo más querido es siempre lo que más amamos. No tienes idea de la cantidad de veces que he borrado objetos y los he sustituido por otros. Esa es la magia del pincel y del tiempo que te da la vida. En cambio, para deshacernos de las cosas físicas debemos tirarlas, no queda otra. Tal como lo hacen los hombres del barco. – ¿No tiene familia? –pregunté al ver el dibujo de un marco de fotos vacío. No respondió. Cerró la maleta y clavó nuevamente la mirada en el infinito. En ese momento mi nombre resonó como un eco. Me despedí de aquella extraña mujer y bajé hasta la orilla para tomar el barco. – ¿No trae equipaje? – me preguntó el encargado mientras verificaba su lista. – No, no traigo nada. Aquella mujer me convenció de dejarlo. – Sabia mujer… –respondió sin levantar la vista del papel–. ¡Años sin poder abordar un barco! – Y eso… ¿por qué? – No está en sus manos hacer el viaje mientras sus hijos insistan tenerla prisionera en ese estado vegetal.

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Isabel Mesa Gisbert nació en La Paz en 1960. Es Licenciada en Ciencias de la Educación de la Universidad San Francisco de Asís de La Paz. Tiene cursos de especialización en educación en la Universidad de Arkansas y una maestría sobre Libros y Literatura Infantil con la Universidad de Barcelona y el Banco del Libro de Venezuela. Es maestra del ciclo primario desde hace muchos años y trabajó como autora de módulos de aprendizaje en la Reforma Educativa Boliviana. Ha sido consultora del Departamento de Literatura Infanto-Juvenil de Editorial Santillana (Bolivia), de Editorial Gente Común y editora de varios textos para primaria. Ha escrito varios artículos y realizado varias investigaciones sobre Literatura Infantil, lo que la ha llevado a varios congresos dentro y fuera de Bolivia. Es fundadora, fue presidenta de la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil (2006-2010) y miembro activo de la misma. Ha creado la primera página web sobre literatura infantil boliviana (2009) y dirige el primer boletín virtual, “Vuelan vuelan”, sobre literatura infantil que hay en el país. Como escritora de literatura infantil-juvenil tiene ocho novelas, dos libros de cuentos, un libro de mitos indígenas y dos antologías: “La pluma de Miguel: una aventura en los Andes” (1998), “El espejo de los sueños” (1999), “La portada mágica” (2001), “La Turquesa y el Sol” (2003), “La flauta de plata” (2005), “Trapizonda: un video juego para leer” (2006), “El revés del cuento” (2008), “La esfera de cristal” (2010), “El tren de la noche” (2012, junto a la ilustradora Guiomar Mesa) “Fábula Verde” (2014) y “El cuento que nunca se contó” (2016). Como estudiosa de la literatura infantil-juvenil ha publicado: “Los Recomendados: una década de literatura infantil y juvenil boliviana 2000-2010” (junto a Liliana De la Quintana y Verónica Linares en el 2012), “Pioneros de la literatura infantil y juvenil” (2013), “Antología de la Literatura Infantil y Juvenil de Bolivia” (2015) e “Historia de la Literatura Infantil y Juvenil de Bolivia” (2019). Con “La pluma de Miguel” ha obtenido el premio ENKA de Literatura Infantil de Colombia (1998). Una mención especial obtuvo el guión de la película basado en la obra “La portada Mágica” en el VII Festival Iberoamericano de Cine (2004). Esta misma obra fue realizada como serie radial por el escritor cubano Luis Cabrera Delgado y emitida a través de una radioemisora cubana (2009). Es la única escritora boliviana que tiene dos obras nominadas por el Banco del Libro de Venezuela para estar entre los mejores libros de Literatura Infantil y Juvenil a nivel latinoamericano. Estas obras son “Trapizonda: un video juego para leer” (abril, 2007) y “El revés del cuento” (abril, 2010). Su novela “Trapizonda”, además, ha sido incluida en la Lista de Honor de Ibby 2008. Con “El tren de la noche” obtuvo la mención de honor, junto a la ilustradora Guiomar Mesa, en el Concurso Nacional para Libro Álbum convocado por Espacio Simón I. Patiño (2011). “Fábula Verde” obtuvo la primera mención en el Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil, Lima (2012).

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LA MÚSICA DEL SORDO

Ramón Rocha Monroy

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Óigase el partido con el fondo musical de la Novena. No es obligatorio. Juro por Dios que el cielo ya no era celeste y no porque hubiera nubes: el sol caía como un fardo de brasas, como lluvia sodomita, como granizada de hongo atómico sobre la tribuna, sobre mi cabeza, sobre todo el público: todos tostados, negros de tan morenos y untados de manteca rancia con olor a sopapo y a burro muerto. Vistas desde mi lugar las tribunas en construcción parecían jirafas o saltamontes: curiosas malformaciones del cemento. Entre jirafa y jirafa, graderías de vidrio. Esto al norte y al sur del campo de juego. Como para pensar en las esfinges transparentes de la cordillera: desde Preferencia se podía ver las patas de las esfinges transparentes. Entre un dedo y otro de la esfinge estaba, por ejemplo, la Taquiña como un ladrillo plástico en manos de un niño. En otra de las patas, la Cervecería Colón, tableta blanca para el dolor de cabeza de la esfinge; y, para mayor coherencia, encima de la esfinge, la Pirámide. Mi médico me decía: si le duele la cabeza, córtesela. A la esfinge, al parecer, se la habían cortado, porque solo se le veía la pechuga y las patas. (Como en esas pinturas influidas por Dalí en las que columnas hechas de cielo y nube sostienen el cielo, y porque son de cielo y nube, claro, son invisibles. Incluso no están ni pintadas: todo es cuestión de interpretación. Si yo decidía que en el vientre de esa Paloma—Picasso, en su buche, mejor, había un diamante, podía o no creérseme, pero yo lo veía así. Además el cubismo se presta a la creación mental de este tipo de poliedros. En Guernica, por ejemplo, yo veía animales heridos, sí, pero también andamios: después de la destrucción la reconstrucción; ni quién me prohíba de pensarlo. ¿Quién dudaría, por otro lado, que el mecanismo de los relojes de Dalí estaba descompuesto? No hay sistema mecánico o electrónico que aguante semejante forma. En cambio, hay asados de carne aplastada, que aquí se llaman silpanchos, que cumplen las reglas morfológicas de los relojes daliescos). Se llenaba el Estadio en sus dos gradientes y hasta las tribunas en construcción, los andamios y los compases abiertos, las jirafas de hormigón, albergaban figuras de espejismo, sentadas hasta una altura de cincuenta metros, sobre sus graditas estrechas. Entre jirafa y jirafa, es decir, entre los futuros sostenes de la tribuna, otra multitud de espejismos colmaba toda la medialuna sentándose sobre bolitas de oxígeno, sobre el aire para que se me entienda, tejiendo un abanico de ñandutí sin cimientos. Todo era bello, aun el sol que nos condimentaba en nuestro propio sudor y nos cocía como parrillero experto. Ahora con vestido, la Fanática esperaba, nadando en sus jugos dérmicos, la irrupción de los puntos de colores sobre el césped. Vestía de rojo la Wilstermanista y agitaba sus brazos de callapo cuando yo me di cuenta que el sol tenía hemorragia y que once gotas de sangre caían sobre la cancha, gotas que avanzaban en hilera, de a dos en fondo y en dirección al círculo central rayado con tiza parvularia, y ya en su centro las bermejas se desplegaban en una fila que alzaba brazos a la Aurora y al Poniente, uno de los hombres de blanco y el resto con calzones azules manchado de rojos inconstantes los dos cuadrados del césped. Temblaba la tribuna cuando la Hincha percibió a los once de su equipo: abría las fauces y en la caverna abierta nacía el eco de los altavoces que anunciaban: Bilbao en el arco; Olivera, Villalón, Jimmy Lima y Navarro en la línea de zagueros; Torrico y Vargas en el mediocampo; Sánchez, Cabrera, Milton y Heraldo 152


en la línea de ataque; y al propio tiempo un sapito chillón pronunciaba lo mismo en el receptor portátil de la Oyente: ——Bipibapaopo Opolipiveperapa Vipillapalópon Lipimapa Napavaparropo, Toporripicopo Vapargapas Sapanchepez Capabreperapa Mipiltopon ypi Heperapaldopo –menudo y chillón el sapito por la inclitorítica Radio Centro, y entonces dos, perdón, tres cuervos descendían Poéticamente al centro del verde y el camarín norte paría once gotas de cielo que repetían los gestos de sus rivales: ¡Wister! ¡Wister!, gritaba la Vozarrona cuando comenzó el partido: Vargas lo abrió con un taquito tempranero que chocaba en el botín de Cabrera: Sánchez partía en dos el aire con su golondrino vuelo; Cabrera empalmaba un trancazo en la de cuero y aire; una multitud celestial oteaba la trayectoria eleática de la esfera: Aquiles y la tortura descorrían el velo de la historia y del mito para ver, instantánea y eterna, la esfera en el pie de Sánchez, el viento en los cabellos del aquilénida Limbert Cabrera, la acometida craneana de Limbert, la esfera proyectada en otra elipse y el frentazo final de Sánchez y ¡Goooool!, y rota la telaraña del arco aurorista, pero entonces… Como en un rito velatorio donde la unción impone a los feligreses la gravedad del mudo, miles de brazos se alzaban, incluidos los de la Festejante, se agitaban las tribunas pero ningún ruido, ni el revuelo de una mosca deportiva, rasgaba el silencio de piedra. Al mismo tiempo, la egregia figura del gladiador futbolista volvía a sus cuarteles con los brazos volantes, la cabellera de lombrices, pero cada vez, por glorioso, más lento, hasta que la carrera devenía, por despaciosa, danza funebrera. En la tribuna del sur los espejismos, uno de ellos tomando chicha, saltaban en el aire, pero sus gritos visibles en la separación mandibularia se adelgazaban en el aire y apenas llegaban a mí como zumbidos de oídos o inspección de la fragua digestiva o de la computadora de los nervios: NADA: no se oía nada y la fiesta era un movimiento de colores en una pasta de silencio, una felicidad sigilosa, un alborozo silente donde las bocas se abrían rítmicamente bajo el agua, como en una pecera, elevándose burbujas de agua como en el agua de mar o en las bebidas gaseosas, de múltiples bolitas ascendentes. La tribuna que nos brindaba asiento y la de enfrente, como el abanico del sur, quebraban su tercera dimensión y se volvían lienzo, lienzo salpicado de los colores básicos y de sangre, de cielo y sangre por la hinchada de ambos oncenos; lienzo mudo, añadiría, como todo ejercicio de pintura; y por mi sordera, música reducida a partitura impresa, danza sin música, escultura tumbaría, prosa y verso sin lector, cine chaplinesco. Luego, las tribunas fueron partituras abigarradas que reunían en concilio ecuménico un indefinido de opus en todos los tonos. Y en medio del caos musicante algunas notas se perdían, otras se abstraían del concilio, otras miraban, inmóviles, silenciosas, el movimiento musical de los agonistas que gladiaban por el balón de vellocino: ya lo tocaban, ya escribían con él puntos, rectas, redondas, quebradas; ya lo ofrendaban al cielo pero el cielo no recibía el ofertorio; ya lo conseguían con las manos pero quemaba y con empeine de golero o talón de Aquiles, el hombre de blanco pateaba el vellocino en pos del centro, y todos los movimientos de la esfera tejían un garabato de parábolas, un avatar de planetas, una vuelta del universo al caos, un cruce suicida de órbitas y el caos total, la gresca y el hombre de negro, el cuervo poetiano que tomaba en sus garras el vellocino y lo llevaba a las puertas de Tebas o a Troya sin caballos de madera, y cuando el 153


ánimo guerrero se hacía silencio, Freddy Vargas, fecundo en ardides, Aníbal ad portas, Aquiles solitario, pateaba a la tortuga: el Ícaro alzaba vuelo hacia la aurora pero la tortuga rompía el portal en el poniente. La explosión popular no esperaba: quince mil brazos elevaban sus preces por la conquista del vellocino y quince mil bocas hacían con los labios la O coral, pero nada se oía: el cuervo poetiano besaba la trompeta y corría con alados pies pregonando el fasto. Varguitas, Sísifo de pantalón corto, camisa bermeja y larga melena tomaba su roca de vellocino y la empujaba al centro con gesto de gato experto en ovillos. Poco después, otra clarinada del cuervo convocaba al camarín a los argonautas; las tribunas ya no disgregaban notas sino músicos dejando sus atriles para botar orines: la Sinfónica más completa del orbe dejaba bancos, instrumentos y partituras y se iba al descanso. Y nada se oía. Aquí la Festejante aceptaba una tutuma y deglutía la leche de maíz. Yo pagaba. La Bebiente concluía su libación y sonreía con sus treintaidós castillos de luna; eufórica, tonante, echaba la vida en manchas oscuras que amorataban el punzó de su vestido; en los sobacos y en las nalgas, manchas obispales derrotaban las tonalidades de la chicha vertida por descuido entre sus dos tetas. Sudaba la Bacante menos por el sol que por el sándwich de locotos cáusticos y un poquito de carne porcina. Pedía tres y se los zampaba en enormes bocados. Pedía nuevamente chicha y la echaba, mitad al gaznate y mitad al vestido. En el extremo de la tribuna, el comensal gordo mimaba todos sus gestos. Mientras, desalojados de orines, los músicos tomaban asiento en sus atriles; verdaderos expertos, afinaban miles de cornos, timbales, cellos, flautas dormidas, violines, trompetas, platillos, triángulos, xilofones, trombones, panderetas, maracas, bongós, baterías, chulluchullus, tubas, cornetas, flautas pánicas, zampoñas, quenas, instrumentos miles. El sol salpicaba sudor sobre el verde, y otra vez, gotas de sangre y de cielo. Volvía el vellocino cuando, a un toque de batuta en el atril, a una clarinada del cuervo poetiano comenzó la partitura en todo su vigor, en doble estallido que se diluía ominosamente y desembocaba en nuevo torbellino: las dos huestes asediábanse en juego táctico de muto reconocimiento. Un pizzicato de Milton era rápidamente desbaratado por la corambre escudaria de la defensa celeste, y en las tribunas, por una frase dulce, tranquila, pero tranquila a medias porque el fondo de cellos guardaba el peligro, el peligro que luchaba con la calma preludiando el estallido de la alegría, tomando del estallido frases sueltas. Aquí los cellos mugieron una melodía perezosa, bucólica, como de vacas tocando a Bach, en un continuo crescendo apoyado, paso a paso, por el chillido coral de los violines, plagiando éstos la frase esbozada, mugida, reforzándola a veces pero siempre pergeñando una pareja armonía, incluso durante el estallido de toda la orquesta en un repetir vibrante del mismo mugido: Limbert, del linaje de los dioses, dios él mismo de las fuerzas rojas, del Abajo y de la Izquierda; y Denis Claure, pálido guerrero esbozado apenas por la tinta casi invisible del propio Arquero Celeste dirigían, con sabiduría aquea y fervor iliónida, los movimientos preparatorios del ataque. Llegaban los frutos y ora los del peto cárdeno, ora los del celeste, manejaban el vellocino con destreza de ballet del Bolshoi interpretando las puntuales variaciones del cisne. Pero la paz efímera rompíase con un temible accionar del capitán celeste; y en la tribuna levantábase el comensal gordo de copularios recuerdos para mí y mi Pareja y convocaba, tenor tirolés en 154


cumbre nevada, Oh freuuude…! A la barra del equipo celeste. ¡Freude! Y Freude schonner goterfunken dachter aus elisseum… tenorizaba su rapsodia de guerreros del cielo y de la aurora, despertaba el valor y el talento, incitaba a las coribantes del campo celeste que, en exquisita polifonía y solo aparente caos, tejían un reclamo cada vez más multitudinario y completo. No obstante, los guerreros de la aurora se veían impedidos de luchar frente a la escuadra de cárdeno peto: la defensa roja despedía llamas propias solo del infierno. Desfallecían las coribantes y los efectos del coro tomaban el último suspiro del mensaje y convocaban el final del acto, el clímax del ejército celeste. A ratos insistía el comensal gordo, y su barra, reanimada a medias, sopranizaba tímidamente la arenga solitaria, crecía luego y los efebos cimbraban sus bordonas vocales y elevaban, menos por fe que por entusiasmo, los brazos en letra de victoria. Pero no tardaba la reacción bermeja: como una sístole diástole oído por sabio chino comenzó un ritmo marchante, casi percusivo, casi tamborilero, tenue como si viniera de Lejos, hasta que las flautas espartanas, por corredores termopilitas, impusieron su marcha al ejército de argonautas rojos. Y ahora el silbido parcial era recogido por todos los instrumentos y ampliado hasta el clímax, para volver al ritmo marchante: para que alguien, como en una liturgia coplera, inaugurara la polémica musical a milímetros de mi cuerpo, irguiéndose en toda su estatura: era la Inflada baritoneando con el culo –para decirlo rabelescamente——, con el culo y la boca en el Habla de Schiller, en la Letra de Schiller y en la Música del Sordo; mágica la Cantante, conmovedora y carismática, pues las huestes de la aurora volvíanse adonde emergía el renacimiento rojo y ya quince mil voces se apropiaban del Baritoneo a la Alegría en una coral de fin de tercer acto, mejor, de Cuarto Movimiento. Animados los guerreros hendían el aire con sus afiladas narices, golpeaban, sabios, el vellocino bordando un ñandutí como si las agujas mismas bailaran una polca en los quintos infiernos, merced a la complejidad de sus pases, al cuerpo agónico, al ágora que se posesionaba de los once de la fama. Un hombre gordo, protomulato, asmático, tortugón amoratado, en perenne ofertorio del humillo de sus hojas habaneras envueltas en ritmo, en espiral rumbera me miraba y quería decirme algo que se le olvidaba: sus labios develaban el afán de citarse a sí mismo: ——La esfera de cristal en manos de uno de aquellos guerreros, decía, tiene fuerza suma para si se toca con ella el ajeno cuerpo, cincuenta mil hombres de asistencia prorrumpen en gruñidos de alegría o rechazo. Aquí sobrevenía la calma repentina del asedio y de pronto el estallido por la arremetida personal de Milton, vellocino en sus pies, despidiéndolo como un presente griego que abriera un boquete en las puertas de Tebas. El cuervo poetiano negaba el contento, cortaba la partitura, hurtaba el vellocino del pozo central y lo fijaba junto a la puerta. La reacción del coro de guerreros no esperaba: anulaban la ofrenda, surgían, en el verderol y en las tribunas, las amenazas, las advertencias, el desasosiego de saber perdido el óbolo y con el vellocino en manos del Arquero Celeste. Para colmo, un artero iliónida hería de lejos el talón del Aquilénida Limbert; caía Limbert, poco afecto a picardías o a falsas lesiones y desde el suelo pedía a los dioses la nube salvadora o el carro de fuego que lo llevara al paraíso o a la muerte. Las coribantes ululaban temerosas de lo que viniera; a mi lado, la Solista aguardaba el momento del despliegue, seguía 155


el huracán de las discusiones, de las disputas por el combate suspendido o del combate suspendido por las disputas. Alguien tocaba el corno y, entre el fragor de las quince mil coribantes, la voz de la Aquilénida perdíase sin remedio. La muerte y el asedio rondaban el campamento rojo; nada se definía; cundía el desconcierto en las filas del peto cárdeno; enredábase el combate; la victoria no era de nadie; ululaban las coribantes aun en el momento en que se dejó sentir el tímido renacimiento de los cantores. Ahora, los comentarios a gritos, los ayes, el caos y el fragor y el canto enredoso, temeroso el cuervo poetiano de haber perdido pito y batuta, y nuevamente el desasosiego, los asedios furtivos, y solo al influjo de la Carismática, la marcha triunfal no sin ayes momentáneos. Callaba la Nerviosa oyendo los lamentos de las mujeres. Llamaba, la Tácita, a la organización férrea y cuando menos el coro recogía su proclama y unía sus voces vibrantes viendo en el verde la esperanza y en el blanco la pureza de la acción. No se perdía el combate; se reaccionaba vigorosamente, pero tarde; Samotracia no era de nadie; ya el cuervo poetiano tomaba por enésima vez su clarinete y convocaba a las huestes, para siempre, a los camarines. La Música del Sordo se diluía; las coribantes vaciaban la tribuna y escondían celosas su cuota de letra y música: la llevaban a sus casas oculta entre sus cuerdas vocales. Los músicos enfundaban sus instrumentos; desaparecían los atriles, volvía el silencio; y si el ataque de sordera me había poblado con la Música del Sordo, las tribunas vacías me daban, ahora, el sonido del silencio. La Enardecida movía los labios en un fraseo silente; se fastidiaba al no hallar eco en mis caracoles, vociferaba con los ojos, braceaba como aspas de molino y yo no escuchaba absolutamente nada. ¿Qué decirle? ——Te invito a la Quinta de Beethoven. Sus platos sirven, de lo barroco criollo lo exquisito. (De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

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Ramón Rocha Monroy, Cochabamba, 1950. Escritor y periodista. Uno de los grandes novelista de Bolivia. Su novela El run run de la calavera integra la lista de 15 novelas que seleccionó una reunión de 40 expertos convocados por el Ministerio de Culturas. En 1975, ganó el Premio de Ensayo Franz Tamayo con “Pedagogía de la liberación” y en 1977 obtuvo el segundo premio de cuento con “La salvación dela muerte perenne”. En 1996 se adjudicó el Premio nacional de Novela Erich Guttentag con “Ando volando bajo”. Ha publicado también las novelas ¡Qué solos se quedan los muertos!, Potosí 1600 Premio nacional de Novela, Ladies Night, La casilla vacía, Ando volando bajo y Allá lejos. Es columnista de Los Tiempos, Opinión y La Prensa.

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