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V Certamen de relato corto deportivo
from Cdo Magazine nº 25
by maria martin
relatos
Primer premio ex aequo en la 5ª edición del Concurso de Relato Corto Deportivo del CDO y APDV
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LA APERTURA A LA PRESENTACIÓN ONLINE DE CANDIDATURAS ELEVA LA CIFRA DE PARTICIPACIÓN HASTA LOS 163 ESCRITOS
Los relatos “Final de campeonato” del argentino Gustavo Eduardo Green y “3-0” del barcelonés Sergio Vázquez Jodar se proclamaron vencedores de la quinta edición del Concurso de relatos cortos deportivos APDV que, convocado por la Asociación de la Prensa Deportiva de Valladolid en colaboración con el CDO, reunió un total de 163 escritos relacionados con el deporte y llegados desde bastantes lugares de la geografía nacional e Hispanoamérica.
Es la primera vez que este concurso se resuelve con dos primeros premios y también la primera vez que uno de los relatos vencedores salta el charco. Así, desde San Antonio de Areco, La Pampa (Argentina), “Final de campeonato,” del más de 350 veces premiado Gus tavo Eduardo Green, relata un bonito escrito donde la amarga viejecita Dionisia no quiere ver de forma pública el partido que decidirá el campeonato local hasta que la pelota entra en su casa.
Por su parte, el escrito del periodista Vázquez Jodar “3-0” es una dura historia sobre un hijo, el padre, el inexorable paso del tiempo y la enfermedad del alzhéimer enmar cado en un campo de fútbol donde se sucede una inusual rutina: La de que los hinchas entran siempre por la puerta donde un día se recuerda el mejor hito del club.
Los dos ganadores se hicieron acreedores cada uno de ellos de 600 euros y obsequio.
El segundo premio (300 euros y obsequio), se fue para Asturias, concretamente a Cadavedo con la obra “El código” del madrileño Fernando Méndez Germain, en un relato sobre un futbolista homosexual. El tercer premio, asimismo con temática futbolera y haciéndose acreedor de 150 euros y obsequio, fue a parar a manos de otro barcelonés, Miguel Campos Fernández, con “El misterio del gol” que habla sobre la varita mágica de los goleadores.
drid) Antonio Blázquez Madrid. Pleno de relatos en esta ocasión de temática futbolera, un deporte que hasta la fecha no se había colado entre los vencedores del concurso. Entre los premiados, escritores ya consagrados con varios premios importantes a sus espaldas.
El jurado de esta quinta edición volvió a reunirse como todos los años en el CDO Covaresa y estuvo compuesto por el concejal de Deportes y Participación Ciudadana, Alberto Bustos, así como representantes de la Asociación de la Prensa Deportiva de Valladolid (APDV), Ruth Rodero, David García, Íñigo Torres, Mariano González, José Miguel Ortega, Juan Carlos Alonso y Santiago Hidalgo, además de Santi Llorente y del exjugador del Real Valladolid, Álvaro Rubio.
MEJOR RELATO LOCAL CERTAMEN 2019 (Premiado con un abono anual al Cdo Covaresa)
Portero de noche José Ignacio García A Santiago Redondo Vega, que siempre está
Esta noche, como cada vez que ve a ese actor en la televisión, a Boni se le viene encima una galerna del Cantábrico; se levanta del sofá como azotado por un látigo de siete puntas, empieza a mascullar blasfemias de su propia invención que solo él entiende y huye despavorido del salón, como un chucho errabundo al que algún desalmado ha atado un palo ardiendo en el rabo. –No sé por qué le tienes tanta tirria, con lo chulazo que es, y lo bien que le sienta la barba de tres o cuatro días. No como a ti, Cuchifritín mío –le quincha burlona la Nines desde la butaca donde cada noche se arrebuja entre un batiburrillo de mantas y cojines, ya sea verano o invierno; qué más le da. Boni esprinta –lo de esprintar es una forma de hablar– por el pasillo, hasta la cocina. Ha escuchado a su parienta de lejos. Sabe que le dice esas cosas para picarle, aunque no entiende esa extraña fascinación que muchas mujeres sienten por los hombres canallas. Pero, en el fondo, la Nines tiene razón. Boni se agarra la tripa, la contempla y dibuja un gesto de resignación en su semblante. Lo que era y en lo que se ha quedado. Cualquier día busca en el trastero un chándal que todavía le sirva, aunque parezca una butifarra cuando se embuta en él, y se va a correr. Pero esta noche no. Esta noche abre la nevera, saca un paquete de salami que está a punto de caducar, una lata de cerveza sin alcohol de la marca blanca del supermercado de la esquina y unos filetes de cabecero de lomo al ajillo que han sobrado de la comida y que la Nines guardó para recalentarlos por la noche en el microondas, porque están los tiempos como para tirar nada. Boni mastica primero los filetes y luego las lonchas de salami en silencio. Antes tenían una televisión de catorce pulgadas en la cocina, que heredaron del anterior propietario de la casa y en la que él podía ver los partidos de fútbol con el volumen a medio gas mientras ella dormitaba en el salón, al calor de las mantas y de las series que se prodigaban en la pantalla hasta bien entrada la madrugada. Pero la tele, una reliquia rupestre que emitía sus imágenes en blanco y negro, se los rompió de tanto usarla, y ahora Boni tiene que aguantarse y cenar sin poner la radio siquiera, porque a su mujer le molesta el soniquete de los locutores que narran los partidos y cantan los goles, según ella, como si fueran chicharras. Ojalá vuelva a encontrar trabajo pronto, y pueda comprar otra tele, piensa Boni, mientras apura de un trago la cerveza sin alcohol que queda en la lata. El que no se consuela es porque no quiere. Y, una vez más, vuelve a encontrar una excusa con la que taponar la herida de los remordimientos. Claro que tenía que haberse contenido, que no tenía que haber agarrado por las solapas al encargado del taller cuando se cansó de ver cómo se propasaba con Almudena, la recepcionista que cada mañana lo recibía con la más luminosa de las sonrisas. Para que luego ella se echara atrás y no respaldara su testimonio
en el juicio. Cría cuervos desagradecidos. Pero por culpa de aquel encargado y de la pobre muchacha, que tuvo que mentir en su declaración por miedo, porque por otra razón no pudo ser, él ahora estaba sin trabajo, dependiendo del sueldo que la Nines traía a casa a costa de deslomarse limpiando oficinas y portales. Menos mal que algunas noches, como esta, Alfonso Torbado, el conocido exfutbolista del Real Valladolid, con el que coincidió en sus tiempos de juvenil en el Rondilla, lo llama para que ponga orden en la conocida discoteca que regenta y que abre sus puertas a medianoche. –Qué sí, Boni, que tú siempre has tenido alma de portero, y tienes una planta y unas manos que imponen –le había dicho Torbado para convencerlo–. Además, ¿para qué están los viejos amigos, nada más que para ayudar cuando hacen falta? Y, en parte, Torbado tenía razón. Él siempre quiso ser portero, pero de fútbol, no de sala de fiestas. Y el otro, de amigo, poco, que le paga tarde y mal; y bajo cuerda. Que es para que así pueda cobrar también el paro hasta que le salga un trabajo mejor, se justifica el flamante empresario, el muy caradura. Pero la necesidad es mala compañera cuando aprieta, y a Boni no le quedó otro remedio que aceptar la fraudulenta propuesta. Menos da una piedra. Y esta noche le toca trabajar. Y se espera jaleo, porque comienza la SEMINCI y seguro que después de la gala inaugural más de una estrella del celuloide se dará un garbeo por el local. Y ya se sabe, alrededor de la miel siempre revolotean los abejorros en forma de cazadores de autógrafos y de coleccionistas de fotos con actores famosos. Pero de ese delito no podía acusar a otros, porque él también lo había perpetrado en su juventud. A Boni lo trajeron al mundo por accidente en San Sebastián. Era lo único que tenía de vasco, el lugar de nacimiento impreso en el carné de identidad. Pero eso le sirvió, cuando la Real Sociedad ganó un par de ligas consecutivas a las órdenes de Alberto Ormaechea, para sacar pecho y presumir en el instituto y en el equipo de su barrio de que él era txuri-urdin de rancia estirpe, y recitaba la alineación de la Real campeona de carrerilla: Arconada, Celayeta, Cortabarria, Gajate, Olaizola, Diego, Alonso, Zamora, Idígoras, Satrústegui y López Ufarte. Y, aunque no estuvo en el viejo Zorrilla mientras los jugadores del Real Madrid aguardaban expectantes sobre el castigado césped un final de infarto en el estadio de El Molinón de Gijón que no llegaba, escuchó por la radio que Zamora había marcado en el último suspiro el gol que otorgaba la primera liga al equipo donostiarra, y cantó el alirón con la misma euforia que lo estaría tarareando la parroquia blanquiazul en el casco viejo de la capital guipuzcoana. Desde entonces, si no lo era ya antes, Arconada se convirtió en su ídolo de juventud. Sus fotos condecoraban sus carpetas, sus pósteres empapelaban las paredes de su desordenada habitación; y las legendarias paradas de aquel cancerbero, que parecía un pulpo con ventosas que le permitían blocar los balones más inverosímiles, ocupaban los sueños de Boni, incluso cuando estaba despierto. Por eso, una tarde lluviosa de sábado que la Real llegó a Valladolid, para enfrentarse al día siguiente en el nuevo Zorrilla con el Pucela del Polilla Da Silva, el Pato Yáñez y compañía, fingió una lesión en la muñeca y abandonó a la carrera los vestuarios del campo de La Ribera, que estaba adosado a las tapias del antiguo seminario diocesano, para hacer guardia en la puerta del hotel Olid Meliá y conocer y tocar a su ídolo cuando arribara el autocar que trasladaba a la expedición easotarra. Sin embargo, los acontecimientos no sucedieron como los había imaginado. El autobús tardó en llegar y, además del equipo, acarreó también un txirimiri que caló tanto a los bobos como a los listos que esperaban impacientes en los aledaños del hotel. Los jugadores, perfectamente uniformados con el traje oficial del club, abandonaron a la carrera el autobús, para guarecerse de la lluvia en el vestíbulo de su alojamiento vallisoletano. Pero nadie vio descender del vehículo al mítico guardameta. Se habría lesionado a última hora y se habría quedado en su caserío vasco, pensó Boni. Y lamentó que fuera así, porque se había inventado una excusa de lo más pueril para no alinearse en el partido en que su equipo se jugaba el liderazgo de la liga local contra los eternos rivales del GRUFARE. Pero Arconada sí viajaba en el autocar. Lo vio apearse por la puerta de atrás, ataviado con un chubasquero azul marino, y un pantalón de chándal amarrado con unas medias blancas recogidas como si fueran argollas alrededor de los tobillos. Tenía que dar la nota discordante. Como cuando jugaba con la selección española y lucía unas medias idénticas pero estiradas hasta las rodillas. No le bastaba con vestir diferente a los demás, con ser el rey del área, con poder jugar el balón con unas manos como tenazas y lucir aquellos muslos portentosos como las columnas de un templo romano. El arquero trató de acceder al hotel por la puerta del bingo colindante, pero una jauría de seguidores se arrojó sobre él, como jugadores de rugby que se abalanzaran sobre el rival que poseía el oval para placarlo. Arconada despejó con malos modos la acometida de la chiquillería y, las cosas como son, a Boni no le gustó ese detalle; pero reaccionó con bravura cuando un chico enrabietado y resentido exclamó, dirigiéndose a su ídolo, que ojalá al día siguiente el Pucela le metiera cuatro. –¡No hay delantera que tenga bemoles para meter cuatro goles a un portero vasco! –proclamó orgulloso, tratando de espantar con sus palabras el vaticinio del cenizo agorero. El coloso donostiarra se volvió con unos reflejos propios de su singular categoría, al escuchar el alegato de aquel chaval espigado y corpulento que lo miraba con la veneración con que un feligrés adoraría a un santo patrón. Le preguntó si de verdad era portero y vasco, y Boni, orgulloso, se bajó la cremallera del chándal empapado y dejó a la vista la camiseta que no había defendido en el trascendental encuentro de aquella tarde. Pero mientras de
jaba su pecho a merced de la lluvia, no se sintió traidor ni insolidario, como en el juicio que le había costado el puesto de trabajo lo había sido Almudena, la jovial recepcionista del taller. A aquella edad adolescente, uno solo pensaba en cumplir sus sueños. Y cuando, casi una hora después, regresaba para el barrio, era el chico más feliz del mundo porque el espejo en que se miraba le había conseguido los autógrafos de todos los jugadores y una insignia con el hermoso escudo del equipo realista, y además le había invitado a una Coca-Cola en la cafetería, le había regalado una entrada de tribuna para el partido y le había ofrecido hacer una prueba con la cantera de la Real, cuando terminara la temporada. Lo de menos fue que al día siguiente se cumpliera la maldición del hincha despechado, y Arconada se llevara para tierras donostiarras cuatro goles en la chapela. Lo peor fue la reacción de la Nines, con la que ya estaba de novio por entonces, cuando eufórico le dio la noticia. –A San Sebatián te vas tú solo, que en esa ciudad llueve a todas las horas y tiene muchas cuestas –replicó ella, hecha una furia–. Yo de aquí no me muevo. Y, eso sí –le advirtió–, si te vas, a mí no me vuelves a ver el pelo. Así que, por culpa de la Nines y de lo mucho que la quería, se quedó con las ganas de conocer nuevas tierras y de experimentar otras emociones; y él tampoco se movió del barrio de La Rondilla. Y, quién sabe, tal vez hubiera podido hacer carrera en el Valladolid, de no ser por aquel actor con aspecto de canalla –pero entonces todavía no lo era, ni actor ni canalla–, que llegó al polvoriento campo de la Federación una tarde de verano, en un mercedes con matrícula de Murcia, sin que nadie pudiera sospechar que poco después aquel pedregal sería colonizado por El Corte Inglés. Boni estaba a prueba. Los ojeadores blanquivioletas lo habían seguido durante toda la temporada, y le habían tentado con una atractiva proposición. Él había picado el anzuelo. Y la Nines estaba toda contenta porque iba a ser la mujer de un portero de campanillas, y Valladolid no tenía cuestas que subir ni paraguas que usar a cada instante. Durante días, Boni se había lanzado en los entrenamientos a por cada balón con una voracidad depredadora, como si estuviera convencido de que cada parada serviría para ganar una copa de Europa. No le importaban los desconchones en las rodillas ni en los codos ni en los muslos. Cada herida, cada reguero de sangre, servían para afianzar su confianza. Era como un gigante elástico e invulnerable. Entre sus enormes manazas los esféricos de cuero se antojaban balones de balonmano, y los entrenadores parecían felices con su rendimiento. Pero entonces llegó su rival en el mercedes que tenía matrícula de Murcia, y aquel fatal instante de distracción sirvió para que se despistara, y un balón franco se escurriera como un pedazo de hielo entre sus manos, haciendo añicos los ligamentos de su dedo pulgar y segando de raíz sus ilusiones de convertirse en futbolista profesional. Y así ha acabado, de portero de noche en una discoteca; por culpa de Torbado, que defrauda al Estado y lo defrauda a él; por culpa de la Nines, que no quiso irse a ver el mar que alborota galernas en su cabeza cuando aparece en la tele el actor que pretendía ser portero del Valladolid y ahora hace de matón de baja estofa en una serie de mataderos de marranos, en la que luce una antigua camiseta de un Pucela en el que él tampoco llegó a cuajar; y por culpa de la risueña Almudena, que no tuvo redaños para reconocer ante un juez que su encargado le metía mano en el taller al menor descuido que tuviera. De tanto justificar lo injustificable, tratando de despejar los balones de su propia responsabilidad a las conciencias de otros, es a él al que casi se le ha echado encima la medianoche. Lo más deprisa que puede, se compone con ese traje a lo Reservoir Dogs que Torbado le proporcionó en su momento, aunque sin el aderezo de las gafas negras de sol, porque no son horas. Desde el pasillo se despide de la Nines, aunque está seguro de que es en balde, porque apostaría lo que no tiene a que se ha quedado dormida en el sillón, arrebujada entre las mantas. Cuando llega a los alrededores de la discoteca se preocupa por el lío que hay allí montado. Mira que si ha llegado tarde y su jefe clandestino le manda para casa, piensa. Pero está equivocado. La multitud que se arracima debajo de una fachada no deja de señalar para las alturas. Boni se abre hueco a codazos, como despejando balones a golpe de zamorana, se sitúa en primera línea y eleva la mirada hacia el balcón que indican los allí congregados, justo cuando un cuerpo indefinible y diminuto se precipita al vacío entre un desgarrador coro de estremecedoras lamentaciones. En ese instante, solo Boni reacciona. Como si hubiera recuperado los resortes de antaño, se lanza hacia delante como si estuviera dibujando una palomita de cartel y reza para que sus manos lleguen a tiempo de detener la caída de la criatura y no se rompan como el cristal con el golpetazo. Mientras se sostiene por un instante en el aire, nota el contacto e instintivamente amortigua el cuerpecito contra su pecho antes de sentir cómo su osamenta impacta contra el suelo. Dolorido, respira aliviado al escuchar el llanto asustado de la niña de apenas un par de años, y lentamente se pone en pie entre los aplausos y vítores de los que corean su heroica estirada. Con la banda sonora de fondo de las sirenas de los bomberos, las ambulancias y los coches de policía que se aproximan, Boni sabe que acaba de hacer la parada de su vida. Pero, en lugar de sentirse feliz, y sin comprender muy bien por qué, en ese instante, que debería ser de euforia, se siente insensible y vacío; y solo le da por pensar que igual alguna persona agradecida recompensa su gesta regalándole una televisión de catorce pulgadas. Para que pueda volver a ver los partidos de fútbol en la cocina.
“Podréis leer los relatos premiados y finalistas en la 5ª edición del libro resumen de esta edición, que se puede adquirir en las principales librerías de la ciudad”.